Capítulo cuatro

 

 

Esquelles tiene una sola playa, de varios kilómetros de larga y muchísimos metros de ancha, que está partida en dos por el puerto pesquero y el puerto deportivo; pero también tiene muchas calas pequeñas e íntimas, aunque para llegar a ellas hay que caminar.

Yo odio las multitudes, y en verano, las dos playas principales están sieeeeempre llenas de gente, niños correteando y salpicando arena, música a todo trapo, y basura, mucha basura, a pesar de las gigantescas papeleras que hay cada tres pasos. Por eso prefiero caminar unos minutos por un camino de tierra, estrecho y serpenteante, que me lleva a una de estas caletas que ninguno de los turistas que invaden Esquelles en verano, conoce.

Allí, la arena es más blanca en lugar de color terroso sucio, y el agua es azul en lugar de verde pastoso; ¡y se puede ver el fondo!

Llego hasta allí y, como esperaba, no hay casi nadie: una pareja mayor, un grupo de adolescentes, y un par de toallas vacías, que supongo pertenecen a alguien que está en el agua, aunque no veo a nadie chapoteando.

Tiendo mi toalla, me siento, y me pongo a rebuscar en la bolsa para encontrar el protector solar. El airecillo marino es agradable, y cierro los ojos durante un momento para poder disfrutarlo.

—¿Qué haces aquí, brujilla?

No. Por favor. No.

Abro los ojos y, aunque no puedo verlo bien porque se ha puesto delante del sol y este me deslumbra, no tengo ninguna duda. Solo hay una persona en todo el mundo que me llama así.

—Hola, Julio —digo con desgana—. Acabas de hacer la pregunta más tonta del mundo. ¿Tú qué crees que hago aquí?

Se deja caer a mi lado y se sienta sobre la arena, cuidando de no ensuciarse las manos. Tiene el cuerpo mojado, y las gotitas de agua resbalan por su magnífico cuerpo. Lleva unas gafas de bucear en la mano, y las deja sobre mi toalla, a los pies.

—Buscarme, por supuesto. —Me muestra su sonrisa devastadora que hace que me tiemblen las rodillas—. Y esperarme para que te ponga la crema por la espalda.

—No necesito que nadie me ponga la crema en la espalda, gracias. Soy lo bastante flexible para ponérmela yo solita.

—Ya sé que eres muy flexible, me lo demostraste con creces cuando hicimos el amor. Dame eso.

Me quita la botella de las manos sin que yo pueda hacer nada. Podría intentar quitársela a él, pero seguro que lo aprovecharía para fastidiarme todavía más y dar un espectáculo. Acabaríamos rodando por la arena, nuestros cuerpos se rozarían, me pondría como una moto…

¡Ay, Dios! ¿Por qué me imagino estas cosas?

—Veo que te gusta la idea de que yo te ponga la crema, ¿eh? —Sonríe como un maldito cuando ve que mis pezones se han puesto juguetones. «¡Perfecto! —pienso, abatida—. Solo me faltaba esto, tetas traidoras».

—Creo que tienes más ganas que yo —le digo, mordaz, mientras se pone de rodillas detrás de mí, porque he podido ver, sin lugar a dudas, que su miembro está más que hinchado con la sola idea.

—Pero yo no lo escondo —me replica mientras se llena las manos de crema y empieza a frotarme la espalda—. Al contrario que tú.

—Yo no escondo nada.

Mentirosa. Mentirosa. En realidad, en este momento, estoy escondiendo el maravilloso placer que supone tener sus manos sobre mí, frotándome la espalda con suavidad, esparciendo la crema por ella. Me niego a cerrar los ojos, a relajarme, a dejarme llevar… Porque sería un desastre.

—Eres una brujilla mentirosa —me susurra al oído, y me sobresalto al notar su aliento acariciar mi oreja—. ¿Por qué luchas contra lo que deseas?

—Porque me niego a que me rompas el corazón, como haces con todas las chicas —susurro yo también, sin poder evitarlo.

Cuando me doy cuenta de lo que acabo de decir, me tenso como una tabla de planchar. Julio se ha quedado quieto, con las manos congeladas sobre mi espalda.

—Yo no hago eso —dice, casi sin aliento.

—Sí, lo haces —lo acuso. Bah, de perdidos, al río—. Constantemente. Hace seis meses que nos conocemos, y lo he visto muchas veces. Seduces a una chica, te acuestas con ella, y después, si te he visto, no me acuerdo. Pasas de ellas como de un kleenex lleno de mocos.

Julio sigue detrás de mí, así que no puedo ver su cara. Yo miro hacia el mar y suspiro. Él no dice nada durante un rato.

—Nunca les he prometido nada —dice, finalmente—. Ni a ti, tampoco.

—No, pero ellas no te conocen. Yo, sí. Yo sé cómo eres. Ellas, no. No voy a decir que todas las mujeres seamos iguales, y que todas busquemos lo mismo; pero muchas de nosotras, cuando un hombre se acerca e intenta seducirnos, pensamos que siente algo especial aunque él todavía no sea consciente de ello. Para muchas de nosotras, el sexo es algo más que una manera de liberar tensiones y encontrar placer. Buscamos más que un simple revolcón, queremos alguien que quiera estar permanentemente a nuestro lado, alguien con quién compartir las alegrías, y las penas, y que…

—Vale, vale. Basta ya. Lo he comprendido.

Vuelve a ponerme la crema, pero ahora ya no es suave, ni intenta seducirme con ello. Sus manos se han convertido en algo impersonal que hacen un trabajo.

—Toma. —Deja el bote de crema sobre la toalla con brusquedad, a mi lado y se levanta—. Nos vemos.

Se agacha para coger las gafas de buceo y titubea durante un segundo. Me mira a los ojos y abre la boca como si fuese a añadir algo más, pero al final no lo hace y se aleja en dirección a una de las toallas vacías. La recoge, la sacude, y se va sin decirme nada más.

Y yo tengo muchas ganas de llorar, así que me levanto y me tiro al agua para nadar un rato.

Porca miseria.

 

***

 

—¿Pero qué has hecho? —me pregunta Paula en cuanto entro en casa. Está sentada en el salón, viendo una mierda de programa de televisión.

—El idiota —contesto, amargada.

La conversación con Julio me dejó tan tocada que se me olvidó acabar de ponerme la crema, y tengo el rostro y los hombros completamente quemados. Menos mal que el agua me protegió el resto del cuerpo, más o menos, durante la media hora que estuve nadando como una posesa.

Soy pelirroja, mi piel es blanca y delicada, y no puedo ir por ahí haciendo el burro. Si, en verano, incluso me tengo que poner crema antes de salir a la calle por todas aquellas zonas que no están protegidas por la ropa…

—¿Hay aloe vera? —me pregunta Paula.

—Sí, en el baño hay un bote.

—Pues siéntate ahí —señala una silla—, y estate quietecita. Joder, pareces un semáforo con patas.

—Eso, encima búrlate, cabrona.

Hay tanta amargura en mi voz, que Paula se queda quieta durante un segundo.

—Acabas de decir una grosería —dice, asombrada—. A ti te ha pasado algo grave.

—No es nada importante —intento quitarle hierro al asunto.

—Ya, claro. Por eso te has quemado como un guiri del norte, cuando eres siempre tan sumamente cuidadosa con tu piel.

—Paula, por favor.

No tengo ganas de hablar. Además, Paula ya tiene lo suyo y no quiero poner sobre sus hombros la tristeza y la rabia que ahora mismo siento.

—Sht —me chista para que me calle—. Ahora traigo el aloe, y mientras te lo pongo, me lo vas a contar todo.

—En serio, no…

—Ni en serio, ni leches. Además, me vendrá bien escuchar las penas de otra persona, para olvidar las mías propias.

Desaparece por el pasillo. Yo me siento en la silla donde me ha ordenado y me quito la camiseta. Ahogo un «auch» cuando esta roza con mi maltratada piel. Maldito Julio y la madre que lo…

Ahogo el exabrupto porque no me gusta ni decirlos, ni pensarlos, aunque él se los merece todos.

¿Por qué tenía yo que abrir la boca para decirle lo que pensaba?

«Eres una tonta, Nuria. A estas alturas, ya deberías saber que la gente no quiere que los enfrentes con su propia imagen en el espejo, porque nunca les gusta lo que ven».

Y eso es precisamente lo que creo que ha pasado con Julio. Él vivía feliz en su mundo de seducciones, creyendo que no hacía daño a nadie, yendo de chica en chica, pensando que daba lo mismo que recibía.

Pero no es así. No lo es la mayoría de las veces.

A veces pienso que las mujeres somos tontas, esperando siempre más de lo que los hombres están dispuestos a dar. Crecemos engañadas pensando que el príncipe azul de los cuentos existe, y nos damos de bruces con la burda realidad. Pero después miro a Alonso y a Daniela, tan felices ellos, y la esperanza renace.

Aunque empiezo a estar convencida de que no lo hay para mí.

Sino, ¿por qué me he enamorado como una tonta de Julio? Un picaflor descreído que se burla de mis creencias, y que me llama «brujilla» con sorna siempre que puede.

—Hija mía, te has achicharrado.

—Ya.

Paula ha vuelto con el bote de aloe. Se pone un montón en las manos y empieza a ponérmelo por los hombros, con cuidado para no hacerme daño. El frescor alivia un montón.

—Te has olvidado de ponerte la crema.

—No exactamente.

—Qué críptica estás hoy.

—Es que…

—Desembucha de una vez.

—Vale, pero solo si tú me cuentas qué te pasa a ti, porque llevas unos días de muy mal humor.

—De acuerdo —acepta después de una breve pausa—. Hay trato. Tú empiezas.

—Me he encontrado con Julio en la caleta. Me ha quitado el bote de crema, ha empezado a ponérmela, yo le he dicho lo que pensaba de él, y se ha ido sin terminar.

Las manos de Paula se quedan quietas durante un momento y suspira.

—Vale. Ahora me cuentas la versión extendida en lugar de la sinopsis de la película, porque no acabo de entenderlo.

Bufo, cansada, pero me rindo. Con Paula no vale intentar dar largas, así que se lo cuento todo, de pe a pa, sin guardarme ningún detalle.

—Ese tío no te conviene —me dice en un susurro, sin dejar de darme aloe en los hombros.

—¿Crees que no lo sé? Por eso lo evito todo lo que puedo, pero no sé qué me ha impulsado a decirle lo que le he dicho. Podría haberme quedado calladita —rezongo, mortificada.

—Bueno, no soy psicóloga, pero supongo que le tenías muchas ganas. Por un lado, la esperanza de conseguir que recapacite y cambie. Y por otro, la de que se asuste y te deje en paz de una vez. Yo creo que has hecho bien. Ahora la pelota está en su tejado y le toca mover ficha.

—Pues espero que no la mueva para nada, porque los hombres como él no suelen cambiar.

—Torres más altas han caído, cariño —me dice terminando con los hombros y poniéndose delante de mí para empezar a embadurnarme la cara con aloe.

—Nómbrame alguno —murmuro, cerrando los ojos, pero ella no contesta—. Me lo imaginaba. Ahora te toca a ti.

—Lo mío es mucho más prosaico y vulgar. Empiezo a arrepentirme de haber abandonado el curro, eso es todo. Los ahorros no me van a durar mucho más tiempo y…

—Y no debes preocuparte por eso —afirmo yo con rotundidad—. Somos amigas, Paula.

—Ya, pero las facturas no se pagan solas. Tú necesitas el alquiler de la habitación para pagar la hipoteca, y también necesito comer.

—Por el alquiler no te preocupes. Y en cuanto al trabajo, daré voces por ahí a ver si sale algo. Solo hace quince días que estás en el paro, así que no te mortifiques más, por Dios.

—Si el cabrón de mi jefe hubiese querido arreglarlo para que cobrara el subsidio… —se queja.

—Ya. —Sonrío recordándola cuando llegó a casa aquel día, toda furiosa y echando chispas por los ojos—. Después de que lo llamaras esclavista, acosador y viejo verde, ¿de veras creías que te iba a facilitar las cosas?

—Debería haberlo denunciado.

—Quizá. Pero preferiste montarle un pollo increíble. —Me río, imaginándola—. No te preocupes más, ya verás como encontramos algo.

—Lo que sea, sí, estaría bien. Aunque fuese limpiar retretes. No se me van a caer los anillos.

—Ya lo sé. Mira, de momento, esta tarde te vienes conmigo a Cosas necesarias. Yo estoy medio inválida y toda quemada, y así me ayudarás y te distraerás al mismo tiempo.

—De acuerdo. Espero que no seas una negrera.

—¿Yooooo? —Abro los ojos como platos—. ¡Si soy un trozo de pan!

Ambas nos echamos a reír y me levanto para abrazarla, pero pone cara de horror y se aparta de mí.

—Quita, quita, que me vas a poner perdida de aloe.