Capítulo siete

 

 

A las cinco de la mañana estoy durmiendo. Tengo el sueño pesado e incómodo, y no paro de dar vueltas. No estoy despierta, pero parece que me entero de todo lo que pasa a mi alrededor: del borracho que pasa cantando por la calle, de los coches que giran la esquina, del vecino que se está levantando porque tiene que ir a trabajar dentro de nada y que se caga en todo porque se ha tropezado con la silla, machacándose el dedo chico del pie…

Pero también hay voces más cercanas que me sacan del sopor cuando reconozco la voz de Alonso, cansada y dolorida.

—Ha sido horrible… —dice.

Abro los ojos de golpe, totalmente despierta de repente.

—Pero se pondrá bien, ¿no? —pregunta Daniela, con la voz rota.

—Sí, sí. Afortunadamente, ha sido mucho menos de lo que parecía al principio.

Me levanto sin dudarlo y salgo de mi dormitorio.

—¿Qué ha pasado? —pregunto, con los ojos todavía medio pegados por el sueño.

Daniela me mira con cara de pena, y un horrible estremecimiento me sacude de arriba abajo.

—Nuria, verás —empieza Alonso, pero ella lo detiene.

—No, yo se lo digo. Tú ve a darte una ducha y acuéstate.

Él asiente y se mete en el baño. Yo me estoy retorciendo las manos sin darme cuenta. Tengo miedo de que a Julio le haya pasado algo malo, muy malo.

—¿Qué..?

—Vamos dentro.

Me coge del brazo y me empuja de nuevo a mi dormitorio. Una vez dentro, me suelto bruscamente.

—Dímelo de una puñetera vez, porras. ¿Le ha pasado algo a Julio?

Ni siquiera me reconozco con esas palabras, pero indudablemente han salido de mi boca. Estoy nerviosa, asustada, muy asustada, y las lágrimas empiezan a picar en mis ojos.

No debí haberle dicho nada a Julio. No debería haberme metido en su vida. ¿Por qué siempre tengo que intentar salvar a todo el mundo hasta de sí mismos? ¿Por qué no puedo estarme calladita y dejar que cada uno lleve la vida que le dé la santísima gana?

«Porque lo quieres, por eso, y su vida no lo estaba llevando a ningún lado».

¡Pero es su vida, jolines!

—Julio está bien. —Respiro aliviada—. Bien dentro de lo que podría haber pasado. Pero está en el hospital, con algunas quemaduras.

—¿Qué? ¡Tengo que ir a verlo!

—No. —Su negativa es tajante, y cuando intento discutir con ella, me calla con un gesto y con una de sus miradas—. No son horas, y no te van a dejar entrar, Nuria.

—Pero…

—No.

Suspiro con fuerza, porque sé que tiene razón.

—Pero, se pondrá bien, ¿no?

—Sí, se pondrá bien. Por lo que me ha dicho Alonso, no son quemaduras graves, pero quieren tenerlo unas horas en observación porque también ha inhalado humo y van a controlar que no se le colapsen los pulmones, ¿de acuerdo?

—Es culpa mía —susurro, dejándome caer sobre la cama.

—No digas tonterías.

—No son tonterías.

Se sienta a mi lado y me coge las manos.

—¿Por qué dices eso?

Le cuento lo que pasó una semana atrás, en la playa, y la conversación que hemos tenido esta misma noche. Daniela me escucha atentamente y cuando empiezo a llorar, me abraza con fuerza. Cuando termino, me dice: —Repito: no digas tonterías, tía. Que se le cayera el techo encima no tiene nada que ver contigo. Que su compañera sea una idiota y él se haya arriesgado por protegerla, tampoco.

—¿Qué quieres..?

—Mira, no sé toda la historia, porque ya has visto que Alonso está muy cansado y he preferido enviarlo a la cama, pero por lo que me ha contado, una compañera suya se ha metido impulsivamente en la casa que se estaba quemando, un edificio abandonado que ya se caía a cachos sola, porque creyó oír unos gritos dentro, y Julio ha ido tras ella para impedírselo. —Hace una pausa para coger aire—. Esa tía es una chalada imbécil, que no sé cómo pudo superar las pruebas psicológicas —grazna, con enfado evidente—. Por lo que sé, ya ha metido la pata otras veces, pero nunca había causado consecuencias tan graves. Espero que esta vez la echen.

—Pero, ¿cómo se ha quemado?

—¡Pues porque se les ha caído el techo encima! —exclama. Sus ojos relampaguean y empieza a darme miedo. Supongo que está pensando en que podría haber sido Alonso el que fuese tras ella para salvarla de su propia estupidez—. Por suerte, no quedaba demasiado que caer, pero a Julio se le han salido los guantes de las manos, no sabe bien cómo, y se le ha roto la mascarilla. Por eso se ha quemado parte de las manos, y ha inhalado humo.

—¿Y ella?

—¿La guarra esa? Ni. Un. Puto. Rasguño. Hija de puta. Como me encuentre con ella le hago una llave y la ahogo.

Yo ya no la escucho, porque pienso en Julio. Vive solo, y si tiene las manos quemadas no podrá valerse por sí mismo durante una temporada. Tendrá que volver con su madre, en Vic, para que lo cuide, y no quiero que se vaya. Quiero cuidarlo yo.

«Tonta, tonta, tonta. Hace un rato querías apartarlo de tu vida, y ahora te mueres por cuidar de él».

No puedo evitarlo. Estoy enamorada, aunque él no se lo merezca.

***

A las ocho de la mañana, estoy plantada en el hospital. Pregunto en recepción, pero me dicen que Julio Márquez todavía está en urgencias, y que allí no se permiten las visitas.

No voy a permitir que una menudencia así me detenga, así que doy la vuelta por los jardines exteriores, y en la recepción de urgencias digo que soy su novia para que me dejen entrar. Pongo cara de mucha pena, y los ojos enrojecidos no tengo que disimularlos porque están así ya a causa de estar despierta desde las cinco de la mañana.

—Está en el box ocho —me dice amablemente la chica, mirándome comprensiva, y le da al botón de apertura de la puerta.

Me cuelo rápido y busco el box. Tengo la imperiosa necesidad de echarme a correr para llegar hasta él y asegurarme con mis propios ojos que está realmente bien, pero me contengo. Me paro ante la cortina y respiro profundamente varias veces para calmarme. Dentro oigo voces, la suya y la de una chica.

—Siento mucho lo que ha pasado —dice ella.

—No importa, Carla, de verdad.

Julio parece cansado, y hay un deje doloroso en su voz.

—¿Necesitas algo? Puedo conseguirte lo que quieras, de verdad. ¡Me siento tan culpable!

Intuyo que la tal Carla debe ser la que ha provocado el accidente, pero a mí no me suena como si se sintiera mal, sino más bien que está encantada con la situación.

—Gracias, pero no es necesario.

—¿Y tu madre? ¿Cómo es que no ha venido?

—Porque no he permitido que la avisaran —contesta él bastante seco.

—Entonces, ¿no sabe nada de lo que ha pasado?

—Carla, por favor, necesito descansar.

—Sí, claro, claro. Pero, ¿quién va a cuidar de ti hasta que te recuperes?

Ya he tenido bastante. No me gusta nada la chica esta, solo oírla y se me han puesto de punta todos los pelillos del cuerpo. Me da un repelús que no había sentido desde que el abusón del colegio entró por primera vez en mi clase de quinto.

—Eso voy a hacerlo yo —me entrometo, abriendo la cortina y entrando en el box—. Hola, cariño, ¿cómo te sientes hoy?

Me acerco a Julio obviando su cara atónita, y le doy un beso en los labios. Lo de «cómo te sientes hoy» me ha sonado forzado hasta a mí, pero estoy tan nerviosa y Carla me da tanta grima, que mi cerebro no ha sido capaz de hilar otra frase más adecuada.

—Ah, esto… hola, Nuria.

La cara de Julio es todo un poema. Es evidente que no entiende nada de nada y que está flipándolo en colores. Miro a Carla, planto una sonrisa fría en los labios, y le digo: —Muchas gracias por hacerle compañía. ¿Eres una voluntaria del hospital? Yo soy Nuria, su novia.

Recalco la palabra, y Julio inspira bruscamente, más sorprendido todavía.

—Ah. No sabía que tenías novia.

Carla dirige sus ojos hacia Julio, mirándolo acusador.

—Sí, verás, es que hace poco que estamos saliendo —dice él.

Menos mal que me sigue el rollo y no me ha desmentido. Si llega a hacer algo así, lo ahogo con la almohada.

—Una semana escasa —afirmo yo, con una sonrisa asesina fija en mi rostro.

—Ah, vaya. Yo soy Carla, compañera suya en el trabajo.

—No serás la inconsciente que ha provocado que él acabara en el hospital, ¿no?

Me ha salido sin pensar, pero no me arrepiento. De hecho, puede dar gracias que sea yo la que está aquí y no Daniela, porque mi amiga seguro que no se contentaría con lanzarle palabras. Más bien la lanzaría a ella por encima del hombro y, cuando la tuviera en el suelo, le patearía los higadillos. Por algo es cinturón negro de judo.

—No soy una inconsciente —rezonga.

—Temeraria, entonces.

Julio se está divirtiendo mucho, lo veo por el rabillo del ojo. Su mirada se desplaza de una a otra, y en sus labios hay un rictus contenido que lo delata. Está a punto de echarse a reír, el muy…

—Ni inconsciente, ni temeraria. Para tu información, soy quién lo ha salvado. —Mira a Julio esperando que este le dé la razón, pero como no lo hace y prefiere mantenerse callado, resopla y dice—: Será mejor que me vaya. —Arruga el hocico con desprecio, echándome una mirada especulativa de arriba abajo, pero cuando dirige sus ojos hacia Julio, cambia completamente—. Ya te llamaré, y si necesitas cualquier cosa…

—Yo me ocuparé de todo lo que necesite, gracias —contesto yo, seca como un espárrago fuera de temporada.

Ella bufa, yo le dirijo la sonrisa del payaso de It, que aprendí de Daniela, y cuando por fin se va, me dejo caer sobre la silla que tengo detrás.

Julio no puede evitar echarse a reír, aunque procura hacerlo en silencio para que Carla no nos oiga: al fin y al cabo, las cortinas no son suficientes para amortiguar el sonido.

—¿Ahora eres mi novia? —pregunta, guasón, cuando la risa se lo permite.

—Era la única forma de cortarle las alas.

—Y bien que se las has cortado.

—¿Es una de tus conquistas? —le pregunto, desabrida. La sonrisa se muere en sus labios.

—No. Nunca me he liado con una compañera de trabajo. Crearía demasiadas tensiones.

—Por lo menos, tienes algo de sentido común. Casi me sorprendo, viniendo de ti.

—Tienes un concepto muy pobre de mí —se lamenta, apartando sus ojos de los míos y mirando hacia el otro lado—. No soy tan mal tío, ¿sabes?

Suspiro. Tiene razón. Quizá no es el mejor hombre del mundo, pero tampoco es malo. Miro sus manos, envueltas en vendajes, y siento mucha pena por todo.

—No —susurro—, no lo eres.

—Lo que has dicho de que vas a cuidarme, ¿lo decías en serio?

—Sí, por supuesto. Daniela se pasa la vida metida en la habitación de Alonso, así que supongo que puedes usarla hasta que te recuperes.

—¿Y ella que dice?

—No se lo he dicho aún. Pero no te preocupes. Seguro que no pondrá ninguna pega.

***

Pero sí las pone. Lo hace cuando la llamo por teléfono a las diez de la mañana, desde Cosas necesarias.

—Ni de coña. No quiero a ese metido en mi cuarto. Es capaz de meter las narices en el cajón de mis bragas y olisquearlas como un perro.

—Pero… pero… ya le he dicho que puede venir aquí.

—Pues que venga, pero lo metes en tu cuarto. Al fin y al cabo, tu cama es enorme, ¿no? Cabéis los dos sin problema.

—¡Pero yo no quiero dormir con él!

—¡Anda, coño! No quieres dormir con él, pero sí meterlo en mi cama. ¡Qué lista!

—Daniela, por favor, si tú duermes cada noche con Alonso en su cama…

—Pero te pago religiosamente el alquiler de mi habitación, ¿no?

—Sí…

—Pues no te doy permiso para meter a Julio en ella. Punto.

—No me esperaba esto de ti.

—Pues mal hecho.

Me cuelga y yo me quedo mirando el móvil como si fuese un alien.

¿Qué narices hago yo ahora?