16. DESPEDIDA
Después de testificar, nos condujeron a ambos hasta otra sala, donde se suponía que teníamos que esperar hasta que se supiera si estábamos o no libres de cargos. Estaba anocheciendo y me sentía exhausta. Lo único que quería era volver a mi habitación y enterrarme bajo mi colcha, pero no le veía un fin cercano a nuestro confinamiento. Me senté junto al fuego de la chimenea y me encogí sobre mí misma, rodeando mis piernas con mis brazos, mientras me balanceaba hacia delante y hacia atrás con nerviosismo. Gabriel no paraba de cruzar la sala de un lado a otro a grandes zancadas, visiblemente nervioso. Estaba impaciente por terminar con toda la burocracia y largarse en persecución de Adrien y la espera le estaba matando.
De pronto se detuvo a mi lado y se puso en cuclillas para ponerse a mi altura.
–¡Por todos los ángeles!, ¿de verdad creíste que yo sería capaz de volverme contra la Orden? –me preguntó, mirándome estupefacto.
–Lo siento, Gabriel, pero sí –respondí.
–¿Por qué? Llevo esto en la sangre. Desde mi nacimiento estoy destinado a ser un custodio, mi vida está consagrada a la Orden. Es todo lo que ansío en la vida y por lo que me esfuerzo a diario. Nadie que me conozca dudaría de mi lealtad, Ella, ¿por qué tú sí? –preguntó, extrañado.
–¿Y tú me lo preguntas? Tengo que admitir que te he prejuzgado, pero tú no has hecho nada para mostrarme tu faceta más noble. Has sido mezquino conmigo desde la primera vez que posaste tus ojos en mí y has aprovechado hasta la más mínima oportunidad para humillarme y atemorizarme, de modo que hace tiempo que saqué mis propias conclusiones sobre ti –le confesé, contrariada.
–Puede que no me haya comportado como un caballero contigo, pero ¡de ahí a creerme capaz de asesinar a sangre fría a Violet! No lo entiendo, he estado guardándote las espaldas desde que pisaste Sargéngelis –se defendió, desconcertado.
–Ahora lo sé, pero antes pensaba que tu único objetivo era que me fuera de aquí –admití.
–¡Y lo era! –admitió él y de pronto pareció arrepentirse de haber pronunciado esas palabras.
Lo sabía, sabía que él no me quería aquí…
–¿Por qué? –le pregunté, intrigada.
Él evitó mi mirada y se alejó, cruzando de nuevo la habitación a paso rápido. Su extraño comportamiento acrecentó mi curiosidad y me puse en pie, siguiéndole con la mirada. Estaba dispuesta a obtener una respuesta, pero como no parecía querer ofrecérmela, me interpuse en su camino, deteniendo su avance.
–Respóndeme, ¿por qué no me querías aquí? –insistí.
–Porque desde el momento en que te vi, supe que me ocasionarías muchos problemas –admitió, mirándome con intensidad.
–¡No me digas!, ¿también eres adivino? –me burlé, molesta.
–Por supuesto que no, pero soy intuitivo. De haber previsto lo que iba a ocurrir ni siquiera te habría permitido cruzar las puertas de Sargengelis –siseó, furioso.
–En definitiva piensas que soy la responsable de todo lo ocurrido, ¿no es así? –inquirí, llena de ira.
Él no respondió, pero sus ojos hablaban por él. Apretaba sus puños con fuerza y su mandíbula estaba en tensión. Me recordó a los arcángeles de la cámara, dispuesto a fulminarme en cualquier momento por mi traición.
–¿Entonces por qué no lo dijiste hace un momento ante el tribunal?, ¿por qué no me condenaste y te exoneraste de toda culpa? Así habrías conseguido tu objetivo, librarte de mí para siempre. Dime, ¿por qué no lo has hecho? –pregunté, sintiendo cómo las lágrimas traidoras inundaban mis ojos.
Él seguía mirándome intensamente, pero no me respondía y eso me alteraba aún más. Comprendí que en su cabeza se libraba una batalla, decirme lo que pensaba o guardárselo para sí. Quería saber por qué me odiaba, yo no le había dado razones para que me despreciara tanto, tenía que haber algo más, algo que no se atrevía a confesarme. Entonces bajó su mirada, evitándome, y cuando por fin volvió a mirarme, su expresión era templada y contenida.
–No sirve de nada que peleemos entre nosotros, Ella. Lo pasado, pasado está y no voy a eximir mi parte de responsabilidad en lo sucedido, de modo que tratemos de ayudar a solventar esta catástrofe. Atraparé a Sagnier, aunque sea lo último que haga, y tú tendrás que ayudar a Mervaldis a restablecer el equilibrio del pentagrama. Aún no sabemos qué consecuencias tendrá la caída del sello de Sargéngelis, pero seguro que pronto lo sabremos –me explicó.
–¿Eso es todo? Hemos perdido a Cara, Gabriel, y eso no parece importarle a nadie. Todos vosotros sois capaces de dar vuestras vidas por mantener al mal lejos de la humanidad, pero luego sois tan insensibles como para que no os afecte que vuestros compañeros y familiares se queden en el camino –dije, furiosa.
–¿Insensibles?, ¡qué sabrás tú al respecto! Todos y cada uno de nosotros acarreamos un drama a nuestras espaldas, pero somos lo suficientemente fuertes como para sobreponernos y seguir luchando por lo que creemos que es importante. Pero, ¿por qué luchas tú, Ella? Dumas y Mervaldis han tratado de conducirte, pero estás perdida, ni siquiera sabes quién eres ni lo que quieres hacer con tu vida y por eso Sagnier te ha manejado a su antojo. Has sido bendecida con un don increíble, pero no le das el valor que tiene y mientras no lo hagas, aquí serás un peligro –dijo él, imprimiendo una pasión a sus palabras de la que no le creía capaz.
–Tienes razón –admití con lágrimas en los ojos–. Pensé que yo era parte de esto, creí que por fin había encontrado mi lugar y mi causa, pero no es así… Asumiré la responsabilidad de todo y aceptaré mi condena, sea cual sea.
–Ella… –comenzó él, pero le interrumpí, aún no había dicho todo lo que tenía que decir.
–No pertenezco a Sargéngelis, ahora lo sé. Me iré de aquí en cuanto me permitan hacerlo, será lo mejor para todos –dije, decidida.
–Ella, de nuevo te equivocas –dijo él.
–No, Gabriel, lo que fue una equivocación, como tú bien sabes, fue venir aquí –admití.
Gabriel parecía dispuesto a protestar, pero entonces se abrió la puerta y Dumas entró en la sala con su habitual expresión desenfadada.
–El tribunal se ha pronunciado, estáis libres de sospecha –dijo, acercándose y rodeando a Gabriel con su brazo.
Intentó hacer lo mismo conmigo, pero me aparté, retrocediendo instintivamente. No quería que me dieran palmaditas en la espalda, no necesitaba consuelo ni compasión…
–¿Se ha esclarecido algo sobre lo sucedido? –se interesó Gabriel.
–Al parecer Sagnier no eligió esa noche al azar, sabía que yo no estaría en la fortaleza y esa fue la oportunidad que esperaba para actuar. Se encargó de distribuir somníferos en la cena que se sirvió anoche para que tanto el personal como el resto de alumnos durmieran profundamente. Sólo procuró que Cara y Ella los tomaran porque las necesitaba a ambas. Tú, Gabriel, debiste tomarlos también porque el mismo Sagnier se encargó de recordar a la cocinera que no habías bajado a cenar y que debían subirte algo al dormitorio –nos explicó.
Recordé las confianzas que Adrien se traía con la cocinera y comprendí que no había granjeado esa amistad en balde, sino con un objetivo muy calculado.
–Eso clarifica muchas cosas –dijo Gabriel, pensativo.
–No debéis culparos de lo sucedido. Lo que ha ocurrido es de mi responsabilidad, no tendría que haberme ausentado –dijo Dumas con gravedad.
No estaba en absoluto de acuerdo, pero preferí no expresar mi opinión al respecto.
–Delegaste en mí, Dumas. Soy yo quien ha fallado –dijo Gabriel, hundido.
–Te he exigido demasiada responsabilidad, Gabriel y ha sido una imprudencia por mi parte. A pesar de todo, lo has hecho francamente bien. Sólo lamento la pérdida de Cara y la apertura del sello, no sé qué consecuencias nos acarreará en esta ocasión –musitó.
No se me escapó el matiz de su comentario, ¿entonces había ocurrido antes algo así? Estuve a punto de pedirle explicaciones, pero no me aventuré a hacerlo.
–Lamento haber dejado escapar a ese bastardo –dijo Gabriel de pronto, aún un poco turbado por nuestra conversación–. ¿Cuándo podré partir en su busca?
–Ya hay un escuadrón enviado por la Orden tras su pista, nos uniremos a ellos de inmediato. Ve a prepararte –respondió Dumas y Gabriel no dudó, avanzó a paso rápido hacia la puerta, pero allí se detuvo y se volvió a mirarme.
–No tomes tu decisión inmediatamente, Ella, las cosas en frío se ven de otro modo –me aconsejó.
Asentí y eso pareció bastarle. Desapareció a toda velocidad por la puerta de la sala.
–Siempre ávido de acción, ¡me recuerda tanto a su padre! –murmuró Dumas, siguiéndole con la mirada.
–¿Su padre está en la primera línea? –pregunté con curiosidad.
–Lo estaba, por supuesto. Fuimos compañeros durante años y de no haber caído en la lucha, habría llegado muy lejos –admitió.
Entonces ése era el lastre que arrastraba Gabriel… De nuevo había metido la pata con él, ¡más me hubiera valido cerrar mi bocaza!
–Pero Gabriel nos superará a todos, aún no ha descubierto de lo que es capaz, pero acabará por encontrarse a sí mismo,… como te ocurrirá también a ti, Ella –añadió Dumas, mirándome directamente a los ojos.
–Estoy cansada, ¿puedo ir a mi habitación? –le pregunté, intentando evitar ese tema de conversación.
–Deberías comer antes algo, el día ha sido muy duro –me sugirió.
–Creo que necesito más dormir –admití.
–De acuerdo, ve entonces –me dijo–. Partiré de inmediato con mi escuadrón, pero Caterina estará aquí para ti si la necesitas.
Asentí y avancé hacia la salida. Me volví antes de salir y comprobé que me observaba, intranquilo.
–¡Mucha suerte en la búsqueda! –le deseé.
Él asintió y me hizo un gesto de despedida con la mano. Me alejé a paso rápido. Dumas era demasiado perceptivo y por su expresión me temí que en esta ocasión hubiera leído de veras mi mente. Si lo había hecho, entendía perfectamente que me mirara con preocupación,… los pensamientos que rondaban por mi cabeza nunca habían sido tan auto destructivos como lo eran esa noche.
No pude esperar a que mis compañeros regresaran de sus vacaciones para abandonar Sargéngelis, ¡era más fácil así! Temiendo por su seguridad, se les había ordenado regresar a la fortaleza lo antes posible, pero yo no podía esperar más, no podía soportar estar por más tiempo entre estos muros. No sabía qué pensarían de mí cuando supieran lo ocurrido, por eso les había escrito una escueta carta explicándoles todo, incluidas las razones por las que había decidido irme. Prefería que supieran la verdad, por dura que fuera, y que la supieran por mí. Escondí la carta entre las cosas de Anya para asegurarme de que no era interceptada y que llegaría a sus manos. Sabía que iba a extrañarles mucho, en estos meses se habían convertido en una parte muy importante de mi vida. No era probable que les permitieran mantener el contacto conmigo tras mi partida, de modo que tendría que irme acostumbrando a estar sin ellos.
Descarté volver a viajar con mi enorme maleta y en esta ocasión sólo llené un macuto con lo más básico. Podía prescindir del resto, sólo eran cosas materiales y si algo había aprendido durante mi estancia en Sargéngelis era que lo importante en la vida era la amistad, el darlo todo por aquellos a los que se ama y no las posesiones materiales, que sólo eran un lastre para el espíritu. Y aun con esa certeza, huía de vuelta al mundo materialista del que procedía…
Cuando informé a Mervaldis sobre mi decisión de dejar Sargéngelis, intentó encarecidamente hacerme cambiar de opinión, pero no lo consiguió. Ya le había dado muchas vueltas al tema antes de hablar con ella y había llegado a la conclusión de que no podía seguir adelante. No soportaría perder a más compañeros y nadie podía asegurarme que eso no volvería a suceder si seguía allí. Además, como me había dicho Gabriel, mientras no estuviera comprometida al cien por cien con la Orden, constituía un peligro para el resto de los miembros y tenía que admitir que en esos momentos mi nivel de compromiso era muy bajo. Mervaldis me alertó de que alejarme ahora supondría un enorme peligro para mí y para mi familia. Estaría muy expuesta a causa de mi don, ahora latente, pero mi intención era aislarme, aprovechándome de mis conocimientos sobre el Códex y eso sería lo que haría en Londres.
Los custodios no habían encontrado aún a Adrien. Llevaban días buscándole, pero había desaparecido sin dejar rastro. Durante el tiempo en el que el sello de Sargéngelis estuvo inactivo, cientos de demonios atravesaron el Ojo del Infierno y había oído que nuestras tropas estaban bastante ocupadas intentando restablecer el orden y que aún no se sabía hasta dónde repercutirían las consecuencias del desastre. Ésa era la razón principal por la que se había dado instrucción a todos los codificadores para que regresaran a la seguridad de la fortaleza, cuando en ese momento todo mi empeño residía en alejarme de allí.
Mi vuelo salía a primera hora de la tarde de Riga y si no surgían imprevistos, estaría en casa para la cena. Ni siquiera había avisado a mi familia de que regresaba. No quería bienvenidas multitudinarias, ni ninguna atención especial, sólo quería refugiarme en mi hogar, en compañía de mi familia, y olvidar este lugar y sus secretos. Volvería a ser Ella Brooks, una chica normal y corriente, totalmente ajena al mundo al que en los últimos meses había empezado a creer que estaba destinada.
Me dirigí al hall y esperé pacientemente a que vinieran a buscarme. Cuando llegó mi taxi y me acomodé en su interior, me sentí aliviada, pero no había previsto cuánto me costaría alejarme de Sargéngelis. A medida que el vehículo tomaba distancia por la serpenteante carretera que se internaba en el bosque, una inesperada desazón comenzó a hacer estragos en mí, entristeciendo mi alma. Aunque no quisiera admitirlo, ese lugar me había marcado y, para bien o para mal, ya nunca sería la misma que cuando llegué.
Los andenes estaban casi desiertos a esas horas de la mañana. Hacía muchísimo frío y los pasajeros preferían esperar a resguardo en el interior de la estación que exponerse a la tempestad. Una ráfaga de viento gélido cruzó las vías, sacudiéndome, y comencé a tiritar. Mi tren no saldría hasta dentro de media hora, de modo que decidí hacer tiempo tomando un café bien caliente en la cafetería. Me disponía a abandonar el andén cuando me encontré de frente con Gabriel Bogoslav. Me quedé tan sorprendida por su presencia que tardé un poco más de la cuenta en reaccionar.
–¿Qué diablos haces tú aquí? –le pregunté finalmente, intrigada.
–He venido a asegurarme de que te ibas –me confesó, con una sonrisa torcida.
Llevaba el pelo alborotado y su rostro estaba encendido, de modo que todo apuntaba a que había venido a la carrera, aunque no imaginaba desde dónde. Me quedé sin palabras, era la última persona que habría esperado encontrarme aquí.
–No estarías intentando abandonar la estación, ¿verdad? Estoy decidido a que cojas ese tren –dijo, mirándome con los ojos entrecerrados.
Me sentía perpleja, ¿estaba hablando en serio?, porque no lo parecía…
–Tranquilo, sólo iba a guarecerme en la cafetería hasta que llegara mi tren. Si quieres, puedes acompañarme, te invitaré a un café –le dije, asombrándome de que él sólo llevara una fina chaqueta de cuero sobre su camiseta, cuando yo llevaba varias capas de ropa.
–Acepto –dijo y avanzó a mi lado, tan cerca de mí que casi me rozaba al andar.
Era extraño que Gabriel viniera hasta aquí sólo para despedirse de mí, no iba con su personalidad ser amable. Entonces me cogió el macuto para llevarlo en mi lugar y terminó de descolocarme.
–Gabriel, no tienes que ser condescendiente conmigo para que me largue. Ya está decidido y puedes estar tranquilo, no me echaré atrás –le dije, deteniéndome e intentando recuperar mi equipaje.
Él se adelantó, dando dos largas zancadas, y sujetó la puerta de la cafetería para mí. Le miré extrañada, pero acepté su cortesía, entrando en la cafetería y buscando una mesa libre con la mirada. Él me siguió y se sentó frente a mí, dejando mi macuto en una de las sillas libres.
–Ahora en serio, ¿a qué has venido? –le pregunté, mientras me quitaba el anorak y la bufanda, agradeciendo la agradable temperatura que se respiraba en el local.
Él apoyó sus codos sobre la mesa y descansó la barbilla entre sus manos, inclinándose hacia mí. Sus ojos turquesa trataron de ahondar en los míos y me di cuenta de lo impactante que resultaba Gabriel Bogoslav cuando se lo proponía.
–He venido para evitar que cometas el peor error de tu vida –me dijo con intensidad.
Su comentario me hizo sonreír, aunque no precisamente porque fuera gracioso.
–Pues llegas tarde, ese error ya lo he cometido y salvo que tengas una máquina del tiempo creo que no podremos solucionarlo –respondí, cortante.
Mi comentario pareció desesperarle. Apoyó sus manos en la mesa y se incorporó un poco, acercándose más a mí.
–Lo estoy diciendo en serio, Ella. No puedes irte ahora. Estás tomando una decisión precipitada, llevada por el dolor. Tú perteneces a Sargéngelis y sólo aquí serás feliz –dijo él con vehemencia.
–Te equivocas, aquí nunca podré ser feliz –murmuré, mientras hojeaba la carta de bebidas.
–Ella, ¿quieres escucharme, por favor? –me pidió, quitándome la carta y buscando de nuevo mis ojos.
En ese momento una camarera se acercó a nuestra mesa, interrumpiendo nuestra conversación. Gabriel puso los ojos en blanco, clamando paciencia, algo que no le sobraba. La camarera se dirigió a nosotros en letón, de modo que recuperé mi carta y le señalé el dibujo del capuccino. Anotó mi pedido y después preguntó a Gabriel, que le respondió en un perfecto letón. En cuanto la chica se alejó, él volvió a volcarse en la conversación.
–No puedes irte así, es un error –insistió.
–No te entiendo, Gabriel. Me llevas diciendo desde que llegué que no pertenezco a este lugar, ¿qué ha cambiado? –le pregunté, confundida.
–Estaba equivocado, ahora eres una de las nuestras –dijo con energía.
¿Gabriel Bogoslav admitiendo que estaba equivocado? Esto era algo inaudito. Estaba nervioso, prueba de ello era que notaba su ligero acento eslavo tras su perfecto inglés. ¿Qué estaba tramando? Entrecerré los ojos y le observé detenidamente. Seguro que había algo más tras su insistente demanda… Y entonces se me ocurrió que quizás sólo seguía órdenes.
–Te ha enviado Mervaldis para que intentaras disuadirme, ¿no es cierto? –le pregunté.
Él negó con la cabeza, mirándome muy serio.
–¡Ni siquiera sabe que he regresado! –dijo.
La camarera llegó con nuestro pedido, un par de tazas de humeante café con una espesa capa de crema encima. Le tendí un billete, indicándole en mi idioma que se quedara con el cambio y no tuvo ningún problema para entenderlo.
–Entonces ha sido cosa de Dumas –dije, retomando la conversación mientras espolvoreaba un sobrecito de azúcar en mi capuccino.
–Dumas no me ha pedido expresamente que viniera a detenerte, pero has de saber que él tampoco está de acuerdo con que nos dejes –respondió, volviendo a inclinarse hacia mí–. En realidad fue él quien me dijo que te ibas y he vuelto lo más rápido que he podido para intentar evitarlo.
Me quedé mirándole estupefacta. No podía creer que hubiera abandonado la búsqueda de Adrien para evitar que yo me fuera, ¿es que se había vuelto loco?
Su mirada me resultaba hechizante y consiguió que me sintiera un poco aturdida. Empecé a sospechar que estaba comportándose así deliberadamente para manipularme. Bajé mis ojos hacia mi taza y a continuación comencé a sorber su contenido lentamente, lo que me levantó un poco el ánimo. Por alguna razón quería evitar tener que enfrentarme a él, de modo que desvié la mirada al amplio ventanal, pensativa. Fuera comenzaba a nevar.
–¿Por qué no me miras, Ella?, ¿no te das cuenta de que no lo haces porque estás huyendo? –me preguntó entonces él, exasperado.
Le miré y, como me temía, su mirada me puso aún más nerviosa.
–Gabriel, no estoy huyendo. He tomado una decisión y no cambiaré de opinión –dije, inamovible.
–El hombre que niega su destino, se niega a sí mismo –dijo él de pronto.
–Por suerte soy una mujer –apunté con ironía, mientras apuraba mi café.
Él ni siquiera había probado el suyo, sólo me miraba y parecía irritado.
–¡Eres imposible! –me dijo entonces.
–¿Te das cuenta de que eso es lo más bonito que me has dicho desde que te conozco? –me burlé, volviendo a ponerme el abrigo y levantándome.
Él se puso también en pie y recuperó mi macuto, siguiéndome sin protestar de vuelta al andén. Mi tren haría su entrada de un momento a otro y me volví hacia él, tendiéndole la mano para que me devolviera mi equipaje.
–No puedes irte así–dijo, entregándomelo finalmente–. Sería admitir que te has rendido.
–Gabriel, sé lo que piensas de mí. Crees que soy una niña mimada que vuelve a refugiarse en casa de sus padres porque no está preparada para enfrentarse al mundo y creo que tienes razón. Yo pensaba que era fuerte, que podía hacer algo realmente importante con mi vida, pero he descubierto que soy un fracaso –le confesé.
–Los fracasos del presente son la simiente de las victorias del mañana –recitó.
–Es posible, pero estoy decidida a no quedarme para comprobarlo –admití con contundencia.
Él exhaló, comprendiendo que mi decisión era inamovible.
–Volverás –dijo entonces con una sonrisa radiante que me dejó momentáneamente aturdida.
–No esperes sentado –respondí, cargándome el macuto en el hombro.
Él sonrió de nuevo. En ese momento el tren llegó al andén y los pasajeros comenzaron a acercarse a los vagones.
–Lo siento, pero tengo que irme –dije, mirando hacia el tren y retrocediendo en su dirección sin apartar mis ojos de los suyos–. Espero que consigas pronto tus alas.
–Lo haré –dijo él con una sonrisa.
–Cuidarás de los demás, ¿verdad? –le pedí.
–Es mi trabajo –dijo, sin pensárselo un instante.
–Gracias, por todo.
–Volverás, Brooks. Aún no lo sabes, pero no puedes vivir sin mí –añadió él, con su gesto más provocador.
Eso sí que me hizo sonreír y subí a mi coche sin romper nuestra mirada.
Una vez dentro, sentí nuevamente una fuerte presión en el pecho, pero la ignoré y me concentré en alcanzar mi asiento. Coloqué mi macuto bajo mis pies y eché una última mirada por la ventanilla. Allí seguía él, mirándome con intensidad mientras los copos de nieve caían sobre su pelo rebelde.
Se me hizo un nudo en la garganta, al parecer no era tan indiferente a ese chico como creía. El tren inició su marcha y levanté mi mano en un gesto de despedida, pero él no me lo devolvió, siguió inmóvil en el andén, mirándome intensamente mientras me alejaba. Cuando perdí el contacto con sus ojos, sentí que perdía algo más, una parte de mí.
Me abracé a mí misma, concentrándome en el gélido paisaje que me rodeaba y convenciéndome de que el vacío que sentía en ese momento sólo era una consecuencia de mi incierto futuro. En unas horas todo iría mejor, olvidaría ese lugar y el misterio que encerraba y podría refugiarme en la seguridad de mi hogar.
Sus ojos me acompañaron durante todo el viaje de regreso, pero antes de atravesar el umbral de la casa de mis padres, me obligué a mí misma a apartarlos de mi mente. Sin embargo supe que no sería fácil olvidar a su propietario, de modo que escondí su recuerdo bien al fondo de mi alma, allí donde guardaba a aquellos increíbles personajes de las historias que había leído a lo largo de mi vida y que me habían marcado para siempre. En contra de lo que habría cabido esperar tras nuestros conflictivos comienzos, Gabriel Bogoslav se había granjeado ocupar ese eterno lugar en mi memoria, al que estaba segura que acudiría en ocasiones para recordar. Él era uno de esos héroes de leyenda, complicado, temerario, valiente e inalcanzable, pero pertenecía a otro mundo,… un lugar al que yo ya nunca podría volver.
FIN DEL PRIMER LIBRO