4. PESADILLA
Las habitaciones de los alumnos se encontraban en el ala oeste del castillo, repartidas entre el primer y el segundo piso. Las de los novatos estaban en el primer piso, al parecer la única planta, junto con la baja, a las que teníamos acceso. Me sentí un poco decepcionada cuando nos comunicaron esa información. Me había hecho a la idea de que las áreas restringidas se limitarían a un par de salas, no a más de la mitad del castillo. Esto limitaría mucho mis posibilidades de exploración… Durante las últimas semanas había fantaseado con la idea de recorrer cada uno de los rincones de la fortaleza por mi cuenta, disfrutando de la experiencia de vivir en un lugar tan increíble, pero al parecer en Sargéngelis no confiaban demasiado en los nuevos alumnos. Me consoló la idea de que los estudiantes veteranos parecían no tener tantas restricciones y concluí que era sólo una cuestión de tiempo que la escuela compartiera con nosotros sus maravillas.
Nos asignaron habitaciones de tres, las de las chicas daban al exterior del castillo y las de los chicos al patio interior. Como el grupo era homogéneo: seis chicas y seis chicos, nos agruparon a todos en la misma zona, llenando las cuatro habitaciones que estaban más cerca de nuestras aulas, situadas en el ala norte. Mis compañeras de habitación resultaron ser la chica de las mechas azules y otra chica con pelo rubio oscuro, largo y rizado, en la que no había reparado hasta el momento.
Me adentré en nuestra habitación, sintiendo una tremenda curiosidad por descubrir cómo sería mi nuevo hogar. Se trataba de una estancia bastante amplia, con un par de ventanales por los que ahora podíamos contemplar cómo anochecía sobre el bosque colindante. Había tres sencillas camas con cabeceros de madera y forja y un baúl de madera a sus pies como lugar de almacenaje. Dos de las camas estaban instaladas contra la pared norte de la habitación y la tercera contra la pared este, frente a los ventanales. Teníamos un armario ropero y una mesita de noche para cada una junto a nuestras camas y en la zona común disponíamos de una mesa rectangular de estudio con cuatro sillas junto a los ventanales y de una chimenea en la esquina opuesta, frente a la cual habían instalado un pequeño sofá. Por supuesto no había televisión ni tomas informáticas, de modo que se confirmaba que estábamos aislados del mundo exterior.
–¿Echamos a suertes quién escoge primero? –propuso la chica de pelo azul señalando las camas.
–No es necesario, escoged vosotras, ¡yo soy capaz de dormir en cualquier sitio! –respondió nuestra compañera con un marcado acento italiano.
–Escoge tú primero, rubita –dijo entonces la chica de pelo azul y ambas me miraron, esperando a que me decidiera.
–Vale –accedí, dirigiéndome a la cama situada más cerca de la ventana y depositando sobre ella el bolso con mi ordenador.
A continuación la chica de pelo azul se instaló en la cama contigua a la mía y por último la de pelo rizado se sentó en la que quedaba libre.
–Me llamo Ella –me presenté, tratando de iniciar una conversación.
–Yo soy Anya –dijo la chica de las mechas azules mientras desataba sus botas de estilo militar.
–Y yo Cara –dijo la otra chica.
Alguien llamó a la puerta y Cara, que era quien estaba más cerca, se apresuró a abrir. Al parecer estaban repartiendo nuestro equipaje. Un hombre de mediana edad había cargado en un carro metálico, similar al de los hoteles, nuestras maletas y nos los había traído directamente a la habitación, lo que fue todo un detalle, pues no creía que hubiera sido capaz de subir hasta allí mi equipaje. Nos acercamos a recoger nuestra maleta y me alivió sobremanera poder arrojar la mía por fin a los pies de mi cama. No volvería a cargarla con tanto peso en toda mi vida.
–¡Madre mía! –se sorprendió Anya–. ¿Qué llevas ahí dentro?
–Espero que todo lo que necesite hasta final de curso, porque de no ser así, la odisea que ha supuesto cargar con ella no habría merecido la pena –admití, agachándome para alcanzar la cerradura y desbloquearla con el código secreto.
–¿Conocéis bien este lugar? –se interesó entonces Cara, acercándose a mí.
–No, en absoluto –respondió Anya.
–Yo tampoco –admití.
–¿En serio? Pensé que tú tendrías aquí a alguien… –observó Cara, sorprendida.
–¿Y por qué pensaste eso? –le pregunté, confusa.
–Porque la directora te ha reconocido y los tutores parecen tomarse bastantes confianzas contigo. Los otros piensan que eres alguien importante aquí –dijo, mirándome con curiosidad.
–Se equivocan –dije, sorprendida.
–¡Vamos, Cara, mírala! Es guapa y los chicos no se andan con rodeos cuando quieren algo… –dijo Anya, haciéndome enrojecer.
–Si te refieres a Adrien, sólo ha tratado de ser amable conmigo, lo que suele ser el comportamiento habitual de un tutor con sus pupilos –dije, obviando los malos modos de su compañero.
Me ocupé en ir deshaciendo mi maleta y colocando mis cosas en el armario para simular que no le daba demasiada importancia a lo sucedido.
–¡Ya!, pues no le he visto ser tan amable con Helly cuando se ha tropezado en la escalera y ha caído sobre él. Afortunadamente la ha retenido a tiempo, de lo contrario nos habría derribado a todos –bromeó Anya.
–¿Quién es Helly? –pregunté con curiosidad, no recordaba a nadie del grupo con ese nombre.
–La gótica enorme –respondió Anya, estirándose sobre su cama–. En realidad no recuerdo su verdadero nombre. Es algo parecido a Heidi, aunque le pega más Helly, ¿no creéis?
A Cara se le escapó una risita traviesa.
–Parece una chica agradable y me gusta su estilo –intervine, sin verle la gracia al comentario de Anya.
Las dos chicas se me quedaron mirando como si las estuviera tomando el pelo.
–Lo digo en serio, por mi aspecto podríais llegar a sacar la errónea conclusión de que soy bastante conservadora, pero no es así –les informé.
–¿Pero tú te has mirado al espejo? No te lo tomes como una crítica, pero pareces una niña bien –dijo Anya.
Por su tono intuí que había querido decir que parecía una snob, pero que lo había intentado suavizar para que no me molestara.
“¡Pues entonces tendríais que conocer a mi hermana y a su flamante novio!” pensé para mí.
–Mis padres son muy conservadores, si intentara romper con todo y cambiara mi estilo drásticamente, como a mí me gustaría, estoy convencida de que sufrirían un aneurisma, pero os aseguro que me encantaría probar algo atrevido por una vez, como por ejemplo tus mechas azules, ¡son increíbles! –admití, dirigiéndome a Anya deliberadamente para intentar desviar la atención de mi persona.
–¿Te gustan? Me las he hecho yo misma –dijo, orgullosa, incorporándose y levantando con sus manos su cascada de pelo oscuro para que pudiera admirar su trabajo.
Me acerqué y me atreví a coger un mechón entre mis dedos para poder contemplarlo de cerca. Comprobé que sobre su pelo negro azabache había teñido las puntas de un color azul vibrante, consiguiendo un golpe de efecto impactante.
–¡Me encantan!, pero estoy segura de que algo así mataría a mi madre –admití, frunciendo el entrecejo.
–Piénsatelo, si te animas puedo hacerte algo más discreto, en un tono rosa o quizás violeta –me propuso ella, volviendo a tumbarse sobre la cama.
–Lo pensaré –respondí, aunque no lo tenía nada claro–. ¿Y qué os ha traído a vosotras aquí? –les pregunté con curiosidad.
–Descubrí la existencia de esta escuela sólo hace unos meses, pero me gustó mucho el estilo de lo que enseñaban aquí, de modo que entre quedarme en Ámsterdam haciendo más de lo mismo o venir a este lugar misterioso y apartado de mi hogar, era obvio que elegiría la opción menos segura –dijo Anya con una sonrisa.
Parecía una chica osada y eso me gustaba, envidaba esa forma de ser, porque yo tenía en mi interior esa cualidad luchando por ver la luz.
–A mí me sucedió algo similar –dijo Cara, que deshacía también su maleta–. Vengo de Milán, pero quería salir de casa durante un tiempo, siempre es enriquecedor para un artista conocer otras escuelas y creo que Sargéngelis es única y que he hecho una buena elección.
Cara parecía dulce y mucho más tímida, quizás ése era el motivo por el que no había reparado en ella hasta ahora. Me di cuenta de que hablaba lo justo y sólo si le hacían una pregunta directa. Al parecer mis compañeras eran una la antítesis de la otra.
–¿Y tú cómo diablos has acabado en Sargéngelis? Perdona que te lo diga de nuevo, pero es que un lugar así no te pega nada –me preguntó entonces Anya, incorporándose y mirándome con curiosidad.
–Como suele decirse, no hay que dejarse engañar por las apariencias. Llevo algo oscuro dentro de mí, pero sólo sale cuando tengo un pincel en la mano –admití, sobreactuando un poco.
–¿De veras? Permíteme que lo dude –dijo Anya.
–Ya lo veréis con vuestros propios ojos. No digáis luego que no os lo advertí –bromeé, entrecerrando los ojos en una mirada pérfida.
Ambas me miraron con escepticismo, pero no insistieron más.
Repartí todas mis cosas entre mi armario y el baúl de madera y entonces me di cuenta de que me faltaba algo, mi cuaderno de bocetos. Revisé todo lo que había guardado hasta el momento, pero no di con él.
–¿Qué ocurre?, ¿has perdido algo? –se interesó Cara, que ya había acabado de colocar su equipaje y esperaba su turno para el baño, ahora ocupado por Anya.
–Ah,… sí. No encuentro uno de mis cuadernos de dibujo –le expliqué, optando por revisar de nuevo mi maleta, que había guardado bajo la cama tras vaciarla.
Cara se acuclilló a mi lado y observó cómo tanteaba los distintos bolsillos de la maleta en busca del cuaderno.
–No está aquí –le dije, disgustada.
–Haz memoria, ¿dónde lo usaste por última vez? –me preguntó.
–En el tren, de camino a la academia –dije, temiéndome lo peor–. Es posible que lo dejara olvidado en el vagón, me quedé dormida y tuve que salir precipitadamente a la estación.
–Yo puedo prestarte alguno de los míos, he traído de sobra –se ofreció.
–Eres muy amable, pero no será necesario, yo también tengo varios –le dije, señalando una de las baldas del armario, ahora ocupada por mi material de dibujo–. Lo que me disgusta es que era mi favorito y tenía solera. Conservaba en él los bosquejos de mis últimas obras y alguna de mis nuevas ideas.
–¡Cuánto lo siento! Si te sirve de consuelo yo los pierdo con frecuencia, soy bastante despistada –me confesó, ruborizándose.
–Ha sido por culpa de esta tremenda maleta, ¡no tenía manos libres para ocuparme del resto de mi equipaje! –le expliqué, dejándome caer en la cama.
–Te habríamos ayudado, Ella, pero Bogoslav nos prohibió hacerlo cuando bajamos del autobús, ¿sabes? Nos pareció un poco extraño a todos, pero cualquiera se enfrenta a él… ¡ese tipo da miedo! –me confesó entonces.
–No puedo creerlo. ¡Será cretino! –dije, furiosa.
–¿Quién es un cretino? –preguntó Anya con curiosidad, emergiendo del cuarto de baño.
–Gabriel Bogoslav –le informé.
–¿En serio? A mí me ha parecido un tipo muy interesante –admitió ella.
–Las apariencias a veces engañan –dije, recordando que yo también le había encontrado sumamente interesante en un principio.
–Ya iremos viendo –dijo Anya, con una mirada traviesa.
Dispusimos del tiempo justo para asearnos un poco antes de la cena, que al parecer se servía de ocho a nueve. Tuve la precaución de cambiarme de ropa por algo más calentito: unos vaqueros y un jersey de punto en un tono rosa nude, uno de mis colores favoritos. Me fijé en que mis compañeras vestían de un modo muy similar: vaqueros y camisetas oscuras, botas y casacas de estilo militar… y en comparación, mi estilo resultaba un tanto naif.
Salimos al pasillo y seguimos a un grupo de alumnos veteranos hasta el comedor, situándonos tras ellos en la fila del autoservicio. Mecánicamente fui imitando los movimientos de mis compañeras. Me hice con una bandeja, donde fui colocando los cubiertos y un vaso de cristal y a continuación la hice rodar por la cadena de rodillos mientras observaba el comedor y a sus ocupantes. Funcionalmente el salón cumplía los requisitos de un comedor estudiantil, pero con un estilo sobrio y elegante, propio de un castillo. El mobiliario era todo de madera maciza, en color oscuro, y los gruesos muros de piedra estaban decorados por magníficos cuadros. Se trataba de un salón rectangular, situado en el flanco sur del castillo. Debía de tratarse de un lugar muy luminoso durante el día, pero ahora el exterior se sumía en la penumbra y sólo destacaba en el horizonte una inmensa luna en fase cuarto creciente. Una magnífica chimenea ocupaba una de las esquinas y en su interior crepitaban unos troncos, haciendo que la estancia oliera estupendamente a humo y a madera. Las mesas estaban dispuestas formando filas de a dos a lo largo del salón, salvo por una mesa situada contra la pared opuesta a los ventanales, ocupada por el profesorado. Comprobé que había algunos huecos libres en las mesas más cercanas a la chimenea y pensé en sugerirles a mis compañeras que nos ubicáramos allí. A pesar de mi jersey, la temperatura en el castillo se me hacía baja para sentirme confortable y sería de agradecer el calor que emanaba de la lumbre.
El comedor estaba muy concurrido. Se diferenciaba a simple vista a los alumnos veteranos de los novatos y no sólo por su aspecto más maduro, sino por la desenvoltura con la que se movían por la escuela. En Sargéngelis el programa universitario comprendía tres cursos, aunque existía la opción de realizar un cuarto año para especializarse y doctorarse.
Desvié la mirada hacia la mesa de los profesores, por el momento ocupada sólo por cuatro personas, entre las cuáles identifiqué a la directora Mervaldis. Ella levantó la mirada de su plato en ese preciso momento como si supiera que la observaba y sus pequeños ojos azules se cruzaron con los míos por encima de sus gafas. Me sentí avergonzada por haber sido descubierta fisgando y le dediqué una sonrisa tímida, desviando inmediatamente la mirada hacia las vitrinas del buffet, intentando concentrarme en lo que estaba haciendo. Habíamos llegado a la zona de los postres y me enfrenté al surtido de frutas y dulces que se ofrecía esa noche. No me lo pensé demasiado y decidí tomar un vaso de yogur con fresas y otros frutos rojos. Al ponerlo sobre mi bandeja, descubrí que la combinación de mi cena era un tanto estrambótica: ensalada de soja y hamburguesa de tofu. Comprendí que había estado tan distraída observando el salón que había elegido exactamente lo mismo que Anya.
–¿Estás a dieta? –le pregunté, extrañada.
–Soy vegana –me dijo, optando por una manzana y unas almendras como postre y mirando con aprensión mi yogur de origen animal–. ¿Eres vegetariana?
–Soy fundamentalmente omnívora, así que no estará de más probar cosas nuevas para variar –admití, siguiéndola por el pasillo que se formaba entre las mesas en busca de un lugar donde sentarnos.
Cara, que encabezaba la marcha, parecía dispuesta a unirse al resto de nuestros compañeros de primer curso, porque caminaba rumbo a sus mesas con decisión, pero cuando llegamos allí, comprobamos que sólo quedaban dos huecos libres y nos quedamos mirándonos, indecisas sobre cómo proceder.
–Nos haremos hueco –propuso Cara, buscando una silla libre en las mesas colindantes.
–¡Ella! –oí entonces a mi espalda.
Me giré y descubrí que quien me había llamado era nada más y nada menos que Adrien Sagnier, que me hacía señas desde una mesa cercana. Me estaba invitando a que me uniera a su grupo, pero no sabía si tomarme esas confianzas con mi tutor era lo que más me convenía en estos momentos.
–Nos apretujaremos en esta mesa si no quieres estar con él, pero si yo estuviera en tu lugar, no dejaría pasar la oportunidad de sentarme con un tipo como ése –dijo Anya–. ¿Qué dices?
–¡Ve!, no seas boba –me animó Cara.
–Está bien, iré –asentí, un poco azorada.
Me dirigí hacia la mesa de Adrien, en la que había instalados otros chicos, seguramente también seniors, que charlaban tan animadamente que ni siquiera advirtieron mi presencia. Adrien sonrió al ver que me decidía a aceptar su oferta y retiró una silla para que me sentara a su lado.
–¡Hola! –dije, ocupando el asiento y dejando mi bandeja sobre la mesa.
–¡Hola!, me alegra comprobar que has sobrevivido a la hipotermia –bromeó él con una sonrisa.
–Sólo gracias a ti y a tu sudadera –le dije, devolviéndole la sonrisa–. Por cierto, tengo que devolvértela.
–No te preocupes, puedes quedártela. Me encantará verte con ella puesta de vez en cuando, siempre da puntos que una chica guapa lleve una de tus prendas –dijo, con una mirada traviesa.
Tenía un rostro muy atractivo, con ojos grandes y almendrados, enmarcados por largas pestañas de un tono un poco más oscuro que su pelo rubio. Sus irises castaños se veían realzados por motitas de color verde, que les conferían profundidad y sensación de movimiento. El modo en el que me miraba me estaba provocando cosquillas en las manos y decidí dejar un instante los cubiertos sobre mi bandeja para que no advirtiera que mi pulso temblaba ligeramente.
–¿Eres pintor? –le pregunté, queriendo averiguar más cosas sobre él.
–No, lo mío es la escultura. La inspiración vino a mí en forma de cincel y bloque de piedra… Ya puedes imaginarte, golpes y suciedad por todo el estudio, regañinas continuas porque lo tenía todo hecho un desastre, ¡vamos!, lo típico en un chico adolescente… –bromeó.
Me reí sin poder evitarlo, además de guapo, parecía simpático e interesante.
–Mi mejor amigo es escultor, puedo hacerme una idea –le confesé, pensando en Andrew.
–¿Tu mejor amigo novio o sólo mejor amigo? –me preguntó con recelo, entrecerrando los ojos.
–Sólo mejor amigo –le aclaré, sintiendo que se me hacía un nudo en la garganta por las connotaciones de su pregunta.
–Bien, en ese caso estaré encantado de oír hablar de él en el futuro –dijo, sonriendo genuinamente y acariciándome con la mirada–. Es obvio que lo tuyo es la pintura, tus hermosas y delicadas manos lo revelan.
–Se nota que eres francés –le dije, sintiendo mariposas en mi estómago.
–¿Por el acento? –preguntó él, inclinándose un poco más hacia mí.
–Sobre todo por tu galantería –dije, arqueando una ceja.
Él soltó una carcajada, mostrándome su dentadura blanca y perfecta.
–Sí, se podría decir que para los franceses la galantería es un deporte nacional, pero deberías de saber que sólo una criatura tan hermosa como tú es capaz de despertar mi admiración –dijo con la cadencia melosa de su lengua natal.
Enrojecí y tuve que bajar la mirada hacia mi bandeja para no derretirme allí mismo.
De pronto el ambiente en el salón se agitó. Los chicos de las mesas más cercanas a la entrada comenzaron a montar barullo y pronto el salón coreaba al unísono un nombre. Gabriel Bogoslav había hecho acto de presencia en el comedor y toda la escuela le vitoreaba. Cuando pasó junto a nuestra mesa, los chicos levantaron sus manos para estrechar la suya. Uno de ellos incluso se levantó y ambos se estrecharon la mano en un saludo extraño, uniendo los antebrazos.
–¡Hey!, ¿cuándo has llegado? –le preguntó, rodeando a Gabriel con su brazo con mucha camaradería.
Se trataba de un chico mulato, alto, delgado y con unos increíbles ojos grises.
–Hace apenas un par de horas –respondió Gabriel.
Ahora parecía más relajado, nada que ver con el tipo borde que nos había acompañado hasta el castillo.
–Ya nos hemos enterado de que te han condenado a cuidar de los polluelos este año, ¡qué condena, tío! –dijo su amigo.
–En el pecado llevo la penitencia –dijo él, poniendo los ojos en blanco.
¡Entonces era eso!, él estaba cabreado porque le habían impuesto como castigo hacerse cargo de nosotros, pero ¿por qué teníamos que pagar los nuevos sus malos humos?
Por un lado me sentía satisfecha al comprobar que su despótico comportamiento era razón de sanción en esta escuela, pero por otro lado me temía que tenerle como tutor forzoso todo el año sería un calvario.
–Siéntate con nosotros –le ofreció el chico, acercando una silla para él.
–Ahora no puedo, Graham. Mervaldis me ha pedido que acuda de inmediato a su mesa y ya sabes que sus palabras son órdenes para mí –dijo, poniendo los ojos en blanco.
Pasó sus dedos por su flequillo, revolviéndoselo como si estuviera contrariado, y entonces levantó su rostro y me vio. En cuestión de nanosegundos su expresión pasó de la animosidad a la estupefacción. Desvió su atención de mí para fulminar con la mirada a Adrien, que mantuvo su mirada con templanza.
–¿Te reunirás con nosotros luego? –le propuso el tal Graham–. Tienes qué contarnos qué has hecho este verano en Polonia, nos han llegado ciertos rumores de tus andanzas que te convendría corroborar cuanto antes si quieres mantener tu mala reputación.
–¡Cuidado, Graham! –le interrumpió Gabriel sin dejar de mirar a Adrien–. Al parecer se han obviado nuestras normas, invitando a una novata a nuestra mesa.
De pronto se hizo el silencio y todos en la mesa parecieron advertir súbitamente mi presencia. Las miradas se clavaron en mí y sentí cómo las mejillas se me arrebolaban. Sin embargo no me amedrenté, sabía que él quería que pasara un mal rato y no le daría la satisfacción de que se saliera con la suya. Me puse en pie, cogiendo mi bandeja, aún intacta, y me dispuse a retirarme.
–Espera, Ella, no le hagas caso –protestó Adrien, levantándose también y tratando de retenerme.
–Tranquilo, está bien –le dije, intentando mantener la calma. Me gire a propósito para encontrarme con los ojos de Gabriel, ahora fijos en mí–. Algunos tipos sólo saben hacerse valer sirviéndose de su rango.
–¡Uhhhh! –aullaron algunos de los chicos en la mesa.
El resto estalló en una carcajada general. Furiosa, me aparté de la mesa de los veteranos y me refugié en una mesa al final del comedor, esmerándome en buscar un lugar desde donde pudiera darles la espalda. El corazón me latía a mil por hora, más por la ira que me invadía que por la vergüenza. Descubrí que Anya y Cara me miraban preocupadas y parecían deseosas de acercarse para comprobar cómo estaba, pero en ese momento Adrien se sentó frente a mí, trayendo consigo su bandeja, y esto las frenó.
–Lo siento, no imaginé que sucedería algo así, de lo contrario no te habría hecho pasar por esto –me dijo.
–No te preocupes –respondí, bajando la mirada hacia mi comida–. Supongo que sería un asco tenerse que ocupar de los novatos si no pudieras al menos disfrutar un poco ridiculizándoles.
–Ella, ¿piensas que yo te haría algo así a propósito? –me preguntó él, visiblemente herido.
–¡Oh, no! No lo decía por ti, Adrien, me refería a Gabriel –dije, intentando disculparme.
El rostro de Adrien cambió, ahora parecía furioso. Miró por encima de mi hombro y comprobé que observaba con ira a Gabriel, que acababa de tomar asiento junto a la directora Mervaldis en la mesa de profesores.
–Ese Bogoslav no es trigo limpio –siseó Adrien entre dientes, sin dejar de mirarle.
–¿Por qué? –le pregunté, llena de curiosidad.
Entonces Adrien pareció salir de su trance y focalizó de nuevo sus ojos en los míos. Estaba impaciente porque continuara hablando sobre Gabriel. Había deducido que había sido castigado a cargar con nosotros por alguna infracción que había cometido y el comentario de Adrien no hacía más que ratificarme que no estaba equivocada. Quería averiguar qué era eso tan grave que había hecho, eso me daría ventaja para defenderme de sus futuros ataques, porque seguro que los habría. Tenía la certeza de que me iba a hacer pagar bien caro que le hubiera llamado cretino a la cara y quería estar preparada. Confiaba en que Adrien me lo desvelara, pero, por el contrario, su expresión se suavizó de nuevo y cambió rápidamente de tema.
–Lo siento, he sido un poco imprudente con mi comentario. No suelo hablar mal de mis compañeros, Ella. Gabriel y yo tendremos que trabajar codo con codo durante el curso para ayudaros a adaptaros a la escuela y me he propuesto salvar nuestras diferencias para conseguirlo –me explicó.
–Por supuesto, lo comprendo –dije, lamentando no haber podido sonsacarle más información sobre ese tipo, pero admirando la nobleza de su carácter.
El resto de la cena transcurrió con normalidad. Adrien consiguió animarme, contándome divertidas anécdotas estudiantiles de Sargéngelis y esto me hizo olvidar el incidente en la mesa de los veteranos. No obstante me di cuenta de que mi tertulia con Adrien no hacía más que centrar la atención de los demás estudiantes sobre mi persona y esto era algo con lo que no había contado. Me gustaba vivir en la seguridad del anonimato y sabía que estos careos con mis tutores no me facilitarían la tarea, de modo que me propuse andarme con cuidado y no mezclarme demasiado con ellos. Ambos eran peligrosos para una novata como yo, Gabriel por sus posibles represalias contra mí y Adrien por los comentarios que podría suscitar nuestra amistad en la academia. Si de algo estaba segura era de que yo había venido aquí a convertirme en una artista genuina y desde luego estaba decidida a no permitir que un par de chicos me complicaran la existencia… Pero lo que ocurrió más adelante me hizo comprender cuán equivocada estaba.
Mi primera noche en el castillo no fue en absoluto apacible. Cuando me fui a la cama, me sentía exhausta tras el largo día que había vivido, a lo que se añadía que la noche anterior apenas había dormido. Mi cuerpo se quejaba porque necesitaba un buen descanso y consecuentemente, caí profundamente dormida en cuanto me introduje entre las frías sábanas de mi nueva cama. Pero la calma duró muy poco, porque pronto me sumergí en un agitado sueño. De nuevo vagaba en plena noche por los pasillos del castillo y de nuevo parecía saber muy bien a dónde me dirigía. Era un sueño tan real que incluso podía sentir cómo las corrientes de aire que circulaban por el pasillo rozaban mi cuerpo. Sólo llevaba un ligero camisón y temblaba de frío, hasta el punto de estremecerme, pero eso no iba a detenerme. De pronto una pintura en la pared atrajo particularmente mi atención. Era un hermoso fresco renacentista que representaba una lucha encarnizada. Ángeles guerreros se enfrentaban contra demonios oscuros y deformes entre las ruinas de una ciudad devastada. ¿Habría pintado yo ese cuadro? Era probable, yo pintaba escenas de ese estilo, aunque bien podría tratarse de una premonición y convertirse en una de mis obras futuras. Me acerqué un poco más para contemplar los detalles, quería retenerlos en mi mente para poder reproducirlos cuando despertara. Para mi estupefacción, de pronto la escena cobró vida ante mis ojos. ¿Cómo era posible?, ¿estaba viendo visiones? Un ángel atravesó con su espada el cuerpo de un demonio, que rugió y se retorció mientras se deshacía, como si la hoja de acero fuera algún tipo de ácido que se comía sus entrañas. Entonces otro demonio embistió contra el ángel, que levantó el vuelo con un batir de sus doradas alas, escapando antes de ser alcanzado. El demonio parecía dispuesto a ir tras él, pero en ese momento giró su enorme cabeza cornada y sus ojos, tan negros y carentes de vida como pozos sin fondo, se clavaron en los míos. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No sabía cómo era posible, pero estaba claro que podía verme. Reculé lentamente, sintiendo la adrenalina invadir mis venas a raudales, preparándome para actuar. Mientras tanto, el demonio continuaba observándome, olisqueando el aire como si quisiera encontrar mi rastro.
“Ella, corre” gritó entonces una voz de mujer en el pasillo.
Me giré hacia el lugar de donde provenía la voz, pero allí no había nadie. Cuando volví a mirar al cuadro me quedé paralizada. El demonio se acercaba, aumentando su tamaño por momentos. Retrocedí, asustada, y entonces la criatura embistió con su cornamenta el lienzo, rasgando la tela. Grité, presa de pánico, y empecé a correr por el pasillo. Me giré un instante para comprobar que el demonio se había hecho corpóreo y que salía de la pared, orientando sus ojos en la dirección por la que yo había huido. Apreté el ritmo, corriendo por el pasillo de piedra lo más rápido que me permitían mis pies descalzos. Oía una respiración fuerte y pesada cada vez más cerca de mí y sabía que caería en sus garras en cualquier momento. De pronto descubrí que el pasillo acababa y que no había salida. ¡Estaba perdida! El muro frente a mí parecía de sólida roca, pero entonces advertí que en él se distinguía el contorno de un disco circular de metal de unos dos metros de diámetro. Debía de tratarse de una puerta camuflada. A medida que me acercaba, pude distinguir que tenía grabados una combinación de símbolos que me resultaban familiares. Algo me decía que tenía que alcanzar esa pared, que sería mi única salvación. Sentí el aliento del demonio rozando mi nuca al tiempo que intentaba tocar la pared con las puntas de mis dedos. ¡Tenía que conseguirlo!, ¡ya casi la rozaba! Me estiré con un último esfuerzo, casi alcanzando mi meta, pero entonces sentí la embestida del demonio contra mi cuerpo, desgarrándome con sus cuernos. Grité de dolor y me estrellé contra el muro y a su contacto, un resplandor azulado surgió del círculo de metal y me envolvió. Una corriente eléctrica atravesó mi cuerpo, desintegrándome hasta hacerme desaparecer.
Salté en la cama y súbitamente abrí los ojos. Respiraba agitada y me sentía aturdida por el miedo. ¡Ese sueño había sido tan real! Miré alrededor en la penumbra, sólo para asegurarme de que me encontraba sana y salva en mi habitación. Mis compañeras de cuarto parecían dormir plácidamente y todo parecía en calma en Sargéngelis.
Había sido sólo una pesadilla, pero mezclada con connotaciones demasiado reales y la inquietud que me suscitó no me dejó dormir más en toda la noche…