6. EL DON
Tras el almuerzo, mis compañeras de habitación se dirigieron a los jardines con el resto del grupo para pasar la tarde, pero yo no pude reunirme con ellos inmediatamente porque había algo que tenía que hacer antes, telefonear a casa. Lo de llevar encima un móvil que no servía para su propósito principal era cuando menos frustrante. En lugar de disfrutar de mi tiempo libre bajo los rayos del sol, tuve que hacer cola ante la única cabina telefónica que había instalada en el castillo y que se encontraba en la planta baja. Pensaba que las cabinas telefónicas eran un animal en extinción. De hecho en Londres sólo se conservaban unas cuantas como ornamento porque ya nadie las utilizaba para telefonear, pero en Sargéngelis al parecer ocurría todo lo contrario, era el lugar más concurrido del castillo tras la sala de ordenadores, por supuesto. Había diez personas delante de mí y calculé mentalmente que tendría al menos dos horas de espera hasta que llegara mi turno. Estuve a punto de largarme y dejar mis llamadas para otro momento, pero la cola detrás de mí siguió aumentando y supe que la situación no mejoraría. Había prometido llamar cuanto antes a casa y si no lo hacía, mi madre se pondría nerviosa y Kathleen simplemente me mataría. Registré los bolsillos de mis vaqueros en busca de algunas monedas de euro y aguardé con paciencia mi turno. De pronto alguien cogió mi mano, sobresaltándome. Se trataba de Adrien, que me miraba sonriente. Mi corazón comenzó a aporrearme el pecho con fuerza.
–¿Qué tal tu mano? –me preguntó, revisando con atención el estado de mis dedos–. Parece que ya no hay rastro de tus quemaduras.
–No me había vuelto a acordar de ellas –admití, sorprendida al comprobar que tenía razón.
Ni siquiera recordaba haberme quitado la gasa que me puso la enfermera horas antes, posiblemente la había perdido sin darme cuenta en algún momento entre mi entrevista con Mervaldis y el encontronazo que tuve con Gabriel.
–El bálsamo de hierbas de la escuela es increíble, lo sana todo –dijo él con una sonrisa–. Ven conmigo, quiero enseñarte algo –me propuso entonces, tirando de mí con una sonrisa traviesa.
–Eh,… ahora no puedo, tengo que telefonear a casa –le dije, muy a mi pesar.
Entonces él se acercó a mí, rodeando con su brazo mi cintura y me susurró algo al oído, erizándome el vello de la nuca. No estaba segura de haberle entendido bien, pero me había parecido que me decía que él conocía un lugar donde había cobertura. Le miré, intrigada, y entonces él tiró de nuevo de mí y esta vez le seguí.
Avanzamos a paso rápido por los pasillos de la planta baja hasta que Adrien se detuvo en la esquina sureste. Esperamos a que no hubiera nadie a la vista y nos dirigimos hacia la puerta de la torreta, de la que al parecer tenía la llave. Abrió y nos apresuramos a entrar, encontrándonos frente a una escalera de caracol que ascendía.
–¿Esto es legal? –le pregunté, un poco nerviosa.
–No –me confirmó–, ni tan siquiera para mí, pero estoy seguro de que me guardarás el secreto –dijo, confiado.
–Puedes contar con ello –le confirmé con una sonrisa.
Subimos en silencio las escaleras hasta la parte más alta de la torreta y una vez allí, Adrien abrió la trampilla que daba al exterior. Él ascendió con suma facilidad y a continuación me ayudó a salir a mí. En cuanto emergimos a la luz de la soleada tarde, me puse de mejor humor. La temperatura fuera del castillo era deliciosa, a pesar de que a tanta altura circulaba una brisa moderada. La vista desde allí era increíble, desde el hermoso bosque que rodeaba el castillo, donde los abedules, sauces y pinos se extendían en kilómetros a la redonda, hasta el pueblo a los pies del montículo con sus construcciones en piedra y sus vistosos tejados rojizos.
La masa de árboles clareaba esporádicamente por la presencia de algún pequeño lago, pero por lo general formaban un manto bien tupido que se extendía hasta el horizonte. Pero lo que más me impresionó fue la fantástica panorámica del castillo que se podía contemplar desde aquí arriba. Los tejados de pizarra brillaban a la luz del sol con ese característico color negro azulado y me fijé que las torres, rematadas en cúpulas también de pizarra, sustentaban cada una de ellas un pendón que representaba a los ángeles guardianes, con sus espadas cruzadas.
–¿Es el símbolo de Sargéngelis? –le pregunté a Adrien, señalando las banderas.
–Sí, los ángeles custodios constituyen el emblema de la Orden de Sargéngelis. Esa palabra en letón significa literalmente ángel guardián o custodio –me explicó.
–Este lugar es maravilloso, parece sacado de un cuento medieval –dije.
–Sí, sí que lo es –admitió Adrien.
Me acerqué a las almenas y miré hacia abajo, al interior del castillo, y pude comprobar que la planta del patio interior tenía forma de cruz latina, seguro que no era un hecho casual.
–¿Se trataba de una orden religiosa? –le pregunté con interés.
–En un origen quizás lo fuera, pero no la formaban monjes, sino caballeros de armas. Aunque es cierto que la base religiosa estaba ahí, se trataba de una orden militar –me explicó–, pero no estaría bien que fuera yo quien te hablara de los custodios, de lo contrario mañana te aburrirás enormemente en la clase de Ivanov. Siempre empieza el curso contando la historia de este lugar.
–Bien, en ese caso esperaré a mañana –dije, aunque me hubiera gustado más que fuera Adrien quien me contara todo sobre ese lugar, seguramente conseguiría que la historia me resultase mucho más interesante.
–¿Qué te parece si haces tus llamadas?, no podemos quedarnos mucho tiempo por aquí, podrían descubrirnos –me aconsejó.
Asentí y extraje mi móvil, comprobando con satisfacción que casi se iluminaban dos barras del medidor de cobertura de mi dispositivo. En primer lugar llamé a mi madre, que como estaba aún trabajando, no me entretuvo demasiado, quedándose tranquila sólo por el hecho de oír mi voz. Después llamé a Kathleen. Fue increíble poder charlar un rato con ella. Estaba tan unida a mi hermana que aunque sólo hacía un par de días que no nos veíamos, ya le echaba muchísimo de menos. Por último telefoneé a Kristell y decidí dejar a Andrew para otro día. Adrien no estaba hablando por el móvil, pero se entretenía escribiendo mensajes. Imaginé que involuntariamente estaría escuchando mi conversación, de modo que intenté no ofrecer respuestas demasiado comprometidas en mis llamadas, como por ejemplo cuando mi querida hermana me preguntó que si había chicos guapos en mi escuela y que si alguno de ellos me interesaba especialmente. La muy bruja adivinó que había dado en el clavo tras mi tercer ¡ajá! y me costó muchísimo que dejara el tema, de modo que tuve que prometerle que se lo contaría todo vía mail cuando pudiera acceder al aula de ordenadores.
Mientras charlaba, no podía evitar mirar a Adrien. Se había quitado la sudadera para disfrutar del sol y se había sentado en el suelo, recostándose en una de las almenas mientras prestaba suma atención a su Smartphone. Su piel dorada hacía destacar mucho sus ojos verdosos, que se veían más claros a la luz del día, al igual que su pelo, que parecía más rubio cuando le acariciaba el sol. Su cuerpo era esbelto y musculado, pero no en exceso y al contemplarle comencé a sentir calambres en mi estómago.
Tras hacer nuestras llamadas, descendimos a terreno más seguro y Adrien me propuso dar un paseo por la ladera del castillo, aprovechando los últimos rayos de sol de la tarde. Sentía curiosidad por saber más cosas sobre él, pero no quería someterle a un interrogatorio intensivo cuando apenas acabábamos de conocernos. Esperaba que me fuera revelando más detalles sobre sí mismo a medida que ganáramos confianza el uno con el otro.
–¿Te gusta este lugar? –le pregunté mientras paseábamos.
–Éste será mi tercer año aquí y como te puedes imaginar, ya lo considero mi hogar –me aseguró–. Y tú también lo harás, sólo tienes que darte un poco de tiempo.
–No sé, las cosas están yendo más rápido de lo que había previsto. Mervaldis me ha propuesto seguir un programa de estudios avanzado sin ni siquiera haber empezado las clases, no sé si estoy preparada –le confesé entonces.
Había estado dándole vueltas a ese tema desde que la directora me había hecho la propuesta esa misma mañana y necesitaba desesperadamente contárselo a alguien para conocer su opinión. Mis compañeras de habitación no eran las más adecuadas para hacerlo, puesto que eso las haría pensar que efectivamente yo recibía un trato especial en la escuela, como ya sospechaban. Tenía miedo de ser excluida por el resto a causa de mi don, término con el que había calificado Mervaldis a mis dotes para el dibujo.
Adrien se detuvo y me miró con intensidad.
–¡Eso es increíble, Ella! Has de sentirte muy orgullosa de ti misma –me dijo con un tono de admiración.
–Lo estoy, pero quizás se equivoca y no lo merezco… Además temo lo que el resto de mis compañeros pensará al respecto –le confesé.
–La directora Mervaldis sabe lo que se hace, Ella. Lleva años dirigiendo este lugar y si ha visto ese potencial en ti es porque lo tienes –me aseguró, infundiéndome confianza–. Es cierto que tendrás que esforzarte por no defraudarla, pero yo estoy seguro de que lo conseguirás. Ya te lo he dicho antes, tu fuerza interior se siente con sólo mirarte. Si yo he podido verlo, a alguien tan brillante como Mervaldis no se le ha podido pasar. Y en cuanto a tus temores, tienes que ser valiente y no dejarte influenciar por lo que piensen los demás. Los verdaderos amigos te apoyarán incondicionalmente, hagas lo que hagas, y los que te marginen, en realidad no son tus amigos, de modo que sólo tienes que saber distinguir quién merece la pena y quién no de entre los que te rodean. ¡Llegarás muy lejos, Ella Brooks!, confía en mí.
–Gracias, Adrien –dije, emocionada–. Nunca en mi vida había recibido un discurso tan motivante, y lo digo en serio.
–Me esfuerzo por hacerlo bien. Mervaldis me ha ofrecido este año el puesto de tutor y me siento orgulloso de serlo. En realidad yo creo que sustentar este cargo es una recompensa a un buen trabajo, no un castigo, como lo pueden ver otros –dijo, guiñándome un ojo.
–¡Ya! –admití, sabiendo precisamente a quién se refería–. Entonces, ¿quieres dedicarte a la docencia?
–Es una de las opciones que me estoy planteando, aunque todavía no estoy muy seguro de qué hacer en el futuro –me confesó.
–Creo que te irá bien hagas lo que hagas, pareces un buen tipo –le dije con sinceridad.
Él me dedicó una sonrisa genuina y se sentó sobre la hierba verde y fresca de la ladera, invitándome a que me sentara a su lado. Cuando lo hice, su rostro se tornó serio y se inclinó sobre mí, haciendo que mis latidos doblaran su ritmo.
–Ella, quiero que sepas que si la situación te desborda, yo estaré aquí, a tu lado. Puedes contarme lo que sea y siempre te escucharé. En los próximos días quizás la presión te haga sentir ganas de abandonar, pero como te he dicho, tú puedes afrontarlo, sólo tienes que confiar en ti misma y utilizar el don que se te ha concedido –me explicó.
Hablaba como lo haría un tutor, pero la intensidad con la que me miraba mostraba algo más profundo. Y yo quería que fuera así, que él estuviera ahí para mí no sólo por sus responsabilidades, sino porque yo significaba algo más para él. Aún no conocía demasiado a Adrien, pero los sentimientos que estaba empezando a experimentar hacia él eran consecuencia de la admiración tan profunda que sentía hacia su persona y sus principios. Ya había experimentado antes esa increíble sensación, viviéndola en las historias de otros mientras leía, pero por primera vez comprendí lo que era sentir esas emociones en primera persona.
–Confía en mí, todo irá bien –me aseguró él con una mirada franca y sincera.
–Lo haré –convine, más emocionada de lo que quería admitir.
El diagnóstico de lo que me estaba ocurriendo era claro, para bien o para mal me estaba enamorando de Adrien Sagnier.
El despertador sonó demasiado estridente esa mañana, anunciando el inicio del curso académico. Había tenido de nuevo esa terrible pesadilla y ahora estaba segura de que lo que quisiera que hubiera al final de ese pasillo, tenía que estar relacionado con mi sueño. No me atrevía a contarle nada a nadie sobre mis sueños, ni siquiera a Adrien. Si lo hacía, quizás pensaran que estaba loca. Yo misma empezaba a creer que era así, pues no encontraba ninguna otra explicación racional al hecho de que soñara con lugares en los que no había estado nunca, pero que al parecer existían, por no mencionar que veía demonios cobrar vida con la clara intención de acabar conmigo.
Cuando me dirigía con mis compañeras hacia el comedor, eché una mirada furtiva al tramo de escaleras que conducía al sótano. La cadena que prohibía el paso se podía franquear sin dificultad, sin embargo la garita del vigilante instalada en el hall contaba con una panorámica excelente de las escaleras. ¡Sería misión imposible colarse sin ser descubierto! o al menos lo sería durante el día... Pero, ¿en qué estaba pensando? Me estaba planteando seriamente la posibilidad de colarme en el sótano por la noche, hasta ahí llegaba mi locura. Sabía que si me descubrían, sería expulsada. ¿Merecía la pena ese castigo sólo por satisfacer mi curiosidad? Sí, no, tal vez… Me sentía confusa, en realidad no sabía responder a esa pregunta. Por un lado era una temeridad arriesgarse sólo por lo que había visto en sueños, pero por otro lado necesitaba descubrir si esos sueños tenían una base real y si era así, tenía que saber qué relación guardaban conmigo.
Entonces en el pasillo contemplé una escena que no me gustó nada. Helly, es decir, Heidi parecía estar en apuros. Una chica se estaba metiendo con ella implacablemente ante un grupito de espectadores que parecía disfrutar con la situación. Helly, en lugar de defenderse, las miraba con estoicidad y guardaba silencio. Aceleré el ritmo y me hice hueco entre los jóvenes que contemplaban el espectáculo. Su atacante era una chica oriental, alta, esbelta y con una preciosa melena que le llegaba hasta la cintura. Estaba segura de que no la había visto antes.
–Tenebrosa, creo que te he encontrado un lugar perfecto para alojarte, ¿quieres que te lo enseñe? –la provocó –. Estoy segura de que te encantarán las catacumbas, van muy en línea con tu gusto decrépito –dijo, cogiendo un trozo de la tela de su largo vestido negro y agitándola con desprecio.
Los espectadores se rieron y Helly se sonrojó. No entendía cómo no arremetía contra ella, yo lo habría hecho de tener su imponente presencia. Quizás no debería inmiscuirme en esto, pero lo iba a hacer.
–¿Qué ocurre aquí? –pregunté, entrando en escena.
La chica oriental se volvió y se me quedó mirando con interés.
–¡Vaya, vaya!, ¿de dónde has salido tú? –me preguntó con una sonrisa maliciosa.
–Pues exactamente del mismo lugar de donde hemos salido todos, ¿es que te perdiste esa clase de Biología? –repliqué.
Todos rieron y la chica se puso tensa. Estaba claro que cuando se era el objeto de las burlas, el asunto no era tan llevadero…
–Te crees muy graciosa, ¿no? –me acusó, furiosa.
–Te equivocas. En general suelo ser bastante borde, especialmente con la gente que se entretiene ridiculizando a los demás sólo por el hecho de que tiene su autoestima por los suelos. Creo que te vendrá bien el número de mi psicoterapeuta, tienes suerte de que siempre lo lleve encima –dije, sacando mi móvil y buscando el número.
Las carcajadas de los espectadores acabaron por hacer que ella perdiera el control. Bufó y se largó, chocando a su paso conmigo y tirándome deliberadamente al suelo. Por suerte mis posaderas eran un buen amortiguador en las caídas…
Helly se acercó y me ofreció su mano. La tomé y ella me ayudó a levantarme.
–Gracias –dije–. ¡Menudo temperamento!
–Gracias a ti –dijo ella con timidez y bajando la cabeza se alejó en dirección al comedor.
El grupo de espectadores se fue dispersando hasta que sólo quedaron Anya y Cara, que me miraban sorprendidas.
–Vas a tener problemas, esa chica parecía de las veteranas –se apresuró a decir Anya en cuanto estuvimos a solas.
–No soporto a los abusones, es algo que me supera –admití, encogiéndome de hombros.
–Helly mide más de metro ochenta y sus espaldas son el doble de anchas que las mías, ¿crees que necesitaba que intercedieras por ella? –me preguntó.
–Sí, Anya, creo que sí, de lo contrario no lo habría hecho –admití.
–¡Has estado genial! –dijo entonces Cara, sin poder ocultar por más tiempo una sonrisa.
–¿Tú crees? –me sorprendí.
–Sí, tenías que haber visto el rostro de esa déspota mientras se alejaba, ¡estaba realmente furiosa! –dijo.
–A eso es a lo que me refiero –dijo Anya, haciendo aspavientos.
–¿Y qué es lo peor que podría ocurrirme?, ¿qué me hiciera la vida imposible? –pregunté–. Creo que ya hay algún que otro candidato para esa tarea, de modo que tendrán que hacer turnos.
–Rubita, estoy empezando a pensar que estabas en lo cierto cuando nos dijiste que no nos dejáramos engañar por tu apariencia –dijo Anya–, pero si haces el favor, intenta no meterte en más problemas, quiero quedarme aquí.
–Descuida, yo también –le aseguré, guiñándole un ojo.
Una vez en el comedor, nos sentamos en la mesa que ahora oficialmente era la de los novatos y comenzamos a desayunar en silencio. Hoy estábamos más desahogados que de costumbre, hasta que advertí que no estábamos todos.
–¿Dónde están los demás?, ¿se les han pegado las sábanas? –se me ocurrió preguntar.
El chico oriental que el día anterior me había recogido el bolígrafo, se inclinó para verme desde su asiento.
–¿Es que no te has enterado? Ya han abandonado dos. El escocés se fue ayer y esta mañana he visto a ese otro chico tan estirado esperando con su equipaje en el hall a que viniera su taxi –me informó.
–¿Cómo es posible?, ¡pero si aún no han empezado las clases! –exclamé, sorprendida.
El chico se levantó con su bandeja y se hizo un hueco a mi lado, desplazando al asiento contiguo a Cara, que le miró con cara de malas pulgas.
–Permitidme que me presente, soy Yian Liu –me dijo, ofreciéndome su mano.
Me limpié con la servilleta antes de estrechársela y él me saludó con un apretón enérgico. Ya me había fijado en él antes, porque tenía un aspecto singular. Su rostro era exótico y bastante atractivo, con grandes ojos rasgados que destacaban en su piel dorada. Parecía ser de esa clase de personas muy influenciadas por las tendencias. Llevaba el pelo cortado de forma irregular, con el flequillo peinado de punta y decorado con mechas de color rojo. Su modo de vestir era un tanto futurístico y me recordó a un personaje de manga.
–Soy Ella Brooks –me presenté.
–¡La chica de las chispas! –dijo, poniendo voz tétrica.
–¿Es así como me llaman? –pregunté, inquieta.
–No, no te preocupes, es sólo una broma. No sé qué diablos hiciste ayer, nena, pero estaba cerca de ti en el aula de pintura y vi con mis propios ojos el arco eléctrico que se formó entre la lámina de dibujo y tu mano. Fue bastante impresionante, ¿cómo lo hiciste? –me preguntó.
–No lo hice yo, creo que alguien lo provocó para humillarme –dije, recordando al posible culpable y poniéndome de mal humor.
–¡Guau!, no lo había pensado, pero ahora que lo dices tiene mucha lógica. Por ahí no se habla muy bien de ti, ¿sabes? Se dice que eres una enchufada, que vienes recomendada directamente por Mervaldis –me explicó el muchacho mientras devoraba sus cereales con leche.
Miré a Anya y a Cara, sintiéndome traicionada.
–Nosotras no hemos dicho nada, en serio –se apresuró a decir Anya–. Quizás alguien oyó nuestra conversación en el aula y ha extendido el rumor.
Anya parecía sincera y de Cara ni siquiera sospechaba, era una chica muy prudente, ¡casi no hablaba de sí misma, como para hablar de los demás!
–Siento haber pensado mal de vosotras. Por supuesto que os creo, es sólo que me molesta que la gente diga cosas sobre mí que no son ciertas –me excusé.
–No debería importarte lo que digan los demás, especialmente si no son más que sandeces –dijo Heidi, uniéndose también a nuestra conversación–. Yo bloqueo mi mente a todo aquel que me critica por mi aspecto o por mi modo de ser. La gente es muy superficial.
–¿Es eso lo que hacías antes? –me asombré, comprendiendo que no había sido debilidad lo que vi en su comportamiento, sino templanza.
–Sí, así es –dijo ella.
–Pues lo siento, creo que me he extralimitado con mi intervención –me excusé.
–No, ¡qué va! ¡Has estado genial! Pero no deberías perder tu tiempo con ese tipo de gente, no merece la pena –dijo.
–Tienes razón –admití, con una sonrisa–, ¡que piensen lo que quieran!
Ella me dedicó también una sonrisa genuina. Me gustaba esa chica, parecía tener las cosas muy claras. Le tendí mi mano y ella la estrechó con fuerza.
–Ella Brooks –dije.
–Soy Heidi Schneider, por aquí más conocida como Helly –se presentó, mirando por el rabillo del ojo a Anya, que súbitamente enrojeció.
–Lo siento, de eso sí que soy responsable –murmuró mi amiga.
–No te preocupes, en realidad me gusta ese apodo. Podéis seguir llamándome Helly, si queréis. Tiene fuerza, no como mi nombre… En realidad a mis padres no se les da muy bien eso de poner nombres, la prueba es que llamaron Algodón de Azúcar a nuestro Bulldog, ¿podéis creerlo?
Yian estuvo a punto de ahogarse con su zumo de naranja a causa del comentario de Helly. Cara le propinó unas palmadas en la espalda con más entusiasmo del necesario, pero el chico pareció agradecérselo.
–¿Puedo unirme a vuestro grupo? –preguntó Helly–. Mis compañeras de habitación me ignoran abiertamente, de modo que he decidido pasar de ellas.
–Por supuesto –dije.
–¿Tú también quieres unirte a nuestro grupo? –le preguntó Anya a Yian con una mirada provocadora.
–¿Por qué no?, siempre que aceptéis también a mi amigo Alejandro. Por ahí viene, os le presentaré, es un poco serio, pero es un buen tipo –dijo, cogiendo una silla libre de la mesa contigua y encajándola a su lado.
Alejandro debía ser el chico alto y moreno que había visto el día anterior en compañía de Yian. Efectivamente, el chico en cuestión se acercó a nuestra mesa y ocupó el sitio que le había reservado su amigo.
–¡Buenos días! –dijo en español, porque aunque no hablaba ese idioma, los saludos eran algo tan básico que sí que me sentía capaz de identificar.
–¿Eres español? –le preguntó Cara en inglés, mientras el chico tomaba asiento.
–Sí, me llamo Alejandro Torres, encantado de conoceros –dijo con una inclinación de cabeza, mientras removía con brío su café con leche.
Alejandro había captado la atención de todas las chicas de la mesa. Su tez era muy morena, en armonía con sus ojos negros y su pelo oscuro, que llevaba humedecido y peinado hacia atrás. Tenía buena planta y mi amiga Cara le miraba embobada, lo que me hizo sonreír.
–Alejandro, te presento a Helly, Cara, Anya y Ella –dijo Yian–. Estábamos hablando de los dos chicos que se han largado.
–¡Ah, sí! Hay gente que no sabe lo que quiere –murmuró Alejandro antes de atacar su tostada.
Sentía curiosidad por saber el motivo por el que teníamos dos deserciones, por lo que me resultó muy conveniente que Yian volviera a centrar la atención en nuestra anterior conversación.
–¿Sabéis por qué se han ido exactamente? –me interesé.
–Quizás no podían soportar estar sin conexión a internet –sugirió Helly.
–Bueno, no ha sido así exactamente, al menos en el caso de Drew –aclaró Alejandro–. Compartía habitación con nosotros dos y era obvio que lo estaba pasando muy mal. Tuvo unas pesadillas terribles la primera noche que pasamos en el castillo, hasta el punto de que nos despertó a ambos con sus gritos. Decía que este lugar estaba maldito. Me imagino que lo que dijo ayer Mervaldis sobre las pruebas que teníamos que pasar acabó de machacarle y cuando volvimos ayer del almuerzo, ya había hecho el equipaje. En cuanto al otro chico, no había hablado antes con él, pero he oído que sufría claustrofobia y por ese motivo no ha soportado estar aislado en un lugar como éste –nos explicó.
–¿Habéis tenido pesadillas? –pregunté con curiosidad.
Todos asintieron. Nos miramos los unos a los otros con cautela, como si ocultáramos un oscuro secreto que no sabíamos si debíamos compartir. Nos aproximamos a la mesa, cerrando más nuestro círculo, y comenzamos a hablar en voz baja por temor a que nos oyeran.
–En este lugar pasan cosas extrañas –murmuró Yian–. No es normal tanto secretismo, ¿qué diablos puede ser tan confidencial en una academia de arte como para protegerlo con cadenas?
Entonces todos empezamos a hablar atropelladamente, exponiendo en susurros nuestras sospechas sobre lo que ocultaba Sargéngelis y cada cual era más disparatada: extraterrestres, vampiros, zombis,… por lo que todos acabamos riendo, montando más alboroto del necesario, pero al menos conseguimos relajar el ambiente. Los ocupantes de las mesas colindantes nos miraban sorprendidos, pero no me sentí avergonzada en esta ocasión, por el contrario sonreí, animada por formar parte de este grupo tan variopinto. Gabriel nos dedicó una de sus intimidantes miradas desde la mesa de los veteranos, pero pronto volvió a enzarzarse en su acalorada conversación con su amigo Graham.
Barrí con la mirada el comedor esperando localizar a Adrien entre ellos, pero no parecía estar allí. Me sentí un poco decepcionada, pues había albergado la esperanza de verlo y charlar un poco con él antes del inicio de las clases. Un par de veces mis ojos se encontraron con los de Gabriel Bogoslav y de nuevo tuve esa extraña sensación, me observaba como si fuera un bicho raro al que quería someter a un estudio científico. En ambas ocasiones aparté inmediatamente la vista de él. Sin embargo no pude evitar mirar hacia su mesa cuando la chica oriental que había intentado ridiculizar a Helly en el pasillo se acercó a saludarles. Los dos chicos parecieron alegrarse de verla, porque se levantaron a saludarla efusivamente. Para mi sorpresa, Gabriel la abrazó y después chocaron sus manos en ese intrincado saludo. ¡No podía creerlo!, ¿por qué tenían que llevarse bien? La chica se sentó con ellos y retomaron su conversación. Debían conocerse muy bien por las confianzas que se traían entre ellos y concluí que los cretinos congeniaban bien entre sí.
A las ocho en punto sonó un aviso de comienzo de las clases y los alumnos fuimos abandonando el comedor, rumbo a las aulas. Los de primer curso acudimos a nuestra clase de Historia del Arte. No había conseguido ver a Adrien antes de clase y me sentía un poco desanimada. Había estado pensando bastante en él durante la noche, cuando mi pesadilla acabó por desvelarme completamente y no tenía nada mejor en qué pensar… No había venido a Sargéngelis con la intención de encontrar el amor, pero si surgía algo especial entre nosotros no iba a dejarlo pasar. Ese chico era increíble y no me importaría llegar a conocerle bien…
El profesor Ivanov atravesó la puerta del aula con puntualidad y subió al estrado, donde depositó una carpeta con documentos para a continuación dirigirse a nosotros.
–¡Buenos días! –nos saludó y pude detectar su fuerte acento ruso–. ¡Bienvenidos a este nuevo curso académico que hoy tengo el gusto de inaugurar! Como ya sabéis, soy vuestro profesor de Historia del Arte, Mihail Ivanov, y este año seré el encargado de sumergiros en el maravilloso mundo del arte y de acompañaros en la mágica transformación que experimentaréis en los próximos meses –dijo como presentación.
Abrió su carpeta y sacó unas hojas con sus notas. Seguidamente comenzó su disertación. Mentiría si dijera que presté atención a todo el discurso, pero cuando empezó a hablar de la historia de Sargéngelis, inevitablemente recuperó mi atención. Al parecer su origen se remontaba a la época de las Cruzadas. Cuando el propietario del castillo murió sin descendencia, le cedió su propiedad a su mejor amigo, la persona que luchó junto a él durante años en la Guerra Santa y que después fue el fundador de la Orden de Sargéngelis. Como me había adelantado Adrien, aunque originalmente la orden surgió a raíz de la Guerra Santa y la temática de la lucha contra el mal, el fundador fue un caballero de armas. Él y sus hombres se nombraron a sí mismos los custodios e hicieron del castillo su sede. A través de los siglos la Orden había perdurado con el principal objetivo de proteger a la humanidad del mal, pues se creían poseedores de un don especial para hacerlo.
Me preguntaba contra qué clase de mal lucharían los custodios y estuve tentada a plantear la pregunta, pero me lo pensé más de la cuenta y Yian se me adelantó. Levantó la mano y preguntó que qué tenía que ver una orden militar con el arte. El profesor nos explicó que en aquellos tiempos todo estaba íntimamente relacionado con el arte: la política, la religión, el comercio… Nos explicó que lo que en un primer momento surgió como una orden religiosa y militar, fue evolucionando con el tiempo hasta convertirse en un movimiento artístico creador de una técnica muy especial que fue preservada en secreto a lo largo de los tiempos.
Cuando la explicación derivó a lugares y fechas, perdí de nuevo el interés en el tema, salvo cuando pronunció el nombre del fundador de la orden, un tal Dacius Bogoslav. Bogoslav, ¡qué coincidencia! Aunque era probable que ese apellido fuera común en la zona, algo me decía que no era una casualidad que él también se apellidara así. Sentía curiosidad por descubrir qué conexión tenía Gabriel con esta escuela, pero no tenía ninguna intención de preguntárselo directamente a él, pues me había propuesto no volver a dirigirle la palabra.
Cuando llegamos al comedor para el almuerzo, tampoco vi a Adrien y me sorprendió hasta qué punto esto afectó a mi estado de ánimo. Me asombraba sentirme tan influenciada por un chico al que acababa de conocer, tendría que relajarme un poco y tomarme las cosas con más calma. Ése era mi propósito, pero cuando estábamos acabando nuestro almuerzo, él se acercó a nuestra mesa para interesarse por cómo había ido nuestro primer día de clase y verlo fue extremadamente reconfortante para mí. Quise convencerme de que cuando me miró, lo hizo de un modo especial, aunque no se dirigiera en particular a mí, sino a todo el grupo, pero quizás sólo se comportaba como lo haría un tutor y estaba viendo más de lo que en realidad había. Al menos él se comportaba de un modo correcto, no como Gabriel, que ni siquiera nos había saludado.
Cuando me dirigía al aseo de las chicas para prepararme antes de mi siguiente clase, Adrien me abordó en el pasillo con una sonrisa en los labios y me propuso vernos un rato después de las clases. Intenté parecer indiferente cuando accedí a su propuesta, pero en realidad acababa de alegrarme el día. Entré en el cuarto de baño sintiendo mariposas en el estómago. Mis compañeras estaban frente al espejo, ocupadas cepillándose los dientes o arreglándose el pelo y gracias a eso no advirtieron mi estado de completo alelamiento. Me hice un hueco entre Anya y Helly y comencé a cepillar mis dientes.
–Si te das prisa, te esperamos –me dijo Anya, revisando su reloj de pulsera.
–Eh, en realidad no tengo clase con vosotros ahora –les informé y me di cuenta de que había temido tanto hablarles de mi conversación con Mervaldis, que al final había olvidado hacerlo.
–¿Por qué? –preguntó ella, confusa.
–Me han desviado a un programa avanzado –les confesé.
Todas dejaron lo que estaban haciendo y se me quedaron miraron sin decir palabra, haciéndome sentir incómoda, pero entonces Helly rompió el hielo y se acercó a mí, dándome una palmada en la espalda con tanta fuerza que casi me derrumba. Estaba claro que su metro ochenta de altura y su fuerte constitución la hacían un coloso en comparación con mi frágil figura.
–¡Enhorabuena! –dijo ella con naturalidad–. ¿En qué consiste ese programa?
–Pues en realidad no lo sé –respondí, advirtiendo que ni siquiera a mí se me había ocurrido hacer esa pregunta–. Sólo sé que se ocupará de impartirme esas clases el profesor Dumas.
–¿El profesor Dumas? –se interesó entonces Cara.
–¡Madre mía!, ¡qué suerte! –se sorprendió Anya.
Me extrañaba que ambas le conocieran, puesto que yo no sabía nada acerca de él.
–¿Sabéis quién es? –les pregunté, sintiendo curiosidad por su reacción.
–¡Parece que estás en las nubes, Ella! Todas las chicas de la escuela saben quién es Dumas, incluso las novatas. Es el profesor de los veteranos, ayer le vimos charlando con ellos en la explanada y es de ese tipo de hombres que no te dejan indiferente –dijo Anya.
–Ella no le vio, recuerda que estuvo desaparecida toda la tarde –dijo Cara, mirándome con complicidad.
Por supuesto ella sabía que había estado con Adrien, pera las demás no. Era fácil hablar con Cara. Me la quedé mirando, temiendo que dijera algo comprometedor, pero no lo hizo y me relajé.
–Dumas es efectivamente un tipo espectacular, pero creo que no anda muy bien de la cabeza –dijo Cara–. Aun así es mucho más tentador que el pedante de Vitella. Habrá que esforzarse para pasar al curso avanzado.
–¡Eso no estaría nada mal! Sería mucho más agradable contar con vuestra compañía, me resulta poco motivante tener que emprender estas clases en solitario –admití.
–¿Lo dices en serio? Cualquiera en tu lugar estaría alardeando de su suerte –dijo Helly.
–Eso no va conmigo. No me gusta destacar, nunca lo he llevado bien –les confesé.
Entonces todas se acercaron a darme ánimos, lo que me sorprendió. Había pensado que me marginarían por esto, pero al parecer las había prejuzgado. Me alegró descubrir que eran de la clase de amigas que merecían la pena, como me había dicho Adrien, y saberlo me reconfortó muchísimo hasta el punto de desterrar mis estúpidos temores a no ser aceptada.
Llegué puntual a la clase del profesor Dumas, pero me encontré la puerta cerrada a cal y canto. La golpeé ligeramente con mis nudillos y esperé a que me abrieran, pero como nadie lo hizo, decidí a probar si estaba abierta. Giré el tirador y no ofreció resistencia, de modo que entré sigilosamente en el aula. Parecía estar desierta, ni rastro de los alumnos ni del profesor. Chequeé mi reloj, eran las tres en punto, por lo que decidí entrar y esperar. Me sorprendió que se tratara de un aula despejada y diáfana, sin caballetes ni material de dibujo a la vista. Me acerqué hasta uno de los ventanales que y eché un vistazo al exterior. Desde esa ala del castillo se veía el lago y los jardines que lo rodeaban. Distinguí el alto muro de seto que formaba parte de un laberinto ornamental, que había podido ver la víspera desde la torre y que escondía en su centro una fuente con una escultura de un ángel de piedra. Todo parecía en calma, pues todos los alumnos estaban a esa hora en clase. Volví a mirar mi reloj, las tres y cinco, definitivamente me tenía que haber confundido de clase. Empecé a ponerme nerviosa, me tenía por una persona puntual y en algún lugar de la academia estaría empezando en ese momento el curso avanzado de arte y yo no estaba presente. Giré sobre mis talones y arranqué a andar con tanto ímpetu que casi me choqué contra un hombre alto y fuerte que estaba a mi espalda. Su presencia me pilló tan desprevenida que muy a mi pesar, dejé escapar un grito de asombro antes de poder recomponerme.
–¡Buenas tardes! Tú debes de ser Ella –dijo él, intentando contener una sonrisa.
Simplemente asentí.
–Soy Dumas. Discúlpame, no pretendía sobresaltarte –me aseguró.
El hombre que tenía ante mí era simplemente formidable. Tenía un físico impresionante y era bastante joven para ser profesor de un programa avanzado, ni siquiera llegaría a los treinta. Su pelo era negro y lo llevaba húmedo, de modo que sus tupidos mechones lisos brillaban, enmarcando su atractivo rostro. Tenía un aspecto muy varonil, con enormes ojos azules, cejas pobladas y una incipiente barba que oscurecía su mentón. Se podría decir que era muy atractivo y comprendí lo que habían querido decir mis amigas con sus comentarios, incluso pensé que se habían quedado cortas. Vestía completamente de negro, con ropa deportiva, pero con estilo. Lo más sorprendente era que no era el estereotipo de un profesor de arte, al menos no se parecía a ninguno de los profesores que había tenido hasta ahora, más bien parecía un actor de cine o un modelo de revista.
–¡Es curioso!, pero no te imaginaba así –dijo él de pronto, desconcertándome.
¿A qué venía eso? Yo tampoco le había imaginado a él con ese aspecto, pero eso no significaba que me tomara la libertad de decírselo a la cara. Mi expresión de confusión debió darle pie a hablar, porque no esperó a que le respondiera para continuar.
–Ella Brooks, no ha de extrañarte que haya oído hablar bastante de ti a estas alturas –comenzó, valorándome con la mirada y haciendo que me sintiera incómoda–. Te imaginaba más…, quiero decir, menos…, –añadió, gesticulando con las manos como si modelara con ellas una masa insustancial.
No parecía encontrar las palabras que buscaba y yo no tenía la intención de ayudarle, quería saber a qué se refería exactamente, de modo que me quedé mirándole con las cejas arqueadas.
–Tienes un aspecto angelical –dijo entonces, señalándome con ambas manos como si fuera algo obvio y por lo visto no demasiado bueno–. Ahora comienzo a explicarme algunas cosas –murmuró con un brillo en sus ojos, como si supiera algo trascendental que no iba a compartir conmigo.
–Usted tampoco tiene el aspecto de un profesor de arte –dije entonces, sin poder contenerme.
Él sonrió ampliamente y se acercó un poco más a mí.
–Gracias, Ella, veo que eres intuitiva. En realidad soy un entrenador de almas, una tarea mucho más relevante que la que llevaría a cabo un profesor de arte –dijo, como si lo que decía tuviera mucho sentido.
Empecé a comprender por qué Cara decía que no estaba en su sano juicio.
–Enséñame tus manos –me pidió de repente, deteniéndose a mi lado.
No sabía que tenían que ver mis manos en esto, pero las extendí hacia arriba delante de mí. Él se acercó con la intención de tocarlas.
–¿Me permites? –me preguntó amablemente antes de proceder.
Asentí de nuevo y él las tomó entre las suyas y las apretó. Al instante una corriente las atravesó, subiendo por mis brazos y extendiéndose por mi pecho, que se inundó con una sensación cálida. Levanté los ojos en busca de los suyos, alarmada.
–Bien, ya veo de qué estamos hablando –dijo él para sí mismo, soltando a continuación mis manos.
–Ella, ¿haces deporte con frecuencia? –me preguntó entonces, volviendo a descolocarme.
–Practico aerobic un par de días a la semana –admití, perpleja.
–¿Nada más?, ¿ningún deporte de equipo, ni gimnasia deportiva, ni artes marciales,…? –se interesó.
–No, nada de eso, pero monto a caballo con frecuencia –admití, cada vez más confusa.
–Tendrás que unirte a los entrenamientos de mi grupo, por supuesto, pero antes tendré que ponerte un poco en forma, si no, no podrás seguirles el ritmo –continuó él, pensativo.
–Profesor –le interrumpí entonces, contrariada.
–Llámame simplemente Dumas, ¿de acuerdo? –me propuso él, como si le molestara que le llamaran de otro modo.
–Señor Dumas –reformulé, no atreviéndome a prescindir del trato de señor. Él puso los ojos en blanco, pero me indicó que procediera–. ¿Qué tiene que ver todo esto con mis clases avanzadas de arte?
–Todo tiene que ver con el arte, Ella, especialmente el estado de tu alma. ¿Acaso no has oído el dicho “mens sana in corpore sano”? –comenzó. Al menos eso lo entendí. Asentí–. Pues bien, si queremos que tu don vea la luz, tenemos que nutrir tu alma y por supuesto tu cuerpo. Tendrás que comer bien, ¡nada de esas dietas sin sentido que hacen las chicas de tu edad!, harás deporte con frecuencia y tendrás que dormir un mínimo de ocho horas.
–No tiene que preocuparse por mi salud, profesor. No he hecho dieta en toda mi vida, hago deporte habitualmente, pero no voy a negarle que no duermo demasiado bien desde que llegué aquí. No obstante sigo sin entender qué relación tiene todo eso con sus clases –admití, pensando que ese hombre seguía desvariando.
El profesor me revisó de pies a cabeza y me sentí un poco incómoda. Era una chica normal, bajita, con formas y desde luego me aceptaba tal y como era, aunque él pensara que no era así. Quizás mi hermana era un poco más cuidadosa con su alimentación, pero a mí nunca me había obsesionado ese tema. Además tenía un pequeño vicio que me permitía con cierta moderación, el chocolate y no iba a prescindir de él, si después de unos cuantos bombones tenía que hacer jogging para compensar, no me importaba, ¡merecía la pena!.
–Francamente no pareces tener mucho músculo, habrá que trabajar tu cuerpo más –musitó, poco convencido.
–Señor Dumas, creo que esto es un malentendido –dije entonces, con intención de aclarar las cosas–. Mire, la directora me ha enviado a un curso avanzado de arte, no a prepararme para las próximas Olimpiadas.
Se puso las manos en las caderas y me miró con una sonrisa en los labios.
–Bueno, al menos eres rápida en disparar –murmuró, aparentemente satisfecho–. Y no me llames señor, me haces sentir mayor. Llámame sólo Dumas, ¿de acuerdo?
Asentí, completamente desconcertada.
–¿Cuándo empezaste a tener las visiones? –me preguntó él entonces, ignorando mi protesta.
Fruncí el ceño. Sabía a lo que se refería, pero lo que no sabía era cómo él se había enterado de que veía cosas. Quizás Mervaldis le había hablado de mis flashes de inspiración…
–Desde siempre, pero creo que no me las tomé en serio hasta los doce años más o menos, cuando empecé a pintar por libre –le dije.
–Se han hecho más fuertes cuando has llegado a Sargéngelis, ¿no es así? –quiso saber.
–¿Cómo lo sabe? –me sorprendí.
–Bien, creo que no hay duda de que tienes el don, ahora sólo hace falta liberarlo y la mejor forma de hacerlo es trabajar el alma, Ella y ésa es mi misión contigo –me dijo.
–¿Dónde están los demás alumnos? –pregunté extrañada.
–Suelo trabajar individualmente con cada uno de vosotros, los progresos son más significativos –me aclaró.
–¿Quiere decir que estaremos solos en estas sesiones? –le pregunté, nerviosa.
–Sí, casi siempre será así. En unas semanas quizás considere oportuno que te unas al resto, te vendrá bien que tiren un poco de ti –me explicó–. ¡Cuéntame!, ¿qué es lo que has visto en tus sueños?
De nuevo estaba sorprendida, no sabía cómo, pero era evidente que él sabía que sufría pesadillas. Tenía la ligera sospecha de que cuando me dijo que entrenaba almas, quizás quiso decir que era psicoterapeuta. Su forma de comportarse, simulando cercanía y naturalidad, podría ser una técnica para persuadirme a hablar sobre mí, pero yo tenía experiencia de sobra en ese campo y sabía cómo dar largas.
–He soñado con ángeles y demonios –dije, sin darle más detalles.
–¿Y? –insistió él.
–No hay mucho más que contar –mentí.
–Déjame ver –dijo él.
Elevó su mano izquierda y de pronto apoyó sus dedos en mi frente. Iba a preguntarle que qué diablos estaba haciendo, pero entonces un fogonazo de luz me cegó y entré en trance.
Estaba junto a la puerta circular y sabía que no tenía mucho tiempo. Los demonios habían invadido el castillo y se oía el fragor de la lucha por todas partes. La presión me estaba haciendo más torpe de lo habitual. No encontraba la clave, mi mente estaba bloqueada, pero entonces una mano cálida me rozó y me dio el empujón que necesitaba para visualizarla. Puse mis manos sobre el frío metal, justo allí donde procedía y un resplandor azulado la iluminó, extendiéndose por la superficie de la puerta. Podía ver con claridad el código, sabía lo que tenía que hacer y moví mis manos expertas hacia los símbolos que correspondían. Y entonces los sectores se accionaron, comenzaron a girar y la puerta se abrió…
El contacto cálido cesó y abrí los ojos súbitamente, respirando con dificultad a causa de la tensión.
–Bien –dijo Dumas–. Me alegra comprobar que Caterina no se equivocaba contigo.