10. EL PROTECTOR
Las siguientes semanas transcurrieron rápidamente y por fin tuve la certeza de que podría adaptarme a vivir en Sargéngelis. Tras el shock inicial, descubrir nuestro don no fue tan traumático para ninguno de nosotros como esperábamos, lo que seguramente significaba que en nuestra mente siempre había estado latente esa información, aunque aletargada, y que nuestro subconsciente nos había ido preparando poco a poco para afrontarla a través de nuestras visiones y sueños.
Los profesores Ivanov y Vitella trabajaban ahora intensivamente con nosotros para enseñarnos el Códex. Las clases eran sumamente interesantes y pronto comenzamos a familiarizarnos con su uso. Se trataba de un lenguaje complejo, pero al parecer nuestra mente estaba preparada para asimilarlo a la perfección. Estaba formado por una compilación de símbolos procedentes de diversas culturas: egipcia, celta, inca, sumeria, china, latina,… en general todos ellos signos de buen augurio y de protección. Las combinaciones entre ellos eran prácticamente infinitas, a lo que se añadía el hecho de que cada codificador imprimía su propio estilo y carácter a su obra, de modo que no había dos códigos idénticos para un mismo fin. El Códex se podía emplear con distintos fines: como protección contra el mal, para ahuyentar a los demonios o como guarda de lugares estratégicos. Los códigos se podían incluir en grabados, pinturas, esculturas,… e incluso en construcciones. Muchas de las pinturas que había realizado a lo largo de los años habían escondido partes del código sin saberlo, pero sin duda la más completa de todas ellas era El Ojo del Infierno, puesto que había plasmado en ella un sello. De ahí que mi obra pronto captara la atención de Mervaldis.
Si bien éramos nosotros quienes supuestamente elegíamos Sargéngelis al comenzar a experimentar nuestras habilidades innatas con el código, eran los maestros codificadores quienes a través de nuestras obras podían seleccionar a sus nuevos discípulos. Solían elegir a aquellos jóvenes en los que el don se encontraba más desarrollado. Yo era uno de los perfiles más potentes que se habían encontrado, según me informó Mervaldis, de ahí que se encargara personalmente de reclutarme. Quería asegurarse que aceptaría venir a Sargéngelis. Los miembros de la Orden buscaban incesantemente nuevos aprendices del Códex por todo el mundo, pero con el paso de los años nuestro número iba decreciendo. Según Ivanov, en los últimos años el don se manifestaba con menos fuerza en los jóvenes codificadores y eso les preocupaba bastante porque se necesitaba mucha energía y trabajo para mantener los sellos activos y los recursos comenzaban a estar muy ajustados. Me preguntaba por qué entonces habían dejado marchar a la mitad de los alumnos de nuestra promoción y al parecer la respuesta era sencilla, su ojo espiritual no era capaz de ver más allá del mundo terrenal, pues el materialismo y el consumismo de la sociedad en la que vivíamos habían terminado por cegarlo, impidiendo que su don despertara. Nunca podrían servir a la causa. Desgraciadamente aquellos potenciales codificadores que no eran descubiertos y guiados por los maestros en los inicios de su despertar al Códex, acababan por perder su poder sobrenatural, pues el mundo real lo iba consumiendo, hasta hacerlo desaparecer. Era como la imaginación, que se iba perdiendo con la edad si no se cultivaba y ejercitaba correctamente. Por eso en Sargéngelis trataban de mantenernos aislados del mundo exterior, para evitar que nos distrajéramos con asuntos mundanos. Su intención no era incomunicarnos, sino mantenernos concentrados en lo importante para potenciar nuestra espiritualidad. Entendía que algunas personas no estuvieran preparadas para romper los vínculos de dependencia con el materialismo, porque todos nosotros habíamos crecido inmersos en una sociedad que no hacía sino asemejar la posesión de bienes como culmen de la felicidad y el bienestar. Ése había sido mi mundo hasta hacía sólo unas semanas y ahora me preguntaba cómo podía haber aguantado tanto tiempo viviendo dentro de esa pantomima…
Mi programa educativo no había cambiado demasiado tras conocer mi papel aquí, cada día asistía a las clases del Códex con el resto de mis compañeros y después continuaba entrenando con Dumas. Ahora que sabía de la existencia de los demonios, empezaba a comprender por qué Mervaldis creyó conveniente que asistiera a estas sesiones con Dumas. Insistía en lo importante que era que supiera defenderme y si alguien podía enseñarme a hacerlo, ése era él.
Esa tarde salimos a entrenar al bosque. Llovía, como de costumbre, pero eso no detuvo a Dumas. Él parecía no sentir nunca las incomodidades de la vida y yo, que sí que las sentía, era demasiado orgullosa para quejarme delante de él, de modo que cuando me propuso que corriéramos un rato como calentamiento, me ajusté una visera en la cabeza para evitar que el agua se me metiera en los ojos y le seguí. Aunque abandonamos al mismo tiempo el castillo, descendiendo juntos por la colina, pronto me dejó atrás. Ya estaba acostumbrada a la velocidad de mi profesor, pero ahora sabía que jugaba con ventaja. Él era uno de esos seres increíbles, un custodio fuerte y poderoso, mientras que yo sólo era la chica de los símbolos… Pero no tenía nada contra los custodios o al menos no lo tenía contra la mayoría de ellos. Gracias a Adrien ahora sabía bastante sobre ellos. Pensar en él me hizo sonreír como una boba y olvidé por un momento el esfuerzo que suponía correr en contra del viento y la lluvia en pleno temporal. Estábamos saliendo juntos o más bien ocultándonos juntos, pues no podíamos hacer pública nuestra relación. Seguíamos viéndonos en secreto, escabulléndonos del resto del mundo cada vez que teníamos ocasión para estar a solas. La sala de la torre se había convertido en mi lugar favorito del castillo, pues a pesar de que seguía siendo un lugar bastante inhóspito, mi percepción de las cosas estaba un tanto distorsionada a causa de mis sentimientos. Algunas noches nos reuníamos allí y pasábamos horas conversando hasta que, llevados por la pasión, nos besábamos durante horas, pero nunca era suficiente. En ocasiones prolongábamos tanto nuestras veladas que terminábamos contemplando juntos la llegada del amanecer. Estaba enamorada y era feliz y no sólo por haber encontrado a Adrien, sino por haberme encontrado a mí misma. Ahora sabía lo que quería y era estar en este lugar y dominar el Códex para ayudar a los custodios en su lucha contra el mal y con ese fin, soportaría las partes menos atractivas de mi misión, como los duros entrenamientos con Dumas.
Aceleré el ritmo porque ya ni siquiera le veía. Vestía de oscuro, como de costumbre, de modo que no era fácil de localizar en el paraje sombrío y estaba segura de que él contaba con ello. Imaginé que se habría internado en el bosque a propósito para que le rastreara, ese ejercicio era uno de sus básicos. Tenía que admitir que mis aptitudes físicas estaban mejorando gracias a él, pero aún estaba a años luz de alcanzar a un custodio. No obstante yo era muy obstinada y no me rendía, todavía podía hacerlo mucho mejor.
De pronto una forma oscura salió disparada de entre los árboles, sobresaltándome. Venía en mi dirección a la velocidad de un rayo. Me puse en posición defensiva, pensando que se trataría de una emboscada planeada por mi entrenador, pero entonces comprobé que no era él, sino Gabriel. Me alcanzó en cuestión de segundos y se detuvo a mi lado, frenando tan instantáneamente como había esprintado. Estaba chorreando agua, pues ni siquiera se había molestado en ponerse un chubasquero. Su pelo parecía más oscuro en la lluviosa tarde y caía sobre sus ojos, que aun así se veían enormes y luminosos. Su rostro estaba encendido por el ejercicio y en él leí esa expresión burlona que adoptaba cuando iba a meterse conmigo. Ya le iba conociendo y me preparé para el primer asalto.
–¿Dónde está Dumas? –me preguntó sin preámbulos.
–Me estaba preguntando lo mismo –respondí con ironía.
Él inspiró, molesto. Cada vez se le notaba más que no me soportaba, aunque en realidad nunca se había esforzado demasiado en disimularlo. Cruzó sus brazos a la altura de su pecho y se me quedó mirando en una pose severa, que me recordó a Dumas. Su camiseta estaba empapada también y se le pegaba al cuerpo, marcando sus abdominales y sus fuertes bíceps. Sería una panorámica agradable de contemplar de no tratarse de Gabriel. Sus ojos me miraban con detenimiento, revisándome de pies a cabeza mientras permanecíamos parados bajo la lluvia. Le veía venir.
–¿No has podido ponerte algo más discreto para correr por el bosque? –me preguntó, irritado.
Revisé mi atuendo, no comprendiendo a qué venía su crítica. Llevaba un cortaviento negro sobre un conjunto de camiseta de tirantes y mallas de lycra negra, con el único detalle de una banda en rosa fluorescente en el costado y zapatillas a juego. Yo lo encontraba de lo más normal.
–Se te ve a distancia, Brooks, eres un blanco fácil –me recriminó.
¡Vaya!, ¿ahora me llamaba por mi apellido?, ¿dónde había quedado el apodo de princesa?
–No puedo perder el tiempo contigo, Bogoslav –dije, imitándole deliberadamente–. Dumas se irrita más de la cuenta si no le sigo el paso y me estás retrasando mucho.
Sin esperar su reacción, eché a correr hacia la senda donde creí haber visto por última vez a mi entrenador. Me giré un instante para comprobar si me seguía, pero no había ni rastro de él tras de mí,… pero lo peor fue que tampoco encontré el rastro de Dumas. Resultaba muy frustrante tener que entrenar con un custodio...
El viento soplaba más fuerte, pero supuse que eso no me libraría de mi entrenamiento, de modo que tomé conciencia de que era mejor hacer mi recorrido cuanto antes, Dumas acabaría encontrándome a mí. Tras unos cientos de metros empecé a sentirme observada. Seguí corriendo, como si nada, pues era probable que se tratara de ese cretino de Bogoslav intentando asustarme y no quería darle la satisfacción de conseguirlo. Apreté el ritmo y pronto sentí que algo enorme se movía entre los árboles. Me detuve y me giré hacia allí, intentando descubrir de qué se trataba. Podía ser un oso, abundaban por allí, y si era el caso, sabía que lo peor que podía hacer era salir huyendo, especialmente porque dudaba mucho de que fuera más rápida que él. Las ramas de los árboles cercanos se agitaron y de pronto una figura enorme y oscura apareció frente a mí. Me quedé paralizada, contemplando con fascinación a la bestia que tenía ante mis ojos. Su piel era negra y con escamas y aunque tenía figura antropomorfa, su cabeza estaba equipada con una cornamenta afilada, por lo que me recordó a un minotauro. Sus ojos eran pozos oscuros, sin irises, y no tuve que hacer muchas elucubraciones para saber lo que tenía ante mí. Se trataba de un demonio y esta vez era real. La bestia bufaba bajo la lluvia y su aliento producía un halo de vaho en la fría tarde. Recordé mi sueño, aquel que me había asediado durante muchas noches, en el que un demonio me perseguía hasta alcanzarme y entonces me embestía, descuartizándome. La adrenalina comenzó a invadir mis venas y me pregunté qué diablos debía hacer en una situación como ésta. No lo pensé demasiado, eché a correr tan rápido como pude, sin mirar atrás. El demonio se lanzó a la persecución en cuanto me vio huir. Podía escuchar sus pisadas a mi espalda y, como en mi sueño, a cada zancada iba acortando distancias. A pesar de su tamaño, era más rápido que yo. Venía a por mí, de eso estaba segura, porque de algún modo ese ser sabía lo que yo era y quería eliminarme. Mis pulmones abrasaban, mi garganta y mis dientes me dolían por el esfuerzo, pero estaba corriendo por mi vida y no iba a detenerme. De pronto un tronco caído se interpuso en mi camino. No podía frenar o me atraparía, de modo que salté y casi conseguí salvar el obstáculo, casi, porque no me elevé lo suficiente y mi pie se trabó en el tronco, haciéndome caer de bruces contra el suelo embarrado. El impacto me dejó dolorida y desorientada, pero no podía relajarme o moriría. Me giré de inmediato, a tiempo de ver cómo el demonio saltaba sobre mí. Rodé sobre mí misma y conseguí esquivarle por cuestión de milímetros. Me incorporé y salí a la carrera, pero la bestia también era rápida y se abalanzó de nuevo sobre mí, llegando a rozarme con su zarpa y derribándome. Rodé por el suelo enfangado e intenté incorporarme, pero el demonio se cernía de nuevo sobre mí. Traté de incorporarme, pero resbalé en el barro y caí de rodillas. Le tenía delante de mí, mirándome como un depredador a su presa. A pesar del sentimiento de pánico que me invadía, no podía evitar sentirme fascinada. Se trataba de una criatura increíble, incluso bella, pero por supuesto mortífera… Me pregunté cuántos codificadores antes que yo habrían muerto de esa forma, sin haber podido hacer nada para salvar sus vidas. La criatura atacó y en mi interior algo me decía que no podía aceptar morir sin más, que tenía que haber algo que yo pudiera hacer. Mis manos tocaron su piel, que parecía arder, y se iluminaron y de algún modo la bestia reculó. Miré mis manos, desconcertada, pero ya no lucían, no había nada de extraordinario en ellas… Me había entretenido demasiado y el demonio se había vuelto contra mí. Cuando lo creía todo perdido, algo se interpuso entre nosotros, chocando contra el demonio, que salió despedido y cayó de espaldas a varios metros de mí. Me alejé a rastras hasta un árbol cercano y me apoyé contra su tronco, casi sin aire en mis pulmones, y entonces vi a Dumas de pie frente a la bestia. El demonio se puso en pie, bufó ruidosamente y embistió contra el custodio, pero él actuó tan rápido que mis ojos apenas pudieron seguir sus movimientos. De pronto el demonio estaba de nuevo en el suelo y Dumas le golpeaba una y otra vez. Su fuerza era impresionante, pues no sólo contenía a la bestia, sino que conseguía que sufriera convulsiones con cada uno de sus golpes. El demonio intentó incorporarse y embestirle con su cornamenta, pero Dumas le agarró por los cuernos y tiró de él con tanta fuerza que consiguió arrancarle una de sus astas. Después la utilizó para apuñalarlo con ella. Un líquido negruzco brotó por su herida y resbaló hasta el suelo, disolviéndose en los charcos de agua formados por la lluvia. El demonio se desplomó y Dumas lo remató, pisando el asta hasta hundirlo por completo en su pecho. Se lo quedó mirando unos instantes para asegurarse de que estaba muerto y acto seguido retrocedió y se giró para barrer con la vista el claro. Sus ojos azules entonces repararon en mí, que permanecida agazapada contra el árbol.
–Ella, ¿estás bien? –preguntó entonces, levantando un poco la voz.
–Sí –conseguí pronunciar.
Entonces Gabriel apareció en escena, acercándose a la carrera. Se detuvo en seco junto a Dumas, sorprendido por el espectáculo que ofrecía el cadáver de la extraña criatura.
–¿Qué ha ocurrido? –preguntó, mirando confuso a su entrenador.
–Otro rastreador –respondió sin más.
–¿Otro? –pregunté yo en un hilo de voz que nadie más pareció escuchar.
–¿Venía a por ella? –preguntó Gabriel, acercándose al monstruo y agachándose a inspeccionarlo.
–Es lo más probable –dijo Dumas.
Gabriel levantó la vista y me miró. Juraría por su expresión que lamentaba que el demonio no hubiera conseguido su propósito.
–Parece que está bien. Llévala de vuelta al castillo y que no diga nada, no quiero que cunda el pánico entre los demás –le ordenó Dumas.
Hablaban como si yo no estuviera allí, pero estaba y quería que me explicaran de qué iba todo esto. Me puse en pie, apoyándome en el tronco del árbol y descubrí que mis piernas temblaban. Al fin y al cabo no era tan valiente como pensaba. Gabriel se acercó a mí a paso rápido, parecía más enojado de lo habitual.
–¡Vamos!, debemos volver –dijo, cogiéndome sin ninguna delicadeza del brazo y llevándome con él.
–Puedo andar sola –le hice saber, sacudiéndome para que me soltara.
Pero no me soltó. Me quedé mirando el cuerpo sin vida del demonio cuando pasamos junto a él y comprobé que empezaba a mermar, convirtiéndose en una masa blanduzca de un color oscuro y aspecto pringoso.
–¿Qué le está ocurriendo? –pregunté.
–Se está licuando –respondió Gabriel, tirando de mí.
Avanzamos a través del bosque, rumbo a la colina. Me podía más la curiosidad que mi propósito de no dirigirle la palabra y no pude contenerme.
–¿Qué era eso exactamente? –le pregunté, jadeando por el ritmo de la marcha y la tensión.
–Un demonio rastreador con hambre de carne humana –siseó él y supe lo enfadado que estaba, porque su acento eslavo sobresalió más de lo habitual.
–Te habría encantado que me atrapara, ¿verdad? –le pregunté, furiosa.
Él se detuvo de pronto y se volvió hacia mí. Sus ojos refulgían, más verdes que nunca.
–¡No sabes lo que dices! Si te hubiera atrapado, no le habrías durado ni un asalto –dijo, mirándome con dureza–. Aunque, pensándolo mejor, quizás nos habría ahorrado a todos un montón de problemas –añadió entre dientes, como para sí mismo.
Me solté de su férreo agarre, llena de ira, y eché a andar de vuelta al castillo. Él me seguía de cerca, quejándose de cuando en cuando de mi lentitud, pero decidí ignorarle e ir a mi ritmo. Estaba dolorida y aún en estado de shock, no iba a permitir que él me desquiciara aún más de lo que ya estaba. Cuando llegamos al patio de entrada se me adelantó, bloqueándome el acceso al puente.
–Déjame echarte un vistazo –dijo, valorándome con la mirada–. ¡Estás hecha una pena!
En cierto modo lo estaba, pues mi revolcón por el suelo me había cubierto de barro y suciedad, pero no era necesario que lo pusiera en evidencia.
–He estado a punto de ser descuartizada por esa bestia, ¿crees que me importa lo más mínimo mi aspecto? –le pregunté, irritada.
–Sólo a alguien tan remilgado como tú se le ocurriría salir al bosque con esa ropa de color neón, ya te advertí que llamabas demasiado la atención –me recriminó–. Has tenido suerte de que Dumas estuviera al acecho.
Iba a protestar, pero entonces un dolor punzante me atravesó el hombro. Instintivamente llevé hacia allí mi mano y cuando la retiré estaba cubierta de sangre. La lluvia empezó a mezclarse con ella, limpiando mi mano, mientras gotas rosadas escurrían entre mis dedos. Un sudor frío inundó mi frente y mis sienes comenzaron a palpitar. Empecé a sentirme mareada y por un instante me pareció comprobar que Gabriel también palidecía. La vista comenzó a nublárseme, como cada vez que veía sangre, y me maldije a mí misma por ser tan débil y especialmente por serlo delante de él.
–¡Estás herida! –observó él, acercándose.
–Estoy bien –dije, bloqueándole con mi brazo sano.
–Déjame ver –insistió, tratando de cogerme por el brazo.
–No será necesario, iré a la enfermería –añadí, esquivándole y perdiendo el equilibrio al hacerlo.
Él me tomó en sus brazos antes de que cayera desplomada al suelo. La cabeza comenzó a darme vueltas y cerré los ojos para intentar atenuar la sensación de mareo. Un sudor frío comenzó a empapar mi cuerpo y comprendí que estaba sufriendo una lipotimia, ya las había sufrido en otras ocasiones. Gabriel comenzó a avanzar conmigo en brazos y con el bamboleo fui plenamente consciente del dolor agudo que recorría mi hombro.
En menos de lo que esperaba me depositó en la camilla de la enfermería. Entreabrí los ojos un instante y descubrí que él mismo inspeccionaba la herida. Su rostro pasó instantáneamente de la ansiedad a su típica expresión burlona.
–No puedo creer que te desmayes por un simple rasguño, princesa, ni siquiera me atrevo a molestar a la enfermera por tan poca cosa –se burló. Se estiró hacia el mostrador del material y volvió a mirarme, esforzándose por no reír–. Se nos han acabado las tiritas de Hello Kitty, tendrás que conformarte con una venda normal y corriente.
–Eres imbécil –le dije, incorporándome de golpe y casi chocándome contra su frente.
Le aparté de la camilla y puse los pies en el suelo, comprobando mi estabilidad. Me encontraba mejor, no cabía duda. Me quité el cortaviento o lo que quedaba de él, puesto que parte de la manga estaba hecha trizas, y me incorporé, buscando un espejo. Mi paso ya era más firme, al parecer la lipotimia remitía. Sobre mi hombro izquierdo había quedado la evidencia del ataque del demonio, tres surcos en mi piel, afortunadamente no muy profundos, ocasionados por su zarpa. Aún brotaba sangre de la herida, pero como decía Gabriel, no era de gravedad.
–Puedes irte, ya me apaño sola –dije, cogiendo una gasa y empapándola en desinfectante.
–¿No prefieres que lo haga yo? –se ofreció, dedicándome esa sonrisa arrogante.
Ni siquiera me tomé la molestia de contestar. Me senté en un taburete giratorio y me apliqué el desinfectante mientras buscaba el bálsamo de hierbas curalotodo que elaboraba la enfermera entre los frascos de la estantería.
–No debes contarle a nadie lo que ha ocurrido en el bosque –me ordenó entonces Gabriel, mirándome a través del espejo.
–No me digas lo que debo hacer –dije, molesta.
–Ya has oído a Dumas, no debe cundir el pánico en Sargéngelis –protestó.
Tenía razón, no podía contarles a mis amigos que un demonio casi me mata, especialmente a Cara, ella era mucho más sensible que el resto.
–No diré nada, pero esto no quedará aquí. Hablaré con Mervaldis, creo que Dumas me está ocultando cosas que debería de saber –espeté.
Él torció su boca en un gesto despreocupado y me acercó el bálsamo de hierbas que buscaba. Lo tomé, desconfiada, y lo abrí, no sabiendo muy bien qué hacer con él. Gabriel exhaló y me lo quitó de las manos. Se acercó a la pila y se desinfectó las manos, algo que desde luego yo no había hecho. Después impregnó la gasa por completo en el bálsamo y se situó detrás de mí.
–¿Podrías apartar tu pelo? –me preguntó como si no estuviera dispuesto a tocarme más de lo necesario.
Lo eché a un lado y observé cómo con suma precisión y sin tocarme, situaba la gasa sobre la herida, cubriéndola en su totalidad. A continuación tomó un rollo de venda y le vi dudar.
–Quítate la camiseta –me ordenó entonces, mirándome provocador.
–No te molestes, lo haré yo misma –dije, quitándole el rollo de venda de las manos y sintiendo cómo me ruborizaba.
–Princesa, no tienes nada que no haya visto antes –insinuó él, divertido.
–Pues esta vez te ahorraré el suplicio de mirar y no poder tocar. Ya puedes largarte –le dije, desechándole con un gesto de mi mano.
Él me miró con una sonrisa traviesa en los labios, pero retrocedió.
–Está bien –dijo, bajando la mirada y avanzando hacia la puerta.
–Gracias, Bogoslav –musité, no sin esfuerzo, antes de que se fuera.
Mis padres me habían educado bien, me habían enseñado a dar siempre las gracias cuando se portaban bien conmigo, aunque Gabriel por lo general no lo mereciera.
–No te acostumbres –musitó él, también con dificultad, y salió de la enfermería.
Aguanté con compostura el resto de la tarde, evitando hablar de lo ocurrido con mis amigos para que no descubrieran el peligro al que nos exponíamos por ser lo que éramos. Ni siquiera fui a cenar, alegando que me dolía mucho la cabeza, pero cuando Adrien vino a mi habitación, tremendamente preocupado al enterarse del suceso, no pude soportarlo más y rompí a llorar. Él me acogió en sus brazos e intentó tranquilizarme con besos y caricias. Al parecer Dumas había reunido a los custodios para alertarles de la presencia de demonios en la zona, insistiendo en que debía reforzarse la vigilancia en el bosque, pero deliberadamente no les había informado de que yo había sido el blanco del ataque. Adrien lo intuyó cuando no me vio en el comedor. Cuando me sosegué, me pidió que le detallara lo que había ocurrido en el bosque. Escuchó con suma atención mi versión de la historia y su rostro se fue tornando grave a medida que llegaba a la peor parte, cuando estuve a punto de ser asesinada por el demonio.
–En lo sucesivo no debes entrenar en el bosque –dijo él, en tensión–. Hablaré con Mervaldis si es necesario, pero no permitiré que Dumas vuelva a exponerte a un peligro semejante.
Le miré y me enjugué las lágrimas con las yemas de los dedos. Me sentía segura con Adrien, si él hubiera estado conmigo esa tarde no habría pasado tanto miedo.
–Dumas mencionó que se trataba de un rastreador y al parecer no era el primero que veían en la zona, ¿crees que venían a por mí? –le pregunté, asustada.
–Los rastreadores son los demonios de más baja casta, podría decirse que son los sabuesos de los demonios de más grado. Los envían de cuando en cuando a explorar, luego no creo que vinieran expresamente a por ti. Ha sido una fatal coincidencia que estuvieras sola en el bosque en ese momento, si Dumas hubiera estado a tu lado, como debía, el demonio no se habría atrevido a atacar, no tienen nada que hacer frente a un custodio –me explicó él, en un tono grave–. Voy a pedirle a Mervaldis que me permita ser tu protector, no quiero correr más riesgos en lo que concierne a tu seguridad.
–¿Mi protector? –me extrañé.
–Sí, Ella. Algunos codificadores se exponen demasiado al peligro, incluso van a primera línea de combate con los custodios y entonces se les asigna un custodio para que les proteja, como un guardaespaldas –me explicó.
–¿Crees que accederá a algo así? –pregunté, esperanzada.
–Trataré de persuadirla –me aseguró– y si no, lo haré sin su permiso. Eres muy importante para mí, Ella, no sé qué haría si te sucediera algo.
–Lo sé, yo siento lo mismo por ti –admití, escondiendo mi rostro en su pecho.
Él me rodeó con sus brazos y buscó mis labios con su boca, acariciándolos suavemente al principio para después apretarlos con fuerza y desesperación. Rodeé su torso con mis brazos, aferrándome a su fuerte espalda y sintiendo la calidez de su cuerpo en mi piel.
De pronto el pomo de la puerta de la habitación giró y me aparté súbitamente de él. Cara irrumpió en ese instante en la habitación y se nos quedó mirando, avergonzada.
–Hola, Cara –dijo Adrien con resignación.
–Puedo regresar más tarde –dijo ella, avergonzada.
–No te preocupes, ya me iba –dijo él, recogiendo la sudadera que había dejado sobre mi cama cuando llegó.
Se acercó a mí y me besó en la sien con delicadeza, mirándome con ternura.
–Descansa, cielo, hoy lo necesitas de veras –me susurró.
–Lo haré. Gracias –dije, cogiendo su mano y apretándola entre las mías.
Me sonrió y salió de la habitación, despidiéndose de Cara cuando pasó junto a ella. Me dejé caer sobre la cama y ella se acercó a mí con timidez.
–Lo siento, no sabía que él estaba contigo –se excusó, sentándose a mi lado.
–No importa, su visita ha sido corta, pero intensa –dije, sonriendo.
–Eres afortunada, Ella, ¡Adrien es tan encantador! –me dijo.
–Sí, sí que lo es. De hecho es el novio ideal –admití–. ¿Y qué pasa contigo?, ¿no has conocido aún a nadie que te haga perder la cabeza? –le pregunté con curiosidad.
–No, ¡qué va! –respondió ella con timidez.
–¡Vaya! Había pensado que Alejandro te gustaba –insinué.
Inmediatamente Cara se ruborizó y supe que había dado en el clavo, siempre miraba a nuestro amigo con ojos soñadores.
–¡Lo sabía! –dije, sonriendo.
–Ella, no dirás nada, ¿verdad? –me preguntó, angustiada.
–Por supuesto que no, pero si te gusta deberías hacer algo por salir de la friend zone –le sugerí.
–Uhm, no sé, no creo que sea su tipo –admitió, jugando nerviosa con sus manos.
–¿Y por qué no ibas a serlo? –me extrañé.
–Porque es de esa clase de chicos tan seguros de sí mismos que pueden tener a la chica que quieran, Ella, ¿por qué iba a elegirme a mí? –dijo como si fuera un hecho evidente.
–¿Sólo porque eres increíble? Eres guapa, dulce e inteligente y una persona cariñosa y leal, ¡no hay muchas chicas como tú! –dije.
–Justo el tipo de chica que cualquier chico elegiría como mejor amiga, no como novia –dijo ella, poniendo los ojos en blanco–. Creo que de momento me quedaré como estoy, no busco complicaciones.
Entendí a la primera a qué se refería. Los padres de Cara se habían separado recientemente y había perdido completamente la fe en las relaciones sentimentales. Sabía que una de las razones por las que había decidido abandonar Milán era exactamente para alejarse de su drama familiar. Era hija única y tras meses de abogados no había podido decidir con cuál de sus progenitores quería vivir y consecuentemente había optado por no hacerlo con ninguno de ellos. Ahora Cara estaba mejor, pero sus primeros días en la academia no habían sido nada fáciles. La facilidad con que podíamos hacernos confidencias entre nosotras había sido uno de los factores clave para convertirnos en tan buenas amigas. Lo cierto era que me sentía muy unida a ella y no me gustaba que decayera su ánimo, como siempre ocurría cuando hacía referencia a sus padres. Me senté en su cama y la rodeé con mi brazo, atrayéndola hacia mí.
–Sabes que estoy aquí si me necesitas, ¿verdad? –me ofrecí.
Cara asintió con desgana.
–Lo digo en serio –insistí.
–Lo sé –dijo, un poco más animada–. ¿Tienes hambre? Te he traído un sándwich y algo de fruta del comedor –me ofreció, abriendo su mochila y sacando un paquetito envuelto en una servilleta.
–¡Estás en todo! No voy a negarte que estoy hambrienta –admití–. ¿Qué tal la cena?, ¿alguna novedad?
–¡Pues sí! Te has perdido una buena historia. He venido directamente a contártela, pues no se habla de otra cosa en toda la fortaleza. Graham y su amiga, la chica oriental que se metió con Helly, estaban contando que hoy Dumas se ha cargado a un demonio con sus propias manos en el bosque. ¿Crees que será cierto? –me preguntó, agitada.
–Conociendo a Dumas diría que sí –dije, conteniendo una sonrisa. Al parecer los custodios eran unos bocazas, ellos mismos habían divulgado el rumor en la escuela cuando su maestro les había prohibido explícitamente hacerlo–. ¿Qué más ha dicho Graham? –me interesé.
–¡Nada más!, ese aguafiestas de Gabriel ha llegado en ese instante y le ha ordenado que se callara –dijo Cara, con una expresión de fastidio.
–Bien, puesto que son ellos los que se han ido de la lengua, creo que ya no importará que hablemos sobre ello. Cara, he visto a ese demonio con mis propios ojos –le dije, sin poder contenerme–. Estaba entrenando con Dumas en el bosque y de repente apareció entre los árboles. No sé si sabía que era una codificadora, pero vino a por mí. No puedes imaginarte a qué velocidad se mueven esas criaturas a pesar de su tamaño. Dumas se interpuso entre nosotros y acabó con él en cuestión de segundos. ¡Fue increíble!, nunca había visto a nadie luchar de ese modo.
–¡Entonces es cierto!, los demonios están entre nosotros –exclamó Cara, asombrada.
Asentí, temiéndome haber hablado demasiado. Quería a Cara y no era mi intención asustarla, pero era mi amiga y necesitaba que supiera la verdad. No le había contado a propósito que había estado a punto de morir a manos de esa bestia, pero tenía que saber el peligro que nos aguardaba fuera a causa de lo que éramos. También se lo contaría a los demás para que fueran precavidos si salían del castillo, podía haber más bestias como ésa merodeando por el bosque.
Ahora comprendía por qué Mervaldis estaba tan preocupada la noche en la que perdí el autobús de vuelta a Sargéngelis, no era precisamente a los animales salvajes a quienes debíamos temer...
–Entonces todo lo que se dice sobre Dumas ha de ser cierto –dedujo Cara–. He oído que es el custodio más poderoso de todos los tiempos, que ha librado cientos de batallas contra el mal, saliendo siempre victorioso y que es un adversario temible.
–Es posible, pero ¿no te has preguntado por qué está en Sargéngelis entrenando a los novatos cuando podría estar en primera línea de combate? –le pregunté.
–¿Y si está aquí porque le forzaron a desertar? –insinuó ella.
–¿Te refieres a ese pasado oscuro que todos creen que tiene? Puede que sean rumores infundados que él simplemente fomenta, ya sabes cómo le gusta darse aires –dije.
–Es posible que sea un poco fanfarrón, pero un fanfarrón increíblemente sexy –exclamó Cara–. Habría dado cualquier cosa por verle en acción.
–Fue realmente impresionante, eso no puedo negarlo –admití.
–Adrien estaba al corriente de lo sucedido, ¿verdad?, por eso ha venido a verte –adivinó.
Asentí.
–Gabriel también estaba allí –le confesé.
–¿Él también se enfrentó al demonio? He oído que es un fuera de serie, ¿ayudó a Dumas? –se interesó.
–No le he visto pelear en esta ocasión. Dumas se había hecho cargo del rastreador antes de que él se uniera a nosotros –le expliqué.
–Sé que no le soportas, pero no es tan mal tipo como crees –me confesó.
Puse los ojos en blanco, asombrada. Si ella le conociera tan bien como le conocía yo, no tendría ni un buen pensamiento para Bogoslav,… aunque esa tarde me había sorprendido que se tomara la molestia de ayudarme con mi herida. Seguramente sólo lo había hecho porque Dumas le había ordenado que se ocupara de mí.
De pronto golpearon con fuerza la puerta de la habitación, sobresaltándonos a ambas.
–Ya voy yo –me dijo Cara, poniéndose en pie de un brinco.
Abrió la puerta y ¡allí estaba él! Como si hubiera adivinado que estábamos hablando sobre él, Gabriel apoyó sus manos en el marco de la puerta y se inclinó hacia delante para mirar con indiscreción el interior de la habitación. Me localizó sentada sobre la cama y se me quedó mirando en silencio con su habitual arrogancia.
–¿En qué puedo ayudarte? –preguntó Cara con diligencia.
Gabriel se volvió hacia ella y recorrió su cuerpo con la mirada con tanto descaro que ella comenzó a hiperventilar. ¡No podía creerlo! Me puse en pie y me acerqué a la puerta, haciéndole retroceder con una mirada amenazadora.
–¿Qué diablos quieres? –le pregunté con mis peores modos.
–Mervaldis me ha pedido que te lleve a su despacho –dijo, fulminándome con la mirada.
–¿Otra vez? Es tarde y estoy cansada, iré a verla mañana –propuse, desafiante.
–Creo que no lo has entendido bien, princesa, esto no es opcional –me susurró, amenazante.
–Puede que tú estés acostumbrado a recibir órdenes, pero yo no y mucho menos de alguien como tú, de modo que ve de vuelta al despacho de tu jefa y le dices de mi parte que no hace falta que me escolten a su presencia, que sé muy bien cómo llegar solita hasta allí –dije y cerré de un portazo, dándole el tiempo justo a retirar sus dedos del marco de la puerta antes de pillárselos.
–¿No te parece que has sido demasiado brusca con él? –me sermoneó Cara, conteniendo una sonrisa.
–No, en absoluto –dije con rotundidad.
–¿Por qué querrá verte Mervaldis a estas horas? –me preguntó mi amiga, confusa.
–No lo sé, pero será mejor que vaya a averiguarlo, la directora es de esa clase de personas que no acepta un no por respuesta –dije.
Me dirigí hacia el cuarto de baño y peiné con los dedos mi alborotada melena para darle un poco de cuerpo a mis ondas. Eché un vistazo bajo mi vendaje y comprobé que la compresa con el ungüento aún seguía bien adherida a la piel. Apenas me molestaba, después de todo había tenido mucha suerte. Mis mejillas por el contrario seguían encendidas y ardían, a pesar de que habían pasado horas desde lo ocurrido en el bosque, aunque la reciente trifulca con Gabriel no había hecho más que avivarlas. Me lavé un poco la cara con agua fresca, la sequé a toda prisa con la toalla y salí de la habitación, dejando a Cara entretenida con la lectura de un libro.
Gabriel me estaba esperando allí, recostado contra la pared del pasillo. Exhalé y avancé por el pasillo sin esperarle, pero me alcanzó enseguida.
–¿Qué has hecho que sea tan grave como para convertirte en el recadero de la directora? –le pregunté con ironía.
–Via ad gloriam tortuosis est –murmuró él entre dientes.
–Sabes que no tengo ni idea de lo que has dicho, ¿verdad? –dije, mirándole de reojo.
–¡Inconcebible!, ¿pero qué os enseñan en esos exclusivos colegios ingleses? –preguntó él, alzando las cejas.
Sorprendentemente me sentí avergonzada, siempre había sido una negada para los idiomas, pero es cierto que debí haberme esforzado un poco más en clase de latín. Al parecer a Gabriel se le daban muy bien las lenguas. Su inglés era perfecto, salvo por ese ligero acento que sólo se percibía cuando estaba enfadado, también dominaba el latín y le había oído hablar en letón, sin contar con que ninguno de esos idiomas era su lengua materna, cualquiera que fuese…
–He dicho que el camino hacia la gloria es tortuoso –me tradujo.
–¿Estás buscando la gloria? –le pregunté con ironía.
–Ésa es mi meta, desde luego –me confirmó.
–¿Y cómo sabrás cuando la has alcanzado? ¿Acaso lleváis un ranking en función de los demonios que os cargáis o algo semejante? –le pregunté con un toque de ironía.
–La gloria vendrá a mí, princesa, sólo es cuestión de tiempo –dijo en un tono misterioso.
Le miré, confusa. Seguía sin saber a qué se refería y a él parecía divertirle la idea de dejarme en la ignorancia, porque no intentó explicármelo.
–¡Date prisa!, eras tú quién quería hablar con Mervaldis, ¿no lo recuerdas? –dijo él entonces, acelerando el ritmo.
Su comentario despertó mi curiosidad y apreté el paso. ¿Iría realmente la directora a explicarme por qué había sido atacada en el bosque?
Cuando alcanzamos el sótano, mi mirada inevitablemente se desvió al misterioso pasillo que me moría de ganas de explorar. Ahora ya sabía lo que escondía. Bajo el sótano en el que nos encontrábamos había otro subnivel, un lugar sepultado en los cimientos de roca de Sargéngelis, y allí se encontraba la cámara del sello. Los fundadores de la orden de Sargéngelis habían construido esta fortaleza para defender uno de los sellos que bloqueaban la entrada al Ojo del Infierno. Ivanov nos había contado la historia en varias ocasiones, revelándonos cómo los maestros del Códex habían diseñado los sellos y cómo los custodios se habían encargado de transportarlos a lugares estratégicos del continente sobre los que se erigían cinco fortalezas, entre ellas Sargéngelis. Aún resonaban en mi cabeza los versos que nos había recitado Ivanov en su última clase:
“Cinco fortalezas
con sus cinco sellos,
protegen al planeta
del Ojo del Infierno”
No sabía dónde se encontraban las otras fortalezas, al parecer su ubicación era secreta, pero estaba segura de que todos aquí, excepto los novatos, tenían hipótesis bien fundadas acerca de las posibles localizaciones.
Me moría de curiosidad por visitar la cámara escondida en el corazón de Sargéngelis, pero por el momento a los nuevos no nos habían permitido hacerlo y me preguntaba a qué esperaban para mostrárnosla. Se suponía que nosotros seríamos los futuros garantes de su conservación y que más tarde o más temprano tendríamos que trabajar en ella, como hacían ahora los codificadores más expertos. No entendía por qué se tomaban tantas precauciones respecto a mantenernos alejados de la cámara, especialmente porque los maestros eran los únicos capaces de acceder allí. Su entrada estaba encriptada con un código de tal complejidad que ninguno de los alumnos era capaz de abrirla por sí mismo.
–¡Muévete! –dijo de pronto Gabriel, sobresaltándome y sacándome de mis divagaciones.
Me giré y le dediqué una mirada hostil.
–¿Es que no te han enseñado buenos modos de pequeño? –espeté, molesta.
–No recuerdo haber sido nunca pequeño –dijo con dureza, reanudando la marcha.
Le seguí, percibiendo un trasfondo amargo en sus palabras. En escasas zancadas Gabriel alcanzó la puerta del despacho de Mervaldis y tuve que acelerar el paso para reunirme con él. Golpeó suavemente con los nudillos en el tablero de madera y acto seguido, la voz aguda de la directora nos invitó a entrar. Gabriel abrió la puerta y la sostuvo para mí. Me invitó a pasar con la mirada y comprendí que su gesto iba contra mi anterior crítica hacia sus modales. Al parecer sabía comportarse con educación cuando se lo proponía…
Avancé al interior del despacho y me sorprendió ver que él entraba también, cerraba tras de sí y se recostaba contra la puerta. La directora trabajaba en su ordenador y tardó unos minutos en prestarme atención. Era una de los pocos afortunados que tenía conexión a internet, lo que aquí constituía un lujo.
–Ella, ¿cómo te encuentras? –me preguntó entonces, mirándome por encima de sus gafas.
Empezaba a pensar que las gafas de Mervaldis eran meramente ornamentales, puesto que siempre las esquivaba cuando miraba directamente a alguien. No entendía por qué las llevaba si no las necesitaba, le hacían parecer más mayor, confiriéndole un aspecto de antigua institutriz inglesa…
–¿Ella?, ¿estás bien? –insistió, sacándome de mi reflexión.
–Sí, estoy perfectamente –dije, extrañada por su pregunta.
–Bien, me alegro. Supuse que lo acontecido en el bosque te habría… perturbado un poco –dijo con cautela.
–¡Ah, se refiere a eso! –dije, desconcertada–. Sí, ¡ha sido toda una experiencia!
Gabriel resopló y por el rabillo del ojo comprobé que le costaba contener la risa.
–Siéntate, Ella –dijo Mervaldis, señalándome una de las sillas que había frente a su escritorio, mientras miraba con desaprobación a Gabriel.
Obedecí, abrazándome a mí misma para mantenerme en calor.
–Gabriel, aviva el fuego, por favor, parece que Ella tiene frío –dijo Mervaldis.
–¡Oh, no se moleste por mí! Estoy bien –le aseguré.
–No es ninguna molestia, ¿verdad, Gabriel? –insistió.
Conociendo a Gabriel como le conocía, imaginé que no le haría ninguna gracia recibir esa clase de órdenes, especialmente si iban dirigidas a procurar mi bienestar, pero si le molestó, no lo exteriorizó de ningún modo. Como buen soldado, cumplió las órdenes. Se acercó al fuego y en un instante las llamas doblaron su tamaño, caldeando rápidamente la estancia. No sabía cómo lo había hecho, pero aparentemente no había empleado más que sus manos.
–Gracias, Gabriel –dijo la directora con cortesía, pero él simplemente se recostó contra la pared, cruzando sus brazos detrás de su nuca con una expresión de indiferencia.
–A partir de mañana modificaremos ligeramente tu programa de aprendizaje, Ella –dijo entonces Mervaldis, volviéndose hacia mí–. Pasarás una parte de la mañana con los alumnos de tercero a los que, como ya sabrás, imparto clase personalmente. El resto de tu programa no cambiará y por las tardes continuarás con el entrenamiento con Dumas y con Gabriel.
¿Gabriel? Le miré y me encontré con sus ojos, que me miraban atentamente desde la penumbra en la que había quedado su rostro al estar de espaldas al fuego. No había imaginado que él fuera parte de esto y descubrirlo de repente no me hizo ninguna gracia.
–¿Por qué tengo que seguir entrenando con Dumas? Yo no soy un custodio. Nunca tendré la fortaleza física que ellos poseen y es frustrante no ser capaz de cubrir sus expectativas –admití, molesta.
–Ella, esta tarde en el bosque podría haber ocurrido una catástrofe. Hacía años que no había presencia demoniaca tan cerca de Sargéngelis y nos habíamos relajado, pero al parecer algo ha atraído a los demonios a merodear de nuevo por la zona y no podemos mantener la guardia baja –comenzó a explicarme.
–¿Y qué es lo que atrae de nuevo a los demonios? –pregunté, temiéndome lo peor.
–No lo sabemos con seguridad, pero es posible que seas tú –admitió ella, dejándome de una pieza–. Mira, Ella, es mejor que no abandones la fortaleza en las próximas semanas. Aprovecha este tiempo para aprender de Dumas todo lo posible. Puede que tengas que enfrentarte de nuevo al mal y de ser así, cuanto más preparada estés, mejor. Sé que nunca serás un custodio, pero podrás convertirte en una excelente codificadora, de eso estoy segura, y de algún modo ellos también lo intuyen, por eso quieren evitarlo.
–Entonces, ¿vendrán de nuevo a por mí? –pregunté, ahora asustada.
–No lo sabemos. En Sargéngelis estás a salvo, puesto que el Códex protege la fortaleza. Es muy improbable que intenten atacarnos directamente, pero dados los incidentes que hemos tenido recientemente, debemos permanecer vigilantes –me dijo, en un tono enigmático.
–No llevo demasiado bien estar encerrada entre cuatro paredes durante mucho tiempo, pero intentaré seguir sus indicaciones –admití, preocupada.
–Está bien, Ella, te agradezco el esfuerzo. Quiero que sepas que Gabriel será a partir de ahora tu sombra, él te protegerá. Dumas ha decidido que él sea tu protector –dijo la directora, haciéndome enmudecer.
Mis ojos volvieron a entrelazarse con los de Gabriel que se veían brillantes y amenazadores desde la penumbra. Sentí cómo un escalofrío recorría mi columna y ahora no era por la temperatura de la sala, sino por las implicaciones de esa mirada.
¿Gabriel, mi protector?, ¿cómo podía protegerme alguien que sin duda me odiaba? Y lo que era incluso peor, ¿cómo me iba a sentir protegida cuando temía a quien debía protegerme? Esto no tenía ningún sentido, yo esperaba que fuera Adrien quien se ocupara de mí, no Gabriel. Él mismo me dijo que hablaría con Mervaldis sobre este tema, pero al parecer Dumas se había adelantado, asignando a Gabriel para la tarea. Seguro que esto podría solucionarse cuando Adrien hablara con ella y estaba convencida de que Gabriel le apoyaría, a él debía de hacerle tan poca gracia como a mí tener que aceptar ese cargo. Si se lo cediese voluntariamente a Adrien, estaba convencida de que Mervaldis no pondría ninguna objeción y todos estaríamos más conformes.
–Eso es todo por hoy –me dijo la directora–. Puedes estar tranquila, Gabriel es nuestro mejor cadete, te mantendrá a salvo.
Tragué saliva audiblemente, sin poder articular aún palabra. La boca de Gabriel se curvó en una sonrisa y sus blancos dientes brillaron a la luz del fuego. Me estremecí, sintiéndome tan asustada como Caperucita Roja frente al lobo. Me puse en pie torpemente y me dirigí hacia la puerta del despacho. Gabriel se adelantó y la abrió para mí, haciéndome una reverencia. ¡Cretino! Salí de inmediato y él me siguió, cerrando la puerta a nuestras espaldas.
No me volví a mirarle, pero le sentía caminar detrás de mí, a pesar de que era tan sigiloso como de costumbre. Empecé a subir la escalera y entonces él se adelantó y se situó a mi lado.
–Bien, princesa, esto será un poco incómodo para ambos, pero el trabajo es el trabajo, de modo que presta atención a lo que voy a decirte. Te estaré vigilando día y noche y sabré todo lo que haces,… todo, ¿lo entiendes? No quiero escapadas intempestivas, aunque sean dentro del castillo y por supuesto no quiero ni oír hablar de que sales al exterior sin mi permiso –me dijo–. Has de saber que me tomo muy en serio mi deber y que me pongo muy furioso cuando no me dejan trabajar como quiero.
–Si tanto te disgusta tener que encargarte de mí, siempre puedes pedirle a Dumas que sea otro quien haga el trabajo –le dije, deteniéndome en el pasillo que conducía a mi habitación–. Es evidente que tú no me soportas y no me sentiré segura con alguien al que no le importa lo más mínimo mi vida.
Gabriel palideció, parecía furioso.
–Ya te he dicho que me tomo mi trabajo muy en serio y tú ahora eres mi trabajo. No suelo escaquearme de mis misiones sólo porque no me caiga bien mi protegido, de modo que no renunciaré a favor de otro. Estoy aquí para ganarme mis alas y tú eres una buena opción para conseguirlo –me explicó.
–¿Alas?, ¿de qué estás hablando? –le pregunté, confusa.
–Es una jerga entre custodios, alas, galones… es algo parecido –añadió, esquivo.
–Mira, yo no quiero ser una opción para ti en ningún sentido, de modo que olvídate de ganar puntos a mi costa. Quiero que renuncies a protegerme, Adrien puede ocuparse perfectamente de mí. Dumas lo entenderá, sabe que tú y yo no nos llevamos bien –insistí.
–¡Ni lo sueñes! –dijo, mirándome con una sonrisa torcida–. Deberías estar contenta, Ella, ya has oído a Mervaldis, soy el mejor en esto, si alguien en Sargéngelis puede mantenerte con vida, ése soy yo.
Entonces lo comprendí, Gabriel me odiaba y le habían puesto en bandeja el mejor modo de hacerme la vida imposible. Me sentía tan contrariada que le habría golpeado con mis puños hasta que me dolieran las manos…
–¿Crees que soy afortunada por tener que soportar al ser más arrogante del universo? Por mí puedes irte al infierno, Gabriel, no necesito tu ayuda –siseé, enfadada.
–¿El infierno? No está mal, seguro que allí no me aburriría, ¿quieres acompañarme? –se burló.
–Sería lo último que haría –siseé, furiosa.
–¡Vete a la cama, princesa! Y no se te ocurra ir en busca de Sagnier esta noche, tus encuentros nocturnos con tu novio se han acabado o tendré que informar de ello a Mervaldis. Díselo de mi parte, sus alas o su novia, que elija él, así te harás una idea de cuánto le importas –dijo de pronto, dejándome de piedra.
–Eres, eres… –comencé, sintiendo cómo me invadía la ira.
–Fascinante, lo sé –dijo él, lanzándome un beso con su mano, para señalar a continuación la puerta de mi habitación–. ¡Buenas noches, princesa!, ¡que tengas dulces sueños!
Entré en la habitación, presa de furia y di un portazo sin poder evitarlo. Cara, que leía plácidamente tumbada sobre su cama, se sobresaltó, dejando caer su libro. La rabia y la tensión habían hecho mella en mí y lágrimas amargas comenzaron a rodar por mis mejillas. Cara se incorporó de inmediato y vino a mi encuentro, preocupada.
–Ella, ¿qué te ocurre? –me preguntó.
–Gabriel Bogoslav acaba de arruinarme la vida –dije con dramatismo, sin poder contener mis lágrimas.
El rostro de Cara se vistió de confusión, pero dado mi estado de ánimo, no insistió en que le diera más explicaciones. Simplemente me abrazó, sujetando mi cabeza sobre su hombro.
–Tranquila, Ella, sea cual sea el problema, encontraremos la solución –dijo ella en un tono dulce, mientras acariciaba mi pelo lentamente.
En ese momento me recordó mucho a mi hermana, a la que echaba tantísimo de menos, y aunque seguía apenada, con ese simple gesto consiguió reconfortarme. Definitivamente Cara se había convertido en una de mis mejores amigas y sabía que era muy afortunada de tenerla conmigo.