3. CONFRONTACIÓN
Durante mi vuelo con destino a Riga experimenté un desasosiego poco habitual en mí. Me tenía por una persona templada y tranquila, pero quizás eso era porque nunca me había enfrentado a un verdadero desafío. Hasta el momento mi vida había sido demasiado fácil y si quería madurar, de ahora en adelante tendría que aprender a valerme por mí misma, algo que mis padres no me habían permitido hacer hasta el momento. Me habían sobreprotegido con la mejor intención, por supuesto, pero boicoteando una y otra vez la lucha por mi independencia. Necesitaba demostrarme a mí misma que podía enfrentarme a la vida real y ésa era una de las razones por las que me había empeñado en estudiar lejos de mi ciudad. Deseaba que mi experiencia en Sargéngelis contribuyera a mi evolución personal y que me permitiera conseguir mi sueño de convertirme en una gran artista o al menos acercarme todo lo posible a él.
Aunque llevaba todo el verano deseando que llegara el momento de trasladarme a la academia para empezar las clases, cuando llegó el señalado día se me hizo un poco duro dejar a mi familia y amigos atrás. Kris y Andrew habían compartido mi vida desde el jardín de infancia y emprender algo sin ellos me resultaba extraño, como cuando tienes la sensación de que te falta algo. No obstante esto formaba parte de mi realización personal y no iba a permitir que mis inseguridades me echaran para atrás en el último momento. Además había pasado un verano increíble, en julio había ido con mi familia a Biarritz, lugar donde solíamos veranear cada año para disfrutar del buen tiempo y de la playa y después había recorrido Italia durante dos semanas con mis amigos. La playa no era lo mío, no me gustaba demasiado ponerme al sol ni embadurnarme de una mezcla de crema solar y de arena, pero amé el tour por Italia. Al visitar esos impresionantes emplazamientos, comprendí por qué ese país era un compendio de arte. Cada una de las piedras de sus increíbles monumentos, cada friso, cada escultura y cada pintura, irradiaba historia y belleza. Sus ciudades eran grandes museos al aire libre y como los tres éramos verdaderos amantes del arte, habíamos disfrutado enormemente cada rincón de Roma, Venecia y Florencia, por no hablar de las increíbles veladas que habíamos pasado en las terrazas de las cafeterías del centro, disfrutando del buen tiempo y de un excelente capuccino en buena compañía…
Había regresado a Londres hacía apenas una semana para pasar con mi familia los pocos días que restaban hasta el comienzo del curso. Sabía que mis padres no estaban contentos con la idea de que hubiera rechazado una plaza en la academia londinense para estudiar en una escuela casi desconocida y tan apartada de mi hogar, pero se esforzaron porque no se les notara demasiado. Para ellos también había sido duro dejarme partir, puesto que eran sobreprotectores por naturaleza, pero entendía que ése era su modo de decirnos cuánto se preocupaban por nosotras.
Nunca antes había estado en Letonia, a lo que se sumaba que era la primera vez que viajaba completamente sola y me invadía una mezcla de entusiasmo y de miedo a lo desconocido que me costaba bastante reprimir. Sargéngelis era un centro multicultural, pues acogía a estudiantes de todo el mundo, y me cohibía no conocer el letón, ni ningún otro idioma a excepción del mío. No había tenido la previsión de preguntarle a la profesora Mervaldis si las clases se impartirían en inglés De no ser así, tendría que aprender letón a marchas forzadas y tenía entendido que no era un idioma sencillo…
Estos y otros asuntos que rondaban por mi cabeza me habían impedido pegar ojo en toda la noche. Intenté echar una cabezada en el avión para estar más descansada el resto del viaje, pero los nervios de nuevo me impidieron conciliar el sueño y al final opté por leer un poco. Aunque por lo general cuando leía, prefería los libros en papel, mi equipaje era ya lo suficientemente pesado como para cargar también con mis ejemplares favoritos, de modo que me había tenido que conformar con mi libro electrónico. Eso sí, no había escatimado en lujos. Tenía una colección extensísima de títulos en mi dispositivo, sin prescindir de mis amados clásicos, sólo por si en Sargéngelis no contaban con una buena biblioteca que nutriera mis ratos de ocio.
Antes de lo previsto la tripulación de abordo nos informó de que en breves minutos comenzaríamos el descenso para aterrizar en el aeropuerto de Riga. Odiaba los aterrizajes, siempre me sentía un poco intranquila en esos instantes que transcurrían desde que el avión comenzaba el descenso hasta que las ruedas entraban en contacto con el suelo. Por el contrario a Kathleen no le gustaban los despegues, pero una vez en el aire era capaz de dormir a pierna suelta hasta que nos obligaban a abandonar el avión. Por eso en los vuelos que hacíamos juntas nos apoyábamos mutuamente, pero hoy no podía contar con ella.
El aterrizaje transcurrió sin incidencias y una vez en tierra, me dirigí a recoger mi enorme maleta. Me arrepentía cada vez más de haberla traído conmigo. Aunque me había propuesto viajar sólo con lo imprescindible, había acabado llenando esa enorme maleta porque no había podido informarme de qué sería exactamente lo que me haría falta allí. Tras la entrevista con la profesora Mervaldis apenas había recibido información procedente de la academia. Si bien ella me había confirmado que estaba admitida, no había recibido una confirmación por escrito hasta un mes después, cuando me enviaron un mail con mis impresos de matrícula y un escueto texto donde se nos informaba de la fecha de inicio del curso escolar y de cómo llegar a la escuela. Ni siquiera encontré un número de contacto al que telefonear para pedir información y de ahí mi tremendo equipaje. Llevaba un montón de ropa, pinturas y pinceles, cremas y cosméticos, mi plancha para el pelo y por supuesto chocolate, mi gran debilidad y algo estrictamente necesario para mantener la cordura, especialmente cuando sufría una crisis de inspiración y empezaba a comerme la cabeza pensando que nunca más volvería a pintar. No iba a arriesgarme a no tener mi dosis a mano, no quería que los estudiantes me vieran fuera de mí, o al menos no tan pronto…
Me costó horrores recoger la maleta de la cinta transportadora, pues no podía con ella. Tuve que hacerme todo el recorrido de la cinta tirando de ella para intentar bajarla, hasta que por fin se me vino encima, derribándome con su peso. ¡Definitivamente me había excedido con el equipaje! En cuanto pude estabilizarla, la hice rodar.
Aún me quedaba la mitad del viaje por delante. Tenía que tomar un tren en la estación de ferrocarril de la capital que me llevaría al este, a la región boscosa donde se hallaba la fortaleza de Sargéngelis, en la pequeña localidad del mismo nombre. En la Edad Media esa zona había sido un enclave estratégico para el dominio de la región. Ahora sólo quedaba en la zona un pequeño pueblo a los pies de la fortaleza, que se erigía en un montículo rodeado de bosques. La fortaleza era la sede de la academia desde hacía siglos. Al parecer, el señor de esos territorios los cedió a una orden de caballeros que con el paso de los años lo dedicó por completo al estudio de las Bellas Artes y desde entonces tanto la fortaleza como sus alrededores tomaron el nombre de la orden, Sargéngelis. No había encontrado casi fotografías de la fortaleza en internet, pero tenía la impresión de que sería un lugar espectacular donde vivir.
Mi tren salía en dos horas y decidí pararme a almorzar en el aeropuerto puesto que iba bien de tiempo. Me decanté por uno de los restaurantes de comida rápida que había en la terminal de salidas. Cargada con mi equipaje y con la bandeja del autoservicio, fui sorteando las mesas del local hasta encontrar una libre. Comí tranquilamente un sándwich con ensalada y una macedonia de frutas, mientras verificaba en mi móvil que llevaba conmigo el billete electrónico del tren. Hacía un calor terrible en la terminal y al parecer también en la ciudad, a juzgar por la información que se desplegaba en las pantallas de información del aeropuerto. A finales de agosto no era normal superar los treinta grados en esta zona y las predicciones meteorológicas que no había creído fidedignas, por una vez resultaron serlo. No iba vestida acorde a estas temperaturas, de modo que tras almorzar, me metí en uno de los aseos y cambié mis vaqueros y mi jersey de tweet por un fresco vestido corto de viscosa. A continuación busqué la parada de taxis para tomar uno en dirección a la estación de tren.
El letón no era un idioma de sencilla interpretación, por lo que agradecí enormemente que todo el mundo en Riga pareciera hablar bien inglés. El taxista me entendió a la primera cuando le indiqué que iba a la estación de trenes y a medida que circulábamos por la ciudad, pude observar que incluso las señales y los paneles de información estaban también escritos en mi idioma, lo que me facilitó mucho las cosas. Los ingleses por lo general no éramos muy amigos de estudiar otras lenguas, puesto que todo el planeta se esforzaba por aprender la nuestra, pero yo amaba la cadencia y los acentos extranjeros y envidiaba la facilidad que tenían algunas personas para aprenderlos. En mi caso esto suponía un martirio, llevaba estudiando francés desde niña y apenas era capaz de hilar un par de frases seguidas, por no hablar de mi terrible acento.
En el breve trayecto en taxi desde el aeropuerto hasta la estación de trenes descubrí que Riga era una ciudad preciosa, que conservaba el estilo regio y señorial del medievo fusionado sutilmente con el modernismo. Cruzamos un enorme puente sobre el río Daugava, un emplazamiento frecuentado por pintores. Al parecer utilizaban la panorámica que se contemplaba desde allí como modelo y luego ofrecían a módicos precios sus cuadros a los turistas. De haber contado con más tiempo, me habría gustado atravesar el puente a pie y disfrutar de las hermosas vistas de la ciudad, pero hoy no sería posible, tendría que dejarlo para otra ocasión.
El taxista muy amablemente descargó mi maleta y la llevó por mí hasta la entrada de la estación, pero desplazarme de nuevo tan cargada hasta mi andén fue una odisea. En las escaleras mecánicas tuve que sujetar con mi cuerpo la inmensa maleta, que amenazaba con venirse abajo y arrastrarme con ella de un momento a otro. ¡Pero lo conseguí! y a falta de asientos libres en el andén, me senté sobre ella a esperar la llegada de mi tren. Como faltaba media hora para la salida, me entretuve observando al resto de pasajeros que ocupaban el andén. Me encantaba contemplar a la gente, especialmente cuando estaba en otro país. Los letones tenían un aspecto interesante, parecían tener bastante personalidad. La diversidad era una inagotable fuente de inspiración y convenía nutrirla siempre que fuera posible, incluso con gestos tan simples como la observación.
Una pareja de jóvenes llamó especialmente mi atención entre el resto de la multitud. Desde mi posición sólo podía ver el rostro de la chica, que rodeaba con sus brazos el cuello del chico, mientras que le contaba algo en susurros y le miraba embelesada. Me pareció una bonita estampa, ¡una pareja enamorada despidiéndose en la estación! Ella era alta y delgada, con el pelo apenas rozándole los hombros y tan rubio que parecía blanco. Él era más alto que ella y aunque tenía una figura esbelta, se intuía su fuerte musculatura a través de su ceñida camiseta. Tenía planta de atleta y vestía con un estilo moderno: camiseta negra ajustada, pantalones estilo militar de un color oscuro y botas también militares. Estaba de espaldas a mí y sujetaba a su novia por la cintura, mientras la escuchaba y se reía. Su risa sonaba musical y atractiva e inexplicablemente consiguió captar por completo mi atención. Su pelo era de un tono castaño cobrizo, muy brillante, posiblemente por el efecto de un gel de peinado, y lo llevaba peinado hacia arriba, al estilo James Dean. Sujetaba un macuto entre sus piernas, por lo que deduje que era él quien viajaría en el tren. En ese instante en el andén de enfrente hizo su llegada un tren de mercancías y el joven se giró un instante y pude contemplar su rostro. Era sencillamente impactante. Sus facciones eran angulosas, pero a la vez delicadas y perfectas. Sus labios eran carnosos y hacían de su boca una tentación, pero lo más increíble de su rostro eran sus ojos, grandes y de un color azul y verde, como el mar en un día despejado… Me sentí avergonzada sin saber por qué y me encogí en un acto reflejo, como para ocultarme de su mirada, pero esto provocó que la maleta se inclinara y que me cayera de espaldas contra el andén. Me sentí enrojecer y me levanté lo más rápido que pude, esperando que nadie se hubiera percatado de mi torpeza, pero la chica sí que lo había hecho y se sonrió, cuchicheando algo al oído de su novio. Él se giró de nuevo, pero me oculté tras la maleta, fingiendo que recogía algo. Les oí reírse un instante y cuchichear unas palabras en otro idioma que supuse sería letón, pero afortunadamente pronto perdieron su interés por mí. Les espié por encima de la maleta y comprobé que se debía a que tenían algo mejor que hacer. Se besaban apasionadamente. Además de guapo, ese chico tenía pinta de saber besar. A mí nunca me habían besado así… Inexplicablemente sentí una punzada de envidia y me obligué a mirar a otro lado.
Afortunadamente mi tren hizo su entrada en ese momento en el andén. La chica parecía no querer soltarse de su novio y continuaba besándole con demasiado ardor. Me sentía un poco violenta contemplando un momento tan íntimo, de modo que me colgué la bolsa del ordenador al hombro, agarré el tirador de la maleta y comencé a avanzar hacia el tren. Mi coche era el cuatro, precisamente el más alejado. Cuando el tren se detuvo en la vía y abrió las puertas, una avalancha de gente comenzó a salir de los vagones y me vi atrapada en una marea humana. Alertaron por megafonía para que los pasajeros subiéramos al tren y me apresuré a alcanzar mi vagón, pero me encontré con un nuevo obstáculo, había que subir tres escalones para acceder al coche y eso me complicaba las cosas. Tuve que salvar el desnivel aupando la maleta, pero cuando la sujetaba en vilo, alguien chocó contra mí, desequilibrándome. La maleta se me escapó de las manos e impactó contra el suelo y yo estuve a punto de caerme también, pero tuve los reflejos de apoyar mis manos contra el vagón. Me incorporé a tiempo para comprobar que el responsable del encontronazo había sido el chico de pelo castaño y lo peor de todo fue constatar que él, aún consciente de lo que había ocasionado, ni siquiera se dignó a disculparse. Como si el tema no fuera con él, salvó de un salto los escalones del vagón y se perdió en el interior del tren sin mirar atrás. ¡No podía creerlo!, ¡qué falta de educación!
El pitido que anunciaba la pronta salida del tren sonó y supe que si no me daba prisa, partiría sin mí. Reuniendo fuerzas, levanté de nuevo la maleta y conseguí subirla al vagón en el momento en que empezaba a moverse. Subí al tren y una vez dentro me apoyé contra la pared del coche, sujetando entre mis piernas la enorme maleta y respirando agitadamente por el esfuerzo. El tren fue avanzando lentamente por el andén y por las ventanas comprobé cómo los últimos pasajeros abandonaban la estación. Todos salvo la chica rubia, que permanecía allí de pie contemplando con tristeza cómo su amor partía.
Me dispuse a buscar mi asiento antes de que el tren ganara en velocidad. El vagón estaba dividido en varios compartimentos con cabida para cuatro pasajeros cada uno de ellos. El mío era el número dos, asiento ventana, en sentido de la marcha. Se trataba de un tren de cercanías que no circulaba por vía de alta velocidad y con paradas en varias localidades, de ahí que tardara más de hora y media en recorrer apenas cien kilómetros. Llegué a mi compartimento y levanté el tirador. La puerta se abrió automáticamente y me sorprendió descubrir que ya había alguien instalado en el que se suponía que era mi asiento. Se trataba del chico de pelo castaño, que estaba tan enfrascado en su lectura que ni siquiera advirtió mi presencia. Me quedé allí plantada, no decidiéndome a entrar, y preguntándome si sería yo la que se habría confundido de asiento. Recuperé mi móvil y chequeé el billete electrónico. No estaba equivocada…
Entonces él levantó la cabeza de su libro, como molesto por la interrupción, y sus ojos súbitamente repararon en mí y se dilataron. A pesar de lo grosero que había sido antes conmigo, estaba dispuesta a saludarle por un mero gesto de cortesía, pero su extraña expresión me hizo enmudecer. Nunca nadie me había mirado con esa mezcla de sorpresa e interés, como si fuera una criatura fantástica a la que no se sabía muy bien si había que admirar o temer. Su desconcierto sólo duró unos segundos, pero me hizo sentir como si fuera un extraño espécimen, digno de ser analizado. Bajé la mirada, intentando librarme de su escrutinio, pero entonces un golpe a mi espalda me sobresaltó. Me giré para comprobar que la puerta del compartimento golpeaba una y otra vez contra mi maleta, que impedía que se cerrara. Abochornada, me apresuré a quitarla de en medio y la puerta por fin se cerró, dejándome a solas con él en el pequeño compartimento. Comprobé por el rabillo del ojo que se sonreía, como divertido por mi torpeza. Me molestó su actitud, pero decidí que lo mejor sería ignorarle.
Mi maleta ocupaba prácticamente todo el espacio entre los asientos, de modo que eché un vistazo alrededor para intentar encontrar el mejor lugar donde ubicarla. Comprobé que podía colocarla en un altillo sobre los asientos, pero no sería una tarea fácil. Me descolgué la bolsa del ordenador, dejándola sobre los asientos para tener las manos libres y me propuse auparla. Uno, dos y tres,… la levanté, elevándola sobre mi cabeza. El tren de pronto se sacudió y estuve a punto de caerme de espaldas a causa del peso, pero no iba a permitir que él se riera de nuevo de mí, de modo que anclé mis bailarinas con fuerza al suelo y coloqué la maleta en el altillo antes de que se venciera sobre mí. Él no movió ni un solo músculo para ayudarme. Había unos topes que se podían anclar para que la maleta no se cayera con el movimiento del tren y como no andaba sobrada de altura, no tuve más remedio que subirme un instante sobre uno de los asientos para alcanzarlos. Cuando volví a pisar el suelo, descubrí que me estaba mirando con bastante descaro. Sin poder evitarlo me ruboricé. Me volví, enfrentándome a él, y su mirada ascendió perezosa por mi cuerpo hasta que nuestros ojos se reencontraron. Me sentí como si me estuviera desnudando con la mirada… ¡Menudo tipo, acababa de despedirse de su novia en el andén y a la mínima oportunidad miraba a otra!
–Perdona, pero creo que te has equivocado de asiento –le dije, intentando obviar su descaro y mostrándole la pantalla de mi móvil con la imagen de mi billete electrónico.
–Siempre me siento en este lugar, creo que podrás apañarte con cualquiera de los otros asientos libres –dijo en mi idioma con un ligerísimo acento, sin ni siquiera molestarse en comprobar mi billete.
Podía haberme sentado justo en el asiento que había libre frente a él como me sugería, pero había decidido que no se lo iba a dejar pasar. Había sido grosero conmigo y estaba convencida de que era de esa clase de tipos que se creían con el derecho de avasallar a todo el mundo porque se creía mejor que nadie. Le vendría bien que le bajaran un poco los humos.
–Que siempre te sientes ahí, no significa que el asiento te pertenezca. Yo he comprado esa plaza porque me gusta ese lugar, así que debes ser tú quién se apañe con cualquier otro asiento –insistí.
Él pareció irritado y me miró como si fuera un abejorro al que deseara quitarse de en medio aplastándolo con su libro.
–He llegado antes que tú, de modo que he elegido en primer lugar –añadió, cortante.
–Si lo has hecho, ha sido únicamente porque me has arrollado en el andén –protesté, furiosa.
–Bien, quédate de pie si es lo que quieres porque no me moveré de donde estoy –dijo él, poniendo los ojos en blanco un instante para luego prestar de nuevo atención a su libro.
Me invadió la ira, pero no pensaba perder el control por culpa de ese cretino, de modo que me senté frente a él. Al hacerlo nuestras rodillas chocaron. Él levantó de nuevo la mirada de su libro, molesto. Intenté recoger mis piernas un poco, pero él por el contrario se extendió más en su asiento hasta que nuestras piernas volvieron a tocarse. Lo hacía a propósito porque sabía que me haría sentir incómoda, ¡era un completo imbécil!
Finalmente decidí deslizarme hasta el asiento contiguo para evitar meterme en más problemas, pero me sentía furiosa porque se había salido con la suya. En cuanto me aparté, él extendió sus largas piernas y puso los pies sobre el asiento que acababa de abandonar. Sonreía, al parecer sintiéndose muy satisfecho consigo mismo. Consiguió ponerme aún más furiosa, ¿cómo se atrevía a poner sus asquerosas botas en el asiento? Ese cretino no sólo había conseguido enfadarme, además me había relegado al peor asiento del compartimento: lejos de la ventana y de espaldas a la marcha… ¡No le conocía y ya le detestaba!
Decidí ignorarle completamente o el trayecto se me haría insufrible. Intenté ocuparme en algo que me relajara. Extraje mi cuaderno de ilustraciones y un carboncillo de mi bolsa de mano y comencé a garabatear en el papel, simplemente por pasar el tiempo. Al cabo de unos minutos me descuidé y me sorprendí mirando por el rabillo del ojo a mi acompañante. No ofrecía señales de que me fuera a molestar más, pues estaba concentrado al cien por cien en su libro. Su título no estaba visible, pues estaba encuadernado en piel. Al menos tenía algo bueno, leía, aunque no diría que lo hiciera con frecuencia, pues parecía que le estaba costando bastante mantenerse concentrado en su lectura. Por su expresión de sufrimiento, deduje que su cerebro se estaba calentando en exceso por el esfuerzo. Este pensamiento malvado me dio cierta satisfacción y no pude evitar sonreír mientras le contemplaba. Entonces él levantó la vista y me sorprendió mirándole. Sus increíbles ojos claros me atraparon en esa mirada extraña y leí en ellos ira con un atisbo de humor.
–Sé que te resulta inevitable contemplarme, princesa, pero me estás molestando, ¿podrías dedicarte a tus propios asuntos? –me pidió en un tono cortante.
¡No podía creer lo que acababa de oír! Ese presuntuoso se pensaba que yo le miraba porque me resultaba agradable a la vista, pero ¿qué se había creído?
–Eres un completo cretino –dije sin poder contenerme.
–No es eso lo que leo en tus ojos –me provocó, inclinándose hacia mí.
Su comentario me desarmó hasta el punto de hacerme sentir vulnerable. Era guapo, de eso no cabía la menor duda, ¿es que mi maldito subconsciente no era capaz de superar ese hecho a sabiendas de que era un imbécil? No lo podía dejar así, tenía que contraatacar.
–Como suponía, no eres un gran lector. Deberías tomártelo con más calma, esa vena de tu frente está a punto de estallar a causa del esfuerzo –le contesté con condescendencia.
Su expresión se tornó homicida y me sentí muy satisfecha conmigo misma, el punto de set y partido eran para mí. Mantuve su mirada unos instantes, esperando que respondiera a mi ataque, pero no lo hizo, sino que optó por bajar la mirada y seguir leyendo. Le imité y continué garabateando en mi cuaderno, cuidándome de no volver a mirarle. Él no volvió a molestarme durante el resto del recorrido.
No lograba plasmar nada novedoso en mi cuaderno, como ya había supuesto que pasaría. Yo no funcionaba bien forzando las cosas. Además el cansancio comenzaba a hacer estragos en mí, de modo que me acurruqué contra la pared del compartimiento y cerré los ojos para descansar un poco la vista. No contaba con que me quedaría profundamente dormida, pero sucedió. En sueños tuve un pequeño flash de inspiración. Soñé con un enorme círculo de piedra con grabados que giraban ante mis ojos, pero la imagen era difusa y no llegué a apreciar los detalles…
El sonido del silbato del tren me despertó súbitamente. Abrí los ojos, sintiéndome completamente desorientada, y comprobé que estaba sola en el compartimento. Mi acompañante debía haberlo abandonado en alguna de las anteriores paradas, mientras dormía. El tren estaba parado en una estación y había pasajeros circulando por el andén. Me levanté inmediatamente a mirar por la ventana y pude comprobar que se trataba de mi estación, al parecer me había despertado en el momento justo.
Arrastré mi equipaje a lo largo del andén y seguí a los últimos pasajeros en dirección a la salida. Se suponía que un autobús de la escuela de arte vendría a buscarnos al parking de la estación y me encaminé hacia allí, deseando alcanzar mi destino final. Eran casi las cinco de la tarde y a pesar de la cabezada en el tren, me sentía cansada y hambrienta. Me tranquilizó comprobar que en el parking esperaba un autobús con el nombre de Academia Sargéngelis en su costado. Me costó aún unos minutos llegar hasta allí, pues una de las ruedas de mi maleta estaba bloqueada y no parecía dispuesta a rodar, seguramente como consecuencia del golpe que había recibido cuando la solté en el andén por culpa de ese estúpido. Debía de ser de las últimas en llegar porque el maletero del autobús, que estaba abierto para depositar en su interior el equipaje, estaba casi al completo ¡Sería misión imposible meter allí mi monumental maleta!
Puesto que el conductor del autobús no parecía dispuesto a ayudarme con mi equipaje, no tuve más remedio que intentar organizar el resto de bultos para hacer hueco para el mío. Hoy no era mi día de suerte, al parecer no iba a cruzarme con gente amable. Cuando ya había conseguido más o menos un espacio en el que podría caber mi maleta, alguien arrojó un pesado macuto al interior del maletero, dejándome de nuevo sin espacio. Me volví, furiosa, y al hacerlo me di en la cabeza con el techo del maletero y no pude evitar soltar un improperio. Una risa musical me puso el vello de punta. Me giré y descubrí que el propietario del macuto no era otro que el cretino del tren, que me miraba con una expresión arrogante en su rostro. Sin decir palabra, se montó en el autobús, dejándome allí plantada con la boca abierta. Maldije por lo bajo, ¡no podía creer que él también fuera a Sargéngelis!, ¿qué habría hecho yo para merecer esto?
Comencé a comprimir de nuevo los equipajes, intentando encajar entre ellos mi maleta, pero aquello era misión imposible. De pronto el cretino asomó la cabeza por la puerta del autobús, dirigiéndose al conductor, que continuaba de pie junto a la puerta mirándome divertido.
–Prepárate Davor, voy a pasar lista y nos vamos. Y dile a la princesa que como no suba a bordo inmediatamente, se quedará en tierra –le dijo, siguiendo mis movimientos por el rabillo del ojo.
Salí del maletero, furiosa, y le propiné una patada a la maleta, lo que alivió en parte mi mal humor aunque me provocó un dolor terrible en los dedos del pie. El conductor se rio por lo bajo y finalmente se aproximó a ayudarme.
–Señorita, le guardaré su equipaje en la cabina sólo por esta vez –me propuso, hablando en mi idioma, pero con un acento muy marcado.
–¿Ha existido la posibilidad de que mi equipaje fuera en el interior del autobús en todo momento y usted no ha tenido la consideración de decírmelo hasta ahora? –le pregunté, cabreada.
–Le estoy haciendo un favor, ¿sabe? Normalmente no permitimos que las maletas vayan en el interior del vehículo, pero la veo bastante apurada en estos momentos. Además no le conviene enfadarle a él, tiene muy malas pulgas –me confesó con una sonrisa, tomando la maleta y llevándola con él.
–Gracias, es usted muy amable –le dije con un tono irónico que no pareció captar.
Seguí al conductor, intentando serenarme antes de enfrentarme en ese estado al resto de mis compañeros. Ellos no tenían la culpa de lo que me había ocurrido y no quería dar la impresión de que era una histérica. Me estiré el vestido un poco, aunque a esas alturas estaba demasiado arrugado para poderlo arreglar, y pasé mis dedos por mi pelo, intentando estar un poco presentable. El conductor puso mi maleta debajo de la primera fila de asientos y ocupó su puesto frente al volante, permitiéndome así acceder al autobús.
–¿Puedes sentarte de una vez? Por tu culpa vamos con retraso –me pidió el cretino, que estaba de pie en el pasillo del autobús y parecía malhumorado.
Todos los pasajeros se me quedaron mirando y me sentí enrojecer.
No éramos demasiados, a lo sumo quince, quizás incluso menos, y aunque sabía que en Sargéngelis no ofrecían demasiadas plazas para nuevos alumnos, era un número bastante inferior al que había esperado.
Me senté en el primer sitio que vi vacante, en la segunda fila de asientos, y en cuanto me quité de en medio, él pareció relajarse.
–Voy a pasar lista. Haceos oír cuando diga vuestros nombres –dijo, sacando un papel del bolsillo trasero de sus pantalones y desdoblándolo con desgana.
Comenzó a recitar los nombres sin levantar la vista de su hoja de papel. Tan sólo hacía una marca con bolígrafo sobre el papel cada vez que oía una respuesta, pero ni siquiera se molestaba en mirar a los alumnos. Por el contrario, a mí me habría encantado ver el rostro de mis nuevos compañeros para poder ir conociéndolos, pero desde mi asiento sólo veía su espalda, que me hacía de pantalla. Pensé en cambiarme de sitio, pero como él bloqueaba el pasillo, desistí, ya tendría ocasión de conocer a mis compañeros en la academia. Seguí con la mirada fija al frente, esperando a ser nombrada, mientras intentaba poner rostro a los nombres que le oía pronunciar.
–¿Ella Brooks? –preguntó él de repente y entonces levantó la cabeza y barrió con la mirada las filas de asientos.
–Aquí –respondí, alzando mi mano.
Él se giró bruscamente hacia mí, encontrándose con mis ojos y su rostro era la viva imagen de la confusión.
–¿Tú eres Ella Brooks? –me preguntó, mirándome con esos penetrantes ojos claros.
Me sentí un poco intimidada por su mirada, tan aguda como la de un ave rapaz. Aún intimidada por su escrutinio, me obligué a responder.
–Sí, soy yo –afirmé.
Él me observó en silencio durante unos instantes, con una expresión desconcertante en su rostro y súbitamente apartó la vista de mí y prosiguió con la lista. Cuando acabó, había contado hasta doce nombres incluyendo el mío, los de mis nuevos compañeros de estudios.
–Bien, tenemos por delante una hora de ruta en autobús hasta Sargéngelis. Si tenéis que avisar a vuestras familias y amigos de que estáis vivos, hacedlo ahora, en el castillo vuestros dispositivos móviles no tendrán cobertura –nos informó en un tono cortante.
Un murmullo de desaliento general invadió el autobús. Hoy en día ningún joven sobrellevaba bien estar sin acceso a las redes sociales, sería duro para todos prescindir de nuestros móviles.
–¡Silencio! –nos ordenó él, levantando la voz y sonando sumamente autoritario. En cuestión de segundos se hizo el silencio absoluto en el interior del autobús–. Soy Gabriel Bogoslav y seré uno de vuestros tutores durante el primer curso. No seré vuestro amigo, de modo que no intentéis tomaros confianzas conmigo.
¡Se me cayó el alma a los pies! Había llamado cretino a la cara al tipo que iba a ser mi tutor. En mi caso era evidente que nuestra relación no sería en absoluto amigable.
–¿Alguna pregunta? –dijo, mirándonos como si pensara deshacerse del que se atreviera a abrir el pico.
Por supuesto nadie preguntó nada, de modo que dio indicaciones al conductor para que emprendiera la marcha. Se sentó en la primera fila, casualmente en el asiento delante del mío. Me quedé unos instantes mirando su nuca, preguntándome hasta qué punto me habría complicado la vida por encararme con él. Cuando coincidimos en el tren, no había imaginado ni por un momento que él podría estudiar en Sargéngelis y menos aún que sería mi tutor, de lo contrario me habría esforzado por controlarme. Aunque, ¿para qué iba a engañarme?, habría saltado de todos modos ante su comportamiento. Pero a partir de ahora tendría que ir con más cuidado, Bogoslav parecía un tipo rencoroso y no deseaba que me hiciera la vida imposible en la escuela.
Él se volvió de repente, como si presintiera que estaba en mis pensamientos, y me sorprendió de nuevo mirándole.
–¿No tienes a nadie a quién llamar, princesa? –me preguntó, entrecerrando los ojos.
–Eso no es asunto tuyo –dije sin poder morderme la lengua, en contra de mi resolución.
–¡Lo imaginaba! En realidad no me extraña en absoluto, estoy seguro de que ese carácter tuyo limita mucho tus opciones –espetó con una sonrisa burlona.
Sentí cómo me invadía de nuevo la ira, pero esta vez, no sin esfuerzo, logré contenerme. No pensaba darle la satisfacción de entrar en su juego, de modo que simplemente me propuse ignorarle. Apoyé mi cabeza contra la ventana del autobús y me entretuve escribiendo un mensaje en el móvil para anunciar en casa que había llegado bien, que pronto me quedaría sin cobertura y que me pondría en contacto con ellos en cuanto descubriera el modo de hacerlo. Él pareció perder su interés en mí y pronto extrajo su misterioso libro del bolsillo trasero de sus pantalones y volvió a sumergirse en la lectura. Intenté fisgar su contenido para saber qué estaba leyendo con tanto interés. Atisbé unas cuantas palabras, pero no me revelaron demasiada información, excepto que estaba escrito en otro idioma y diría que se trataba de latín. Nunca había visto a un chico de nuestra edad leyendo un libro en latín, de hecho nunca había visto a nadie que leyera en latín como hobby. Él parecía incómodo, como si supiera que le estaba espiando, y súbitamente se giró de nuevo a mirarme. Tuve el tiempo justo de apoyar mi cabeza contra la ventana y simular que contemplaba el paisaje y en breve perdió su interés por mí.
La zona a la que nos dirigíamos formaba parte de un parque nacional que resultó ser inmensamente bello. La estrecha carretera que lo atravesaba, serpenteaba entre los bosques de abedules, pinos y robles, internándose cada vez más en su corazón. El suelo bajo los árboles estaba cubierto de helechos y florecillas silvestres y los torrentes de agua circulaban por doquier. Parecía un bosque de cuento, de los que creía que ya no existían. Sabía que la fortaleza de Sargéngelis estaba justo en el centro de ese hermoso paraje natural. Contemplar el paisaje resultó un excelente pasatiempo y antes de lo que esperaba, el majestuoso castillo de Sargéngelis apareció ante nosotros. Se alzaba sobre un montículo, como si emergiera del bosque. Se mantenía increíblemente bien conservado, con todas sus torres y torretas en pie. Había leído que era una fortaleza que databa del siglo XII y de ahí sus robustos muros de piedra y sus torretas con almenas, pero también conservaba toques renacentistas, como por ejemplo las láminas de pulida pizarra que embellecían los tejados de las torres delanteras y de los techos y que seguramente eran un añadido posterior. Su planta era cuadrada, con dos torres con techo abovedado en la fachada norte y dos torretas en la sur. Tenía tres pisos de altura en todo el perimetral y un piso más en las torres y torretas. Mi fantasía desde niña había sido vivir en un castillo, como las princesas de cuento, y ahora iba a poder experimentarlo en mis propias carnes. Estaba entusiasmada con la idea.
El autobús prosiguió por el estrecho carril asfaltado que ascendía por el empinado montículo y se detuvo en una explanada empedrada rodeada de árboles. Para acceder desde allí al castillo había que atravesar un recio puente de piedra de un solo arco que desembocaba justamente en la entrada principal de la fortaleza, salvando un lago artificial que llenaba el foso. Mis compañeros abandonaran el autobús inmediatamente, mientras que yo tuve que esperar a que salieran todos para poder recuperar mi maleta. La saqué de debajo del asiento delantero, no sin esfuerzo, y la arrastré hasta el exterior. A estas alturas del viaje me dolían los brazos por tirar de ella durante toda la jornada y me sentía incapaz de izarla de nuevo, de modo que la dejé caer desde el último escalón del vehículo al suelo, terminando por romper una de sus ruedas. En realidad ya me daba igual, estaba deseando deshacerme de ella…
Mis compañeros esperaban su turno para hacerse con sus equipajes ahora que el conductor había abierto el maletero del autobús. Nuestro peculiar tutor recuperó también su macuto y se recostó contra el puente de piedra, esperando a que todos nos hiciéramos con nuestras cosas para entrar en el castillo. Ahora que no me miraba, aproveché para observarle con detenimiento. Lucía un gesto adusto en su rostro, como si le molestara enormemente la tarea que se le había encomendado, teniendo que acompañar y supervisar a los novatos. Visto así no parecía tan guapo, sus gestos de malhumor y su carácter arisco le afeaban. Además yo ya sabía por experiencia que era arrogante, irritable y soberbio, sin olvidar su falta de educación. Me propuse apartarme de su camino en la medida de lo posible durante mi estancia en la academia.
–¡Vamos, seguidme todos! –nos gritó entonces, retomando la marcha sin esperar a que todos estuviéramos listos.
Seguí a mis compañeros, arrastrando la maleta a pulso, puesto que las ruedas cada vez respondían peor a la tracción. Pronto me quedé la última, en parte porque no podía avanzar más rápido por el peso de mi equipaje y en parte porque no podía dejar de admirar la grandiosidad de la fortaleza. Atravesé el puente de piedra, contemplando el hermoso lago que rodeaba al castillo, en el que flotaban nenúfares, con sus hermosas flores rosadas cerrándose a la luz del crepúsculo. No pude evitar detenerme un instante más para admirar las inmensas puertas del castillo, sobre las que había un friso con dos ángeles guerreros tallados en piedra que cruzaban sus espadas, como si su misión fuera proteger la entrada al lugar. Bajo ellos figuraba el nombre de la fortaleza, tallado en relieve sobre mi cabeza.
Cuando bajé la mirada, comprobé que había perdido al resto del grupo, de modo que me apresuré a entrar y al hacerlo, quedé cegada por el contraste entre la luminosidad del exterior y la penumbra del hall. Avancé lo más rápido que me permitía el equipaje, pero a ciegas, pues mis pupilas todavía no se habían adecuado al cambio de luz. La tarde había sido muy calurosa, pero en el interior de la fortaleza el ambiente era muy fresco y era de agradecer. De pronto las ruedas de mi maleta se engancharon con algo que provocó que me detuviera en seco. Di un tirón para desbloquearla y lo conseguí, pero alguien a mi espalda emitió un gruñido de dolor. Me giré, sobresaltada, y observé con horror que acababa de plancharle los pies con mi equipaje a un chico.
–¡Oh, no sabes cuánto lo siento! –me excusé, soltando inmediatamente el equipaje, que volcó estrepitosamente contra el suelo, y acercándome a él para comprobar cómo se encontraba.
–Tranquila, creo que un día de estos podré volver a andar –me dijo él, entrecerrando los ojos, como si aún le doliera.
Parecía mayor que yo, pero no demasiado. Quizás era un estudiante veterano. Se dirigió a mí en mi idioma, pero con un acento muy francés. Era bastante apuesto: rubio, alto, fuerte y lucía una sonrisa encantadora, a pesar del atropello del que había sido víctima.
–De veras que lo siento, no puedes imaginarte la de problemas que me está ocasionando hoy esta maldita maleta –le confesé, sintiéndome sumamente avergonzada.
–No te preocupes, creo que sobreviviré. ¿Me permites que te ayude?, tiene pinta de ser muy pesada para ti –dijo, acercándose a mí.
–Te estaría eternamente agradecida –admití.
Sonrió y me tendió su mano.
–Soy Adrien Sagnier, estudiante de tercer curso y no debes darme las gracias, ya encontraré la forma de que me devuelvas el favor –se presentó, guiñándome un ojo.
–Ella Brooks, novata –le dije, estrechando su mano fuerte y cálida.
Él sonrió de nuevo y se hizo con la maleta, izándola con facilidad, como si fuera tan ligera como una pluma.
–¡Ella!, ¡bonito nombre! Sígueme, por favor, tus compañeros ya se encuentran en el salón de actos para la charla de bienvenida. Me imagino que te estarán esperando –me informó.
Avanzó por el hall y dejó mi maleta junto al resto de los equipajes, que estaban amontonados a los pies de las escaleras. Después tomamos un amplio pasillo que continuaba hacia el ala izquierda.
El interior del castillo era tan impresionante como el exterior: techos altos, gruesos muros de piedra ornamentados con tapices y pinturas de exquisita belleza, enormes lámparas de araña que caían suspendidas del techo a cada pocos metros,… Continuamos por el ala izquierda y pronto Adrien se detuvo a la entrada de una sala, esperándome. Me reuní con él y atisbé su interior. Debía tratarse del salón de actos de actos que había mencionado, porque el resto de mis compañeros ya estaban sentados en su interior. Sobre el estrado localicé a una persona conocida, la señorita Mervaldis, que a su vez pareció reconocerme, pues me saludó con una inclinación de cabeza. Le devolví el saludo y acto seguido me interné en el salón, en post de Adrien. Gabriel, que estaba en el estrado junto a la profesora, me fulminó con la mirada, por lo que desvié la vista en otra dirección, evitándole.
Adrien me indicó que ocupara un lugar en la primera fila, hasta ahora vacía, y se sentó a mi lado. En cuanto nos acomodamos, la señorita Mervaldis ocupó el púlpito instalado para el orador y accionó el micrófono.
–¡Buenas tardes a todos! Espero que hayáis tenido un buen viaje desde vuestros lugares de procedencia y que os sintáis ilusionados de empezar esta nueva etapa con nosotros –comenzó, mirándonos por encima de sus gafas de media luna.
Personalmente me sentía ilusionada, salvo por la amenaza de tormenta que suponía Gabriel Bogoslav, que por alguna extraña razón seguía mirando hacia la primera fila con cara de malas pulgas.
–Soy Caterina Mervaldis, la actual directora de la Academia Sargéngelis y es un honor para mí poder daros la bienvenida a todos vosotros a este nuevo curso. Las clases no comenzarán hasta pasado mañana, por lo que aún no se han incorporado todos los alumnos. Mañana a primera hora conoceréis a los profesores que se ocuparán este curso de vuestra formación y el resto de la jornada podréis disfrutar de tiempo libre –nos anunció.
Estuve a punto de caerme del asiento, ¡había sido entrevistada por la mismísima directora de Sargéngelis! Ahora entendía por qué me confirmó enseguida que había sido admitida en la escuela. Sabía que había sido una mera casualidad porque, como dijo en su momento, coincidió que estaba en Londres por otros asuntos, pero aun así, el hecho de que fuera ella quién me admitiera, me hizo sentir un poco especial.
–Este año el primer curso lo formáis un grupo muy reducido, pero como habréis intuido ya, en Sargéngelis buscamos perfiles muy concretos para perpetuar en el tiempo las enseñanzas de nuestra escuela. Vosotros sois este año los elegidos y confiamos en que pronto os sintáis tan en sintonía con nuestra causa que decidáis ejercer vuestra carrera profesional en exclusiva con nosotros, como muchos de vuestros compañeros han hecho antes, incluyéndome a mí misma –nos explicó.
Me imaginaba que se refería a aquellos de entre nosotros que quisieran dedicarse a la docencia. Por ahora yo no me había planteado esa posibilidad para mi futuro. En realidad lo que yo deseaba conseguir durante estos años en la escuela era mejorar mi técnica y ampliar mis miras, pero en ningún momento había pensado en convertirme en profesora y mucho menos en quedarme de por vida trabajando en una institución como Sargéngelis, aunque entendía perfectamente que a otros, como a Mervaldis, les pareciera un empleo maravilloso.
–Sé que estáis cansados después de vuestro viaje, de modo que hoy nos limitaremos a enseñaros lo básico para que podáis orientaros en la fortaleza y seguidamente os trasladaremos a vuestras habitaciones para que podáis instalaros y descansar un poco antes de la cena. Nos reuniremos en una hora en el comedor. Gabriel, Adrien, por favor, reuníos conmigo en el estrado –pidió Mervaldis.
Adrien se levantó y avanzó al estrado, donde ya le esperaba Gabriel.
–Permitidme presentaros a los que serán vuestros tutores durante este primer curso académico. A Gabriel Bogoslav ya le conocéis, puesto que os ha acompañado hasta aquí. Adrien Sagnier es también estudiante de tercer curso y junto con Gabriel, os ayudará a adaptaros a la vida y a las normas de este lugar. A continuación ellos os harán una visita guiada de la fortaleza. He de advertiros de que hay zonas del castillo de acceso restringido. Nuestras colecciones son joyas históricas y tenéis que entender que no podemos permitir que el alumnado acceda a los lugares en las que las guardamos para evitar accidentes, de modo que os ruego respetéis las reglas para evitar sanciones o posibles expulsiones. No tengo más que añadir por el momento, sólo deciros de nuevo que sois bienvenidos y que espero que os adaptéis muy pronto a la rutina de Sargéngelis. Os veré más tarde en el comedor, ahora os dejo en compañía de vuestros tutores –dijo la profesora e inclinando su cabeza hacia nosotros a modo de despedida, abandonó el estrado y desapareció de la estancia.
Un escalofrío atravesó mi columna y me estremecí. No había sido una bienvenida muy calurosa, por así decirlo, pero, aparte de eso, la temperatura dentro del castillo era bastante baja y con mi escueto vestido me estaba quedando helada. Me estiré el bajo, intentando que la tela cubriera un poco más mis piernas, pero apenas logré que llegara a la rodilla. Empezaba a echar de menos mis vaqueros y mi jersey de tweed.
–Buenas tardes a todos, soy Adrien Sagnier. Comenzaremos enumerando las reglas de obligado cumplimiento para los alumnos de primer curso. No os agobiéis, no son muchas, pero hay que respetarlas. Los tutores nos encargaremos de supervisaros para evitar infracciones –dijo–. Son muy simples y si no las quebrantáis no tendréis problemas, por el contrario si lo hacéis, se os impondrán sanciones que incluso podrían valeros la expulsión del centro, como ha dicho la directora. No tiene mucho sentido que tiréis por la borda esta oportunidad tan importante para vuestro futuro, de modo que considerad muy bien si merece o no la pena arriesgarse antes de hacer una estupidez –nos aconsejó.
–No podéis acceder a las zonas prohibidas –interrumpió Gabriel, mirando de soslayo a Adrien, como si estuviera impaciente por acabar con tanta palabrería–. Todas ellas están bien señalizadas, de modo que no nos vale la excusa de que no sabíais que no se podía pasar, no os servirá de nada y quebrantar esta regla implica expulsión inmediata.
Un murmullo invadió la sala.
–¿Expulsión inmediata? –dijo un chico elevando su voz por encima de las demás.
–¿No es un castigo un poco desproporcionado? –replicó otro.
–No podéis salir de noche de vuestras habitaciones, salvo en caso de urgencia y por urgencia no vale cualquier cosa –continuó Gabriel, ignorando deliberadamente el revuelo general–. Si os encontramos merodeando por ahí sin una razón de peso, se considerará como una falta grave. Recordad que estamos en una academia de arte, no en una residencia de estudiantes, por lo que tampoco se permite hacer fiestas en las habitaciones. Nada de alcohol ni de tabaco en la academia, si os pillamos bebiendo o fumando tendréis una falta grave… Acumulad dos faltas graves o tres leves y también seréis expulsados –añadió con contundencia, disfrutando visiblemente con el discurso.
–¡Menudo aburrimiento! Incluso en prisión son más permisivos que aquí –susurró una chica a mi espalda.
Me giré y le sonreí. Se trataba de una chica morena, que tenía las puntas de su cabello teñidas de un color azul intenso. Me había llamado la atención su aspecto cuando la vi por primera vez en el autobús, por su look atrevido y a la vez alucinante. Ella me devolvió la sonrisa.
–Bueno, creo que Bogoslav ha resumido lo fundamental. ¿Ha quedado todo claro? –preguntó Adrien, en un tono mucho más amigable que el de Gabriel.
Un chico de complexión fuerte y cabello pelirrojo levantó de pronto la mano.
–¿Sí? –dijo Adrien, señalándole para invitarle a hablar.
–¿Es cierto que no hay ni wifi ni cobertura 4G en el castillo? –preguntó el muchacho, disgustado.
–Sí, es cierto –confirmó Adrien, desencadenando con su afirmación otra oleada de protestas–. La filosofía de la escuela radica en que los alumnos no nos distraigamos con lo que ocurre en el mundo exterior, de ahí que nos aislemos en esta fortaleza y nos dediquemos en cuerpo y alma al aprendizaje. Si nos dejaran acceso libre a internet, nuestra atención se dispersaría y no nos centraríamos en lo que hay en nuestro interior. No obstante, aunque el acceso a la red está muy limitado, no está prohibido. Sargéngelis dispone de una sala de ordenadores con acceso a internet que podréis utilizar de vez en cuando siguiendo los turnos establecidos. También existe una cabina telefónica que podréis utilizar para hacer vuestras llamadas siempre que queráis –nos explicó.
–¡No podría ser más medieval! –exclamó otra chica dos filas más atrás en un tono un poco más alto de lo que seguramente pretendía.
Todos nos giramos a mirarla y enrojeció. Por su aspecto: pelo oscuro, ojos maquillados con Khöl negro, labios pintados en color granate y ropa de color negro, parecía gótica. Todos nos reímos con su comentario, todos excepto Gabriel, que bajó del estrado y se aproximó amenazador a su fila de asientos.
–Nadie os ha obligado a venir aquí y nadie os obligará a quedaros, el que no se sienta en sintonía con lo que predica la escuela es libre de marcharse, de modo que pensároslo con calma durante estos días porque, como se suele decir, rectificar es de sabios –puntualizó, con una mirada incisiva.
–No era una crítica, en realidad me encanta todo lo relacionado con la Edad Media –aclaró la chica, un poco amedrentada.
–¡No hace falta que lo jures! –dijo el chico oriental que ocupaba el asiento contiguo al suyo.
Esto nos hizo reír a todos de nuevo. Ese chico tenía un estilo totalmente opuesto al de su compañera. Llevaba el pelo de punta y tenía teñidas de rojo las puntas de sus mechones, que destacaban muchísimo sobre su pelo oscuro. Su lóbulo derecho estaba adornado con varios pendientes y además lucía un piercing en la nariz. Vestía con una sudadera un poco estrambótica y unos pantalones estrechos, con un estilo bastante particular que no me atreví a clasificar. Al menos su comentario pareció aplacar en parte el cabreo de Gabriel, que se apoyó sobre la fila de asientos que le quedaba más a mano y se relajó un poco. Intuía que era un tipo demasiado temperamental y poco sociable y esas cualidades no eran nada convenientes ni para un tutor ni para un artista. Los artistas a mi parecer tenían que ser pacientes porque nuestro trabajo lo requería, pero no iba a ser yo quien le aconsejara que se relajara cuando él a mí me sacaba de quicio.
–¿Más preguntas? –dijo Adrien desde el estrado.
Adrien Sagnier parecía mucho más tranquilo que su compañero. Era alto, no tanto como Gabriel, pero con seguridad alcanzaba el metro ochenta y cinco y tenía que admitir que era bastante atractivo. Su pelo era rubio, más claro en las puntas y en su rostro simétrico destacaban sus grandes ojos, que ofrecían una mirada abierta y franca. Sus irises tenían un tono verdoso y su piel era dorada y perfecta, por no hablar de que tenía un cuerpo de infarto… Quizás no era tan impactante físicamente como Gabriel, pero su sonrisa y su talante amistoso le hacían mucho más agradable a la vista.
Otro chico levantó la mano en la fila del fondo. Era moreno, con ojos negros e intensos y tenía un aspecto más conservador que el resto, lo que me tranquilizó, pues hasta el momento yo era la friki del grupo…
–¿Se supone que estaremos todo el curso encerrados en la fortaleza? Creí que podríamos salir de aquí en nuestro tiempo libre –preguntó.
–Sacrificium magnum hominis fundamentum est –dijo Gabriel en un perfecto latín.
Había estudiado latín en el instituto, pero no entendí ni una palabra de lo que dijo. La chica del pelo azul me hizo el favor de traducirlo en voz baja: “el sacrificio es el fundamento de un gran hombre”. Me quedé mirando a Gabriel, sorprendida por su comentario. No esperaba que alguien como él tuviera pensamientos profundos, aunque posiblemente se limitara a parafrasear alguna cita que había memorizado en su libro para darse luego aires de erudito.
–No hagáis caso a Bogoslav, que él sea inmune a las necesidades humanas, no implica que el resto de la humanidad tenga que serlo también –añadió Adrien en un tono más relajado, pero que me sonó a una crítica enmascarada.
Todos nos sonreímos, pero no nos atrevimos a reír por miedo a cabrear aún más a Gabriel, que miraba a su compañero con desdén.
–No te lo tomes a mal, Bogoslav, nadie tiene un control tan férreo sobre sí mismo como tú –añadió Adrien con naturalidad, aunque de nuevo me sonó a crítica. ¡Qué interesante!, al parecer nuestros tutores no se llevaban demasiado bien–. No os agobiéis, ¿de acuerdo? La vida en la academia no es tan dura como os ha podido parecer por nuestros comentarios y para vuestra tranquilidad, es cierto que los fines de semana tenemos permiso para salir del castillo. No es que haya mucho que ver por esta zona, pero en el pueblo hay un local que pone buena música y que os permitirá desconectar de la escuela.
El auditorio pareció un poco aliviado tras esa información y supe que Adrien era de los tipos que sabía ganarse a la gente, al contrario que su malhumorado compañero, que le seguía mirando con cara de malas pulgas. Volví a estremecerme a causa del frío y me abracé a mí misma, frotándome enérgicamente los brazos con las palmas de mis manos para intentar entrar en calor. ¡Si seguíamos sentados en esa sala durante mucho tiempo moriría de hipotermia! Mis escalofríos parecieron atraer la atención de Gabriel, que se sonrió.
–Si no hay más preguntas, convendría que os enseñáramos todo esto. No debéis llegar tarde a la cena, a Mervaldis le gusta la puntualidad… y el silencio. Os aconsejo que lo recordéis –dijo Adrien, bajando del estrado e indicándonos que le siguiéramos.
Me alivió ponerme en pie, me vendría bien un poco de movimiento para vencer al frío. Esperé a que los demás se adelantaran y antes de seguirlos, me froté con brío las piernas y los brazos, en los que ya lucía una espléndida piel de gallina. Pensé que nadie me había visto hacerlo, pero me equivocaba. Gabriel estaba apoyado en el marco de la puerta, contemplándome con una sonrisa maliciosa.
–¿Algún problema, princesa? –me preguntó.
Ni siquiera me molesté en contestarle. Atravesé la puerta, fulminándole con la mirada, lo que pareció divertirle aún más. A duras penas conseguí controlarme, pero lo hice. Me daba la sensación de que intentaba provocarme a propósito y no le iba a dar la satisfacción de perder los nervios otra vez, seguro que estaba deseando aplicarme una de sus sanciones y no se lo iba a poner en bandeja. Me siguió y decidí andar más rápido y mezclarme entre los demás estudiantes para esquivarle, pero cuando creí haberlo hecho y me giré, comprobé que aún me seguía con la mirada.
Adrien acababa de indicarnos que en la planta baja, además del salón de actos, encontraríamos las áreas comunes: el comedor, la enfermería, la biblioteca, el gimnasio y la sala de informática. Fuimos paseando por las diferentes estancias y descubrí que la temperatura en los pasillos distaba mucho de ser agradable y me alegró haber traído conmigo bastante ropa de abrigo, tan sólo lamentaba no llevarla encima en ese momento. Intentaba moverme disimuladamente para entrar en calor, pero era misión imposible. Esto parecía divertir a mi tutor, al que le costaba ocultar su pérfida sonrisa.
–Ahora subiremos a la primera planta para enseñaros dónde están las clases y vuestros dormitorios–dijo Adrien y de pronto me miró y levantó las cejas, preguntándose por qué me movía de un lado para otro de ese modo.
Subimos las escaleras y entonces se detuvo un instante, dejando que los alumnos le sobrepasaran. Cuando le alcancé, me retuvo, cogiéndome por el brazo.
–¿Qué ocurre? –le pregunté.
–¿Por qué no me has dicho que tenías frío?, te habría dejado coger alguna prenda de tu maleta –me susurró para que los demás no le oyeran.
–Da igual, puedo aguantar un poco más –le dije.
–¿Y no será mejor que le pongamos remedio? –dijo él con una de sus encantadoras sonrisas.
Entonces se quitó su sudadera, revelando unos brazos dorados y musculosos y un torso que se intuía bien modelado bajo su camiseta de algodón. Me la ofreció y no dudé en aceptarla.
–Gracias –dije, gratamente sorprendida.
Me guiñó un ojo en un gesto muy atractivo y se apresuró a ocupar de nuevo su puesto a la cabecera de la marcha. Me puse inmediatamente la prenda, que aún guardaba su calor. Me acerqué las mangas al rostro e inspiré, ¡olía increíblemente bien! Me sorprendí a mí misma sonriendo por su gesto, pero intenté disimular para que nadie lo advirtiera, pero al parecer alguien ya lo había hecho. Gabriel me observaba con interés y me encantó comprobar cómo su rostro parecía contrariado por mi pequeña victoria. Emulé a Adrien y le guiñé un ojo, provocándole. Él me miró con arrogancia y se adelantó, por lo que al fin conseguí perderle de vista. ¡Otro punto de partido para mí!