1. INSPIRACIÓN

Me sentía frustrada y exhausta y consideré conveniente tomarme un pequeño descanso para no bloquear de nuevo mis neuronas. Me apoyé unos instantes sobre el caballete, sintiendo cómo mi corazón palpitaba acelerado contra mi pecho a causa del esfuerzo, mientras que pequeñas gotas de sudor resbalaban por mi frente.

Llevaba toda la tarde peleando contra ese lienzo y no conseguía plasmar en él el golpe de efecto que andaba buscando. Hacía meses que trabajaba en esa obra y se había convertido en un reto para mí, hasta el punto de que en las últimas semanas no pensaba en otra cosa. Sabía con exactitud lo que quería pintar, incluso podía visualizarlo con todo detalle si cerraba mis ojos, pero cuando me situaba frente al lienzo, simplemente me bloqueaba. Ninguno de mis anteriores proyectos me había resultado tan difícil como éste y tampoco tan estimulante, de hecho había abandonado el resto de mis obras para dedicarme en exclusiva a ésta. Había llegado a forjar una relación de amor y odio con ese cuadro y tal y como me ocurría últimamente, esa tarde estaba empezando a desesperarme.

Me aparté un poco para ganar perspectiva y le eché un vistazo. Como de costumbre, quedé atrapada en los detalles. Representaba la lucha entre el bien y el mal a través de una escena dinámica y cruenta. De un gran cráter horadado en la tierra brotaban seres diabólicos con cuerpos antropomorfos que intentaban emerger de las profundidades, mientras que un ejército de hombres corpulentos intentaba sellar la salida con una losa de piedra de enormes dimensiones. Unos cuantos habían conseguido escapar y se afanaban en mutilar y devorar los cuerpos de los soldados que se interponían en su camino, mientras que sus compañeros empujaban la losa contra el cráter para contenerlos.

Me había esmerado en la técnica y las pinceladas eran tan precisas que se apreciaba hasta el más mínimo detalle: el sudor en las frentes de los humanos, el rubor por el esfuerzo en sus rostros, el escamado en la piel oscura de los demonios, el brillo de la sangre brotando de las heridas,… Para pintarlo me había inspirado en un sueño que tuve una noche de tormenta. Desperté súbitamente con el sonido de un trueno y con esa imagen aún latente en mi mente, bajé a mi estudio y comencé a trabajar en ella.

Había decidido pintar esa obra al óleo, de modo que ya contaba con que me llevaría tiempo realizar una composición tan compleja, pero como en las primeras jornadas de trabajo mi avance fue espectacular, me confié, y ahora me encontraba en un impasse y no conseguía rematarla. De hecho el cuadro estaba casi acabado, pero el problema era que no conseguía ponerle la guinda al pastel. Le faltaba algo, pero no sabía exactamente qué. Cuando vi esa escena en mis sueños simplemente me impactó y quería que esa sensación se plasmara en mi cuadro para transmitirla a quienquiera que lo contemplara. Pero por mucho que trabajaba sobre el lienzo, añadiendo más detalles, combinando colores que le dieran profundidad y sensación de movimiento, seguía sin encontrar el punto que le faltaba.

Dejé la paleta de colores sobre mi mesa de trabajo y al retirar la vista del cuadro me di cuenta de que estaba un poco mareada. Estaba tan acostumbrada al olor de la trementina que ya ni siquiera me resultaba molesto, hasta el punto de que no me percataba de su efecto irritante hasta que comenzaba a encontrarme mal… Siempre olvidaba que para evitar ese inconveniente convenía mantener bien ventilado el estudio. Avancé hasta la pared que daba al jardín y utilicé una silla a modo de escalera para alcanzar una de las ventanas del sótano.

Por norma general pintaba aquí, en el sótano de nuestra casa, un lugar que era de uso exclusivo mío por el bien de todos. Mis padres, especialmente mi madre, no estaban muy entusiasmados con mi afición a la pintura y no era debido a que no amaran el arte, puesto que se consideraban coleccionistas de obras a pequeña escala. De hecho teníamos cuadros y esculturas de varios artistas distribuidos por las diferentes estancias de nuestra lujosa casa unifamiliar en Holland Park, Londres. Lo que no apreciaban mis padres, por decirlo suavemente, era la temática de mis obras. La definían como esperpéntica, macabra y otros términos semejantes. No iba a contradecirles porque, efectivamente, mis obras eran oscuras, pero era algo que no podía evitar, mi inspiración siempre me llevaba a pintar ese tipo de escenas.

Mi afición por la pintura surgió a una edad temprana y pronto comencé a utilizar los cuadernos del colegio para hacer bosquejos en lugar de reservarlos para los deberes, lo que me acarreó más de un castigo. Mi madre comprendió que tenía talento y quiso pulir mi técnica. Para ello contrató a uno de los mejores profesores de Londres, que comenzó a impartirme clases particulares. Aprendí de él la técnica, pero estuve a punto de acabar odiando la pintura, pues cada vez que intentaba expresar mis ideas me paraba los pies, impidiéndome que diera rienda suelta a mi imaginación. Llegué a sospechar que mi madre estaba detrás de todo y que le había dado al profesor instrucciones muy claras de lo que esperaba de mí.

Después de dibujar cientos de bodegones y decenas de ramos de flores, decidí poner fin a mis clases y seguir por mi cuenta. Los problemas relacionales con mi familia surgieron entonces. A los doce años empecé a inundar mi habitación de lienzos que representaban criaturas infernales que o bien se afanaban en sembrar el mal por el planeta o bien se dedicaban a asesinar a humanos en escenas cruentas como la que ahora me traía entre manos. Mis padres debieron de pensar que estaba poseída, no creían posible que su preciosa niña de rostro angelical y rubios tirabuzones pudiera expresar tanta violencia y crueldad en sus pinturas. Me prohibieron terminantemente pintar esa clase de escenas y se deshicieron de mi colección, asegurándome que la habían destruido, aunque años después descubrí con alivio que habían mandado guardar mis cuadros en el sótano con los trastos viejos. Si bien es cierto que consiguieron alejarme de mi hobby durante un par de años, yo necesitaba desesperadamente expresarme, pintar era algo intrínseco a mí y no estaba dispuesta a renunciar a ello, pero como mis padres tampoco parecían dispuestos a cambiar de opinión sobre mis obras, comencé a pintar a escondidas.

El sótano siempre se había usado como trastero y estaba infrautilizado, por lo que era el lugar idóneo para montar mi estudio. Mi familia nunca bajaba aquí, tan sólo lo hacía el personal de servicio de vez en cuando para asegurar su limpieza, de modo que me hice hueco, liberando la mitad de la planta de trastos inútiles y aprovechando los muebles de los que mi madre se iba cansando entre reforma y reforma para guardar mi material. Poco a poco fui llenando el sótano con mis obras hasta que tomó la forma de un genuino estudio de arte, ¡mi rincón para la inspiración!

Obviamente me acabaron descubriendo y mi nueva colección casi le valió una crisis nerviosa a mi madre, que contaba con haber exorcizado hacía años a su querida hija de la oscuridad que se cernía sobre ella. Podía llegar a comprender que para ella fuera duro asumir que me inspiraba en la destrucción y en la aniquilación para crear mis obras, pero así era yo y no podía cambiar lo que era por mucho que quisiera complacer a mi madre. Eso no significaba que fuera insensible a la belleza, al contrario, pues era perfectamente capaz de captar las maravillas del mundo y plasmarlas en una pintura si me lo proponía, pero en ese caso me limitaba a hacer una mera reproducción de la escena, sin que me embargara la pasión. Sin embargo cuando yo me dejaba llevar por mi inspiración y creaba, lo que veía era devastación…

¡No lo comprendían! Esto me valió años de consultas con un psicoterapeuta. Semana tras semana había tenido que escuchar las mismas historias, hasta el punto de que la terapia dejó de tener sentido para mí. A pocos meses de cumplir dieciocho años ni yo había cambiado ni mis padres me habían aceptado como era en realidad y así estaban las cosas entre nosotros.

Al menos durante el último año nadie se había atrevido a franquear la puerta del sótano. Aquel lugar era ahora mi territorio y lo respetaban, con eso me bastaba. Tras años de fuertes discusiones con mis padres, implícitamente habíamos llegado a una serie de conclusiones: en primer lugar, yo había comprendido que mi familia no apreciaría jamás mi trabajo y en segundo lugar, ellos habían encajado que yo no abandonaría mi temática, de modo que para hacer posible la convivencia, cuando estábamos juntos ellos trataban de ignorar mi afición y yo intentaba comportarme tal y como ellos esperaban de mí. Era una solución que aseguraba la paz familiar, pero en definitiva era una farsa y en ocasiones me sentía asfixiada. No podía ser yo misma con nadie, ni en casa ni en cualquier otro lugar. Lo más triste era que ni siquiera mantenía una relación abierta y sincera con mis padres y cada vez divergía más de sus opiniones y principios. Esto me estaba convirtiendo en una persona introvertida, pues sólo era yo misma cuando me encerraba en el sótano. Y lo peor era tener la certeza de que ellos estaban sumamente preocupados por mí.

El aire comenzó a colarse en el sótano, trayendo consigo el frescor y el aroma de la lluvia, que llevaba cayendo persistente toda la tarde. Me encantaba oír llover, las gotas de lluvia eran mi música favorita, pues siempre conseguían relajarme. Las ventanas del sótano daban al jardín trasero de la casa y decidí abrir una más para crear una corriente de aire. Mi última capa de pintura tenía que secarse y en un lugar tan húmedo como Londres eso no era fácil, menos aún si el estudio estaba mal aireado.

Consulté mi reloj, era casi la hora de la cena. A mi pesar supe que tenía que poner fin al menos por hoy a mi sesión de pintura. Mis padres eran unos fanáticos de la puntualidad y siempre cenábamos a las siete en punto en familia. Ambos eran abogados y tenían su propio bufete en uno de los más emblemáticos rascacielos de la City. Se habían conocido cuando estudiaban Derecho en King’s College y lo suyo había sido un flechazo, hasta el punto de que habían sido inseparables desde los dieciocho años. Tras acabar sus estudios universitarios, montaron un pequeño despacho de abogados con otros compañeros de la universidad. Con el tiempo, los demás les habían ido abandonando para dedicarse a sus propios proyectos y ellos se quedaron como propietarios del bufete que llamaron con sus apellidos Morris & Brooks para transformarse en Brooks & Brooks cuando contrajeron matrimonio. Con el tiempo y con esfuerzo consiguieron ganar prestigio y consecuentemente grandes clientes y ahora tenían uno de los bufetes más exclusivos de la ciudad. Trabajaban principalmente asesorando a grandes empresas y tenían un alto caché y una plantilla de más de cien personas a su cargo. Eso sí, se pasaban trabajando prácticamente todo el día y por eso la cena y su sobremesa eran sagradas, pues era el único momento del día en el que la familia se reunía.

Cuando Kathleen, mi querida hermana mayor, les comunicó que pensaba seguir sus pasos y estudiar también en King’s College, mis padres no habían cabido en sí de gozo. Kathleen era el prototipo de hija ideal, sumamente perfecta y con un comportamiento ejemplar: responsable, íntegra, estudiosa, pero desde mi punto de vista y muy a mi pesar, también muy influenciable. Era una chica muy dócil, que evitaba siempre que podía la confrontación. Me preguntaba por qué tomar sus propias decisiones le resultaba tan arduo, pero siempre intentaba que alguien las tomara por ella y eso me ponía enferma, ¡era su vida! La quería mucho y me preocupaba que no hiciera aquello que amaba sólo por complacer a mis padres, pero no iba a ser yo quien la instigara a cambiar si ella no lo deseaba, sería absurdo.

Nos llevábamos dos años y no recordaba haber visto nunca a mi hermana fuera de sus casillas, ni siquiera había tenido un encontronazo con mis padres y mucho menos conmigo y eso no era algo habitual… Consecuentemente mis padres estaban encantados con ella, pues, influenciada o no por ellos, en definitiva con ella asegurarían la continuidad del bufete familiar, una de sus mayores preocupaciones en la vida. A estas alturas nadie esperaba que yo me convirtiera en abogado, por eso cuando unos meses atrás manifesté mi deseo de estudiar Arte, mis padres no parecieron demasiado sorprendidos. No obstante, intentaron persuadirme para que eligiera un oficio “un poco más productivo para la sociedad”, como ellos definían aquel que te garantizase un salario decente en un futuro. Como de costumbre, me mantuve inamovible en mi decisión y como de costumbre, me dejaron por imposible y accedieron, aunque me pusieron una única condición, que estudiara en Londres como mi hermana. Y entonces me vine abajo…

Necesitaba desesperadamente salir de la casa de mis padres. Llevaba años aguantando nuestra situación porque amaba a mi familia, pero no podría continuar fingiendo ser quien no era por mucho más tiempo. Había esperado con ansiedad la llegada de mi etapa universitaria para abandonar el nido familiar y ya tenía mis planes hechos. Durante el último año había ido recabando información sobre las escuelas de arte más famosas de Europa. Había seleccionado aquellas en las que me gustaría estudiar o, mejor dicho, en las que me habría gustado estudiar, porque acababa de recibir la carta de admisión de la Universidad de las Artes de Londres y mis padres daban el asunto como decidido…

Ellos creían que habían ganado, pero yo no pensaba rendirme. Quería estudiar en una de las escuelas italianas, pero no me había atrevido aún a planteárselo a mis padres. Me quedaba apenas un mes para graduarme en el instituto y el tiempo se me estaba echando encima, pero yo no iba a desistir en mi empeño. Había tramitado mis solicitudes con tiempo suficiente y estaba en proceso de admisión en tres escuelas italianas. Mi favorita era la florentina, pero podría conformarme con cualquiera de las otras dos: Roma o Milán. Si era aceptada por alguna de ellas, tendría que enfrentarme a ellos y sabía que estallaría una tormenta en el hogar de los Brooks, de nuevo ocasionada por la pequeña Ella, la hija rebelde e indisciplinada. Pero me estaba jugando mi futuro y no podía detenerme ante el primer obstáculo.

Sólo había un inconveniente en lo referente a mi plan: aunque era mi vida, necesitaba su dinero. Dependía de su ayuda económica para llevar a cabo mis sueños y eso condicionaba mucho mis decisiones. A lo peor, si ellos se oponían frontalmente a dejarme marchar, tenía un plan B. En unos meses cumpliría dieciocho años y sería mayor de edad, de modo que podría tomar mis propias decisiones, aunque para hacerlo tuviera que irme de casa. Me había propuesto trabajar ese verano en lo que fuera para conseguir dinero y como no sería suficiente, había pensado solicitar un crédito de estudios para financiarme, de ese modo no me sentiría tan mal por saltarme las condiciones de mis padres. Se acercaba el momento de que la pequeña Ella echara por fin a volar.

Me escabullí escaleras arriba, rumbo a mi habitación, para adecentarme un poco para la cena. El tercer piso de nuestra enorme casa unifamiliar estaba reservado en exclusiva para mi hermana y para mí. Nuestras habitaciones eran muy espaciosas, daban a la avenida de Holland Park y contaban con su propio cuarto de baño, cosa que agradecía por el mero hecho de no tenerlo que compartir con Kathleen. Ella podía pasarse allí horas y horas, siempre demasiado preocupada por su aspecto.

Compartíamos una sala de estar con vistas al jardín que había sido nuestra antigua sala de juegos cuando éramos niñas y que al crecer habíamos reconvertido en un salón muy acogedor. Nos habíamos repartido la tarea de decorar la amplia estancia y cada una de nosotras había impreso sus gustos en su mitad. Kathtleen había elegido los sofás, encargando un tapizado en tela con fondo color granate y hermosas flores de almendro impresas y no tenía nada que objetarles, pues además de cómodos, le conferían mucha armonía al ambiente. El suelo era de madera en un tono oscuro y las paredes estaban pintadas en el mismo color granate que los sofás. Teníamos una chimenea preciosa, frente a la que nos gustaba sentarnos en las largas tardes de invierno a charlar y por supuesto, Kat no había podido prescindir de una enorme televisión de pantalla de plasma para ver sus series favoritas. Mi mitad era mucho más sencilla, pero para mi gusto mucho más acogedora. Había amueblado la pared del fondo de la sala con una enorme estantería que la cubría por completo y por supuesto la había llenado de libros, todos los que había ido adquiriendo desde que era niña. Los dos enormes ventanales con vistas al jardín habían sido reconvertidos según mi propio diseño en cómodos asientos, tapizados en la misma tela que Kat eligió para los sofás. Me encantaba encaramarme sobre los cojines mullidos, taparme con una manta de lana en compañía de un buen libro y una taza de humeante café y leer durante horas, contemplando de cuando en cuando cómo las gotas de lluvia caían sobre nuestro hermoso jardín.  

Amaba leer, era la forma que tenía de evadirme del mundo y de viajar a lugares desconocidos y misteriosos. Me consideraba una persona muy sensitiva, del mismo modo que experimentaba el terror y el sufrimiento que representaba en mis cuadros en primera persona, también era capaz de meterme en la piel de los personajes de los libros que leía, hasta el punto de sentir lo que ellos sentían y de llegar a amarlos u odiarlos según su historia. Los llevaba siempre conmigo, bien ocultos en un rinconcito de mi alma y los tenía bien presentes en todas las facetas de mi vida, pues trataba de emular a aquellos que me habían impresionado.

Mi debilidad eran las obras clásicas: Austen, los hermanos Brönte, Shakespeare, Wilde,… y mi obra favorita sin lugar a dudas era Cumbres Borrascosas. Los protagonistas, Catherine y Heathcliff, eran arrolladores, amaban y odiaban tan ardientemente que destrozaban todo y a todos los que estaban a su alrededor. Eran personajes increíbles, potentes, oscuros y yo les había representado en más de una ocasión en mis cuadros o más bien, había pintado a sus fantasmas paseando en el frío páramo, entre la niebla. Me encantaba ese romanticismo tan tétrico y sombrío que Charlotte Brönte, siglos atrás, había conseguido plasmar en su obra y que seguía siendo tan evocador.

Cuando alcancé el rellano del tercer piso, oí unos murmullos procedentes de la sala de estar. Reconocí las voces de mi hermana y de su novio, que al parecer estaban charlando mientras veían la televisión. Me esmeré en no hacer ruido para que no detectaran mi presencia, colándome sigilosamente en mi habitación. Hugh era el nuevo novio de mi hermana. Estudiaban juntos y llevaban saliendo unos meses. Según mis padres era el yerno perfecto, pero yo pensaba que Kathleen se merecía a alguien mejor. A mi parecer el chico era pedante y aburrido y se comportaba como un snob, de modo que intentaba evitarle siempre que podía.

Entré en el cuarto de baño y recorrí mi rostro en el espejo. No pude evitar sonreírme a mí misma al contemplar mi reflejo. Tenía el rostro manchado de pintura y aún llevaba un par de pinceles entrelazados en mi pelo para sujetarlo en un moño. Extraje los pinceles y mi larga cabellera rubia cayó en cascada sobre mis hombros, acariciándome suavemente. Me afané en limpiarme con un poco de leche desmaquilladora para poder desprender el óleo más fácilmente de la piel y después me cepillé pacientemente el pelo para eliminar cualquier posible residuo de pintura que hubiera podido adherirse a él. Tenía la mala costumbre de secarme el sudor de la frente con el dorso de la mano mientras pintaba y como consecuencia, solía mancharme allí donde me rozaba. A continuación me apliqué un poco de brillo de labios y un par de gotas de perfume. Me eché un último vistazo. ¡Con eso bastaría!, estaba presentable para la cena.

Escuché cómo un coche se detenía ante la verja de la casa e inmediatamente después, cómo la puerta automática se abría para permitirle el acceso. Me dirigí hacia la ventana y confirmé que mis padres ya estaban en casa. Chequeé mi reloj, las siete menos cuarto, como de costumbre. Había tomado la decisión de lanzarles durante la cena alguna indirecta sobre mi deseo de estudiar en Italia, sólo para preparar el camino, y comencé a repasar mentalmente mi argumentario por si se abría una discusión. Me dirigí hacia la escalera y allí me topé con mi hermana y con Hugh, que al parecer también habían sentido la llegada de mis padres.

–Ella, ¿dónde estabas? Pensé que habías salido –se sorprendió Kathleen.

–Kat, Hugh –les saludé sin mucho entusiasmo.

–Te estaba buscando, ¿sabes que este fin de semana iremos a París? Los padres de Hugh tienen allí una casa y me han invitado a que vaya cuando quiera, ¿no es genial? –dijo, encantada.

–¡Estupendo! –admití, imaginándome que un lugar tan bello como París perdería todo su encanto en compañía de alguien tan insufrible como Hugh.

–Ya sabes que mi familia tiene importantes negocios inmobiliarios y sabe muy bien dónde invertir su dinero. ¡Qué mejor lugar que la capital francesa para permitirse un capricho y tener una propiedad! Ella, puedes venir también si lo deseas, mis padres estarán encantados de tener como huéspedes a dos muchachas sofisticadas y hermosas –me propuso en su tono petulante.

–Gracias, me lo pensaré –dije, a sabiendas de que no lo reconsideraría ni por un momento.

–Deberías venir, nos lo pasaremos genial y podremos ir de compras a las mejores tiendas parisinas –dijo Kat, entusiasmada.

Preferí dejarlo caer y me limité a seguirles escaleras abajo con la esperanza de que no insistieran. No me atraía la idea de ir de viaje con Hugh, ni tampoco me entusiasmaba ir de compras con Kat en la ciudad de la moda, ¡nunca se cansaría de ver escaparates!

Cuando llegamos a la planta baja, nos cruzamos con mis padres, que acababan de entrar en casa.

–Bien, al parecer ya estamos todos –dijo mi padre.

Tal y como acostumbrábamos a hacer desde niñas, Kat y yo nos acercamos y les saludamos a ambos con un beso en la mejilla, mientras Hugh se apresuraba a besar la mano de mi madre y a apretar con energía la mano de mi padre. ¡Pelota!

–Hugh, ¿te quedas a cenar? –preguntó mi madre.

–Será un placer, señora Brooks –respondió el joven con una sonrisa.

–Muy bien, entonces avisaré a Mary de que somos uno más –dijo mi madre, retirándose a la cocina.

¡Maldición!, si Hugh se quedaba, no podría montar un numerito en la cena, ¡mi madre no me lo perdonaría! Tendría que dejar mi plan para otro momento.

Una vez instalados en la mesa del salón y servida la cena, pude desconectar. Siempre que el novio de mi hermana se quedaba a cenar, la conversación se centraba en anécdotas sobre King´s College. Como el tema no iba conmigo, seguí pensando en mi cuadro mientras jugueteaba con la comida, inundando mi puré de patatas con salsa de arándanos. Tenía que buscarle un nombre a mi obra y eso también me estaba resultando difícil, pues no valdría cualquier cosa, tenía que ser tan impactante como la escena que representaba.

Quería que ese cuadro me granjeara el acceso a la escuela florentina. Había tenido que elaborar un book de presentación recopilando fotografías de mis mejores obras y quería que mi último lienzo fuera el plato fuerte de mi presentación. Si gustaba a los seleccionadores, pasaría a la siguiente fase y me llamarían para una entrevista. Luego todo dependería de la impresión que se llevaran de mí…

Tras cenar, me reuní con Kat y Hugh en nuestra sala de estar. Cogí un libro y me senté junto a la ventana mientras que ellos se acomodaron en el sofá y encendieron la televisión. Al parecer seguían charlando sobre su fin de semana en París. Hugh parecía empeñado en convencer a Kat de que ya que estaban en París, podrían aprovechar e ir a ver alguno de los partidos del torneo de Rolland Garros, puesto que toda la jet set parisina estaría allí. Mi hermana sin embargo parecía más entusiasmada con la idea de hacer turismo e ir de compras que con pasar toda la tarde encerrada en un estadio.

A Kat no le gustaban los deportes, exceptuando la equitación, que ambas practicábamos por deseo de mi padre, gran amante de los caballos. Si su novio se molestara en conocerla, sabría que la idea de un fin de semana romántico no iba muy en línea con su propuesta… Tras escucharles durante unos minutos, comprendí que el único interés de Hugh por ir a París precisamente ese fin de semana residía en el hecho de que se celebraba allí el famoso torneo de tenis. ¡Qué impresentable!, seguramente se había visto obligado a invitarla a acompañarle cuando ella había descubierto que su familia se desplazaría a la ciudad francesa el fin de semana.

Francamente me preguntaba qué veía mi hermana en él, ¡ni siquiera era guapo!… Por el contrario ella era muy bonita. Era rubia también, pero su pelo era de un tono anaranjado con bonitos rizos, anchos y bien definidos, que lo hacían más llamativo. Yo por el contrario sólo tenía unas ligeras ondas, que aunque le daban cuerpo a mi melena, no eran en absoluto tan impresionantes. Tampoco nos parecíamos demasiado en las facciones, ella tenía el rostro redondeado, con unos mofletes cubiertos de pecas, nariz respingona y enormes ojos color miel que le conferían un aspecto dulce y adorable. Mi rostro tenía forma de corazón y no tenía pecas, lo que me hacía parecer siempre demasiado pálida. Mis ojos, de un tono verde oscuro, eran muy grandes, con largas pestañas, pero no tenían la calidez de los de mi hermana. Mi padre siempre decía que éramos tan bonitas como muñecas de porcelana, pero la diferencia entre ambas era que mi hermana era simpática y yo no. Kat siempre llevaba dibujada una sonrisa en los labios, lo que era realmente infrecuente en mí. Éramos como la noche y el día, pero no podíamos vivir la una sin la otra y como la quería, no soportaba que estuviera con un imbécil como Hugh. Podía comprender por qué Hugh se sentía atraído por Kat, pero ¿qué diablos hacía ella con un tipo como él? Su familia tenía dinero, eso podía ser una explicación, pero no podía creer que mi hermana estuviera con él por ese motivo. Mi sospecha era que él le había pedido salir y como nuestras familias se conocían, ella habría sacado la conclusión de que sería del agrado de mis padres. Deseaba que mi hermana tuviera unas miras más altas para sí misma, pero no sabía cómo hacérselo ver sin hacerle daño. A veces me desesperaba…

Seguían discutiendo sobre si reservar o no los tickets para la final de tenis, sin prestar ninguna atención a la televisión y entonces decidí que sería mejor apagarla, porque entre ellos discutiendo y el runruneo del aparato, no conseguía concentrarme en mi libro.

Me levanté para hacerme con el mando a distancia que habían dejado sobre la mesita de té, junto al sofá. Cuando lo cogí y apunté a la televisión, una imagen en la pantalla atrajo mi atención. Casualmente publicitaban una escuela de Bellas Artes, Academia Sargéngelis, que contaba con varios programas avanzados para universitarios. El anuncio publicitario concluyó, dando paso a la serie favorita de mi hermana, que se apresuró a quitarme el mando y a subir el volumen, dejando a Hugh con la palabra en la boca.

Ese anuncio me había descolocado, no me sonaba de nada esa academia de arte, lo que era extraño porque había hecho una búsqueda intensiva en internet durante los últimos meses y a estas alturas creía conocer todas las escuelas de arte europeas.

–Kat, ¿te has fijado en ese anuncio sobre la escuela de arte? –le pregunté.

–¿Qué anuncio? –se extrañó ella, sin apartar la vista de la televisión.

–¡Déjalo!, no es importante –admití, pensativa.

Hugh se sentó junto a mi hermana, al parecer aún con esperanzas de salirse con la suya.

–Aún puedo conseguir entradas para la final, ¿qué hacemos? –insistió.

¡Pesado! Si yo fuera Kat le mandaría de un raquetazo a París, con un poco de suerte aterrizaría en el maldito estadio y no necesitaría entrada…

–¡Shhh!, ya me ha quedado claro que quieres ir a ver ese partido. Haremos una cosa, Ella nos acompañará, así ambas podremos ir de compras mientras que tú disfrutas del tenis –dijo ella sin preguntarme mi opinión.

–¡Perfecto!, gracias cariño –dijo él, besando su mejilla y saliendo al hall con el móvil ya en su mano, seguramente para confirmar su entrada.

–Gracias por contar conmigo –le reproché, frunciendo el entrecejo.

Mi hermana me dedicó un mohín, el que siempre utilizaba con papá y al que ninguno de nosotros podíamos resistirnos. Suspiré, sabiendo que no había forma de enfrentarse a ella. Parecía amoldarse a las peticiones de todo el mundo, pero conmigo siempre acababa saliéndose con la suya. Quizás era porque la quería demasiado, pero no pude negarme. Sabía que ella también me ayudaba en muchas ocasiones, por no decir que era la única persona de mi familia que no pensaba que me faltaba un tornillo.

–Me debes una –le advertí ante su sonrisa de triunfo.

–Vale, si quieres podemos ir al Louvre –me propuso.

¡Me conocía demasiado bien! Me acerqué y la abracé entusiasmada, toda traza de malhumor disipada.

–Sabía que te encantaría la idea –dijo–, y ahora déjame ver este episodio, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –convine, abandonando la sala de estar.

Me fui directamente a mi habitación, quería consultar en internet la página de esa escuela de arte antes de que olvidara su nombre. Me apresuré a iniciar mi portátil, que descansaba sobre mi escritorio e hice memoria, ¿cuál era su nombre? Sarsángelis, Sargéngelis, sí, eso era, Academia Sargéngelis.

Escribí el nombre en el buscador, pero no encontré ninguna información relacionada con ese lugar en internet. Lo más probable era que no hubiera retenido el nombre correcto… Después de unos cuantos intentos fallidos permutando unas sílabas por otras, decidí dejarlo estar. Tampoco era algo tan importante, puesto que nunca había oído hablar de ese lugar...

 

 

Esa noche estalló una terrible tormenta sobre la ciudad que duró hasta bien entrada la madrugada, despertándome en varias ocasiones. Ya era jueves y estaba impaciente por que llegara el fin de semana para poder dedicarme en cuerpo y alma a mi cuadro. Me levanté de la cama y mientras buscaba mi ropa en el armario, recordé que había convenido acompañar a Kat a París. ¡Maldita sea!, tenía que haber dicho que no, no terminaría mi cuadro a tiempo para presentarlo en mi book y el plazo de presentación se acababa la próxima semana.

Me acerqué a la ventana para constatar que aún llovía a mares. Si se hubiera secado la capa de pintura que apliqué ayer, quizás podría terminarlo al regresar del instituto... Esta primavera estaba siendo más lluviosa de lo habitual, lo que no me importaba demasiado salvo por el hecho de que el sótano rezumaba humedad y mis obras se secaban muy mal.

Me puse el uniforme, dispuesta a enfrentarme a un nuevo día en el instituto. Iba a una academia privada en mi propio barrio, Holland Park High School, por lo que ni siquiera tenía que tomar el autobús. Estaba apenas a quince minutos de nuestra casa y normalmente iba dando un paseo, pero como hoy diluviaba, Kathleen se ofreció a llevarme en su Mini de camino a su escuela.

–¿Por qué sales con Hugh? –le pregunté de improviso mientras abandonábamos nuestra finca.

Mi hermana se volvió a mirarme, sorprendida por mi pregunta.

–Porque me gusta –respondió, encogiéndose de hombros.

–No lo entiendo. Es un estúpido, te mereces a alguien mejor –dije, sin poder contenerme.

–¡Ella!, ¿cómo te atreves? Yo nunca me meto en tus asuntos. Tampoco me gusta para ti ese tal Andrew y nunca te he expresado mi opinión al respecto –dijo ella, molesta.

–Andrew es sólo mi amigo y es un chico estupendo, nada que ver con ese cretino de tu novio –le aclaré.

–No estás siendo muy educada, ¿sabes? Hugh no es ningún cretino, pertenece a una buena familia y será un abogado magnífico –dijo ella, saliendo en su defensa.

–Pero no le amas –concluí, cada vez más segura de que era así.

–¡Por supuesto que no! –admitió ella, sorprendida–. Acabamos de empezar, ya veremos cómo progresa nuestra relación.

–No lo entiendo –concluí.

Kat suspiró y me miró de reojo.

–¿Qué es lo que no entiendes? –me preguntó con curiosidad.

–Yo no saldría con alguien si no creyera que estoy enamorada de esa persona o si al menos no tuviera la convicción de que podría llegar a estarlo –admití.

–Por eso tú no sales con nadie, Ella –dijo ella, mirándome con compasión.

–Es que no veo el punto de tener novio sólo por el hecho de estar con alguien. Se supone que el amor es el sentimiento más poderoso del ser humano, hace que uno se sienta capaz de todo sólo por estar junto a la persona amada y creo que estás desaprovechando la oportunidad de encontrar a alguien increíble si simplemente te conformas con Hugh –admití.

–Has leído demasiadas novelas románticas, hermanita –admitió ella con una sonrisa.

–Quizás, pero si eso me hace diferenciar a un cretino a la legua, te recomiendo que leas alguna tú también –le aconsejé.

–¡Basta, Ella!, Hugh es encantador. Como descubra lo que piensas de él, retirará su invitación para que nos acompañes a París –me amenazó.

–Bien, dame su número, se lo haré saber ahora mismo –dije, sacando el móvil de mi bandolera con decisión.

Mi hermana sabía que era bien capaz de llamarle, yo no era de la clase de personas que se andaban con tapujos.

–¡Vete ya o llegarás tarde a clase! –me dijo ella, instándome a que abandonara el coche.

Estábamos estacionadas frente a la entrada de mi instituto y no me había dado cuenta. La miré con detenimiento, ¡ni siquiera parecía enfadada!, sólo un poco molesta… A veces me ponía de los nervios que nada la alterase, ¿cómo lo hacía?

–¡Vamos!, vas a conseguir que yo también llegue tarde –insistió.

–¡Hasta luego! –refunfuñé, bajando del coche y subiéndome la capucha del chubasquero.

Mi hermana se despidió, agitando su mano, y se incorporó de nuevo al tráfico de la avenida. Me dirigí hacia el porche del instituto y localicé a mi amigo Andrew, que venía a mi encuentro bajo la lluvia.

–¡Hola!, ¿ya se ha ido Kathleen? –me preguntó, acogiéndome bajo su paraguas.

–¡Hola! Sí, tenía mucha prisa –dije, sin poder evitar sonreír.

Mi amigo Andrew estaba desde siempre enamorado de mi hermana. Cuando la veía, se quedaba mirándola embobado, por lo que nunca se atrevía a dirigirle la palabra. De seguir así, siempre sería una relación platónica, sin contar con el inconveniente de que Kat nunca se plantearía salir con un chico menor que ella.

Andrew parecía decepcionado y sentí compasión por él.

–No deberías perder el tiempo con Kat, eres demasiado majo para que puedas gustarle –le consolé.

–¿Sigue con ese snob? –me preguntó, temiéndose la respuesta.

–Sí, aunque acaba de confesarme que no es el amor de su vida –le dije, guiñándole un ojo–. ¿Quién sabe?, quizás si algún día de estos te decides a hablar con ella, descubra lo interesante que eres.

Andrew hizo una mueca, haciéndome sonreír. Era un chico extremadamente tímido, especialmente con las chicas, lo que no era fácil de entender porque estaba más que acostumbrado a tratar con el género femenino. Kristell y yo éramos sus mejoras amigas y tenía dos hermanas gemelas que le llevaban atormentando desde que era niño, pero suponía que nosotras no contábamos, porque éramos como su familia. Nosotros tres éramos inseparables desde la más tierna infancia. Nos conocimos en la guardería y congeniamos muy bien. Increíblemente los tres habíamos desarrollado también una faceta artística pronunciada. Me preguntaba si la señorita Lewis, nuestra profesora de infantil, tuvo algo que ver potenciando la creatividad de cada uno de nosotros.

Andrew se había decantado por la escultura, había pasado de trabajar la arcilla y la escayola a crear esculturas vanguardistas con materiales reciclados. Era bueno y había ganado algún premio en la Academia de Artes del Instituto, pero él sólo lo veía como un hobby y en realidad quería convertirse en arquitecto.

Mi amiga Kristell era una fotógrafa excelente, era capaz de captar la esencia de las cosas en sus instantáneas y me estaba siendo de gran ayuda en la elaboración de mi book. Sólo confiaba en ella para plasmar en fotografías mis pinturas, porque ella las entendía, sabía qué era lo prioritario a transmitir para mí e intentaba reproducirlo y destacarlo cuando las fotografiaba. Kristell quería ser periodista, de modo que después de la graduación nuestros caminos académicos se separarían para siempre tras quince años compartiendo día a día los profesores, las clases y la vida estudiantil. Ellos iban a estudiar en Londres y constituían la única ventaja que le veía a tenerme que quedar en la ciudad, pero también estaban en mi lista como el primer inconveniente si tenía que irme. De algo estaba segura, si me iba, les extrañaría muchísimo.

Me agarré al brazo de mi amigo y juntos avanzamos hacia el porche. El timbre de comienzo de las clases acababa de sonar y debíamos apresurarnos. Kristell nos esperaba allí y nos hizo una foto mientras caminábamos bajo la lluvia. Siempre llevaba su cámara a mano y eso era una gran ventaja, pues gracias a ella teníamos álbumes completos con fotos de nuestra amistad.

–¿Qué tal hemos salido? –le pregunté, bajándome la capucha una vez en el porche.

–No he podido resistirme a tomarla, el contraste del paraguas y de tus botas de agua en este día tan gris es ideal –me dijo, mostrándome la pantalla mientras jugaba con los efectos para mejorar la luz de la imagen.

En el instituto nos obligaban a llevar un uniforme de un tono gris azulado bastante desmotivador. Yo solía romper la monotonía con algún toque personal. Hoy, por ejemplo, llevaba unas botas de agua de un color rojo vivo y un chubasquero del mismo tono. Me sorprendió que el paraguas de Andrew también fuera de ese color, él solía ser menos osado con su estilo,… pero en esos pequeños detalles se apreciaba que éramos artistas. Nuestra escuela y nuestras familias eran demasiado conservadoras para permitirnos un look rompedor y aunque a veces tenía la tentación de teñirme el pelo a colores o de cambiar mi falda escolar por unos vaqueros raídos, terminaba descartándolo por lo que pensarían mis padres y suponía que algo parecido les ocurría a mis amigos. No estaba de acuerdo con el hecho de normalizar a la gente, me gustaba la diversidad y la libertad de expresión y estaba deseando dejar esa burbuja en la que nuestras familias nos habían educado y empezar a moverme en el mundo real…  

A última hora teníamos clase de Arte, que por supuesto era nuestra asignatura favorita. Cada uno de nosotros trabajaba en un proyecto distinto. Andrew construía una maqueta de un edificio a pequeña escala, Kristell preparaba un reportaje fotográfico y yo trabajaba en uno de mis cuadros, El paso de las almas errantes. El profesor Spencer hacía tiempo que se había acostumbrado a mi peculiar estilo y ahora incluso se atrevía a sugerirme ideas para mis obras, que por supuesto nunca se exponían en la escuela por ser demasiado “agresivas a la vista”, según palabras textuales del director del centro.

Mientras mezclaba mi paleta de colores, me entretuve observando a mis amigos. Andrew llevaba su pelo oscuro revuelto y parecía sumamente concentrado en su tarea. Era un chico alto y delgado, con gafas de pasta, que ocultaban unos increíbles ojos azul claro. Pasaba desapercibido de puro tímido, pero era apuesto e inteligente y sumamente interesante cuando se le llegaba a conocer bien, ¡si sólo se atreviera a manifestar más frecuentemente sus opiniones en voz alta!… Por el contrario Kristell era la más locuaz del grupo. Era más o menos de mi altura, metro sesenta y cinco, con ojos y pelo castaños. Era la delegada de la clase y le encantaba tener la agenda hasta arriba de eventos, de hecho Andrew y yo teníamos vida social gracias a ella, de lo contrario nos encerraríamos con nuestros proyectos y no pisaríamos el mundo exterior.

–¿Tenemos algún plan para este fin de semana? –preguntó Andrew, sujetándose con el puño el puente de las gafas, que se le deslizaban por la nariz.

–Hay una exposición de libros antiguos a la que me gustaría asistir –dijo Kristell.

–No contéis conmigo, pasaré el fin de semana en París con mi querida hermana, mientras que su novio disfruta del Roland Garros –les informé.

–¡Qué envidia! –dijo Kristell–. No me importaría ir con vosotras.

–Si quieres puedo preguntárselo a Kathleen, quizás a los padres de Hugh no les importe que nos acompañéis –sugerí.

–Yo no puedo ir, tengo otros asuntos en mente –se apresuró a decir Andrew.

No me pasó desapercibida la mueca de disgusto de Andrew cuando mencioné a Hugh.

–Será mejor que aproveches este tiempo a solas con tu hermana, Ella. Cuando te mudes, le echarás mucho de menos –me aconsejó mi amiga.

–También os echaré de menos a vosotros –admití.

Mis amigos daban por supuesto que sería admitida en una de las escuelas italianas y su fe en mí me infundía esperanzas.

–Lo sabemos, pero no te librarás de nosotros fácilmente. Estoy deseando conocer Florencia, de modo que en cuanto te establezcas, iremos a visitarte, ¿verdad, Andrew? –sugirió Kris.

–Ajá –admitió mi amigo, aún molesto.

–Os tomo la palabra –dije, dejando la conversación en ese punto y volviendo a centrarme en mi cuadro.

 

 

 

Fui directa a casa desde la escuela y llegué empapada, puesto que la tormenta había estallado de nuevo, sembrando el caos en la ciudad. Me crucé en el hall con Mary, nuestra empleada del hogar, que me obligó a quitarme el chubasquero empapado y las botas a la entrada para que no le manchara el impoluto suelo.

–Ella, no dejarías las ventanas del sótano abiertas anoche, ¿verdad? No me gustaría encontrarme con todo lleno de hojas de nuevo –me preguntó.

–Tranquila, de ser así, yo las recogeré. Necesitaba que mi cuadro se secase –dije, decidiendo que lo primero que haría sería bajar a comprobar si el cuadro estaba listo.

Mary pareció satisfecha con mi respuesta y se llevó mi chubasquero y mis botas con ella. Me puse las bailarinas que utilizaba para andar por casa y que guardaba en el armario bajo la escalera y me encaminé hacia el sótano. En cuanto abrí la puerta una corriente de aire agitó mi melena, haciéndome estremecer. Bajé las escaleras e inmediatamente supe que algo iba mal. Un escalofrío atravesó mi columna vertebral y me apresuré a echar un vistazo a la sala. Me quedé paralizada en el último escalón, contemplando boquiabierta la espeluznante escena que se presentaba ante mis ojos. ¿Qué diablos había sucedido allí?…