2. PREMONICIÓN
Mi estudio se hallaba en un estado lamentable. Los botes de disolvente que había dejado la víspera sobre la mesa se habían caído y había trozos de cristal y manchas de aceite por el tablero de madera y por el suelo. Los tubos de pintura estaban desperdigados por todo el sótano y algunos de ellos estaban deformados y reventados, con la pintura saliendo de ellos grotescamente. Pero eso no era lo peor de todo, lo peor era que mis lienzos estaban tirados por el suelo, como si se tratara de una baraja de enormes naipes desordenados sobre una mesa de juego. Lo más inquietante era que sobre ellos había unas formas alargadas y oscuras, que no lograba identificar. Avancé a tientas hasta la pared y accioné el interruptor de la luz. Retrocedí unos pasos y descubrí que se trataba de plumas de ave, largas y de color negro, que parecían estar por todas partes. Me agaché y cogí una de ellas entre mis dedos, ¿cómo habrían llegado esas plumas hasta mi estudio? La hice girar para verla mejor y algo viscoso se escurrió por mi piel. La solté en un acto reflejo y contemplé la mancha rojiza que había dejado entre mis dedos. Tenía que tratarse de pintura, ¿qué iba a ser si no? La acerqué a mi rostro y aspiré, intentando confirmarlo, y pronto me di cuenta de que no lo era. Me sentí asqueada, parecía sangre…
Una sensación de pánico me invadió y noté una fuerte presión en la nuca. Me sentí como si estuviera en la escena de un terrible crimen y tuve miedo de que quien hubiera hecho aquello aún anduviera por allí. Tenía la extraña sensación de que estaba siendo observada, de modo que barrí la sala con la mirada, alerta. De pronto dos puntos brillantes se clavaron en mí. Grité sin poder evitarlo. Tan veloz como un rayo, un felino de color negro atravesó el estudio y de un salto salió por una de las ventanas, desapareciendo de mi vista.
El corazón me latía a toda la velocidad, martilleando en mis tímpanos. ¡Qué estúpida había sido! ¡Me había dado un susto terrible por un simple gato! Inspiré, ya más relajada, e intenté hacerme cargo de la situación. Ese animal había puesto patas arriba mi estudio. Tenía que recoger todo antes de que lo viera Mary o de lo contrario sufriría un ataque de nervios. Después me reprendería, diciéndome que me estaba bien empleado por dejar siempre todo abierto. Todo el mundo parecía obviar que no me encerraba en el sótano por gusto, sino porque no había otro lugar en toda la casa donde pudiera trabajar sin molestar ni ser molestada. Los estudios de pintura tenían que estar aireados y bien iluminados, era un requisito, y yo sin embargo tenía que conformarme con luz artificial y con un par de ventanucos, sin contar con que no tenía más que un simple radiador eléctrico como calefacción, por lo que en invierno se me entumecían las manos por el frío, dificultándome la tarea de pintar. Aun así no estaba dispuesta a perder este sitio también, a pesar de su larga lista de inconvenientes, era mejor que nada.
Me apresuré a recoger mis cuadros, levantándolos uno a uno del suelo y revisándolos para evaluar daños. Aparentemente no estaban en muy mal estado, pero las plumas ensangrentadas habían dejado manchas en los lienzos y tendría que limpiarlos con cuidado con ayuda de disolvente y una gamuza suave. Iba apartando las plumas y dejándolas en el suelo, las recogería más tarde con una escoba para no tener que tocarlas, ¡incluso su tacto me provocaba grima! Eran tan largas y oscuras que no se me ocurría a qué clase de pájaro pertenecerían, quizás fueran de cuervo, aunque esa ave se me hacía un poco grande para que un simple gato se hubiera hecho fácilmente con ella. Existía la posibilidad de que el cuervo hubiera muerto por otra causa y que el gato hubiera encontrado el cadáver en las proximidades de nuestro jardín y hubiera decidido darse un festín a resguardo de la lluvia en nuestro sótano. Afortunadamente no encontré más restos del animal a excepción de su plumaje, eso habría sido francamente desagradable.
Entonces reparé en el caballete y comprobé que mi último lienzo, El Ojo del Infierno, como había decidido finalmente titularlo, no estaba allí. Aún no lo había visto entre los cuadros que había recogido. Estaba segura de que la víspera lo había dejado en el caballete para que secara. De nuevo me entró el pánico, llevaba meses trabajando en ese cuadro y era mi mejor obra hasta el momento, si se había echado a perder, no me lo perdonaría…
Solía fabricar mis propios lienzos y los marcaba en la parte trasera con un código que sólo significaba algo para mí. Barrí el sótano y localicé el lienzo que buscaba tirado boca abajo en el suelo y me temí lo peor. Lo levanté con precaución, impaciente por comprobar su estado y para mi alivio confirmé que la tela no estaba rasgada. Lo acerqué a la luz y descubrí que había manchas de sangre en la zona en la que había pintado la losa de piedra. ¡No era para tanto, podría limpiarlo! Me apresuré a colocarlo en el caballete y me hice con la gamuza y el disolvente, pero cuando me disponía a limpiar la zona tuve una visión. Contemplé en mi mente justo lo que le faltaba a la escena, el sello grabado sobre la piedra. Me apresuré a coger una paleta y a mezclar colores, tenía que lograr ese tono rojizo, tan oscuro como la arenisca, que había logrado visualizar. Limpié con delicadeza las manchas de sangre y pasé un paño ligeramente humedecido para eliminar las partículas de suciedad que pudieran dañar el lienzo y después me concentré en el sello. No quería perderlo de mi mente, de forma que hice un bosquejo a carboncillo en uno de mis cuadernos de dibujo. Se trataba de un complejo grabado formado por círculos concéntricos a la losa circular que la dividían en varias sectores. En el centro había dibujado un sol y en los sectores había letras del abecedario latino que al parecer no tenían ningún sentido si se las leía de corrido, pero que le daban un aspecto enigmático y mágico. El sol tenía unos ojos huecos y profundos que parecían llorar al contemplar la escena.
Cuando plasmé el sello en el lienzo todo cobró sentido y supe que mi obra estaba terminada. Me aparté un par de pasos y al contemplarla sufrí un escalofrío que me sacudió de la cabeza a los pies. Sí, ésa era la sensación que buscaba. Podía apreciar toda su magnificencia y sentí una satisfacción profunda, posiblemente la que sentía un artista al culminar una obra maestra.
Unos golpes en la puerta me sacaron de mi ensimismamiento. No sabía quién podría atreverse a visitarme allí a esas horas, sólo Kristell o Andrew me visitaban de vez en cuando, pero no era probable que fueran ellos, no habíamos quedado en vernos hoy. Entonces la puerta se entreabrió y mi visitante se anunció desde la entrada.
–¿Puedo pasar? –preguntó Kat.
–Si lo haces, allá tú con las consecuencias –dije, sonando un poco tirante mientras daba unos últimos retoques al cuadro.
Seguía un poco molesta con Kat. Me preocupaba por ella, pero en ocasiones me daba la sensación de que todo lo que le decía le era indiferente. Se dejaba influenciar por los demás, pero mis opiniones no le interesaban en absoluto. Yo no era de las que se inmiscuían en todo, pero no podía callarme ciertas cosas. Lo hacía sólo porque la quería y porque me importaba su felicidad, ¿por qué no me tomaba nunca en serio?
De pronto un grito de sorpresa me sobresaltó. Me giré y vi a mi hermana al pie de la escalera con la boca abierta y una expresión de horror en su rostro.
–Ya te avisé –dije, sin poder contener una sonrisa.
–¡Dios mío!, ¿qué diablos es eso? –preguntó, escandalizada.
Pensé que se refería a mi cuadro, pero seguí su mirada y comprobé que una vez recogidos los lienzos, las plumas negras destacaban mucho más sobre las losetas blancas del sótano.
–Anoche se coló un gato con su caza y se ha dado un festín, retozando después entre mis cuadros –le informé, acercándome a ella.
–¡Puaj!, ¡qué asco! Ya puedes recogerlo todo, como vea esto Mary, sufrirá un colapso –dijo, asqueada.
–Sí, tienes razón –admití, avanzando hasta el cuartito de los utensilios de limpieza y sacando una escoba y un recogedor.
Mientras barría las plumas, Kat avanzó y se detuvo ante mi cuadro, contemplándolo pensativa. Parecía asustada, pero no veía desagrado en su rostro.
–Y bien, ¿qué te parece? –le pregunté, deseando conocer su opinión.
–¡Uhm!, ¿éste es el cuadro en el que llevas trabajando tanto tiempo? –me preguntó, vacilante.
–Sí, hace más de tres meses que lo empecé –admití, acercándome a ella.
–Es diferente a los otros –dijo entonces, sin apartar sus ojos del lienzo.
–Diferente ¿cómo? –le pregunté, llena de curiosidad.
–Quiero decir que en esta obra hay algo que no he visto en ninguna de las anteriores que has pintado y que por lo tanto la hace única –dijo, volviéndose a mirarme.
–¿De qué se trata exactamente? –le pregunté, cada vez más interesada en su crítica.
–Bueno, siempre pintas escenas oscuras y terribles y eso no ha cambiado, este cuadro refleja la misma temática. Sin embargo en esta escena no está todo perdido, hay esperanza. Los hombres luchan en equipo para confinar a los demonios y no sé cuál es tu interpretación como autora, pero a mí la sensación que me da es que a pesar de las bajas y de las dificultades, los humanos van a conseguirlo –dijo, volviendo a clavar sus ojos en la obra.
–Sí, Kat, lo has captado a la perfección –dije, impresionada por su agudeza.
Mi hermana me miró muy seria.
–Eres grande, Ella, aunque te quieran hacer ver lo contrario. Sé que nunca te he respaldado como debería hacer una hermana mayor, pero no quiero que pienses que no lo he hecho porque no creo en ti. Sí que creo, eres una artista magnífica y no debes dejar que nadie te impida hacer realidad tu sueño –me dijo con sentimiento.
–Gracias –respondí emocionada.
Siempre había creído que mi hermana pensaba como mis padres y que me tenía por una chica extraña y oscura, pero ahora me sentía comprendida, ya no sólo por mis amigos, sino también por ella y eso me hizo sentir más fuerte.
–He bajado para decirte que no tienes que acompañarme a París este fin de semana si no quieres, sé que estás muy ocupada preparando tu escapada del hogar a espaldas de nuestros padres –dijo, con una sonrisa llena de complicidad.
–¿Lo sabías? –le pregunté, sorprendida.
–Me lo temía –respondió–. Se ve a la legua que esto se te queda pequeño, Ella y quiero que sepas que te apoyaré si decides irte. Entre las dos convenceremos a papá y a mamá de que es lo mejor para ti y podrás vivir tu aventura.
No pude contenerme más y me arrojé a sus brazos, con lágrimas en los ojos. Mi hermana estaba ahí para mí y por fin me apoyaba…
–Gracias –repetí, con voz temblorosa.
–No tienes que agradecérmelo, es lo que tenía que haber hecho hace tiempo, hermanita, porque te lo mereces. Te quiero –me susurró.
–Yo también te quiero –admití con una sonrisa–. Y me encantará pasar este fin de semana contigo en París, te lo aseguro.
El fin de semana había sido agotador, pero Kat y yo lo habíamos aprovechado al máximo. Casualmente Hugh había conseguido entradas para todos los partidos del torneo, de modo que apenas le vimos. Me alegré de haber ido, de lo contrario la pobre Kat se habría sentido un poco abandonada, pero esto le vino bien para comprender a qué atenerse con Hugh y especialmente nos vino bien a ambas para reforzar los lazos fraternales. Lo pasamos genial y me sentí más unida que nunca a ella.
Aterrizamos en Heathrow el domingo por la tarde y aunque llegué cansada, me dispuse a trabajar un poco en mi book de presentación para enviarlo a las escuelas italianas lo antes posibles. Mientras mi ordenador arrancaba, me entretuve deshaciendo la maleta. Cuando se abrió en automático el explorador de internet, la página de inicio atrajo mi atención y me acerqué al escritorio con curiosidad. En la dirección web que me mostraba, figuraba la última búsqueda que había hecho el pasado miércoles. Se trataba de esa escuela de arte de la que no había oído hablar, Academia Sargéngelis. No podía entenderlo, cuando busqué información sobre la misma no había conseguido encontrar nada, sin embargo ahora la página oficial de la academia se presentaba ante mí. Eché un vistazo a la página, donde figuraban varios apartados: su historia, los programas ofertados, admisión de nuevos alumnos, contactos y galería de fotos…
La foto de presentación de la página web era el edificio que albergaba la academia y tenía que admitir que era magnífico. Se trataba de un castillo de estilo medieval, mantenido en el tiempo en unas condiciones muy buenas. Pinché en la historia y leí en diagonal. El castillo era originario del siglo XII, aunque había sufrido remodelaciones a través de los siglos a cargo de los diferentes señores que lo habían habitado. Al parecer siempre había estado relacionado con el mundo del arte, incluso en la temprana Edad Media. Se encontraba situado en una pequeña localidad de Letonia, entre espesos bosques. Apenas conocía nada sobre ese país y su cultura, aunque sí que sabía que era la cuna de muchos pintores reconocidos. La Academia de Arte Sangéngelis se había fundado hacía dos siglos por un artista letón del que nunca había oído hablar, pero que al parecer fue una celebridad en su tiempo. Consulté los programas de estudios y descubrí que se centraban en la pintura y la escultura. Me resultaron sumamente interesantes, pero no tanto como para tentarme a descartar mis solicitudes para las escuelas italianas. Me disponía a abandonar la página cuando en una ventana emergente comenzaron a sucederse las fotos de la galería de la academia. Las obras me dejaron boquiabierta, no sólo por la temática oscurantista de las composiciones, tan afín a mis gustos, sino por su alta complejidad y su excelente técnica. Ninguna de esas obras era mundialmente conocida y me preguntaba cómo era eso posible, pues rivalizaban con obras de gran renombre…
Repasé una y otra vez las imágenes de las colecciones y comprendí que si en esa academia formaban a pintores que llegaban a pintar así, no tenía nada que envidiarle a las escuelas italianas… Inconscientemente me sorprendí curioseando en la zona de admisión. Como en el resto de las escuelas y academias que había consultado, el plazo de admisión para el siguiente curso acababa a mediados del mes de junio. Aún tenía un par de semanas si me decía a incluir este lugar entre mis opciones…
Decidí guardar el enlace web en mi página de favoritos y comencé a trabajar en mi book. Aún me faltaba incluir la fotografía de mi último cuadro. Kristell vendría a casa al día siguiente para fotografiarlo, de modo que me limité a trabajar sobre el diseño y el orden de las obras y se me echó el tiempo encima. Me acosté pasada la medianoche, sin poder sacarme de la cabeza la Academia Sargéngelis y quizás ésa fuera la razón por la que esa noche soñé que estaba allí.
Deambulaba descalza por un pasillo empedrado, flanqueado por altos muros de piedra. Sentía el frío de las gélidas baldosas en mis pies, ascendiendo hasta mis tobillos, entumeciéndolos. Parecía conocer bien ese lugar porque avanzaba con paso decidido, pero ¿por qué iba descalza?, eso me hacía sentir vulnerable… Llevaba un farolillo en la mano para orientarme y eso me resultó aún más extraño, la función linterna de mi móvil habría sido mucho más efectiva… Y entonces me topé con una puerta de madera sólida, exquisitamente labrada e inamovible, pero con un solo gesto de mi mano sus enormes hojas se abrieron para mí, como movidas por una fuerza misteriosa. La franqueé con decisión y descubrí que me encontraba en una sala circular en cuyas paredes colgaban mis obras, todas y cada una de las que había incluido en mi book, y presidiendo todas ellas estaba El Ojo del Infierno.
Nada más levantarme envié mi solicitud a la Academia Sargéngelis, a pesar de que mi book de presentación estaba inconcluso. No había podido esperar, ese sueño había sido como una premonición. No era una experta en la interpretación de los sueños, pero parecía evidente que si mi subconsciente había visto allí mis obras, era porque creía que yo pertenecía a ese lugar. Pero estaba preocupada, porque mi solicitud sería de las más tardías. La academia sólo aceptaba a un máximo de veinte nuevos alumnos por curso y corría el riesgo de que ya hubieran cubierto todas las plazas y que mi solicitud simplemente fuera desestimada. No obstante tenía que intentarlo.
Mientras desayunaba recibí un email de Sargéngelis en el que me confirmaban en un perfecto inglés que habían recibido mi solicitud y que se pondrían en contacto conmigo una vez estudiado mi perfil. ¡Al menos respondían con rapidez! Por una extraña razón tenía la corazonada de que sería admitida en esa academia, sensación que no acababa de tener con las escuelas italianas.
Esa tarde Kristell y Andrew se pasaron por casa. Trasladamos mi último cuadro por toda la casa hasta que encontramos el punto de iluminación idóneo que Kristell buscaba y allí tomó varias fotografías de él, pero en el último momento decidí no incluirlo en mi book de presentación. Quería guardarme un as en la manga. Si me presentaba en las entrevistas sin nada más que ofrecer, no podría sorprender a mis entrevistadores. Sin embargo si les mostraba El Ojo del Infierno, aportaría algo más sobre mí, una obra que podría explicarles en primera persona y que me brindaría la oportunidad de lucirme ante ellos. Sólo esperaba tener la oportunidad de llegar a la fase de las entrevistas…
Las siguientes semanas pasaron tan rápido que el día de la graduación se me echó encima sin que me diera cuenta. Estaba muy inquieta, pues no había recibido noticias de ninguna de las escuelas y por lo tanto tampoco les había desvelado a mis padres mi deseo de estudiar fuera de Londres. Comenzaba a temerme que al final no tendría que hacerlo, porque de haber pasado la primera fase de selección, ya tendrían que habérmelo notificado. El asunto no pintaba demasiado bien.
La ceremonia de graduación fue, como todo lo que se celebraba en mi instituto, un acto grandioso. A mi parecer el comité organizador había conferido más relevancia de la debida al evento y se había extralimitado, superando nuestras expectativas y posiblemente arruinando la oportunidad de emocionarnos cuando nos graduásemos de verdad en la universidad. A parte de ese detalle, me dio la sensación de que el público en general era fácilmente impresionable, porque al contrario que a muchos de mis compañeros, a mí no se me saltaron las lágrimas cuando me llamaron para recoger el diploma y menos aún cuando me reuní con mis padres y con Kat para ir a celebrarlo junto con el resto del alumnado y sus familias a una sala de fiestas de alto copete donde se había encargado un buffet y música en directo.
Cuando regresamos a casa eran las diez de la noche pasadas. Me dirigí rauda a mi habitación y me sentí liberada. Se cerraba una etapa de mi vida e inevitablemente se iniciaba la siguiente y tenía el presentimiento de que sería yo quien tomaría las riendas de mi futuro a partir de ahora, aunque no parecía que la suerte estuviera de momento de mi lado.
Y entonces llegó la señal que esperaba. Antes de acostarme consulté mi correo electrónico y encontré un email en mi bandeja de entrada procedente de la Academia Sargéngelis. Aparentemente mi perfil les había resultado interesante y me informaban de que me entrevistarían próximamente para conocerme personalmente. Sorprendentemente no tendría que desplazarme, sino que uno de sus profesores vendría a entrevistarme a mi casa. ¡No podía creerlo! Estaba emocionada, pero a la vez nerviosa y asustada. Aún no les había dicho nada a mis padres y al parecer no podría ocultárselo por más tiempo, pues por indicación expresa de la academia, se requería la presencia paterna en la primera parte de la entrevista si el alumno era menor de edad. Mi cumpleaños no era hasta diciembre, de modo que mi entrevistador exigiría ver a mis padres, que posiblemente también tendrían que autorizar mi ingreso en caso de ser aceptada. Esto cambiaba las cosas, tendría que contarles todo de inmediato y enfrentarme a su ira sin tener la seguridad de que sería admitida, pero no quedaba más remedio, de modo que lo haría nada más levantarme, pues ese mismo fin de semana recibiría la visita del profesor Mervaldis.
Todo estaba listo en casa para mi entrevista. El ambiente afortunadamente se había apaciguado desde la víspera. Durante el desayuno del sábado había sacado el tema lo más sutilmente posible. Les conté a mis padres que había cursado solicitudes de acceso para otras escuelas de arte y que estaba en proceso de selección. Súbitamente se hizo el silencio en la mesa. Una vez captada su atención, añadí que si era admitida por alguna de ellas, reconsideraría la idea de estudiar en la Academia de Londres. Entonces fue cuando mis padres pusieron el grito en el cielo. En un primer momento se mostraron enojados porque me hubiera enrolado sin consultárselo en otros procesos de selección, pero pronto deduje que lo que realmente les molestaba era que yo no hubiera respetado la condición que me impusieron de quedarme en la ciudad, tras haber transigido ellos en el hecho de que estudiara Arte. Tras soportar durante lo que parecieron horas sus reproches, por fin tuve la oportunidad de defender mis argumentos y afortunadamente eso se me daba bien, como buena hija de abogados. Intenté ser lo más diplomática posible y traté de explicarles lo importante que era para un artista conocer otras culturas, mezclarse con gentes de otros países, aprender otras técnicas y estilos, a lo que alegaron que no había lugar más multicultural en el mundo que Londres. Estuve a punto de responder que precisamente no lo era en mi caso, porque ellos se habían esmerado desde que era niña en mantenerme aislada en una burbuja, pero esa puntualización no me beneficiaría si lo que quería era apaciguar el conflicto, de modo que la descarté rápidamente. Preferí luchar por que entendieran que para todo joven era imprescindible saber valerse por sí mismo y eso sólo se conseguía alejándose de la protección paterna. Creí que les estaba llevando a mi terreno, me confié, y cuando pensé que ya les tenía, mi madre se desmarcó argumentando que nunca había oído hablar de esa escuela letona y que con toda seguridad tendría menos fama que la academia londinense y sin saber cómo, habíamos vuelto al punto de inicio. Si al final logré que se avinieran a razones y que al menos se prestaran a colaborar en la entrevista, fue gracias a Kathleen. Como me había prometido, me ayudó a convencer a mis padres de que me permitieran seguir con el proceso de selección y le estaba muy agradecida. Si algún día llegaba a algo en el mundo del arte, en parte se lo debería a ella.
El profesor Mervaldis se presentó puntualmente en nuestra casa a las cinco de la tarde, pero cuando Mary le acompañó al cuarto de estar, donde le esperaba acompañada por mis padres, me sorprendió descubrir que se trataba de una mujer. Tenía un aspecto interesante: alta, delgada, pelo castaño oscuro que llevaba recogido en un complejo moño, bien sujeto con horquillas. Tendría unos cuarenta y tantos años. Sus ojos eran pequeños y de un tono azul claro y su piel era incluso más pálida que la mía. Llevaba unas gafas peculiares, en forma de media luna, que hacían sus ojos aún más pequeños. Vestía con un traje pantalón azul marino que le confería un cierto aire masculino, salvo porque lo combinaba con unos tacones increíblemente altos. Nos levantamos a saludarla y al ponerme en pie, me di cuenta de lo nerviosa que estaba, incluso me temblaban las rodillas, pues deseaba sobre todas las cosas que la entrevista saliera bien…
–Bienvenida, señorita Mervaldis –la saludó mi padre, apretándole la mano, por lo que pude comprobar que no llevaba alianza y que posiblemente, como había supuesto mi padre, estaba soltera.
Mi madre se apresuró también a saludarla y después se hizo a un lado para que yo pudiera hacerlo también.
–Gracias –dijo ella en inglés, pero con un acento muy marcado, centrando a continuación su atención en mí.
Me acerqué y le tendí mi mano.
–Encantada de conocerla, soy Ella Brooks –dije, esforzándome por no tartamudear.
La profesora se aproximó sin dejar de mirarme y me estrechó su mano. Fue un apretón rápido y enérgico y sentí como si una descarga eléctrica atravesara mi mano, insensibilizándola por unos instantes. Sus ojos me escrutaron con sumo interés durante los breves instantes que duró el apretón y no los apartó de mí hasta que mi padre la invitó a tomar asiento. Nos sentamos en torno a la mesa de la sala, dejando que ella tomara asiento en primer lugar. Mis padres se sentaron frente a la profesora, dejando un hueco entre ellos para mí. Mi madre le hizo disimuladamente un gesto a Mary para que comenzara a servir el té.
–Les agradezco que hayan aceptado esta cita con tan poca antelación –comenzó la profesora Mervaldis, abriendo la conversación–. Esta semana me encontraba en Londres por otros asuntos y en la Academia decidieron que sería muy conveniente aprovechar mi cercanía para poder entrevistar personalmente a Ella.
–Puede estar tranquila, no nos ha supuesto ningún inconveniente, sino todo lo contrario. Le agradecemos el interés que su escuela muestra por nuestra hija –dijo mi padre en su tono más diplomático.
–En Sargéngelis nos gusta conocer a nuestros futuros alumnos personalmente –continuó ella como si no la hubieran interrumpido–. Tenemos la convicción de que una entrevista cara a cara nos permite asegurarnos de que los candidatos cumplen el nivel de exigencia de la Academia y también permite al candidato conocer nuestra filosofía y expectativas y tomar así una decisión más acertada. Puede que no tengamos tanta fama como otras escuelas de arte, pero eso se debe principalmente a que no pretendemos ser famosos, sino exclusivos. Han de saber que nuestro alumnado es seleccionado con unos criterios muy estrictos y poco usuales. Buscamos talentos muy concretos que encajen con nuestra filosofía de entender y expresar el arte y por supuesto si hoy estoy aquí, es porque Ella parece reunir las características que buscamos.
La profesora fijó de nuevo sus pequeños y penetrantes ojos en mí, que parecían mirarme por encima de las gafas en lugar de a través de ellas, como sería lo normal. Mis padres también se giraron a mirarme y me sentí abrumada, no estaba acostumbrada a ser el centro de atención.
–Me gustaría hacerle unas preguntas, señorita Brooks –me propuso entonces la profesora, sacando de su maletín una libreta de notas y una estilográfica–. Empecemos por algo fácil, veamos, ¿a qué edad comenzó a pintar?
La pregunta me sorprendió, había pensado que iría enseguida al grano y que querría saber por qué había solicitado ingresar en su escuela y qué podía ofrecerles, pero no imaginé que le importaran ciertos detalles de mi vida. Pero como nunca antes había sido entrevistada, quizás esta clase de preguntas eran de lo más normales y simplemente yo no lo sabía.
–Empezó las clases de pintura a los seis años –se apresuró a decir mi madre–. Jonathan Carpentier fue su profesor durante años, supongo que habrá oído hablar de él.
La profesora desvió ligeramente la mirada hacia mi madre. Parecía irritada por la intromisión y mi madre pareció captarlo y guardó silencio. Mervaldis volvió a centrar su atención en mí. Sus inquietantes ojos claros parecían instarme a hablar.
–Lo que me gustaría saber exactamente, señorita Brooks, es cuándo comenzó a crear su propio estilo –precisó.
–Creo que todo empezó a partir de los doce años. Hasta ese momento siempre había pintado usando modelos, tal y como me habían enseñado. Simplemente me limitaba a reproducir lo que tenía ante mí y eso no me agradaba, me parecía aburrido y monótono y estuve a punto de dejar la pintura, pero un día algo cambió. Cuando ese día me situé ante el lienzo, me invadió una oleada de inspiración y mi mente me mostró una escena increíble y supe que tenía que plasmarla en mi tela. Pensé que la olvidaría, que tendría que hacer un boceto para no perder los detalles, pero increíblemente mi escena seguía allí, fija en mi cabeza. Podía contemplarla a la perfección cada vez que cerraba los ojos y así fue como creé mi primera obra –admití, recordando aquel día y sintiendo de nuevo la excitación y la emoción que experimenté pintando ese primer cuadro.
–¿Qué pintó aquel día, señorita Brooks? –se interesó entonces la profesora, entrecerrando los ojos como para observarme con más atención.
–Titulé ese cuadro El fin de los días, de modo que ya se puede hacer una idea –admití, preocupada por ver su reacción y advirtiendo que mi madre se retorcía incómoda en su asiento.
El rostro de la profesora permaneció imperturbable, pero apuntó un par de palabras en su bloc de notas en un idioma que no sabía leer.
–¿Cuáles son sus fuentes habituales de inspiración? –me preguntó de nuevo.
–No sabría decirle, no sigo unas pautas fijas. Las imágenes que creo aparecen de repente en mi mente, sin previo aviso, y no creo que sean resultado de un estímulo externo, sino que proceden directamente de mi interior, aunque no es algo de lo que pueda estar segura… A veces esto me ocurre estando consciente, mientras leo, escucho música o incluso en el instituto, pero en alguna otra ocasión me ha ocurrido mientras dormía e increíblemente he recordado lo que quería pintar al despertarme. Lo que sí puedo afirmar es que los seres que dibujo tienen que ser fruto de mi imaginación, porque le aseguro que no hay nada en mi entorno que pueda habérmelos inspirado –le expliqué, temiéndome que mi madre interviniera de nuevo para asegurarle que efectivamente en nuestro entorno no había ninguna influencia que me incitara a crear seres infernales que descuartizan a sus víctimas.
La señorita Mervaldis continuó mirándome por encima de sus gafas, aún sin decir palabra, y procedió a anotar más cosas en su libreta. Esto me puso nerviosa, me sentía de nuevo expuesta, como cuando el psicoanalista comenzaba a hurgar en mi cabeza.
–Lo que quiero decir es que mi mente se activa cuando recibe esos flashes de inspiración y entonces siento el impulso de pintar, esté donde esté. Sólo comienzo a relajarme cuando mi obra está en marcha y entonces realmente puedo disfrutar de la experiencia. Pintar lo es todo para mí y por esa razón he decidido dedicar mi vida al arte –admití, intentando dar una imagen de persona cuerda y dedicada, lo que no era fácil después de mi anterior explicación.
–Quiero ver sus obras, señorita Brooks, creo que hablarán por sí mismas con tanta elocuencia como lo ha hecho usted –dijo entonces ella, cerrando su libreta de notas y poniéndose en pie.
–Por supuesto –dije, imitándola y rodeando la mesa–. Sígame, por favor, mi estudio está en el sótano.
El día anterior había estado volcada exclusivamente en preparar la visita a mi estudio. Me había llevado horas decidirme sobre los cuadros que querría dejar expuestos para la entrevista. Por supuesto siempre podía mostrarle toda mi colección si había tiempo para hacerlo, pero soy del tipo de personas que piensa que una primera buena impresión es fundamental para ganarse a un artista y por eso había decidido exponer mis obras más impactantes, entre la que por supuesto estaba El ojo del infierno. Así pues, había dejado mi obra maestra expuesta en un caballete en medio del estudio y había repartido una selección de mis obras por las paredes y en los soportes que utilizaba para poner los cuadros a secar.
–Disculpa, Ella, pero ha habido un cambio de planes. La exposición está preparada en el salón –dijo mi madre, interponiéndose entra la profesora y yo.
–¿A qué te refieres? –le pregunté, sorprendida.
–Ella, me he encargado de que tus mejores obras se trasladaran a un lugar más iluminado y amplio para que la señorita Mervaldis las pudiera apreciar mejor –aclaró mi madre ante la mirada curiosa de mi padre y mía.
No me gustaba este imprevisto durante la entrevista. Si mi madre había pedido trasladar mis cuadros sin mi consentimiento, sin lugar a dudas lo habría hecho sin ningún criterio y esto destruiría la puesta en escena en la que tanto me había esforzado y que era tan importante para mí como lo eran las obras en sí. Me mordí el labio inferior, sintiendo crecer la inquietud en mi interior. Sabía que sólo tenía una ventana de tiro en esta entrevista. Si no le gustaba a esta profesora, se rechazaría mi solicitud y nunca más sería considerada para acceder a Sargéngelis… Sin embargo no había nada que ahora pudiera hacer salvo mostrarle las obras a esta mujer y esperar que la calidad de mi trabajo compensara la improvisada exposición.
Mi madre nos guio hasta el salón, mostrando una sonrisa radiante, lo que me hizo sospechar que tramaba algo. No me equivocaba, cuando entramos en el salón se me cayó el alma a los pies. Allí estaban mis obras, sin lugar a dudas, pero no era lo que yo esperaba. Sobre varios caballetes se hallaban mis cuadros de bodegones, paisajes y retratos que mi madre había ido recopilando a lo largo de los años. ¡Esto no podía estarme ocurriendo a mí! Mi boca se abrió inevitablemente y sentí cómo una oleada de ira se apoderaba de mí. La señorita Mervaldis parecía tan sorprendida como lo estaba yo, pero no hizo ningún comentario, se limitó a barrer el salón con la mirada, como si esperara encontrar algo más insólito oculto tras alguno de los caballetes.
–Me temo que ha habido una confusión –admití, furiosa.
–No, cielo. Éstas son tus mejores obras –dijo mi madre, contrariada.
Inspiré, intentando serenarme, pero no iba a ser fácil. Sabía que mi madre no lo había hecho con mala intención, de veras estaba convencida de que me estaba ayudando y de que ésas eran mis mejores obras, pero posiblemente acababa de echar por tierra mi gran oportunidad.
–Nos disculpa un momento, profesora. Necesito hablar un momento a solas con mi madre –me excusé, intentando no mostrar abiertamente mi enfado.
La profesora asintió e intentó mostrar interés en la colección de cuadros que tenía ante sí. Me dirigí a la puerta del salón y la abrí, indicando a mi madre con la mirada que me acompañase. Parecía incómoda, al igual que mi padre, que decidió acercarse a la profesora y comenzar a hablarle de mis cuadros. Mi madre salió detrás de mí y nos dirigimos al hall.
–Mamá, ¿cómo has podido hacerme esto? –le pregunté, casi con lágrimas en los ojos.
–Ella, cariño, en serio no pretenderías mostrar esas terribles escenas a la profesora, ¿verdad? Hija, ya lo hemos hablado muchas veces, tienes talento, pero no puedes seguir empleándolo en esos cuadros tan oscuros. Me inquieta mucho que disfrutes pintando así, no es normal. Por eso quiero que te quedes en Londres y que vayas a la Real Academia, el profesor Carpentier sigue impartiendo allí clase y sabe el potencial que tienes. Si sigues sus consejos llegarás a ser una pintora con renombre e incluso podrías dedicarte a la enseñanza como hace él. Ése sería un buen futuro para alguien como tú –me explicó con sentimiento.
–Mamá, estamos hablando de mi vida y quiero ser yo quien decida lo que quiero hacer con ella. Sé que ni tú ni papá comprenderéis nunca mi forma de expresarme, pero es lo que hay, y me siento satisfecha conmigo misma. Sé que os preocupáis por mí, pero no debéis hacerlo, sé muy bien lo que quiero y desde luego no es lo que vosotros queréis. Lo siento, puede parecerte que hago esto por rebeldía, pero no es así,… nunca ha sido así. Me he esforzado por complaceros todo este tiempo, comportándome como tú querías y moviéndome en este ambiente que me resulta asfixiante, pero no puedes obligarme a hacer algo que no quiero hacer. Sé que no querrías poner en riesgo mi felicidad y por eso tienes que comprender que tengo que aprovechar esta oportunidad. Esa escuela es lo que andaba buscando y quiero tener la opción de ir allí. Voy a mostrarle a esa profesora mis obras y espero que sean lo suficientemente buenas como para impresionarla y ganarme una plaza en Sargéngelis y si no es el caso, quiero que sepas que no me rendiré, que seguiré luchando hasta encontrar un lugar de mi agrado para estudiar. No quiero parecer una desagradecida, pero si no me respaldáis en esto, lo haré sola, ya me las arreglaré para salir adelante –le expliqué.
–Ella, ¿serías capaz de dejarnos? –me preguntó mi madre, sorprendida.
–Lo siento, mamá. Si os empeñáis en obligarme a hacer algo que no quiero, no me quedará más remedio y de veras lo sentiré, porque os quiero y no quiero perderos nunca. Por favor, en esta ocasión necesito que me apoyéis –le supliqué con la mirada.
Mi madre parecía completamente abatida, pero asintió levemente.
–Gracias, mamá –le dije, acercándome a ella y rodeándola con mis brazos.
Ella se dejó hacer y cuando me aparté y regresé al salón, me siguió con la mirada. Me sentía mal, le había hablado con demasiada dureza quizás, pero no había visto cómo hacerlo de otro modo. Me apresuré a abrir la puerta del salón y descubrí que mi padre aburría a la profesora Mervaldis con las anécdotas de un cliente suyo, comerciante de arte. Les interrumpí y le dije a mi padre que mi madre le esperaba en la sala de estar. Quería recuperar mi entrevista y para ello necesitaba estar a solas con la profesora. En cuanto mi padre abandonó la sala, decidí ser transparente con ella.
–Señorita Mervaldis, siento lo que acaba de presenciar. Voy a serle honesta, mis padres no aprueban ni mis obras ni mi decisión de solicitar acceso a otra escuela que no sea la Real Academia de Londres –le confesé.
–Ella, mire, aparte de las desavenencias que tenga con sus padres, he de dejarle claro una cosa. Sus obras son estupendas, pero no es lo que nosotros estamos buscando –me confesó con una mirada condescendiente.
–Lo sé. Estos cuadros que ve aquí son las obras de mi niñez, pero no son la muestra que tenía preparada para la entrevista de hoy. Le ruego que me brinde la oportunidad de enseñarle mi estudio y mis verdaderas creaciones –le supliqué.
–Señorita Brooks, por supuesto que accedo a ver su colección, pero yo también le seré transparente en una cosa y es que hasta que usted no sea mayor de edad, no podré permitirle el acceso a Sargéngelis si no es con el consentimiento paterno, de modo que incluso en el caso de que sus obras me fascinasen, si sus padres no autorizan su matriculación, me veré obligada a rechazarla –dijo con rotundidad.
–Si mis obras le gustan, buscaré la forma de convencer a mis padres –le aseguré.
–De acuerdo, entonces proceda –me pidió.
Guie a la profesora hasta el sótano, sintiendo la presión del momento en mi pecho, que casi me asfixiaba. Cuando encendí las luces tuve la tentación de seguir con la mirada la expresión del rostro de la profesora Mervaldis. Aquella mujer era francamente inexpresiva y eso me ponía incluso más nerviosa, ni siquiera podía intuir lo que estaba pensando, pero me contuve e intenté disimular mi ansiedad. Ella paseó su mirada por las paredes, recorriendo mis lienzos, y de pronto su mirada se clavó en la obra que descansaba aún en el caballete, iluminada por un foco que mi amigo Andrew había tenido la idea de instalar para la exposición, consiguiendo que la escena ganara en realismo. Ella se acercó en silencio y contempló el cuadro con suma atención y lo hizo durante tanto tiempo que pensé que sufriría un colapso a causa de la expectación.
–¿Esta obra tiene título? –me preguntó entonces con interés.
–Por supuesto, la he titulado El Ojo del Infierno –dije con aplomo, esperando su veredicto.
Entonces se giró hacia mí, inclinando su cabeza para quedar a mi altura y poder mirarme por encima de sus gafas.
–Confío en que sea usted muy persuasiva, señorita Brooks, porque definitivamente la queremos este curso en Sargéngelis –dijo, por primera vez esbozando una sonrisa.