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LOS AMERICANOS EN EL ELBA
(FEBRERO-ABRIL DE 1945)
Los comandantes americanos habían criticado siempre a Montgomery por su excesiva precaución, pero el propio Eisenhower adoptó una postura excesivamente cauta después de que se produjera el ataque sorpresa en las Ardenas. El contraataque había sido deliberadamente lento, lo que permitió a Model retirar el grueso de sus fuerzas. En un determinado momento, Eisenhower no esperaba poder cruzar el Rin hasta mayo, pues pensaba que hasta ese mes iba a estar muy crecido. Sobreestimó en demasía la capacidad de combate de los ejércitos alemanes contra los que tenía que luchar, los cuales sufrían realmente escasez de combustible y municiones. Los niveles de producción masiva de armamento alcanzados por Speer en 1944 simplemente no habían sido igualados por las fábricas de municiones.
«¡Parece que los alemanes no quieran darse cuenta!», exclamaban en tono quejoso muchos soldados americanos[1]. ¿Por qué seguían combatiendo cuando era evidente que ya habían perdido la guerra? Esta misma pregunta la formuló el general Patton en noviembre a un coronel alemán que había sido capturado. «Es el miedo a Rusia lo que nos obliga a enviar a la batalla a todos los hombres capaces de empuñar un arma», contestó[2]. Algunos historiadores sostienen que los alemanes lucharon hasta el final debido a la insistencia de los Aliados en una rendición incondicional, pero no fue esta la razón principal. Roosevelt y Churchill estaban convencidos de que el pueblo alemán, que tantos delirios de grandeza había tenido después de su derrota de 1918, debía ser obligado esta vez a reconocer que habían sido totalmente vencidos. El Plan Morgenthau, por otro lado, había sido un error garrafal.
Probablemente una respuesta más exacta sea que los dirigentes nazis eran perfectamente conscientes de que iban a ser ejecutados por crímenes de guerra. Hitler no abrigaba falsas esperanzas. Cualquier forma de rendición era algo abominable para él, y en su entorno se sabía que la guerra no iba a acabar mientras el Führer siguiera vivo. Lo que más temía Hitler no era ser ejecutado, sino ser capturado y conducido a Moscú en una jaula. Su plan siempre había consistido en implicar a las autoridades militares y civiles en los crímenes del régimen nazi, para que no pudieran desligarse de él cuando ya no quedara la más mínima esperanza.
A comienzos de febrero de 1945, el I Ejército de los Estados Unidos empezó su ofensiva al sur del bosque de Hürtgen en medio de un intenso frío. El 9 de febrero, las tropas de Hodges tomaron por fin la presa del Roer, cerca de Schmidt. Ese mismo día el I Ejército francés, con el apoyo de divisiones blindadas estadounidenses, acabó con la bolsa de Colmar. La ofensiva de Bradley, encabezada por el XVIII Cuerpo Aerotransportado del general de división Matthew B. Ridgway, salió bien, gracias a las grandes cualidades para el combate de sus paracaidistas. Pero cruzar el río Sauer, cuyas aguas bajaban con violencia debido a una crecida repentina por el rápido deshielo, costó tres días y muchas vidas. Pero en el Muro del Oeste, o línea Sigfrido, se abrió una brecha, y muchas tropas alemanas del sector central del frente no tardarían en presentar la rendición.
Para consternación de Bradley, Eisenhower detuvo entonces el avance del VII Cuerpo de Collins hacia Colonia. La decisión fue tomada para permitir que Montgomery pudiera recibir los suministros necesarios para la Operación Veritable, un ataque por el sureste de Nimega, a través del Reichswald, entre el Rin y el Mosa. Allí los alemanes lucharon con todas las divisiones que pudieron reunir en lo que acabó siendo una batalla miserable en medio de la lluvia y la cellisca. No había espacio para llevar a cabo maniobras entre los ríos, y de las defensas alemanas en el Reichswald se encargaron los paracaidistas de Student que actuaron con firmeza y arrojo. La tierra estaba aún encharcada, y los tanques se hundían en el fango viscoso y tampoco podían operar con eficacia en las espesuras del bosque. Los británicos pudieron comprobar en primera persona lo que habían tenido que vivir los americanos en Hürtgen. No recibieron ayuda cuando llegaron a la antigua ciudad de Cléveris. Los bombarderos de Harris habían arrasado la localidad, utilizando por una vez explosivos en lugar de bombas incendiarias, lo que dificultó su conquista porque los alemanes pudieron resistir entre las ruinas.
La concentración de alemanes para repeler la ofensiva británica permitió que el IX Ejército de Simpson pudiera por fin cruzar el Roer el 19 de febrero, pero las tierras inundadas a uno y otro lado del río hicieron que la operación resultara bastante difícil y complicada. La población civil alemana solo podía elevar plegarias a Dios para que sus propias tropas se retiraran antes de que sus pueblos y ciudades sufrieran todavía más daños. También fue testigo de cómo un número cada vez mayor de jóvenes soldados trataba de desertar. El 1 de marzo, el III Ejército de Patton tomó Tréveris. El general americano, temiendo verse superado, ordenó con su expresivo lenguaje a los comandantes de sus divisiones que no perdieran tiempo y siguieran avanzando.
Cuando el II Ejército británico llegó al Rin por Wesel el 10 de marzo, Montgomery empezó los preparativos para emprender su espectacular travesía, un prototipo de plan propio de las mejores academias militares, con la participación de más de cincuenta y nueve mil ingenieros. El asalto incluiría el XXI Grupo de Ejércitos, el IX Ejército de Simpson y dos divisiones aerotransportadas que iban a ser lanzadas en la margen derecha del río. Los paracaidistas y los soldados de infantería que aterrizaron en planeadores sufrieron muchas más bajas que los hombres que participaron en el ataque anfibio. Los americanos hicieron comentarios punzantes e incisivos acerca de aquella gran concentración de fuerzas y el tiempo que se perdió en organizarla.
Antes de haber empezado, Montgomery ya había perdido crédito y autoridad. El 7 de marzo, al sur de Bonn, la 9.ª División Acorazada había tomado el puente de Remagen, que había sido parcialmente destruido con cargas de demolición. En un alarde de temeridad, la división aprovechó la oportunidad y se plantó al otro lado del río antes de que los alemanes pudieran reaccionar. Al enterarse de la noticia, Hitler ordenó que los oficiales al mando de aquella zona fueran ejecutados inmediatamente. Destituyó a Rundstedt por tercera vez y lo sustituyó por Kesselring. También ordenó el envío masivo de tropas de refuerzo para acabar con aquella cabeza de puente. Esta decisión dejó desprotegidos otros sectores, y el III Ejército de Patton, que había despejado rápidamente la región del Palatinado Renano en la margen izquierda del Rin, cruzó el río por el sur de Coblenza.
El general de división I. A. Susloparov, el oficial de enlace del Ejército Rojo en el Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada, informó inmediatamente a Moscú del ataque sorpresa lanzado en Remagen. A la mañana siguiente de recibirlo, Stalin ordenó a Zhukov que tomara un avión y regresara a Moscú, aunque el mariscal estuviera ocupado dirigiendo sus ejércitos en Pomerania. Después de aterrizar, fue conducido directamente a la dacha de Stalin, donde el líder soviético estaba recuperándose de una crisis de agotamiento. El Vozhd lo llevó hasta el jardín, donde pasearon y conversaron. Zhukov le hizo un resumen de la situación en Pomerania y le habló de las cabezas de puente en el Oder. Luego, Stalin sacó a relucir el tema de la conferencia de Yalta, y dijo que Roosevelt había sido muy amable con él. Solo cuando Zhukov estaba a punto de marchar, después de haber tomado ya el té, Stalin reveló la razón por la que lo había hecho venir. «Ve a la Stavka», ordenó, «y échale una ojeada a los planes de la Operación Berlín con Antonov. Volveremos a encontrarnos aquí mañana a la una de la tarde»[3].
Antonov y Zhukov, conscientes de lo imperiosa que era la petición de Stalin, estuvieron trabajando casi toda la noche. Sabían que debían tener «en cuenta la acción de nuestros aliados», como admitiría más tarde Zhukov[4]. En cuanto Stalin tuvo conocimiento de que los americanos habían cruzado el Rin, fue plenamente consciente de que había empezado la carrera a Berlín. Zhukov y Antonov hicieron muy bien de trabajar toda la noche, pues Stalin decidió adelantar la reunión y, aunque seguía enfermo, vino expresamente a Moscú para celebrarla.
Stalin tenía dos razones de peso para querer llegar a Berlín antes que los Aliados. «La guarida de la bestia fascista» era el símbolo más emblemático de la victoria, sobre todo teniendo en cuenta las grandes penurias y las desgracias que había sufrido la Unión Soviética, y Stalin no estaba dispuesto a permitir que en la ciudad ondeara una bandera que no fuera la suya. Berlín también había sido el centro de las investigaciones atómicas de la Alemania nazi, especialmente el Instituto de Física Káiser Guillermo del distrito de Dahlem. Gracias a sus espías, el Vozhd estaba al corriente del Proyecto Manhattan de los americanos y de sus progresos hacia la creación de una bomba atómica. El programa de investigación nuclear soviético, la Operación Borodino, tenía la máxima prioridad, pero los rusos no disponían de suficiente uranio, y esperaban conseguirlo en Berlín. Los servicios secretos soviéticos, aunque conocían todos los detalles del Proyecto Manhattan, no sabían que prácticamente todo el uranio y la mayoría de los científicos que querían habían sido evacuados de Berlín a Haigerloch, una localidad de la Selva Negra.
En la reunión del 9 de marzo, Stalin dio su aprobación al boceto del plan de la Operación Berlín preparado por Zhukov y Antonov. La Stavka trabajó afanosamente para preparar todos los detalles. El problema principal era el tiempo que necesitaba el Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky para terminar de despejar Pomerania. A continuación tendría que redesplegarse a lo largo del bajo Oder hasta Stettin, para que pudiera atacar al mismo tiempo que el Primer Frente Bielorruso de Zhukov que avanzaba hacia Berlín y el Primer Frente Ucraniano de Konev que se encontraba más al sur, junto al río Neisse.
Lo que más temía Stalin era que los alemanes abrieran el frente occidental a los británicos y americanos, y trasladaran tropas al este para frenar el avance del Ejército Rojo. Su paranoia lo llevó a pensar que los Aliados occidentales tal vez estuvieran dispuestos a llegar a un acuerdo secreto con Alemania. Las conversaciones en Berna entre americanos y el Obergruppenführer Karl Wolff de la SS, en las que se barajó una posible rendición en el norte de Italia, habían despertado sus peores temores. El 27 de marzo, justo antes de que la Stavka terminara la planificación, la agencia Reuters daba una noticia del XXI Grupo de Ejércitos: en su avance, las tropas británicas y americanas apenas encontraban resistencia alemana.
Las relaciones angloamericanas volvieron a atravesar un momento difícil por aquel entonces porque Montgomery había dado por hecho que iba a asumir la misión de liderar el avance a Berlín. Pero el 30 de marzo Eisenhower dio sus órdenes. El XXI Grupo de Ejércitos se dirigiría a Hamburgo y Dinamarca. Montgomery perdía el IX Ejército de Simpson, que se encargaría de efectuar un movimiento en pinza en el norte, junto al Ruhr, en la zona defendida por las tropas del Generalfeldmarschall Model, mientras el I Ejército de los Estados Unidos las rodearía por el sur. Los ejércitos de Bradley se dirigirían entonces hacia Leipzig y Dresde. El avance principal se realizaría por el centro y el sur de Alemania. Eisenhower insistía en que Berlín no era «ni el objetivo más lógico ni el más deseable para las fuerzas de los Aliados de Occidente»[5]. Estaba convencido de lo que indicaban algunos informes de los servicios de inteligencia en los que se barajaba la posibilidad de que Hitler luchara hasta el final desde una «fortaleza alpina» del sur.
Montgomery no era el único que estaba furioso. Churchill y los jefes de estado mayor británicos habían recibido con horror ese cambio de planes que alejaba de Berlín y que no había sido consultado con ellos por el comandante supremo. El primer ministro se había entrevistado con Eisenhower hacía apenas una semana a orillas del Rin para observar la gran operación emprendida por Montgomery en Wesel, y el comandante supremo ni siquiera había comentado la posibilidad de semejante cambio. Para empeorar las cosas, Eisenhower ya había informado de todos los detalles a Stalin sin comunicárselo siquiera a su ayudante británico, el mariscal Tedder. Ese mensaje, el SCAF-252, se convirtió en fuente de numerosos problemas. Eisenhower garantizó a Stalin que no tenía la más mínima intención de marchar hacia Berlín. Quería lanzar su principal avance más al sur.
A Churchill le preocupaba que Marshall y Eisenhower pudieran llegar a ser demasiado condescendientes para apaciguar a Stalin cuando, en realidad, el espíritu de Yalta ya se había avinagrado. En Rumanía, Vyshinsky había instalado un gobierno títere a finales de febrero, haciendo oídos sordos a las protestas de la Comisión de Control Aliada en el sentido de que semejante acto contravenía de manera flagrante los principios de la Declaración sobre la Europa liberada acordada en Yalta, en virtud de la cual los gobiernos representantes de los partidos democráticos convocarían unas elecciones libres. Mientras tanto, cada vez llegaban más informes que denunciaban las detenciones y ejecuciones, por parte del NKVD, de miembros del Ejército Nacional de Polonia acusados de colaborar con los nazis. Unos noventa y un mil polacos fueron detenidos y deportados a la Unión Soviética.
El 17 de marzo, en lo que constituía otra flagrante contravención de los acuerdos de Yalta, Molotov se negó rotundamente a permitir que representantes occidentales visitaran Polonia para comprobar lo que ocurría. Adujo que semejante petición constituía un insulto para el gobierno provisional comunista de Varsovia, que los americanos y los británicos se negaban a reconocer hasta la convocatoria de unas elecciones. Molotov era consciente de la postura de americanos y británicos, que pretendían el establecimiento de un nuevo gobierno polaco. Esta información la había proporcionado Donald Maclean, un espía británico en Washington, y tal vez también Alger Hiss, del Departamento de Estado.
En opinión de los soviéticos, la definición de «fascista» incluía a todo aquel que no siguiera las directrices del Partido Comunista. El 28 de marzo, dieciséis representantes del Ejército Nacional de Polonia y su sección política fueron invitados a entrevistarse con las autoridades soviéticas. Aunque su integridad fue garantizada con la entrega de los pertinentes salvoconductos, lo cierto es que fueron detenidos inmediatamente por el NKVD y conducidos a Moscú. Más tarde fueron procesados, y en 1946 su líder, el general Leopold Okulicki, murió asesinado en una prisión. Churchill trató de meter a Roosevelt en un «conflicto», pero el presidente americano, aunque sorprendido por la mala fe de Stalin, quiso «minimizar el problema general soviético en la medida de lo posible»[6].
La indignación británica se debía principalmente a la obstinada negativa de Eisenhower a reconocer que en su estrategia había implicaciones políticas. El general americano creía que su misión era poner fin a la guerra en Europa lo antes posible, y no compartía las preocupaciones de los británicos por la cuestión de Stalin y Polonia. Los altos oficiales británicos hablaban de la deferencia mostrada por Eisenhower hacia la persona de Stalin comparándola con la manera con la que las prostitutas de Londres abordaban a los soldados americanos diciéndoles «Pruébalo, Joe»[7]. Tal vez Eisenhower fuera un ingenuo desde el punto de vista político, pero lo cierto es que fue Churchill quien demostró una verdadera falta de comprensión de la realidad geopolítica en aquellos momentos. Al menos en un sentido, las decisiones de Yalta y el porcentaje de su participación en los acuerdos adoptados resultaban irrelevantes. A partir de la conferencia de Teherán de 1943, en la que Stalin, con el respaldo de Roosevelt, definió la estrategia aliada en el oeste, Europa quedó condenada a ser dividida en beneficio del líder soviético. Los Aliados occidentales estaban dándose cuenta de que podían liberar media Europa solo a expensas de volver a esclavizar la otra media.
Stalin seguía sospechando que la franqueza con la que Eisenhower exponía las intenciones aliadas no era más que una estratagema. El 31 de marzo, recibió al embajador de los Estados Unidos, Averell Harriman, y a su homólogo británico, sir Archibald Clark Kerr, en el Kremlin. Hablaron del plan general que Eisenhower exponía en su mensaje, el SCAF-252, y de su intención de ignorar Berlín. Stalin dijo que personalmente le parecía bien, pero primero debía consultarlo con su estado mayor[8].
Al día siguiente, 1 de abril, por la mañana, los mariscales Zhukov y Konev fueron convocados al despacho de Stalin. «¿Sois conscientes de la situación que está perfilándose?», preguntó el Vozhd. Como no estaban muy seguros de la respuesta que Stalin esperaba de ellos, optaron por responder con extrema precaución.
«Léeles el telegrama», dijo al general S. M. Shtemenko, jefe de operaciones de la Stavka. El comunicado afirmaba que Montgomery se dirigiría a Berlín, y que el III Ejército de Patton dejaría de avanzar hacia Leipzig y Dresde para atacar Berlín por el sur. Es muy probable que Stalin tratara de presionar a los dos comandantes del frente con un documento falso, que apenas guardaba relación con el mensaje SCAF-252.
«Bueno», dijo Stalin mirando a los ojos a sus dos mariscales. «Entonces, ¿quién tomará Berlín, nosotros o los Aliados?».
«Somos nosotros los que debemos tomar Berlín», contestó inmediatamente Konev. «Y lo tomaremos antes que los Aliados.»[9]
Era evidente que Konev pretendía adelantarse a Zhukov y ser el primero en atrapar la presa, y Stalin, que disfrutaba creando rivalidades entre sus camaradas, estuvo de acuerdo con él. Solo introdujo una modificación en el plan del general Antonov: eliminó parte de los límites existentes entre los dos frentes para brindar a Konev la oportunidad de avanzar hacia Berlín desde el sur. La Stavka empezó a preparar la venganza. En la operación participarían dos millones y medio de hombres, cuarenta y un mil seiscientos cañones y morteros, seis mil doscientos cincuenta tanques y cañones autopropulsados y siete mil quinientos aviones. Todo tenía que estar a punto en apenas dos semanas, el 16 de abril.
Cuando terminó la entrevista, Stalin pasó a contestar al mensaje de Eisenhower. Dijo al general que su plan «coincidía completamente» con el del Ejército Rojo y que «Berlín ha perdido su anterior importancia estratégica». La Unión Soviética iba a desplegar exclusivamente fuerzas secundarias contra la capital, y desarrollaría su esfuerzo principal en el sur para unirse en el avance a las fuerzas americanas, probablemente en la segunda quincena de mayo. «Sin embargo, este plan puede sufrir alteraciones, dependiendo de las circunstancias»[10]. En lugar de comienzos de abril habría debido ser el 28 de diciembre, porque aquello era la mayor tomadura de pelo, de la historia moderna.
En la reunión mantenida con Harriman y Clark Kerr, Stalin se había mostrado «muy asombrado» por el gran número de prisioneros que estaban haciendo los Aliados en el oeste. Solo el III Ejército de Patton había capturado unos trescientos mil. Pero, como era de esperar, estas cifras no hacían más que alimentar sus sospechas de que los alemanes preferían no presentar batalla a británicos y americanos para poder concentrar sus fuerzas contra el frente oriental. Ilya Ehrenburg reflejaba esta idea en un artículo de Krasnaya Zvezda. «Las tripulaciones de los tanques americanos disfrutan de sus excursiones en las pintorescas montañas Harz», escribía. Los alemanes estaban rindiéndose «con fanática obstinación»[11]. Pero lo que más enfadó a Averell Harriman fue su comentario de que los americanos estaban «conquistando con cámaras»[12], dando a entender que actuaban como meros turistas.
Incluso los partidarios más leales del Führer comenzaban a comprobar cómo su fe en la «victoria final» se tambaleaba. «En los últimos días nos hemos visto superados por los acontecimientos», escribía el 2 de abril en su diario un oficial del ejército adscrito al estado mayor de un cuerpo de la SS. «Dusseldorf, perdida. Colonia, perdida. La desastrosa cabeza de puente en Remagen… En el sureste los bolcheviques han llegado a Wiener Neustadt. Un revés tras otro. Estamos llegando al final. ¿Acaso nuestros líderes atisban una posible salida? ¿Sigue teniendo sentido en estos momentos la muerte de nuestros soldados, la destrucción de nuestras ciudades y pueblos?»[13]. No obstante, era de la opinión de que había que continuar combatiendo hasta que no se ordenara lo contrario.
El corresponsal de guerra Godfrey Blunden comentaba que los alemanes seguían tendiendo emboscadas: mataban a algunos americanos y luego levantaban los brazos gritando Kamerad!, y esperaban recibir un trato digno. Estaba sorprendido por los contrastes que veía durante el avance. «Hemos pasado por pueblos perfectamente conservados, y al cabo de unos pocos kilómetros entrado en ciudades en ruinas»[14]. Prácticamente por todas partes eran recibidos con fundas de almohadas y sábanas colgadas de ventanas y balcones como símbolo de rendición. La destrucción sembrada por la Ofensiva Combinada de Bombarderos conmocionaba a todo aquel que podía comprobar la realidad sobre el terreno. Stephen Spender escribiría más tarde a propósito de Colonia: «Uno pasa por calles y calles con casas cuyas ventanas parecen vacías y negras, como bocas abiertas de un cadáver quemado»[15]. En Wuppertal, los carriles del tranvía estaban «retorcidos como tallos de apio». «Las carreteras siguen atestadas de trabajadores sometidos a la esclavitud que se dirigen lo más rápido que pueden hacia el oeste», comentaría Blunden. «Hoy he visto a uno de ellos con una bandera tricolor que asomaba por el morral que llevaba a las espaldas». También vio a un grupo de esclavos liberados asaltando una cervecería, y luego bailando en la calle y rompiendo ventanas.
Faltaba poco para que salieran a la luz con toda su crudeza las atrocidades cometidas por el régimen nazi. El 4 de abril, tropas americanas entraron en el campo de concentración de Ohrdruf, una sección de Buchenwald, donde encontraron figuras esqueléticas, con la mirada ausente, fantasmagóricas, rodeadas de cadáveres sin enterrar. Eisenhower quedó tan horrorizado que ordenó que los soldados visitaran el campo, y trajo corresponsales de guerra para que fueran testigos de aquellas escenas. Algunos guardias habían intentado disfrazarse para pasar desapercibidos, pero los prisioneros los identificaron. Las tropas aliadas los ejecutaron de inmediato. Otros guardias ya habían muerto a manos de algunos prisioneros, aunque muchos ya no tenían casi fuerzas. El 11 de abril los soldados americanos descubrieron la fábrica subterránea de Mittelbau-Dora. Cuatro días después tropas británicas entraban en Belsen. El hedor que dominaba en todo el lugar y las escenas dantescas que vieron en él llegaron a hacerlos sentirse físicamente mal. Unos treinta mil prisioneros se hallaban en una especie de limbo entre la vida y la muerte, rodeados de más de diez mil cadáveres en estado de putrefacción. Belsen había visto aumentar exageradamente su población con la llegada de los supervivientes de las marchas de la muerte. Más de nueve mil habían muerto de hambre y de tifus en las últimas dos semanas, y unos treinta y siete mil en las últimas seis. De los que aún seguían vivos otros catorce mil acabaron perdiendo la vida a pesar de los esfuerzos del cuerpo médico británico. El oficial de mayor rango presente ordenó que un numeroso destacamento de tropas se dirigiera a los pueblos de las inmediaciones de Bergen y trajera a todos sus habitantes a punta de bayoneta. Cuando se les obligó a trasladar los cadáveres a las fosas comunes, estos civiles alemanes quedaron espeluznados y declararon que no sabían nada de todo aquello, lo que enfureció aún más a los oficiales británicos, que no creyeron sus palabras.
El traslado sin sentido de decenas de miles de prisioneros de los campos de concentración siguió adelante de manera absolutamente absurda y cruel. Unos cincuenta y siete mil hombres y mujeres de Ravensbrück y Sachsenhausen siguieron siendo conducidos hacia el oeste. En total se calcula que entre doscientos mil y trescientos cincuenta mil prisioneros murieron en el curso de las marchas de la muerte. Los soldados alemanes no tenían compasión de ellos. Blunden se enteró de la matanza de Gardelegen, donde los guardias de la SS entregaron miles de prisioneros de Mittelbau-Dora a un grupo formado por personal de la Luftwaffe y miembros de las Juventudes Hitlerianas y de la SA local, que encerraron a los desdichados en un granero y le prendieron fuego. A todo aquel que intentaba escapar, lo abatían a balazos[16]. La rapidez del avance aliado por el oeste hizo que grupos de la SS, ayudados a menudo por el Volkssturm, llevaran a cabo otras muchas matanzas de prisioneros.
A medida que iban avanzando y liberando campos de concentración, las fuerzas aliadas tendrían que ocuparse también de los hombres de su bando que habían caído prisioneros del enemigo. Durante el mes de abril hubo que alimentar y repatriar a unos doscientos cincuenta mil. Eisenhower solicitó que los bombarderos de la RAF y de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos fueran destinados a esta misión, puesto que su trabajo de destrucción estaba prácticamente concluido.
La operación de socorro más importante que hubo que organizar fue la destinada a ayudar a los holandeses que se morían de hambre. Cuando el Reichskommissar Arthur Seyss-Inquart amenazó con inundar buena parte del país, el SHAEF de Eisenhower anunció que tanto él como el Generaloberst Blaskowitz, comandante en jefe de Holanda, serían considerados criminales de guerra si cometían semejante atrocidad. Más tarde, después de unas complicadas negociaciones a través de la resistencia holandesa, las autoridades alemanas accedieron a no obstaculizar los lanzamientos de productos alimenticios en paracaídas en las zonas más afectadas, incluidas las ciudades de La Haya y Rotterdam. En el curso de la Operación Maná, los bombarderos de la RAF realizaron tres mil salidas y lanzaron más de seis mil toneladas de alimentos. Para una infinidad de gente a las puertas de la muerte aquella ayuda supuso la salvación.
Tras rodear en el Ruhr al Grupo de Ejércitos B del Generalfeldmarschall Model durante la primera semana de abril, varias divisiones del IX Ejército de Simpson comenzaron a avanzar rápidamente hacia el río Elba. Eisenhower, preocupado por la reacción de los británicos ante su cambio de estrategia, no sabía si debía lanzarse sobre Berlín o no. Simpson había recibido la orden de aprovechar cualquier oportunidad que se le brindara para establecer una cabeza de puente en el Elba y de prepararse para proseguir el avance o hacia Berlín o hacia el nordeste. A su derecha, el I Ejército se encaminaba a Leipzig y Dresde, mientras que el III Ejército de Patton ya había llegado al macizo del Harz y se dirigía a Checoslovaquia. En el sur de Alemania, el VII Ejército del teniente general Alexander M. Patch y el I Ejército francés de Lattre de Tassigny avanzaban por la Selva Negra.
El 8 de abril, Eisenhower visitó al general Alexander Bolling, al mando de la 84.ª División de Infantería, que acababa de tomar la ciudad de Hannover.
«Alex, ¿hacia dónde irás ahora?», preguntó Eisenhower.
«Seguiremos avanzando, mi general. Tenemos el camino despejado para llegar a Berlín, y nada podrá detenernos».
«Continuad con el avance», dijo Eisenhower. Y, poniéndole la mano en el hombro, añadió: «Os deseo toda la suerte del mundo. Y no permitáis que nada ni nadie os detenga».
Bolling interpretó sus palabras como la confirmación de que Berlín era su objetivo[17].
El 11 de abril, tropas americanas llegaron a Magdeburgo por la autopista de Hannover, y al día siguiente, al sur de Dessau, cruzaron el Elba. Durante las cuarenta y ocho horas posteriores fueron capturadas más cabezas de puente al otro lado del río. La 84.ª División de Bolling repelió el contraataque de unas unidades mal pertrechadas del XII Ejército del general Walther Wenck. Ya disponía de numerosos puentes en el Elba y estaba preparado para lanzarse contra la 2.ª División Acorazada. Durante la noche del 14 de abril sus vehículos cruzaron el río dispuestos a seguir adelante hasta Berlín. Tanto Simpson como Bolling suponían que apenas iban a encontrar oposición. Y no se equivocaban. Casi todas las formaciones de la SS habían sido desplegadas más al este para frenar en la medida de lo posible al Ejército Rojo, pues sabían que este estaba a punto de iniciar el asalto a la capital. La mayoría de las tropas del ejército alemán solo aspiraban en aquellos momentos a poder rendirse a los americanos antes de que llegaran los soviéticos.
Eisenhower tuvo de repente otra intuición y habló con Bradley, el cual pensaba que la captura de Berlín podría costar unas cien mil bajas, cálculo bastante exagerado, como posteriormente admitiría. Ambos acordaron que era inaceptable pagar un número demasiado elevado de bajas por un objetivo prestigioso del que tendrían que retirarse una vez finalizada la contienda. La Comisión Asesora Europea ya había establecido los límites de la zona de ocupación soviética a lo largo del Elba, así como la partición de la ciudad de Berlín. Roosevelt había fallecido el 12 de abril a consecuencia de una hemorragia cerebral y probablemente esta circunstancia pesara en la opinión de Eisenhower.
El 15 de abril, a primera hora de la mañana, Simpson fue convocado al cuartel general del XII Grupo de Ejércitos, cerca de Wiesbaden. Bradley ya estaba esperándolo en el aeródromo cuando su avión aterrizó. Sin mayor preámbulo, le espetó que el IX Ejército debía detenerse en el Elba. No iba a haber avance alguno sobre Berlín.
«¿De dónde diablos has sacado semejante idea?», preguntó Simpson.
«De Ike», respondió Bradley[18].
Simpson, perplejo y decepcionado, regresó a su cuartel general preguntándose cómo iba a comunicar aquella orden a sus oficiales y a sus hombres, especialmente después de haber recibido la noticia de la muerte de Roosevelt apenas tres días antes.
Eisenhower había tomado la decisión correcta, aunque lo hiciera por una razón equivocada. Stalin no habría permitido nunca que los Aliados fueran los primeros en llegar a Berlín. En cuanto los pilotos de la aviación del Ejército Rojo hubieran observado su avance, es muy probable que Stalin hubiera dado la orden de atacarlos. Después seguramente habría dicho que la culpa era de los Aliados por intentar engañarlo con su compromiso de realizar su avance más al sur. Eisenhower quería evitar a toda costa cualquier posible enfrentamiento con el Ejército Rojo. Y, con el firme apoyo de Marshall, rechazó la idea de Churchill de que americanos y británicos «deben estrechar la mano de los rusos lo más al este que sea posible»[19]. Sabían que el primer ministro inglés quería presionar a Stalin con la esperanza de conseguir un trato más favorable para Polonia, pero negaban estar influidos por lo que consideraban la política de posguerra de Europa.
Goebbels estalló de júbilo cuando tuvo conocimiento de la muerte de Roosevelt. Telefoneó inmediatamente a Hitler, que estaba sumido en la tristeza en su búnker de la Cancillería del Reich. «Mein Führer, le felicito!», exclamó. «Roosevelt ha muerto. ¡Está escrito en las estrellas que la segunda quincena de abril supondrá un punto de inflexión para nosotros! ¡Este viernes, 13 de abril, se producirá ese punto de inflexión!»[20]. Unos días Goebbels había tratado de elevar la moral de Hitler leyéndole extractos de la Historia de Federico II de Prusia de Carlyle, incluido el pasaje en el que Federico, pensando en el suicidio en el momento más crítico de la Guerra de los Siete Años, recibe de pronto la noticia de la muerte de la zarina Isabel. «Se había producido el milagro de la Casa de Brandenburgo». Al día siguiente, por la noche, bombarderos aliados redujeron a escombros buena parte de la Potsdam de Federico el Grande.
El 8 de abril, a medida que sus enemigos estrechaban el cerco, Hitler y las máximas autoridades nazis habían desencadenado una matanza frenética para impedir una nueva «puñalada por la espalda». Fueron asesinados algunos destacados prisioneros, especialmente los encarcelados a raíz de la conspiración de julio así como otros sospechosos de traición, entre ellos el almirante Canaris, Dietrich Bonhoeffer y el carpintero Georg Elser, que había atentado contra la vida de Hitler en noviembre de 1939. «Cortes marciales itinerantes» dictaban penas de muerte contra los desertores y contra cualquiera que emprendiera la retirada sin haber recibido la orden correspondiente. A los soldados les mandaron disparar contra aquellos oficiales que optaran por retirarse, independientemente de su graduación. El 19 de marzo, Hitler, que ya había manifestado a sus más estrechos colaboradores su intención de «arrastrar a todo un mundo» tras de sí, había firmado la llamada «Orden Nerón» para destruir puentes, fábricas e instalaciones diversas. Si el pueblo alemán era incapaz de alzarse con la victoria, no merecía, en su opinión, sobrevivir. Albert Speer, con el apoyo de algunos industriales y generales, consiguió evitar parte de esa destrucción argumentando que era de derrotistas arrasar unas instalaciones que podían ser recuperadas con un contraataque.
Hitler empezó a dudar de la lealtad del enigmático Speer, y también de su más fiel paladín, Heinrich Himmler, que trataba de «vender» judíos a los Aliados o utilizarlos como moneda de cambio. La dirección del partido nazi se había desintegrado y corrían rumores de que los Gauleiter escapaban con sus familias a lugares seguros, ordenando a todos los demás combatir hasta la muerte. Aquellos matones fanfarrones pusieron de manifiesto lo cobardes e hipócritas que eran en realidad. En aquellos momentos el grito de Heil Hitler!, y el saludo nazi ya solo los utilizaban los fanáticos irreductibles o los que se sentían atemorizados ante su presencia. Prácticamente nadie creía ya «en las frases y las promesas vacías del Führer», como advertía un informe del Sicherheitsdienst de la SS[21]. La gente estaba furiosa por la negativa del gobierno a reconocer la realidad de la derrota y a evitar más pérdidas sin sentido de vidas humanas. Solo los muy desesperados creían la fantasía de Hitler de que la ruptura de los Aliados iba a salvar a Alemania.
El imperio nazi había quedado reducido a una estrecha franja de territorio que iba desde Noruega hasta el norte de Italia. Fuera de eso apenas quedaban algunas bolsas aisladas de resistencia. Las sucesivas peticiones de Guderian, solicitando la repatriación de fuerzas, en particular la gran guarnición de Noruega y lo que quedaba del Grupo de Ejércitos Norte, atrapado en la península de Curlandia, habían sido rechazadas furiosamente por el Führer. Los constantes desafíos de Hitler a la lógica militar no hacían más que amargar y desesperar a los altos mandos de las fuerzas alemanas. El propio Guderian había sido destituido el 28 de marzo, tras un intento fallido de acudir en socorro de Küstrin. El duro enfrentamiento que tuvo lugar en el búnker del Führer impresionó y dejó confundidos a todos los que lo presenciaron. «Hitler se ponía cada vez más pálido», comentaría el ayudante del jefe de estado mayor, «y Guderian enrojecía cada vez más»[22].
Guderian fue sustituido por el general Hans Krebs, el oficial al que Stalin diera unas palmaditas en la espalda en el andén de la estación de Moscú poco antes de que diera comienzo la Operación Barbarroja. Krebs, un individuo de corta estatura, oportunista y astuto, carecía de experiencia de mando, circunstancia muy conveniente para Hitler, que solo pretendía disponer de un subordinado eficiente que acatara su voluntad sin rechistar. En Zossen, los oficiales de estado mayor del cuartel general del OKH no sabían qué pensar. Se encontraban ya en un estado que oscilaba «entre la agitación nerviosa y el trance», diría uno de ellos, debido a la sensación de «tener que cumplir con tu deber mientras veían que ese deber carecía completamente de sentido»[23].
El 9 de abril, en Italia, el XV Grupo de Ejércitos, al mando ahora del general Mark Clark, lanzó una ofensiva al otro lado de la línea Gótica en dirección al río Po. El V Ejército de los Estados Unidos y el VIII Ejército británico se habían convertido en un conglomerado de nacionalidades aún mayor, con la 1.ª División canadiense, que había tomado Rimini en septiembre, la 8.ª División india, la 2.ª División de Nueva Zelanda, la 6.ª División Acorazada sudafricana, el II Cuerpo polaco, dos formaciones italianas, una brigada de montaña griega, fuerzas brasileñas y una brigada judía. El V Ejército de los Estados Unidos, comandado por Lucien Truscott, consiguió por fin tomar Bolonia con la ayuda del cuerpo polaco, y el VIII Ejército logró conquistar Ferrara y llegar también al Po[24].
Churchill esperaba un avance rápido. Le preocupaba que el tratado soviético-yugoslavo, que fue ratificado dos días después, amparara las pretensiones de Tito sobre Trieste e Istria en el extremo septentrional del Adriático, e hizo caso omiso a las peticiones de más ayuda formuladas por Tito. Como los yugoslavos habían entrado en la esfera de influencia soviética, debían pedir esa ayuda a Moscú. Además, temía que el poderío soviético en la región animara a los comunistas italianos, cuyos partisanos ya constituían una importante fuerza en el norte del país.
El 11 de abril el Ejército Rojo llegó al centro de Viena. Antes incluso de que diera comienzo la batalla de Berlín, se había emprendido la carrera para gozar de la posición más ventajosa posible en la Europa de posguerra. Churchill exhortó a Eisenhower a permitir el avance hacia Praga del III Ejército de Patton, pero el comandante supremo insistió en que primero debía consultarlo con la Stavka. El rechazo de esta fue inmediato y perentorio. A Churchill también empezaba a preocuparle Dinamarca. Una vez cruzada la desembocadura del Oder cerca de Stettin, el Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky podía avanzar rápidamente a través de Mecklenburgo.
El 14 de abril, Hitler dictó una «Orden del Día» a sus tropas del Frente del Oder y el Neisse. Una vez más amenazaba con «tratar como traidor al pueblo alemán» a todo aquel que no cumpliera con su deber. Con inconexas alusiones a la derrota de los turcos ante las puertas de Viena en 1683, afirmaba que «esta vez los bolcheviques correrán la antigua suerte de los asiáticos»[25]. (No decía, sin embargo, que la ciudad había sido salvada en realidad por la caballería polaca). Hitler también parecía ignorar el hecho de que Viena acababa de caer en manos del Ejército Rojo. Goebbels, por su parte, acuñó una nueva consigna: «Berlín sigue siendo alemana, y Viena volverá a ser alemana». Los paralelismos históricos y la propaganda moderna ya habían dejado de tener efecto en la mayoría de los alemanes.
Los berlineses, presintiendo lo que se les venía encima, empezaron a prepararse para el ataque. A las mujeres se les ofreció la posibilidad de realizar prácticas de tiro. Los miembros del Volkssturm, algunos de los cuales se protegían la cabeza con cascos franceses capturados en 1940, fueron puestos a trabajar en la construcción de barricadas en unas calles que ya estaban cubiertas de escombros y de vidrios rotos. Se colocaron vagones de tranvías y de trenes mercancía, llenos de piedras y cascotes, a modo de parapetos. Se arrancaron los adoquines del pavimento para poder cavar trincheras en las que debían instalarse hombres y niños armados con Panzerfaust. Las amas de casa hicieron acopio de tantas provisiones como podían e hirvieron agua que conservarían en tinajas para poder beber cuando las tuberías se secaran. Los adolescentes del Reichsarbeitsdienst, el servicio de trabajo de carácter paramilitar, fueron reclutados en masa por el ejército. Muchos de ellos se vieron obligados a presenciar ejecuciones: «¡Para que os acostumbréis a la muerte!», les dijo un oficial[26]. Madres y novias iban a verlos partir. Estos reclutas, escoltados por suboficiales, trataban de mantener alta la moral recurriendo a un siniestro sentido del humor cuando partían al frente del Oder en los trenes de la red local de la S-Bahn. «¡Nos vemos en la fosa común!», decían algunos al despedirse[27].