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EL PACÍFICO, CHINA Y BIRMANIA

(MARZO-DICIEMBRE DE 1943)


Tras las agotadoras batallas libradas para asegurar Guadalcanal y el este de Papúa Nueva Guinea, los americanos se dieron cuenta de que eliminar la base japonesa de Rabaul iba a ser una tarea larga y compleja. Las rivalidades por el mando existentes entre MacArthur y la Marina de los Estados Unidos solo servían para complicar aún más las cosas. Pero cuando el almirante William «Bull» Halsey Jr., que había asumido el mando de la flota del sur del Pacífico, visitó a MacArthur en su cuartel general de Brisbane, los dos hombres se entendieron sorprendentemente bien. En abril de 1943 se acordó que las fuerzas de Halsey avanzarían hacia el noroeste desde Guadalcanal, pasando por la larga cadena que formaban las islas Salomón. Al mismo tiempo, las fuerzas de MacArthur limpiarían de japoneses Nueva Guinea y capturarían la península de Huon, situada frente a las costas de Nueva Bretaña, creando así un ataque en pinza contra Rabaul. Dos islas que se encontraban al sur de Nueva Bretaña, Kiriwina y Woodlark, también serían capturadas para establecer en ellas bases aéreas.

Los japoneses reforzaron Rabaul, Nueva Guinea y las islas Salomón occidentales con cien mil soldados procedentes de Corea, China y otras regiones. Su principal prioridad era ayudar a la 51.ª División encargada de la defensa de la ciudad de Lae, en la península de Huon. El 1 de marzo, el convoy japonés de ocho barcos de transporte de tropas, escoltado por ocho destructores, se adentró en aguas del mar de Bismarck, pasando frente a la costa occidental de Nueva Bretaña. Fue divisado por Fortalezas Volantes B-17 de la Quinta Fuerza Aérea que actuaba en apoyo de MacArthur. La Quinta Fuerza Aérea había experimentado una gran mejora tras la llegada del nuevo comandante, el general George C. Kenney. Entre las reformas llevadas a cabo por Kenney estaba la orden de que los bombarderos medios B-25 dejaran de bombardear a gran altura, unas acciones que se habían revelado totalmente inefectivas contra los barcos. Por el contrario, debían atacar a baja altitud, con sus nuevas ametralladoras colocadas en la parte delantera para disuadir a los artilleros de las baterías antiaéreas de los barcos y luego soltar sus bombas sobre un flanco de la nave.

La batalla del mar de Bismarck empezó con los ataques, volando a baja altitud, de los Beaufighter australianos, seguidos por unos bombardeos a gran altura que hundieron un barco de transporte y dañaron otros. Los Zero japoneses que proporcionaban cobertura aérea al convoy tuvieron que enfrentarse a los recién llegados P-38 Lightning estadounidenses, que los pusieron fácilmente fuera de combate. Durante los dos días siguientes, el convoy nipón avanzó a duras penas por el estrecho de Vitiaz, rumbo a Nueva Guinea. Al tercer día, los pilotos de Kenney probaron por primera vez una técnica nueva para ellos: el «bombardeo de rebote». Tras otro fulgurante ataque de los Beaufighter para destruir los cañones antiaéreos, los B-25 y los A-20 entraron en escena soltando sus bombas de detonación retardada para que estallaran dentro del barco. El efecto fue devastador. Los siete barcos de transporte que quedaban se fueron a pique junto con cuatro destructores. Como se pensaba que los japoneses nunca se rendían, veloces lanchas torpederas «PT» y cazas disparaban contra los botes salvavidas y los hombres que nadaban en el agua. Perdieron la vida unos tres mil japoneses. Con la técnica del «bombardeo de rebote» los Estados Unidos habían encontrado su solución letal para la guerra en alta mar, y Japón no fue capaz de reforzar ni de abastecer de provisiones a sus guarniciones excepto con submarinos o incursiones nocturnas llevadas a cabo por destructores. En muchos lugares las tropas niponas comenzaron a pasar hambre.

El almirante Yamamoto puso el máximo empeño en reforzar a sus tropas de la región. Fueron enviados otros doscientos aviones a Rabaul y a la isla de Bougainville, de las Salomón occidentales, para doblar el número de aparatos aéreos presentes en la zona. Yamamoto voló a Rabaul para supervisar las operaciones. El 17 de abril, en el que sería el ataque japonés de mayor envergadura después de Pearl Harbor, bombarderos en picado japoneses, escoltados por cazas Zero, se lanzaron sobre Guadalcanal y Tulagi. Y durante los días siguientes, la aviación nipona se dedicó a bombardear Port Moresby y la bahía de Milne, en el extremo oriental de Papúa.

El 14 de abril, los americanos interceptaron un mensaje por radio que indicaba que Yamamoto iba a volar de Rabaul a Bougainville el día 18. El almirante Nimitz pidió y recibió la autorización de Washington para tender una emboscada. Sabía la hora de llegada a Bougainville. En Guadalcanal, en Campo Henderson, se mantenían a la espera dieciocho «diablos de dos colas» P-38 Lightning. Mientras la mayoría de ellos se enfrentaba a los cazas Zero de escolta, los restantes fueron a por los dos bombarderos japoneses, en uno de los cuales viajaba Yamamoto. El teniente Thomas Lanphier partió el ala del avión del almirante, que se precipitó para estrellarse en la isla. El otro bombardero cayó en el mar. El cadáver carbonizado del comandante en jefe de la Armada Imperial de Japón fue recuperado más tarde en la jungla por un pelotón de soldados japoneses enviado en su búsqueda. El 5 de junio, las cenizas de Yamamoto recibieron funeral de estado en Tokio.

La Operación Cartwheel, esto es, el avance hacia Rabaul, comenzó el 30 de junio. Un regimiento de la 41.ª División a las órdenes de MacArthur desembarcó en Nueva Guinea, cerca de Lae. Algunas lanchas de desembarco encallaron debido al fuerte oleaje, y el rechinante ruido de sus motores, que los pilotos aceleraban para intentar salir de allí, sonaba en la oscuridad como el de unos tanques desembarcando. Las tropas japonesas huyeron a la jungla, e inmediatamente pudo establecerse una cabeza de playa. Ese mismo día, los americanos desembarcaron en las dos islas, Kiriwina y Woodlark, situadas a unos quinientos kilómetros al sur de Rabaul. No encontraron resistencia, y pudieron construirse los aeródromos necesarios para que las escuadrillas de cazas P-38 Lightning estuvieran a una distancia apropiada para atacar la gran base japonesa.

También el 30 de junio los barcos del almirante Halsey desembarcaron a diez mil soldados en Nueva Georgia, una de las islas Salomón situada al noroeste de Guadalcanal. Los estadounidenses ya habían mejorado notablemente sus técnicas de desembarco, utilizando muchos más vehículos anfibios, como el amtrac o el DUKW. Contaban con un enorme apoyo aéreo de Guadalcanal, pero la espesa jungla de Nueva Georgia era mucho más difícil de penetrar de lo que habían imaginado los planificadores de la operación. La jungla comenzó a agotar y a desorientar a los soldados que acababan de llegar con la 43.ª División, y cuando caía la noche sus ruidos los asustaban constantemente. Un regimiento tardó tres días en recorrer apenas un kilómetro y medio. Como no habían aprendido aún los trucos del combate en la jungla, fácilmente se sentían hostigados y aterrorizados por las acciones que emprendían pequeños grupos de soldados japoneses desde su base de Munda, en el extremo occidental de la isla. Antes de librar la primera batalla, casi la mitad de la fuerza sucumbió a la fatiga de combate. Halsey tuvo que destituir a varios comandantes y enviar tropas nuevas, aumentando las fuerzas terrestres a cuarenta mil efectivos.

La lentitud del avance había permitido la llegada por la noche de refuerzos japoneses, que vieron aumentadas sus fuerzas a unos diez mil hombres. El primer intento del contraalmirante Walden Ainsworth de interceptar a esos convoyes nocturnos fue al principio un éxito, pues logró hundir el buque insignia japonés Jintsu. Pero mientras sus barcos trataban de completar la acción, un destructor fue hundido y tres cruceros acabaron gravemente dañados por unos buques de guerra nipones que utilizaron sus letales torpedos Tipo 93 (los llamados Long Lance), que eran mucho más efectivos que cualquiera de los que podía haber en el arsenal americano.

Durante aquellas batallas nocturnas, la lancha torpedera PT 109, a las órdenes del teniente John F. Kennedy, fue alcanzada por un destructor nipón. Kennedy consiguió conducir a los supervivientes hasta tierra firme, a una isla de las inmediaciones. Gracias a un observador costero australiano pudieron ser rescatados seis días después. El 6 de agosto, en otra emboscada en alta mar, seis destructores americanos localizaron por radar la posición de cuatro destructores japoneses llenos de soldados. Los buques de guerra estadounidenses esperaron a que las embarcaciones enemigas estuvieran a tiro y dispararon veinticuatro torpedos. Solo uno de los barcos nipones consiguió escapar. Los otros tres se fueron a pique con novecientos soldados a bordo.

Las tropas de refuerzo japonesas que pudieron llegar a Nueva Georgia fueron utilizadas en una triple contraofensiva, logrando con una de ellas rodear el cuartel general de la 43.ª División. Solo el magnífico escudo creado por la artillería americana, que supo elegir perfectamente el blanco de sus objetivos, disparando sus bombas alrededor de todo el perímetro defensivo, consiguió repeler el ataque de los japoneses.

El avance hacia Munda resultaba mucho más difícil de lo que habían imaginado los americanos. Los japoneses habían construido una serie de búnkeres perfectamente camuflados en la jungla. Al final, tras recurrir a una combinación de artillería, morteros, lanzallamas y tanques ligeros, los búnkeres fueron destruidos, y el aeródromo de Munda fue ocupado el 5 de agosto. La batalla de Nueva Georgia fue una experiencia aleccionadora, en la que fue necesario disponer de una superioridad numérica de cuatro a uno, por no hablar del masivo apoyo aéreo y naval, imprescindible para asegurar la isla.

El estado mayor de Halsey, conmocionado por el tiempo y el esfuerzo que había supuesto la operación, revisó su estrategia. Decidió que, en vez de ocupar paso a paso las islas Salomón, podían «saltarse» las que estuvieran fuertemente defendidas, construir aeródromos en las inmediaciones y aislar con la ayuda de las fuerzas navales y aéreas a las guarniciones japonesas que dejaran atrás. Así pues, el siguiente objetivo ya no sería Kolombangara, sino Vella Lavella, una isla con escasas defensas. Este hecho obligó a los japoneses a evacuar Kolombangara, donde hacía poco habían llegado más refuerzos.

En prácticamente todas las islas que iban asegurándose, la principal prioridad era establecer un aeródromo. Los batallones de construcción e ingeniería naval (los Seabees, por la pronunciación en lengua inglesa de la sigla CB’s, Construction Battalion’s, y cuya traducción literal sería «abejas de mar») dinamitaban la jungla, allanaban el terreno con la ayuda de máquinas como el bulldozer, colocaban unas chapas metálicas perforadas, llamadas por los americanos «Marston mats» y las cubrían de coral triturado. A veces, si desembarcaban justo a continuación del primer grupo de marines, podían tener preparada una nueva pista de aterrizaje en menos de diez días. Un oficial comentaría refiriéndose a esos hombres extraordinariamente duros e ingeniosos que «olían como cabras, vivían como perros y trabajaban como mulas»[1]. Su contribución a la guerra en el Pacífico fue considerable.

En Nueva Guinea, mientras tanto, las tropas americanas y australianas de MacArthur se encargaron de tomar la base japonesa de Lae antes de ocupar la península de Huon. El 503.º Regimiento de Infantería Paracaidista de los Estados Unidos saltó sobre el aeródromo de Dadzab, al oeste de Lae, y al día siguiente los aviones de transporte C-47 comenzaron a desembarcar a los hombres de la 7.ª División Australiana. Con la llegada por el este de la 9.ª División Australiana, la ciudad quedó condenada, cayendo en manos de los Aliados a mediados de septiembre. La península de Huon, sin embargo, sería un objetivo mucho más difícil. Los japoneses, decididos a resistir el mayor tiempo posible para proteger la ciudad de Rabaul, situada al otro lado del estrecho de Vitiaz, no fueron expulsados de la costa hasta octubre, y se tardó otros dos meses en echarlos de las montañas de las inmediaciones.

En noviembre, las fuerzas de Halsey desembarcaron en Bougainville, la última isla importante que quedaba antes de Rabaul. Los manglares, la espesa jungla y la cadena montañosa representaban un obstáculo todavía más difícil de superar que el terreno de Nueva Georgia. Además, la guarnición japonesa de cuarenta mil hombres contaba con el apoyo de cuatro aeródromos. Lo primero que hizo Halsey fue emprender una serie de ataques de diversión contra las islas vecinas, para luego desembarcar dos divisiones en la costa occidental de la isla, en un lugar con escasas defensas, y lanzar una gran ofensiva aérea contra Rabaul, en el curso de la cual fueron destruidos más de un centenar de aviones japoneses. Los nuevos y veloces cazas F4U Corsair empezaban a demostrar su poderío. Los japoneses perdieron a la mayoría de sus pilotos más expertos, y su caza Zero, que se había erigido en el vencedor indiscutible de los combates aéreos en 1941, ya estaba obsoleto. Tras dos días de incursiones, el flamante comandante en jefe de la Flota Combinada, el almirante Koga Mineichi, ordenó que todos sus buques se retiraran de Rabaul y pusieran rumbo a Truk, su base principal en el Pacífico, situada a unos mil trescientos kilómetros al norte.

El general Hyakutake, comandante del XVII Ejército de Bougainville, creyó que el desembarco en la costa occidental de la isla era simplemente otro movimiento de diversión, por lo que no contraatacó. Este hecho permitió que los americanos tuvieran la oportunidad de establecer un gran perímetro defensivo con óptimas defensas antes de que Hyakutake se diera cuenta de su gravísimo error.

El 15 de diciembre, la vanguardia de MacArthur desembarcó en la costa meridional de Nueva Bretaña. Once días después, la 1.ª División de Infantería de Marina, con energías renovadas tras su prolongado descanso en Melbourne, desembarcó en Cabo Gloucester, promontorio situado al suroeste de la isla. Para MacArthur, ocupar este sector era vital porque permitiría asegurar el flanco de la ruta que quería tomar para invadir Filipinas.

Los marines desembarcaron en una playa de arena volcánica negra el día después de Navidad, no sin antes haber recibido de su comandante las siguientes instrucciones: «No apretéis el gatillo hasta que tengáis carne a la vista. Y cuando lo hagáis, derramad sangre, derramad sangre amarilla»[2]. Era la estación de las lluvias, con mucho barro, una humedad sofocante, putrefacción, sanguijuelas y úlceras tropicales, y en la que las misiones de patrulla y las escaramuzas se desarrollaban en medio de una lluvia tan intensa que la visibilidad se veía drásticamente reducida. Una vez asegurado después de duros combates un elemento clave, la Cota 660, desde la que se dominaba el aeródromo, Cabo Gloucester estuvo totalmente controlado por los Aliados. A partir de ese momento, Rabaul podía ser bombardeada desde diversas direcciones, aunque había perdido su importancia tras la partida de la flota japonesa. Pero las fuerzas de MacArthur aún tenían que terminar de despejar de japoneses la costa septentrional de Nueva Guinea.

Mientras MacArthur estaba cada vez más cerca de cumplir su sueño de gloria en las Filipinas, Nimitz empezaba su avance hacia el norte, en dirección a Japón, isla por isla a través del Pacífico central. Tenía a sus órdenes la Quinta Flota del vicealmirante Spruance, enormemente reforzada tras la llegada de portaaviones rápidos de la clase Essex con un centenar de aviones cada uno, así como de portaaviones ligeros de la clase Independence con cincuenta aparatos aéreos. El gran poderío de esta flota de portaaviones suponía que la invasión de las islas Gilbert, el primer archipiélago que había que ocupar, pudiera llevarse a cabo sin tener que depender de la cobertura aérea proporcionada desde bases terrestres. Esos atolones, en los que solo había poco más que palmeras, parecían unos objetivos idílicos en comparación con las grandes islas del Pacífico sur, con sus espesas junglas, sus manglares y sus cadenas montañosas. Pero los planificadores de las operaciones subestimaron los problemas que representaban tantos arrecifes de coral a su alrededor.

El 20 de noviembre, la 2.ª División de Infantería de Marina asaltó el atolón Tarawa. Tres acorazados, cuatro cruceros pesados y veinte destructores bombardearon las posiciones y la pista de aterrizaje de los japoneses. Los bombarderos en picado Dauntless también entraron en acción, y los marines que contemplaban las continuas explosiones se sintieron muy animados. Parecía como si toda la isla estuviera saltando por los aires. Pero los búnkeres japoneses, construidos con hormigón y troncos de palmera, se revelarían mucho más resistentes de lo que habían imaginado los comandantes americanos. Los vehículos anfibios y las lanchas de desembarco tardaron más tiempo de lo previsto en alcanzar la costa. Cesaron los bombardeos, y debido a unos problemas de comunicación en el buque insignia estadounidense Maryland, se produjo una larga pausa que permitió a los japoneses recuperarse y reforzar el sector amenazado. Pero el error más grave lo cometió el almirante Turner, el obstinado comandante de la fuerza operacional, que se negó a escuchar las advertencias de un oficial británico retirado que había hecho un estudio de las mareas en la isla. Contando con el apoyo del oficial al mando de los marines, había informado a Turner de que en aquella época del año sus lanchas de desembarco no tendrían el metro veinte de calado necesario para no embarrancar.

Los primeros vehículos anfibios lograron superar el arrecife, pero inmediatamente se convirtieron en objetivo del fuego incesante del enemigo. Bloqueados por un pequeño malecón, recibieron una lluvia de granadas de la infantería japonesa. Un marine jugador de béisbol consiguió coger cinco granadas seguidas y devolvérselas a los nipones, pero la sexta le arrancó una mano. Las lanchas de desembarco que venían detrás quedaron atrapadas en los arrecifes, convirtiéndose en blancos fáciles. Enseguida se puso en marcha entre la playa y el arrecife un caótico servicio de transporte con los vehículos anfibios que no habían sido alcanzados por el enemigo. Los marines que alcanzaban la playa eran recibidos con una lluvia de disparos. Las radios, completamente empapadas de agua de mar, no funcionaban, por lo que no podía establecerse comunicación con los buques.

Al caer la noche habían desembarcado sanos y salvos unos cinco mil hombres, pero a un precio horrible: alrededor de mil quinientas bajas y un gran número de vehículos anfibios carbonizados. Los cadáveres cubrían literalmente la playa, y muchos flotaban entre las olas como restos de un naufragio. Durante la noche soldados de la infantería japonesa se introdujeron en algunos de los vehículos anfibios destruidos, y otros alcanzaron a nado los que estaban encallados en la bahía, para convertirlos en posiciones defensivas desde las que poder atacar a los marines de la playa por la espalda. Un grupo de artilleros se había guarnecido en un barco de carga japonés que había quedado inutilizado, y luchaban desde allí.

El mismo patrón volvió a repetirse prácticamente de manera idéntica al día siguiente al amanecer, cuando trataron de desembarcar tropas de refuerzo. Pero, por fortuna para los marines, otro batallón que había despejado la costa noroccidental de la isla enseguida recibió el refuerzo de tanques. El encarnizado combate al final empezó a perder intensidad, pero después de que los marines fueran búnker por búnker, sirviéndose de una combinación de cargas explosivas, gasolina y lanzallamas que acabó reduciendo al enemigo a poco más que un montón de esqueletos carbonizados. Algunos japoneses acabaron enterrados vivos en el interior de sus búnkeres cuando un bulldozer blindado cubrió totalmente de arena las rendijas por las que disparaban y respiraban.

La batalla concluyó al finalizar el tercer día de combate con una carga suicida en masa inspirada por la ideología gyokusai de «muerte antes que deshonor» para no caer prisionero. Los marines respondieron a sus agresores con brutal regocijo[3].

Aproximadamente cinco mil soldados japoneses y obreros de la construcción coreanos murieron a lo largo de tres días. Y el precio que hubo que pagar por conquistar una sola de aquellas diminutas islas —más de mil muertos y unos dos mil heridos— conmocionó a los comandantes americanos y a la opinión pública en los Estados Unidos, horrorizada por las fotografías en las que aparecían tantos cadáveres de marines. Pero las pérdidas impulsaron a los planificadores a introducir numerosas mejoras en futuras operaciones, como, por ejemplo, la utilización de equipos submarinos de demolición y de vehículos anfibios con un blindaje más resistente y la revisión exhaustiva y completa de todas las comunicaciones y todos los informes de los servicios de inteligencia antes de llevar a cabo un desembarco. También volvieron a evaluarse las limitaciones que suponían las bombas y los explosivos detonantes utilizados por la artillería naval. Para búnkeres como los de Tarawa, era necesario disponer de proyectiles perforadores de blindaje.

En la primavera de 1943 Roosevelt y Marshall ya habían consolidado su estrategia para China. Como preferían una ofensiva aérea, seguían rechazando los argumentos de Stilwell, que abogaba por un gran despliegue de las fuerzas terrestres aliadas para derrotar a los japoneses en China. Su principal prioridad era organizar la XIV Fuerza Aérea de Chennault en China continental. La idea era que esta formación estuviera en grado de atacar los barcos japoneses que navegaban por el mar de China Meridional y de realizar incursiones contra las bases de suministros japonesas para ayudar a la marina estadounidense en el Pacífico. Pero había un fallo en su plan. Era evidente que los éxitos de Chennault acabarían provocando una reacción japonesa, y sin unas fuerzas chinas suficientemente fuertes para defender sus aeródromos, la campaña de la XIV Fuerza Aérea acabaría en fracaso. Los ejércitos de Yunnan de Chiang Kai-shek debían ser reforzados con ese fin, pero solo recibieron unos cuantos pertrechos. El grueso de las primeras cuatro mil setecientas toneladas de suministros estaba destinado a Chennault, y la promesa de Roosevelt de que los aviones de transporte cruzarían la «Joroba» del Himalaya para traer diez mil toneladas al mes era, por decirlo suavemente, muy optimista.

En mayo los japoneses lanzaron su cuarta ofensiva contra Changsha, en la provincia de Hunan, con un desembarco anfibio en la costa del lago Tungting. Otro ataque desde Hupeh, más al sur, indicaba que se trataba de una operación de envolvimiento para capturar una importante región rica en arrozales. Los B-24 Liberator de la XIV Fuerza Aérea de Chennault bombardearon los centros de suministros japoneses y los trenes que llegaban con refuerzos. Los Liberator y sus escoltas de cazas derribaron veinte aviones nipones, levantando la moral de las tropas nacionalistas de tierra.

Aunque las pérdidas de los nacionalistas habían sido muy superiores a las de los japoneses, las fuerzas de Chiang Kai-shek repelieron el ataque de los nipones, obligándolos a retroceder. En la provincia de Shantung, al sur de Pekín, una división nacionalista china que se encontraba en la zona controlada por los japoneses se vio atacada por formaciones niponas y por unidades comunistas chinas.

El gobierno nacionalista de Chungking había roto relaciones diplomáticas con la Francia de Vichy, y el régimen títere de Wang Jingwei había declarado la guerra tanto a los Estados Unidos como a Gran Bretaña. Las autoridades de Vichy también se vieron obligadas a ceder las concesiones de Francia en China a Wang Jingwei. La numerosa comunidad de rusos blancos de Shanghai, que había colaborado estrechamente con los japoneses, estaba cada vez más deprimida por la victoria de la Unión Soviética en Stalingrado. El odiado régimen soviético parecía más fuerte que nunca, y la guerra, tanto en el Pacífico como en el frente oriental, empezaba a seguir unos derroteros muy distintos a los previstos. La idea de una Shanghai comunista ya no era una posibilidad descabellada. Los japoneses habían dejado prácticamente de hostigar a las fuerzas de Mao Tse-tung en el noroeste, y si llegaba el Ejército Rojo después de derrotar a Alemania, los comunistas chinos se harían con el poder[4].

El baile de sombras de la diplomacia siguió adelante. Tokio anunció que a Birmania iba a concedérsele la independencia como parte de la Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental. En consecuencia, su gobierno títere tuvo que declarar la guerra a los Estados Unidos y a Gran Bretaña. Y en un intento más por apoyar su afirmación de que luchaba contra el colonialismo, el gobierno japonés creó un Ejército Nacional Indio, que Subhas Chandra Bose se encargó de organizar y formar con prisioneros de guerra de origen indio reclutados en los campos de internamiento japoneses.

Los enfrentamientos entre Stilwell y Chennault se habían vuelto aún más ásperos a lo largo de aquella primavera. Para consternación de los oficiales aliados, su enemistad había empezado a lastrar el esfuerzo de guerra. Brooke calificaba a Stilwell de «chiflado inútil sin imaginación», y a Chennault de «aviador muy intrépido pero con muy poco seso»[5]. Stilwell se había creado un enemigo también en Chiang Kai-shek tras manifestarse a favor del envío de ayuda a los comunistas chinos. Chiang estaba furioso porque los comunistas de Mao Tse-tung se negaban a integrarse en el orden de batalla de los nacionalistas. Stilwell afirmaba que combatían con mayor arrojo a los japoneses, lo que encolerizaba todavía más a Chiang. Los servicios de inteligencia británicos, sin embargo, estaban convencidos de que los comunistas habían llegado secretamente a un acuerdo con los japoneses, en virtud del cual los dos bandos limitaban las operaciones que pudieran enfrentarlos. Mao quería dosificar el uso de sus tropas y sus pocos pertrechos para estar preparado para la guerra civil que iba a estallar inevitablemente una vez derrotados los japoneses. Y lo mismo quería, por supuesto, Chiang.

En mayo de 1943, para tratar de poner fin a su enfrentamiento, Stilwell y Chennault fueron invitados a entrevistarse con Roosevelt justo antes de que se celebrara la conferencia «Tridente» en Washington. Roosevelt confirmó la prioridad de la ofensiva aérea de Chennault desde China, pero también autorizó que Stilwell prosiguiera su campaña para reconquistar el norte de Birmania. El presidente tenía la virtud de evitar enfrentamientos entre comandantes permitiendo que dos opciones distintas se desarrollaran a la vez, como hizo con MacArthur y la Marina de los Estados Unidos al autorizar la estrategia de «Dos Ejes» en el Pacífico.

En julio se propuso poner en marcha la Operación Bucanero, un desembarco masivo de tropas en la costa de Birmania, con el objetivo de expulsar a los japoneses del golfo de Bengala. Chiang Kai-shek apoyó la idea, pero no se equivocó cuando sospechó que los aliados no estaban preparados para poner en juego un gran contingente de fuerzas terrestres en el sudeste del continente asiático. No es de extrañar que lo que menos le gustara del plan fuera tener que ceder tropas para conquistar Birmania, mientras los americanos y los británicos concedían tan poca importancia a sus fuerzas en China. En cualquier caso, la falta de barcos impidió que la operación Bucanero se hiciera realidad.

Las relaciones con Chiang Kai-shek no mejoraron precisamente cuando a mediados de agosto se acordó en el curso de la conferencia «Cuadrante» celebrada en Quebec la creación del Mando Aliado del Sudeste Asiático, o SEAC por sus siglas en inglés, con el vicealmirante lord Louis Mountbatten como comandante supremo. Brooke, que no tenía muy buena opinión de la capacidad de Mountbatten, comentaría que iba a necesitar a un jefe de estado mayor sumamente inteligente para ayudarlo en su misión. Y para este puesto fue elegido el teniente general sir Henry Pownall. Sin embargo, Mountbatten también contaría con otro ayudante, «Vinegar Joe» Stilwell, que lo detestaba. Mountbatten, un aristócrata sofisticado y encantador que sabía sacar partido de su parentesco con la familia real británica, poseía un talento especial para las relaciones públicas, pero no dejaba de ser un ruinoso comandante cuyo vertiginoso ascenso no correspondía a sus capacidades.

Chiang Kai-shek recibió con horror la noticia de que sus tropas iban, pues, a servir en Birmania a las órdenes de los británicos. Quiso solicitar que Stilwell, cada vez más problemático, fuera retirado de China, pero luego, en octubre, cambió de opinión porque se dio cuenta de que, sin él, probablemente los americanos dejarían de apoyar a sus fuerzas en China. Curiosamente, este cambio radical de postura recibió el apoyo de Mountbatten, que temía que la retirada de Stilwell aumentara los temores de la prensa americana de que los británicos pretendían controlar solos el sudeste asiático. Los oficiales estadounidenses ya empezaban a bromear diciendo que SEAC era en realidad la sigla de «Save England’s Asian Colonies», («Salvemos las colonias asiáticas de Inglaterra»). Stalin se habría divertido mucho si hubiera tenido conocimiento de todos los pormenores de las rivalidades y antipatías personales que mellaban la estrategia aliada.

Antes de la celebración de la conferencia «Cuadrante», Brooke había recibido todavía con más horror la idea de Churchill de que Orde Wingate, que acababa de ser ascendido a general de brigada, fuera nombrado comandante del ejército. Ya en abril, el primer ministro británico no había visto con buenos ojos los planes para Birmania de sus estrategas, comentando que «también podría uno comerse un puercoespín púa a púa»[6]. Y, sin embargo, como era típico en él, ya empezaba a observar con agrado la idea de poner en marcha operaciones no convencionales tras las líneas japonesas enemigas.

Wingate, cristiano fundamentalista y visionario ascético al que el general Slim comparaba con Pedro el Ermitaño, no era un charlatán. Es harto probable que fuera un maníaco depresivo, y había intentado suicidarse cortándose el cuello. No era fácil relacionarse con él. Trataba a sus hombres con dureza; de hecho, no sentía misericordia ni siquiera con los heridos, pero era igual de severo consigo mismo. Era un tipo barbudo y desaliñado, que llevaba siempre un salacot que parecía demasiado grande para él. Evidentemente, su imagen no correspondía a la de un alto oficial británico de artillería. Se paseaba desnudo, comía cebollas crudas, filtraba el té con sus calcetines y a veces llevaba un despertador colgado de una cuerda alrededor del cuello. Se había ganado la fama de ser todo un maestro de la guerra no convencional, especialmente tras haber organizado en Palestina «escuadrones nocturnos especiales» formados por judíos para responder a las agresiones de los árabes, y por su manera de liderar la Fuerza Gedeón en Etiopía. Churchill siempre había recibido con agrado cualquier idea no convencional, y parecía que Wingate iba a ofrecer una solución para salir de la situación de estancamiento en la que se encontraba el norte de Birmania.

En la India, en 1942, Wingate había sugerido a Wavell enviar a la retaguardia japonesa varias columnas de soldados, apoyadas por lanzamientos paracaidistas, para que se dedicaran a atacar las líneas de suministros y las comunicaciones enemigas. En febrero de 1943, tuvo la primera oportunidad de probar sus teorías. Con la 77.ª Brigada dividida en dos grupos, subdivididos a su vez en varias columnas, las fuerzas de Wingate cruzaron el río Chindwin. Cada destacamento disponía de una unidad de reconocimiento de los Fusileros de Birmania, y llevaba raciones de comida, munición, ametralladoras y morteros, todo ello transportado por mulas.

En la tercera semana de marzo, la mayoría de las columnas Chindit de Wingate se encontraban al otro lado del Irrawaddy, pero el contacto por radio resultaba cada vez más difícil, al igual que la localización de las provisiones y pertrechos lanzados en paracaídas, pues dos divisiones japonesas las hostigaban constantemente obligándolas a mantenerse en continuo movimiento. Debido a la falta de alimentos, sus hombres empezaron a sacrificar las mulas para comerlas, lo que comportó el abandono de buena parte de su equipamiento. Las columnas de Wingate no tardaron en emprender la retirada sin haber podido cortar la carretera que unía Mandalay y Lashio, perdiendo en el proceso casi un tercio de los tres mil efectivos que habían comenzado la operación. Se aplicó rígidamente la disciplina: algunos hombres fueron castigados con azotes, y se llevaron a cabo incluso unas cuantas ejecuciones. Un gran número de heridos y enfermos tuvo que quedarse atrás. De los que regresaron, todos ellos exhaustos, con fiebre y desnutridos, unos seiscientos tardarían muchos meses en poder reincorporarse a filas.

Esta larga y penosa aventura probablemente no fuera un éxito, pero supuso un verdadero estímulo para levantar la moral del XIV Ejército de Slim y de la opinión pública británica, debido al gran optimismo que desprendían sus informes. Con ella se aprendieron lecciones importantes, sobre todo la necesidad de despejar debidamente las zonas de lanzamiento y de nivelar las pistas de aterrizaje en la jungla. Cuando los Aliados estuvieran en posición de ofrecer suficientes medios de transporte y cobertura aérea de los cazas, ese tipo de operaciones tendría su recompensa. Pero la primera penetración a gran escala tras las líneas enemigas tuvo una consecuencia mucho más importante. Provocó que los japoneses prepararan una gran ofensiva para la primavera de 1944, ofensiva que daría lugar a las batallas decisivas de la campaña de Birmania.

La Segunda Guerra Mundial
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