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OPERACIÓN AZUL: SE RELANZA BARBARROJA

(MAYO-AGOSTO DE 1942)


Cuando las nieves empezaron a fundirse en la primavera de 1942, salieron a la luz los horrores ocultos de los combates del invierno. Los prisioneros soviéticos tuvieron que ponerse a trabajar enterrando los cadáveres de sus camaradas muertos durante la ofensiva de invierno. «Ahora que hace bastante calor durante el día», decía un soldado alemán en una carta a su familia escrita en un papel encontrado en el bolsillo de un comisario muerto, «los cadáveres empiezan a oler mal, de modo que ya es hora de enterrarlos»[1]. Un soldado de la 88.ª División de Infantería escribía que, en una aldea tomada recientemente, al producirse el deshielo, «aparecieron debajo de la nieve alrededor de ochenta soldados alemanes de un batallón de reconocimiento con las extremidades amputadas y los cráneos aplastados. La mayor parte de ellos habían sido además quemados»[2].

Pero una vez que los abedules recuperaron su follaje y el sol empezó a secar las tierras encharcadas, la moral de los oficiales alemanes experimentó una recuperación extraordinaria. Era como si el terrible invierno hubiera sido solo un mal sueño y ahora volviera a empezar para ellos la racha de las victorias. Las divisiones panzer habían sido pertrechadas de nuevo, los refuerzos habían sido absorbidos en las distintas unidades, y los depósitos de municiones preparados para la ofensiva de verano. El Regimiento de Infantería Grossdeutschland que había quedado reducido a la mínima expresión durante el desastre del invierno había sido ampliado y convertido en una división motorizada, provisto de dos batallones blindados y cañones de asalto. Las divisiones Waffen-SS fueron mejoradas y ascendidas a formaciones panzer, pero muchas otras divisiones corrientes no recibieron más que reemplazos[3]. Las tensiones entre la SS y el ejército aumentaron. El oficial al mando de un batallón de la 294.ª División de Infantería hablaba en su diario de «la gran alarma que sentimos todos por el poder y la importancia de la SS… En Alemania ya se dice que en cuanto el ejército vuelva a casa con la victoria, la SS lo desarmará en la frontera»[4].

A muchos soldados a los que había sido concedida la medalla de la campaña de invierno no les daba ni frío ni calor recibirla. La llamaban la «Orden de la Carne Congelada». A finales de enero, habían llegado nuevas órdenes para los hombres que habían recibido permiso para ir a visitar a su familia. «Está usted bajo jurisdicción militar», se les recordaba, «y todavía está usted sujeto a eventuales castigos. No hable de armas ni de tácticas ni de las bajas sufridas. No hable de raciones de mala calidad ni de injusticias. El servicio de inteligencia del enemigo está dispuesto a aprovechar cualquier cosa que diga»[5].

El cinismo de las tropas se intensificó tras la llegada —cuando ya era demasiado tarde— de ropa de invierno de paisano, equipos de esquí y abrigos de pieles femeninos, donados a raíz del llamamiento hecho por Goebbels con el fin de proporcionar prendas de abrigo para los soldados del Frente Oriental. El olor de las bolas de naftalina y las imágenes de las casas de las que provenían no hicieron sino ahondar en los soldados la sensación de que habían sido abandonados en un planeta distinto del suyo, un planeta en el que reinaban la suciedad y los piojos. La simple vastedad de la Unión Soviética resultaba inquietante y deprimente. El capitán de la 294.ª División mencionado anteriormente hablaba de «infinitos campos sin cultivar y sin bosques, solo unos cuantos árboles aquí y allá. Unas pocas personas, sucias, cubiertas de harapos, estaban junto a las vías del ferrocarril con rostro indiferente»[6].

Stalin seguía esperando que la Wehrmacht lanzara otro ataque contra Moscú, pero Hitler tenía unos planes muy distintos. Consciente de que la supervivencia de Alemania en la guerra dependía del abastecimiento de comida y especialmente de combustible, pretendía consolidar su dominio sobre Ucrania y apoderarse de los campos petrolíferos del Cáucaso. Sería Stalin el primero que tropezara en esta danza macabra militar, y Hitler el que acabara dando unos pasos que iban más allá de sus posibilidades con consecuencias catastróficas. Por el momento, sin embargo, todo parecía ir a pedir de boca para el Führer.

El 7 de mayo, el XI Ejército de Manstein contraatacó en Crimea a las fuerzas soviéticas que intentaban salir de la península de Kerch. Haciendo avanzar sus panzer por el flanco, las rodeó. Muchos soldados combatieron valerosamente y fueron enterrados en sus trincheras por los tanques alemanes, que daban vueltas y giraban a su alrededor para que la tierra los cubriera. El desastre que se desencadenó durante los diez días siguientes —obra casi en su totalidad del comisario del pueblo favorito de Stalin, Lev Mekhlis— dio lugar a la pérdida de ciento setenta y seis mil hombres, cuatrocientos aviones, trescientos cuarenta y siete tanques y cuatro mil cañones. Mekhlis intentó echar la culpa a los soldados, especialmente a los azeríes, pero las terribles pérdidas sufridas sembraron un odio profundísimo en el Cáucaso. Mekhlis fue destituido, pero Stalin no tardó en encontrarle otro destino[7].

Según las versiones alemanas, los soldados originarios de Asia central eran los que más probabilidades tenían de desertar. «Han recibido una instrucción precipitada y deficiente, y los han mandado a primera línea del frente. Dicen que los rusos van detrás de ellos obligándolos a avanzar. Cruzaron el río durante la noche. Caminaban con el barro y el agua llegándoles hasta las rodillas y nos miraban con ojos brillantes. Solo podían sentirse libres en nuestras cárceles. Los rusos toman cada vez más medidas para evitar las deserciones y los abandonos del campo de batalla. Ahora tienen las llamadas compañías de guardia, que solo tienen una misión: impedir que sus unidades se replieguen. Por mala que sea una cosa así, todas las conclusiones acerca de la desmoralización del Ejército Rojo son ciertas»[8].

No tardaría en producirse un desastre más grande que el de Kerch. El mariscal Timoshenko, apoyado por Nikita Khrushchev, había propuesto en marzo que el ejército del Frente del Sudoeste y el ejército del Frente del Sur hicieran fracasar cualquier ofensiva contra Moscú que pudiera llevarse a cabo lanzando un ataque en forma de pinza contra Kharkov. Se suponía que aquella maniobra habría coincidido con la acometida lanzada desde la península de Kerch para prestar ayuda a la guarnición acorralada de Sebastopol.

La Stavka no tenía prácticamente ni idea de la fortaleza de los alemanes, habiendo dado por supuesto que sus propias fuerzas seguían enfrentándose a las maltrechas unidades del invierno. La inteligencia militar soviética no había sido capaz de detectar el enorme incremento de fuerzas experimentado por el Grupo de Ejércitos Sur, aunque muchas de las tropas trasladadas a él estaban compuestas por formaciones rumanas, húngaras e italianas, todas deficientemente armadas y pertrechadas. El relanzamiento de la Operación Barbarroja ordenado por Hitler recibiría el nombre de Fall Blau (Operación Azul). Los alemanes estaban al tanto de los preparativos de ofensiva de Timoshenko, aunque esta se produjera antes de lo que esperaban. Ellos, por su parte, planeaban llevar a cabo un ataque al sur de Kharkov para aislar el saliente de Barvenkovo, que el Ejército Rojo había logrado meter durante la ofensiva de enero. Este plan recibió el nombre de Operación Fridericus y constituyó la fase preparatoria de la Operación Azul.

El 12 de mayo, cinco días después del ataque fallido lanzado desde la península de Kerch, dio comienzo la ofensiva de Timoshenko. La pinza sur de su ataque logró abrirse paso a través de una división de seguridad débil y solo el primer día logró avanzar quince kilómetros. Los soldados soviéticos quedaron atónitos ante las pruebas de opulencia de los alemanes que encontraron en las posiciones capturadas, con lujos tales como chocolate, latas de sardinas y de carne, pan blanco, coñac y cigarrillos. Pero las bajas que sufrieron fueron muy numerosas. «Fue terrible», escribió Yuri Vladimirov, integrante de una batería antiaérea, «pasar ante los hombres gravemente heridos que morían desangrados y que pedían socorro, unos a gritos y otros en silencio, sin que nosotros pudiéramos hacer nada»[9].

El sector norte de la ofensiva estaba mal coordinado y fue blanco de ataques constantes de la Luftwaffe. «Avanzamos desde Volchansk hacia Kharkov y pudimos divisar las chimeneas de la famosa fábrica de tractores», escribió un soldado del XXVIII Ejército. «La aviación alemana no nos dejaría en paz en ningún momento, y nos bombardeó incesantemente desde las tres de la mañana hasta el anochecer con una pausa para el almuerzo de dos horas. Todo fue destruido por las bombas». Reinaba una gran confusión entre los mandos y no había municiones. «Incluso el tribunal militar tuvo que ponerse a luchar», añade el soldado citado[10].

Timoshenko se dio cuenta de que había pillado a los alemanes preparando su propia ofensiva, pero no pudo sospechar que estaba a punto de caer en una trampa. El Generalleutnant Paulus, oficial de estado mayor de gran talento, aunque no había comandado nunca una formación, quedó desconcertado ante la violencia del ataque de Timoshenko contra su VI Ejército. Dieciséis de sus batallones fueron vapuleados en los combates librados bajo las intensas lluvias primaverales. Pero el Generalfeldmarschall von Bock vio la ocasión de conseguir una gran victoria. Convenció a Hitler de que el Primer Ejército Panzer de Kleist podía avanzar desde el sur para dejar a las fuerzas de Timoshenko incomunicadas en el saliente de Barvenkovo. Hitler cogió la idea al vuelo y se la llamó suya. El 17 de mayo, Kleist lanzó el ataque justo antes del amanecer.

Timoshenko llamó por teléfono a Moscú para pedir refuerzos, pero todavía no se había percatado del peligro que representaba su posición. Finalmente, la noche del 20 de mayo convenció a Khrushchev de que telefoneara a Stalin para solicitar la cancelación de la ofensiva. Khrushchev pidió que le pusieran con la dacha de Kuntsevo. Stalin dijo a Georgi Malenkov, el secretario del Comité Central, que contestara él. Khrushchev exigió hablar con el propio Stalin. El dictador se negó a ponerse y dijo a Malenkov que se enterara de lo que quería. Cuando escuchó cuál era el motivo de la llamada gritó que «las órdenes militares están para cumplirlas» y mandó a Malenkov que pusiera fin a la conferencia. Se dice que el odio de Khrushchev por Stalin data de aquel momento y que este suceso desembocó en la apasionada denuncia que hizo del dictador en la XX Conferencia del partido comunista de 1956[11].

Pasaron otros dos días antes de que Stalin permitiera dejar sin efecto la ofensiva, pero para entonces el grueso del VI y del LVII Ejército soviético había sido rodeado. Las tropas cercadas hicieron desesperados intentos de romper el embolsamiento, cargando incluso cogidos de los brazos, y la matanza fue terrible. Los cadáveres se amontonaron en oleadas sucesivas delante de las posiciones alemanas. El cielo se había aclarado, permitiendo a la Luftwaffe gozar de una perfecta visibilidad. «Nuestros pilotos trabajan día y noche a centenares», escribía un soldado de la 389.ª División de Infantería. «Todo el horizonte está envuelto en humo»[12]. A pesar de la dureza de los combates, Yuri Vladimirov pudo escuchar el canto de una alondra en aquel día despejado y caluroso. Pero justo en ese momento oyó gritar: «¡Los tanques! ¡Llegan los tanques!», y salió corriendo a esconderse en una trinchera[13].

El final estaba cerca. Para evitar su ejecución inmediata, los comisarios políticos se quitaban los uniformes que los caracterizaban y se ponían los de los soldados del Ejército Rojo muertos. Se afeitaban también la cabeza para parecerse más a los soldados rasos. Al rendirse, los hombres clavaban en el suelo sus rifles con la bayoneta calada. «Parecía un bosque mágico después de un gran incendio en el que todos los árboles hubieran perdido las hojas», escribía Vladimir. Comido por los piojos y sucio como estaba, pensó en el suicidio, consciente de lo que le esperaba, pero dejó que lo detuvieran. Buscando entre las máscaras de gas y los cascos abandonados, recogieron a los heridos y los transportaron en camillas improvisadas hechas con impermeables. Los soldados alemanes ordenaron a aquellos hombres hambrientos y extenuados ponerse en marcha, obligándolos a caminar en filas de a cinco[14].

Fueron hechos prisioneros unos doscientos cuarenta mil hombres, y se capturaron dos mil cañones de campaña y el grueso de los tanques desplegados. El comandante en jefe de un ejército y muchos otros oficiales se suicidaron. Kleist observó después de la batalla que eran tantos los cadáveres de hombres y caballos que obstruían la zona, que su vehículo oficial se las vio y se las deseó para poder pasar.

Esta segunda batalla de Kharkov supuso un golpe terrible para la moral de la Unión Soviética. Khrushchev y Timoshenko estaban seguros de que iban a ser ejecutados. Aunque habían sido amigos, empezaron a acusarse uno a otro, y Khrushchev sufrió, al parecer, un ataque de nervios. Como era habitual en él, Stalin se limitó a humillar a Khrushchev vaciando sobre su calva la ceniza de su pipa y diciendo que los romanos tenían por costumbre que el comandante que perdía una batalla derramara ceniza sobre su cabeza en señal de penitencia.

Los alemanes no cabían en sí de gozo, pero la victoria produjo un peligroso efecto sobre ellos. Paulus, que había querido retirarse en las primeras fases de la batalla, quedó impresionado ante la que él consideraba magistral perspicacia de Hitler al ordenarle que resistiera mientras Kleist se disponía a asestar el golpe fatal. Paulus era un apasionado del orden y sentía un profundísimo respeto por la cadena de mando. Estas cualidades, unidas a su renovada admiración por Hitler, ejercerían una influencia determinante en el momento crítico que se presentaría seis meses después en Stalingrado.

A pesar del peligro que en aquellos momentos amenazaba la propia supervivencia de la Unión Soviética, Stalin seguía preocupado por el diseño de las fronteras después de la guerra. Los norteamericanos y los británicos rechazaban sus exigencias de que reconocieran las fronteras soviéticas de junio de 1941, dentro de las cuales se incluían las Repúblicas Bálticas y el este de Polonia. Pero en la primavera de 1942 Churchill se lo pensó mejor. Consideró la posibilidad de acceder a sus reclamaciones como un incentivo para que siguiera en la guerra, a pesar de que ello suponía una flagrante violación de la Carta del Atlántico, que garantizaba el derecho de autodeterminación. Tanto Roosevelt como su secretario de estado, Sumner Welles, se negaron, llenos de indignación, a respaldar la propuesta de Churchill. Pero más adelante sería Churchill el que se opusiera al proyecto imperial de Stalin y Roosevelt el que lo aceptara.

Las relaciones entre los Aliados occidentales y Stalin estaban condenadas a verse en todo momento lastradas por las sospechas. Especialmente Churchill le había prometido suministrar más pertrechos militares de los que Gran Bretaña podía ofrecer. Y la desastrosa promesa que hizo el presidente norteamericano a Molotov en mayo, asegurándole que se lanzaría un Segundo Frente antes de finales de año, contribuyó más que nada a envenenar las relaciones de la Gran Alianza. Sus tendencias paranoides convencieron a Stalin de que lo único que querían los países capitalistas era que la Unión Soviética se debilitara mientras ellos esperaban.

Como buen manipulador, Roosevelt había dicho a Molotov, a través de Harry Hopkins, que estaba a favor de abrir un Segundo Frente en 1942, pero que sus generales estaban en contra de la idea. Parece que Roosevelt estaba dispuesto a decir cualquier cosa con tal de mantener a la Unión Soviética en la guerra, fueran cuales fueran las consecuencias. Y cuando quedó patente que los Aliados no tenían ninguna intención de lanzar una invasión del norte de Francia aquel año, Stalin sintió que lo habían engañado.

Churchill tuvo que soportar el mayor peso del resentimiento de Stalin por las promesas incumplidas. Aunque tanto él como Roosevelt habían sido muy imprudentes, Stalin se negaba a reconocer las verdaderas dificultades existentes. Las pérdidas sufridas por los convoyes del Ártico con destino a Murmansk no entraron nunca en sus cálculos. Los convoyes PQ, que empezaron a zarpar de Islandia rumbo a Murmansk en septiembre de 1941, tuvieron que enfrentarse a peligros espantosos. En invierno, los barcos quedaban cubiertos de hielo y el mar era muy traicionero, pero en verano, debido a la brevedad de las noches, eran vulnerables a los ataques de los aviones alemanes, que despegaban de sus bases en el norte de Noruega, y a la amenaza constante de los submarinos. En el mes de marzo, una cuarta parte de los buques del Convoy PQ 13 fueron hundidos. Churchill obligó al Almirantazgo a enviar el Convoy PQ 16 en mayo, aunque ello supusiera que solo la mitad de los barcos llegaran a su destino. No desconocía las consecuencias políticas que habría tenido cancelar su envío. En realidad, solo seis de los treinta y seis barcos se fueron a pique.

El siguiente convoy, el PQ 17, el más grande de los que fueron enviados a la Unión Soviética, se convirtió en uno de los mayores desastres navales de la guerra. Los servicios de inteligencia se equivocaron y dieron a entender que el acorazado alemán Tirpitz, junto con el Admiral Hipper y el Admiral Scheer, habían salido de Trondheim para interceptar el convoy. Ello indujo al Primer Lord del Mar, el almirante sir Dudley Pound, a ordenar el 4 de julio al convoy que se dispersara. Fue una decisión catastrófica. En total veinticuatro de los treinta y nueve buques que lo componían fueron hundidos por la aviación y los submarinos, con unas pérdidas de casi cien mil toneladas en tanques, aviones y vehículos. Después de la pérdida de Tobruk en el norte de África, y de los avances de los alemanes en el Cáucaso, los británicos empezaron a pensar que al final acabarían por perder la guerra. El resultado fue que se suspendió el envío de convoyes durante todo el verano, para mayor disgusto de Stalin.

Una vez destruidas las fuerzas soviéticas en la península de Kerch, Manstein dirigió a su XI Ejército contra el puerto y la fortaleza de Sebastopol. El ataque masivo de la artillería y los bombardeos aéreos con Stukas no lograron desalojar a los defensores, que combatían desde cuevas y túneles excavados en la roca. En un momento determinado, se dice que los alemanes utilizaron armas químicas para hacerlos salir, pero este detalle no es ni mucho menos seguro. La Luftwaffe estaba decidida a enfrentarse a los ataques de hostigamiento de los bombarderos del Ejército Rojo. «Ahora vamos a enseñarles a esos rusos», decía un Obergefreiter en una carta, «qué significa jugar con Alemania»[15].

Los partisanos soviéticos acosaban a los alemanes por la retaguardia, y un grupo llegó a volar la única vía férrea que atravesaba el istmo de Perekop. Hubo que recurrir a los tártaros de Crimea, de convicciones profundamente antisoviéticas, para que ayudaran a acabar con ellos. Manstein trajo un monstruoso cañón de asedio de 800 mm montado en vagones de ferrocarril para aplastar las ruinas de la gran fortaleza. «Solo puedo decir que esto ya no es una guerra», escribió un soldado encargado de realizar tareas de reconocimiento en su motocicleta, «sino la destrucción de dos visiones distintas del mundo»[16].

La táctica más eficaz de Manstein fue lanzar un ataque sorpresa en lanchas de asalto a través de la bahía de Severnaya, flanqueando la primera línea de defensa. Los soldados y los marineros de la Flota del Mar Negro siguieron combatiendo. Los comisarios políticos convocaron reuniones para decirles que se les había dado la orden de resistir y morir. Las baterías antiaéreas fueron convertidas en baterías antitanque, pero los cañones fueron estallando uno tras otro y quedaron inutilizados. «Los estallidos se mezclaban unos con otros formando una sola explosión ininterrumpida», anotó un soldado de infantería de marina. «Las detonaciones ya no podían distinguirse unas de otras. El bombardeo empezó a primera hora de la mañana y acabó a última hora de la noche. Los estallidos de las bombas y los obuses enterraban a los hombres y teníamos que desenterrarlos para que siguieran luchando. Nuestros operadores y radiotelegrafistas murieron todos. No tardó en ser alcanzado nuestro último cañón antiaéreo. Nos encargamos de la “defensa de infantería” aprovechando los cráteres abiertos por las bombas».

«Los alemanes nos obligaron a replegarnos hacia el mar y tuvimos que utilizar una soga para llegar al fondo de los acantilados. Como sabían que estábamos allí, los alemanes lanzaron al abismo los cadáveres de nuestros camaradas muertos en combate, así como barriles de brea ardiendo y granadas. La situación era desesperada. Decidí que lo mejor era marcharnos siguiendo por la orilla del mar hasta Balaklava y cruzar a nado la bahía durante la noche y escapar a los montes. Organicé un grupo de infantería de marina. Pero no conseguimos hacer más de un kilómetro». Fueron todos capturados[17].

La batalla de Sebastopol se prolongó desde el 2 de junio hasta el 9 de julio, y las pérdidas de los alemanes también fueron muy grandes. «Perdí a muchos camaradas a mi lado», decía en una carta un suboficial cuando acabaron los combates. «En una ocasión en medio de la batalla me puse a llorar como un niño por uno de ellos»[18]. Cuando por fin concluyó todo, Hitler, entusiasmado, ascendió a Manstein a mariscal de campo. Quería que Sebastopol se convirtiera en la gran base naval alemana en el mar Negro y en capital de una Crimea totalmente germanizada. Pero el enorme esfuerzo realizado para tomar Sebastopol, como observó el propio Manstein, redujo las fuerzas disponibles para la Operación Azul en un momento muy crítico.

Stalin recibió un detallado aviso de la inminente ofensiva alemana en el sur de Rusia gracias a un golpe de suerte, pero lo rechazó tachándolo de mera desinformación, del mismo modo que no había hecho caso de los informes de los servicios de inteligencia el año anterior con ocasión de la Operación Barbarroja. El 19 de junio, fue abatido detrás de las líneas soviéticas el avión Fieseler Storch en el que viajaba el comandante Joachim Reichel, oficial de estado mayor alemán con los planes de la Operación Azul. Pero Stalin, convencido de que el principal ataque alemán tenía como objetivo Moscú, decidió que los documentos eran falsos. Hitler se puso furioso cuando le informaron de aquel desastre de los servicios de inteligencia y destituyó a toda la unidad de Reichel y a los mandos de la división. Pero ya habían comenzado los ataques preliminares para asegurar la línea de salida de la primera fase de la operación al este del río Donets.

El 28 de junio, el II Ejército y el IV Ejército Panzer de Hoth atacaron por el este en dirección a Voronezh, en la cuenca alta del Don. La Stavka envió dos cuerpos de tanques, pero debido a las malas comunicaciones por radio se apiñaron todos en una posición al descubierto y sufrieron graves daños debido a los ataques de los Stukas. Convencido finalmente de que los alemanes no se dirigían a Moscú, Stalin ordenó que había que conservar Voronezh a toda costa.

Hitler interfirió entonces en los planes de la Operación Azul. Originalmente debía constar de tres fases. La primera era la captura de Voronezh. La siguiente debía de consistir en una maniobra de envolvimiento a cargo del VI Ejército de Paulus, que debía cercar a las fuerzas soviéticas en la gran curva del río Don, para luego avanzar hacia Stalingrado con el fin de proteger el flanco izquierdo. En aquellos momentos la idea no era necesariamente conquistar la ciudad, sino llegar hasta ella o «al menos tenerla al alcance efectivo de nuestras armas pesadas», de modo que no pudiera ser utilizada como centro de comunicaciones ni de armamento[19]. Solo entonces el IV Ejército Panzer giraría en dirección al sur para unirse al Grupo de Ejércitos A del Generalfeldmarschall List en su ataque contra el Cáucaso. Pero la impaciencia de Hitler lo indujo a decidir que un solo cuerpo panzer bastaba para poner fin a la batalla de Voronezh. El resto del ejército acorazado de Hoth debía dirigirse al sur. Sin embargo, el cuerpo que se quedó en Voronezh carecía de fuerza suficiente para superar la feroz defensa de la ciudad. El Ejército Rojo demostró con cuánta obstinación podía combatir en la lucha callejera cuando los alemanes perdían la ventaja de las maniobras blindadas con el respaldo de su superioridad aérea.

Hitler hizo caso omiso de las preocupaciones de sus generales y al principio dio la impresión de que la Operación Azul seguía adelante triunfalmente. Los ejércitos alemanes avanzaban a gran velocidad, para satisfacción de los altos mandos de las unidades panzer. En el calor del verano, el terreno estaba seco y la marcha iba viento en popa en dirección al sudeste. «Hasta donde alcanza la vista», decía un corresponsal de guerra, «vehículos blindados y camiones semiorugas avanzan por la estepa. Los banderines ondean en el aire deslumbrante del atardecer»[20]. Un día llegó a registrarse una temperatura de «53.º al sol»[21]. Su única frustración era que andaban escasos de vehículos y que a menudo tenían que detenerse debido a la falta de costumbre.

En su afán de ralentizar el avance de los alemanes, la aviación soviética lanzaba bombas incendiarias por la noche con el fin de calcinar la estepa. No obstante, los alemanes siguieron adelante. Los tanques del Ejército Rojo se atrincheraron y se camuflaron, pero enseguida fueron rebasados y destruidos. Los soldados de infantería soviéticos, escondidos en los tresnales de grano, intentaban contraatacar, pero los blindados simplemente los aplastaban bajo sus orugas. Las tropas panzer se detenían en las aldeas de casitas encaladas y tejados de paja, que saqueaban en busca de huevos, leche, miel y aves de corral. Los cosacos antibolcheviques que habían recibido con alegría la llegada de los alemanes vieron su hospitalidad vergonzosamente defraudada. «Para la población local llegamos como libertadores», escribía con amargura un Obergefreiter. «Y de lo que los liberamos fue de su última cosecha de grano, de sus legumbres, de sus oleaginosas, etcétera»[22].

El 14 de julio, las fuerzas de los Grupos de Ejércitos A y B se encontraron en Millerovo, pero las grandes maniobras de envolvimiento que Hitler esperaba que se produjeran no estaban teniendo lugar. Cierto realismo había logrado abrirse paso en la forma de pensar de la Stavka tras la experiencia de la bolsa de Barvenkovo. Los mandos soviéticos replegaron sus ejércitos antes de que fueran rodeados. En consecuencia, el plan de Hitler de cercar y destruir a los ejércitos soviéticos al oeste del Don no pudo hacerse realidad.

Rostov del Don, la puerta de acceso al Cáucaso, cayó el 23 de julio. Hitler ordenó inmediatamente que el XVII Ejército tomara Batum, mientras que el I y el IV Ejército Panzer se dirigían hacia los campos petrolíferos de Maikop y hacia Grozny, la capital de Chechenia. «Si no tomamos Maikop y Grozny», había dicho el Führer a sus generales, «tendré que poner fin a la guerra»[23]. Stalin, azorado al comprobar que sus predicciones de una nueva ofensiva contra Moscú se habían equivocado por completo y dándose cuenta de que el Ejército Rojo carecía de fuerzas suficientes en el Cáucaso, envió a Lavrenti Beria al sur para sembrar el pánico entre sus generales.

Paulus recibió entonces la orden de conquistar Stalingrado con el VI Ejército, mientras que la protección de su flanco izquierdo, a lo largo del Don, era confiada al IV Ejército rumano. Sus divisiones de infantería llevaban marchando dieciséis días sin descansar. Y el XXIV Cuerpo Panzer de Hoth, que había avanzado a toda velocidad en dirección al sur, hacia el Cáucaso, se vio obligado a dar media vuelta para prestar ayuda en el ataque contra Stalingrado. Manstein se quedó de piedra cuando le dijeron que su XI Ejército, que acababa de conquistar Crimea, iba a ser enviado al norte para lanzar una nueva ofensiva en el frente de Leningrado. Una vez más Hitler no concentró sus fuerzas en el preciso momento en el que intentaba conquistar una vastísima extensión de territorio.

El 28 de julio Stalin publicó su Orden N.º 227, titulada «Ni shagu nazad», —«Ni un paso atrás»—, elaborada por el coronel general Aleksandr Vasilevsky. «Los derrotistas que siembran el pánico y los cobardes deben de ser liquidados en el acto. La mentalidad de retirada debe ser eliminada por completo. Los comandantes del ejército que han permitido el abandono voluntario de las posiciones deben ser destituidos y enviados ante un tribunal militar que les hará un juicio sumarísimo»[24]. En todos los ejércitos debían crearse grupos de bloqueo, encargados de pegar un tiro a los que se retiraran. Ese mismo mes los batallones de castigo fueron reforzados con treinta mil prisioneros del Gulag de hasta cuarenta años de edad, independientemente de lo débiles y mal alimentados que estuvieran[25]. Aquel año murieron trescientos cincuenta y dos mil quinientos sesenta prisioneros del Gulag, un cuarto del total de su población.

La brutalidad de la Orden N.º 227 dio lugar a escandalosas injusticias cada vez que los generales impacientes se sentían obligados a buscar chivos expiatorios. El comandante de una división ordenó a un coronel cuyo regimiento había avanzado con demasiada lentitud que fusilara a alguien. «Esto no es una reunión del sindicato», dijo el general. «Esto es la guerra». El coronel eligió al teniente Aleksandr Obodov, al mando de la compañía de morteros y muy admirado por los soldados. El comisario político del regimiento y un capitán del Destacamento Especial del NKVD detuvieron a Obodov. «Camarada comisario, siempre he sido un buen hombre», dijo el teniente, incapaz de dar crédito a lo que estaba pasándole. «Los dos oficiales encargados de arrestarlo estaban fuera de sí y se pusieron nerviosos, así que empezaron a pegarle tiros», anotaría un amigo de Obodov. «Sasha intentaba espantar las balas como si fueran moscas. Tras la tercera descarga cayó al suelo»[26].

Antes de que el VI Ejército de Paulus llegara a la gran curva del río Don, Stalin ya había creado un Frente de Stalingrado y había puesto la ciudad en pie de guerra. Si los alemanes cruzaban el Volga, el país quedaría dividido en dos. La línea de abastecimientos angloamericana a través de Persia se veía amenazada, justo cuando los británicos habían cancelado el envío de nuevos convoyes al norte de Rusia. Las mujeres e incluso las chicas jóvenes fueron obligadas a cavar zanjas antitanque y a levantar bermas para proteger los depósitos de petróleo situados a orillas del Volga. La 10.ª División de Fusileros del NKVD había llegado para controlar los pasos del Volga e imponer la disciplina en una ciudad cada vez más dominada por el pánico. Stalingrado se veía en aquellos momentos amenazada por el VI Ejército de Paulus en la curva del Don y por el IV Ejército Panzer de Hoth, que de repente había sido enviado al norte por Hitler para acelerar la conquista de la ciudad.

Al amanecer del 21 de agosto, la infantería del LI Cuerpo cruzó el Don en lanchas de asalto. Se aseguró una cabeza de puente, se construyeron puentes de barcazas a través del río, y la tarde siguiente la 16.ª División Panzer del Generalleutnant Hans Hube empezó a cruzarlos. Justo con las primeras luces del día 23, el batallón de cabeza de Hube, al mando del coronel conde Hyazinth Strachwitz, avanzó en dirección al este y a Stalingrado, situada a solo sesenta y cinco kilómetros más allá. La estepa del Don, una inmensa franja de hierba calcinada, era dura como una roca. Solo las balkas o barrancos ralentizaban su precipitado avance. Pero el cuartel general de Hube se detuvo repentinamente, tras recibir un mensaje por radio. Aguardaron con los motores apagados; entonces apareció un Fieseler Storch, que aterrizó junto al vehículo de mando de Hube. El general barón Wolfram von Richthofen, comandante de la IV Luftflotte, hombre brutal, que llevaba siempre la cabeza rapada, fue a su encuentro dando grandes zancadas. Dijo a Hube que por orden del cuartel general del Führer toda su flota se disponía a atacar Stalingrado. «¡Aproveche nuestra ayuda hoy!», dijo a Hube. «Tendrá el apoyo de mil doscientos aviones. Mañana no puedo prometerle nada». Unas horas más tarde, los tripulantes de los tanques alemanes saludaron entusiasmados a sus aviones cuando vieron los apretados escuadrones de Heinkel 111, Junker 88 y Stukas volando sobre sus cabezas hacia Stalingrado[27].

El domingo 23 de agosto de 1942 fue un día que los habitantes de Stalingrado no olvidarían nunca. Ajena a la proximidad de las fuerzas alemanas, la población civil merendaba tranquilamente al sol en el Mamaev Kurgan, el gran túmulo funerario tártaro que dominaba el centro de la ciudad y se extendía a lo largo de más de treinta kilómetros siguiendo la curva que hace la margen derecha (occidental) del Volga. Los altavoces colocados en las calles anunciaron el peligro de ataques aéreos, pero la gente no echó a correr en busca de refugio hasta que las baterías antiaéreas abrieron fuego.

La aviación de Richthofen lanzó un bombardeo de saturación sobre la ciudad en oleadas sucesivas. «A última hora de la tarde», escribió en su diario el general, «dio comienzo mi gran asalto sobre Stalingrado, de dos días de duración, con el resultado de buenos incendios desde el primer momento»[28]. Los depósitos de petróleo fueron alcanzados, creando verdaderas bolas de fuego y luego gigantescas columnas de humo negro visibles a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Mil toneladas de bombas convencionales e incendiarias convirtieron la ciudad en un infierno. Los altos edificios de apartamentos, orgullo de Stalingrado, fueron destruidos y aplastados. Fue el ataque aéreo más concentrado de toda la guerra en el este de Europa. La llegada de refugiados había hecho aumentar la población hasta los casi seiscientos mil habitantes, cuarenta mil de los cuales se calcula que perdieron la vida en los dos primeros días a consecuencia de los bombardeos aéreos.

La 16.ª División Panzer de Hube saludó agitando los brazos y vitoreó a los aviones cuando volvieron y los Stukas respondieron haciendo sonar las sirenas. A última hora de la tarde, el batallón acorazado de Strachwitz se aproximaba al Volga, justo al norte de la ciudad. Pero entonces fue blanco de las baterías antiaéreas formadas por cañones de 37 mm, que habitualmente se utilizaban para desempeñar funciones en tierra. Las jóvenes que manipulaban los cañones, muchas de ellas estudiantes, siguieron luchando hasta que cayeron muertas. Los mandos de las unidades panzer se sintieron desconcertados e incómodos cuando descubrieron el sexo de las combatientes.

Los alemanes habían ido directamente desde el Don hasta el Volga en un solo día, lo cual parecía toda una proeza. Habían llegado a lo que consideraban la frontera de Asia y de paso, en último término, al objetivo final de Hitler, la línea Arcángel-Astracán. Muchos pensaron que la guerra estaba prácticamente acabada. Se tomaron fotografías unos a otros posando como vencedores encima de los tanques y sacaron instantáneas de las columnas de humo que se elevaban desde Stalingrado. Un as de la Luftwaffe y su piloto de apoyo, al ver los panzer a sus pies, ejecutaron algunas acrobacias para celebrar la victoria.

Un oficial de alta graduación, situándose en lo alto de su panzer en la orilla derecha del Volga, se puso a echar un vistazo con sus gemelos al otro lado del río. «Contemplábamos la inmensa estepa en dirección a Asia y me sentí abrumado», recordaría más tarde. «Pero luego no pude pensar en ello durante un buen rato, pues tuvimos que lanzar un ataque contra otra batería antiaérea que había abierto fuego sobre nosotros»[29]. La valentía de las jóvenes combatientes se hizo legendaria. «Esa fue la primera página de la defensa de Stalingrado», escribió Vasily Grossman, que escuchó relatos de primera mano acerca de su actuación muy poco después.

En aquel verano de crisis para la Gran Alianza, Churchill decidió que debía visitar a Stalin y explicarle, cara a cara, los motivos de la suspensión del envío de convoyes y por qué era imposible de momento organizar un Segundo Frente. Además estaba siendo objeto de fuertes críticas en su propio país, tras la caída de Tobruk y las graves pérdidas sufridas en la batalla del Atlántico. El primer ministro, por tanto, no tenía el mejor estado de ánimo para una serie de agotadoras reuniones con Stalin.

Churchill voló desde El Cairo vía Teherán y llegó a Moscú el 12 de agosto. El intérprete de Stalin observó al mandatario británico mientras pasaba revista a la guardia de honor con la barbilla levantada, mirando «atentamente a cada soldado como si quisiera calibrar el valor de los combatientes soviéticos»[30]. Era la primera vez que aquel antibolchevique recalcitrante ponía los pies en su país. Iba en compañía de Averell Harriman, que representaría a Roosevelt en las conversaciones, pero tuvo que meterse él solo en el primer coche con el adusto Molotov.

Churchill y Harriman fueron conducidos aquella misma tarde al sombrío y austero apartamento de Stalin en el Kremlin. El primer ministro británico preguntó por la situación militar. Con ello no venía más que a hacer el juego a Stalin, que describió cuidadosamente los peligrosísimos acontecimientos que estaban desarrollándose en el sur justo antes de que Churchill tuviera que explicar por qué era preciso posponer la creación del Segundo Frente.

El primer ministro empezó explicando el gran incremento de fuerzas experimentado en el Reino Unido. Luego habló de la ofensiva de bombardeos estratégicos con los ataques masivos sobre Lübeck y Colonia, sabiendo que satisfarían la sed de venganza del dictador soviético. Churchill intentó convencerlo de que los contingentes alemanes en Francia eran demasiado fuertes para lanzar una operación a través del Canal de la Mancha antes de 1943. Stalin protestó enérgicamente, y «discutió las cifras aportadas por Churchill acerca del volumen de las fuerzas alemanas en Europa Occidental». Dijo en tono despectivo que «quien no está dispuesto a correr riesgos no podrá nunca ganar una guerra».

Con la esperanza de calmar la cólera del dictador, Churchill esbozó entonces los planes de desembarco en el norte de África, que estaba intentando convencer a Roosevelt de que aceptara a pesar del parecer contrario del general Marshall. Cogió una hoja de papel y dibujó un cocodrilo para ilustrar su idea de que debían atacar el «vientre blando» de la bestia. Pero Stalin no quedó satisfecho con aquel sucedáneo del Segundo Frente. Y cuando el primer ministro mencionó la posibilidad de llevar a cabo una invasión de los Balcanes, Stalin tuvo inmediatamente la sensación de que el verdadero propósito de semejante estrategia era impedir la ocupación de la zona por el Ejército Rojo. No obstante, la reunión acabó en un clima mejor del que había esperado el mandatario británico.

Al día siguiente, sin embargo, la dura condena que hizo el dictador soviético de la perfidia de los Aliados y la terca repetición de todas esas acusaciones por parte de Molotov, irritaron y deprimieron tanto a Churchill que Harriman tuvo que pasar varias horas intentando animarlo. El 14 de agosto, el primer ministro inglés se mostró dispuesto a romper las negociaciones y a no asistir al banquete preparado en su honor aquella misma noche. El embajador de Su Majestad, sir Archibald Clark Kerr, hombre simpático y excéntrico, logró hacerle cambiar de idea. Pero Churchill insistió en asistir a la cena con su «traje de sirena», una especie de mono de trabajo que Clark Kerr comparaba con el pelele de un niño pequeño, mientras que todos los funcionarios y generales soviéticos llevarían sus uniformes de gala.

La cena en el magnífico Salón de Catalina duró hasta más allá de la medianoche y constó de diecinueve platos en medio de constantes brindis, casi todos iniciados por Stalin, que no dudó en dar la vuelta a la mesa una y otra vez para chocar su copa con todos los comensales. «Tiene en la cara una expresión desagradablemente fría, astuta, muerta», anotó el general sir Alan Brooke en su diario, «y siempre que lo miro me lo imagino enviando a la muerte a las personas sin tan siquiera pestañear. Por otra parte no cabe duda de que tiene una inteligencia rápida y que realmente domina los conceptos esenciales de la guerra»[31].

Al día siguiente Clark Kerr tuvo que utilizar de nuevo todo su encanto y toda su capacidad de persuasión. Churchill estaba furioso por las acusaciones de cobardía vertidas por los soviéticos contra los británicos. Pero una vez concluida la entrevista, Stalin lo invitó de nuevo a cenar en su despacho. La atmósfera cambió enseguida, relajada por el alcohol y la visita inesperada de Svetlana, la hija pequeña del dictador. Stalin se mostró amistoso, haciendo chistes sobre unos y otros, y de repente Churchill vio al tirano soviético bajo un prisma completamente nuevo. Se convenció a sí mismo de que había convertido a Stalin en un amigo, y al día siguiente abandonó Moscú lleno de júbilo por el éxito obtenido. Churchill, para quien los sentimientos eran a menudo más verdaderos que los hechos, no supo ver que Stalin se las apañaba incluso mejor que Roosevelt a la hora de manipular a la gente.

En Inglaterra le aguardaban otra vez malas noticias. El 19 de agosto, el cuartel general de operaciones combinadas, al mando de lord Louis Mountbatten, había organizado un gran ataque contra Dieppe, en la costa del norte de Francia. La Operación Jubileo fue lanzada con poco más de seis mil hombres, en su mayoría canadienses. Entre ellos había también algunas tropas de la Francia Libre y un batallón de los Rangers del Ejército de los Estados Unidos. A primera hora de la mañana, la fuerza de asalto este se encontró con un convoy alemán, que dio aviso del ataque a la Wehrmacht. Fueron hundidos un destructor y treinta y tres lanchas de desembarco. Todos los tanques que consiguieron llegar a tierra fueron destruidos y la infantería canadiense quedó acorralada en la playa debido a la fortaleza de las defensas y a las alambradas.

El ataque, que costó más de cuatro mil bajas, supuso una lección muy dura, aunque por lo demás previsible. Convenció a los Aliados de que los puertos bien defendidos no podían ser conquistados desde el mar, de que los desembarcos debían ir precedidos de bombardeos aéreos y navales masivos y, lo que era más importante, de que la invasión del norte de Francia no podría emprenderse antes de 1944. Una vez más, Stalin se pondría furioso por el retraso del único Segundo Frente que él consideraba válido. No obstante, el desastre tuvo también una gran ventaja. Hitler pensó que lo que no tardaría en denominar su Muro Atlántico era virtualmente inexpugnable, y que las fuerzas alemanas desplegadas en Francia podían frustrar con facilidad cualquier invasión.

En la Unión Soviética, las noticias de la batalla de Dieppe avivaron las esperanzas de que fuera a lanzarse el Segundo Frente, pero el optimismo se convirtió muy pronto en amarga decepción. La operación fue considerada una mera añagaza para acallar a la opinión pública. El Segundo Frente se convirtió en un arma de doble filo para la propaganda soviética: por un lado en un símbolo de las esperanzas de la población en general, y por otro en un modo de avergonzar a los británicos y a los americanos. Los soldados del Ejército Rojo mostraban una actitud más cínica. Cuando se disponían a abrir los botes de Spam (la carne de cerdo enlatada que ellos llamaban tushonka, esto es carne estofada) del programa de Préstamo y Arriendo norteamericano, decían: «Vamos a abrir el Segundo Frente»[32].

A diferencia de sus camaradas del sur de Rusia, la moral de las tropas alemanas de la zona de Leningrado no estaba demasiado alta. El hecho de que no lograran estrangular a la «primera ciudad del bolchevismo» resultaba muy doloroso. La dureza del invierno había sido sustituida por las molestias de los pantanos y los enjambres de mosquitos.

Los defensores soviéticos, por su parte, daban las gracias por haber sobrevivido a la hambruna de aquel terrible invierno, que había causado la muerte de casi un millón de personas. Se hicieron grandes esfuerzos para limpiar la ciudad y eliminar la basura acumulada, que amenazaba con provocar epidemias. La población fue obligada a ponerse a trabajar plantando coles hasta en el pedazo de terreno más pequeño que hubiera, empezando por el Campo de Marte. El soviet de Leningrado se jactaba de que en la primavera de 1942 se habían plantado en la ciudad y sus alrededores doce mil quinientas hectáreas de terreno dedicadas al cultivo de verduras. Para evitar una nueva hambruna el próximo invierno, se reanudó la evacuación de civiles a través del lago Ladoga, y más de medio millón de personas abandonaron la ciudad, para ser sustituidas por tropas de refuerzo. Los preparativos incluían también el almacenamiento de víveres y la construcción de un oleoducto por el fondo del lago Ladoga.

El 9 de agosto, en un gran golpe de escena destinado a elevar la moral, se tocó en la ciudad la Séptima Sinfonía de Shostakovich, «Leningrado», que fue retransmitida por radio a todo el mundo. La artillería alemana intentó interrumpir su interpretación, pero el fuego de las contrabaterías soviéticas redujo su eficacia al mínimo, para alegría de la población[33]. Esta se sintió también muy aliviada por el hecho de que los incansables ataques de la Luftwaffe contra los barcos que surcaban el lago Ladoga disminuyeran debido a la destrucción de ciento sesenta aviones alemanes.

Los servicios de inteligencia soviéticos sabían que los alemanes al mando del Generalfeldmarschall von Manstein, con su XI Ejército, que estaba recién llegado, se disponían a lanzar un gran asalto. En una operación cuyo nombre en clave era Nordlicht, Hitler ordenó a Manstein arrasar la ciudad y unirse a los finlandeses. Para frustrar el ataque, Stalin ordenó al Frente de Leningrado y al de Volkhov hacer un nuevo intento de aplastar a la avanzadilla alemana, que estaba ya en la ribera meridional del lago Ladoga, y romper así el asedio. Aquella acción recibiría el nombre de Ofensiva Sinyavino, y dio comienzo el 19 de agosto.

Un soldado joven del Ejército Rojo describió su primer ataque al amanecer en una carta a sus familiares. «El aire se llenó del fragor, el zumbido y el silbido de la metralla, el suelo temblaba, el humo envolvía el campo de batalla. Avanzamos arrastrándonos sin parar. Adelante, siempre adelante, y si no, la muerte. Un trozo de metralla me cortó el labio, la sangre cubría mi rostro, caían sobre nosotros infinitos trozos de metralla, como si fueran granizo, quemándonos las manos. Nuestra ametralladora ya estaba funcionando, el fuego se intensificaba, no podía uno levantar la cabeza. Una trinchera poco profunda era la única protección de la metralla con la que contábamos. Intentábamos avanzar lo más deprisa que podíamos para salir cuanto antes de la zona de fuego. La aviación empezó a tronar sobre nuestras cabezas. Enseguida dio comienzo el bombardeo. No puedo recordar cuánto tiempo duró aquel infierno. Corrió el rumor de que habían aparecido los vehículos blindados alemanes. El pánico se adueñó de nosotros, pero resultó que los dichos vehículos eran nuestros tanques que destruían las alambradas. Enseguida llegamos a ellas y nos encontramos con un tiroteo espantoso. Fue allí donde vi por primera vez a un hombre muerto; yacía sin cabeza junto a la zanja que nos cortaba el paso. Solo entonces se me ocurrió la idea de que a mí también podían matarme. Saltamos por encima del muerto».

«Dejamos atrás aquella refriega infernal. Ante nosotros teníamos una trinchera antitanque. Allí al lado, en alguna parte, tableteaban las ametralladoras. Salimos corriendo, agachándonos todavía más. Se produjeron dos o tres explosiones. “¡Deprisa, están tirando granadas!”, gritó Puchkov. Corrimos todavía a mayor velocidad. Dos muertos, armados con sendas ametralladoras, apoyados contra un tronco, como si intentaran pasar por encima de él a gatas, nos cortaban el paso. Salimos de la trinchera, corrimos por un trecho llano y saltamos a otra [trinchera]. En el fondo había un oficial alemán muerto, con la cara hundida en el barro. Todo estaba vacío y en silencio. Nunca olvidaré aquel larguísimo corredor de tierra, con una sola pared iluminada por el sol. Las balas silbaban por doquier. No sabíamos dónde estaban los alemanes, los teníamos a nuestra espalda y delante de nosotros. Uno de los que ocupaban el nido de ametralladoras se levantó de un salto para mirar, pero fue abatido de inmediato por un francotirador. Cayó sentado, como si estuviera absorto en sus pensamientos, con la cabeza inclinada sobre el pecho»[34].

Las pérdidas soviéticas fueron altísimas —ciento catorce mil bajas, entre ellas cuarenta mil muertos—, pero para mayor indignación de Hitler aquel ataque preventivo arruinó por completo la operación de Manstein.

Obsesionado todavía con los pozos de petróleo del Cáucaso y con la ciudad que llevaba el nombre de Stalin, Hitler estaba seguro de que «los rusos estaban acabados», aunque se hubieran hecho muchos menos prisioneros de los esperados[35]. Instalado en su nuevo cuartel general, cuyo nombre en clave era Werwolf, a las afueras de Vinnitsa, en Ucrania, pudo sentir en sus propias carnes el tormento de las moscas y los mosquitos y estaba cada vez más impaciente debido al calor agobiante. El Führer empezó a aferrarse a los símbolos de la victoria, más que a la realidad militar. El 12 de agosto había dicho al embajador italiano que la batalla de Stalingrado iba a decidir el resultado de la guerra[36]. El 21 de agosto, las tropas de montaña alemanas escalaron el monte Elbrus, de cinco mil seiscientos metros de altura, la montaña más elevada del Cáucaso, para izar la «bandera de guerra del Reich». Tres días después la noticia de que la vanguardia de blindados de Paulus había llegado al Volga levantó todavía más los ánimos del Führer. Pero el 31 de agosto montó en cólera cuando el Generalfeldmarschall List, comandante en jefe del Grupo de Ejércitos A en el Cáucaso, le dijo que sus tropas estaban al límite de sus fuerzas y que se enfrentaban a una resistencia mayor de la esperada. Desconfiando de List, ordenó lanzar un ataque contra Astracán y conquistar la ribera occidental del mar Caspio. Sencillamente se negaba a aceptar que sus fuerzas eran inadecuadas para la tarea y tenían escasez de combustible, municiones, víveres y pertrechos.

Por otra parte, en Stalingrado los soldados alemanes seguían siendo sumamente optimistas. Pensaban que la ciudad no tardaría en caer en sus manos y que entonces podrían volver a casa. «Además no estableceremos nuestros cuarteles de invierno en Rusia», decía en una carta a sus familiares un soldado de la 389.ª División de Infantería, «pues la ropa de invierno destinada a nuestra división ha sido devuelta. Queridos míos, podremos volver a vernos, si Dios quiere, este año»[37]. «Esperemos que la operación no dure demasiado», comentaba despreocupadamente un motociclista de una unidad de reconocimiento de la 16.ª División Panzer tras apuntar de paso que las mujeres soldado soviéticas que habían capturado eran tan feas que no podía uno ni mirarlas a la cara[38].

El cuartel general del VI Ejército estaba cada vez más angustiado por la longitud de sus líneas de aprovisionamiento, que se extendían más allá del río Don a lo largo de centenares de kilómetros. Las noches, anotó Richthofen en su diario, se habían vuelto de repente «muy frescas»[39]. El invierno no tardaría en llegar. A los oficiales de estado mayor les preocupaba también la debilidad de los ejércitos rumanos, italianos y húngaros que guardaban a sus espaldas la margen derecha del Don. Habían retrocedido en varios lugares como consecuencia de los contraataques lanzados por el Ejército Rojo con el fin de capturar cabezas de puente al otro lado del río, que más tarde desempeñarían un papel trascendental.

Los oficiales de los servicios de inteligencia soviéticos estaban reuniendo ya todo el material que podían acerca de aquellos aliados de los nazis. Muchos soldados italianos habían sido obligados a ir al frente contra su voluntad, a algunos los habían llevado incluso «encadenados». Según descubrieron los rusos, los oficiales rumanos habían prometido a sus soldados que les «darían tierras en Transilvania y Ucrania después de la guerra»[40]. Sin embargo, los soldados cobraban un salario de miseria, de solo sesenta lei al mes, y sus raciones de comida consistían en medio plato de sopa caliente al día y trescientos o cuatrocientos gramos de pan. Odiaban a los miembros de la Guardia de Hierro que había entre ellos, pues solían hacer labores de espionaje. La desmoralización del III y IV Ejército rumano fue cuidadosamente registrada en Moscú[41].

Los destinos de los frentes de Stalingrado, el Cáucaso y Egipto estaban estrechamente ligados entre sí. La Wehrmacht, realmente desbordada por la magnitud de la tarea asignada y dependiente en exceso de unos aliados demasiado débiles, estaba condenada a perder su gran ventaja del Bewegungskrieg, la guerra de movimientos de maniobra.

Esa época había pasado, porque los alemanes habían perdido finalmente la iniciativa. El cuartel general del Führer, como el de Rommel en el norte de África, ya no podía esperar lo imposible de unas tropas agotadas y de unas líneas de abastecimiento insostenibles. Hitler había empezado a sospechar que había alcanzado el punto de máxima expansión del Tercer Reich. Y estaba más decidido que nunca a no permitir que ninguno de sus generales se retirara.

La Segunda Guerra Mundial
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