46


YALTA, DRESDE, KÖNIGSBERG

(FEBRERO-ABRIL DE 1945)


A finales de enero de 1945, mientras los combates en Budapest llegaban a su punto culminante y los ejércitos soviéticos alcanzaban el río Oder, los tres líderes aliados se disponían a reunirse en Yalta para decidir el destino del mundo de posguerra. Stalin, que tenía miedo a volar, insistió en celebrar la conferencia en Yalta, en Crimea, hasta donde podía viajar en ferrocarril en su vagón zarista de color verde.

Roosevelt había sido nombrado presidente por cuarta vez el día 20 de enero. En su breve discurso inaugural, hizo alusión a la paz, que no llegaría a conocer. Tres días después, en medio de unas precauciones de seguridad desconocidas hasta entonces, embarcó en secreto en el crucero pesado Quincy, de la Marina de los Estados Unidos. Once días después el Quincy y sus buques escolta llegaban a Malta, donde Churchill lo esperaba con ansiedad. Pero Roosevelt, con su típica cortina de humo de encanto y hospitalidad, se las arregló para no hablar de lo que iban a decir en Yalta. De nuevo no quería que Stalin pensara que estaban «conchabándose» contra él. Evidentemente quería tener las manos libres y no llevar una estrategia acordada. La delegación británica estaba cada vez más incómoda. Stalin sabía exactamente lo que quería, y respecto a los otros haría que se enfrentaran entre sí. Roosevelt quería ante todo asegurarse el apoyo de la Unión Soviética para la creación de una Organización de las Naciones Unidas, mientras que la principal prioridad de los ingleses era obtener garantías de que Polonia sería auténticamente libre e independiente.

Las dos delegaciones volaron por la noche desde Malta hasta el mar Negro y aterrizaron en Saki el 3 de febrero. El largo trayecto en coche por los montes de Crimea y a lo largo de la costa les permitió pasar por muchas zonas devastadas por la guerra. Las delegaciones fueron alojadas en palacios de veraneo zaristas. Roosevelt y los americanos se quedaron en el Palacio Livadia, donde iban a tener lugar las reuniones.

Para Stalin, la principal finalidad de la conferencia de Yalta era forzar la aceptación del control soviético de la Europa central y los Balcanes. Estaba tan seguro de su posición que se sintió en condiciones de atormentar a Churchill en una reunión preliminar, proponiendo una ofensiva a través del Pasillo de Ljubljana. Estaba perfectamente al tanto de que el proyecto preferido de Churchill, que era adelantarse al Ejército Rojo, había encontrado la oposición constante de los americanos. Y ahora que los ejércitos soviéticos estaban al noroeste de Budapest, era demasiado tarde para los ingleses. En cualquier caso, los americanos habían estado insistiendo en el traslado de más divisiones de Italia al frente occidental. Churchill debió de sentirse profundamente molesto al ver que Stalin hurgaba en la herida con falsa sinceridad.

Roosevelt, todavía con la esperanza de dar la impresión de que los Aliados occidentales no estaban conchabados, se negó a ver a Churchill antes de que se empezara a trabajar en serio. Esta precaución fue vana, pues la delegación soviética había dado por supuesto que Churchill y él ya habían discutido previamente su estrategia en Malta. Justo antes de la sesión inaugural, Stalin visitó a Roosevelt, que inmediatamente intentó ganar su confianza socavando la posición de Churchill. Habló de sus desacuerdos en materia de estrategia e incluso aludió en tono aprobatorio al brindis de Stalin en Teherán proponiendo la matanza de cincuenta mil oficiales alemanes, comentario que había hecho que Churchill abandonara asqueado la sala.

Comentando que los ingleses también querían «su trozo de pastel y zampárselo», se refirió en tono de queja al hecho de que los británicos ocuparan el norte de Alemania, que él quería que fuera para los Estados Unidos, pero no había hablado de ello hasta que había sido demasiado tarde. Estaba dispuesto, sin embargo, a apoyar la pretensión de Churchill de que incluso los franceses tuvieran su zona de ocupación en el sudoeste, pero también esto lo dijo en tono despectivo, lanzando indirectas contra los británicos y contra De Gaulle.

Cuando dio comienzo la primera sesión en el salón de baile del Palacio Livadia a última hora de la tarde del 4 de febrero, Stalin invitó a Roosevelt a inaugurar el acto. Durante los días sucesivos, analizaron la situación militar y la estrategia, el posible desmembramiento de Alemania, las zonas de ocupación y también las indemnizaciones, tema del máximo interés para Stalin. Churchill quedó estupefacto cuando Roosevelt declaró que el pueblo americano no iba a dejarle mantener sus tropas en Europa mucho más tiempo. Especialmente los mandos militares norteamericanos tenían ganas de lavarse las manos de una vez en Europa y acabar la guerra con Japón. Pero Churchill vio acertadamente que aquello había sido una metedura de pata terrible de cara a las negociaciones. Stalin se sintió inmensamente reconfortado. Posteriormente comentaría a Beria que «la debilidad de las democracias radicaba en el hecho de que el pueblo no delegaba unos derechos permanentes como los que poseía el gobierno soviético»[1].

El 6 de febrero, el gran sueño que acariciaba Roosevelt de una Organización de las Naciones Unidas fue tema de largas y tortuosas discusiones. Cuando se trató de la composición del consejo de seguridad y de los requisitos exigibles a los distintos países para ser miembros de la asamblea general, Stalin sospechó que los americanos y los ingleses le habían tendido una trampa. No había olvidado el voto de la Sociedad de Naciones que había condenado la invasión de Finlandia por la Unión Soviética en el invierno de 1939.

Stalin estuvo hábil y sereno. Habló con una autoridad tranquila y jugó una baza ganadora con tanta astucia como en la conferencia de Teherán catorce meses antes, que había establecido la estrategia para darle el dominio de media Europa. Tenía además la ventaja de conocer por los espías británicos de Beria las posiciones negociadoras de los Aliados occidentales. Los otros dos integrantes del grupo de los Tres Grandes no podían ni esperar estar a su altura. Roosevelt, de aspecto envejecido y frágil, con la boca abierta y los labios caídos la mayor parte del tiempo, a veces parecía que ni siquiera seguía lo que se decía. Churchill, siempre a punto de dejarse llevar por su retórica emocional, en vez de centrarse en los hechos puros y duros, era evidente que no entendía los aspectos clave de ciertas discusiones fundamentales. Ese era el caso en particular en la cuestión de Polonia, tan cercana a su corazón. Parece que no captó las señales sutiles, pero muy claras que lanzó Stalin sobre este tema.

Para Churchill, la prueba fundamental de las buenas intenciones de la Unión Soviética sería cómo iba a tratar a Polonia. Pero Stalin no veía razón alguna para llegar a un compromiso. El Ejército Rojo y el NKVD tenían en aquellos momentos un control absoluto de todo el país. «Sobre Polonia Iosef Vissarionovich no se ha movido ni un centímetro», dijo Beria a su hijo Sergo en Yalta. (Sergo Beria se había encargado de poner micrófonos ocultos en todas las habitaciones e incluso de colocar micrófonos direccionales para captar las conversaciones de Roosevelt en el exterior.)[2]

Churchill había tenido la sensación de estar solo. «Los americanos desconocen por completo el problema polaco», había dicho a Eden y a lord Moran, su médico. «En Malta les hablé de la independencia de Polonia y me encontré con la siguiente respuesta: “Pero sin duda eso no es algo que esté en juego”»[3]. De hecho, Edward Stettinius, el secretario de estado, se había mostrado de acuerdo con Eden, pero Roosevelt quería ante todo evitar cualquier brecha con Stalin a propósito de Polonia, especialmente si contribuía a dificultar el acuerdo sobre las Naciones Unidas.

El 6 de febrero, durante las conversaciones sobre Polonia, Roosevelt intentó actuar como si fuera el mediador neutral entre los ingleses y los rusos. La frontera oriental a lo largo de la línea Curzon había sido más o menos acordada entre los Tres Grandes, pero, para sorpresa de Churchill, Roosevelt pidió a Stalin que permitiera a los polacos quedarse con la ciudad de Lwów como gesto de generosidad. Stalin no tenía la menor intención de hacer nada parecido. En su opinión, pertenecía a Ucrania y, aunque los polacos constituían la mayoría absoluta de la población de la ciudad, ya había dado comienzo la limpieza étnica. Tenía la intención de trasladarlos a todos a las zonas del este de Alemania con las que se proponía compensar a Polonia. Finalmente los ciudadanos de Lwów serían trasladados en masa a Breslau, que pasaría a llamarse Wroclaw.

Stalin estaba mucho más interesado por las propuestas occidentales de un gobierno polaco de coalición formado por líderes de todos los grandes partidos para supervisar unas elecciones libres. Por lo que a él le concernía, ya existía un gobierno provisional: los polacos de Lublin que ahora se habían trasladado a Varsovia. «Dejaremos entrar a uno o dos emigrados, a efectos decorativos», dijo a Beria, «pero nada más»[4]. Él ya había reconocido su propio gobierno títere a primeros de enero, a pesar de las protestas de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Los franceses reconocieron el gobierno títere de Stalin, a pesar de la actitud mantenida anteriormente por De Gaulle en el mes de diciembre. Los checos también lo reconocieron debido a las presiones.

Stalin se puso muy nervioso durante estas discusiones. Después de una breve pausa, de repente se levantó y se puso a hablar. Reconoció que los rusos habían «cometido muchos pecados contra los polacos en el pasado», pero afirmó que Polonia era trascendental para la seguridad soviética. La Unión Soviética había sido invadida dos veces a través de Polonia a lo largo de este siglo y solo por esa razón era preciso que Polonia fuera «poderosa, libre e independiente». Ni Churchill ni Roosevelt podían entender plenamente el shock que había sido la invasión alemana en 1941 ni la determinación de Stalin de establecer un cordón de seguridad de estados satélites para que los rusos no pudieran volver a ser sorprendidos nunca más. Cabría afirmar que los orígenes de la Guerra Fría se sitúan en esa experiencia traumática.

La idea que tenía Stalin de una Polonia «libre» e «independiente» era, por supuesto, muy diferente de la definición británica o americana de estos términos, pues insistía en que debía ser «amiga». Rechazaba cualquier participación en su gobierno de representantes del gobierno en el exilio, acusándolo de fomentar los disturbios detrás de las líneas soviéticas. Afirmó que los integrantes del Ejército del Interior habían matado a doscientos doce oficiales y soldados del Ejército Rojo, pero naturalmente no hizo la menor alusión a la espantosa represión llevada a cabo por el NKVD contra los polacos no comunistas. El Ejército del Interior, según su argumento, se dedicaba, por tanto, a ayudar a los alemanes.

Al día siguiente quedó claro que cualesquiera compromisos a los que pudiera llegarse sobre Polonia y las Naciones Unidas iban a estar necesariamente ligados. Stalin aplazó la cuestión del gobierno polaco y entusiasmó a los americanos mostrándose de acuerdo con su sistema de votación en las Naciones Unidas. No quería que la Unión Soviética se viera superada masivamente en votos en la Asamblea General. Hizo, por tanto, que Molotov arguyera de nuevo que, partiendo de la base de que los británicos contaban con varios votos, si se tenía en cuenta que lo más probable era que los Dominios se pusieran del lado de la madre patria, tendrían que ser admitidos también al menos algunos estados miembros de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, especialmente Ucrania y Bielorrusia.

Roosevelt no cayó en la trampa. Nadie las consideraba en modo alguno independientes de Moscú y además semejante pretensión minaba el principio de un país, un voto. Para mayor sorpresa e irritación suya, Churchill se puso de parte de Stalin. Pero a la mañana siguiente Roosevelt dio su beneplácito, con la esperanza de que Stalin se comprometiera a declarar la guerra a Japón. La concesión de Stalin en lo tocante a las Naciones Unidas, sin embargo, no había sido más que un intento de convencer a Roosevelt de que debía suavizar su postura respecto a Polonia. Aquel juego tridimensional empezaba a volverse complicado. Y se complicó todavía más debido a las discrepancias existentes dentro de la delegación americana.

Cuando la conferencia volvió sobre el tema de Polonia, Stalin alegó que la propuesta de Roosevelt de traer a Yalta delegados de los gobiernos rivales era irrealizable. No conocía sus direcciones y no hubiera habido tiempo suficiente. Por otro lado pareció que ofrecía concesiones prometedoras hablando de la inclusión de polacos no comunistas en el gobierno provisional y de la posterior celebración de elecciones generales. Rechazó las sugerencias norteamericanas de un consejo presidencial encargado de supervisar las elecciones. Tanto Molotov como Stalin se mostraron firmes en la idea de que el gobierno provisional de Varsovia no sería sustituido, pero podía ser ampliado.

Churchill dio una respuesta enérgica explicando por qué Occidente iba a sentir una profunda desconfianza, si es que no la consideraba un escándalo, ante la idea de un gobierno que no gozaba de un apoyo generalizado en Polonia. Stalin replicó a Churchill con una serie de inequívocos mensajes de advertencia. Él había respetado el acuerdo sobre Grecia. No había protestado cuando las tropas británicas habían eliminado a los partisanos comunistas de Atenas. Y comparó la cuestión de la seguridad de la retaguardia en Polonia con la situación reinante en Francia, donde de hecho había metido en cintura al partido comunista francés. En cualquier caso, dijo, el gobierno de De Gaulle no era más democrático en su composición que el gobierno provisional comunista de Varsovia.

Sostuvo que la liberación de Polonia por los soviéticos y su gobierno provisional habían sido bien acogidos en general. Esta mentira tan descarada puede que no resultara convincente, pero el mensaje era bien claro. Polonia era su Francia y su Grecia, pero más todavía. Como bien sabía, Grecia era el talón de Aquiles del primer ministro británico y el dardo del dictador soviético iba muy bien dirigido. Churchill se vio obligado a reconocer su gratitud por la neutralidad de Stalin en los asuntos de Grecia. Roosevelt, temeroso de perder terreno en el asunto de las Naciones Unidas, insistió en que la cuestión polaca debía ser aparcada de momento y discutida por el comité de ministros de asuntos exteriores.

El presidente norteamericano aceptó el precio de Stalin por entrar en guerra contra Japón. En Extremo Oriente, la Unión Soviética quería el sur de la isla de Sakhalin y las islas Kuriles, que Rusia había perdido tras su desastrosa guerra contra Japón en 1905. Roosevelt aceptó también el control de Mongolia por los soviéticos, siempre y cuando se mantuviera en secreto, pues no había discutido la cuestión con Chiang Kai-shek. Todo esto no estaba en el espíritu de la Carta del Atlántico, como tampoco lo estaba el compromiso americano sobre Polonia, anunciado por Stettinius el 9 de febrero.

Roosevelt no quiso poner en peligro los acuerdos alcanzados acerca de sus prioridades más importantes, las Naciones Unidas y el hecho de que la Unión Soviética entrara en guerra con Japón. Había renunciado a toda esperanza de obligar a Stalin a aceptar un gobierno democrático en Polonia. Ahora todo lo que deseaba era un acuerdo sobre un «Gobierno Provisional de Unidad Nacional» y unas «elecciones libres y sin trabas» que pudiera vender al pueblo americano cuando volviera a su país. Este planteamiento aceptaba tácitamente la exigencia soviética de que su gobierno provisional formara la base del nuevo y, en consecuencia, arrojaba al gobierno en el exilio de Londres a las tinieblas exteriores. Molotov, fingiendo que solo planteaba unos cuantos cambios insignificantes, quiso incluir expresiones tales como «[gobierno] plenamente representativo», y en vez de permitir que se requiriera la participación de «partidos democráticos», quiso cambiar la fórmula y que se dijera «partidos antifascistas y no fascistas». Como el estado soviético y el NKVD ya habían definido al Ejército del Interior y a sus partidarios como «objetivamente fascistas», no era ni mucho menos una nimiedad pedante.

Roosevelt rechazó las inquietudes de Churchill por considerar que no eran más que la interpretación de ciertas palabras, pero es indudable que el truco estaba en los detalles, como se comprobaría después. El primer ministro no se dejaría engañar. Consciente de que no iba a poder ganar en lo tocante a la composición del gobierno provisional, se concentró en la cuestión de las elecciones libres y exigió la presencia de observadores diplomáticos. Stalin replicó con el mayor descaro que semejante cosa sería un insulto para los polacos. Roosevelt se sintió obligado a apoyar a Churchill, pero a la mañana siguiente, sin avisar a los ingleses, los americanos retiraron de repente su insistencia en la supervisión de las elecciones. Churchill y Eden quedaron como si estuvieran en la inopia. Todo lo que pudieron conseguir fue que los embajadores tuvieran libertad de movimientos para informar sobre los acontecimientos de Polonia.

El almirante Leahy indicó a Roosevelt que las palabras incluidas en el acuerdo eran «tan elásticas que los rusos pueden estirarlas desde Yalta hasta Washington sin llegar nunca a saltárselas técnicamente»[5]. Roosevelt respondió que no podía hacer nada más. Stalin no cedía en lo concerniente a Polonia, se dijera lo que se dijera. Sus tropas y su policía de seguridad controlaban el país. Por lo que parecía el bien común de la paz mundial, Roosevelt no estaba preparado para hacer frente al dictador soviético. Stalin, inquieto al observar el frágil estado del acomodaticio presidente norteamericano, dijo a Beria que le suministrara información detallada acerca de todos aquellos hombres de su entorno que pudieran desempeñar un papel importante después de su muerte. Quería tener todos los detalles posibles acerca del vicepresidente Harry Truman. Temía que la administración que lo sucediera fuera mucho menos maleable. De hecho, cuando Roosevelt murió dos meses después, Stalin se mostró convencido de que había sido asesinado. Según Beria, estaba furioso porque el Primer Directorio del NKGB no había podido suministrarle ninguna información al respecto[6].

Uno de los últimos temas en ser abordados en Yalta fue la cuestión de la repatriación de los prisioneros de guerra. Dado que algunos campamentos habían sido ocupados ya por el Ejército Rojo, las democracias querían que sus hombres volvieran a sus casas y devolver a su país al gran número de prisioneros de guerra soviéticos y a los que llevaban uniforme de la Wehrmacht. Ni los británicos ni los americanos habían pensado a fondo en las implicaciones de este acuerdo. Las autoridades soviéticas engañaron a sus aliados insistiendo en que sus ciudadanos habían sido obligados a ingresar en las filas alemanas contra su voluntad. Debían ser separados de los prisioneros alemanes, había que tratarlos bien y no clasificarlos como prisioneros de guerra. Acusaron incluso a los Aliados de pegar palizas a los mismos prisioneros a los que ellos pretendían asesinar o enviar al Gulag en cuanto les echaran la mano encima.

Los ingleses y los americanos sospechaban que Stalin quería vengarse de todos esos ciudadanos soviéticos, cerca de un millón, que habían prestado servicio con uniforme de la Wehrmacht, o se habían visto forzados por el hambre a convertirse en Hiwis. Sin embargo, no preveían que incluso los que habían sido hechos prisioneros por los alemanes iban a ser considerados traidores. Cuando los Aliados descubrieron la verdad sobre el asesinato de los prisioneros soviéticos que regresaron a su país, prefirieron permanecer callados para no retrasar el regreso de sus propios prisioneros de guerra. Y viendo que era imposible investigar las acusaciones para identificar a los verdaderos delincuentes, les pareció más sencillo enviarlos a todos de vuelta a su país, a la fuerza si era necesario.

Las cuestiones militares que habían inaugurado la conferencia fueron las últimas en las que se llegó a un acuerdo. Los americanos querían que Eisenhower tuviera derecho a trabajar en colaboración directa con la Stavka para poder coordinar los planes. Aunque era un plan perfectamente sensato, pronto se comprobó que iba a resultar todo menos sencillo. El general Marshall y sus colegas no habían entendido que los mandos militares soviéticos no se atrevían a hacer nada que comportara mantener contacto con un extranjero sin tener primero permiso de Stalin. Marshall había dado por supuesto también que un verdadero intercambio de información redundaría en beneficio de ambas partes, pero una vez más tanto él como todos los americanos que no tenían una experiencia directa de las prácticas soviéticas, se equivocaron al no entender la convicción que tenían los rusos de que los países capitalistas estaban intentando siempre engañarlos, de modo que ellos tenían que engañarlos primero. Eisenhower fue totalmente franco acerca de sus intenciones y de su calendario, de hecho demasiado franco e ingenuo en opinión de Churchill. Los soviéticos, por su parte, engañaron deliberadamente a Eisenhower tanto en lo concerniente a sus planes como a su calendario por lo que respecta a la Operación Berlín.

Marshall consideraba materia urgente la clarificación de la «línea de bombardeo», esto es la frontera entre la zona de operaciones de los occidentales y la de los soviéticos. La aviación estadounidense ya había atacado por error a algunas tropas rusas, pensando que eran alemanas. Marshall quedó anonadado al ver que el general Aleksei Antonov, jefe del estado mayor general, no podía discutir nada sin consultar primero a Moscú.

De Gaulle no agradeció ni poco ni mucho a Churchill que consiguiera persuadir a Roosevelt y a Stalin de que permitieran a Francia ingresar en la Comisión Aliada de Control con sus propias zonas de ocupación. El líder francés estaba enfurruñado por no haber sido invitado a Yalta y por la negativa de ceder a Francia Renania. Su estado de ánimo no mejoró cuando Roosevelt, en su viaje de vuelta a los Estados Unidos, lo invitó a Argel para informarle de lo que se había decidido en Yalta. Hipersensible como era, De Gaulle no agradeció el hecho de recibir una invitación de un americano para que lo visitara en territorio francés, de modo que la rechazó de inmediato. Luego corrió el rumor de que Roosevelt lo había llamado «prima donna», cosa que contribuyó a inflamar todavía más la situación.

El «espíritu de Yalta», una ilusión sobre la que se pusieron de acuerdo los delegados americanos e ingleses, los convenció de que, aunque los acuerdos alcanzados distaban mucho de ser sólidos, la disposición a la cooperación y al compromiso en general mostrada por Stalin sugería que la paz podría mantenerse en el mundo de posguerra. No tardarían mucho en modificar esas ideas tan optimistas.

Cuando se trató en Yalta la cuestión de la línea de bombardeos, el general Antonov pidió que se atacaran los centros de comunicaciones situados detrás de las líneas alemanas en el frente oriental. Su finalidad era impedir el traslado de tropas alemanas del frente occidental al oriental para resistir al Ejército Rojo. Se ha sostenido que «el resultado directo de ese acuerdo fue la destrucción de Dresde por los bombardeos aliados»[7]. Pero Antonov nunca habló de Dresde.

Antes incluso de la conferencia de Yalta, Churchill había mostrado su deseo de impresionar a los rusos con el poder destructivo del Mando de Bombarderos, en un momento en el que los ejércitos de Gran Bretaña estaban muy debilitados por la escasez de hombres. Serviría también para recordarles que la campaña de bombardeos estratégicos había sido el inicio del Segundo Frente, cosa de la que había intentado persuadir a Stalin en varias ocasiones al comienzo de la guerra[8].

Harris también tenía ganas de atacar Dresde sencillamente porque era una de las pocas grandes ciudades que todavía no había sido arrasada. La VIII Fuerza Aérea había atacado sus estaciones de clasificación en el mes de octubre, pero él todavía no podía incluirla en su libro azul. El hecho de que esta joya del barroco a orillas del Elba fuera uno de los grandes tesoros arquitectónicos y artísticos de Europa no le preocupó ni un momento. El no haber conseguido la caída de Alemania con sus bombarderos pesados, como había asegurado que iba a conseguir, no hizo más que espolearlo todavía más. El 1 de febrero, Portal, Spaatz y Tedder acordaron una nueva directiva que situaba «Berlín, Leipzig y Dresde en la lista de objetivos prioritarios solo por detrás del petróleo»[9].

Harris no creía en el plan de las instalaciones petrolíferas, como había dejado suficientemente claro a Portal, jefe del estado mayor del aire, en la correspondencia mantenida con él durante el invierno. Una directiva de los jefes de estado mayor conjunto de 1 de noviembre de 1944 lo había obligado a concentrarse en primer lugar en objetivos relacionados con el petróleo y en segundo lugar en las comunicaciones. Aunque las interceptaciones de Ultra demostraban que la insistencia de Spaatz en los objetivos relacionados con el petróleo estaba resultando más eficaz, Harris no quería que nadie lo apartara de la meta personal que perseguía. «¿Vamos ahora a abandonar esta enorme tarea… justo cuanto se acerca a su final?», preguntó[10]. Harris tuvo que reaccionar obligatoriamente a las presiones de Portal, pero utilizó el problema de la mala visibilidad durante el invierno, por lo demás totalmente cierto, para continuar con su sistema de bombardear ciudades. En el mes de enero, en vista de que la disputa continuaba, se ofreció incluso a presentar su dimisión, pero Portal pensó que no podía destituirlo. Aunque se demostró que prácticamente todas y cada una de sus ideas fijas estaban equivocadas, Harris tenía demasiados partidarios en la prensa popular y entre el público en general.

Para la mayor parte de las tripulaciones de la RAF, «Dresde fue solo un objetivo más, aunque estaba muy, muy lejos»[11]. Les dijeron que era para perturbar el esfuerzo de guerra de los alemanes y para ayudar al Ejército Rojo. En sus reuniones informativas no les dijeron que el objetivo era causar una marea de refugiados que estorbara el tráfico de la Wehrmacht, táctica por la cual los británicos habían criticado a la Luftwaffe en 1940.

Los bombarderos americanos debían ser los primeros en lanzarse al ataque el 13 de febrero, pero debido al mal tiempo su misión fue aplazada veinticuatro horas. En consecuencia, la ofensiva contra Dresde comenzó la noche del 13 de febrero, con setecientas noventa y seis salidas de Lancaster de la RAF en dos oleadas. La primera, que lanzó la mezcla habitual de bombas de alto poder explosivo e incendiarias, provocó los primeros incendios, especialmente en la parte más inflamable de la ciudad antigua. La segunda oleada, más numerosa, pudo ver en el horizonte una luz brillantísima cuando aún estaba a ciento cincuenta kilómetros de su objetivo. Los incendios empezaron a mezclarse para dar lugar a un verdadero infierno de llamas, que no tardó en provocar vientos huracanados a nivel del suelo como si fuera una fragua titánica.

Cuando llegaron las Fortalezas Volantes norteamericanas al día siguiente, que casualmente era Miércoles de Ceniza, el humo procedente de la ciudad alcanzaba los casi cinco mil metros de altura. En tierra, las condiciones eran tan espantosas como en las otras ciudades arrasadas por las tormentas de fuego —Hamburgo, Heilbronn, Darmstadt—, con cuerpos carbonizados y encogidos, la mayor parte de ellos muertos por inhalación de monóxido de carbono, el plomo fundido que caía de los tejados y el asfalto derretido de las calles que atrapaba a la gente como el papel matamoscas. Las importantes conexiones ferroviarias y el tráfico militar de Dresde constituían un objetivo legítimo, pero una vez más se impuso el deseo obsesivo de destrucción total que tenía Harris. Pocos días después le tocó el turno a Pforzheim. Aquí la tormenta de fuego hizo que la puntuación de Harris subiera hasta alcanzar la cifra de sesenta y tres ciudades destruidas. La hermosa localidad de Würzburg, que tenía una significación militar menor todavía, fue incendiada y arrasada a mediados de marzo. Al final de su vida, Harris sostendría todavía que su estrategia salvó la vida a un número incontable de soldados aliados.

Tras la destrucción de Dresde se plantearon muchas preguntas, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Hubo quienes dijeron que las fuerzas aéreas aliadas habían adoptado una política de «bombardeos de terror». Churchill, que había instado a llevar a cabo el bombardeo de Dresde y de otros centros de comunicaciones en Alemania oriental, empezó a acobardarse al comprobar la «furia» de la campaña de bombardeos estratégicos. Envió una notificación a los jefes de estado mayor británicos afirmando que «la destrucción de Dresde sigue planteando una cuestión muy grave en contra de la forma que tienen los Aliados de llevar a cabo sus bombardeos». Portal consideró aquel documento profundamente hipócrita y exigió su retirada[12].

A pesar de sus discrepancias con Harris, Portal estaba dispuesto a defender el sacrificio del Mando de Bombarderos. En total habían muerto cincuenta y cinco mil quinientos setenta y tres aviadores de los ciento veinticinco mil que habían prestado servicio en él. La VIII Fuerza Aérea estadounidense sufrió la pérdida de veintiséis mil hombres, más que el total del cuerpo de los marines norteamericanos[13]. Se calcula que unos trescientos cincuenta aviadores aliados fueron linchados o asesinados cuando cayeron abatidos. Los cálculos de las víctimas civiles alemanas que perdieron la vida varían, pero rondan el medio millón de personas. La Luftwaffe mató a muchas más, entre las cuales hay que incluir el medio millón de civiles muertos solo en la Unión Soviética, pero eso no es ninguna excusa que justifique la convicción absolutamente errónea de Harris de que el Mando de Bombarderos podía vencer la guerra por sí solo simplemente arrasando las ciudades.

Parece que Goebbels se puso a temblar de cólera cuando se enteró de la destrucción de Dresde. Dijo que había perecido un cuarto de millón de personas y exigió que fueran ejecutados tantos prisioneros de guerra aliados como civiles habían muerto. (Recientemente una comisión de historiadores de Alemania ha reducido esa cifra a «alrededor de dieciocho mil personas y definitivamente menos de veinticinco mil».)[14] La idea de fusilar a los prisioneros de guerra aliados interesó a Hitler. Semejante infracción de la Convención de Ginebra habría obligado a sus tropas a combatir hasta el final. Pero otras voces más serenas, como las de Keitel, Jodl, Dönitz y Ribbentrop, le hicieron cambiar de idea.

Las promesas de un futuro glorioso para Alemania durante los primeros años de la guerra habían sido sustituidas ahora por la propaganda del terror de Kraft durch Furcht, esto es «Fuerza a través del Miedo»[15]. Implícita y explícitamente, Goebbels evocó las consecuencias de la derrota, con la aniquilación de Alemania y una conquista de los soviéticos acompañada de violaciones y deportaciones para realizar trabajos forzados. El lema «Victoria o Siberia» resultó una idea maniquea muy poderosa[16]. «La miseria que sobrevendría si se perdiera la guerra sería inimaginable», decía en una carta un joven oficial[17]. Pero aunque el régimen nazi se oponía totalmente a las negociaciones, permitió, e incluso tácitamente fomentó, que su población creyera en algún tipo de trato con las potencias aliadas para que siguieran teniendo esperanzas aunque hubieran perdido la fe en la «victoria final». Ahora que la mayoría de la población había perdido toda confianza en los medios de comunicación oficiales, todo se basaba en el intercambio de rumores y murmuraciones que se oían en los refugios antiaéreos y en los sótanos.

Las historias más aterradoras eran las que contaban los refugiados que habían logrado escapar de Prusia oriental, Pomerania y Silesia. Cerca de trescientas mil personas, entre militares y civiles, seguían atrapadas en Königsberg y la península de Samland. Su única esperanza era la Kriegsmarine. La población civil de Pomerania también quedó incomunicada poco tiempo después. Zhukov redistribuyó varios de sus ejércitos cuando Stalin le dijo por teléfono desde Yalta que se ocupara del «balcón del Báltico», en su flanco norte.

El 16 de febrero estas fuerzas recibieron la orden de atacar por el sur en la zona de Stargard en una operación que los oficiales de estado mayor bautizaron con el nombre clave de Husarenritt («Cabalgata de Húsares»), pero la SS de Himmler insistió en llamarla Sonnenwende («Solsticio»). Habían sido asignados a la ofensiva más de mil doscientos tanques, pero muchos no llegaron nunca a la línea de salida. Un deshielo prematuro, que convirtió el terreno en un barrizal profundo, sumado a la escasez de combustible y de municiones, convirtió la Operación Sonnenwende en un desastre. Tuvo que ser abandonada al cabo de dos días. Zhukov, que ya había reorganizado sus fuerzas, ordenó al I y al II Ejército de Tanques de la Guardia y al III Ejército de Choque que subieran hacia el este de Stettin, en la costa. Este movimiento se produciría después del avance de Rokossovsky al oeste del Vístula hacia Danzig con cuatro ejércitos. Las brigadas de tanques que abrían la marcha lograron atravesar y aplastar las defensas enemigas. En localidades supuestamente situadas muy por detrás de las líneas, la población civil alemana se quedó estupefacta de horror al ver los tanques T-34 bajar por la calle mayor, aplastando bajo sus orugas cualquier obstáculo que hallaran. Una población del litoral fue conquistada por un destacamento de caballería que entró a la carga. Las unidades de la Wehrmacht que habían quedado aisladas como consecuencia de este avance intentaron abrirse paso hacia el oeste, escabullándose sigilosamente en grupos a través de los bosques silenciosos y cubiertos de nieve. Los mil y pico hombres que quedaban de la división francesa de la SS Charlemagne lograron escapar de Belgrado de esta forma.

Una vez más, el partido nazi se había negado a dejar marcharse a tiempo a la población civil. Caravanas expedicionarias organizadas precipitadamente se pusieron en marcha a través de la nieve en carros provistos de toldos improvisados para protegerse del viento glacial. La ruta de la retirada alemana estuvo marcada por las «avenidas de las horcas», en las que la SS y la Feldgendarmerie habían colgado a los desertores, con letreros atados al cuello que proclamaban su culpabilidad. Tanto si los refugiados se dirigían al este, hacia Danzig y Gotenhafen (Gdynia), como si tomaban la ruta del oeste hacia Stettin, los refugiados tenían ante sí al Ejército Rojo y se veían obligados a dar media vuelta. Las familias terratenientes sabían que iban a ser las primeras en ser fusiladas cuando llegaran los rusos. Varias de ellas decidieron suicidarse.

Danzig, rodeada enseguida por el Ejército Rojo, se convirtió en un infierno de llamas y humo negro. Su población había aumentado hasta el millón y medio de habitantes con todos los refugiados, mientras que los heridos eran descargados en los muelles a la espera de su evacuación. Utilizando cualquier tipo de embarcación disponible, la Kriegsmarine los transbordaba al puerto de Hela, al norte de la península, donde otros barcos se los llevaban a puertos situados al oeste del estuario del Oder o a Copenhague. Sólo los cañones pesados del Prinz Eugen y del viejo acorazado Schlesien impidieron a las tropas soviéticas entrar en la ciudad hasta el 22 de marzo. Los marineros alemanes siguieron rescatando civiles, a pesar de las bombas que disparaban los tanques desde la costa.

Cuando las tropas rusas lograron entrar en la ciudad, el saqueo de Gdynia fue terrible. Hasta las autoridades militares soviéticas quedaron desconcertadas. «El número de sucesos extraordinarios es cada vez mayor, así como los fenómenos inmorales y los delitos militares», informaba el departamento político utilizando sus tortuosos eufemismos habituales. «Entre nuestras tropas se producen fenómenos vergonzosos y políticamente perniciosos, cuando bajo el lema de venganza algunos oficiales y soldados cometen ultrajes o saqueos en vez de cumplir honrada y generosamente con su deber hacia la Patria». Los civiles alemanes que se quedaron en Danzig sufrieron luego la misma suerte[18].

La venganza era inevitable, no cabe duda, especialmente cuando los rusos descubrieron tantos indicios de atrocidades. El campo de concentración de Stutthof, donde murieron de fiebre tifoidea dieciséis mil prisioneros en seis semanas, fue destruido en un intento de ocultar pruebas. Los soldados alemanes y el Volkssturm participaron en la ejecución de los prisioneros del Ejército Rojo, polacos y judíos encerrados en él que aún seguían vivos. Pero más horrible fue el descubrimiento hecho en el Instituto de Medicina Anatómica de Danzig, donde el profesor Spanner y su ayudante el profesor Volman llevaban haciendo desde 1934 experimentos con cadáveres del campo de Stutthof, para convertirlos en cuero y jabón[19].

«El registro de los locales del Instituto de Anatomía», afirmaba el informe oficial soviético, «reveló la presencia de ciento cuarenta y ocho cuerpos humanos almacenados para la producción de jabón… Las personas ejecutadas, cuyos cadáveres eran utilizados para fabricar jabón eran de diferentes nacionalidades, pero sobre todo polacos, rusos y uzbecos». El trabajo de Spanner había contado con la aprobación de las instancias más altas, pues su instituto había sido «visitado por el ministro de educación Rust y el ministro de sanidad Konti. El Gauleiter de Danzig, Albert Förster, visitó el instituto en 1944, cuando se dedicaba a la fabricación de jabón». Resulta sorprendente que las autoridades nazis no destruyeran unas pruebas tan espeluznantes antes de la llegada del Ejército Rojo. Más sorprendente todavía resulta el hecho de que Spanner y sus socios no se sentaran nunca en el banquillo, pues el procesamiento de cadáveres no era un delito legal[20].

El saqueo se convirtió en un juego y en un motivo de orgullo, especialmente en las compañías de castigo. «El shtrafroty situado junto a nosotros», recordaría un oficial joven, «estaba al mando de un judío, Lyovka Korsunskii, que tenía los modales típicos de los de Odessa. Vino a visitarnos durante una pausa en un hermoso carro que había capturado tirado por unos potros magníficos. Se quitó un enorme reloj de pulsera suizo que llevaba en el brazo izquierdo y se lo tiró a no sé quién, luego se quitó otro que llevaba en el derecho y se lo tiró a otro. Los relojes eran un objeto constante de deseo y a menudo servían de recompensa. Nuestros soldados, que no hablaban ni una palabra de alemán, enseguida aprendieron a decir: Wieviel ist die Uhr?, y el inocente alemán se sacaba el reloj del bolsillo y el reloj pasaba inmediatamente al bolsillo del guerrero vencedor»[21].

Prusia oriental siguió siendo el principal foco de los actos de venganza. «Sólo he estado en la guerra un año», decía otro oficial joven en una carta a su familia, «así que ¿cómo se sentirán los que llevan cuatro años en el frente? Sus corazones parecen ahora de piedra. Si alguna vez les dices: “¡Soldado, no deberías liquidar a este Hans! Que construya de nuevo lo que ha destruido”, te mira desde debajo de las cejas y dice: “Se llevaron a mi mujer y a mi hija”. Y dispara su pistola. Tiene razón»[22].

La lengua de arena a orillas del Báltico que bordeaba el Frisches Haff era la única ruta que había quedado abierta para escapar de Prusia oriental. Miles de civiles habían huido hasta ella cruzando el hielo, aunque muchos cayeron al agua en los puntos en los que se había reblandecido a causa de las bombas y del deshielo. «Cuando llegamos a la orilla del Frisches Haff», escribe Rabichev, «toda la playa estaba sembrada de cascos alemanes, metralletas, granadas sin usar, latas de comida y paquetes de cigarrillos. Junto a la orilla había algunas barracas. Esas barracas estaban llenas de alemanes heridos, tumbados en camas o en el suelo. Nos miraban en silencio. No había miedo ni odio en sus rostros, solo una indiferencia entumecida, aunque sabían que cada uno de nosotros solo tenía que echar mano a la metralleta y acribillarlos»[23].

Las tropas de la bolsa de Heiligenbeil, de espaldas al mar, habían cerrado el paso a las fuerzas soviéticas que las rodeaban gracias solo a los cañones del acorazado de bolsillo Admiral Scheer y del Lützow. El 13 de marzo, sin embargo, el Ejército Rojo atacó con todas sus fuerzas.

Las tropas de otra pequeña bolsa rodeada en el puerto de Rosenberg no obtuvieron permiso de Hitler para ser evacuadas por mar. Fueron exterminadas en el curso de un ataque el 28 de marzo. «El puerto de Rosenberg parecía una kasha de metal, de basura y de carne», escribió un teniente del Ejército Rojo a su madre. «El suelo está cubierto de cadáveres de alemanes. Lo que ha pasado aquí deja pequeños los sucesos de la carretera de Minsk en 1944. Anda uno pisando cadáveres, se sienta uno a descansar sobre cadáveres, pone uno la comida encima de cadáveres. A lo largo de unos diez kilómetros hay dos cadáveres de alemanes por metro cuadrado… Los prisioneros de guerra son conducidos en batallones, con su oficial al mando al frente. No entiendo por qué nos molestamos en cogerlos prisioneros. Tenemos ya muchísimos y aquí hay otros cincuenta mil. Caminan sin guardias, como si fueran ovejas»[24].

La península de Samland, al oeste de Königsberg estaba defendida por una mezcla de tropas del ejército y del Volkssturm que intentaban proteger las evacuaciones por mar desde el puerto de Pillau. Un oficial de la 551 Division Volksgrenadier describe cómo su labor era amenizada por los altavoces de los rusos, que emitían música entremezclada con mensajes en alemán instándoles a deponer las armas. «Pero ni que decir tenía, pues en nuestra imaginación podíamos ver a las mujeres de Krattlau y de Ännchenthal, que habían sido violadas y asesinadas, y sabíamos que detrás de nosotros miles de mujeres y niños tenían todavía que tomar la decisión de dejarse evacuar»[25].

En la propia Königsberg, los miembros de la Feldgendarmerie, los llamados «Perros de la Cadena» por la chapa de metal que llevaban atada alrededor del cuello, registraban los sótanos y las casas en ruinas en busca de hombres que intentaban zafarse de servir en el Volkssturm. Muchos civiles deseaban desesperadamente que la ciudad se rindiera para poner fin a sus sufrimientos, pero el general Otto Lasch había recibido de Hitler órdenes estrictas de luchar hasta el final. El Gauleiter Koch, tras huir en un primer momento y conseguir la evacuación de su familia a un lugar seguro, regresaba de vez en cuando en un avión Storch a comprobar que sus órdenes se cumplieran.

Königsberg contaba con unas defensas fuertes, pues tenía bastiones y un foso, todo ello combinado con nuevos búnkeres y murallas. A finales de marzo, el mariscal Vasilevsky, que había asumido el mando del Tercer Frente Bielorruso cuando Chernyakhovsky murió por efecto de una bomba, ordenó un asalto en masa. Fue una operación caótica, con la artillería y la aviación soviéticas matando e hiriendo a sus propias tropas por error. Las bajas del Ejército Rojo fueron horrorosas, de modo que cuando sus tropas lograron finalmente entrar en la ciudad fortaleza no tuvieron piedad, ni siquiera con los civiles de las casas que tenían colgadas sábanas blancas en las ventanas en señal de rendición. Al cabo de poco tiempo las mujeres suplicaban ya a sus agresores que las mataran. En todas direcciones se oían gritos desgarradores procedentes de las ruinas. Miles de civiles y militares se suicidaron.

El general Lasch se rindió finalmente el 10 de abril, e inmediatamente fue condenado a muerte in absentia por orden de Hitler. La Gestapo detuvo a su familia en virtud de la ley nazi de Sippenhaft o represalia. Un grupo de la SS y de la policía siguió combatiendo en el castillo, pero no tardaron en perecer también en medio de las llamas, que casi con toda seguridad destruyeron los preciosos paneles de la Sala de Ámbar, robados durante el asedio de Leningrado y llevados a Königsberg.

Se calcula que al comienzo del asedio había ciento veinte mil civiles. El NKVD computó al final sesenta mil quinientos veintiséis. Al carecer de uniforme, algunos integrantes del Volkssturm fueron fusilados en el acto como «partisanos». Todos los demás, incluidas muchas mujeres, fueron deportados a pie para realizar trabajos forzados en la propia región o en la Unión Soviética. La campaña de Prusia oriental había acabado por fin. El Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky perdió ciento cincuenta y nueve mil cuatrocientos noventa hombres entre muertos y heridos, mientras que el Tercer Frente Bielorruso sufrió cuatrocientas veintiuna mil setecientas sesenta y tres bajas. Sin embargo, a pesar de todos estos sacrificios, la guerra no estaba todavía ganada. El ejército alemán acorralado seguía siendo una bestia muy peligrosa. Siguió luchando, movido por el miedo al castigo por los crímenes de guerra perpetrados en la Unión Soviética o por temor a los bolcheviques o al trabajo en régimen de esclavitud en Siberia. El número de desertores era cada vez mayor, pero la amenaza de las «cortes marciales volantes» que dictaban sentencias sumarias, y de la SS y la Feldgendarmerie que ahorcaban a todo el que atrapaban surtió indudablemente efecto. Como comentaba un oficial de alto rango del Ejército Rojo: «La moral está baja, pero la disciplina es fuerte»[26].

La Segunda Guerra Mundial
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Introduccion.xhtml
1.xhtml
2.xhtml
3.xhtml
4.xhtml
5.xhtml
6.xhtml
7.xhtml
8.xhtml
9.xhtml
10.xhtml
11.xhtml
Fotos1.xhtml
12.xhtml
13.xhtml
14.xhtml
15.xhtml
16.xhtml
17.xhtml
18.xhtml
19.xhtml
20.xhtml
21.xhtml
22.xhtml
23.xhtml
Fotos2.xhtml
24.xhtml
25.xhtml
26.xhtml
27.xhtml
28.xhtml
29.xhtml
30.xhtml
31.xhtml
32.xhtml
Fotos3.xhtml
33.xhtml
34.xhtml
35.xhtml
36.xhtml
37.xhtml
38.xhtml
39.xhtml
40.xhtml
41.xhtml
42.xhtml
43.xhtml
44.xhtml
Fotos4.xhtml
45.xhtml
46.xhtml
47.xhtml
48.xhtml
49.xhtml
50.xhtml
Agradecimientos.xhtml
autor.xhtml
Abreviaturas.xhtml
notas.xhtml
NotasIntro.xhtml
Capitulo1.xhtml
Capitulo2.xhtml
Capitulo3.xhtml
Capitulo4.xhtml
Capitulo5.xhtml
Capitulo6.xhtml
Capitulo7.xhtml
Capitulo8.xhtml
Capitulo9.xhtml
Capitulo10.xhtml
Capitulo11.xhtml
Capitulo12.xhtml
Capitulo13.xhtml
Capitulo14.xhtml
Capitulo15.xhtml
Capitulo16.xhtml
Capitulo17.xhtml
Capitulo18.xhtml
Capitulo19.xhtml
Capitulo20.xhtml
Capitulo21.xhtml
Capitulo22.xhtml
Capitulo23.xhtml
Capitulo24.xhtml
Capitulo25.xhtml
Capitulo26.xhtml
Capitulo27.xhtml
Capitulo28.xhtml
Capitulo29.xhtml
Capitulo30.xhtml
Capitulo31.xhtml
Capitulo32.xhtml
Capitulo33.xhtml
Capitulo34.xhtml
Capitulo35.xhtml
Capitulo36.xhtml
Capitulo37.xhtml
Capitulo38.xhtml
Capitulo39.xhtml
Capitulo40.xhtml
Capitulo41.xhtml
Capitulo42.xhtml
Capitulo43.xhtml
Capitulo44.xhtml
Capitulo45.xhtml
Capitulo46.xhtml
Capitulo47.xhtml
Capitulo48.xhtml
Capitulo49.xhtml
Capitulo50.xhtml
NotasEditorDigital.xhtml