32
DE SICILIA A ITALIA
(MAYO-SEPTIEMBRE DE 1943)
El 11 de mayo de 1943, el mismo día en el que fuerzas norteamericanas desembarcaron en las islas Aleutianas en el norte del Pacífico, Winston Churchill y sus jefes de estado mayor llegaron a Nueva York a bordo del Queen Mary. El general sir Alan Brooke estaba muy preocupado por lo que pudiera pasar en la conferencia «Tridente» que iba a celebrarse al día siguiente en Washington DC. Sospechaba que los americanos estaban abandonando sigilosamente la política de «Alemania primero», pues cada vez enviaban más refuerzos a Extremo Oriente. «Sus corazones están realmente en el Pacífico», había escrito en su diario hacía apenas un mes. «Intentamos conducir dos guerras a la vez, lo cual parece verdaderamente imposible con unos recursos navales tan limitados»[1].
Brooke también tenía que evitar que Churchill volviera a sacar de sopetón uno de sus proyectos favoritos, la invasión de Sumatra para privar de petróleo a los japoneses. El primer ministro tampoco había abandonado la idea de lanzar la Operación Júpiter para ocupar el norte de Noruega. Intentar contener su irrefrenable entusiasmo, que no guardaba relación alguna con los recursos reales de Gran Bretaña y menos aún con su poderío naval y aéreo, dejaba a Brooke completamente extenuado.
En Washington, la línea divisoria que separaba a los dos aliados en lo tocante a la guerra se hizo inmediatamente visible y quizá más profunda que antes. Muchos altos oficiales americanos pensaban que habían sido «inducidos a seguir el camino del Mediterráneo» por los británicos. El general Marshall, que se había visto obligado a ceder en lo concerniente a la Operación Husky, la invasión de Sicilia, seguía insistiendo obcecadamente en que las fuerzas estadounidenses debían abandonar el teatro de operaciones del Mediterráneo. Tenían que ser trasladadas a Inglaterra hasta que se emprendiera la invasión del norte de Francia a finales de la primavera de 1944. En caso contrario, debían dirigirse a Extremo Oriente. Es muy probable que sus palabras fueran, más que una propuesta seria, una amenaza para forzar a los británicos a comprometerse de manera irrevocable. Pero era exactamente lo que quería el almirante King.
Brooke respondió, con su tono abrupto habitual, que los Aliados occidentales no podían quedarse de brazos cruzados durante diez meses mientras el Ejército Rojo se enfrentaba al grueso de las fuerzas alemanas completamente solo. De esa manera pasaba la patata caliente a los americanos. O bien Hitler enviaría un poderoso contingente a Italia a expensas del frente oriental y la línea defensiva del Canal de La Mancha, o bien abandonaría prácticamente el país, estableciendo una línea al norte del río Po, a los pies de los Alpes. Además, siguió diciendo, una invasión del continente a través del estrecho de Messina, una vez ocupada Sicilia, supondría la caída de Mussolini y la salida de Italia de la guerra. Recuperar el control del Mediterráneo acortaría el camino para llegar a Extremo Oriente y permitiría ahorrar el transporte por mar de un millón de toneladas en provisiones y pertrechos.
En lo que los británicos demostraron una falta de sinceridad o un exceso de optimismo fue en su aseveración de que la campaña de Italia no exigiría más de nueve divisiones. La idea del «vientre blando de Europa», que Churchill había utilizado por primera vez con Stalin, se había convertido en un mantra. El primer ministro británico incluso empezó a sugerir una invasión de los Balcanes para impedir la ocupación soviética de Europa central, ocurrencia que suscitó no pocos recelos entre los americanos. Veían en ella otro ejemplo del politiqueo británico con vistas al período de posguerra.
El 19 de mayo, en el curso de una reunión no oficial de los jefes de estado mayor de los dos países, se llegó a un compromiso. Alrededor de veinte divisiones se prepararían en Gran Bretaña para invadir Francia en la primavera de 1944, y la ocupación de Italia procedería según lo previsto. Marshall insistió en que se respetara una condición. Tras la conquista de Sicilia, siete divisiones debían ser trasladadas del Mediterráneo a Gran Bretaña para preparar el ataque a través del Canal.
Después de tantos presentimientos negativos, al final Brooke se sintió satisfecho. Su plan de dispersar las fuerzas alemanas antes de comenzar la invasión a través del Canal de La Mancha había sido aceptado. En cualquier caso, la organización y preparación de las tropas americanas en Gran Bretaña se habían desarrollado con demasiada lentitud para poder hacer realidad la invasión de Francia en 1943, y era evidente que los Aliados carecían por el momento de las lanchas de desembarco y la superioridad aérea necesarias para coronar con éxito semejante empresa.
Churchill y Brooke volaron a Argel, acompañados por el general Marshall, para informar a Eisenhower de las decisiones adoptadas en Washington. Marshall seguía oponiéndose a la invasión de Italia, e insistió en que la decisión final solo podría tomarse una vez concluida con éxito la campaña de Sicilia. Durante el viaje, cada vez que Churchill intentaba llevárselo a su terreno en cuestiones de estrategia, Marshall desviaba la conversación formulándole, como el que no quiere la cosa, una pregunta relacionada con un tema sobre el que Churchill no pudiera evitar explayarse largo y tendido. Pero por mucho que Marshall no quisiera adquirir ningún compromiso en lo concerniente al plan a seguir después de Sicilia, lo cierto es que Churchill y Brooke habían convencido a Eisenhower de las ventajas de una invasión de Italia, dando por hecho que la resistencia del Eje se vendría abajo.
Stalin, que esperaba que en cualquier momento los alemanes atacaran con violencia el saliente de Kursk, no estaba precisamente satisfecho con el plan de invadir Italia, como hizo constar con absoluta claridad en un mensaje dirigido conjuntamente a Roosevelt y Churchill. El primer ministro británico respondió de manera seca y cortante, aunque en realidad él era el verdadero responsable de aquella situación, pues había dicho a Stalin en febrero que la intención era comenzar la invasión a través del Canal de La Mancha en agosto, una operación que Brooke ya sabía que era imposible llevar a cabo. Había sido un burdo engaño totalmente innecesario que no hizo más que reafirmar a Stalin en su convicción de que los británicos no cumplían sus promesas.
La planificación de la Operación Husky, la invasión de Sicilia, había sido complicada, dando lugar a veces a enconados enfrentamientos. En abril, Eisenhower había considerado la posibilidad de anularla, tras enterarse de que dos divisiones alemanas habían sido desplegadas en la isla. Churchill reaccionó con absoluto desdén. «Se habría encontrado con mucho más de dos simples divisiones alemanas» si hubiera comenzado la invasión de Francia, señaló en un informe. «Confío en que los jefes de estado mayor no acepten esas doctrinas» propias de individuos «pusilánimes y derrotistas, vengan de quien vengan», añadió[2].
Montgomery, que había tenido un peso muy importante en las últimas batallas libradas en Túnez, comenzó a creer que los planificadores de Husky habían llevado a cabo su labor con objetivos muy distintos y pensando al revés unos de otros. Los problemas de reabastecimiento los habían inducido a creer que lo mejor era llevar a cabo un gran número de desembarcos. Montgomery rechazaba esta idea, abogando por que el VIII Ejército fuera desembarcado en el suroeste de la isla en una gran concentración de tropas, con el VII Ejército de Patton a su izquierda para apoyarse el uno al otro. Patton sospechaba que Montgomery quería alzarse él solo con la victoria y utilizar a los americanos como poco más que un simple escudo en el flanco.
Esta situación dio lugar a ciertas fricciones entre los Aliados. Patton llegó a pensar que los «Aliados deben combatir en teatros de operaciones distintos, o acabarán odiándose más que al propio enemigo»[3]. El jefe de estado mayor británico de Eisenhower, el mariscal del Aire Tedder, compartía el escepticismo de Patton en lo concerniente a Montgomery. «Es un hombrecillo más bien mediocre», dijo, por lo visto, a Patton, «que ha tenido tanta propaganda que se cree Napoleón, y no lo es»[4]. Patton también pensó que Alexander tenía miedo de Montgomery, y que por esta razón no era lo suficientemente firme con él.
En el cuartel colonial francés de Argel había intrigas mucho más complejas que las que se daban en el cuartel general de las fuerzas aliadas. Desde aquel día de enero en que el general Henri Giraud y el general Charles de Gaulle tuvieron que representar la pantomima de darse amigablemente la mano en Casablanca, forzados por Roosevelt y Churchill, los gaullistas habían estado esperando que llegara su momento. El 1.º de mayo, coincidiendo con el tercer aniversario de la invasión de Francia por parte de los alemanes, el Conseil National de la Résistance de la Francia ocupada reconoció el liderazgo de De Gaulle. Ni Roosevelt ni Churchill podían imaginar la relevancia que tendría este hecho.
El 30 de mayo llegó por fin al aeródromo Maison Blanche de Argel el general De Gaulle, cuyo viaje había sido retrasado durante mucho tiempo por las autoridades militares americanas a instancias de Roosevelt. En medio de un sol cegador, una banda tocó la Marseillaise, mientras los oficiales británicos y americanos intentaban mantenerse alejados de la escena. Tenían una buena razón para no querer aparecer en la fotografía. Un día antes, Giraud había condecorado a Eisenhower con la medalla de Gran Comandante de la Legión de Honor, pero De Gaulle, como luego se enteraría Brooke, estaba «indignado porque Giraud se hubiera atrevido a hacer eso sin consultárselo»[5].
La llave de acceso al poder era el control de l’Armée d’Afrique, que empezaba a rearmarse con equipamientos y armas de los americanos. Inevitablemente, seguía habiendo muchos recelos entre los oficiales tradicionales, o moustachis, del antiguo ejército de Vichy, que habían sido leales a Pétain, y los hadjis, llamados así porque habían ido en peregrinación a Londres para unirse a De Gaulle. La diferencia de número entre unos y otros era considerable. Los moustachis estaban al frente de doscientos treinta mil efectivos, mientras que la Francia Libre de Oriente Medio y la fuerza de Koenig, que se había distinguido en Bir Hakeim, sumaban apenas quince mil hombres. Con sutileza, los gaullistas empezaron a integrar tropas en sus propias formaciones, lo que desató la cólera de los giraudistas. Pero la autoridad moral de De Gaulle y su habilidad especial para moverse en el mundo de la política acabarían encumbrando al famoso general.
El 10 de julio se dio inicio a la Operación Husky con lanzamientos paracaidistas poco antes del amanecer, seguidos por la llegada de ocho divisiones a bordo de dos mil seiscientas embarcaciones, más que en Normandía once meses después. Al caer la noche, los Aliados tenían en tierra ochenta mil hombres, tres mil vehículos, trescientos tanques y novecientos cañones.
Cogieron a los alemanes por sorpresa. Los Aliados habían engañado a Hitler, induciéndolo a creer que la invasión iba a tener lugar en Cerdeña y en Grecia, con la llamada Operación Mincemeat, que consistió en abandonar en una playa de España el cadáver de un supuesto oficial de la Marina Real británica con unos documentos secretos que detallaban un plan, en realidad, falso. El Generalfeldmarschall Kesselring, que seguía estando convencido de que Sicilia y el sur de Italia eran probablemente los verdaderos objetivos aliados, vio como su opinión no era tenida en cuenta. Mussolini había reforzado Cerdeña, confiando en que los aliados iban a desembarcar en esta isla, pues había sufrido numerosos bombardeos. Además, en Turín y en Milán se habían vivido jornadas de huelgas e intensos tumultos, que aumentaron el nerviosismo y la preocupación del régimen fascista.
El mar estaba en calma cuando zarpó la flota invasora, pero enseguida soplaron fuertes vientos que hicieron bambolear los barcos, provocando mareos y náuseas entre las tropas que iban a bordo. Los que viajaban en un buque de desembarco de tanques, o LST por sus siglas en inglés, fueron los que peor lo pasaron, pues no paraban de dar tumbos y bandazos en todas direcciones en aquella cubierta tan plana. Por fortuna, el viento amainó cuando se aproximaban a la costa. El VIII Ejército de Montgomery se dirigió al extremo suroriental del triángulo siciliano. Sus fuerzas debían avanzar hacia el norte por la costa, en dirección a Messina, para cortar el paso a las divisiones del Eje antes de que pudieran pasar al continente. El VII Ejército de Patton tenía que desembarcar más al oeste, en tres puntos de la costa meridional de la isla, guiados también por submarinos de la Marina Real que actuaban como faros, haciendo señales con luces azules en alta mar. Una vez en las playas, su objetivo no estaba claramente definido, una vaguedad en la planificación que Patton quería aprovechar a toda costa.
El 10 de julio, poco antes de las dos de la madrugada, se dio la orden, «¡Arriad!», y las lanchas de desembarco fueron bajadas de los pescantes al agua. El mar seguía encabritado, y enseguida se produjeron escenas de soldados resbalando al pisar los vómitos de compañeros mareados. Al final, todas las embarcaciones de asalto estuvieron preparadas, y un corresponsal pudo contemplar cómo «una horda de diminutas embarcaciones, como cucarachas, ponía rumbo a la costa a toda velocidad»[6]. El desembarco no fue precisamente fácil debido al fuerte oleaje y a los campos de minas que aguardaban en las playas. Con frecuencia las tropas llegaban a un lugar de la costa que no era el previsto, dando lugar a una serie de confusiones comparables a las vividas durante la Operación Torch. Unas pocas horas después llegó el turno de los vehículos anfibios, que entraron en acción trayendo provisiones, pertrechos, combustible e incluso baterías de artillería.
En el interior de la isla, los lanzamientos de las tropas aerotransportadas habían sido bastante caóticos debido al fuerte viento. Los paracaidistas de la 1.ª División Aerotransportada británica y de la 82.ª División Aerotransportada de los Estados Unidos habían caído desparramados en una zona muy amplia. Muchos se habían roto una pierna, o incluso las dos. La fuerza de planeadores británica, cuyo objetivo era un puente clave situado justo al sur de Siracusa, Ponte Grande, fue la que peor lo pasó. Los pilotos de los remolcadores tenían poca experiencia, y navegaban muy mal. Un planeador acabó en Malta, y otro cerca de Mareth, en el sur de Túnez. Sesenta planeadores fueron soltados demasiado pronto, chocando con las aguas del mar. Pero los treinta hombres que llegaron a su objetivo, consiguieron, a pesar de todo, capturar el puente y retirar las cargas explosivas, colocadas para su demolición. En el curso de la mañana se unieron a ellos otros cincuenta hombres. Juntos resistieron los intensos ataques del enemigo durante casi toda la tarde, hasta que solo quedaron quince completamente ilesos. Aunque tuvieron que rendirse, el puente fue reconquistado muy poco después por los Reales Fusileros Escoceses que avanzaban desde la playa. Toda la operación había supuesto seiscientas bajas. Prácticamente trescientas de ellas correspondían a hombres ahogados en el mar.
Pero, independientemente de la confusión que pudiera reinar en el bando aliado, lo cierto es que entre los trescientos mil efectivos que componían las fuerzas del Eje había aún más desorden. La tormenta marina los había convencido de que aquella noche no podía tener lugar invasión alguna. El VI Ejército del general Alfredo Guzzoni probablemente tuviera que contar con trescientos mil efectivos, pero debía de ser en teoría, pues solo disponía de dos divisiones alemanas, la 15.ª de Granaderos Acorazados y la División Panzer Hermann Göring. La primera había sido desplegada al oeste de la isla, por lo que estaba demasiado lejos para contraatacar, de modo que Kesselring ordenó a la segunda que avanzara inmediatamente hacia Gela, que había sido tomada por los Rangers del desembarco central de tropas de Patton del primer día. La 1.ª División de Infantería, «el Gran Uno Rojo», había avanzado hacia el interior para ocupar los terrenos elevados y capturar el aeródromo local.
El ataque de la Hermann Göring la mañana del 11 de julio cogió desprevenidos a los batallones de infantería que iban a la cabeza sin apoyo de los tanques. Los Sherman aún no habían sido desembarcados. Por el oeste, la División Livorno italiana también comenzó a avanzar hacia Gela, pero tuvo que detener la marcha inmediatamente debido al intenso fuego de los morteros que disparaban fósforo blanco, bajo la dirección personal de Patton, y a la acción de la artillería naval de dos cruceros y cuatro destructores anclados frente a la costa. Al norte y al nordeste de la ciudad, los hombres de la Hermann Göring estuvieron a punto de alcanzar las playas. Su comandante llegó a informar incluso al general Guzzoni de que los americanos estaban regresando a sus naves. Pero se produjo, justo a tiempo, el desembarco de un pelotón de tanques Sherman y de varias piezas de artillería. Los «Long Tom» de 155 mm entraron rápidamente en acción, disparando contra sus objetivos en campo abierto.
En un viñedo situado a los pies del cerro Biazza, en el este, parte del 505.º Regimiento de Infantería Paracaidista a las órdenes del coronel James M. Gavin se encontró con unos tanques Tiger pertenecientes a la División Hermann Göring. Gavin no tenía dudas de la agresividad de sus hombres, que, antes de abandonar Argel, habían practicado su puntería con «algunos árabes de aspecto amenazador»[7]. Pero para enfrentarse a los Tiger solo disponían de bazookas y de un par de cañones de campaña de 75 mm.
Por fortuna para los paracaidistas, un alférez de marina se ofreció a pedir por radio el apoyo de la artillería naval. Gavin estaba comprensiblemente nervioso, preguntándose cuán certeros serían sus disparos. Solicitó que primero se probara con un solo disparo, que dio en el blanco. Entonces pidió fuego de concentración. Los alemanes empezaron a replegarse, y a continuación llegaron los primeros carros de combate Sherman de la playa, para júbilo y alborozo de los paracaidistas. Juntos atacaron el cerro y acabaron con la vida de la tripulación de un Tiger que, estúpidamente, se encontraba fuera de su tanque, tanque que los hombres de Gavin capturaron. Miraron en la parte delantera del tanque los impactos de sus bazookas, y comprobaron que apenas habían hecho mella en su duro blindaje frontal. Los carros de combate de la Hermann Göring tuvieron que emprender rápidamente la retirada desde el frente bajo el fuego incesante de la artillería naval americana. Patton, que había elogiado y maldecido a sus hombres en los alrededores de Gela, se sintió plenamente satisfecho. «No cabe duda de que Dios ha velado por mí en el día de hoy», escribiría en su diario[8].
Por la noche, el humor de Patton volvió a cambiar. El 504.º Regimiento de Infantería Paracaidista debía volar desde Túnez a primera hora para saltar tras las líneas del VII Ejército como tropa de refuerzo. El general americano quiso abortar la operación, pero se encontró con que ya era demasiado tarde. Sospechaba que su orden de no disparar, dada a los artilleros de las baterías antiaéreas en los barcos y en tierra, no había sido difundida apropiadamente. Los artilleros no podían distinguir claramente entre los suyos y el enemigo, especialmente en la oscuridad de la noche, y tenían los nervios a flor de piel tras los intensos ataques sufridos aquel día a manos de la Luftwaffe. Los comandantes de las tropas de desembarco se quejaban de la falta de cobertura aérea en las playas, pero sus colegas de la aviación seguían negándose a poner en peligro sus cazas en un momento en el que las baterías antiaéreas aliadas abrían fuego contra todo lo que volara.
Los temores de Patton se hicieron realidad. Una ametralladora comenzó a disparar cuando aparecieron en el cielo los C-47, y al momento todo el mundo empezó a abrir fuego, incluso las tripulaciones de los tanques con sus ametralladoras de 12,5 mm montadas en las torretas. Los hombres de Patton simplemente no podían contenerse. Seguían disparando a los paracaidistas que iban descendiendo, incluso cuando llegaban a tierra o caían en el agua. Fue uno de los ejemplos más horribles y absurdos de «fuego amigo» en el bando de los aliados durante la guerra, saldándose con veintitrés aviones destruidos, treinta y siete inutilizados y más de cuatrocientas bajas. Eisenhower, cuando se enteró al final de la noticia, se puso hecho una furia y culpó a Patton.
La posición de Patton, sin embargo, mejoró cuando el general Guzzoni ordenó que la Hermann Göring se dirigiera al este para cortar el paso al VIII Ejército en la carretera situada al norte de Messina. Los británicos habían conquistado Siracusa sin apenas encontrar resistencia. Pero a lo largo de los siguientes días, mientras avanzaban por la carretera de la costa en dirección a Catania, los combates fueron más encarnizados. Los alemanes estaban en el proceso de reforzar la isla con la 29.ª División de Granaderos Acorazados y la 1.ª División Paracaidista. El cuartel general del XIV Cuerpo Panzer del general Hube había llegado en avión a la isla para dirigir a las tropas de la Wehrmacht. Pero el objetivo principal de Hube, con el acuerdo de Guzzoni, era librar una batalla de resistencia para proteger Messina y el estrecho, de modo que sus fuerzas pudieran ser evacuadas al continente con el fin de evitar otra rendición como la de Túnez.
El 13 de julio, los británicos intentaron otro lanzamiento paracaidista, esta vez para capturar el puente de Primosole, cerca de Catania. Una vez más, los aviones se convirtieron en objetivo de la flota invasora, así como de los cañones antiaéreos de las fuerzas del Eje, provocando el caos. De los mil ochocientos cincuenta y seis efectivos de la 1.ª Brigada Paracaidista, apenas trescientos llegaron al punto de encuentro, situado en las inmediaciones del puente. Al día siguiente, por la mañana, estos hombres ya tenían asegurado su objetivo, después de haber retirado del puente las cargas explosivas que habían sido colocadas por los alemanes para su posible demolición. Una serie de contraataques emprendidos por el recién llegado 4.º Regimiento Paracaidista estuvo a punto de obligarlos a replegarse, pero, a pesar de perder un tercio de sus fuerzas, los británicos consiguieron resistir.
La 151.ª Brigada, con tres batallones de la Infantería Ligera de Durham, venía en su ayuda, avanzando a marchas forzadas a lo largo de cuarenta kilómetros, cargada con todo su equipamiento y con una temperatura de 35º. En el camino se vieron sorprendidos por los ataques de los cazas alemanes y también de los bombarderos americanos. El 9.º batallón de Durham fue alcanzado de lleno por el fuego de las ametralladoras MG 42 (llamadas «Spandau» por los ingleses) de unos paracaidistas alemanes perfectamente camuflados. Sufrió numerosas bajas. «En el terreno elevado desde el que observábamos al 9.º Batallón atacando frontalmente», escribiría un «durham», «la vista era espeluznante. Las aguas del río Simeto corrían, literalmente, rojas de sangre del 9.º Batallón. A las 09:30 todo había terminado. Habían conseguido impedir que los alemanes volaran el puente»[9].
Otro batallón de Durham logró vadear el río más tarde y sorprender a los alemanes, pero los encarnizados combates siguieron. Los de Durham contarían que los francotiradores alemanes disparaban contra los sanitarios que iban recogiendo a los heridos. Cuando el batallón empezaba a quedarse sin municiones, los vehículos blindados y armados de transporte, los llamados «Bren gun carriers», se encargaban de ir a buscar más y de traérselas. El hedor de los cadáveres en medio de aquel calor hizo que los tripulantes de esos vehículos llamaran aquel lugar «el callejón maloliente». Pero al final los paracaidistas alemanes tuvieron que replegarse cuando llegó la 4.ª Brigada Acorazada.
Mientras seguían los combates en el puente de Primosole, en el oeste la 51.ª División Highland atacaba Francoforte, un pueblo típico siciliano situado en lo alto de una colina llena de olivares en terrazas, al que solo podía accederse por una polvorienta carretera que recorría en zigzag la empinada ladera dibujando sinuosas curvas. A su izquierda, otro grupo de la división consiguió capturar Vizzini, tras otra breve, pero feroz, acción. Confiados, los escoceses de la División Highland comenzaron un rápido avance. Pero pronto recibirían una desagradable sorpresa en Gerbini, donde los alemanes habían organizado una férrea defensa en el aeródromo local. Los hombres de la Hermann Göring y la división paracaidista alemana utilizaron sus cañones antitanque de 88 mm con una eficacia devastadora. El XIII Cuerpo británico que se encontraba en la llanura de la costa no podía avanzar, y el XXX Cuerpo se vio obligado a combatir de cerro en cerro. Los soldados británicos, que detestaban luchar en las rocosas colinas de Sicilia, empezaron a sentir nostalgia de sus días en el desierto del norte de África.
Montgomery decidió trasladar su XXX Cuerpo al sector de Patton para que pudiera atacar por la ladera occidental del Etna. Alexander autorizó este movimiento sin consultarlo con Patton, que, comprensiblemente, se puso hecho una furia. El general de división Omar Bradley, comandante del II Cuerpo, se enfadó todavía más, y dijo a Patton que no debía permitir que los británicos le hicieran una cosa así. Pero Patton, tras la bronca de Eisenhower por el desastre ocurrido con las fuerzas aerotransportadas y por la nula información que recibía del cuartel general del VII Ejército, no quería librar otra batalla con un superior. Bradley no podía creer que Patton llegara a ser tan dócil.
Aunque lo apodaban el «GI General» («general recluta») por su aparente falta de pretensiones y por su aspecto rústico, lo cierto es que Bradley era un individuo implacable y ambicioso. Patton no se daba cuenta de la envidia que le inspiraba. Pero los dos tuvieron que hacer frente a un escándalo en potencia. En la 45.ª División de Infantería de Bradley, una formación de la Guardia Nacional a la que Patton había animado a que se ganara el apelativo de «la división asesina» antes de comenzar la invasión, un sargento y un capitán mataron a sangre fría a más de setenta prisioneros totalmente desarmados. La primera reacción de Patton fue indicar que los soldados fallecidos fueran clasificados como francotiradores o como prisioneros contra los que había sido preciso disparar cuando trataban de huir. Las autoridades militares decidieron ocultar todo el asunto, aduciendo que, si se enteraban los alemanes, probablemente tomaran represalias contra prisioneros aliados.
Patton consiguió convencer a Alexander de que, en vez de limitarse a proteger el flanco izquierdo de Montgomery, también lo autorizara a capturar el puerto de Agrigento, situado en la costa occidental de la isla, para aliviar su situación en lo tocante a los suministros. Cuando Alexander dio su consentimiento no imaginaba cuáles eran las verdaderas intenciones del general americano. Patton aprovechó la oportunidad que se le brindaba para avanzar por la costa hacia el noroeste, y por las montañas hacia el norte, en dirección a Palermo. Con unos suministros de vehículos y de artillería autopropulsada tan generosos, el ejército de los Estados Unidos podía moverse con mucha más rapidez que el británico, cuyos comandantes, además, parecía que consideraban que los combates en los viñedos de las colinas y en las rocosas montañas bajo un sol cegador constituían una experiencia sumamente ardua y penosa. Los británicos no habían sabido comprender un principio fundamental de Patton, aprendido a raíz del desastre de Kasserine: primero, siempre capturar rápidamente el punto más elevado. La topografía lo era todo.
El 17 de julio, Patton se enteró de que Alexander y Montgomery esperaban que el VII Ejército de los Estados Unidos actuara como escudo en el flanco. No estaba dispuesto a aceptar un papel secundario, y voló a Túnez para entrevistarse con Alexander. Fue acompañado de otro general cuya anglofobia era por todos conocida, Albert C. Wedemeyer, que, como representante del general Marshall, tenía mucho peso. Alexander, avergonzado por haber sido tan condescendiente con las exigencias de Montgomery, permitió inmediatamente a Patton continuar con su avance. Patton ya no sentía el mismo respeto por Alexander, pero en aquellos momentos contaba con la autorización del comandante de su grupo de ejércitos para hacer con sus divisiones lo que deseara.
Al igual que sus soldados, el general Patton quedó asombrado por la pobreza, la suciedad, la degradación y la insalubridad que vio en las ciudades y los pueblos de Sicilia. «La gente de este país», escribiría en su diario, «es la más necesitada que he visto en mi vida y la que está más abandonada de la mano de Dios»[10]. Muchos soldados americanos pensaban que las condiciones de vida en Sicilia eran mucho peores que en el norte de África. Los sicilianos pasaban hambre y solían pedir algo que llevarse a la boca a las tropas, llegándose incluso a producir en las ciudades y aldeas escenas de violencia por la comida, a las que la policía militar ponía fin disparando con sus metralletas Thompson por encima de las cabezas de los que protestaban o incluso directamente al cuerpo.
Aunque bajo el intenso sol había lugares de gran belleza en aquella tierra rocosa, repleta de olivares y limoneros, la vida primitiva de la población, que dependía de burros y de carros para transportar sus mercancías o para trasladarse de un lugar a otro, parecía propia de los tiempos de la Edad Media. Patton comentaba en una carta dirigida a su esposa que «cualquier mujer de esta isla se vende por una lata de alubias, pero hay muy pocos compradores». Estaba totalmente equivocado, pues el aumento de enfermedades venéreas hizo estragos en los dos ejércitos. Un hospital de campaña británico tuvo ciento ochenta y seis casos de ese tipo de dolencias en un solo día[11].
El 19 de julio, Hitler y Mussolini se reunieron en Feltre, en el norte de Italia. La ampulosidad y la autosuficiencia del Duce se habían evaporado. Hitler no paró de meterle miedo en el cuerpo, y Mussolini no abrió la boca durante aquel discurso de dos horas de duración sobre las deficiencias de Italia. El Führer, tal vez excitado por las anfetaminas que tomaba por aquel entonces, parecía rebosar energía. El Duce, por su parte, era un hombre mermado, tanto física como psicológicamente. Aquel individuo que se había jactado de su estado físico, y que no pocas veces había alardeado de él mostrando su torso —costumbre que Hitler consideraba indigna—, tenía ahora fuertes dolores estomacales y se mostraba melancólico, lánguido e indeciso. Como le ocurriría más tarde a Hitler con los alemanes, Mussolini pensaba que sus compatriotas no valían para nada y no eran dignos de su liderazgo. Pero, al igual que Hitler, nunca había realizado una visita al frente ni a las víctimas de los bombardeos.
Su incapacidad de confiar en nadie había alejado a Mussolini completamente de la realidad. Pretendía saberlo todo, ser el dictador que todo lo ve, pero nadie de su entorno se atrevía a decirle que la mayoría de los italianos lo odiaba y ya no quería saber nada de su guerra. La compulsión del Duce a decretar múltiples órdenes para todo tipo de asuntos, tanto de ámbito público como privado, también suponía que fuera, en palabras de un secretario del Partido Fascista, «el hombre más desobedecido de la historia»[12]. El gobierno iba a la deriva, y su yerno, el conde Ciano, que no se atrevía a contradecirlo abiertamente, ya estaba conjurando para provocar su caída con la esperanza de asumir el poder y negociar una paz con los Aliados occidentales.
Durante la entrevista celebrada en Feltre, llegó la noticia de que los americanos habían bombardeado por primera vez áreas de clasificación de trenes cerca de Roma. Mussolini quedó conmocionado, y más aún cuando supo que los ataques habían provocado un gran pánico en la capital. Hitler, viendo que el gobierno de Mussolini probablemente estuviera al borde del abismo, no solo había preparado un gran contingente de tropas para ocupar el país, sino que también había enviado tanques a las milicias de los Camisas Negras italianos para que pudieran impedir cualquier intento de golpe de estado de los antifascistas.
El 22 de julio, la 3.ª División del general Lucian K. Truscott entró en la derruida ciudad de Palermo, y el II Cuerpo de Bradley llegó a Termini Imerese, alcanzando así la costa septentrional de la isla. Patton, exultante, se instaló en la grandeza del Palacio Real de Palermo, donde comía las raciones K del ejército americano en platos de porcelana blasonados en el gran salón de celebraciones oficiales y bebía champagne. Los británicos, por su parte, seguían sudando tinta a uno y otro lado del Etna. Un regimiento de la 1.ª División de Canadá logró capturar la localidad de Assoro tras escalar una colina, como casi dos siglos antes hiciera el general Wolfe para conquistar Quebec.
El 24 de julio, el Gran Consejo Fascista se reunió en Roma. Al principio se evitaron todo tipo de críticas, y Mussolini no supo darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en realidad. Muy apesadumbrado, parecía completamente apático, casi paralizado. La reunión se prolongó durante toda la noche. Al cabo de unas diez horas, el conde Dino Grandi, embajador en Londres antes de la guerra, presentó una moción para regresar al régimen de monarquía constitucional y recuperar la institución del parlamento democrático. El hecho de que Mussolini no supiera reaccionar convenció a varios de los presentes de que simplemente quería encontrar una salida que no le perjudicara. La propuesta de Grandi fue aprobada por diecinueve votos contra siete.
Al día siguiente, Mussolini, que había olvidado afeitarse, fue a Villa Savoia para entrevistarse con el rey Vittorio Emanuele III. Actuaba como si no hubiera ocurrido nada importante. Pero cuando empezó a hablar, el rey, un hombre bajito y menudo, lo interrumpió y le dijo que el mariscal Pietro Badoglio iba a asumir el cargo de primer ministro. Cuando Mussolini, estupefacto, se disponía a abandonar los regios salones, fue detenido por unos oficiales del cuerpo de Carabinieri, que lo trasladaron en una ambulancia a su cuartel, un edificio fuertemente custodiado. Aquella noche la radio se hizo eco de la noticia, y las calles de la ciudad se llenaron de gentes que gritaban, llenas de júbilo, «Benito è finito!». En cuestión de horas, el fascismo se derrumbó en Italia, desapareciendo de la vista como cuando en un teatro se desaloja el escenario para dar paso a la representación de una nueva obra. Ni siquiera las milicias de los Camisas Negras, armadas con tanques alemanes, hicieron nada para impedir la caída del Duce. En Milán, un gran número de trabajadores corrió precipitadamente a las cárceles para liberar a los antifascistas.
Cuando se enteró de lo ocurrido en Roma, Hitler quiso lanzar una división de paracaidistas en la ciudad para detener a los miembros del nuevo gobierno y a la familia real. Sospechaba que los masones y el Vaticano estaban detrás de la caída de Mussolini. Rommel, Jodl y Kesselring consiguieron convencerlo de que no atacara la capital italiana. Evidentemente, el Führer no confiaba en que Badoglio mantuviera su promesa de seguir en la guerra. Fuerzas alemanas ocuparon el paso del Brennero y una serie de instalaciones clave del norte de Italia con ocho divisiones. Se había preparado una operación llamada «Alarico» para invadir todo el país en el caso de que Italia se rindiera. Hitler pidió a sus servicios de inteligencia que averiguaran el lugar en el que Mussolini había sido encerrado, y que para ello recurrieran a cualquier medio, incluso a los sobornos y a los videntes.
A Patton le hervía la sangre, y estaba firmemente decidido a capturar Messina antes de que pudiera hacerlo Montgomery. Y así lo ordenó a sus hombres, por mucho que un gran número de ellos sucumbiera al intenso calor y a la deshidratación. La malaria, la disentería, el dengue y las fiebres habían sido la causa de un elevado porcentaje de las bajas sufridas fuera de los combates. Solo la malaria afectaría a unos veintidós mil hombres de los dos ejércitos aliados presentes en Sicilia.
El 25 de julio, Patton voló a Siracusa por petición de Montgomery para hablar sobre el avance a Messina. La falta de instrucciones del cuartel general aliado hacía que fuera indispensable abordar este asunto. Montgomery reconoció tácitamente que estaba bloqueado en el sur de Catania, y sin esperar a Alexander comenzaron a comentar la situación con un mapa extendido sobre la parte frontal del vehículo especial de estado mayor de Montgomery, un Humber. Para sorpresa de Patton, Montgomery accedió a que las fuerzas americanas se saltaran los límites estipulados si ello les permitía llegar antes a Messina. Alexander llegó finalmente acompañado de Bedell Smith. Los importantes acontecimientos que tenían lugar en Roma habían sido la causa de su retraso. El comandante del grupo de ejércitos no ocultó su enfado cuando se enteró de que sus dos generales habían llegado a un acuerdo sin contar con él. Sin embargo, aunque Montgomery hubiera cedido el paso al VII Ejército en Siracusa, Patton estaba firmemente decidido a ganar la carrera de una vez por todas.
Sus hombres, sudorosos y cubiertos de polvo, avanzaron por el rocoso paisaje siciliano de cerro en cerro, de colina en colina. Como los británicos, tenían que subir por las empinadas laderas sus provisiones y pertrechos cargados en mulas. Las dos divisiones alemanas de granaderos acorazados los obligaron a combatir durante todo el viaje, volando puentes y colocando minas y trampas explosivas en cuanto tenían ocasión. Los soldados americanos estaban furiosos por la costumbre de los alemanes de colocar trampas explosivas en los muertos, por lo que a veces se vengaban en los prisioneros. Los campos apestaban a cadáver en descomposición, y también las ciudades, arrasadas por el fuego de la artillería y los bombardeos que sembraban el terror y la muerte entre la población civil. Los cuerpos sin vida eran amontonados en medio de los escombros, rociados con gasolina y quemados para evitar la propagación de enfermedades.
Durante la primera semana de agosto, los combates en Troina, una localidad situada en una zona montañosa, se saldaron con quinientas bajas de la 1.ª División de Infantería de los Estados Unidos. Patton ya había decidido que su comandante, Terry Allen, estaba agotado, y en cuanto terminó la batalla por Troina lo relevó, junto a su segundo al mando, el general de brigada Teddy Roosevelt Jr. Bradley, que detestaba a Allen por su evidente falta de respeto, se sintió muy satisfecho.
El 3 de agosto, Patton realizó una visita al 15.º Hospital de Evacuación. Se mostró visiblemente conmovido inspeccionando a los heridos, pero expresó su repugnancia ante las bajas por causas psicológicas. Patton preguntó a un soldado de la 1.ª División, un joven de Indiana que en la vida civil se dedicaba a enmoquetar, y que sufría fatiga de combate, cuál era su problema. «Creo que no puedo soportarlo», contestó el muchacho con una expresión de impotencia. Patton montó en cólera, lo abofeteó con sus guantes y lo arrastró fuera de la tienda de campaña. Propinándole una patada en el trasero, gritó: «¡Me oyes, maldito cobarde, ahora mismo vuelves al frente!». Una semana después Patton volvería a estallar durante su visita al 93.º Hospital de Evacuación. Llegó incluso a apuntar con la pistola a su víctima, amenazando con disparar por haber cometido un acto de cobardía. Un periodista británico, que por casualidad presenció la escena, le oyó decir luego: «¡Eso de la psicosis traumática por culpa de las bombas no existe! ¡Es una invención de los judíos!»[13].
Para acelerar el avance por la costa en el norte de la isla, Patton consiguió que la marina americana le proporcionara las lanchas de desembarco necesarias para introducir un batallón tras las líneas enemigas, a quince kilómetros del frente. Tanto Bradley como Truscott mostraron su firme oposición al plan, y, como temían, el batallón en cuestión fue prácticamente aniquilado después de conquistar una colina clave, Monte Cipolla. Para Patton, aquella trágica y costosa jugada estaba totalmente justificada. Ignoraba que los alemanes ya habían empezado a evacuar a sus tropas al otro lado del estrecho de Messina en una operación perfectamente organizada. La retirada de los alemanes se aceleró el 11 de agosto. El cuartel general de las Fuerzas Aliadas no supo aplicar las medidas necesarias para impedirlo. Antes bien, Tedder seguía utilizando sus Fortalezas Volantes B-17 para bombardear los enclaves ferroviarios de los alrededores de Roma, y la Marina Real británica y la Armada de los Estados Unidos se negaban a recurrir a sus grandes buques porque la artillería de las fuerzas del Eje estaba posicionada en la costa italiana. Más tarde Eisenhower lamentaría no haber procedido al desembarco de tropas al otro lado del estrecho, pero la realidad fue que unos ciento diez mil soldados del Eje fueron evacuados de Sicilia prácticamente sin sufrir pérdida alguna. Este fallo se debió, en gran medida, a la postura del general Marshall, que no quería emprender una invasión general de toda la Italia peninsular.
A Patton lo que más le importaba era que sus tropas habían llegado a Messina antes que las de Montgomery, y realizó una entrada triunfal en la ciudad en ruinas el día 17 de agosto por la mañana. Pero pudo disfrutar de su triunfo muy poco tiempo. Estaba a punto de desatarse una tormenta por los incidentes que había protagonizado en los dos hospitales, pues, aquella misma mañana en Argel, Eisenhower se había enterado de lo ocurrido por unos corresponsales de guerra americanos. En los Estados Unidos nadie sabía nada, y el presidente Roosevelt había enviado incluso un mensaje al volcánico Patton felicitándolo efusivamente y diciéndole que Harry Hopkins había propuesto que «al término de la guerra debería nombrarte marqués del Etna»[14].
El hecho de que un oficial golpeara a un subordinado constituía un delito que debía ser juzgado por un tribunal militar, pero Eisenhower, aunque estaba furioso con Patton, no quería perderlo. Así pues, convenció a los periodistas americanos y británicos de que olvidaran aquella historia. Tras rumiar y meditar el asunto durante varios días con sus respectivas noches, Eisenhower ordenó a Patton que pidiera disculpas a los dos soldados, al personal médico que había presenciado los incidentes y que también pidiera públicamente perdón a las tropas. Algunos lo vitorearon, pero los hombres de la 1.ª División de Infantería, resentidos aún por la destitución de Allen y de Teddy Roosevelt, escucharon sus disculpas en absoluto silencio.
La campaña de Sicilia, aunque permitió que muchos soldados del Eje lograran escapar, había demostrado sin lugar a dudas su importancia. Causó muchísimas bajas —doce mil ochocientas en el VIII Ejército y ocho mil ochocientas en el VII Ejército de Patton—, pero sirvió para animar a los hombres y subirles extraordinariamente la moral, y para mejorar diversas tácticas, tanto en las operaciones anfibias como en los combates posteriores. Los aliados tenían en aquellos momentos prácticamente el control del Mediterráneo, y disponían de un gran número de aeródromos desde los que poder atacar Italia y otros países más alejados. La invasión también había precipitado la caída de Mussolini, y enfurecido a Hitler, que en su Guarida del Lobo comenzaría a ser víctima de su propia ira, del pánico y de un estado de depresión. La destrucción de Hamburgo por la RAF había desconcertado al Führer mucho más de lo que él se atrevería a admitir, y las ofensivas del Ejército Rojo en el frente oriental, tras la batalla de Kursk, pondrían de manifiesto el escaso número de sus tropas.
En agosto, Churchill, Roosevelt y sus jefes de estado mayor volvieron a reunirse, esta vez en Quebec, para celebrar la conferencia «Cuadrante», organizada por el primer ministro canadiense, William Mackenzie King. Unos días antes, Churchill había hablado del proyecto de la bomba atómica con Roosevelt. Los americanos habían intentado mantener a los británicos al margen de esa investigación, cuyo nombre secreto era Tube Alloys, pero Churchill consiguió convencer a Roosevelt de que debía desarrollarse como un proyecto común.
En Quebec se abordó el tema de la inminente rendición de Italia, que parecía confirmarse tras los intentos de negociación del emisario de Badoglio, el general Giuseppe Castellano, a través de enlaces en Madrid y Lisboa. Se abría una perspectiva alentadora. Los aeródromos italianos podían ser utilizados para bombardear Alemania y los yacimientos petrolíferos de Ploesti, como señalaría el general «Hap» Arnold, jefe de las fuerzas aéreas estadounidenses. Pero el entusiasmo británico por emprender una campaña general en Italia para avanzar hacia el norte, hasta la línea del río Po, no era compartido por los americanos, por mucho que Brooke insistiera con ahínco en que con ello conseguiría alejarse a las divisiones alemanas del frente de Normandía.
Roosevelt y Marshall no querían que el avance fuera más allá de la ciudad de Roma, aunque ello supusiera dejar que sus tropas permanecieran ociosas en Italia. Sospechaban, no exentos de razón, que los británicos utilizarían la campaña italiana para retrasar la invasión de Francia y emplear más recursos en el noreste, esto es, en los Balcanes y en Europa central. Lamentablemente, la insistencia y la pesadez con las que Churchill quería convencerlos de su estrategia —pretendía invadir Rodas y las islas del Dodecaneso para que Turquía entrara en la guerra— no hacían más que confirmar sus temores. Marshall se mantuvo firme en su postura: las siete divisiones destinadas a la invasión de Normandía debían estar fuera de Italia el 1 de noviembre, como había sido acordado en la conferencia «Tridente».
La invasión de Normandía, llamada ya Operación Overlord, quedó fijada para mayo de 1944. El teniente general sir Frederick Morgan, jefe de estado mayor del que sería el comandante supremo aliado, ya estaba planificando las fases iniciales del proyecto. Con el apoyo del general Arnold, subrayó que era sumamente urgente debilitar en primer lugar a la Luftwaffe. En tres ocasiones, Churchill había prometido precipitadamente al general Brooke el mando supremo, pero en aquellos momentos tendría que enfrentarse a una realidad: Roosevelt iba a insistir en que este cargo debía recaer en un norteamericano, pues eran los Estados Unidos los que iban a aportar la mayoría de los efectivos. Además, los americanos creían, aunque equivocadamente, que Brooke era contrario a la invasión de Francia.
Brooke tuvo una gran decepción cuando Churchill le comunicó que al final no iba a estar al mando de la Operación Overlord. Nunca se recuperaría totalmente de aquel duro revés. Pero su consternación fue aún mayor cuando se enteró de que, en secreto, Churchill había acordado a cambio que el almirante lord Louis Mountbatten estuviera al frente del SEAC, el nuevo mando aliado en el sudeste asiático. Parecía que el candidato evidente para dirigir la Operación Overlord era el general Marshall, aunque evitara dar un paso adelante en este sentido.
El 3 de septiembre, Churchill abandonó Quebec en tren para dirigirse a Washington. Llegó en el momento preciso de vivir una jornada histórica. El impecable y pulcro general Castellano, jefe de estado mayor de Badoglio, y el jefe de estado mayor de Eisenhower, el general Bedell Smith, habían firmado en secreto el armisticio de Italia tras arduas negociaciones. Los alemanes habían aumentado su presencia en el país, y ahora tenían en él dieciséis divisiones. Como cabe imaginar, los italianos estaban aterrorizados por las posibles represalias de los que hasta entonces habían sido sus aliados.
Aquel día, al amanecer, tropas británicas y canadienses desembarcaron cerca de Reggio Calabria. Contaban con el apoyo de los buques de guerra y del fuego de la artillería del otro lado del estrecho de Messina, pero aquella hermosa mañana de septiembre los desembarcos no fueron repelidos, y el mar estaba en calma. Los británicos llamaron esa operación «la regata del estrecho de Messina». Enseguida se llevaron a cabo más desembarcos en la punta de la bota italiana y en la base naval de Tarento. El almirante Cunningham decidió arriesgar y enviar a los hombres de la 1.ª División Aerotransportada a Tarento en cruceros de la Marina Real inglesa. La flota italiana puso rumbo a Malta para rendirse, pero la Luftwaffe atacó y, con una de sus nuevas bombas guiadas «Fritz X», hundió el acorazado Roma, matando a mil trescientos marineros.
Toda la campaña italiana se caracterizaría por los errores de concepción y las ideas ilusorias. Debido a una serie de mensajes interceptados por Ultra antes de que se iniciara esta empresa, en el cuartel general de las fuerzas aliadas se pensaba que, si los italianos se rendían, los alemanes se replegarían a la línea Pisa-Rimini del norte de Italia. Sin embargo, Hitler ya había decidido que semejante retirada equivaldría a abandonar los Balcanes a espaldas de sus aliados croatas, rumanos y húngaros. Además, los italianos, a pesar de lo que habían asegurado a Bedell Smith, no estaban en realidad preparados para defender Roma de los alemanes. A Dios gracias, el plan de lanzar sobre Roma a la 82.ª División Aerotransportada, coincidiendo con los principales desembarcos en Salerno, fue abortado en el último momento, cuando los aviones se disponían a despegar. Toda la formación habría sido aniquilada de haberse seguido con esta operación.
El 8 de septiembre, Hitler, que había pasado demasiado tiempo deplorando los acontecimientos que tenían lugar en Italia, voló al cuartel general de Manstein, en el sur de Rusia, para hablar sobre la crisis en el frente oriental. El Ejército Rojo se había abierto paso entre el Grupo de Ejércitos Centro de Kluge y el Grupo de Ejércitos Sur de Manstein. Cuando regresó a su Guarida del Lobo aquella misma noche, el Führer se enteró de que acababan de anunciar la firma del armisticio de Italia y de que había desembarcado en Salerno, a unos cincuenta kilómetros al sudeste de Nápoles, la primera tanda de tropas del V Ejército estadounidense del general Mark Clark. No es difícil imaginar cuál era su estado de ánimo tras recibir la noticia de la «traición» de Badoglio, por mucho que la esperara. Convocó a Goebbels y a otros líderes nazis a una reunión que se celebraría al día siguiente. «El Führer», escribió Goebbels en su diario, «está firmemente decidido a hacer tabla rasa en Italia»[15].
La Operación Axis (la antigua Alarico) fue puesta en marcha con vertiginosa rapidez. Una de las principales prioridades del Generalfeldmarschall Kesselring era capturar la capital italiana. Los paracaidistas alemanes entraron en la ciudad mientras los romanos seguían celebrando lo que creían que era el fin de la guerra para ellos. El rey y el mariscal Badoglio consiguieron escapar por los pelos. Las dieciséis divisiones alemanas desarmaron a los soldados italianos y acabaron con todo aquel que ofreció resistencia. Unos seiscientos cincuenta mil fueron capturados como prisioneros de guerra. En su mayoría, fueron enviados más tarde a trabajar como mano de obra esclava. Himmler no tardó en ordenar al jefe de la policía de seguridad de Roma, el SS Obersturmführer Herbert Kappler, que se procediera a la detención de los ocho mil judíos que residían en la capital.
Mientras ocupaban Roma, los alemanes también enviaron fuerzas para impedir un posible desembarco angloamericano en el golfo de Salerno, que parecía el lugar idóneo para comenzar una invasión en esa zona del litoral tirreno. El recientemente creado X Ejército alemán estaba a las órdenes del general Heinrich von Vietinghoff, que inmediatamente envió la 16.ª División Panzer, sucesora de la formación del mismo nombre destruida en Stalingrado, a tomar posiciones en las colinas desde las que se dominaba la gran bahía. El 8 de septiembre, poco antes del anochecer, justo después de que las fuerzas aliadas hubieran celebrado la noticia de la rendición de Italia a bordo de sus naves invasoras, las primeras tropas alemanas ya estaban en sus posiciones para darles la bienvenida cuando desembarcaran a primera hora del día siguiente.
Las tropas aliadas se vieron sorprendidas por aquella empecinada e inesperada resistencia. Solo cuando los dragaminas despejaron el paso por un canal a la mañana siguiente pudieron los buques de guerra aproximarse suficientemente a la costa para localizar las concentraciones de tanques y las baterías alemanas. En Salerno salió mal casi todo lo que podía salir mal. El general de división Ernest Dawley, comandante del VI Cuerpo de los Estados Unidos, solo contribuyó a crear más caos en tierra. No aseguró su flanco izquierdo con las tropas británicas participantes hasta que Clark lo obligó a hacerlo tres días después, cuando los alemanes ya habían reforzado su posición. Una tras otra, habían llegado al frente de Salerno tres divisiones alemanas, la División Panzer Hermann Göring y la 15.ª y la 29.ª División de Granaderos Acorazados.
Tanto los británicos como los americanos se vieron atrapados en campos de cultivo de tabaco, o en manzanares y melocotonares, o en las dunas de la playa, donde, aparte de unos cuantos matorrales y algas, no había lugares tras los que poder refugiarse. Bajo la atenta mirada de los artilleros alemanes que oteaban desde sus posiciones elevadas, resultaba harto difícil y peligrosa cualquier operación de evacuación durante el día, y para curar a los heridos el personal sanitario tenía que arreglárselas con la sulfamida y las vendas de primeros auxilios que llevaban en los botiquines.
En el extremo izquierdo, solo los Rangers del teniente coronel William Darby habían tenido el éxito esperado tras avanzar hacia el interior para capturar una serie de enclaves en el paso de Chiunzi. Esta zigzagueante carretera cruzaba la zona montañosa de la península de Sorrento, y por ella se llegaba a Nápoles. Desde sus posiciones, pudieron dirigir a los artilleros de los barcos anclados en el golfo, que, elevando al máximo sus cañones, consiguieron bombardear a las tropas de refuerzo y los convoyes de provisiones alemanes que venían de Nápoles por la carretera de la costa.
Clark, perfectamente consciente de que su fuerza invasora no podía salir de aquella trampa, instó a Dawley a enviar la 36.ª División de Infantería de la Guardia Nacional de Texas para que se encargara de capturar una aldea situada en lo alto de una colina la mañana del 13 de septiembre. La respuesta alemana fue brutal, y los texanos sufrieron importantes pérdidas. Pero lo peor aún estaba por venir. El general von Vietinghoff pensó que los dos cuerpos aliados estaban a punto de reembarcar, de modo que decidió lanzar un ataque con unidades panzer y cañones autopropulsados al sur de Eboli. Los combates fueron tan encarnizados, y el avance alemán parecía tan peligroso, que Clark decidió que sus hombres se retiraran, y Vietinghoff creyó haber obtenido una verdadera victoria.
El avance hacia el norte del VIII Ejército seguía siendo lento; la vanguardia de esta formación estaba todavía a unos cien kilómetros al suroeste. El retraso se debía, principalmente, a la destrucción de puentes por parte de las tropas alemanas en retirada. El almirante Hewitt, comandante de la fuerza operacional en Salerno, estaba consternado ante la perspectiva de un posible reembarco. A primera hora del 14 de septiembre envió un mensaje al almirante Cunningham en Malta, que inmediatamente envió dos acorazados británicos, el Warspite y el Valiant, para que colaboraran con su artillería. También ordenó que tres cruceros partieran a toda velocidad rumbo a Trípoli en busca de refuerzos. Pero mientras tanto la situación comenzó a estabilizarse. Una defensa férrea, con cañones de 105 mm abriendo fuego en campo abierto, había interrumpido las cargas de los tanques alemanes, y se había dado respuesta a la solicitud de Clark de lanzar urgentemente en la zona un regimiento de la 82.ª División Aerotransportada.
El 15 de septiembre, por la mañana, llegó el general Alexander a bordo de un destructor. En total acuerdo con el almirante Hewitt, canceló todos los planes de evacuación. La cabeza de puente de Salerno no tardó en quedar asegurada gracias a la ayuda de los bombarderos y a la precisión de los artilleros de los buques aliados. Los barcos de guerra de la Armada de los Estados Unidos y de la Marina Real británica infligieron importantes daños a los tanques y a la artillería de los alemanes. Por desgracia, durante una incursión nocturna de la Luftwaffe, el Warspite abrió fuego con uno de sus cañones de 152 mm contra un avión que volaba a baja altura, alcanzando en cambio al destructor Petara de la Marina Real, causándole graves daños[16].
Los bombarderos del general de división James Doolittle arrasaron de tal modo la localidad de Battipaglia, situada tras las líneas alemanas, que el general Spaatz envió el siguiente mensaje: «Ya no estás tan fino, Jimmy. Un manzano silvestre y un establo siguen en pie»[17]. Pero había nacido una nueva doctrina del bombardeo, a la que los americanos denominaron «poner la ciudad en la calle»[18]. Esto significaba arrasar una ciudad hasta los cimientos para que no pudieran pasar por ella ni los refuerzos ni las provisiones del enemigo. Esta táctica sería clave en el desarrollo de la campaña de Normandía en el mes de junio del año siguiente.
Fue más o menos por entonces cuando los servicios secretos alemanes averiguaron el paradero de Mussolini. Tras retenerlo en un principio en la isla de Ponza, y luego en La Maddalena, el mariscal Badoglio lo había trasladado en secreto a una estación de esquí, situada al norte de Roma, en los montes Apeninos, llamada Gran Sasso. Hitler, horrorizado por la humillación a la que se veía sometido su aliado, ordenó un intento de rescate. El 12 de septiembre, el Hauptsturmführer Otto Skorzeny, con una fuerza de tropas especiales de la Waffen-SS en ocho planeadores, aterrizó en la montaña. Los carabinieri que custodiaban al Duce no opusieron resistencia. Al encontrarse con él, Mussolini abrazó a Skorzeny y dijo que sabía que su amigo Adolf Hitler no iba a abandonarlo. Fue sacado de allí en un avión y trasladado a la Guarida del Lobo. El asistente de la Luftwaffe de Hitler describiría el aspecto que presentaba el dictador italiano, comparándolo con el de «un hombre destrozado»[19]. El plan de los alemanes era colocarlo como cabeza visible de la llamada República Social Italiana, creando así la ficción de que el Eje seguía vivo para justificar la ocupación germana de Italia.
El 21 de septiembre, fuerzas de la Francia Libre desembarcaron en la isla de Córcega, que había sido abandonada por los alemanes para reforzar la Italia peninsular. En Salerno había comenzado la retirada de tropas germanas tres días antes. Kesselring le había dicho a Vietinghoff que replegara gradualmente a sus hombres a la línea del río Volturno, al norte de Nápoles. Clark destituyó por fin al comandante de su cuerpo, el general Dawley, y los británicos, que se encontraban a la izquierda de la cabeza de playa, atacaron y marcharon hacia el norte para capturar la base de la península de Sorrento y preparar el avance hacia Nápoles por la costa. Después de capturar en esa zona una colina, el comandante de la unidad del Regimiento de Infantería de Coldstream que llevó a cabo la misión describiría el espectáculo que se encontró con las siguientes palabras: «Tomamos la posición al amanecer. Con los primeros rayos de luz enterramos a los alemanes muertos. Eran los primeros cadáveres que tocaba: unos muñecos encogidos, de aspecto patético, que yacían rígidos y retorcidos, con ojos vidriosos. Ninguno podía tener más de veinte años, y algunos eran casi unos niños. Con una despreocupación horrenda los arrojábamos al interior de sus trincheras y los cubríamos de tierra»[20].
El 25 de septiembre, el VIII Ejército británico y el V Ejército de Clark se habían unido, creando una línea que cruzaba Italia. Las fuerzas americanas en Salerno habían sufrido alrededor de tres mil quinientas bajas, y los británicos unas cinco mil quinientas. En su avance por la zona adriática, el VIII Ejército capturó la llanura de Foggia con todos sus aeródromos, que serían utilizados para bombardear el sur de Alemania, Austria y los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Por el oeste, el V Ejército de Clark dejó atrás el Vesubio, y el 1 de octubre, la Guardia de Dragones del Rey, en sus vehículos blindados, entró en Nápoles bajo los omnipresentes tendederos de ropa que cruzaban las calles de la ciudad. Pero ninguna sábana colgaba de ellos. Nápoles se había quedado sin agua porque los alemanes habían volado los acueductos, en represalia por la resistencia de los napolitanos a su brutal ocupación. Los nazis habían destruido todo lo que habían podido: antiguas bibliotecas, alcantarillas, centrales eléctricas, fábricas y, sobre todo, el puerto de la ciudad con sus instalaciones. En los edificios importantes de la ciudad habían colocado incluso bombas de relojería para que estallaran durante las semanas siguientes. Los horrores de la guerra en Italia ya empezaban a recordar los del frente oriental.
Al mensaje interceptado en Bletchley Park, que indicaba que Hitler planeaba evacuar casi toda Italia, no le siguieron los otros mensajes que revelaban que el cuartel general del Führer estaba cambiando de opinión, en gran medida debido a las presiones de Kesselring, que quería defender el país desde el sur de Roma. Los consejos de Rommel, que abogaba por retirarse, fueron desoídos en parte porque Hitler temía las consecuencias que un repliegue de tropas podría tener en sus aliados de los Balcanes, y en parte porque la invasión aliada no iba precisamente viento en popa. Pero la decisión de Hitler de conservar Italia, y su convicción de que los británicos iban a invadir los Balcanes y el Egeo, conllevaron que un total de treinta y siete divisiones alemanas fueran destinadas a esta región de Europa, mientras la Wehrmacht luchaba por salvar la vida en el frente oriental.
Goebbels y Ribbentrop instaron a Hitler a entablar negociaciones de paz con Stalin, pero el Führer rechazó furiosamente la idea. Nunca iba a negociar desde la debilidad. El general Jodl, del OKW, reconocería la locura de aquella lógica en la que se veían atrapados por culpa del mantra nazi de «la victoria final», de esa letanía, escribiría poco después, de «que ganaremos porque tenemos que ganar, pues de lo contrario la historia del mundo perdería su sentido»[21]. Como no había ninguna esperanza de poder negociar desde la fortaleza, era evidente lo que implicaba la postura de Hitler. Alemania seguiría luchando hasta su destrucción total.