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DERROTA EN EL DESIERTO
(MARZO-SEPTIEMBRE DE 1942)
Tras la humillante retirada de Cirenaica en enero-febrero de 1942, el mito de Rommel, que Goebbels se había encargado de propagar con tanto fervor, comenzó a ser difundido también por los británicos. La leyenda del «Zorro del Desierto» fue un torpe intento, por parte de los ingleses, de explicar sus propios fracasos. Hitler estaba sorprendido y satisfecho de la veneración que suscitaba su héroe. Confirmaba su idea de que los británicos, tras las numerosas derrotas sufridas en Extremo Oriente, estaban a punto de venirse abajo.
Sin embargo, el Führer estaba dispuesto a poner freno a su general favorito para apaciguar a los italianos. La posición de Mussolini se veía amenazada por una oposición cada vez mayor del Comando Supremo, cuyos miembros consideraban que el Duce parecía una marioneta de Hitler. Y se habían sentido ofendidos por la arrogancia y las exigencias perentorias de Rommel, por no hablar de sus constantes quejas por no proporcionar y proteger los convoyes de suministros necesarios. Además, Halder y el OKH seguían oponiéndose firmemente a enviar refuerzos a Rommel. En su opinión, solo podía ocuparse el canal de Suez después de invadir el Cáucaso. La prioridad del frente oriental continuaría siendo un poderoso argumento mientras preparaban su gran ofensiva en el sur de Rusia. Únicamente la Kriegsmarine, que quería acabar primero con Gran Bretaña, apoyaba la postura de Rommel.
Por su parte, Malta atravesaba un momento muy crítico. La Luftwaffe había bombardeado de nuevo los aeródromos de la isla y su puerto principal, La Valeta. En marzo habían sido hundidos los cinco barcos de un convoy, y tanto las tropas como la población civil se enfrentaban al hambre. Pero en mayo, el envío de una escuadrilla de refuerzo, compuesta de sesenta Spitfire que habían despegado del portaaviones americano Wasp, y la llegada de un minador con provisiones salvaron a la isla. El Generalfeldmarschall Albert Kesselring, comandante en jefe del Mediterráneo, había planificado la invasión aerotransportada de Malta, la llamada Operación Hércules, pero se vería obligado a posponerla. No solo por las dudas que tenía Hitler de su éxito, sino también porque se necesitaba el X Cuerpo Aéreo en el este. Además, los italianos exigían constantemente apoyo antes incluso de entrar en acción.
Rommel volvió a hacer caso omiso de las órdenes recibidas e, ignorando sus problemas de abastecimiento, empezó a mover el Ejército Panzer África hacia la línea Gazala. «La guerra aquí no tiene nada que ver con el horror, con aquella indescriptible miseria de la campaña de Rusia», escribía en una carta en abril un suboficial. «No hay aldeas ni pueblos destruidos o arrasados». El mismo día, en otra carta dirigida a su madre contaba lo siguiente: «Los ingleses de aquí se lo toman todo de una manera mucho más deportiva… Hacia una victoria decisiva». Aunque los hombres de Rommel también sufrían los enjambres de moscas y el calor sofocante que resecaba el pan, esperaban obtener tarde o temprano una victoria en «la gran ofensiva contra Rusia; entonces los ingleses serán aplastados aquí por los dos flancos»[1]. Soñaban con llegar a El Cairo.
De repente, el OKW comenzó a contemplar con agrado la idea de Rommel: el sueño de conquistar Egipto y el canal de Suez. Hitler empezaba a temer que el apoyo de los norteamericanos llegara antes de lo que había imaginado. Tampoco podía descartarse un ataque a través del Canal de la Mancha. Si Rommel lograba aniquilar el VIII Ejército, pensaba el Führer, la moral de los británicos se hundiría. Además, los japoneses ya habían avisado de que solo avanzarían hacia el oeste, al océano Índico, si los alemanes ocupaban el canal de Suez.
La primera fase de la invasión de Egipto por las fuerzas de Rommel, la llamada Operación Teseo, consistía en rebasar la línea defensiva de los británicos. Dicha línea, formada por una sucesión de fortificaciones, se extendía desde Gazala, en la costa, a unos ochenta kilómetros al oeste de Tobruk, hasta Bir Hakeim, un puesto avanzado del sur, situado en el desierto, defendido por la 1.ª Brigada de la Francia Libre del general Marie-Pierre Koenig. Había siete fortificaciones, cada una de ellas defendida por una brigada de infantería, con artillería, alambradas y campos de minas que se extendían entre las distintas fortificaciones. En la retaguardia, Ritchie había desplegado sus formaciones acorazadas, listas para lanzar una contraofensiva. Rommel intentó entonces capturar Tobruk. La conquista de este puerto era esencial para garantizar los suministros de las tropas y ahorrarse los catorce días que tardarían sus camiones Opel Blitz en llegar de Trípoli y regresar a esta ciudad.
La Operación Teseo no habría debido coger por sorpresa a los británicos, pues desde Bletchley habían sido transmitidos al cuartel general de Oriente Medio los mensajes enemigos interceptados y descodificados pertinentemente por Ultra. Pero la cadena de mandos era reacia a pasar información, excepto para decir que era probable que en mayo se produjera un ataque, posiblemente en forma de gancho, por el sur. El ataque en cuestión comenzó el 26 de mayo con un movimiento de distracción, a saber, el avance de divisiones de infantería italianas hacia la mitad norte de la línea defensiva. En el sur, la División Motorizada Trieste y la División Acorazada Ariete, junto con las tres divisiones panzer alemanas, se adentraron en el desierto. Una tormenta de arena ocultó sus diez mil vehículos a los ojos de los británicos. Luego, durante la noche, la principal fuerza de ataque de Rommel rebasó la línea Gazala por el sur.
Rommel dirigió sus divisiones en un rápido movimiento envolvente, aprovechando la luz de la luna cuando dejó de soplar el jamasin, el viento del este. Antes del amanecer, estaban en sus posiciones, listas para el ataque. A unos treinta kilómetros al nordeste de Bir Hakeim, la 15.ª División Panzer chocó con la 4.ª Brigada Acorazada, infligiendo graves pérdidas al 3.er Regimiento Real de Tanques y al 8.º de Húsares. Poco después, ochenta carros blindados británicos lanzaron una contraofensiva, siendo su objetivo la 21.ª División Panzer. El VIII Ejército contaba en aquellos momentos con ciento sesenta y siete tanques Grant americanos. Estos carros de combate eran unos vehículos pesados, increíblemente altos y con poca maniobrabilidad cuando debían abrir fuego, pero sus cañones de 75 mm eran mucho más efectivos que los de 40 mm, los deplorables «dos libras», de los Crusader.
Por otro lado, al sureste de Bir Hakeim, la 3.ª Brigada Motorizada India fue atacada a las 06:30 del 27 de mayo. Su comandante informó por radio que estaban enfrentándose a «toda una división acorazada de los malditos alemanes»[2], cuando, en realidad, se trataba de la División Ariete italiana. Los soldados indios provocaron graves daños en cincuenta y dos carros blindados enemigos, pero, una vez destruidos todos sus cañones antitanque, se vieron rápidamente superados.
La brigada de la Francia Libre de Koenig, en su posición igualmente aislada en Bir Hakeim, sabía lo que les esperaba después de haber oído durante toda la noche el sonido de motores de tanque procedente del desierto. Por la mañana, una patrulla confirmó que el enemigo se encontraba detrás de ella, impidiendo el acceso a sus depósitos de provisiones. La fuerza de Koenig, unos cuatro mil hombres, incluía media brigada de la Legión Extranjera, dos batallones de tropas coloniales e infantería de marina. También contaba con su propia artillería de apoyo: un total de cincuenta y cuatro cañones de campaña franceses de 75 mm y Bofors. Como en las demás fortificaciones, su primera línea defensiva la formaban campos de minas y alambradas[3].
Los tanques de la División Ariete se lanzaron entonces contra esta fortificación en un ataque masivo. Los artilleros franceses inutilizaron treinta y dos de ellos. Solo seis tanques italianos consiguieron abrirse paso por el campo de minas y las alambradas, pero los legionarios franceses los destruyeron cuando se pusieron a su alcance. Algunos de ellos se subieron incluso a los carros blindados italianos para disparar por las aberturas y las rendijas. El ataque no estuvo apoyado por fuerzas de infantería, y los franceses repelieron con gran coraje la oleada de asaltos, provocando graves pérdidas al enemigo y capturando a noventa y uno de sus hombres, entre ellos el comandante de un regimiento. También se produjeron escaramuzas con la 90.ª División Ligera alemana. «Por primera vez desde junio de 1940», escribiría más tarde el general De Gaulle, lleno de orgullo, «franceses y alemanes han reemprendido el combate»[4].
En el nordeste, el resto de la 90.ª División Ligera atacó a la 7.ª Brigada Motorizada, obligando a los británicos a retirarse ante aquella superioridad numérica. A continuación, sus unidades arrasaron el cuartel general de la 7.ª División Acorazada, incautándose de varios depósitos de provisiones. Aunque el avance de la 90.ª División Ligera era veloz, el de las dos divisiones panzer de Rommel hacia el norte, al aeródromo de El Adem —escenario de duros combates un año antes—, se vio obstaculizado por una serie de contraataques y por el fuego incesante de la artillería.
El plan soñado por Rommel no había tenido el éxito esperado. Sus fuerzas se encontraban en una posición vulnerable, entre las fortificaciones de la línea Gazala y las formaciones blindadas de los británicos situadas al oeste. Además, Rommel había confiado en una rápida aniquilación de los franceses de Bir Hakeim, que seguían resistiendo. Estaba sumamente preocupado por el desarrollo de los acontecimientos, y muchos de sus oficiales comenzaban a pensar que la ofensiva había sido un fracaso. Para que nada de todo aquello pudiera manchar la reputación del Panzerarmee Afrika, su jefe de estado mayor llegó a sugerir que se comunicara al OKW que la operación se había puesto en marcha simplemente para medir las fuerzas del enemigo. Pero, en realidad, no había nada que temer. Una vez más, los británicos no supieron concentrar los tanques suficientes para responder con eficacia a la agresión.
Rommel quería avanzar rápidamente hacia el norte, hasta alcanzar la carretera de la costa y destruir la línea defensiva de los británicos en la zona con el fin de restablecer cuanto antes una vía de suministros con Trípoli. Pero a partir del 28 de mayo los combates comenzaron a ser caóticos en los territorios situados en el centro de la línea Gazala. Las divisiones de Rommel sufrían escasez de combustible y de municiones, pero, como en otras ocasiones, la lentitud de los comandantes británicos a la hora de aprovechar una ventaja considerable repercutió en beneficio del mariscal alemán. Ritchie quería lanzar un gran ataque nocturno, pero los comandantes de su cuerpo y de sus divisiones le dijeron que necesitaban más tiempo. Creían que los alemanes estaban atrapados; no sabían que las tropas del Eje habían conseguido abrirse paso a través del campo de minas situado al oeste y que empezaban a recibir pertrechos y provisiones. Sin embargo, este corredor se encontraba bastante cerca de la fortificación defendida por la 150.ª Brigada, cuyos batallones del Regimiento de Yorkshire enseguida se convirtieron en un grave problema para Rommel.
En la «Guarida del Lobo» de Prusia oriental, Hitler no dirigía su atención hacia el norte de África. Tras visitar a Rommel, su consejero de la Luftwaffe, Nicolaus von Below, se encontró a su regreso con una «situación muy desagradable»[5]. El 27 de mayo, Reinhard Heydrich había sido atacado en Praga por unos jóvenes checos equipados por la Dirección de Operaciones Especiales británica. Heydrich seguía con vida, pero moriría antes de una semana debido a una grave infección producida por las heridas. Y el 30 de mayo, por la noche, la RAF lanzó su primera incursión aérea contra Colonia con un millar de bombarderos. Hitler montó en cólera, y todas sus iras estaban dirigidas especialmente hacia Göring.
A partir del 31 de mayo, durante los duros combates en lo que los británicos denominaron «El Caldero» (Cauldron) y los alemanes Kessel, Rommel lanzó sus fuerzas contra la posición de la 150.ª Brigada. El ataque, con tanques, artillería y aviones Stuka, fue de enormes proporciones. La brigada luchó hasta el final con gran coraje, ganándose la admiración de los alemanes. Pero con su terca negativa a lanzar una gran contraofensiva desde el oeste con todas sus fuerzas, los comandantes británicos dieron uno de los peores ejemplos de liderazgo militar en la guerra. Rommel ordenó a continuación que la 90.ª División Ligera y la División Trieste se encargaran de aniquilar a los franceses de Bir Hakeim, para poder empezar a romper la línea Gazala desde el sur.
El 3 de junio, los hombres de Koenig repelieron el ataque de aquella fuerza abrumadora. Los británicos enviaron tropas de refuerzo, que, sin embargo, se encontraron con la 21.ª División Panzer, viéndose obligadas a emprender la retirada. No se hizo nada más para ayudar a la guarnición francesa, en parte porque el contraataque lanzado más al norte el 5 de junio fracasó por culpa de la incompetencia y la falta de determinación de los comandantes de las formaciones, reacios a poner en peligro sus tanques por miedo a los cañones de 88 mm alemanes. No obstante, llegaron algunos pertrechos y provisiones. La RAF dio todo el apoyo que pudo, colaborando en la repulsión de ataques y enfrentándose a los Stuka y los Heinkel enemigos. Las tropas coloniales francesas acababan inmediatamente con la vida de cualquier piloto alemán que se lanzaba en paracaídas. Los hombres de Koenig, que en medio del calor intenso y el polvo pasaban hambre y sed, cavaron trincheras más profundas, pues esperaban que se produjera un ataque mucho más contundente. Sabían que, resistiendo, serían de gran ayuda para el VIII Ejército en retirada.
Exasperado por la tenacidad de las fuerzas defensivas francesas, Rommel decidió asumir personalmente el mando de la operación. El 8 de junio, la artillería y los aviones Stuka de los alemanes comenzaron a bombardear de nuevo la posición. Uno de los proyectiles acabó con la vida de diecisiete heridos que se encontraban en un puesto de primeros auxilios. Los defensores no dejaron de combatir con gran determinación. Un oficial pudo ver cómo el único superviviente de un grupo de artilleros, un legionario que acababa de perder una de sus manos por culpa de una explosión, recargaba el cañón de 75 mm y colocaba el proyectil sirviéndose de su muñón ensangrentado. El 10 de junio las defensas francesas fueron rebasadas. Los defensores de la posición de Bir Hakeim se habían quedado sin municiones.
Aquella noche, la 7.ª División Acorazada británica, la única formación que habría podido salvarlos, emprendió la retirada. Koenig recibió la orden de replegarse. En la oscuridad, condujo a la mayoría de sus hombres al otro lado del perímetro de ataque alemán, pasando inadvertidos al principio, y luego bajo el fuego intenso del enemigo. Con él iba su valiente chófer y amante, la inglesa Susan Travers, que más tarde sería nombrada suboficial de la Legión Extranjera francesa. Rommel recibió de Hitler la orden de ejecutar a todos los legionarios que fueran capturados, así como a los franceses, que debían ser tratados como insurgentes, a los alemanes antifascistas y a los ciudadanos de cualquier nación ocupada por los nazis. Sin embargo, hay que señalar a favor del mariscal alemán que se aseguró de que todos los capturados fueran tratados como cualquier prisionero de guerra.
Cuando el general De Gaulle recibió de sir Alan Brooke, jefe del estado mayor imperial, la noticia de que Koenig había conseguido escapar con casi todos sus hombres y había alcanzado las líneas británicas, se sintió invadido por unos sentimientos tan intensos que tuvo que encerrarse solo en una habitación. «¡Oh, el corazón palpitando de emoción, sollozos de orgullo, lágrimas de alegría!», escribiría más tarde en sus memorias. Supo que aquel momento marcaba «el comienzo del resurgir de Francia»[6].
Más al norte, continuaba la batalla del Kessel, con las brigadas británicas e indias resistiendo obstinadamente en sus posiciones defensivas. Sin embargo, el VIII Ejército seguía siendo incapaz de lanzar una contraofensiva efectiva. El 11 de junio, justo después de la caída de Bir Hakeim, Rommel ordenó a sus tres divisiones alemanas la destrucción de las últimas posiciones de los británicos, incluida la fortificación «Knightsbridge» defendida por la 201.ª Brigada de la Guardia y la 4.ª Brigada Acorazada. A continuación, debían capturar la llamada Via Balbia. Ello dio lugar a una retirada repentina de tropas el 14 de junio, cuando los sudafricanos y la 50.ª División que se hallaban cerca de la costa recibieron la orden de replegarse a la frontera egipcia para no quedar aislados. Empezó así una retirada general, caótica y precipitada.
Tobruk quedó indefensa, y la infantería italiana avanzó para rodear la ciudad desde el este. Rommel envió sus divisiones alemanas, pero la 21.ª Panzer sufrió en el camino graves pérdidas debido a los ataques de los Hurricane y los cazabombarderos P-40 Kittyhawk de la RAF. La Fuerza Aérea del Desierto (DAF por sus siglas en inglés) del vicemariscal del Aire Arthur Coningham mejoraba día a día sus técnicas de ataque, y sin su apoyo el VIII Ejército habría podido tener un trágico final.
Churchill envió un mensaje a Auchinleck ordenándole que se defendiera Tobruk al precio que fuera. Pero la ciudad no disponía de tropas y cañones suficientes, y muchas de las minas colocadas para su defensa habían sido utilizadas para reforzar la línea Gazala. El 17 de junio, Rommel comenzó su ataque con un movimiento de distracción contra un sector del perímetro defensivo, mientras preparaba en secreto lanzarse sobre otro punto.
A diferencia de los australianos, que habían resistido empecinadamente en Tobruk un año antes, la 2.ª División Sudafricana, a las órdenes del general Hendrik Klopper, carecía de experiencia. En cualquier caso, el almirante Cunningham sabía perfectamente que no disponía de barcos para abastecer Tobruk de pertrechos y provisiones durante otro asedio. La guarnición de treinta y tres mil soldados contaba también con otras dos brigadas de infantería y una brigada acorazada, cuyos obsoletos tanques ponían de manifiesto sus limitaciones.
El 20 de junio, al amanecer, Kesselring lanzó contra la ciudad todas las escuadrillas de cazas Stuka y de bombarderos disponibles en el Mediterráneo, apoyadas por escuadrones de las fuerzas aéreas italianas, la Regia Aeronáutica. A la acción se sumó la artillería terrestre, con sus intensos bombardeos, mientras unos batallones de zapadores alemanes abrían un camino a través de los campos de minas. La 11.ª Brigada India quedó conmocionada por aquel ataque sin precedente, y a las 08:30 horas los primeros carros de combate alemanes abrían una brecha en el perímetro defensivo exterior. En solo un día, mientras se elevaban hacia el cielo grandes columnas de humo de la ciudad en llamas, los alemanes avanzaron hasta alcanzar el puerto, dividiendo en dos la línea defensiva de veinte kilómetros de longitud de la fortaleza. Fue una victoria sumamente rápida que provocó gran desconcierto entre los Aliados.
El general Klopper se rindió a la mañana siguiente, antes de que pudieran destruirse las instalaciones portuarias y muchos de los almacenes de provisiones. Cuatro mil toneladas de combustible cayeron en manos de Rommel, el mejor regalo que habría podido imaginar el mariscal. Sus hambrientos soldados, con los uniformes prácticamente hechos jirones, contemplaban eufóricos el botín. «Tenemos chocolate, latas de leche, hortalizas en conserva y cajas de galletas», escribía un Unteroffizier en una carta dirigida a los suyos. «Tenemos muchísimos vehículos y grandes cantidades de armamento de los británicos. ¡Qué sensación da ponerse camisas y calcetines ingleses!». Los soldados italianos no pudieron disfrutar de todos aquellos dividendos. El mismo Unteroffizier reconocía que «ellos lo tienen peor, con menos agua y menos comida, una paga inferior y sin nuestro equipamiento»[7].
Mussolini intentó que la captura de Tobruk fuera considerada una victoria italiana, de modo que para aclarar las cosas, Hitler ascendió a Rommel, a sus cuarenta y nueve años, al rango de Generalfeldmarschall. Este ascenso provocó celos y resentimiento entre los altos oficiales de la Wehrmacht, hecho que sin duda llenó de satisfacción al Führer. La victoria, que coincidía con el primer aniversario de la Operación Barbarroja, llenó a Hitler de júbilo, pues estaba convencido de que el Imperio Británico ya había comenzado un proceso de desintegración, como él mismo había afirmado. Y en una semana se pondría en marcha la Operación Azul en el sur de Rusia para conquistar el Cáucaso. El Tercer Reich, una vez más, parecía invencible.
Aquel día de junio, Churchill se encontraba en la Casa Blanca con Roosevelt cuando llegó un ayudante que le pasó una hoja de papel al presidente. FDR leyó su contenido y a continuación mostró el escrito al primer ministro. Churchill no podía dar crédito a sus ojos, y una sensación de náusea lo embargó. Inmediatamente, pidió al general Ismay que hablara con Londres para averiguar si era verdad que Tobruk había caído. A su regreso, Ismay le confirmó que la noticia era cierta. La humillación, en un momento como aquel, no habría podido ser mayor. Churchill escribiría más tarde: «La derrota es una cosa, la desgracia otra bien distinta»[8].
Roosevelt, en una demostración de sus instintos más generosos, preguntó inmediatamente qué podía hacer para ayudar. Churchill solicitó todos los nuevos tanques Sherman de los que pudieran desprenderse los Estados Unidos. Cuatro días después, los jefes de estado mayor americanos acordaron el envío de trescientos Sherman y de un centenar de cañones autopropulsados de 150 mm. Fue un acto de verdadera magnanimidad, sobre todo si tenemos en cuenta que esos carros de combate estaban destinados a unas formaciones del ejército norteamericano que habían esperado durante mucho tiempo poder cambiar sus obsoletos vehículos blindados.
Profundamente deprimido y conmocionado, Churchill tuvo que enfrentarse a su regreso a una moción de censura en la Cámara de los Comunes. Culpó de casi todas las desgracias a Auchinleck. Y no fue justo, pues el gran error de Auk había sido nombrar a Ritchie. La evidente falta de comandantes competentes y decididos entre las altas jerarquías militares de Gran Bretaña tuvo claramente una influencia terrible en la actuación del ejército del país. Brooke atribuía este problema al hecho de que los mejores oficiales jóvenes británicos habían perecido en el curso de la Primera Guerra Mundial.
Otro hándicap igualmente grave era el desastroso y caduco sistema de aprovisionamiento de armas. A diferencia de la RAF, que había recurrido a los diseñadores e ingenieros de mayor talento en una época en la que la aviación experimentaba un gran florecimiento y levantaba pasiones, el ejército se resignaba a aceptar armas ya obsoletas que seguía produciendo en masa, en vez de volver a las mesas de dibujo. Era una especie de círculo vicioso, que había empezado con la pérdida de gran parte de su equipamiento en Dunkerque y la necesidad de reemplazar rápidamente el armamento, y al que no se había puesto fin.
Algunos de los nuevos cañones antitanque de seis libras habían sido utilizados con eficacia en los combates de Gazala, pero enviar tanques mal diseñados con cañones de dos libras contra los Panzer IV, y especialmente contra los cañones de 88 mm, era como enviar cazas biplanos Gloster Gladiator contra los flamantes Messerschmitt 109 alemanes. No podemos más que admirar el coraje de las tripulaciones que entraban en acción sabiendo perfectamente que manejaban unos vehículos prácticamente ineficaces, excepto cuando atacaban a la infantería. Los británicos no fabricarían un tanque verdaderamente potente en el combate, el Comet, hasta poco antes de que finalizara la guerra.
El único consuelo que tenía Churchill tras su viaje a los Estados Unidos era haber conseguido convencer a Roosevelt de que accediera a invadir el norte de África francés. El general Marshall y los demás jefes de estado mayor americanos se habían opuesto tenazmente a emprender la Operación «Gymnast», bautizada posteriormente como Operación Torch. Los temores de Marshall de que Churchill pudiera acceder a Roosevelt cuando no estuvieran presentes los consejeros militares del presidente estaban perfectamente justificados. Sospechaba, con razón, que Gran Bretaña quería preservar su posición en Oriente Medio. Pero lo que preocupaba a Churchill era que si Inglaterra perdía Egipto, y los alemanes conseguían que sus tropas invasoras en el Cáucaso se unieran a las que avanzaban a las órdenes de Rommel, no solo podía perderse el canal de Suez, sino también los yacimientos petrolíferos de la región. Además, semejante mapa de la situación podría impulsar a los japoneses a extender sus operaciones al oeste del océano Índico.
Churchill tenía otra razón que coincidía con el pensamiento de Roosevelt. Como que en aquellos momentos era inviable comenzar una invasión en el norte de Francia debido a la falta de superioridad aérea y a la escasez de naves de transporte y de lanchas de desembarco, no había otra región en la que los estadounidenses pudieran desplegar a sus tropas para enfrentarse a los alemanes. Y el primer ministro sabía que el almirante King, al igual que la opinión pública americana, deseaba dejar de lado la estrategia de «Alemania primero» para concentrarse en la guerra en el Pacífico. Incluso Brooke tenía muchas dudas en lo tocante a los desembarcos en el norte de África, pero Churchill acabaría teniendo razón, aunque por motivos muy distintos a los que había esgrimido. El ejército de los Estados Unidos necesitaba adquirir experiencia de combate antes de poder enfrentarse a la Wehrmacht en grandes batallas en Europa continental. Y los aliados tenían que conocer los peligros derivados de una operación anfibia antes de intentar una invasión al otro lado del Canal de la Mancha.
Kesselring insistía en conquistar primero Malta, pero Rommel se mostraba inflexible. Debía contar con el apoyo de la Luftwaffe para poder destruir el VIII Ejército antes de que este tuviera la oportunidad de reorganizarse. Hitler apoyaba a Rommel, aduciendo que la conquista de Egipto convertiría Malta en una isla irrelevante. Pero los dos ignoraron el hecho de que, mientras la Luftwaffe utilizaba sus aviones para dar cobertura a las tropas de Rommel en los combates de Gazala, Malta había sido reforzada. Una vez más, corrían peligro las líneas de abastecimiento a lo largo y ancho del Mediterráneo, y la captura de Tobruk, con su puerto, no había resuelto el gran problema logístico de la guerra del desierto como Rommel había esperado. En lo que se denominaba el efecto «goma elástica» de esas campañas, las líneas de abastecimiento sumamente extendidas resultaban desastrosas, pues repercutían en detrimento de los atacantes, impidiendo su avance.
Antes incluso de la caída de Tobruk, Rommel ya había ordenado el avance por la carretera de la costa hacia Egipto de la 90.ª División Ligera. Y el 23 de junio también fueron enviadas las dos divisiones panzer contra el VIII Ejército. Mientras tanto, Auchinleck destituyó a Ritchie y asumió personalmente el mando. Sagazmente, anuló la orden de detenerse en Mersa Matruh, mandando que todas las formaciones se retiraran lo antes posible a El Alamein, una pequeña localidad, con estación ferroviaria, situada cerca de la costa. Entre El Alamein y la Depresión de Qattara al sur, con sus marismas y sus arenas movedizas, pretendía establecer su línea defensiva, pues sabía con certeza que Rommel no lo tendría tan fácil como en Gazala para rebasarla.
La moral del VIII Ejército no podía ser peor. A pesar de la decisión de Auchinleck de retirarse a El Alamein, la orden anterior de Ritchie había dejado a los hombres de la 10.ª División India defendiendo Mersa Matruh. La formación se vio sorprendida por el veloz avance de las unidades enemigas, que rodearon la ciudad, dejando cortada la carretera de la costa. Parte del X Cuerpo logró abrirse paso, pero a costa de perder más de siete mil de sus hombres, que cayeron prisioneros. Más al sur, la División de Nueva Zelanda consiguió cruzar las líneas de la 21.ª División Panzer llevando a cabo un cruel ataque nocturno en el que se mató a heridos, personal sanitario y combatientes indistintamente, acción que los alemanes calificaron de verdadero crimen de guerra.
Rommel seguía estando convencido de que tenía atrapado al VIII Ejército, y podía emprender el avance hacia Oriente Medio. Mussolini estaba tan seguro del éxito de la operación, que se dirigió a la ciudad portuaria de Derna, llevando consigo un espléndido caballo gris que estaba dispuesto a montar durante el desfile de la victoria en la capital egipcia. En El Cairo reinaba el caos y la confusión en todas las oficinas del cuartel general de Oriente Medio y en todos los despachos de la embajada británica, para diversión o para consternación de la inmensa mayoría de los egipcios. A las puertas de los bancos comenzaron a formarse largas colas. El 1 de julio, de los jardines de los edificios oficiales empezaron a elevarse hacia el cielo columnas de humo. Unas nubes densas que salían de las hogueras en las que se quemaban los documentos, y que provocaron una nevada de papeles secretos medio chamuscados por toda la ciudad. Los vendedores callejeros los recogían para hacer cucuruchos para sus cacahuetes, y aquel día pasó a llamarse «miércoles de ceniza». Los miembros de la comunidad europea empezaron a abandonar la ciudad en sus automóviles, con los colchones atados en lo alto del vehículo, dando lugar a escenas que recordaban lo ocurrido en París dos años atrás.
La «espantada», como la llamaron, había comenzado en Alejandría, cuando el vicealmirante sir Henry Harwood, que acababa de sustituir a Cunningham, ordenó el traslado de la flota británica a otros puertos del Levante. Corrieron rumores de que los alemanes llegarían en menos de veinticuatro horas y que en cualquier momento podía producirse una invasión por tropas aerotransportadas. Los dueños de las tiendas egipcias enseguida prepararon retratos de Hitler y de Mussolini para colgarlos en sus establecimientos. Otros fueron aún más allá. Los oficiales nacionalistas, que creían que la llegada de los alemanes supondría su independencia de los británicos, comenzaron a prepararse para una sublevación. Uno de dichos oficiales llamado Anwar Sadat, más tarde presidente del país, compró todas las botellas vacías que pudo encontrar —unas diez mil— para preparar cócteles Molotov.
Para los miembros de la comunidad judía, la perspectiva era aterradora, y aunque las autoridades británicas les dieron prioridad en los trenes que iban a Palestina, la administración palestina les negó los visados. El miedo de los judíos no era en absoluto injustificado. En Atenas, un Einsatzkommando de la SS estaba a la espera de comenzar su misión en Egipto, y más tarde en Palestina si seguía la racha de victorias de Rommel[9].
Las deserciones en el ejército británico del Nilo, como lo llamaba Churchill, aumentaron espectacularmente, reduciendo el número de efectivos presentes en la ciudad y en la zona del Delta a unos veinticinco mil. Los oficiales británicos sentían esa necesidad, propia de los momentos difíciles, de bromear ante el inminente desastre. Como siempre se habían quejado por la lentitud del servicio en el hotel Shepheard, decían ocurrencias como: «Espera a que Rommel llegue al Shepheard. Eso sí que lo detendrá». Incluso corrió el rumor de que Rommel ya había llamado a ese establecimiento para reservar una habitación. Ni que decir tiene que la radio alemana se dedicó, por su parte, a difundir un mensaje destinado a las mujeres de Alejandría: «¡Sacad vuestros vestidos de fiesta! ¡Estamos de camino!». Pero el triunfalismo de las fuerzas del Eje era prematuro.
Aunque los alemanes habían interceptado mensajes británicos relativos a tácticas, Auchinleck conocía perfectamente los planes de Rommel gracias a la información proporcionada por Ultra. A primera hora del 1 de julio, el Afrika Korps, junto con las dos divisiones panzer, comenzó un ataque de distracción al sur de la línea Alamein. El verdadero objetivo de Rommel estaba más al norte, pero en su impaciencia por dar alcance al VIII Ejército, el mariscal alemán había decidido prescindir de cualquier misión de reconocimiento. Fue un gran error, al que además se sumó una tormenta de arena. La 90.ª División Ligera intentó un ataque contra la fortificación de El Alamein, pero se vio sorprendida por el fuego incesante de la artillería. Poco después, la 21.ª División Panzer avanzó hacia una de las fortificaciones centrales, defendida por la 18.ª Brigada India. Logró hacerse con ella, pero tras perder una tercera parte de sus tanques, muchos de ellos por la acción de los cazabombarderos de la RAF.
La Fuerza Aérea del Desierto de Coningham siguió realizando constantemente ataques. Sus pilotos mantuvieron un ritmo de salidas incluso mayor que durante la batalla de Inglaterra. Con tripulaciones de diversas procedencias, esta fuerza aérea contaba también con los hombres del Groupe de Chasse Alsace de la Francia Libre, armados con una combinación de aviones[10]. Coningham necesitaba desesperadamente aparatos Spitfire para enfrentarse a los cazas Messerschmitt del enemigo, pero el Ministerio del Aire en Londres era reacio a desprenderse de ellos porque los consideraba imprescindibles para la defensa del territorio nacional. La Fuerza Aérea del Desierto tenía en aquellos momentos la ayuda de un grupo de bombarderos pesados americanos B-24 Liberator, que se dedicaba a atacar buques del Eje y los puertos de Bengasi, Tobruk y Mersa Matruh. La Fuerza Aérea de Oriente Medio del ejército de los Estados Unidos comenzaba a concentrarse, a las órdenes del general de división Lewis H. Brereton, formando grupos de cazas y de bombardeo. Por primera vez, fuerzas americanas y británicas empezaban a actuar codo con codo.
Los alemanes empezaron a ver cómo iban ennegreciéndose sus expectativas de obtener una victoria fácil. Auchinleck contraatacaba con grupos de gran movilidad y concentraba su artillería con óptimos resultados. Y la División de Nueva Zelanda había vuelto a superarse, tras aprovechar una magnífica oportunidad para lanzar un ataque sorpresa contra la División Ariete, obligándola a emprender una retirada desordenada. La noche del 3 de julio Rommel ordenó que la Panzerarmee Afrika se preparara para una operación defensiva. La formación tenía menos de cincuenta tanques en condiciones para el combate. Apenas le quedaban municiones y combustible, y sus hombres estaban exhaustos. Simplemente no podía afrontar una batalla de constantes y duros bombardeos.
Las rocas, los pedregales y la arena de la línea Alamein también constituían un terreno inhóspito para los hombres del VIII Ejército, martirizados por las nubes de moscas agresivas que los rodeaban y por las tormentas de arena desatadas por fuertes vientos, así como por el enervante calor del desierto. Los tanques se convertían literalmente en verdaderos hornos bajo aquel sol abrasador. Por la noche, los soldados se envolvían el cuerpo con una tela aislante para protegerse de los escorpiones. Padecían disentería, propagada por las moscas, y fagedenas tropicales, que también atraían a esos voraces insectos. Y cuando intentaban ingerir el picadillo de carne enlatada o las galletas que molían para preparar unas gachas con la consistencia del yeso, era difícil que no tragaran unas cuantas pocas en el proceso. Su único consuelo era tomar un té, aunque el agua utilizada para prepararlo tuviera un sabor realmente vomitivo. No es de sorprender que los soldados solieran recordar las comidas y las comodidades de su casa. Un fusilero comentaría con sus camaradas que «en cuanto llegara a casa, iba a pasar el tiempo tomando helados de chocolate, sentado en la taza del váter, y disfrutando del lujo de tirar de una cadena»[11].
El VIII Ejército también estaba demasiado exhausto para aprovechar la oportunidad de contraatacar. Prefería concentrarse en reforzar su posición a lo largo de la línea defensiva, con una brigada australiana que, con sus efectivos más frescos, había sido enviada a la cresta Ruweisat, en el norte de la línea. Rommel volvió a atacar el 10 de julio. Pero al norte, la 9.ª División Australiana, con el apoyo de una brigada acorazada, se lanzó contra los italianos cerca de El Alamein, obligándolos a huir en estampida. Esta acción tuvo su recompensa: la captura de la unidad de intercepción de señales del mismísimo Rommel, un revés que dejaría al mariscal completamente desinformado de los movimientos enemigos en un momento en el que los alemanes ya no podían descifrar el sistema de codificación americano. El agregado militar de los Estados Unidos, Bonner Fellers, que, sin saberlo, se había convertido en la principal fuente de información secreta para los alemanes, había dejado su cargo a finales de junio.
Durante buena parte de julio, los dos bandos lanzaron ataques y contraataques, en lo que podría definirse como una versión militar del juego de piedra, papel o tijeras. Rommel estaba furibundo por la actuación de la mayoría de las formaciones italianas, lo que daba lugar a duras discusiones entre los aliados del Eje. Se vio obligado incluso a dividir algunas de sus unidades para introducir «ballenas de corsé» en algunas divisiones italianas con el fin de darles mayor solidez y rigidez en la batalla. Y sus airadas protestas por la falta de suministros resultaron, una vez más, inútiles, pues la RAF y la Marina Real británica volvían a infligir importantes pérdidas en los convoyes y las instalaciones portuarias de las fuerzas del Eje. Su esperanza de que la captura de Tobruk y Mersa Matruh pusiera definitivamente fin a sus problemas se esfumaría cruel y repentinamente. La noche del 26 de julio, una unidad del Servicio Especial Aéreo (SAS por sus siglas en inglés), desplazándose en sus jeeps, atacó un aeródromo próximo a Fuka, destruyendo treinta y siete aviones, la mayoría de ellos Junker 52 de transporte. Este acto elevaría a ochenta y seis el número de aviones destruidos por dicha formación a lo largo de ese mes.
Hay que saber valorar los logros de Auchinleck. Este comandante británico consiguió, como mínimo, salvar del desastre a un VIII Ejército sumamente debilitado y exhausto, y estabilizó la línea defensiva sin dejar de infligir graves pérdidas a las fuerzas enemigas. Churchill contemplaba las cosas bajo un prisma muy distinto. Solo veía las oportunidades perdidas, negándose a reconocer el agotamiento de las tropas y la escandalosa inferioridad de los vehículos blindados británicos.
El primer ministro, acompañado del general sir Alan Brooke, llegó a El Cairo el 3 de agosto, haciendo un alto en su viaje a Moscú para informar a Stalin de que se aplazaba lo del segundo frente. Los británicos pensaban que habían conseguido eludir dar una respuesta a los americanos en lo concerniente a la puesta en marcha de la Operación Almádena, un ataque a través del Canal de la Mancha para invadir la península de Cotentin, al que los aliados se habían comprometido con Molotov sin calcular realmente los peligros. Pero en la segunda semana de julio, hubo señales de rebelión entre los jefes de estado mayor americanos y el secretario de guerra, Henry L. Stimson. Convencidos de que los británicos se oponían en secreto a cualquier invasión del norte de Francia, abogaron por abandonar la política de «Alemania primero» para concentrarse en la guerra del Pacífico.
El 14 de julio, Roosevelt, invocando su cargo de comandante en jefe, se adelantó a ellos y los sorprendió. Enviar tropas para ocupar islas desconocidas del Pacífico era precisamente lo que los alemanes esperaban que hicieran, escribió a Marshall, y «no tendrá efecto alguno en la situación mundial ni este año ni el siguiente»[12]. Y, además, era evidente que no ayudaría a Rusia ni a Oriente Medio. Hoy todavía seguimos sin saber si todo esto fue una invención por parte de Marshall para forzar a los británicos a comprometerse con el plan de emprender una invasión al otro lado del Canal de la Mancha. Pero lo cierto es que Marshall y el almirante King volvieron a la carga aquel mismo mes, unos días más tarde, cuando visitaron a Churchill en Chequers e intentaron hablar de nuevo de Almádena. Los británicos siguieron mostrándose inflexibles: semejante operación resultaría un verdadero desastre y no serviría para ayudar al Ejército Rojo.
En privado, Harry Hopkins, que se encontraba también en Londres, apoyaba a los británicos, pues sabía perfectamente que Roosevelt quería ver tropas americanas en acción en el norte de África. Marshall, viéndose al final obligado a adoptar la mejor decisión posible en lo que consideraba una equivocación, envió a Londres a uno de sus mejores jefes de estado mayor, el general de división Dwight D. Eisenhower, para comenzar a planificar los desembarcos en el norte de África, con la idea de asumir todo el mando.
Antes de reanudar su viaje a la Unión Soviética, Churchill quería resolver de una vez por todas los problemas estructurales de mando en Oriente Medio. Auchinleck le dijo que no era conveniente lanzar otro ataque antes de mediados de septiembre, por lo que el primer ministro decidió sustituirlo por el general sir Harold Alexander. También eligió al teniente general «Strafer» Gott, comandante en jefe del XIII Cuerpo, para asumir el mando del VIII Ejército. Aunque había sido uno de los mejores comandantes del desierto, Gott estaba agotado y desmoralizado por aquel entonces. Brooke prefería para ese puesto al teniente general Bernard Montgomery, pero Churchill se mostraba inflexible. La situación se resolvió con la muerte de Gott, cuando su avión fue derribado por un caza Messerschmitt. Y Montgomery acabó asumiendo el mando.
Montgomery se jactaba de ser distinto del alto oficial típico del ejército británico. Y este enjuto y fuerte general de baja estatura y de nariz aguileña difícilmente habría podido contrastar más con el modesto, aristocrático e impecable Alexander. Monty también se vestía de manera característica, pues prefería los pullovers sin forma y los pantalones de pana, a los que más tarde añadió una boina negra del Regimiento Real de Tanques que se convertiría en su signo distintivo. No obstante, era un militar conservador que creía en la elaboración minuciosa de informes por parte del estado mayor y en el despliegue de divisiones, no en los grupos de combate informales que habían ido desarrollándose en la campaña del desierto. A pesar de tener una voz bastante aguda y pronunciar mal la «erre», no sentía el menor empacho en actuar siempre de cara a la galería, ya fuera en sus alocuciones a los soldados o en sus declaraciones a los periodistas. No bebía alcohol ni fumaba, era egocéntrico, ambicioso e implacable, y su autosuficiencia rayaba a veces en la vanidad. Pero esa fe en sí mismo, que era capaz de aplicar en todo lo que se proponía, era fundamental para su misión: convertir el maltrecho VIII Ejército en una formación segura de su victoria. Los comandantes debían «tener la sartén por el mango», y había que acabar con los «dolores de tripa» y con los cuestionamientos de las órdenes.
La situación que Montgomery heredó en agosto de 1942 no era ni mucho menos tan catastrófica como la pintaría él mismo más tarde. Las divisiones alemanas e italianas a las órdenes de Rommel habían sufrido muchísimo durante los combates del mes de julio. Pero no es de extrañar que Montgomery quedara estupefacto al comprobar la actitud derrotista de muchos altos oficiales del estado mayor, aunque se equivocó deduciendo que Auchinleck compartía la opinión de esos militares. El fallo de Auchinleck fue no saber darse cuenta de ese estado de ánimo que reinaba entre los «puercos con gabardina», como llamaban los oficiales del frente a los que residían en el cuartel general de Oriente Medio de la ciudad de El Cairo. Montgomery anunció a los hombres del VIII Ejército que había ordenado quemar todos los planes previstos para la retirada. Y con una dosis considerable de efectismo teatral, consiguió levantarles la moral e insuflarles mayor confianza en sí mismos, visitándolos con frecuencia y poniendo en marcha programas de entrenamiento. Aquella impresión de que estaba produciéndose un cambio espectacular funcionó a las mil maravillas, aunque Montgomery se atribuyera una serie de innovaciones que, en realidad, habían comenzado bajo el mandato de Auchinleck.
Montgomery no tenía la más mínima intención de lanzar una ofensiva prematura, por mucho que esa misma precaución hubiera sido la razón principal de la destitución de Auchinleck. Pero fue mucho más inteligente que su antecesor en la manera de enfrentarse al primer ministro. De hecho, su plan preveía lanzar el ataque en una fecha posterior a la prevista por Auchinleck a mediados de septiembre. Estaba firmemente decidido a reorganizar su ejército hasta que alcanzara un poderío tan abrumador que la victoria estuviera prácticamente garantizada. En este sentido, es indudable que su actuación fue la correcta, pues Gran Bretaña no podía asumir un nuevo y estrepitoso fracaso.
Rommel había recibido los refuerzos de la 164.ª División y de una brigada de paracaidistas, pero era consciente de que en aquellos momentos su posición era peor que precaria. Sus hombres estaban demasiado débiles para seguir soportando una batalla de desgaste contra las fuerzas aliadas de la línea Alamein. Así pues, prefería retirarse para obligar a los británicos a salir de sus posiciones, y forzarlos a enzarzarse en una batalla de movimientos en la que sus tropas acorazadas jugarían con ventaja. Seguía teniendo escasez de vehículos motorizados y de combustible, pues la RAF y la Marina Real hundían, uno tras otro, los buques que transportaban los pertrechos y suministros. Víctima del estrés y de la frustración, criticaba con rabia, y utilizando términos duros y contundentes, la actuación de las tropas italianas, aunque algunas de estas formaciones, especialmente la División Folgore, combatieran con arrojo.
En la segunda quincena de agosto, los papeles se invirtieron cuando Mussolini y Kesselring comenzaron a apremiar a Rommel para que lanzara su ofensiva lo antes posible, mientras este último se mostraba reacio y pesimista. El 30 de agosto, percibiendo que estaba condenado tanto si lo hacía como si no, Rommel decidió dar un gancho de derecha contra el sector sur de la línea defensiva del VIII Ejército, para, con un movimiento envolvente, atacar por la cordillera de Alam Halfa. Sabía que el principal peligro que corría era quedarse sin combustible, pero Kesselring le había asegurado que las cisternas ya se encontraban en el puerto, y que inmediatamente se procedería al envío de los suministros.
Montgomery, que conocía los planes de Rommel gracias a los mensajes interceptados y descifrados por Ultra, dispuso que sus formaciones acorazadas se prepararan para repeler el ataque, más o menos en la misma posición que había calculado Auchinleck. Rommel disponía de poquísima información de las misiones de reconocimiento y de los servicios de inteligencia. Su estado mayor había subestimado la extensión de los campos de minas que había que atravesar en el sur, y tampoco supo valorar las consecuencias de las acciones de la Fuerza Aérea del Desierto en la batalla que estaba por venir. Cuando sus dos divisiones panzer se vieron obligadas a cruzar por los campos de minas, los escuadrones de bombarderos y cazabombarderos de Coningham empezaron a atacarlas implacablemente por la noche con la ayuda de bengalas. Los carros de combate alemanes, formando largas y apretadas filas a lo largo de estrechos corredores, se convirtieron en objetivos relativamente fáciles de alcanzar. El Afrika Korps y la División Acorazada Littorio no consiguieron pasar hasta la mañana siguiente, siendo entonces cuando pudo acelerarse el avance hacia el norte, en dirección a la cordillera de Alam Halfa. Se animó a Rommel a seguir adelante, y Kesselring envió sus aviones Stuka a atacar las posiciones defensivas que aguardaban la llegada de los alemanes. Pero estos aparatos, lentos y vulnerables, fueron arrollados por las escuadrillas de la Fuerza Aérea del Desierto.
La cordillera estaba bien defendida, lo que obligó a detenerse a las divisiones panzer. Rommel esperaba que el 1 de septiembre se produjera un contraataque masivo, pero Montgomery, que no quería poner en peligro a sus formaciones acorazadas en nuevas cargas de caballería, ordenó que casi todas permanecieran en sus posiciones, ocultas, pero sin perder de vista lo que ocurría a su alrededor. Solo se lanzó una contraofensiva. Fue entonces cuando Rommel recibió la peor noticia posible. Las cisternas que esperaba, y con las que contaba, habían sido atacadas con unas consecuencias desastrosas. Una vez más, las interceptaciones de Ultra habían permitido a los británicos localizarlas.
La posición de Rommel no era nada envidiable: sus divisiones panzer se encontraban aisladas en campo abierto, entre la línea Alamein por el oeste, y las fuerzas blindadas británicas por el este y por el sur, siendo además constantemente atacadas por la Fuerza Aérea del Desierto. El 5 de septiembre, Rommel ordenó la retirada. Aparte de un absurdo contraataque lanzado por el XXX Cuerpo en el sur, Montgomery no supo aprovechar la oportunidad que se le ofreció de dar un duro revés al enemigo. Pero el hecho de repeler la embestida del Afrika Korps, junto con los daños infligidos al Eje por la Fuerza Aérea del Desierto, supusieron un importante acicate para levantar la moral del VIII Ejército.
Rommel había podido rescatar al grueso de sus fuerzas, pero sabía perfectamente que la marcha de la guerra en el norte de África había cambiado irremediablemente en su contra, aunque aún ignorara una amenaza que se cernía sobre su retaguardia, esto es, el plan que ya estaba preparando Eisenhower.