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PEARL HARBOR
(SEPTIEMBRE DE 1941-ABRIL DE 1942)
El 6 de diciembre de 1941, justo cuando comenzaba la contraofensiva soviética en los alrededores de Moscú, los criptoanalistas de la Marina estadounidense descodificaron un mensaje enviado desde Tokio al embajador nipón en Washington. Aunque faltaba la parte final, el contenido era sumamente claro. «Significa la guerra», dijo Roosevelt a Harry Hopkins, que se encontraba en el despacho oval cuando llegó esta información aquella tarde[1]. El presidente se había limitado a enviar un mensaje personal al emperador Hiro Hito, instando a su país a retirarse del conflicto armado.
Más tarde, en el Departamento de Guerra, el jefe de los servicios de inteligencia entregó las interceptaciones al general de brigada Leonard Gerow, de la División de Operaciones Bélicas, con la orden de que se diera aviso a las bases del Pacífico. Pero Gerow decidió no hacer nada. «Creo que ya han recibido suficientes comunicados», se cuenta que dijo[2]. Su comentario se debía al hecho de que tanto a la Marina de los Estados Unidos como al cuartel general de su ejército en el Pacífico se les había informado el 27 de noviembre de la inminencia de la guerra. Este comunicado de los servicios de inteligencia también estaba basado en interceptaciones de mensajes diplomáticos japoneses, realizadas por los especialistas del proyecto «Magic».
Curiosamente, o tal vez significativamente, del Kremlin no llegó aviso alguno, a pesar del deseo de Roosevelt de ayudar a la Unión Soviética. Solo podemos especular cuáles fueron las razones que llevaron a Stalin a adoptar esa postura, pero lo cierto es que, antes de que se librara la batalla por Moscú, el líder soviético se negó a informar a los servicios de inteligencia de Richard Sorge de que los japoneses estaban planeando un ataque sorpresa contra las fuerzas americanas del Pacífico. Sin embargo, una de las coincidencias más sorprendentes que se produjeron en la Segunda Guerra Mundial fue que el presidente Roosevelt tomara la decisión de seguir adelante con el proyecto de investigación para obtener un arma atómica el 6 de diciembre, un día antes de que los japoneses lanzaran su ataque contra los Estados Unidos[3].
La primera semana de septiembre, los líderes militares nipones habían obligado al emperador Hiro Hito a aceptar su decisión de entrar en guerra. La única protesta del soberano consistió en la lectura de un poema a favor de la paz que había escrito su abuelo. Pero su posición, en calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, fue extremadamente ambivalente. Su oposición a la guerra no se basaba en razones morales, sino simplemente en el temor de salir derrotado. Los militaristas más extremistas, en su mayoría jóvenes oficiales de rango intermedio, creían que su país tenía la misión divina de forjar un imperio en virtud de lo que denominaban eufemísticamente la «Gran Esfera de Co-Prosperidad de Asia Oriental», o de lo que ya en 1934 había llamado el perspicaz embajador norteamericano en Tokio una «pax japonica». En noviembre de 1941, este diplomático tenía buenas razones para temer que el aparato militar nipón estuviera dispuesto a llevar a su país a un «harakiri nacional»[4].
El afán expansionista del Imperio Japonés había dado lugar a una serie de prioridades que entraban en conflicto unas con otras: la guerra china en el centro, el temor a la amenaza que suponía por el norte la odiada Unión Soviética y la oportunidad en el sur de apoderarse de las colonias francesas, holandesas y británicas. El ministro de asuntos exteriores, Matsuoka Yosuke, había establecido un pacto de neutralidad de su país con la URSS en abril de 1941, poco antes de que Hitler comenzara la invasión. Cuando los ejércitos alemanes comenzaron a avanzar rápidamente hacia el este, Matsuoka, dando un giro de 180.º a su política exterior, instó a lanzar un ataque en el norte contra la retaguardia soviética. Pero los altos oficiales del Ejército Imperial se opusieron a esta idea. Recordaban la derrota sufrida a manos de Zhukov en agosto de 1939, y la mayoría prefirió terminar primero la guerra en China.
La ocupación de la Indochina francesa en 1940 se había realizado principalmente con el objetivo de cortar los suministros a los ejércitos nacionalistas de Chiang Kai-shek, aunque al final fuera un paso determinante hacia la estrategia de «atacar por el sur», defendida principalmente por la Armada imperial nipona. Indochina representaba la base perfecta desde la que capturar los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. Y a raíz del embargo impuesto a Japón por los Estados Unidos y Gran Bretaña en respuesta a la ocupación de Indochina, el comandante en jefe de la Flota Imperial, el almirante Yamamoto Isoroku, había sido informado de que sus barcos se iban a quedar sin combustible en menos de un año. Los militaristas nipones consideraban que su país debía seguir adelante y apoderarse de todos los recursos posibles con el fin de cubrir sus necesidades. Dar un paso atrás suponía una verdadera deshonra.
El ministro de la guerra, el general Tojo Hideki, se daba cuenta de que lanzar un ataque contra un país tan poderoso desde el punto de vista industrial como los Estados Unidos constituía una apuesta sumamente arriesgada. Y Yamamoto, que también temía las consecuencias de una guerra prolongada con los Estados Unidos, consideraba que para alcanzar la victoria había que golpear primero al enemigo con un gran ataque masivo. «Durante los primeros seis o doce meses de guerra contra los Estados Unidos y Gran Bretaña, causaré estragos en todos sus flancos y conquistaré una victoria tras otra», pronosticó con bastante precisión. «Después… no tengo esperanzas de ganar»[5].
Los líderes militares habían aceptado aparentemente la idea del emperador y del primer ministro, el príncipe Konoe Fumimaro, de buscar una solución diplomática con los Estados Unidos, pero nunca estuvieron dispuestos a llegar a un acuerdo que implicara concesiones significativas. El ejército imperial se oponía rotundamente a retirarse de territorio chino. Aunque en muchos casos fueran pesimistas en lo concerniente a sus perspectivas, especialmente si la guerra se alargaba, lo cierto es que los jefes militares japoneses preferían correr el riesgo de cometer un «suicidio nacional» antes de vivir lo que consideraban una vergonzosa deshonra.
Roosevelt se había convencido de que seguir una línea firme era la mejor política, aunque en aquellos momentos no quisiera entrar en guerra. Tanto el general Marshall como el almirante Harold R. Stark, jefes respectivamente del estado mayor del ejército y del estado mayor de la marina, le habían advertido claramente que los Estados Unidos no estaban aún lo suficientemente preparados. Pero su secretario de guerra, Cordell Hull, mientras negociaba con un enviado japonés, montó en cólera cuando el 25 de noviembre se enteró de que un enorme convoy de buques de guerra y barcos de transporte de tropas estaba cruzando el mar de China Meridional. Reaccionó formulando una serie de demandas que en Tokio fueron consideradas prácticamente un ultimátum.
El documento de los «Diez Puntos» de Hull insistía, entre otras cosas, en que los japoneses debían retirarse de Indochina y China, y renunciar expresamente al Pacto Tripartito con Alemania. Esta firme postura era también fruto de las peticiones de los nacionalistas chinos y los británicos. Solo una renuncia inmediata y completa de los Estados Unidos y Gran Bretaña a sus pretensiones habría podido evitar el conflicto en aquellos momentos. Pero semejante signo de debilidad occidental probablemente hubiera animado a los japoneses a lanzar su ataque frontal.
La intransigencia de Hull sirvió para que los líderes militares nipones se convencieran de que los preparativos que habían realizado para la guerra estaban justificados. Cualquier retraso solo iba a servir para debilitarlos, y un aplazamiento de la guerra dejaría reducido Japón, como había anunciado Tojo durante la importantísima conferencia celebrada el 5 de noviembre, a «nación de tercera clase»[6]. En cualquier caso, la flota de portaaviones de Yamamoto acababa de zarpar de las islas Kuriles, en el norte del Pacífico, y Pearl Harbor era su objetivo. La hora «cero» ya había sido fijada: las 08:00 del 8 de diciembre, hora de Tokio.
Con su plan, los japoneses pretendían asegurar un perímetro alrededor del oeste del Pacífico y el mar de China Meridional. Cinco ejércitos serían los encargados de capturar los cinco objetivos principales. Por el sur, el XXV Ejército atacaría la península de Malaca para conquistar la base naval británica de Singapur. En el sur de China, el XXIII Ejército ocuparía Hong Kong. El XIV Ejército desembarcaría en Filipinas, donde tenía su cuartel general Douglas MacArthur, comandante en jefe y procónsul de los Estados Unidos. El XV Ejército invadiría Tailandia y el sur de Birmania. Y el XVI Ejército se ocuparía de las Indias Orientales Neerlandesas (la actual Indonesia), con sus yacimientos petrolíferos tan vitales para el esfuerzo de guerra nipón. Ante las persistentes dudas de sus colegas de la Armada Imperial, el almirante Yamamoto insistió en que para garantizar el éxito de alguna de estas operaciones, especialmente el ataque a Filipinas, primero debía enviar sus portaaviones a destruir la flota estadounidense.
Los pilotos de la Armada de Yamamoto habían estado preparándose varios meses, practicando ataques con torpedos y bombas. La información secreta de los objetivos contra los que debían actuar la proporcionaba el cónsul general japonés en Honolulú, que había observado los movimientos de los buques de guerra americanos. Las naves estadounidenses se encontraban siempre en el puerto durante el fin de semana. El ataque preventivo quedó fijado para poco después del amanecer del domingo, 8 de diciembre, que en Washington sería aún el 7 de diciembre. El 26 de noviembre, al alba, la flota de portaaviones, con el Akagi como buque insignia, zarpó de las islas Kuriles, en el norte del Pacífico, bajo el estricto silencio de sus radios.
En Hawái, el almirante Husband E. Kimmel, comandante en jefe de la Flota del Pacífico, había mostrado su gran preocupación por el hecho de que sus servicios de inteligencia desconocieran la posición de los portaaviones de la Primera y la Segunda Flota japonesa. «¿Quieres decir», replicó el 2 de diciembre, cuando se le informó de ello, «que podrían estar rodeando Diamond Head [cerca de la entrada a Pearl Harbor] y no lo sabríais?». Pero ni siquiera Kimmel podía imaginarse que se produjera un ataque contra Hawái, allí en medio del Pacífico. Al igual que el estado mayor de la marina y el del ejército de tierra en Washington, creía que lo más probable era que los japoneses lanzaran un ataque en la zona del mar de China Meridional, contra Malaca, Tailandia o Filipinas. Así pues, la rutina propia de los tiempos de paz no se había visto alterada en Hawái, donde los oficiales, con sus blancos uniformes tropicales, y los marineros seguían esperando ansiosos la llegada del fin de semana para poder beber tranquilos unas cervezas y relajarse en la playa de Waikiki en compañía de muchachas nativas. Cuando era fin de semana, muchos barcos quedaban vacíos de hombres, apenas con la tripulación indispensable para su custodia.
A las 06:05 del domingo, 8 de diciembre de 1941, una luz verde dio la señal en la cubierta de vuelo del Akagi. Los pilotos se ajustaron en la frente el hachimaki, la banda blanca con el símbolo rojo del sol naciente, que indicaba su promesa de que estaban dispuestos a morir por el emperador. Cada vez que uno de ellos despegaba, el personal de cubierta profería un grito característico, «¡Banzai!». A pesar del incremento del mar de fondo, desde los seis portaaviones de aquella fuerza naval partió una primera oleada de ciento ochenta y tres aparatos aéreos, incluidos cazas Zero, bombarderos Nakajima, aviones torpederos y bombarderos en picado Aichi. La isla de Oahu se encontraba a trescientos setenta kilómetros al sur.
Los aviones sobrevolaron en círculo la flota naval para poner rumbo, en perfecta formación, hacia su objetivo. Como iban por encima de las nubes cuando estaba amaneciendo, resultaba difícil comprobar cualquier desviación de la ruta prevista, por lo que el jefe de los bombarderos, el comandante Fuchida Mitsuo, decidió sintonizar la emisora de radio estadounidense de Honolulú. Transmitía música de baile. A continuación activó la búsqueda por dirección de radio. Corrigió cinco grados el rumbo. La transmisión musical se vio interrumpida por un boletín meteorológico. El comandante nipón sintió un gran alivio al escuchar que la visibilidad sobre la isla estaba mejorando, pues se abrían claros entre las nubes.
Una hora y media después de su despegue, los primeros pilotos divisaron el extremo septentrional de la isla. El avión de reconocimiento que los había precedido informó que los americanos parecían no haber advertido su presencia. Fuchida disparó desde su cabina una bengala «dragón negro» para indicar que podían seguir con el plan de lanzar un ataque sorpresa. El avión de reconocimiento comunicó entonces la presencia en el puerto de diez acorazados, un crucero pesado y diez cruceros ligeros. Cuando los divisó en Pearl Harbor, Fuchida observó con la ayuda de los prismáticos los lugares exactos donde estaban anclados estos barcos. A las 07:49 dio la orden de atacar, transmitiendo a continuación a la flota de portaaviones japonesa un mensaje: «¡Tora, tora, tora!». La palabra que significa «tigre» y que indicaba que se había conseguido coger al enemigo totalmente desprevenido.
Dos grupos de bombarderos en picado, con un total de cincuenta y tres aparatos, se dirigieron a atacar los tres aeródromos de las inmediaciones. Por tandas, los aviones torpederos comenzaron a descender para lanzarse contra los siete grandes buques de guerra anclados en Battleship Row. La emisora de radio de Honolulú seguía transmitiendo música. Fuchida empezó a ver cómo se elevaban hacia el cielo junto a los acorazados grandes columnas de agua provocadas por las primeras explosiones. Ordenó a su piloto que ladeara el aparato para indicar a sus diez escuadrones que empezaran a bombardear en línea. «Una espléndida formación»[7], comentaría. Pero en cuanto comenzaron el ataque, las baterías antiaéreas americanas abrieron fuego. Las explosiones formaron grandes nubes grises de humo alrededor de los aparatos, haciendo que los pilotos perdieran el control de sus aviones. Los primeros torpedos alcanzaron el acorazado Oklahoma, que lentamente fue girando hasta tocar con su superestructura el fondo. Más de cuatrocientos hombres perdieron la vida atrapados bajo su casco volcado.
Mientras su avión se aproximaba al Nevada, que se encontraba a unos tres mil metros, Fuchida observaba con sorpresa la celeridad con la que respondían los americanos. En aquellos momentos se arrepentía de haber ordenado un ataque en línea. Y mientras comprobaba las dificultades que tenían sus aviones, una gran explosión hizo volar por los aires el Arizona, matando a más de mil de sus hombres. La gran humareda negra que se formó era tan densa que muchos aparatos nipones soltaban las bombas cuando ya habían pasado sus objetivos y tenían que volver para intentarlo una segunda vez.
Parte de la fuerza aérea de bombarderos y cazas de Fuchida había abandonado la formación para atacar las instalaciones del Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados Unidos en Wheeler Field y Hickan Field y la base aérea de la Marina norteamericana en Ford Island. El personal de tierra y los pilotos estaban desayunando cuando se produjo el ataque. El primero en reaccionar en Hickan Field fue un capellán del ejército, que estaba preparando en aquellos momentos el altar para celebrar una misa al aire libre. Cogió una ametralladora que había por allí, la colocó encima de su altar y empezó a abrir fuego contra los aviones enemigos que descendían en picado. Pero en los dos aeródromos los aviones perfectamente alineados junto a las pistas fueron un blanco fácil para los pilotos japoneses.
Prácticamente una hora después de que los primeros aviadores japoneses divisaran sus objetivos, llegó a la isla una nueva oleada de aparatos nipones. Su misión, sin embargo, se vería complicada por la densa humareda y por la intensidad de los disparos con los que iban a ser recibidos por los defensores. Contra ellos abrirían fuego incluso los cañones navales de 127 mm. Se cuenta que algunos de sus proyectiles alcanzaron la ciudad de Honolulú, provocando la muerte de civiles.
El cielo, de repente, quedó vacío. Los pilotos japoneses habían regresado al norte para aterrizar en sus portaaviones, que ya estaban preparándose para el viaje de vuelta. Además de los acorazados Arizona y Oklahoma, la Marina estadounidense había perdido dos destructores en Pearl Harbor. Otros tres acorazados se habían ido a pique, o habían quedado inutilizados, aunque luego fueron reparados. Tres más sufrieron graves daños. El Cuerpo Aéreo del Ejército y la Armada perdieron ciento ochenta y ocho aviones, y otros ciento cincuenta y nueve quedaron averiados. En total murieron dos mil trescientos treinta y cinco hombres en servicio, y mil ciento cuarenta y tres sufrieron heridas de diversa entidad. Solo consiguió destruirse veintinueve aparatos japoneses; pero la Armada Imperial también perdió un sumergible que navegaba en aguas del océano y cinco minisubmarinos, que aparentemente actuaban como elementos de diversión.
A pesar de la gran conmoción que supuso el ataque, fueron muchos los marineros y los trabajadores hawaianos de los astilleros que no dudaron en saltar al agua para sumergirse y salvar a los que habían caído de los barcos. La mayoría de los hombres heridos en el puerto quedaron cubiertos de grasa y de petróleo, y hubo que limpiarles la piel con paños de algodón. Se formaron pequeños grupos que, con la ayuda de equipos de oxicorte para cortar los mamparos e incluso el casco de los barcos, fueron al rescate de los camaradas que habían quedado atrapados en las naves. El puerto quedó convertido en un desolador escenario de buques de guerra dañados envueltos en negras humaredas, de grúas retorcidas formando un caótico amasijo de hierros junto a los muelles y de instalaciones y edificios acribillados a balazos. Se tardaría dos semanas en sofocar el último incendio. La cólera y la rabia se convirtieron en el motor de los que se encargaron de restablecer el poderío de la Flota del Pacífico de los Estados Unidos. Pero había un hecho que les servía de consuelo: en el momento del ataque ninguno de sus portaaviones se encontraba en el puerto. Y estos portaaviones serían su único medio de respuesta en un tipo de guerra naval que había experimentado una transformación radical y definitiva.
Pearl Harbor no fue, ni mucho menos, el único objetivo. En la isla de Formosa (Taiwán) bombarderos de la Flota Imperial habían esperado a que llegara la hora de despegar para atacar los aeródromos americanos de Filipinas, pero una niebla intensa había imposibilitado su salida.
El general MacArthur se había despertado en su suite de un hotel de Manila con la noticia del ataque a Pearl Harbor. Inmediatamente convocó una reunión de su estado mayor en la sede de su cuartel general. El general de división Lewis Brereton, jefe de la Fuera Aérea de Extremo Oriente, pidió permiso para lanzar sus Fortalezas Voladoras B-17 contra los aeródromos de Formosa. Pero MacArthur vaciló. Había sido informado de que los bombarderos japoneses que tenían su base en esta isla no tenían suficiente autonomía de vuelo para atacar Filipinas. Brereton no lo tenía tan claro, por lo que decidió que sus B-17 alzaran el vuelo, escoltados por cazas, para que eventualmente no se vieran atrapados en tierra. MacArthur autorizó al final que se realizara un vuelo de reconocimiento en Formosa para bombardear al día siguiente la isla. Brereton ordenó que sus bombarderos regresaran a Clark Field, a unos noventa kilómetros de distancia de Manila, para repostar, y que los cazas aterrizaran en su base próxima a Iba, en el noroeste[8].
A las 12:20, hora local, mientras las tripulaciones almorzaban, aparecieron en el cielo los incursores japoneses. No podían dar crédito a sus ojos cuando vieron que sus objetivos estaban perfectamente alineados para ellos. En total consiguieron destruir dieciocho bombarderos B-17 y cincuenta y tres cazas P-40. La mitad de la Fuerza Aérea de Extremo Oriente había sido destruida el primer día. Los americanos no habían recibido aviso alguno porque su equipo de radar aún no había sido instalado. Otros bombarderos japoneses atacaron la capital, Manila. La población civil de Filipinas no sabía qué hacer ni dónde buscar amparo. Un infante de marina americano vio cómo algunas «mujeres se agazapaban bajo las acacias del parque. Unas cuantas de ellas habían abierto sus paraguas para intentar protegerse un poco más»[9].
La isla de Wake (o isla de San Francisco), a mitad de camino entre Hawái y las islas Marianas, se convirtió en otro objetivo de la aviación japonesa el 8 de diciembre, pero esta vez los americanos estaban preparados para recibirla. El comandante James Devereux, que estaba al frente de los cuatrocientos veintisiete infantes de marina estadounidenses presentes en la isla, había ordenado a su corneta que diera el toque de llamada a las armas en cuanto tuvo noticia del ataque a Pearl Harbor. Cuatro pilotos de infantería de marina en sus Grumman Wildcat lograron abatir seis cazas Zero después de que los otros ocho Grumman Wildcat quedaran destruidos o averiados en tierra. El 11 de diciembre aparecieron frente a la costa buques de guerra japoneses para proceder al desembarco de tropas, pero los cañones de 127 mm de la infantería de marina estadounidense hundieron dos destructores y alcanzaron el crucero Yubari. La fuerza nipona se retiró sin intentar siquiera desembarcar a sus hombres.
Aunque satisfechos de su extraordinaria hazaña, los soldados norteamericanos de Wake sabían perfectamente que los japoneses regresarían con un número mucho mayor de efectivos. El 23 de diciembre, una fuerza mucho más imponente hizo su aparición, esta vez a bordo de dos portaaviones y seis cruceros. Los infantes de marina estadounidenses respondieron al ataque con gran coraje, en clara desventaja de uno contra cinco, sufriendo intensos bombardeos de la aviación y la artillería naval nipona. Aunque infligieron graves pérdidas al enemigo, al final no tuvieron más remedio que rendirse para evitar una matanza entre la población civil de la isla.
El 10 de diciembre, cinco mil cuatrocientos infantes de marina japoneses desembarcaron en Guam, en las islas Marianas, a unos dos mil quinientos kilómetros al este de Manila. Con sus escasos pertrechos, la reducida guarnición militar americana poco pudo hacer.
En Hong Kong y en Malaca los británicos habían estado esperando la llegada de los japoneses desde finales de noviembre. Malaca era un preciado trofeo, con sus minas de estaño y sus inmensos cauchales. El gobernador, sir Shenton Thomas, había descrito la región calificándola de «el arsenal de dólares del Imperio»[10]. Así pues, no es de extrañar que Malaca tuviera prácticamente la misma prioridad que los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas para los japoneses. El 1 de diciembre se declaró el estado de excepción en Singapur, pero los británicos todavía no se habían preparado debidamente. Las autoridades coloniales temían que una reacción extrema y exagerada provocara tumultos entre la población nativa.
La sorprendente complacencia de la sociedad colonial había dado lugar a una equivocada actitud de absoluta superioridad basada en la arrogancia. Se subestimaba al agresor, entre otras razones porque se consideraba que los soldados japoneses carecían de amplitud de miras y eran, por naturaleza, inferiores a las tropas occidentales. Pero, en realidad, eran inconmensurablemente más duros, y se les había lavado el cerebro con la idea de que no había gloria mayor que dar la vida por el emperador. Sus comandantes, convencidos de la superioridad racial de su pueblo y del derecho de Japón a gobernar todo Extremo Oriente, eran insensibles a una contradicción fundamental: se suponía que su guerra pretendía liberar la región de la tiranía occidental.
La Marina Real disponía de una base naval grande y moderna en el extremo nororiental de la isla de Singapur. Potentes baterías costeras defendían la zona, preparadas para impedir cualquier ataque anfibio, pero este magnífico complejo, que había sido sufragado por la Armada inglesa con buena parte de su presupuesto, estaba prácticamente vacío. En un principio la idea había sido que, si estallaba una guerra, se enviara hasta allí una flota desde Gran Bretaña. Pero debido a las operaciones navales en el Atlántico y en el Mediterráneo, y a la necesidad de proteger los convoyes que se dirigían a Murmansk con suministros y pertrechos para los rusos, los británicos no tenían ninguna flota de combate en Extremo Oriente. El compromiso de Churchill de ayudar a la Unión Soviética supuso, además, que el Mando de Extremo Oriente careciera de aviones y tanques modernos, así como de otros muchos equipamientos diversos. El único modelo de caza disponible, el Brewster Buffalo, llamado el «barril de cerveza volador» por su forma de tonel y por su lento y complicado manejo, no tenía nada que hacer frente al Zero japonés.
El comandante británico en Malaca era el teniente general Arthur Percival, un tipo de elevada estatura, delgado, con un bigote típicamente militar que no conseguía ocultar sus dientes de conejo y su débil mentón. Aunque se había ganado la fama, probablemente inmerecida, de despiadado por su actitud con los prisioneros del IRA durante el conflicto de Irlanda del Norte, tenía la obstinación característica de los individuos pusilánimes cuando se veía obligado a tratar con comandantes subordinados. El teniente general sir Lewis Heath, comandante del III Cuerpo Indio, no sentía respeto alguno por Percival. Además, estaba resentido porque lo habían promovido, pasando por encima de él. Y las relaciones entre los diversos jefes del ejército de tierra y de la RAF, así como las que estos mantenían con el tempestuoso y paranoico comandante australiano, el general de división Henry Gordon Bennett, distaban mucho de ser amistosas. En teoría, Percival estaba al frente de unos noventa mil hombres, pero no llegaban a sesenta mil los que eran tropas de vanguardia. Casi ninguno de ellos tenía experiencia en las junglas, y los batallones indios y los voluntarios locales no habían recibido prácticamente preparación alguna. En Tokio eran perfectamente conscientes del penoso estado de las defensas británicas. Los tres mil japoneses que por entonces residían en Malaca habían estado pasando información secreta a las autoridades de su país a través del consulado general de Japón en Singapur.
El 2 de diciembre, una escuadra de la Marina Real, comandada por el diminuto almirante sir Thomas Phillips, llegó a Singapur. Estaba formada por un acorazado moderno, el Prince of Wales, un viejo crucero de batalla, el Repulse, y cuatro destructores. Su punto más débil era que carecía de cobertura aérea porque el portaaviones Indomitable, con sus cuarenta y cinco Hurricane, estaba siendo reparado. Pero este hecho parecía no preocupar a los británicos de Singapur. No creían que los japoneses se atrevieran a emprender la invasión de Malaca en aquellos momentos, con unos buques de guerra británicos tan poderosos anclados en la zona. El general Percival, por su parte, se negaba a construir unas líneas defensivas, aduciendo que ello mermaría el espíritu ofensivo de sus hombres.
El sábado, 6 de diciembre, un bombardero de las Reales Fuerzas Aéreas Australianas, con base en Kota Bahru, en el extremo nororiental de Malaca, divisó barcos de transporte japoneses escoltados por buques de guerra. Habían zarpado de la isla de Hainan, situada frente a la costa meridional de China, y debían unirse a dos convoyes procedentes de Indonesia. Esta fuerza naval, que volvería a dividirse, estaba dirigiéndose a dos puertos del sur de Tailandia, Patani y Singora, en el istmo de Kra, y a la base aérea de Kota Bahru. Desde el istmo de Kra, el XXV Ejército del general Yamashita Tomoyuki atacaría por el noroeste, en dirección al sur de Birmania, y por el sur para adentrarse en Malaca.
Los británicos habían desarrollado un plan, la Operación Matador, que consistía en avanzar hacia el sur de Tailandia y entretener allí a los japoneses. Pero el gobierno tailandés, rindiéndose a lo inevitable, y con la esperanza de recuperar territorio en el noroeste de Camboya, ya se había sometido prácticamente a la hegemonía japonesa. El jefe del Aire, el mariscal sir Robert Brooke-Popham, antiguo comandante en jefe en Extremo Oriente, no lograba decidirse: dudaba si poner o no en marcha la Operación Matador. A Brooke-Popham lo llamaban «Pop-off» por su tendencia a dormirse en las reuniones. El general Heath estaba hecho una furia por aquella falta de decisión, pues sus tropas indias permanecían a la espera de avanzar hacia Tailandia cuando deberían estar dirigiéndose a Jitra, hacia el noroeste, para preparar allí posiciones defensivas. Estaban cada vez más desmoralizadas, empapadas hasta los huesos bajo las intensas lluvias propias de la estación de los monzones.
Finalmente, a primera hora del 8 de diciembre, llegó a Singapur la noticia de que los japoneses estaban desembarcando para atacar Kota Bahru. A las 04:30, mientras los comandantes en jefe y el gobernador permanecían reunidos, los bombarderos japoneses realizaron su primera incursión contra Singapur. La ciudad era aún un derroche de luces aquí y allá. El almirante Phillips, aunque era perfectamente consciente de que carecía de la cobertura aérea necesaria, decidió trasladar su escuadra a la costa este de Malaca para atacar a la flota invasora nipona.
En Kota Bahru, las únicas explosiones que habían podido oírse eran las de algunas minas de la playa, que habían sido detonadas por perros salvajes o por el impacto de algún coco que había caído sobre ellas. Un poco más hacia el interior, la 8.ª Brigada había concentrado un batallón alrededor del aeródromo, pero las playas estaban vigiladas solo por dos batallones que cubrían una franja de más de cincuenta kilómetros de longitud.
El asalto de los japoneses había empezado alrededor de la medianoche del 7 de diciembre; en realidad, aproximadamente una hora antes del inicio del ataque a Pearl Harbor, aunque se suponía que ambos tenían que haberse producido de manera simultánea. El mar suele estar alterado en la estación de los monzones, pero este hecho no impidió que los japoneses alcanzaran la costa. Los pelotones de la infantería india consiguieron acabar con la vida de un número considerable de enemigos, pero los hombres que los formaban estaban muy dispersos, y la visibilidad bajo la intensa lluvia era muy limitada.
En la deficiente pista de despegue, los pilotos australianos subieron precipitadamente a sus diez bombarderos utilizables y atacaron los buques de transporte de tropas nipones que se hallaban frente a la costa, destruyendo uno de ellos, causando daños en otro y hundiendo varias lanchas de desembarco. Pero después del amanecer, el aeródromo de Kota Bahru y otros que salpicaban la zona del litoral empezaron a sufrir intensos ataques de cazas Zero japoneses, procedentes de la Indochina francesa. Al final del día, los escuadrones británicos y australianos de Malaca habían quedado reducidos a apenas cincuenta aviones. El despliegue de tropas para proteger los aeródromos ordenado por Percival enseguida se reveló un gravísimo error. Y la falta de decisión de Brooke-Popham en lo referente a la Operación Matador supuso que en poco tiempo las fuerzas aéreas niponas estuvieran operando desde las bases del sur de Tailandia. El general Heath, para enojo de Percival, empezó al día siguiente la retirada de sus tropas de la región del noreste.
El presidente Roosevelt, tras su célebre declaración en la que calificó el 7 de diciembre de «día que siempre será recordado como una fecha infame», mandó un mensaje a Churchill para informarle de la declaración de guerra aprobada por el Senado y la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. «Hoy todos nosotros estamos en el mismo barco con usted y el pueblo del Imperio, un barco que no puede ser hundido, ni lo será». Su metáfora acabaría siendo muy poco afortunada, pues en aquellos momentos el Prince of Wales y el Repulse estaban preparados para zarpar de la base naval escoltados por diez destructores. Cuando partía, el almirante Phillips fue avisado de que no contara con recibir cobertura aérea de los cazas y de que los bombarderos japoneses ya disponían de bases en el sur de Tailandia. Pero Phillip, fiel a las arraigadas tradiciones de la Armada inglesa, consideró que era impensable dar marcha atrás.
La Fuerza Z de Phillips no fue avistada por los hidroaviones japoneses hasta última hora de la tarde del 9 de diciembre. Como no encontró ningún barco de transporte de tropas y ningún navío de guerra enemigos, el almirante británico decidió dar media vuelta aquella misma noche y regresar a Singapur. Pero a primera hora del 10 de diciembre se recibió en su buque insignia un mensaje que hablaba de otro desembarco en Kuantan, ciudad costera que se encontraba en su ruta.
En los barcos de guerra de la Fuerza Z de la Marina Real los hombres recibieron la orden de acudir inmediatamente a sus puestos de combate tras desayunar con rapidez unos emparedados de jamón y confitura. Los artilleros, con sus protectores ignífugos, sus cascos metálicos, sus gafas especiales y sus guantes de asbesto prepararon los cañones automáticos de 40 mm, los llamados «pom-pom». «El Prince of Wales ofrecía un magnífico espectáculo», escribió un observador a bordo del Repulse. «Las blancas crestas de las olas golpeaban suavemente su escarpada proa. Las olas la rodeaban formando un encaje de espuma, luego volvían a erizarse y chocaban de nuevo contra ella. Subía y bajaba, oscilando con tanta regularidad que observarlo resultaba hipnótico. La brisa fresca hacía que su pabellón blanco, en vez de ondear, se mantuviera desplegado y rígido como una tabla. De repente, anticipándome a los hechos, fui presa de un arrebato de emoción, pues me lo imaginé, junto con el resto de la fuerza naval, dirigiéndose contra los convoyes de las lanchas de desembarco enemigas y sus buques de guerra de escolta»[11].
En realidad, el mensaje que hablaba de un desembarco en Kuantan se equivocaba. Esta pérdida de tiempo, y el retraso que supuso para el regreso de las naves, tendría fatales consecuencias. Aquella misma mañana, un poco más tarde, fue avistado un avión de reconocimiento japonés. A las 11:15, el Prince of Wales abrió fuego contra una escuadrilla aérea enemiga. Unos minutos después apareció en el cielo otro grupo de aviones, esta vez torpederos. Los cañones «pom-pom» de los dos barcos entraron en acción. Los artilleros los apodaban Chicago pianos. Las luminosas balas trazadoras salían disparadas, dibujando con pequeñas ondulaciones un largo arco, hacia su objetivo. Pero mientras los artilleros seguían concentrados en los aviones torpederos, nadie percibió la presencia de bombarderos a una altitud mucho mayor. El Repulse fue alcanzado por una bomba que atravesó el hangar. Por aquel gran agujero comenzó a salir humo, pero todos siguieron concentrando su atención en los aviones enemigos. Cuando los artilleros derribaban alguno de los aparatos que volaban más bajo, estallaba en el barco un grito de júbilo: «¡Pato al agua!». Pero, de repente, sonó una corneta para advertir de un peligro mucho más inminente, y en el buque se oyó la temida señal: «¡Fuego a bordo!». Las grandes mangueras contra incendios comenzaron a actuar en aquel agujero que humeaba una densa nube negra, pero poco pudieron hacer.
La siguiente oleada de aviones se concentró en atacar al Prince of Wales. Un torpedo alcanzó su popa, provocando que se elevara hacia el cielo «una gran columna» de agua y humo. El magnífico buque empezó a escorar a babor. «Parecía imposible que aquellos aviones de apariencia ligera pudieran hacerle eso», escribiría el mismo observador que se encontraba a bordo del Repulse, sin poder creer todavía que la era de los acorazados había acabado definitivamente. Aunque el portaaviones Indomitable los hubiera acompañado, es harto improbable que sus aviones hubiesen bastado para repeler los contundentes ataques de los japoneses.
Con su timón y sus motores averiados, el Prince of Wales ya estaba condenado cuando apareció en el cielo otra escuadrilla de aviones torpederos. Los artilleros del Repulse hicieron todo lo posible por impedir el ataque, pero otros tres torpedos alcanzaron el buque. El gran acorazado escoraba cada vez más peligrosamente. Era obvio que estaba a punto de irse a pique. A continuación fue el Repulse el alcanzado por dos torpedos, uno después del otro. Se dio la orden de abandonar el barco, pero no cundió el pánico. Algunos marineros tuvieron tiempo incluso de fumar un último cigarrillo mientras hacían cola. Cuando les llegaba el turno, tomaban aire, contenían la respiración y saltaban al mar, cuyas aguas aparecían cubiertas de una densa y negra capa de petróleo.
Churchill, que desde sus tiempos como Primer Lord del Almirantazgo se había vanagloriado de los grandes buques de la Marina Real, quedó atónito cuando se enteró del desastre ocurrido. La tragedia tuvo para él unas connotaciones más personales, pues el Prince of Wales era la nave que había utilizado para desplazarse hasta Groenlandia en agosto. En aquellos momentos, la Armada Imperial de Japón no tenía rival en el Pacífico. Hitler se alegró inmensamente de aquella noticia. Era un buen augurio para su declaración de guerra a los Estados Unidos, anunciada el 11 de diciembre.
El Führer había sabido desde siempre que, tarde o temprano, tendría que enfrentarse a los norteamericanos, y en aquellos momentos consideraba que, con su pequeño ejército de tierra y una grave crisis en el Pacífico, no serían capaces de desempeñar un papel decisivo en Europa al menos durante unos dos años. Quien más apoyaba esta idea era el almirante Dönitz, que quería practicar la Rudeltaktik enviando sus submarinos en manada contra los buques americanos. Con una guerra submarina total podría conseguirse doblegar a Gran Bretaña.
El anuncio de Hitler en el Reichstag hizo que los representantes nazis se levantaran de los asientos para aplaudir sus palabras llenos de júbilo. Veían en los Estados Unidos a la gran potencia judía del oeste. Pero los oficiales alemanes, que seguían combatiendo desesperadamente en el frente oriental, no supieron qué pensar cuando se enteraron de la noticia. Los más sutiles e intuitivos se daban cuenta de que aquella guerra a escala mundial, con los Estados Unidos, el Imperio Británico y la Unión Soviética aliados contra ellos, iba a ser imposible de ganar. La heroica defensa de Moscú, que obligó a las tropas alemanas a retroceder, y la entrada de los Estados Unidos en la guerra hicieron que aquel mes de diciembre de 1941 supusiera un importante punto de inflexión de naturaleza geopolítica. A partir de entonces, Alemania sería incapaz de alzarse claramente con la victoria en la Segunda Guerra Mundial, por mucho que siguiera conservando la capacidad y el poder de infligir unos daños terribles y de sembrar muerte y desesperación.
El 16 de diciembre, el Generalfeldmarschall von Bock, que padecía un tipo de enfermedad psicosomática, informó a Hitler que tenía que decidir si el Grupo de Ejércitos Centro debía resistir y luchar o emprender la retirada. Las dos posibilidades ponían en peligro la supervivencia de este contingente. Era evidente que, ante aquel fracaso, el mariscal quería ser retirado del mando, y unos días después fue sustituido por Kluge, que en un principio estaba de acuerdo con la decisión de Hitler de seguir peleando. Brauchitsch, comandante en jefe del ejército, también fue destituido por su pesimismo. Hitler no tardó en encontrarle un sustituto: aprovechó la circunstancia para nombrarse él mismo comandante en jefe. Otros altos oficiales también fueron relegados de sus cargos, pero la de Guderian, todo un símbolo del ímpetu ofensivo, fue la destitución que más entristeció a los militares alemanes. En todo momento, Guderian se había negado rotundamente a conservar posiciones a cualquier precio, desafiando las órdenes recibidas. La sabiduría o la locura de la decisión de Hitler de resistir obstinadamente ha sido durante mucho tiempo objeto de numerosos debates. ¿Evitó una catástrofe como la de 1812, o provocó unas pérdidas enormes e innecesarias?
El 24 de diciembre, los soldados alemanes, lejos de sus hogares, sintieron la necesidad de celebrar la Navidad, aunque fuera en unas circunstancias realmente abyectas. Fue fácil encontrar un abeto, que decoraron con estrellas hechas con el papel de plata de las cajetillas de cigarrillos. Hubo algún caso en el que fueron los propios campesinos rusos quienes les dieron algunas velas. Instalados en aldeas que aún no habían sido pasto de las llamas, y acurrucados juntos para darse calor unos a otros, se intercambiaron patéticos presentes y cantaron «Stille Nacht, heilige Nacht». Aunque se sintieran afortunados por seguir con vida después de ver caer a tantos de sus camaradas, un abrumador sentimiento de soledad los embargaba al recordar a sus familias.
Solo unos pocos se dieron cuenta de la paradoja de aquel sentimentalismo alemán en medio de una guerra cruel que ellos mismos habían desencadenado. El día de Navidad, el campo de prisioneros de guerra que se encontraba a las afueras de Kaluga fue evacuado mientras los termómetros seguían indicando temperaturas por debajo de los treinta grados bajo cero. Muchos de los prisioneros soviéticos, algunos de los cuales se habían visto obligados a practicar el canibalismo, caían exhaustos en medio de la nieve, siendo ejecutados inmediatamente de un tiro. Tal vez no deba de sorprendernos tanto que los soldados soviéticos se vengaran matando a los alemanes heridos abandonados en la retirada, al menos en un caso vertiendo sobre ellos barriles de gasolina capturados, y luego prendiéndoles fuego.
Nadie era más consciente que Stalin del giro espectacular que había experimentado la situación mundial. Pero la impaciencia del dictador soviético por vengarse de los alemanes y por aprovechar las oportunidades que brindaba su retirada hizo que exigiera una empresa colosal: el lanzamiento de una ofensiva general a lo largo de todo el frente, o lo que es lo mismo, una serie de operaciones para las que el Ejército Rojo carecía de los vehículos, la artillería, los pertrechos, las provisiones y, sobre todo, el entrenamiento necesarios. Zhukov se horrorizó, por mucho que hasta entonces las operaciones militares hubieran salido mejor de lo esperado. Los planes increíblemente ambiciosos de la Stavka contemplaban la destrucción del Grupo de Ejércitos Centro y del Grupo de Ejércitos Norte, así como un ataque masivo y contundente para recuperar Ucrania.
Tras tantísimos meses de sufrimiento, el ánimo del pueblo ruso también comenzó a cambiar, pasando en poco tiempo del pesimismo a un exceso de optimismo. «En primavera lo habremos logrado», decían muchos. Pero, al igual que a su líder, les aguardaban aún muchas sorpresas y malas noticias.
La colonia británica de Hong Kong, que había mantenido una forma de neutralidad durante los últimos cuatro años de la guerra chino-japonesa que había estallado en el norte, constituía un claro objetivo. Aparte de su riqueza, había sido una de las principales vías de abastecimiento de las fuerzas nacionalistas. Como en Singapur, la comunidad japonesa había proporcionado a Tokio información detallada de sus defensas y sus puntos flacos. Durante los últimos dos años las autoridades niponas habían estado elaborando un plan para invadirla. También se había organizado una quinta columna, formada en su mayoría por miembros de organizaciones criminales como las Tríadas, previamente sobornados con gran generosidad.
La comunidad británica, tras tantos años de asfixiante supremacía, ignoraba si los chinos de Hong Kong, los refugiados de la provincia de Kwantung en el norte, los indios, o incluso los euroasiáticos iban a mantenerse leales. En consecuencia, apenas hizo nada para informarlos de la situación y se abstuvo de armarlos para resistir a los japoneses. Antes bien, decidió confiar esa misión a los doce mil soldados pertenecientes al Imperio Británico y a los voluntarios del Cuerpo de Defensa de Hong Kong, en su mayoría europeos. Los nacionalistas de Chiang Kai-shek se ofrecieron para colaborar en la defensa de la colonia, pero los británicos declinaron taxativamente su propuesta de ayuda. Sabían que Chiang ambicionaba recuperar Hong Kong para China. Curiosamente, los oficiales ingleses iban a mantener unas relaciones mucho más cordiales con los partisanos comunistas chinos, y más tarde les proporcionarían armas y explosivos, hecho que dejó perplejos a los nacionalistas. Tanto los comunistas como los nacionalistas sospechaban que los británicos preferían perder Hong Kong en beneficio de los japoneses y no de los chinos.
Desde un punto de vista estrictamente militar, Churchill lo tenía muy claro: si los japoneses invadían, no había, en su opinión, «la más remota posibilidad de conservar o salvar Hong Kong»[12]. Pero tras numerosas presiones por parte de los americanos, al final decidió reforzar la colonia en una muestra de solidaridad con las islas Filipinas, sobre las que también se cernía la amenaza nipona. El 15 de noviembre, llegaron dos mil soldados canadienses para aumentar las defensas de la guarnición. Aunque carecían de experiencia, enseguida se dieron cuenta del destino que les aguardaba si el ejército japonés atacaba. El plan aliado de defender la colonia al menos durante noventa días para que las fuerzas navales americanas de Pearl Harbor tuvieran tiempo de llegar en su ayuda no les convencía.
El 8 de diciembre, mientras las tropas japonesas avanzaban para ocupar Shanghai, la aviación japonesa atacó el aeródromo de Kai Tak y destruyó los cinco aparatos aéreos que había en la colonia. Una división del XXIII Ejército del teniente general Sakai Takashi cruzó el río Sham Chun, que marcaba la frontera de los Nuevos Territorios. Cogió por sorpresa al comandante británico, el general de división C. M. Maltby, y a sus hombres, quienes, tras volar unos puentes, tuvieron que retirarse rápidamente hasta una línea defensiva denominada Gin Drinkers, al otro lado del istmo de los Nuevos Territorios. Los japoneses, camuflados y con equipos ligeros, pudieron avanzar en silencio y con celeridad por el territorio, gracias también a su calzado de suela de goma, mientras que los defensores tenían que moverse por aquella zona de montañas rocosas con pesadas botas de tachuelas metálicas y su equipamiento completo de combate. Miembros de las Tríadas y partidarios del gobierno títere chino de Wang Jingwei guiaron a las tropas japonesas hasta el otro lado de la línea defensiva. Maltby había desplegado solo una cuarta parte de sus fuerzas en los Nuevos Territorios. La mayoría de sus efectivos seguían en la isla de Hong Kong, listos para repeler un ataque por mar que nunca se produciría[13].
La población china de Hong Kong consideraba que aquella no era su guerra. Las raciones de alimentos y los refugios antiaéreos preparados por las autoridades coloniales resultaban totalmente insuficientes para ella. Los que trabajaban de chófer para el ejército se esfumaron, abandonando sus vehículos. La policía china y el personal de los servicios de protección antiaérea simplemente se desprendían de sus uniformes y marchaban a sus casas. Y lo mismo ocurría en los hoteles y en los domicilios privados, de donde trabajadores y criados desaparecían. Los quintacolumnistas se dedicaban a robar todo el arroz en los campos de refugiados llenos de los que huían de la guerra en China, provocando el caos. Enseguida comenzaron a producirse tumultos y actos de pillaje, instigados por las Tríadas. Un individuo izó una gran bandera japonesa en lo alto del hotel Península, cerca del muelle de Kowloon. Este hecho hizo que cundiera el pánico entre algunos soldados canadienses, que pensaron que el enemigo los había rebasado. El 11 de diciembre, al mediodía, el general Maltby se dio cuenta de que su única alternativa era retirar a todos sus hombres al otro lado del puerto, a la isla de Hong Kong. Este hecho provocó una gran confusión cuando las barcas para el traslado de las tropas se vieron asaltadas por la multitud.
La noticia del hundimiento del Prince of Wales y del Repulse fue la confirmación de que no cabía la esperanza de que una fuerza naval de la Marina de Su Majestad llegara en ayuda de la colonia. La propia isla se encontraba también en un estado de gran agitación debido a los incesantes bombardeos de la artillería y la aviación japonesas. Los actos de sabotaje por parte de quintacolumnistas no hacían más que aumentar la histeria generalizada. La policía británica comenzó a localizar y a congregar a los japoneses residentes en la isla y a detener a los saboteadores, varios de los cuales fueron ejecutados inmediatamente. La crisis obligó a los ingleses a recurrir al representante de Chiang Kai-shek en Hong Kong, un heroico hombre de mar que ya había perdido una pierna, el almirante Chan Chak. La red de vigilantes que estaba al servicio de este legado nacionalista empezó a colaborar con los británicos para intentar restaurar el orden y combatir a las Tríadas, que estaban preparando una matanza de europeos.
El método más efectivo era el soborno. Los líderes de las Tríadas aceptaron celebrar una reunión en el hotel Cecil. Sus exigencias fueron exorbitantes, pero al final se llegó a un acuerdo. En poco tiempo, los vigilantes del almirante Chan Chak, actuando bajo el inocuo nombre de una institución, la Leal y Honesta Asociación Caritativa, aumentaron de número hasta llegar a los quince mil, de los cuales un millar estaban destinados a la Sección Especial. Enseguida empezó una guerra encubierta contra los partidarios de Wang Jingwei. La mayoría de los capturados eran asesinados en callejones. Los británicos comenzaron a apreciar al almirante chino, cuyas prácticas, aunque dudosas, los habían salvado de una difícil situación, y al final accedieron a recibir ayuda de los ejércitos nacionalistas.
Con los rumores que hablaban de mayor estabilidad, y con el orden prácticamente restablecido, entre la población de la isla asediada mejoraron los ánimos. Pero Maltby, que no sabía en qué lugar convenía concentrar a sus tropas para repeler una invasión, no reforzó el destacamento que se encontraba en el extremo noreste de la isla. En la oscuridad de la noche, un grupo de cuatro japoneses cruzó a la otra orilla nadando para efectuar un reconocimiento de esa zona. Al día siguiente, 18 de diciembre, también bajo el amparo de la noche, siete mil quinientos soldados japoneses pasaron a la otra orilla, utilizando todas las embarcaciones que pudieron encontrar, por pequeñas o frágiles que fueran. La 38.ª División, una vez establecida, no intentó avanzar por la costa hacia Victoria, como esperaba Maltby. Antes bien, se abrió paso hacia el interior montañoso, obligando a los dos batallones canadienses a retroceder, para dividir en dos la isla. En poco tiempo, tanto Stanley como Victoria se quedarían sin electricidad y sin agua, y buena parte de la población china comenzaría a pasar verdadero hambre.
El general Maltby había convencido al nuevo gobernador, sir Mark Young, de que era inútil seguir resistiendo. Young envió un mensaje a Londres el 21 de diciembre, solicitando permiso para negociar con el comandante japonés. A través del Almirantazgo, Churchill respondió que «una rendición es impensable. Hay que luchar por cada palmo de la isla y resistir al enemigo con absoluta determinación. Cada día que consiga mantener su oposición, usted estará ayudando a la causa aliada en todo el mundo»[14]. Young, por lo visto, se sintió sumamente consternado solo de pensar en convertirse en «el primer hombre en perder una colonia británica después de lo de Cornwallis en Yorktown»[15], y siguió con la lucha.
Aunque hubo algunos gestos heroicos, lo cierto es que la moral de los desventurados defensores estaba por los suelos. Los soldados indios, especialmente los Rajputs que tantas bajas habían sufrido, atravesaban un momento muy crítico desde el punto de vista anímico. Su espíritu bélico también se había visto afectado por la propaganda japonesa que constantemente los instaba a desertar, aduciendo que la derrota del Imperio Británico supondría la libertad para la India. Casi todos los policías Sikh habían desertado. Su resentimiento hacia los británicos fue alimentado con recuerdos de la matanza de Amritsar de 1919.
Con los graves incendios, y ante la falta de agua potable, que ya se había convertido en un problema sanitario, la comunidad británica, principalmente las mujeres, empezó a presionar a Maltby y al gobernador, exigiendo que se pusiera fin a los combates. Young no daba su brazo a torcer, pero la tarde del día de Navidad, después de que los japoneses intensificaran los bombardeos, Maltby insistió en que era imposible seguir resistiendo. Esa noche, a bordo de una lancha motora, los dos fueron conducidos por oficiales japoneses al otro lado del puerto para presentar su rendición a la luz de unas velas al general Sakai en el hotel Península. El almirante Chan Chak, junto con varios oficiales británicos, escapó en una lancha torpedera aquella misma noche, para unirse a las fuerzas nacionalistas del continente.
Durante las veinticuatro horas siguientes, las Tríadas se dedicaron a saquear la colonia, especialmente las casas de los británicos de Victoria Peak. Aunque el general Sakai dio la orden de tratar con consideración al enemigo, lo cierto es que los intensos combates habían enardecido a sus hombres. Hubo varios casos de asesinato de personal médico y heridos, ajusticiados unas veces a golpe de bayoneta, y otras ahorcados o decapitados. Sin embargo, fueron relativamente pocos los casos de violación de mujeres europeas, y cuando los hubo, los agresores fueron severamente castigados, lo que contrastó sorprendentemente con la aterradora actuación del ejército imperial nipón durante la guerra en el continente. De hecho, los europeos fueron tratados, por lo general, con cierto respeto, como si con ello los japoneses quisieran demostrar que eran igual de civilizados que los occidentales. En cambio, en lo que cabría calificar de una perversa contradicción de la propaganda nipona, que afirmaba que Japón había emprendido una guerra para liberar Asia de la dominación de los blancos, los oficiales del ejército imperial no se preocuparon de impedir que sus hombres violaran a las mujeres chinas de Hong Kong. Se calcula que más de diez mil fueron víctimas de violaciones en grupo, y que varios centenares de civiles fueron asesinados durante la «fiesta» celebrada después de la batalla[16].
El ejército del general Yamashita, que había conseguido establecerse en la península de Malaca, aunque inferior en número, contaba con el apoyo de una división acorazada y disfrutaba de superioridad aérea. Los soldados indios, la mayoría de los cuales no había visto un tanque en su vida, estaban aterrorizados. Además, la jungla y la oscuridad fantasmagórica de las plantaciones de caucho los atemorizaba. Pero la táctica más efectiva de los japoneses consistía en avanzar hacia el sur por las carreteras del litoral oriental y occidental, con sus tanques a la cabeza. Cuando topaban con un control de carretera o una barricada, su infantería esquivaba a los defensores, o los rebasaba infiltrándose en la jungla o en los arrozales. A la rapidez del avance japonés contribuyeron las tropas en bicicleta, que a menudo alcanzaban a los defensores en retirada.
En su avance hacia el sur por el este y por el oeste de la península de Malaca, los soldados de Yamashita, con la piel curtida en los campos de batalla, empujaron aquella mezcla de unidades británicas, indias, australianas y malayas hasta el extremo meridional de Johore. Hubo varias acciones en las que algunas de estas unidades combatieron con arrojo, infligiendo graves pérdidas al enemigo. Pero lo cierto es que las retiradas fueron unas empresas agotadoras y desmoralizantes, pues las fuerzas aliadas no solo tuvieron que enfrentarse al poderío de los tanques japoneses, sino también sufrir los constantes ataques de los cazas Zero.
El general Percival seguía rechazando la idea de establecer una línea defensiva en Johore porque consideraba que semejante medida repercutiría negativamente en la moral de sus hombres. Esta ausencia de posiciones bien preparadas acabaría siendo desastrosa para la defensa de Singapur. No obstante, la 8.ª División australiana en concreto consiguió detener a la Guardia Imperial japonesa y provocar el caos entre sus hombres con emboscadas.
Para reforzar las defensas de Singapur también se envió a la zona una flota de aviones Hurricane, los cuales, sin embargo, se revelaron inferiores a los Zero. Tras dos semanas de intensos combates en Johore, las fuerzas aliadas no tuvieron más remedio que retirarse a la isla de Singapur. La carretera que cruzaba el estrecho de Johore fue volada más tarde, el 31 de enero de 1942, justo después de la llegada, al son de las gaitas, de los soldados de infantería del batallón escocés de Argyll y Sutherland. Se cuenta que los japoneses decapitaron a unos doscientos soldados australianos e indios que tuvieron que ser abandonados porque no podían moverse debido a las graves heridas sufridas.
En el hotel Raffles seguían celebrándose cenas con baile casi todas las noches, pues se pensaba que continuar con las actividades habituales del establecimiento podía servir para mantener alta la moral. Pero a los oficiales que acababan de combatir en la península de Malaca aquellas fiestas les recordaban la orquesta del Titanic interpretando piezas musicales poco antes del hundimiento del transatlántico. Buena parte de la ciudad estaba en ruinas debido a los constantes bombardeos de los japoneses. Muchas familias europeas habían empezado a marcharse, unas a Java en hidroavión, y otras a Ceilán, aprovechando el viaje de regreso de los barcos de transporte de tropas que acababan de traer refuerzos. Los varones adultos, padres y esposos, se habían alistado en su mayoría en unidades de voluntarios. En un alarde de valentía, algunas mujeres decidieron quedarse para colaborar como enfermeras, a pesar de ser conscientes del peligro que podían correr cuando los japoneses entraran en la ciudad.
A la vulnerabilidad propia de una isla como Singapur, situada a lo largo del estrecho de Jahore, se sumó, para empeorar las cosas, la certeza de Percival de que el ataque japonés iba a tener lugar en el noreste. Esta idea era fruto de una extraña convicción: en su opinión, el objetivo a defender era la base naval de la zona, que, por cierto, ya había sido destruida. Ignoró las instrucciones dadas por el general Wavell, en aquellos momentos comandante en jefe de la región, de reforzar el sector noroeste de la isla que, con sus manglares y sus ensenadas, era el más difícil de defender.
La 8.ª División australiana, encargada de dicho sector, se dio cuenta inmediatamente del peligro. No contaba con zonas despejadas en las que poder abrir fuego con eficacia, ni con la protección de minas y alambradas, elementos que en su mayoría habían sido destinados al sector nororiental. Sus batallones habían sido reforzados con tropas recién llegadas, que, sin embargo, apenas sabían manejar el fusil. El general Gordon Bennett, aunque era perfectamente consciente de que Percival cometía un terrible error, no dijo prácticamente nada y simplemente se retiró a su cuartel general.
El 7 de febrero la artillería japonesa abrió por primera vez fuego contra Singapur, que estaba cubierta por una enorme y densa nube de humo negro procedente del depósito de combustible de la base naval bombardeado la noche anterior. Al día siguiente, a modo de diversión, se intensificaron los ataques en el flanco nororiental. Este hecho sirvió para convencer aún más a Percival de que ese era el sector por el que el enemigo iba a lanzar su gran ataque.
Yamashita observaba el desarrollo de los acontecimientos desde una torre del palacio del sultán de Johore que daba al angosto estrecho. Ya había decidido utilizar hasta el último proyectil de la artillería antes de que, con la ayuda de botes y barcazas, sus tropas cruzaran aquella noche a la zona de manglares situada en el extremo noroeste de la costa de Singapur. Las ametralladoras Vickers produjeron numerosas bajas en las filas del agresor, pero los tres mil soldados australianos que defendían ese sector se vieron rápidamente superados por los efectivos de los dieciséis batallones de Yamashita, que aparecieron en tropel. Con su bombardeo masivo, los japoneses habían cortado las líneas de los teléfonos de campaña, por lo que la artillería de apoyo tardó un tiempo en reaccionar, y el cuartel general de la 8.ª División ignoraba lo que estaba ocurriendo. Ni siquiera llegaron a verse las bengalas disparadas al cielo por la vanguardia australiana con sus pistolas Very.
El 9 de febrero, al amanecer, habían desembarcado unos veinte mil soldados japoneses. Percival, sin embargo, siguió desplegando sus tropas prácticamente según lo previsto, enviando solo otros dos batallones, bastante mal equipados, para frenar el avance enemigo. También autorizó la retirada a Sumatra del último escuadrón de cazas Hurricane. En medio de tanta confusión, rápidamente se verían frustradas sus esperanzas de crear una línea defensiva a la desesperada en el noroeste de la ciudad de Singapur. Los japoneses habían desembarcado tanques, que no tardaron en aplastar las barricadas que encontraron a su paso. Por orden del gobernador, el personal del departamento del Tesoro empezó a quemar todo el papel moneda del que se disponía. En el puerto se arrojaban vehículos al agua para impedir que cayeran en manos enemigas, aunque la mayoría formaban en las calles de la ciudad amasijos de chatarra quemada. Singapur, bombardeada y en llamas, apestaba por culpa de los cadáveres en descomposición, y los hospitales estaban llenos de heridos y de muertos. La evacuación de las mujeres, incluidas las enfermeras, se había llevado a cabo con gran celeridad aprovechando la partida de los últimos barcos, varios de los cuales fueron bombardeados. Cuando lograron alcanzar la costa, algunos de los supervivientes fueron pasados a la bayoneta o acribillados a balazos por las patrullas japonesas. En su huida, los otros barcos se encontraron con una flotilla de buques de guerra nipones.
Percival, que había recibido de Churchill y Wavell la orden de luchar hasta el final, recibía constantes presiones de sus comandantes subordinados para que se rindiera con el fin de evitar pérdidas mayores. Envió un mensaje a Wavell, que se mostró firme en su decisión de seguir combatiendo calle por calle. Pero la ciudad estaba quedándose sin agua potable, debido a que la red de suministros había quedado destruida por los bombardeos japoneses. Las tropas niponas atacaron el hospital militar de Alexandra y pasaron a la bayoneta a los enfermos y al personal sanitario. Un hombre que yacía anestesiado sobre la mesa de operaciones fue salvajemente acuchillado.
Al final, el domingo 15 de febrero, el general Percival presentó la rendición al general Yamashita. El general Bennett, tras ordenar a sus hombres que depusieran las armas y se quedaran donde estaban, se esfumó. Con un grupo de soldados, alcanzó a nado un sampán, y luego, tras sobornar al capitán de un junco chino, llegó a Sumatra. Una vez en Australia, declaró que había huido de Singapur para compartir con sus camaradas las experiencias vividas durante los combates con los japoneses, pero no es de extrañar que los soldados que había dejado atrás sintieran un amargo resentimiento hacia su persona.
Las recriminaciones que se hicieron a Percival, al gobernador Shenton Thomas, a Bennett, a Brooke-Popham, a Wavell y a varios otros altos cargos a raíz de ese humillante desastre fueron tremendas. «Ahora estamos pagando un alto precio», escribió en su diario el general sir Alan Brooke, que había sucedido a sir John Dill como jefe del estado mayor imperial, «por no haber querido abonar la prima de un seguro esencial para la seguridad de un Imperio»[17]. No obstante, aunque la organización y la dirección de la campaña de Malaca habían sido deplorables, lo cierto es que Singapur no habría podido convertirse nunca en una fortaleza inexpugnable con los japoneses controlando los cielos y los mares de la zona. En cualquier caso, había en la isla, además de los soldados, más de un millón de civiles que en poco tiempo habrían muerto de hambre.
El 19 de febrero, la aviación japonesa atacó el puerto de Darwin, al norte de Australia, hundiendo ocho barcos y matando a doscientos cuarenta civiles. El gobierno australiano recibió la noticia con enfado, y también con espanto. Su país, con las mejores divisiones de su ejército aún en Oriente Medio, estaba expuesto al ataque del enemigo. Los australianos no habían comenzado a darse cuenta de lo vulnerables que eran hasta noviembre del año anterior, cuando un crucero de su Armada, el Sydney, fue hundido frente a las costas del país mientras trataba de interceptar a un barco pirata alemán perfectamente armado, el Kormoran, que navegaba con bandera holandesa. Durante el largo y acalorado debate que se abrió para aclarar este episodio, con dos investigaciones gubernamentales en quince años, fueron muchos los que llegaron a la conclusión de que el barco pirata alemán no estaba solo. En su opinión, el Sydney fue alcanzado por los torpedos de un submarino japonés que estuvo operando con el Kormoran dieciocho días antes del ataque a Pearl Harbor[18].
El enfado de los australianos por el fracaso de los británicos en la defensa de Malaca estaba justificado, pero lo cierto es que el país había invertido muy poco en defensa. Y, curiosamente, fue sobre todo la ferocidad de las críticas de Australia lo que impulsó a Churchill a enviar más refuerzos a Singapur, la mayoría de los cuales cayeron en manos de los japoneses.
Sumatra, que por aquel entonces formaba parte de las Indias Orientales Neerlandesas, es una isla que se extiende a lo largo del estrecho de Malaca, al otro lado de Singapur, y los japoneses no tardaron en continuar su campaña de conquistas en esta zona del sudeste asiático. El 14 de febrero de 1942, un día antes de que Percival presentara la rendición, fueron lanzados paracaidistas japoneses en Palembang con el fin de asegurar los yacimientos petrolíferos de los alrededores y las refinerías propiedad de Dutch Shell. Una flota nipona de barcos de transporte de tropas, escoltada por un portaaviones, seis cruceros y once destructores, se plantó frente a las costas de la isla.
Otra isla, Java, se convirtió en el siguiente objetivo. La batalla del mar de Java decidiría el futuro de la zona. El 27 de febrero, una fuerza aliada formada por seis destructores y diversos cruceros holandeses, norteamericanos, australianos y británicos atacó dos convoyes japoneses, escoltados por tres cruceros pesados y catorce destructores. Durante las treinta y seis horas siguientes, los barcos aliados fueron bombardeados y torpedeados severamente. Fue un enfrentamiento valiente, pero condenado al fracaso desde el primer momento. El 9 de marzo Batavia (la actual Yakarta) y el resto de las Indias Orientales Neerlandesas ya se habían rendido al enemigo.
Para los altos mandos militares japoneses en China, Birmania era el objetivo más importante. Ocupar este país era la mejor manera de cortar los suministros a los ejércitos nacionalistas de Chiang Kai-shek y de defender con eficacia todo el flanco occidental del sudeste asiático. El cuartel general imperial había planeado en un principio invadir solo el sur de Birmania, pero este proyecto enseguida cambió con el ímpetu del avance de sus tropas.
La batalla por Birmania había comenzado el 23 de diciembre de 1941, cuando los bombarderos japoneses atacaron Rangún. Las diversas incursiones aéreas posteriores provocaron que sus habitantes abandonaran en estampida la ciudad en busca de refugio. Los aliados solo disponían de dos escuadrillas de cazas, una de aviones Brewster Buffalo de la RAF y otra de aviones P-40 Curtiss Warhawk pilotados por los voluntarios de los Tigres Voladores. Poco después llegaron otras tres escuadrillas, esta vez de cazas Hurricane, procedentes de Malaca.
El 18 de enero de 1942, el XV Ejército del general Iida Shojiro lanzó un ataque por la frontera tailandesa. El general John Smyth, comandante de la 17.ª División India condecorado con la Cruz Victoria, quería crear con sus tropas una barrera a lo largo del río Sittang para cortar el paso al enemigo. Pero Wavell ordenó avanzar hacia el sudeste, hasta la frontera con Tailandia, para ralentizar todo lo posible el avance japonés, pues necesitaba más tiempo para reforzar las defensas de Rangún. La suya fue una decisión desastrosa, pues dejó la defensa de todo el sur de Birmania exclusivamente en manos de una división mal pertrechada que ya no disponía de todos sus efectivos.
El 9 de febrero la política japonesa dio un giro radical. «La fiebre de la victoria» llevó al cuartel general imperial a creer que también podían ocupar buena parte de Birmania y cortar así las principales rutas de abastecimiento de los nacionalistas chinos. Poco tiempo después, Smyth se vio obligado, como ya había pronosticado, a retroceder hasta el río Sittang, lo que en aquellos momentos significó tener que emprender la retirada de sus tropas durante la noche del 21 de febrero por un estrecho puente ferroviario. Un camión quedó atascado, y el avance de toda la columna se vio interrumpido durante tres largas horas. Cuando amaneció, buena parte de la división seguía en la margen derecha del río —cuyas aguas bajaban a gran velocidad—, totalmente expuesta al ataque del enemigo. Una fuerza japonesa amenazaba con capturar el puente y perseguir a los aliados. El segundo al mando de Smyth se sintió en la obligación de volarlo. Ni siquiera la mitad de la división había podido cruzar el río. Lo que vendría después sería la retirada a Rangún en medio del caos.
La capital birmana había estado defendida por los Tigres Voladores y la RAF, que habían conseguido que los japoneses optaran por emprender bombardeos nocturnos. En consecuencia, habían llegado al puerto de Rangún tropas de refuerzo, incluida la 7.ª División Acorazada con sus carros ligeros Stuart. Pero la capital estaba prácticamente perdida, por lo que se decidió proceder al traslado de depósitos y almacenes al norte antes de abandonar definitivamente la ciudad. En el zoológico, el personal de mantenimiento liberó a todos los animales, incluidos los más peligrosos, lo que sembró el pánico en las calles. La capital quedó medio desierta. En aquel ambiente, el gobernador sir Reginald Dorman-Smith y su ayudante jugaron una última partida de billar tras beberse las últimas botellas de vino de la bodega. Luego, para impedir que los japoneses se apropiaran de los retratos de los gobernadores anteriores, lanzaron las bolas del billar contra estos cuadros.
El general sir Harold Alexander, nombrado comandante en jefe de Birmania, voló a Rangún antes de la llegada de los japoneses. El 7 de marzo, ordenó que se destruyeran los depósitos de combustible de la compañía Burma Oil, situados en las afueras de la ciudad, y que el resto de las fuerzas británicas se retirara al norte. Afortunadamente para ellas, los japoneses no lograron efectuar una gran emboscada al día siguiente, y estas tropas consiguieron escapar. Su plan consistía en crear una nueva línea defensiva en el norte junto con la 1.ª División Birmana de Keren, formada por miembros de las tribus locales que odiaban a muerte a los japoneses, y cincuenta mil soldados nacionalistas de Chiang Kai-shek a las órdenes del comandante americano en China, el general de división Joseph Stilwell. «Vinegar Joe», como se apodaba este alto oficial estadounidense, era un anglófobo acérrimo. Afirmaba, de manera poco convincente, que Alexander se había quedado «pasmado de verme a MÍ —a mí, un maldito americano— al mando de tropas chinas. “¡Extraordinario!”, exclamó [el inglés], mirándome de arriba abajo como si acabara de aparecer de debajo de las piedras»[19].
Los japoneses, tras ocupar Rangún y su puerto, pudieron reforzar su ejército rápidamente. La aviación nipona, que ya operaba desde aeródromos del interior de Birmania, consiguió destruir casi todos los cazas de la RAF y de los Tigres Voladores que quedaban en una base aérea situada más al norte.
A finales de marzo, las fuerzas chinas sufrieron un duro revés, y el que en aquellos momentos consumía el Cuerpo Birmano, a las órdenes del teniente general William Slim, se vio obligado a emprender rápidamente la retirada para no quedar rodeado. Chiang Kai-shek acusó a los británicos de no haber sabido mantener sus posiciones defensivas. Era evidente que no lo habían conseguido, pues las comunicaciones entre los dos ejércitos eran poco efectivas, por no decir caóticas, en parte porque los chinos carecían de mapas de la zona, y no podían leer los topónimos que aparecían en los que les habían proporcionado los británicos. El desastre se consumó cuando Stilwell insistió en lanzar una contraofensiva, acción que los ejércitos chinos eran incapaces de emprender.
Stilwell rechazó el plan de Chiang Kai-shek de defender Mandalay, calificándolo de demasiado pasivo. Sin informar a los británicos, envió dos divisiones chinas a atacar el sur, y se negó a autorizar que la 200.ª División se retirara de Tounggu. Los japoneses aprovecharon inmediatamente la dispersión de estas formaciones y consiguieron rebasarlas y llegar a Lashio, al nordeste de Mandalay, superando así las posiciones de los británicos. Stilwell, que no quería reconocer su responsabilidad en el desastre, señaló a las fuerzas chinas, a las que acusó de haberse negado con un empecinamiento estúpido a atacar, perdiéndose así la oportunidad de obtener una importante victoria. Los británicos se mostraron bastante más agradecidos con el empeño demostrado por los chinos, y tan furiosos con Stilwell como Chiang Kai-shek.
El 5 de abril, un poderoso contingente japonés llegó al golfo de Bengala para atacar la base naval británica de Colombo. El almirante sir James Somerville consiguió sacar de allí casi todos sus barcos a tiempo, pero los daños infligidos por el enemigo fueron muy cuantiosos. A comienzos de mayo, los japoneses habían capturado Mandalay e incluso habían entrado en China por la carretera de Birmania, obligando a parte de las fuerzas nacionalistas de la zona a retirarse a la provincia de Yunnan. En Birmania, sin embargo, fueron los miembros de la gran comunidad de origen indio que residía en Birmania —compuesta, entre otros, por pequeños comerciantes y sus familias, poco habituados a las dificultades y a la adversidad— los que más padecieron en aquella retirada hacia el norte. Sufrieron agresiones y robos por parte de los birmanos, que sentían por ellos un odio visceral. El resto de las tropas aliadas tuvo que retirarse hacia la frontera india, tras sufrir unas treinta mil bajas. La ocupación japonesa del sudeste asiático parecía haber llegado a su término.