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CASABLANCA, KHARKOV Y TÚNEZ

(DICIEMBRE DE 1942-MAYO DE 1943)


En diciembre de 1942, mientras el I Ejército de Anderson avanzaba con dificultad en medio de la lluvia por las colinas de Túnez, el Panzerarmee de Rommel se retiraba sin sufrir el acoso del VIII Ejército de Montgomery. Montgomery, que no quería ver perjudicada su reputación de garante de victorias, no tenía la más mínima intención de que un contraataque repentino —acción en la que el ejército alemán solía obtener brillantes resultados— pudiera empañar su prestigio. Muchos regimientos veían también con satisfacción que fueran «otros desgraciados los encargados de ir a la caza» del enemigo, como lo describiría el oficial al mando de los Rangers de Sherwood[1]. Consideraban que ya habían cumplido con su misión y preferían dedicarse al saqueo de los vehículos alemanes abandonados, en busca de pistolas Luger, alcohol, cigarros y chocolate.

Probablemente Montgomery no se equivocara al admitir que el ejército británico todavía no estaba preparado para competir con los alemanes en una guerra de movimientos, pero lo cierto es que su exceso de precaución a la hora de dirigir las distintas operaciones radicaba en sus prejuicios en lo tocante a la caballería. Solo los regimientos de vehículos blindados, el 11.º de Húsares y los Dragones Reales, se encontraban en una posición suficientemente avanzada para acosar con contundencia a las tropas alemanas en retirada. Aunque en aquellos momentos las fuerzas de Rommel se reducían a unos cincuenta mil hombres con apenas un batallón de tanques, la reticencia de Montgomery a asumir posibles peligros hizo que llegara incluso a considerar la idea de dejar Trípoli y Túnez en manos del I Ejército de Anderson. Esta autosuficiencia quedaría reflejada en otros mandos inferiores. «Todos habíamos visto al enemigo tan desorganizado que no parecía posible que pudiera reagruparse para causarnos problemas», escribiría el poeta Keith Douglas, teniente de los Rangers de Sherwood. «Cuando supimos lo de los desembarcos en el norte de África, muy pocos esperaban que se tardara unas pocas semanas más en barrer la zona y acabar con los restos de las fuerzas enemigas antes de la conclusión de la campaña de África»[2].

La Fuerza Aérea del Desierto en Egipto también ha sido objeto de críticas por no haber logrado abatir a las tropas acorazadas de Rommel cuando estas se retiraban a Libia por el paso de Halfaya. Pero lo cierto es que jugó en su contra el tiempo que se tardó en hacer llegar el combustible y los pertrechos necesarios a sus aeródromos avanzados. El vicemariscal del Aire Coningham pidió ayuda a los americanos, y el mando de Brereton, llamado en aquellos momentos la IX Fuerza Aérea, empezó a utilizar sus aviones para transportar combustible al frente. Rommel, convencido de que la guerra en el norte de África se había perdido, estableció una línea defensiva en Mersa el Brega, al este de El Agheila, en el golfo de Sirte, donde había comenzado su campaña del desierto en febrero de 1942.

El 14 de enero de 1943 Roosevelt llegó a Casablanca, completamente exhausto tras un viaje de cinco días. Se entrevistó con Churchill en Anfa, y al día siguiente los jefes del estado mayor conjunto se reunieron para escuchar el informe de la campaña del norte de África elaborado por Eisenhower. El comandante de las fuerzas aliadas estaba visiblemente nervioso. Había pasado una gripe, que se había visto empeorada por su consumo desmedido de cigarrillos Camel, y tenía la presión arterial alta. El ataque improvisado contra Túnez había sido un fiasco. Eisenhower culpaba de ello a la lluvia y al fango, y a las dificultades que implicaba trabajar con los franceses, en vez de atribuir aquel fracaso a la negativa de Anderson a concentrar sus ya debilitadas fuerzas. Reconocía también lo caótico que era el sistema de abastecimiento, problema que ya estaba tratando de resolver su jefe de estado mayor, Bedell Smith.

Eisenhower esbozó a continuación su plan para abrirse paso hasta Sfax, en el golfo de Gabes, con una división del II Cuerpo del general Lloyd Fredendall. El general Brooke enseguida echó por tierra la idea. La fuerza de ataque, señaló, quedaría comprimida entre los hombres de Rommel en retirada y el llamado V Ejército Acorazado del Generaloberst Hans-Jürgen von Arnim en Túnez. Ligeramente encorvado, con los párpados caídos, la nariz aguileña y el rostro enjuto, Brooke parecía un cruce de ave rapaz y reptil, especialmente cuando se mojaba los labios con la lengua. Eisenhower, profundamente conmocionado, pidió que reconsideraran el plan y abandonó la sala.

Ni que decir tiene que durante la conferencia de Casablanca Eisenhower no vivió precisamente su hora más gloriosa, y llegaría a confesar a Patton que temió que lo destituyeran. Del general Marshall también recibió una reprimenda por la falta de disciplina de las tropas americanas y el caos que reinaba en la retaguardia. Por otro lado, la formación de Patton presente en Casablanca, impecablemente uniformada, causó muy buena impresión a todo el mundo, como había pretendido el general.

El objetivo principal de la conferencia era establecer una estrategia. Sin pelos en la lengua, el almirante King manifestó su convencimiento de que los aliados debían dirigir todos sus recursos contra Japón en la guerra del Pacífico. Expresó con vehemencia su desacuerdo con la política de «interrupción de operaciones» en Extremo Oriente. Y los americanos tenían mucho más interés que los británicos en prestar apoyo a los nacionalistas de Chiang Kai-shek. El general Brooke, sin embargo, estaba firmemente determinado a llegar a un consenso para concluir la guerra en el norte de África, y luego dar el salto a Sicilia. Se exasperaba por la falta de visión estratégica de Marshall. Este seguía anclado en la idea de lanzar una invasión a través del Canal de la Mancha en 1943, cuando resultaba evidente que el ejército americano distaba mucho de estar debidamente preparado para enfrentarse a las cuarenta y cuatro divisiones alemanas presentes en Francia, y los aliados carecían de las naves y las lanchas de desembarco necesarias para la operación. Marshall se vio obligado a ceder. Gracias a la buena preparación de la conferencia por parte del personal del estado mayor, los británicos tenían al alcance de la mano todas las estadísticas. Los estadounidenses, no.

Brooke consideraba que Marshall sabía organizar brillantemente el poderío militar de los Estados Unidos, pero que luego no sabía cómo utilizarlo. Cuando los americanos se quedaron sin argumentos para defender la propuesta de invadir Francia, pero seguían sin ver con claridad qué camino había que seguir, Brooke consiguió llevarlos a su terreno, no sin antes ganar una batalla a los planificadores del estado mayor británico que querían invadir Cerdeña en lugar de Sicilia. Por fin, el 18 de enero, Brooke, con la ayuda del mariscal de campo Dill, por aquel entonces delegado militar de Reino Unido en Washington, y el mariscal sir Charles Portal, jefe del estado mayor del Aire, convenció a los americanos de que siguieran su estrategia en el Mediterráneo poniendo en marcha la Operación Husky, la invasión de Sicilia. Más tarde, el general de brigada Albert C. Wedemeyer, planificador del Departamento de Guerra, que desconfiaba profundamente de los británicos, se vería obligado a reconocer que «llegamos, escuchamos y fuimos conquistados»[3]. La conferencia de Casablanca representó el punto culminante de la influencia británica.

Los británicos y los americanos pudieron conocerse un poco mejor durante la conferencia celebrada en el barrio de Anfa, pero no siempre para bien. Patton, con sus maneras de soldado de caballería, consideraba que el general Alan Brooke no era «nada más que un simple oficinista»[4]. El análisis que hizo Brooke de Patton se acercaba mucho más a la realidad. Lo describió como «un líder audaz, valiente, apasionado y algo desequilibrado, bueno para operaciones que requieran osadía y coraje, pero incapaz de desarrollar operaciones que requieran pericia y sensatez»[5]. La única cosa en la que coincidían americanos y británicos era en que al general Mark Clark solo le interesaba el general Mark Clark. Eisenhower se entendió bien con el almirante Cunningham y el mariscal del aire sir Arthur Tedder, que más tarde sería su ayudante, pero, a juicio de los americanos, «Ike» se doblegaba demasiado a las exigencias de los británicos. El general Alexander fue puesto a sus órdenes para asumir el mando de todas las fuerzas terrestres. Aunque al principio admiraba bastante a Alexander, Patton se sintió disgustado por lo que consideró una degradación del ejército de los Estados Unidos. No mucho antes había escrito en su diario que «Ike es más británico que los británicos, y en sus manos parece un muñeco»[6].

Pero ni siquiera a Eisenhower le gustaba la idea de tener que trabajar con un consejero político británico como Harold Macmillan. Macmillan estaba firmemente decidido a apoyar a De Gaulle, y tras el asesinato de Darlan poco podían hacer tanto Eisenhower como Roosevelt para mantener al margen al general francés durante más tiempo. Eisenhower también temía que se produjeran interferencias en la cadena de mandos, vistos los estrechos lazos que unían a Macmillan con Churchill y su condición de ministro, pero Macmillan no tenía la más mínima intención de utilizar la superioridad de su rango en beneficio propio. Se daba cuenta de que los americanos no tardarían en ostentar todo el poder en el seno de la alianza, por lo que prefería ejercer sus funciones de una manera más sutil. Por su educación clásica comparaba a los americanos con los romanos, y pensaba que la mejor manera de tratar con el aliado más poderoso de Gran Bretaña era asumiendo el papel de «los esclavos griegos [que] dirigían las operaciones del emperador Claudio»[7].

Eisenhower seguía resentido por cómo había reaccionado la prensa norteamericana y británica al plan de negociaciones con Darlan. «Soy un cruce de antiguo soldado» había escrito en una carta dirigida a un amigo, «pseudoestadista, político incompetente y diplomático tramposo»[8]. Viéndose superado por los numerosos aspectos de sus competencias, descargó en Bedell Smith los asuntos políticos, así como muchos otros problemas suyos. Estas responsabilidades no ayudarían precisamente a «Beetle» a calmar sus dolores de úlcera. No obstante, Bedell Smith, aunque famoso por su mordacidad con los oficiales estadounidenses, supo llevarse bien con los británicos y los franceses.

El problema pendiente en el norte de África, que Churchill y Roosevelt trataron de resolver por todos los medios durante la conferencia de Casablanca, era decidir qué papel tenía que desempeñar el general De Gaulle. Roosevelt seguía desconfiando totalmente de De Gaulle, pero a instancias de Churchill, Giraud y De Gaulle se reunieron y se dieron la mano para las cámaras. El presidente estadounidense había prometido alegremente a Giraud las armas y los equipos para once divisiones francesas sin consultar si eso era posible. De Gaulle, que en un principio había rechazado la invitación a Casablanca, se sintió, sin embargo, complacido dejando a Giraud como comandante en jefe de las fuerzas francesas en el norte de África, siempre y cuando se le reconociera a él el liderazgo político. Pero para eso debía esperar un poco más de tiempo. Como bien sabía, ese traspaso de poder no sería muy difícil. El valiente «soldadito de plomo» no tenía nada que hacer ante el más resuelto de los generales políticos.

Después de repetir para los fotógrafos aquella farsa de los dos generales franceses dándose la mano a regañadientes, Roosevelt anunció que los aliados tenían la firme intención de conseguir la rendición incondicional de Alemania y Japón. A continuación, Churchill manifestó que Gran Bretaña estaba totalmente de acuerdo con las palabras del presidente, aunque lo cierto es que Roosevelt lo había cogido desprevenido con aquella declaración pública. En su opinión, las implicaciones no habían sido plenamente meditadas, aunque él ya contaba con la aprobación del gabinete de guerra. Pero esa declaración, que en cierto sentido serviría para tranquilizar al desconfiado Stalin, probablemente no afectó al resultado de la guerra. Tanto las autoridades nazis como las japonesas tenían muy claro que iban a luchar hasta el final. La otra decisión importante, concebida para precipitar el ansiado final de la guerra, fue intensificar la campaña de bombardeos estratégicos contra Alemania utilizando el Mando de Bombarderos británico y la VIII Fuerza Aérea de los Estados Unidos.

Como imaginaba Churchill, Stalin no se mostró impresionado cuando recibió un mensaje conjunto de Roosevelt y el primer ministro británico enviado desde Marrakech para informar al líder soviético de las decisiones adoptadas en Casablanca. Pero los desembarcos de la Operación Torch habían llevado a Hitler a reforzar Túnez y a ocupar el sur de Francia. Así pues, supusieron una desviación[*3] de fuerzas alemanas mucho más efectiva que la que habría podido conseguirse con una operación a través del Canal condenada al fracaso. Por otro lado, obligaron a la Luftwaffe a trasladar a esas zonas cuatrocientos aviones del frente oriental, con unas consecuencias desastrosas. A finales de la primavera de 1943, las formaciones de Göring habían perdido el 40 por ciento de todo su potencial en el Mediterráneo. Pero estos detalles no bastaron para aplacar a Stalin. La decisión de británicos y americanos de aplazar su enfrentamiento con los alemanes en Francia mediante una batalla de desgaste era lo que lo sacaba de sus casillas. El Ejército Rojo seguía, y seguiría, enfrentándose al grueso de las tropas del abrumador ejército alemán.

El 12 de enero, justo unos días antes de que se inaugurara la conferencia de Casablanca, el Ejército Rojo puso en marcha la Operación Chispa (Iskra en ruso), concebida para romper el sitio de Leningrado desde el sur del lago Ladoga. Zhukov, que había regresado por orden de Stalin para coordinar la ofensiva, recurrió al II Ejército de Asalto para atacar desde el «continente», al LXVII Ejército para hacerlo desde el lado de Leningrado y a tres brigadas de esquiadores que atravesaron la superficie helada del gran lago. El LXVII Ejército tenía que cruzar el Neva, y hubo que posponer la ofensiva hasta que las aguas congeladas del río formaron una capa de hielo suficientemente gruesa para soportar el peso de los tanques ligeros.

La ofensiva empezó con una serie de intensos bombardeos, que acababan con una lluvia de silbantes cohetes Katiusha. A una temperatura de 25.º C bajo cero, las tropas soviéticas, vestidas con sus uniformes blancos de camuflaje, aparecieron en medio de aquel paisaje de hielo. La fortaleza zarista de Shlisselburg, situada al suroeste del Ladoga, fue rodeada. Tras dos días de intensos combates en los bosques y en los pantanos helados, las vanguardias de las dos fuerzas de ataque estaban a menos de diez kilómetros de distancia una de otra. Los soldados soviéticos consiguieron hacerse incluso con un tanque Tiger intacto del enemigo, un preciado trofeo que podían estudiar sus ingenieros.

El 15 de enero, Irina Dunaevskaya, joven intérprete, cruzó a pie el Neva helado para visitar el campo de batalla. Vio cadáveres «bajo la transparente costra de hielo, como si estuvieran en un sarcófago de cristal». En un cuartel general alemán que había sido tomado, se encontró con un grupo de soldados del Ejército Rojo que liaban cigarrillos con el papel de las listas en las que figuraban los nombres de los individuos recomendados para ser distinguidos con una condecoración. Debido a sus apodos, supuso que eran delincuentes que habían sido liberados de los gulags. En el exterior «el suelo estaba cubierto de ramas y de copas de árboles, de árboles completamente derribados, de nieve negra por el hollín y de cadáveres de soldados, solos o apilados, la mayoría de ellos del enemigo, pero también nuestros, de caballos muertos, de municiones esparcidas aquí y allá y de armas rotas o averiadas: demasiado para los ojos de una mujer… El cuerpo de un alemán jovencísimo y rubio yacía junto a la carretera en una postura muy natural, como si aún estuviera vivo. Los cadáveres quemados de tres soldados alemanes seguían sentados en la parte delantera de su enorme vehículo. Una vez más, había cadáveres de nuestros soldados bajo el hielo que cubría la carretera, como si estuvieran acristalados, aplastados por los vehículos pesados que habían pasado por encima de ellos hacía poco… En la lejanía, el paisaje adquiría una tonalidad blanco-grisácea, y los troncos de los pinos entre gris y marrón. Eran todos colores tristes y fríos, colores de desolación»[9].

«Evidentemente, tus plegarias», decía el tripulante de un carro blindado en una carta dirigida a su madre, «me protegen en los combates, pues cuatro o cinco veces he salido indemne después de atravesar un campo de minas lleno de vehículos que habían volado por los aires, y la bomba que estalló en nuestro tanque, acabando con la vida del comandante y del artillero, no me hizo nada. Aquí uno se convierte en fatalista y en una persona extremadamente supersticiosa a la vez. Cada día estoy más sediento de sangre. Cada vez que matamos a un Fritz, más satisfecho me siento»[10].

El 18 de enero los dos ejércitos soviéticos cerraron la brecha que los separaba, pero tras sufrir treinta y cuatro mil bajas. El sitio de Leningrado había sido roto, pero el corredor que unía la ciudad al «continente» apenas tenía una anchura de doce kilómetros. Aquel día Stalin ascendió a Zhukov al grado de mariscal de la Unión Soviética.

Con la nueva línea ferroviaria que llegaba al sur del lago Ladoga, el envío de suministros y provisiones a Leningrado aumentó vertiginosamente. Dicha línea, sin embargo, seguía encontrándose al alcance de la artillería alemana, por lo que el mando soviético decidió lanzar otra ofensiva, la Operación Estrella Polar, dirigida por el mariscal Timoshenko. Timoshenko ordenó tomar la localidad de Sinyavino antes del Día del Ejército Rojo, el 23 de febrero. Este intento de dar mayor profundidad a la cabeza de puente se inició con un intenso bombardeo por parte de la artillería. El terreno era tan pantanoso que cuando un obús explotaba solo se conseguía levantar por los aires una gran cantidad de barro, y en muchos casos los proyectiles ni siquiera estallaban. Las tropas del Ejército Rojo lograron romper las líneas enemigas y avanzar por la espesura de abetos y abedules. Vasily Churkin recuerda el momento en el que pasaron por delante de un burdel de campaña: «un barracón de dos pisos que los alemanes habían construido con tablas de madera. La gente contaba que allí vivían setenta y cinco jóvenes rusas procedentes de las aldeas de la zona. Todas ellas habían sido violadas por los alemanes»[11].

El XXVI Cuerpo de Ejército alemán preparó su contraataque con gran pericia. «Vimos unos cuantos tanques Tiger dirigirse hacia nosotros sin dejar de disparar», cuenta Churkin. «Detrás de ellos venía la infantería alemana. Cuando los tanques se acercaron, nuestros soldados empezaron a abandonar las trincheras en retirada. Los comandantes de los pelotones gritaban a los cobardes, diciéndoles que regresaran a sus trincheras, pero enseguida cundió el pánico».

Una de las formaciones de la Wehrmacht que más sufrió durante la Operación Estrella Polar fue sin duda la División Azul española, compuesta principalmente por voluntarios falangistas. Su creación había sido decidida en Madrid solo dos días después de que se pusiera en marcha la Operación Barbarroja. La derecha española seguía considerando a la Unión Soviética la principal instigadora de su guerra civil. Casi un quinto de los primeros voluntarios eran estudiantes, por lo que podría sostenerse que la División Azul fue una de las formaciones más y mejor cualificadas desde el punto de vista intelectual que haya actuado en una guerra. A las órdenes del general Agustín Muñoz Grandes, un oficial del ejército regular que se había hecho falangista, esta célebre formación española fue convertida en la 250.ª División de Infantería y enviada al frente de Novgorod tras un período de adiestramiento en Baviera. En aquella región boscosa y pantanosa, sus hombres, tras contraer graves enfermedades, se congelaban. Pero Hitler quedó impresionado por su resistencia en el combate y por su contribución decisiva en la aniquilación del II Ejército de Ataque del general Vlasov en la primavera de 1942.

La División Azul, encargada de la defensa de un sector a orillas del río Izhora, resistió en su posición a pesar de sufrir dos mil quinientas veinticinco bajas en veinticuatro horas de encarnizados combates. Uno de sus regimientos sucumbió al enemigo, pero la línea pudo restablecerse con la ayuda de refuerzos alemanes. Fue la batalla más cruenta y difícil de toda la guerra para esta división, y sin duda contribuyó enormemente al fracaso de la ofensiva soviética[12].

En el sur de Rusia, la Operación Pequeño Saturno había obligado a Manstein a retirar el I Ejército Acorazado y el XVII Ejército a la cabeza de puente de Kubán, en el extremo noroeste del Cáucaso, al sur de Rostov. Rokossovsky se quejaba de que, con la pérdida de intensidad de la ofensiva y la lentitud del avance hacia Rostov para aislar completamente al enemigo, se había desaprovechado una oportunidad de oro. Pero una vez más Stalin se había dejado llevar por un arrebato de optimismo, igual que había sucedido un año antes. Olvidándose de la rapidez con la que el ejército alemán se recuperaba de los desastres, quiso liberar el este de Ucrania poniendo en marcha las operaciones de Donbas y Kharkov con tropas que, con la reciente rendición del VI Ejército alemán, habían finalizado su misión.

El 6 de febrero, Manstein se entrevistó con Hitler, que al principio asumió la responsabilidad de la derrota en Stalingrado, pero luego culpó a Göring, entre otros, del desastre. Se quejó amargamente de que Paulus no hubiera sido capaz de suicidarse. Pero a los japoneses la noticia les sentó mucho peor. En Tokio, Shigemitsu Mamoru, nuevo ministro de asuntos exteriores, y un público de ciento cincuenta generales y oficiales de alto rango nipones, vieron una película sobre Stalingrado filmada por un cámara ruso. Las escenas en las que aparecían Paulus y los demás generales capturados les provocaron una profunda turbación. «¿Es posible que haya ocurrido esto?», preguntaron incrédulos. «Si eso es cierto, ¿por qué Paulus no se suicidó como un verdadero soldado?»[13]. Fue como si de repente las autoridades japonesas empezaran a darse cuenta de que, después de todo, el invencible Hitler iba a perder la guerra.

Manstein pudo permitirse en aquellos momentos exigir mayor flexibilidad de acción. Hitler quería una férrea defensa de los territorios ocupados, pero la amenaza de que todo se viniera abajo en el sur de Rusia daría, curiosamente, a Manstein la oportunidad de culminar con éxito uno de los contraataques más espectaculares de toda la guerra.

El Ejército Rojo, tras aplastar al II Ejército húngaro y rodear a parte del II Ejército alemán con el Frente Voronezh, situado en el flanco izquierdo de Manstein, intentó avanzar hacia el oeste para capturar lo que se convertiría en el saliente de Kursk. «Durante la última semana y media», escribió un soldado en una carta dirigida a su esposa el 10 de febrero, «hemos marchado por zonas que acababan de ser liberadas de los fascistas. Ayer nuestros vehículos blindados entraron en Belgorod. Nos hemos hecho con un gran botín y con muchos prisioneros de guerra. Durante las marchas constantemente nos encontramos con grandes grupos de húngaros, rumanos, italianos y alemanes capturados. Si pudieras ver, Shurochka, en qué lastimosa visión se ha convertido esta infame pandilla de Hitler. Sus hombres calzan botas militares, e incluso abarcas, y visten uniformes de verano; solo unos pocos llevan abrigo, y encima de todo esto las chaquetas que han robado, ya sean de hombre o de mujer. En la cabeza, bicornios, y van envueltos en mantones de mujer. Muchos presentan síntomas de congelación; van sucios y tienen piojos. Da muchísimo asco solo pensar hasta dónde han llegado todos estos sinvergüenzas invadiendo nuestro país. Ya hemos recorrido doscientos setenta kilómetros por las provincias de Voronezh y Kursk. ¡Hay tantísimos pueblos, aldeas, fábricas y puentes destruidos! La población civil comienza a regresar a sus casas a medida que va llegando el Ejército Rojo. ¡Todos rebosan alegría!»[14].

Otro sector del Frente Voronezh avanzó hacia Kharkov. El 13 de febrero, Hitler insistió en que era necesario que el II Cuerpo Panzer de la SS, con las divisiones Leibstandarte Adolf Hitler y Das Reich, del Gruppenführer Paul Hausser, resistiera en la ciudad. Hausser, por propia iniciativa, desobedeció la orden y se retiró. Mientras tanto, Manstein replegó el I Ejército Panzer al río Mius. El Frente Sudoeste, con cuatro ejércitos, había realizado un impetuoso avance hacia el oeste. Su punta de lanza eran cuatro formaciones blindadas (aunque con una fuerza inferior a la de un cuerpo panzer), a las órdenes del teniente general M. M. Popov. La Stavka consideraba que estaba a punto de obtenerse una contundente victoria si se aprovechaba la brecha abierta en el frente alemán al sur de Kharkov, pero sus líneas de abastecimiento estaban demasiado extendidas.

El 17 de febrero, furioso porque sus órdenes habían sido ignoradas, Hitler voló a Zaporozhye para enfrentarse con Manstein. Pero Manstein lo tenía todo bien atado. Trasladó el cuartel general del IV Ejército blindado para controlar directamente el II Cuerpo Panzer de la SS, que acababa de ser reforzado con la División Totenkopf, y dispuso que el I Ejército blindado atacara a los soviéticos por el sur. Hitler no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo con sus planes. El contraataque a dos bandas de Manstein destruyó a las fuerzas acorazadas de Popov y estuvo a punto de rodear al I Ejército de Guardias y al VI Ejército rusos. Las tropas del XXV Cuerpo de Tanques, ya sin combustible, tuvieron que abandonar todos sus vehículos y regresar a pie a las líneas soviéticas.

Durante la primera semana de marzo, el IV Ejército blindado alemán volvió a avanzar hacia Kharkov, y Hausser reconquistó al final la ciudad el 14 de marzo, tras unos encarnizados combates totalmente innecesarios. Las intensas lluvias propias de la primavera obligaron a interrumpir las siguientes operaciones. Los prisioneros de guerra soviéticos eran obligados a enterrar a los muertos. Casi todos estaban tan hambrientos que buscaban entre los cadáveres, en los bolsillos de los uniformes, algo que poder llevarse a la boca. Sin embargo, estos actos se consideraban delictivos y se pagaban con la vida. Los alemanes solían ejecutar a estos prisioneros pegándoles un tiro, aunque algunos sádicos iban más allá. En cierta ocasión, un soldado ató unidos a una verja a tres prisioneros soviéticos acusados de robar. «Cuando sus víctimas estuvieron bien atadas», escribiría otro soldado, «cogió una granada, tiró de la arandela, la metió en el bolsillo del abrigo de uno de ellos y salió corriendo para refugiarse. Los tres rusos, con las tripas reventadas, gritaron pidiendo misericordia hasta el final»[15].

Hitler confiaba en el saliente de Kursk para el lanzamiento de una ofensiva que restaurara la superioridad alemana en el frente oriental.

Pero el ejército alemán en la Unión Soviética atravesaba una situación sumamente precaria debido al debilitamiento de sus fuerzas. Aparte de perder su VI Ejército y las formaciones de sus aliados, había sufrido numerosas bajas durante la retirada del Cáucaso, por no hablar de los encarnizados combates en los alrededores de Leningrado y de la ofensiva Rzhev lanzada por el Ejército Rojo contra su IX Ejército. Muchos vehículos habían sido abandonados en la retirada al quedarse sin combustible, no sin antes volarlos arrojando una granada en sus motores. Los carros de combate a menudo se veían obligados a remolcar varios camiones llenos de heridos.

El poderío de la Wehrmacht en el frente oriental se había visto reducido también por el traslado de tropas a Túnez, y a Francia por si se producía una invasión aliada. Las operaciones en el Mediterráneo seguían siendo causa de importantes pérdidas para la Luftwaffe, igual que la campaña de bombardeos estratégicos contra las ciudades y las fábricas del sector aeronáutico alemanas. Y la necesidad de proteger el Reich había provocado la retirada de numerosos escuadrones de cazas y de baterías antiaéreas, permitiendo que por primera vez en la guerra los soviéticos disfrutaran de superioridad aérea. En la primavera de 1943, las fuerzas alemanas contaban con poco más de dos millones setecientos mil efectivos, y las del Ejército Rojo rondaban los cinco millones ochocientos mil, con un número de tanques casi cinco veces superior y el triple de cañones y de morteros pesados. Además, el Ejército Rojo tenía mayor movilidad gracias a la llegada de los jeeps y camiones enviados por los norteamericanos en virtud del acuerdo de Préstamo y Arriendo[16].

El mayor poderío del Ejército Rojo también se debió al reclutamiento de jóvenes mujeres, cuyo número llegó a ser de ochocientas mil. Aunque muchas de ellas habían estado prestando sus servicios desde el comienzo de la guerra, y más de veinte mil habían participado en la batalla de Stalingrado, fue en 1943 cuando comenzaron a integrarse en las filas del Ejército Rojo de manera espectacular. Su papel militar dejó de limitarse a los desempeñados hasta el momento (médicos, enfermeras, telefonistas, telegrafistas, pilotos, observadoras aéreas o de ayuda en las posiciones de las baterías antiaéreas). Su valentía y su competencia, demostradas sobre todo durante la batalla de Stalingrado, animó a las autoridades soviéticas a reclutar un número mayor de ellas, por lo que durante la guerra hubo más mujeres sirviendo en el Ejército Rojo que en cualquier otro ejército regular. Aunque unas cuantas francotiradoras ya habían destacado por su puntería letal, este tipo de expertas aumentó vertiginosamente en las fuerzas soviéticas con la creación de una academia femenina de tiro en 1943. Se consideraba que las mujeres resistían mejor el frío que los hombres y mantenían el pulso más firme[17].

Estas intrépidas jóvenes, sin embargo, también tuvieron que afrontar el acoso de sus camaradas varones, especialmente de sus superiores. «Estas muchachas evocaban recuerdos de bailes de fin de curso, de primeros amores», escribía Ilya Ehrenburg. «Casi todas las que he conocido en el frente acababan de salir de la escuela. A menudo se las veía incómodas y nerviosas: había demasiados hombres a su alrededor que las miraban con deseo»[18]. Algunas se vieron obligadas a convertirse en «la esposa de campaña» de un alto oficial, las llamadas «PPZh» (la sigla en ruso de pokhodno-polevaya zhena), porque sonaba como «PPSh», la ametralladora estándar del Ejército Rojo.

Con frecuencia se recurría a métodos coercitivos. Un soldado contaría cómo un oficial ordenó a una joven de su pelotón de comunicaciones que se uniera a una patrulla de combate, simplemente porque la muchacha se había negado a yacer con él. «Muchas eran enviadas a la retaguardia porque estaban embarazadas», dice el mismo recluta. «La mayoría de los soldados no pensaba mal de ellas. Era la vida. Nos pasábamos todos los días jugando con la muerte en el frente, por lo que muchos también querían disfrutar un poco»[19]. Pero muy pocos hombres reconocieron sus responsabilidades, y muchos hicieron todo lo posible por evitar a sus llorosas víctimas antes de partir. Vasily Grossman, amigo y colega de Ehrenburg, quedó horrorizado por la manera flagrante en la que los varones utilizaban su rango para obtener favores sexuales. En su opinión, la «esposa de campaña» fue «el gran pecado» del Ejército Rojo. «Pero a su alrededor», añadía, «miles de muchachas vestidas con uniformes militares trabajan muy duro y con gran dignidad»[20].

En las escarpadas colinas del oeste de Túnez, el I Ejército de Anderson seguía tratando de resistir. Su actuación se veía entorpecida por una confusa estructura de mandos, la imposibilidad de concentrar sus fuerzas mal coordinadas y las constantes disputas entre los oficiales británicos, franceses y americanos. Las tropas aliadas no tenían nada que hacer ante la gran profesionalidad con la que los alemanes contraatacaban, combinando la acción de sus bombarderos en picado Stuka, de su artillería y de sus carros de combate.

Los dos bandos se lamentaban amargamente de la constante lluvia y de la suciedad y el barro que se acumulaban. «Es increíble lo que hay que soportar», decía un Gefreiter en una carta dirigida a los suyos, ignorando, evidentemente, que las condiciones en el frente oriental eran mucho peores[21]. El general von Arnim había llegado para asumir el mando de las fuerzas de Túnez, que en aquellos momentos recibían el nombre de V Ejército Acorazado. Arnim se preparó para defenderse de los ataques aliados, y ordenó que los judíos de Túnez fueran detenidos para utilizarlos como mano de obra esclava. La comunidad judía también sufrió la implacable expoliación de su oro y su dinero.

La retirada de Rommel de la línea Mersa el Brega en diciembre de 1942 y la ausencia de victorias aliadas en Túnez llevaron a Montgomery a continuar con el avance. Pero desaprovechó todas las oportunidades que tuvo de rodear lo que quedaba del Panzerarmee, especialmente cuando este hizo un alto en la línea Buerat. El 23 de enero de 1943, el VIII Ejército entró en Trípoli, con el 11.º de Húsares a la cabeza. Pero, una vez más, Rommel ya se había retirado para comenzar a fortificar la línea Mareth, junto a la bahía de Gabes, y poder conectar con el V Ejército Acorazado de Arnim.

Resignado a su derrota en el norte de África, Rommel quería emprender una evacuación de sus tropas como la de Dunkerque. Sus unidades no disponían ni del combustible suficiente ni del armamento necesario para seguir con los combates, y se desesperaba porque Hitler no entraba en razón. En el curso de un duro intercambio de palabras en la Wolfsschanze a finales de noviembre, Hitler se había negado a autorizar la retirada de tropas de la línea Mersa el Brega, acusando incluso a los hombres de Rommel de haber abandonado sus armas durante la retirada de El Alamein. En realidad, la retirada de Rommel, con la que consiguió escapar del VIII Ejército, había sido la empresa dirigida con más talento y perspicacia de todas las llevadas a cabo durante su guerra del desierto.

Los intentos de Mussolini de convencer a Hitler de poner fin a la guerra en la Unión Soviética cayeron en saco roto. La rendición en Stalingrado y la pérdida de Libia constituyeron un duro revés para la moral del Duce, quien, tras destituir a su yerno, el conde Ciano, como ministro de exteriores, comenzó a alimentar su depresión encerrándose en su dormitorio, metido en la cama, para tratar de evadirse de la realidad.

Al general von Arnim le preocupaba que el II Cuerpo de los Estados Unidos, a las órdenes del general Lloyd Fredenhall, pudiera avanzar desde el sur por las montañas y llegar a la carretera que iba de Kasserine a Sfax, en la costa. Este movimiento supondría que su V Ejército Acorazado quedara separado del Panzerarmee de Rommel. Arnim expuso a Rommel la situación, y pidió que su 21.ª División Panzer, que había sido debidamente pertrechada, acabara con el destacamento francés instalado en el paso de Faid, cuyos hombres estaban muy mal equipados.

La 21.ª división Panzer atacó el 30 de enero, y el II Cuerpo del general Fredenhall no supo reaccionar a tiempo a las llamadas de ayuda de los franceses. Al día siguiente, cuando un comando de asalto de la 1.ª División Acorazada de los Estados Unidos lanzó por fin una contraofensiva en aquel rocoso paso, los alemanes estaban esperándolo. El frente de tanques Sherman fue duramente atacado por cazas Messerschmitt y cañones antitanque alemanes perfectamente ocultos. Se destruyó más de la mitad de los vehículos blindados, y los que no fueron alcanzados por el enemigo dieron media vuelta en medio de los vehículos en llamas. Unas horas más tarde los americanos volvieron a intentarlo, pero también fracasaron, sufriendo importantes bajas. Fredenhall, un verdadero desastre como comandante, dividió aún más sus fuerzas, a pesar de las instrucciones recibidas de Eisenhower en sentido contrario. Envió otro comando de asalto a una misión imposible, con órdenes confusas. Los soldados de infantería que debían apoyarlo, todos bisoños, fueron alcanzados en sus camiones por los bombarderos en picado alemanes. El bautismo de fuego de esos hombres inexpertos de la 34.ª División de Infantería fue aún más violento durante los días siguientes, pues Fredenhall, que raras veces abandonaba su cuartel general, siempre alejado en la retaguardia, ordenó más y más ataques.

Rommel decidió poner fin de un plumazo a la amenaza americana, lanzando una ofensiva a tres bandas. El 14 de febrero, la 10.ª División Panzer avanzó hacia el oeste desde el paso de Faid, mientras la 21.ª División Panzer atacó desde el sur en un movimiento de pinza. Setenta tanques estadounidenses fueron destruidos en el primer día de combate en las inmediaciones de Sidi Bou Zid. Uno de ellos fue alcanzado desde una distancia de dos mil setecientos metros por el cañón de 88 mm de un Tiger. El proyectil del cañón de 75 mm de un Sherman no podía perforar el blindaje frontal del carro de combate alemán, ni siquiera disparando a bocajarro. El 16 de febrero, el tripulante de uno de los vehículos blindados germanos escribía una carta a los suyos, pidiendo disculpas por no haber escrito antes, pues su división había estado combatiendo contra los americanos durante los dos últimos días. «Te habrás enterado por el boletín de noticias de la Wehrmacht de ayer de que ya hemos destruido más de noventa tanques»[22].

Al día siguiente, el destacamento del Afrika Korps en el sur avanzó hacia Gafsa, provocando una retirada en medio del pánico. Cerca de Sidi Bou Zid, un batallón de tanques Sherman de la 1.ª División Acorazada cayó en una emboscada y fue destruido en el curso de un contraataque tan valiente como inútil. Los carros de combate estadounidenses en llamas salpicaban un paisaje en el que los tunecinos seguían arando sus campos. Con el rostro ennegrecido, las tripulaciones de los tanques americanos se tambaleaban perdiendo el equilibrio, como probablemente hicieran al poner pie en tierra los soldados británicos después de la Carga de la Brigada Ligera. Ni Fredenhall ni Anderson tenían la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo en el frente.

El 16 de febrero, Rommel llegó a Gafsa. Fue recibido con júbilo por la población local, pues los americanos, en su retirada, habían destruido buena parte de la ciudad tras volar por los aires su depósito de municiones. Quería que su Afrika Korps diera alcance a los estadounidenses, que estaban replegándose hacia Tébessa, donde el mariscal alemán pretendía capturar el almacén de provisiones y pertrechos principal de los Aliados. Arnim, sin embargo, consideraba que el plan era demasiado peligroso, y se produjo una discusión a tres bandas con Kesselring.

Aquella noche, las divisiones panzer avanzaron hacia Sbeïtla. Y el 17 de febrero, mientras que algunas unidades americanas huyeron presa del pánico, otras opusieron resistencia y combatieron con arrojo, como reconocería la mismísima 21.ª División Panzer. Fredenhall envió todos los destacamentos que pudo al paso de Kasserine, pero el 20 de febrero empezó la hecatombe. El general de división E. N. Harmon fue testigo del desastre: «Fue la primera, y la única vez, que he visto un ejército norteamericano huyendo en desbandada. Jeeps, camiones y todo tipo de vehículos imaginable venían hacia nosotros llenando la carretera, unos pegados a otros, a veces dos e incluso tres a la par. Era evidente que solo había una cosa en la cabeza de los conductores que huían despavoridos: alejarse del frente, refugiarse en algún lugar en el que no hubieran disparos»[23].

Por fortuna para los Aliados, Rommel y Arnim estaban en total desacuerdo. Por querer hacer demasiadas cosas, les salió el tiro por la culata, pues dividieron sus fuerzas para capturar Tébessa en el oeste, y para avanzar hacia el norte, a Thala, y por una carretera paralela, a Sbiba. Con fuerzas británicas y estadounidenses que impedían el paso a Thala y a Sbiba, apoyadas en el último momento por la artillería americana, a la 10.ª y a la 21.ª División Panzer no le quedó más remedio que detenerse. Y al final, el destacamento del Afrika Korps que se dirigía a Tébessa también tuvo que interrumpir la marcha ante los ataques de las baterías de artillería y los cañones antitanque americanos. Rommel quedó estupefacto ante la efectividad de estas armas. Y en cuanto se despejó el cielo, la aviación aliada comenzó los bombardeos contra los vehículos blindados alemanes en retirada. El «zorro del desierto» regresó a la línea Mareth el 23 de febrero, convencido de que había propinado a los Aliados un revés suficientemente duro para desalentar cualquier intento de avance en el futuro.

Las tropas aliadas no podían creer que los alemanes se hubieran retirado, por lo que su regreso al paso de Kasserine fue lento y cauteloso. La zona estaba sembrada de tanques chamuscados, aviones estrellados y cadáveres. Cuando veían a los tunecinos robando a los muertos, los soldados americanos solían abrir fuego con sus subametralladoras Thompson, unas veces tirando a matar, otras simplemente para ahuyentarlos. El II Cuerpo de Fredenhall había perdido más de seis mil efectivos, ciento ochenta y tres tanques, ciento cuatro camiones semioruga, más de doscientos cañones y quinientos vehículos de transporte. Había sido un cruento bautismo de fuego, que se vio empeorado por las órdenes confusas de las instancias superiores. Los soldados abrieron fuego contra sus propios aviones, destruyendo o inutilizando treinta y nueve de ellos, y los escuadrones aliados atacaron los objetivos equivocados. El 22 de febrero, unos bombarderos B-17 bombardearon un aeródromo británico en vez del paso de Kasserine[24].

Aunque Rommel fue puesto al mando del Grupo de Ejércitos Afrika, por encima del general von Arnim, se enteró demasiado tarde del plan de Kesselring de lanzar otra ofensiva más al norte, la llamada Operación Cabeza de Buey. Esta no comenzó hasta el 23 de febrero, y habría debido coordinarse con ataques en los alrededores de Kasserine una semana antes. Las pérdidas de los alemanes, que vieron cómo se quedaban prácticamente sin tanques, fueron mucho más importantes que las de los británicos.

El Comando Supremo, al que Hitler había permitido recuperar el control en interés de la unidad del Eje, se negó a autorizar a Rommel la retirada de la línea Mareth. Perfectamente consciente de que Montgomery preparaba una ofensiva, Rommel decidió lanzar un ataque de desarticulación, pero los mensajes interceptados por Ultra informaron a los británicos de todo lo que debían hacer para prevenirlo. Montgomery envió inmediatamente artillería, cañones antitanque y carros de combate al sector amenazado, donde sus tropas se ocultaron. El 6 de marzo, los alemanes llegaron al lugar en el que un cuerpo entero de artillería había planeado tenderles una emboscada. Rommel perdió cincuenta y dos tanques y seiscientos treinta hombres. Injustamente, tanto Kesselring como Rommel pensaron que habían sido traicionados por los italianos.

Rommel, que padecía una ictericia y se encontraba totalmente exhausto, consideró que había llegado la hora de regresar a Alemania para recibir el tratamiento adecuado y poder descansar. El 9 de marzo abandonó el norte de África. Ya no volvería nunca más. Al día siguiente, a última hora de la tarde, fue recibido por Hitler en el Werwolf, el cuartel general del Führer en Ucrania, a las afueras de Vinnitsa. Hitler se negó a escucharlo cuando recomendó el traslado del Grupo de Ejércitos Afrika al otro lado del Mediterráneo para defender Italia. Tampoco quiso saber nada de ningún plan que supusiera reducir el frente alemán en Túnez. Rommel, al que en aquellos momentos ya consideraba un derrotista, recibió la orden de partir para recuperarse de sus enfermedades y del cansancio.

Patton, frustrado por la falta de acción en Marruecos y por la manera en la que los británicos parecían dirigir toda la guerra en el norte de África, había escrito hacía poco el siguiente comentario: «Personalmente, desearía poder salir y matar a alguien»[25]. Al final, sus plegarias fueron escuchadas, y pudo entrar en acción. En la segunda semana de marzo, Eisenhower lo envió, con el general de división Omar N. Bradley como su suplente, a relevar a Fredenhall del mando. Eisenhower destituyó también a diversos oficiales, y Alexander quiso deshacerse de Anderson, pero Montgomery no permitiría desprenderse de la única persona que Alexander quería para el puesto de nuevo comandante del I Ejército.

Patton no tardó en imponer su autoridad al II Cuerpo, empezando por exigir que sus hombres saludaran y vistieran correctamente. Todos estaban aterrorizados por la llegada de su nuevo comandante, y enseguida empezarían a llamar a la policía militar «la Gestapo de Patton»[26]. Patton quedó estupefacto cuando tuvo conocimiento del número de soldados evacuados por fatiga de combate. También sintió una profunda frustración cuando se le notificó que sus órdenes no eran atacar y avanzar hacia el mar para aislar al Panzerarmee de Rommel (llamado en aquellos momentos I Ejército Italiano) de las tropas del general von Arnim en el norte. Por el contrario, su misión consistía simplemente en amenazar su flanco para ayudar a Montgomery. Patton sospechaba que Montgomery quería toda la gloria, pero lo cierto es que Alexander, conmocionado aún por la tragedia de Kasserine, seguía sin estar preparado para confiar en las tropas americanas.

Patton tuvo que consolarse con haber sido ascendido al rango de teniente general con tres estrellas. En una reinterpretación de las instrucciones recibidas, ordenó el avance de sus divisiones que, tras reconquistar Gafsa, prosiguieron hacia el Dorsal Oriental, desde el que se domina la llanura hasta el mar. Cuando la 10.ª División Panzer intentó cortar el paso a la 1.ª División de Infantería de Patton desde las colinas de El Guettar, recibió una respuesta contundente y perdió la mitad de los tanques que le quedaban.

Montgomery decidió entonces enviar el XXX Cuerpo a un ataque frontal a la línea Mareth para inmovilizar al enemigo, mientras rebasaba su frente por el flanco suroccidental en una larga maniobra llevada a cabo por los neozelandeses de Freyberg con el apoyo de carros de combate. Pero los alemanes conocían perfectamente los planes de Freyberg, y el ataque emprendido el 20 de marzo por la 50.ª División acabó en desastre. Montgomery, que reivindicó prematuramente la victoria, no podía dar crédito a la noticia. Pero, recuperándose rápidamente, envió el X Cuerpo de Horrocks en ayuda de los neozelandeses, ordenando un ataque hacia la costa a lo largo de más de treinta kilómetros por detrás de la línea Mareth. Al mismo tiempo envió la 4.ª División India a hostigar al enemigo más de cerca por los flancos. El 26 de marzo, los neozelandeses y las brigadas acorazadas de Horrocks lograron reunirse y acabaron con las débiles defensas alemanas en el desfiladero de Tebaga. El general Giovanni Messe, al frente del I Ejército Italiano, ordenó inmediatamente la retirada de todos sus hombres por la costa hacia Túnez. Aunque puede decirse que se obtuvo una victoria, lo cierto es que las fuerzas del Eje habían conseguido escapar de nuevo.

La Fuerza Aérea del Desierto se lanzó contra las tropas alemanas en retirada. Una de las bajas fue la del coronel barón Claus Schenk von Stauffenberg, que perdió una mano y un ojo durante un ataque de los cazas aliados. El 7 de abril lograron reunirse las unidades del I y el VIII Ejército. Estas dos formaciones difícilmente habrían podido ser más distintas. En sus maltrechos tanques y camiones color arena, los veteranos del desierto mostraban una total despreocupación, por no hablar de su desprecio por las normas relacionadas con la vestimenta. Su guerra, aunque dura a veces, se había caracterizado por un mayor respeto por la vida de los prisioneros y por un número muy reducido de bajas civiles en la inmensidad del desierto. La tribu local de los senussi había conseguido librarse de lo peor del combate en el desierto, aunque unos cuantos de sus hombres, y muchos de sus camellos, habían perdido alguna extremidad en los campos de minas.

El I Ejército, en su guerra principalmente de montaña en el extremo oriental de la cordillera del Atlas, había tenido que afrontar unos combates mucho más sucios. La violencia de la guerra, cuando las unidades novatas, especialmente las americanas, muy seguras de sí mismas, toparon con las formaciones alemanas de tanques blindados y granaderos acorazados, resultó verdaderamente traumática. Aunque hubo bajas por problemas psicológicos, lo cierto es que la inmensa mayoría de esos hombres desarrolló un mecanismo de supervivencia marcado por la brutalidad. Algunos perdieron todo signo de humanidad, dedicándose a matar sádicamente a los prisioneros e incluso a disparar de manera aleatoria contra los tunecinos por simple diversión, sobre todo a los que iban montados en camello, que llegaron a convertirse para ellos en meras dianas en un campo de tiro. Los soldados británicos solían ser más disciplinados, pero también se dejaban llevar por las ideas racistas de la época. Solo unos pocos entablaron amistad con los nativos. Los franceses no fueron mucho mejores. Irónicamente, esos oficiales y soldados del antiguo ejército de Vichy querían vengarse de sus súbditos árabes que, en muchas ocasiones, habían colaborado con los alemanes, sobre todo por la política antijudía del régimen nazi. Sin embargo, incluso cuando la campaña se aproximaba a su fin con una victoria, las relaciones existentes entre los tres aliados parecían sufrir un grave empeoramiento, provocando los británicos con su actitud una acusada anglofobia a un gran número de oficiales americanos.

Eisenhower recuperó la confianza, que había comenzado a perder durante el invierno. Su ejército estaba aprendiendo de los errores cometidos. La planificación de la Operación Husky, la invasión de Sicilia, estaba muy avanzada, las fuerzas del Eje estaban a punto de ser expulsadas del norte de África y el sistema de abastecimientos funcionaba por fin según lo previsto. Los británicos estaban atónitos ante la generosidad del titán industrial americano. También estaban sorprendidos por aquel derroche, aunque no podían lamentarse mucho porque ellos eran uno de los principales beneficiarios. Pero el dispendio que suponía el enorme tamaño del cuartel general de las Fuerzas Aliadas, cuyo personal superaba los tres mil hombres, entre oficiales y otros cargos, sonrojaba incluso a Eisenhower.

A comienzos de mayo, las últimas fuerzas del Eje se veían comprimidas en el extremo septentrional de Túnez, que comprende Bizerta, la capital y la península de Cabo Bon. Aunque superaban el cuarto de millón de efectivos, apenas la mitad eran alemanes, y la mayoría de los italianos no eran soldados de combate. Con pocas municiones y casi sin reservas de combustible, los alemanes sabían que el final estaba próximo y hacían chistes sobre «Tunezgrado». La negativa de Hitler a la evacuación de sus tropas para defender el sur de Europa no levantaba precisamente la moral de los hombres, a los que les pareció increíble que el Führer siguiera enviando refuerzos en abril y en mayo. Refuerzos que acabarían siendo capturados también por los Aliados.

Los Junker 52 y los grandes aviones de transporte Messerschmitt 323 fueron una presa fácil para los cazas aliados, que sobrevolaban las aguas del Mediterráneo a la espera de poder tenderles una emboscada. Más de la mitad de la flota de transporte que le quedaba a la Luftwaffe fue destruida durante los dos últimos meses de la campaña. El domingo, 18 de abril, cuatro escuadrones de cazas estadounidenses y un escuadrón de cazas Spitfire lanzaron un ataque contra un grupo de sesenta y cinco aviones de transporte escoltados por veinte cazas. En lo que se denominó «la matanza del pavo del Domingo de Ramos», los cazas aliados derribaron setenta y cuatro aparatos aéreos enemigos. Mientras el Ejército Rojo aniquilaba al grueso del abrumador ejército de tierra alemán, los Aliados occidentales empezaban la destrucción de la Luftwaffe. El mariscal del Aire Coningham, comandante de la Fuerza Aérea del Desierto, estaba furioso por la escasa relevancia que Montgomery concedía al papel desempeñado por la RAF en el norte de África. La acción combinada de las fuerzas aéreas aliadas y la Marina Real británica, que estrangularon la línea de abastecimientos de las tropas del Eje a través del Mediterráneo, había contribuido a la victoria al menos tanto como las fuerzas terrestres.

La última fase de la destrucción de la cabeza de puente no fue, sin embargo, una tarea fácil. Montgomery atacó la zona montañosa de Enfidaville, junto a la costa, al sur de Túnez, sin apenas consecuencias. El VIII Ejército seguiría a los americanos en el aprendizaje de las duras lecciones de la guerra de montaña. Otros ataques emprendidos por el I Ejército más al oeste fueron repelidos tras encarnizados combates. La Guardia Irlandesa avanzó por un maizal con la intención de atacar una posición alemana defendida con ametralladoras, artillería y los nuevos morteros Nebelwerfer de seis cañones. Cuando un hombre caía abatido por un disparo, un camarada se encargaba de clavar su fusil en el suelo. «Por todas partes se veían culatas de fusil que señalaban la posición de un muerto, de un moribundo o de un herido», escribía un cabo. «Me detuve junto a un pobre soldado de la guardia que pedía agua. Sus heridas eran horribles. Pude ver los huesos descarnados de su brazo, y tenía una herida profunda en un costado»[27].

Los supervivientes del ataque cargaron contra un olivar que había en la colina de enfrente, obligando a los alemanes a huir. Pero en una de las trincheras, el cabo y otros dos soldados de la Guardia Irlandesa oyeron unas voces en alemán procedentes de un búnker. Arrojaron granadas a su interior y se apartaron. Luego el cabo miró dentro del oscuro búnker. «Al menos había unos veinte alemanes esparcidos por el suelo. Todos estaban vendados, y los que seguían vivos proferían gritos desgarradores. Era el lugar en el que el enemigo en retirada había abandonado a sus heridos. Di media vuelta y salí de allí sin sentir ninguna compasión. Era mucho peor el daño que ellos habían infligido a mis camaradas muertos y heridos que yacían en los maizales en llamas».

Solo el II Cuerpo de Bradley, en el oeste de Túnez, realizó un avance espectacular a comienzos de mayo. Tras reconocer el error cometido en Enfidaville, Montgomery persuadió a Alexander de que era necesario asestar un golpe contundente con todas las fuerzas disponibles para poner fin a aquella batalla de desgaste que se libraba alrededor del perímetro defensivo alemán. El 6 de mayo, Horrocks, con la 7.ª División Acorazada, la 4.ª División India y la 201.ª Brigada de la Guardia, puso en marcha la Operación Strike desde el suroeste. Siguiendo un escudo de artillería aún más compacto que el de El Alamein, las formaciones aliadas avanzaron hacia Túnez, partiendo la bolsa en dos, mientras los estadounidenses tomaban la ciudad de Bizerta, situada al norte, junto a la costa. Precedidas una vez más por el 11.º de Húsares en sus vehículos blindados, las tropas británicas entraron en Túnez al día siguiente por la tarde. El 12 de mayo todo había acabado. Casi un cuarto de millón de soldados se rindieron, entre ellos doce generales.

Hitler se convenció de que su decisión de seguir combatiendo en el norte de África hasta el final había sido la acertada, pues con ello pensaba que había aplazado la invasión aliada del sur de Europa y había logrado mantener a Mussolini en el poder. Por otro lado, había vuelto a perder una parte de sus fuerzas, unas fuerzas que iba a necesitar imperiosamente en futuras batallas.

La Segunda Guerra Mundial
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