17


CHINA Y LAS FILIPINAS

(NOVIEMBRE DE 1941-ABRIL DE 1942)


El año 1941 había comenzado con mejores perspectivas para los nacionalistas chinos. El XI Ejército japonés estaba tan disperso que no podía concentrarse para lanzar una ofensiva eficaz. Al sur del río Yangtsé, y a orillas del Jin, los nacionalistas consiguieron incluso dar un duro golpe a la 33.ª y a la 34.ª División, causando unas quince mil bajas en las filas japonesas. Y Chiang Kai-shek, en un movimiento perfectamente calculado, había obligado al Nuevo Cuarto Ejército de las guerrillas comunistas a abandonar su sector en el sur del Yangtsé para trasladarse al norte del río Amarillo. Por lo visto, aunque se llegó a un acuerdo para llevar a cabo este repliegue de fuerzas, Mao se encargó de romper este pacto. Se produjo un encarnizado enfrentamiento cuando las tropas comunistas, mal dirigidas deliberadamente por Mao, tropezaron con fuerzas nacionalistas. Como es de suponer, el relato de los acontecimientos es muy distinto, dependiendo de quién lo cuenta. De lo que no cabe la menor duda es que este episodio hizo que fuera más difícil evitar la guerra civil que más tarde estalló. Los representantes soviéticos se limitaron a expresar su preocupación por el hecho de que nacionalistas y comunistas se dedicaran a combatir unos contra otros cuando debían estar repeliendo la agresión japonesa. Pero, en el mundo en general, los partidos comunistas extranjeros utilizaron el incidente como propaganda para poner de manifiesto que los nacionalistas eran siempre los hostigadores[1].

El generalísimo, por su parte, se sentía ultrajado por la actitud de los soviéticos, que intentaban ejercer cada vez más control en el extremo noroccidental de la provincia de Sinkiang que limitaba con Mongolia, la URSS y la India. En dicha zona, en colaboración con el señor de la guerra local, Sheng Shih-tsai, la Unión Soviética había construido bases y fábricas, instalado una guarnición militar y comenzado la búsqueda de minas de estaño y yacimientos de petróleo. En un campo secreto también se adiestraban cuadros para el Partido Comunista Chino, cada vez más influyente en la provincia. El propio Sheng Shih-tsai había solicitado su ingreso en este partido político. Su petición recibió el veto de Stalin, pero luego este caudillo fue aceptado en el Partido Comunista de la URSS. Como Sinkiang era un enclave esencial para los suministros y el comercio con la Unión Soviética, los nacionalistas se encontraban con las manos atadas. Chiang Kai-shek solo podía aguardar pacientemente a que llegaran tiempos mejores para recuperar el control de lo que se había convertido en un feudo de los rusos.

A pesar de todas estas tensiones, el envío de suministros soviéticos había vuelto a comenzar, al menos por el momento, sobre todo porque Stalin temía que los japoneses se convirtieran de nuevo en una clara amenaza para sus intereses en Extremo Oriente. En una batalla por la provincia meridional de Hunan, los nacionalistas utilizaron, una vez más, su táctica de emprender la retirada para lanzar a continuación un contraataque. Solo en el sur de Shensi consiguieron los japoneses realizar un avance significativo y ocupar una valiosa región agrícola de la que los nacionalistas dependían para abastecerse de alimentos y para proporcionar nuevos reclutas a su ejército. Este episodio coincidió con su aplastante victoria en la batalla de Zhongyuan, que Chiang Kai-shek calificaría de «el hecho más vergonzoso en la historia de la guerra contra Japón»[2].

Ernest Hemingway y su nueva esposa, Martha Gellhorn, estaban viajando por China en esos días, y la miseria y la sordidez que los rodeaba hicieron mella incluso en la intrépida Gellhorn. «China me ha curado: no quiero emprender más viajes», escribió a su madre. «Es angustioso observar la realidad de la vida en Oriente, y un horror compartirla». La suciedad, los olores, las ratas y las chinches tuvieron su efecto. En Chungking, capital nacionalista, que Hemingway nos describe como «gris, amorfa, enfangada, un montón de tediosos edificios de cemento y de míseras barracas», la pareja almorzó con Chiang Kai-shek y su mujer, y más tarde les dijeron que era un gran honor que el generalísimo los hubiera recibido sin llevar puesta la dentadura postiza.

Al líder nacionalista no le habría complacido saber que Gellhorn había quedado gratamente sorprendida por el representante comunista en Chungking, Chou En-lai. Hemingway, por su parte, puso de manifiesto que había dejado de ver a los comunistas con aquella complacencia de su época en España. Era perfectamente consciente de la eficacia de su propaganda y de cómo partidarios de su ideología, como Edgar Snow, habían conseguido convencer a los lectores estadounidenses de que las fuerzas de Mao combatían con ahínco mientras los corruptos nacionalistas no hacían prácticamente nada, cuando, en realidad, era todo lo contrario[3].

Era cierto que había corrupción en la China nacionalista, pero esta no se daba en todos los ejércitos ni entre todos los oficiales. Algunos oficiales de estado mayor del XV Ejército, acostumbrados a las viejas usanzas, solían utilizar los camiones militares para traer opio de Szechuan y venderlo en el valle del Yangtsé, pero no todos los oficiales nacionalistas seguían estas prácticas propias de la tradición de los señores de la guerra. Aunque algunos se dedicaban descaradamente a robar y vender las raciones de comida de sus propios soldados, otros, de mentalidad más moderna y liberal, se rascaban los bolsillos y compraban con su dinero suministros médicos para sus hombres. Y los comunistas no fueron mejores. Su producción y venta de opio fue concebida para crear una reserva de fondos que más tarde les permitiera combatir a los nacionalistas. En 1943, el embajador soviético calculó que los comunistas habían vendido cuarenta y cuatro mil setecientos sesenta kilos de opio, por un valor de sesenta millones de dólares de la época[4].

La invasión de la Unión Soviética en junio de 1941 por parte de la Alemania nazi tenía dos vertientes desde el punto de vista nacionalista. En el aspecto positivo, significaba que Stalin ya no podía permitirse el lujo de mostrarse tan firme en su idea de controlar la provincia de Sinkiang. Y, sobre todo, venía a delimitar claramente quién era quién en la Segunda Guerra Mundial, colocando a Gran Bretaña, a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en un mismo bando frente a Alemania y a Japón. En el aspecto negativo, significaba que Stalin intentaría evitar por todos los medios un enfrentamiento abierto con Japón. El dictador soviético, temiendo una concentración de fuerzas niponas en el norte, pidió a los comunistas chinos que lanzaran un gran ataque con sus guerrillas, pero, aunque en un principio pareció aceptar la propuesta, al final Mao no hizo nada. La única ofensiva comunista, la Operación de los Cien Regimientos, se había producido el verano anterior. La campaña había enfurecido a Mao, pues había repercutido en beneficio de los nacionalistas en un momento malo para ellos, y, aunque se consiguió infligir graves daños en las líneas ferroviarias y en las minas, el número de bajas en las filas comunistas había sido elevadísimo.

A pesar de que las fuerzas comunistas volvieron a adoptar una postura prácticamente neutral a lo largo de 1941, el comandante japonés, el general Okamura Yasuji, en un ejemplo de contrainsurgencia, lanzó sus salvajes ofensivas de los «tres todos[5]» —«matarlos a todos, quemarlo todo y destruirlo todo»— contra las regiones controladas por los comunistas. Cuando no eran asesinados, los varones jóvenes eran capturados para trabajar como mano de obra esclava. El hambre también se utilizó como arma. Los japoneses quemaban todas las cosechas que no podían aprovechar. Se calcula que la población de las regiones controladas por los comunistas pasó de cuarenta y cuatro millones a apenas veinticinco en este período[6].

Para sorpresa y consternación de Moscú, Mao ordenó la retirada de muchas de sus fuerzas, y dividió aquellas que seguían tras las líneas japonesas. En opinión de los soviéticos, fue un acto de traición contra el «internacionalismo proletario»[7], que obligaba a los comunistas de todo el mundo a realizar cualquier tipo de sacrificio por la «Madre Patria de los oprimidos». Stalin tuvo entonces la absoluta certeza de que Mao estaba más interesado en arrebatar territorio a los nacionalistas que en combatir a los japoneses. Además, Mao intentaba por todos los medios reducir la influencia soviética en el seno del Partido Comunista Chino.

Aunque Stalin había firmado en el mes de abril un pacto de no agresión con Japón, interrumpiendo a continuación el envío de material bélico a los nacionalistas, seguía proporcionándoles asesoramiento militar. En aquellos momentos el principal asesor era el general Vasily Chuikov, que más tarde comandaría el LXII Ejército en la defensa de Stalingrado. En total, unos mil quinientos oficiales del Ejército Rojo habían prestado sus servicios en China, donde pudieron adquirir más experiencia y probar nuevas armas como habían hecho en España durante la guerra civil[8].

Los británicos también proporcionaron armas y adiestramiento a los destacamentos de guerrilleros chinos. Todo ello fue organizado por el departamento de la Dirección de Operaciones Especiales en Hong Kong, pero como sus oficiales comenzaron a armar a grupos comunistas de la zona del río Dong (río Este), Chiang exigió que se interrumpiera el proyecto. Los Estados Unidos, por su parte, también habían empezado a proporcionar ayuda. Dicha ayuda se materializó en la creación del Grupo de Voluntarios Americanos, los llamados Tigres Voladores, a las órdenes de un oficial retirado de las fuerzas aéreas estadounidenses, Claire Chennault, asesor de aviación de Chiang Kai-shek. Esta formación disponía de un centenar de cazas Curtiss P-40, cuya base se encontraba en Birmania con la finalidad de proteger las carreteras que conducían al suroeste de China. Sin embargo, a no ser que el piloto utilizara tácticas especiales, poco podían hacer estos aparatos frente a los poderosos Mitsubishi Zero japoneses.

En la propia China, y especialmente en la ciudad de Chungking, los pilotos de las pequeñas fuerzas aéreas nacionalistas hacían lo que podían para romper las formaciones de bombarderos japoneses. En diciembre de 1938, el cuartel general imperial se había visto obligado a reconocer que las tácticas de los nacionalistas chinos habían destruido cualquier posibilidad de obtener una rápida victoria. De modo que decidió recurrir a los bombardeos estratégicos, con la esperanza de acabar con la determinación china de oponer resistencia. Todos los centros industriales fueron atacados, pero el objetivo principal fue la capital de los nacionalistas, que fue víctima de constantes incursiones aéreas en las que se lanzaron explosivos detonantes y bombas incendiarias. Los japoneses adoptaron la estrategia de emprender múltiples ataques de breve duración para mantener la ciudad constantemente en alerta y agotar sus defensas aéreas. Los historiadores chinos hablan del «Gran Bombardeo de Chungking», cuya fase más intensa se prolongó desde enero de 1939 hasta diciembre de 1941, cuando la aviación de la Armada nipona tuvo que trasladarse al teatro de operaciones del Pacífico. Más de quince mil civiles chinos perdieron la vida, y unos veinte mil sufrieron heridas de gravedad[9].

El 18 de septiembre de 1941, el XI Ejército japonés lanzó con cuatro divisiones una nueva ofensiva contra otra ciudad importantísima desde el punto de vista estratégico: Changsha. Las fuerzas chinas tuvieron que replegarse en medio de cruentos combates. Como siempre, los heridos fueron los que salieron peor parados durante la retirada. Un médico chino de Trinidad, en las Antillas, describió una escena, por desgracia habitual: «Había en la carretera una ambulancia de la Cruz Roja rodeada de cientos de heridos que permanecían de pie o echados en el suelo. Estaba llena, y los heridos más leves se habían subido al techo del vehículo. Algunos se habían amontonado incluso en el asiento del chófer. El conductor estaba de pie ante ellos, con los brazos alzados, suplicando desesperadamente. No era una escena insólita. Los heridos solían echarse en medio de la carretera para impedir que los camiones marcharan dejándolos atrás»[10].

Durante este nuevo intento de rodear Changsha, los japoneses sufrieron por una vez más bajas que las que infligieron. La combinación de operaciones convencionales con tácticas casi guerrilleras por parte de los nacionalistas estaba dando sus frutos. El plan había sido trazado por el general Chuikov. Sin embargo, como en ocasiones anteriores, los chinos contraatacaron justo cuando el enemigo entraba en la ciudad. Fuentes niponas afirmaron que sus fuerzas se habían replegado simplemente porque seguían órdenes del cuartel general imperial, pero los chinos proclamaron a los cuatro vientos que habían obtenido una importante victoria.

Por otro lado, los chinos habían enviado un gran contingente contra Ichang, puerto fluvial estratégico a orillas del Yangtsé, para tratar de recuperarlo. El 10 de octubre estuvieron a punto de acabar con la 13.ª División nipona que defendía la ciudad. «La situación de la división era tan desesperada que el estado mayor se preparó para prender fuego a las banderas de la formación, destruir los documentos secretos y suicidarse». Pero la unidad fue salvada en el último minuto por la 39.ª División que acudió en su rescate[11].

Tanto los ejércitos nacionalistas y sus aliados, los señores de la guerra locales, como los comunistas chinos emprendieron deliberadamente una larga campaña de gran envergadura desde el punto de vista geográfico, evitando el lanzamiento de grandes ofensivas. A veces, los nacionalistas y, especialmente, los comunistas pactaron treguas con los japoneses en zonas determinadas. El ejército imperial nipón, por su parte, utilizó China como campo de entrenamiento para sus nuevas formaciones. Y aunque la resistencia continuada de China a la ocupación japonesa no alteró el resultado de la guerra en Extremo Oriente, sí tuvo una serie de consecuencias indirectas realmente importantes.

Incluso cuando los japoneses empezaron su guerra generalizada en el Pacífico en diciembre de 1941, su Ejército Expedicionario Chino seguía contando con unos seiscientos ochenta mil efectivos. Esta cifra multiplicaba por cuatro el número total de fuerzas terrestres niponas utilizadas para atacar las posesiones británicas, holandesas y estadounidenses. Además, como han señalado diversos historiadores, el dinero y los recursos que desde 1937 venían destinándose a la guerra chino-japonesa habrían podido ser utilizados con mayor provecho en la preparación de la guerra del Pacífico, en concreto en la construcción de más portaaviones. Sin embargo, la consecuencia más importante de la resistencia china fue que consiguió, en combinación con la victoria obtenida por los soviéticos en Khalkhin-Gol, que los japoneses se negaran a atacar Siberia cuando el Ejército Rojo atravesaba su momento más crítico en el otoño y comienzos del invierno de 1941. Es muy probable que el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial hubiera sido distinto de haberse lanzado ese ataque.

En febrero de 1942, el general Marshall nombró al general de división Joseph Stilwell comandante de las fuerzas estadounidenses en China y Birmania. Stilwell había sido agregado militar en Nanjing con el gobierno nacionalista cuando, en 1937, empezó la «Guerra de Resistencia» contra Japón. Así pues, no es de extrañar que en Washington se le considerara todo un experto en lo tocante a China. Pero «Vinegar Joe» Stilwell pensaba de los oficiales chinos que eran unos individuos perezosos, hipócritas, complicados, inescrutables, sin disciplina militar, corruptos e incluso estúpidos. Su visión se correspondía en gran medida a la idea decimonónica de que China era «el gran enfermo de Asia»[12]. Al parecer, no sabía comprender las dificultades reales a las que se enfrentaba el régimen de Chiang Kai-shek, especialmente las relacionadas con los problemas de abastecimiento de alimentos, que habían forzado la retirada de un gran número de tropas a regiones agrícolas más ricas simplemente para evitar su deserción por hambre.

La comida, como Stilwell se negaba a reconocer, estaba condenada a convertirse en la principal preocupación de los nacionalistas, especialmente después de que sus territorios se vieran invadidos por una marea de refugiados —más de cincuenta millones— que huía de la crueldad de los japoneses. Tras una serie de malas cosechas, y de perder importantes regiones agrícolas en beneficio del enemigo, los precios de los alimentos experimentaron una escalada vertiginosa. Los campesinos y los refugiados comenzaron a morir de hambre, e incluso los oficiales de rango medio tuvieron dificultades para alimentar a sus familias. Para el gobierno era prácticamente imposible impedir que los especuladores y algunos funcionarios y oficiales se dedicaran a almacenar grano y arroz para venderlo más tarde y obtener jugosos beneficios, aunque parte de los alimentos se pudriera en los depósitos. La corrupción que Stilwell tanto condenaba era muy difícil de combatir.

La solución que adoptaron los nacionalistas fue obligar a los campesinos a pagar sus tributos en especie, pero esta medida cargaba sobre sus espaldas el peso de tener que alimentar unos ejércitos enormes, en un momento en el que esos mismos campesinos también eran reclutados masivamente para prestar servicio militar. En poco tiempo el hambre reinó en muchas regiones. En consecuencia, se hicieron más difíciles los reclutamientos, obligando a los oficiales encargados de esta tarea a recurrir a la fuerza, ignorando cualquier tipo de exención[13]. Las raciones de comida no paraban de reducirse, y al término de la guerra, debido a la inflación, la paga mensual de un soldado no daba ni para comprar dos coles. Una sociedad agraria dispersa, saqueada y vapuleada, en la que habían quedado interrumpidas las comunicaciones, estaba condenada a que le resultara prácticamente imposible poder afrontar una guerra moderna[14]. A los comunistas les fue mejor en sus regiones menos pobladas, sobre todo porque impusieron duros controles en todos los ámbitos. También demostraron mayor previsión con su manera de utilizar la mano de obra, pues incluso obligaron a sus tropas a colaborar en la cosecha de los campos. Los ejércitos comunistas también crearon sus propios centros agrícolas para el abastecimiento de los soldados. De este modo se ganaban el apoyo de más campesinos que los nacionalistas. Pero su gran ventaja fue que, en comparación, no se vieron tan hostigados como los nacionalistas, contra los que los japoneses concentraron sus fuerzas.

Marshall había elegido también a Stilwell porque era un general totalmente comprometido con la doctrina militar norteamericana, que hacía hincapié en la importancia de la ofensiva. Pero los nacionalistas y los ejércitos de sus aliados simplemente no estaban en posición de emprender operaciones efectivas. Carecían de medios de transporte para concentrar sus fuerzas, carecían de apoyo aéreo y carecían de carros blindados. Por todas estas razones, Chiang Kai-shek se había dado cuenta, antes incluso de que estallara el conflicto armado, de que la única posibilidad que tenían de sobrevivir era llevando a cabo una lenta y larga guerra de desgaste. El generalísimo, un hombre realista que conocía su país y las limitaciones de sus ejércitos mucho mejor que Stilwell, tuvo que soportar repetidas veces recriminaciones por su falta de «espíritu ofensivo»[15]. Stilwell lo calificaba con desprecio y desdén de «militar de tres al cuarto». Chiang, subestimando el enfado de la opinión pública americana con Japón, se equivocaba al temer que los Estados Unidos acabaran haciendo las paces con Tokio y lo abandonaran a su suerte. Y como necesitaba desesperadamente su ayuda, pensaba que no había más remedio que aguantar a ese aliado tan irrespetuoso.

Stilwell también compartía con Marshall y sus acólitos la sospecha de que los británicos estaban interesados exclusivamente en recuperar su imperio, y que para conseguirlo estaban dispuestos a manipular el apoyo de los Estados Unidos. Sin embargo, nadie compartía su opinión de que China era el mejor lugar para derrotar a los japoneses. Esta idea chocaba con la estrategia de Washington de alentar a Chiang Kai-shek a entretener el mayor número de fuerzas niponas posible mientras los Estados Unidos recuperaban su hegemonía en el Pacífico. Marshall se opuso firmemente a la solicitud de Stilwell de enviar a China un contingente americano que actuara como punta de lanza en el combate.

Ese mismo convencimiento de la importancia de la guerra en China llevó a Stilwell, sin embargo, a concentrar su atención en Birmania con el fin de asegurar las vías de abastecimiento de los nacionalistas. Los británicos, por su parte, veían en las fuerzas de Chiang Kai-shek un instrumento para defender la India, que más tarde podía serles útil como aliado para recuperar dos posesiones imperiales perdidas: Birmania y Malaca. Hong Kong era un asunto mucho más complejo, como bien sabían, pues Chiang pretendía anexionarla a China.

A pesar de ser en parte responsable del desastre de Birmania, Stilwell aparecía como un héroe en la prensa americana, que desconocía por completo lo que estaba ocurriendo en China. Hasta 1941, los nacionalistas habían sabido conducir bien la guerra, consiguiendo equilibrar las necesidades de la economía rural con el reclutamiento anual de unos dos millones de hombres y su alimentación. Pero con su ofensiva desde el sur de Shensi, en el curso de la cual capturaron un enclave vital de comunicaciones, Ichang, a orillas del Yangtsé, los japoneses dejaron al grueso de las fuerzas nacionalistas aislado de su centro de abastecimiento de alimentos en Szechuan.

Chiang Kai-shek quedó consternado cuando Stilwell, después del repliegue de tropas en Birmania, se retiró a la India en 1942 con dos de sus mejores divisiones. Sospechaba, con razón, que el general americano estaba tratando de crear un mando independiente, pero lo aceptó con tal de que esas formaciones no cayeran bajo el control de los británicos. Dichas divisiones, la 22.ª y la 38.ª, fueron reequipadas con material del programa norteamericano de Préstamo y Arriendo destinado a los nacionalistas chinos; material que había ido acumulándose porque no podía llegar a los ejércitos de Chiang debido a que la carretera de Birmania había caído en manos del enemigo. El envío de suministros solo podía realizarse, pero en pequeñas cantidades, en aviones de transporte que tenían que sobrevolar lo que los pilotos llamaban la «Joroba» del Himalaya. De las ayudas destinadas a los nacionalistas, una gran parte no salió de los almacenes de los Estados Unidos, y otra fue entregada a los británicos. Inevitablemente, el control de Stilwell sobre los suministros proporcionados por el programa de Préstamo y Arriendo de los Estados Unidos provocaba tensiones y recelos en sus relaciones con el generalísimo, cuyo jefe de estado mayor se suponía que era él mismo. Stilwell estaba firmemente convencido de que, como responsable de la distribución de las ayudas, debía utilizarlas como medio de presión para obligar a Chiang a hacer lo que se le ordenara.

La guerra del Pacífico, con sus grandes operaciones navales y con las intervenciones de la aviación en apoyo de los desembarcos anfibios, fue muy distinta de la que se desarrolló en China continental. En las Filipinas, el general MacArthur no había movido el grueso de sus tropas cuando los japoneses, el 10 de diciembre de 1941, desembarcaron pequeños contingentes en el extremo septentrional de Luzón, principal isla del archipiélago. Dio por supuesto acertadamente que se trataba de una serie de ataques de diversión con el fin de obligarle a dividir sus fuerzas. Dos días después, tuvo lugar otro desembarco de los japoneses en una península del sureste de Luzón. El gran ataque no se produjo hasta el 22 de diciembre, cuando cuarenta y tres mil efectivos del XIV Ejército nipón desembarcaron en unas playas situadas a unos doscientos kilómetros al norte de Manila.

Los dos desembarcos principales pusieron de manifiesto que la intención del ejército imperial japonés era atacar la capital filipina con un movimiento de pinza. En teoría MacArthur estaba al frente de una fuerza de ciento treinta mil hombres, pero en su inmensa mayoría pertenecían a unidades de reserva locales. En realidad, solo disponía de unos treinta y un mil soldados americanos y filipinos en los que sabía que podía confiar. Las puntas de lanza blindadas de las resistentes fuerzas japonesas, curtidas en el campo de batalla, no tardaron en obligar a los hombres de MacArthur a retirarse hacia la bahía de Manila. El general americano puso en marcha el plan de contingencia previsto, el «Naranja»[16]. Este consistía en retirar a sus tropas al interior de la península de Bataán, en el lado oeste de la bahía de Manila, y resistir allí. Desde la isla de Corregidor, situada frente a la costa de la gran ensenada, se podía controlar el paso de naves con las baterías costeras y defender el extremo suroriental de la península de cincuenta kilómetros de longitud.

Como no disponía de suficientes medios de transporte militares para trasladar a sus tropas del sur, MacArthur requisó los pintorescos autobuses multicolores de la ciudad de Manila. A última hora de la tarde del 24 de diciembre, acompañado por el presidente Manuel Quezón y su gobierno, el general americano abandonó la capital a bordo de un barco de vapor para instalar su cuartel general en «la Roca», esto es, la isla-fortaleza de Corregidor. Se prendió fuego a las grandes cisternas de combustible y a los almacenes de los alrededores de Manila y de los astilleros navales, lo que hizo que gigantescas columnas de humo negro se elevaran hacia el cielo.

La retirada a Bataán de los quince mil efectivos americanos y los sesenta y cinco mil filipinos, así como la creación de la primera línea defensiva a lo largo del río Pampanga, no fue tarea fácil. Muchos reservistas filipinos se habían esfumado y habían vuelto a sus casas, pero otros se dirigieron a las montañas para seguir una guerra de guerrillas contra el invasor. Al otro lado de la bahía, frente a la costa de Bataán, los japoneses entraban en Manila el 2 de enero de 1942. El problema principal de MacArthur era tener que alimentar a los ochenta mil soldados y a los veintiséis mil refugiados presentes en la península en un momento en el que la Marina nipona bloqueaba totalmente la zona y controlaba el cielo.

Los ataques japoneses comenzaron el 9 de enero. Las fuerzas de MacArthur que defendían el cuello de la península de Bataán estaban divididas en el centro por el monte Natib. La densa jungla y los barrancos del lado occidental de la península y los pantanos del sector oriental, bañado por las aguas de la bahía de Manila, constituían, cada uno a su manera, un terreno infernal. La malaria y el dengue hacían estragos entre los hombres de MacArthur, que disponían de muy poca quinina y carecían de otros medicamentos esenciales. Muchos estaban sumamente debilitados por culpa de la disentería, «los rápidos del Yangtsé» como decía la infantería de marina americana. El principal error cometido por MacArthur fue dispersar sus provisiones en lugar de concentrarlas en Bataán y en Corregidor.

Después de dos semanas de combates encarnizados, el 22 de enero los japoneses lograron abrirse paso hasta llegar al centro montañoso de la península, obligando a las tropas de MacArthur a replegarse tras otra línea defensiva situada mucho más al sur. Los soldados aliados, con los uniformes hechos jirones, y con el cuerpo cubierto de llagas por culpa de la jungla y los pantanos, estaban exhaustos y muy debilitados. Pero en el extremo suroccidental de la península se cernía una nueva amenaza: cuatro desembarcos anfibios japoneses. Con muchísima dificultad, las tropas de MacArthur consiguieron contener el avance de estas fuerzas enemigas, aunque a costa de un gran número de bajas en uno y otro bando.

La férrea resistencia de los soldados americanos y filipinos había sido tan efectiva y había provocado tantas pérdidas a los japoneses que a mediados de febrero el teniente general Homma Masaharu decidió que sus tropas se replegaran, cediendo un poco de terreno, para que descansaran mientras llegaban los refuerzos. Aunque esta acción subió la moral de los Aliados, que aprovecharon la ocasión para mejorar sus defensas, lo cierto es que el elevado índice de enfermedades y el hecho de saber que nadie iba a acudir en su ayuda no tardaron en tener sus efectos. Muchos de los «Batalladores Bastardos de Bataán»[17], como se llamaban a sí mismos, se sintieron amargados y decepcionados cuando MacArthur, desde la seguridad de los túneles de cemento armado de la isla de Corregidor, los exhortó a realizar un esfuerzo más. Comenzaron a llamarlo Dugout Doug [«Douglas el Atrincherado»]. MacArthur quería quedarse en las Filipinas, pero recibió directamente de Roosevelt la orden de dirigirse a Australia para preparar la contraofensiva. El 12 de marzo, acompañado de su familia y del personal de su estado mayor, partió en una flotilla de cuatro lanchas de torpederas PT.

Los que quedaron atrás, a las órdenes del general de división Jonathan Wainwright, eran perfectamente conscientes de que no tenían ninguna esperanza. Debido a la inanición y a las enfermedades, ni siquiera una cuarta parte de ellos estaba en condiciones de luchar. Las tropas del general Homma, por otro lado, habían sido reforzadas con veintiún mil efectivos, con bombarderos y con artillería. El 3 de abril, los japoneses atacaron de nuevo con una furia inusitada. La línea defensiva fue destruida, y el 9 de abril las tropas de Bataán, comandadas por el general de división Edward King Jr., se rindieron al enemigo. Por su parte, Wainwright seguía resistiendo en Corregidor, pero «la Roca» fue pulverizada con continuos bombardeos y por el fuego incesante de la artillería naval y terrestre. La noche del 5 de mayo, tropas japonesas desembarcaron en la isla, y al día siguiente, Wainwright, desolado, no tuvo más remedio que presentar la rendición de sus trece mil hombres. Pero lo que no sabían los defensores de Bataán y de Corregidor es que su agonía aún no había terminado.

La Segunda Guerra Mundial
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Introduccion.xhtml
1.xhtml
2.xhtml
3.xhtml
4.xhtml
5.xhtml
6.xhtml
7.xhtml
8.xhtml
9.xhtml
10.xhtml
11.xhtml
Fotos1.xhtml
12.xhtml
13.xhtml
14.xhtml
15.xhtml
16.xhtml
17.xhtml
18.xhtml
19.xhtml
20.xhtml
21.xhtml
22.xhtml
23.xhtml
Fotos2.xhtml
24.xhtml
25.xhtml
26.xhtml
27.xhtml
28.xhtml
29.xhtml
30.xhtml
31.xhtml
32.xhtml
Fotos3.xhtml
33.xhtml
34.xhtml
35.xhtml
36.xhtml
37.xhtml
38.xhtml
39.xhtml
40.xhtml
41.xhtml
42.xhtml
43.xhtml
44.xhtml
Fotos4.xhtml
45.xhtml
46.xhtml
47.xhtml
48.xhtml
49.xhtml
50.xhtml
Agradecimientos.xhtml
autor.xhtml
Abreviaturas.xhtml
notas.xhtml
NotasIntro.xhtml
Capitulo1.xhtml
Capitulo2.xhtml
Capitulo3.xhtml
Capitulo4.xhtml
Capitulo5.xhtml
Capitulo6.xhtml
Capitulo7.xhtml
Capitulo8.xhtml
Capitulo9.xhtml
Capitulo10.xhtml
Capitulo11.xhtml
Capitulo12.xhtml
Capitulo13.xhtml
Capitulo14.xhtml
Capitulo15.xhtml
Capitulo16.xhtml
Capitulo17.xhtml
Capitulo18.xhtml
Capitulo19.xhtml
Capitulo20.xhtml
Capitulo21.xhtml
Capitulo22.xhtml
Capitulo23.xhtml
Capitulo24.xhtml
Capitulo25.xhtml
Capitulo26.xhtml
Capitulo27.xhtml
Capitulo28.xhtml
Capitulo29.xhtml
Capitulo30.xhtml
Capitulo31.xhtml
Capitulo32.xhtml
Capitulo33.xhtml
Capitulo34.xhtml
Capitulo35.xhtml
Capitulo36.xhtml
Capitulo37.xhtml
Capitulo38.xhtml
Capitulo39.xhtml
Capitulo40.xhtml
Capitulo41.xhtml
Capitulo42.xhtml
Capitulo43.xhtml
Capitulo44.xhtml
Capitulo45.xhtml
Capitulo46.xhtml
Capitulo47.xhtml
Capitulo48.xhtml
Capitulo49.xhtml
Capitulo50.xhtml
NotasEditorDigital.xhtml