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LA BATALLA DEL ATLÁNTICO Y LOS BOMBARDEOS ESTRATÉGICOS
(1942-1943)
El éxito de la Marina Real y de la RAF británicas hundiendo los barcos cargados de suministros y pertrechos destinados al Afrika Korps de Rommel en el otoño de 1941 había inducido a Hitler a ordenar el traslado de submarinos del Atlántico al Mediterráneo y sus accesos. Estos submarinos del Mediterráneo cosecharon algunos éxitos notables con el hundimiento en el mes de noviembre del portaaviones Ark Royal y el del acorazado Barham, ambos de la marina de Su Majestad, pero la contribución de Ultra a la supervivencia del VIII Ejército en el norte de África fue considerable.
El jefe de estado mayor de la marina norteamericana, el almirante Ernest King, era reacio a imponer el uso sistemático de convoyes a lo largo de la costa este de los Estados Unidos, aunque el país estuviera en esos momentos en guerra con Alemania. El almirante Dönitz ordenó a algunos de sus submarinos Tipo IX que se dirigieran a esa zona, en la que debían atacar a los barcos enemigos, especialmente petroleros, en plena noche, cuando su figura se recortara ante las brillantes luces de la costa. Las pérdidas fueron tantas que King, presionado por el general Marshall, se vio obligado a primeros de abril a introducir convoyes provistos de escolta. Los alemanes trasladaron entonces sus ataques al Caribe y al golfo de México.
En febrero de 1942, la Kriegsmarine añadió un cuarto rotor a sus máquinas Enigma. Bletchley Park llamó al nuevo sistema «Shark» (Tiburón) y luchó sin éxito durante meses para descifrarlo. Para empeorar las cosas, los alemanes descifraron por entonces el código del Almirantazgo denominado Cifra Naval 3, con el que se comunicaban detalles de los convoyes a los americanos. Aunque en el mes de agosto los ingleses sospecharon que había sido descifrado, el Almirantazgo siguió inexplicablemente utilizándolo otros diez meses más, con unas consecuencias desastrosas.
En 1942 fueron hundidos mil cien barcos en total, ciento setenta y tres de ellos solo en el mes de junio. Pero a finales de octubre los ingleses se incautaron de una máquina Enigma con todos sus elementos que encontraron en un submarino a punto de hundirse en el Mediterráneo oriental. De ese modo, a mediados de diciembre los descifradores de Bletchley Park habían logrado ya penetrar los entresijos de «Shark». Las rutas de los convoyes pudieron volver a ser modificadas para esquivar las «manadas de lobos» y los aviones antisubmarinos de Canadá, Islandia y el Reino Unido pudieron ser guiados hasta las zonas de concentración de los U-Boote. Esta circunstancia obligó a las «manadas de lobos» a concentrarse en el «hoyo negro» situado en medio del Atlántico, lejos del radio de acción de su aviación, cuyas bases estaban en la costa.
Para ampliar su radio de acción y el tiempo de permanencia en el mar de sus submarinos, el Grossadmiral Dönitz, que había sido ascendido cuando sustituyó a Raeder como comandante en jefe de la Kriegsmarine, introdujo los submarinos «lecheras», que se encargaban de reabastecer de combustible y de armamento a sus «manadas de lobos» en pleno mar. En el mes de diciembre envió incluso varios U-Boote al océano Índico. Durante la Operación Torch, el U-173 hundió tres navíos de la flota invasora frente a las costas de Casablanca, y la noche siguiente el U-130, cuyo capitán era Ernst Kals, hundió otros tres.
Por esa misma época, seguía en uso la «Ruta del Infierno» de los convoyes del Ártico. Durante los meses de verano las noches eran tan cortas que tanto los buques de escolta como los mercantes sufrían constantes ataques lanzados desde las bases de la Luftwaffe en el norte de Noruega. Además de submarinos, la Kriegsmarine colaboraba enviando destructores pesados desde sus atracaderos de los fiordos. En invierno, la superestructura de los barcos quedaba literalmente enterrada en hielo, que debía ser arrancado con hachas. Y los tripulantes de cualquier barco que fuera hundido tenían muy pocas posibilidades de supervivencia si se veían obligados a arrojarse al agua. Morían de hipotermia en tres minutos.
Decidido a mejorar la seguridad de los convoyes destinados a Rusia, Churchill había pretendido invadir y retener el norte de Noruega por medio de la Operación Júpiter. Desde el otoño de 1941 había venido trayendo de cabeza a sus jefes de estado mayor con diversos planes de desembarco en la zona. Una y otra vez estos habían repetido los mismos sensatos argumentos explicándole por qué el plan era impracticable. Carecían de los barcos y los buques de guerra necesarios, y la región estaba demasiado lejos para proporcionar cobertura aérea a la operación. En mayo de 1942 Churchill volvió a la carga. En julio se le ocurrió la idea de que podía ser una tarea apropiada para el Cuerpo Canadiense alegando que estaba acostumbrado a las duras condiciones meteorológicas. El general Andrew McNaughton, jefe supremo de la citada unidad, calculaba que para llevar a cabo la misión se necesitarían «cinco divisiones, veinte escuadrillas y una gran flota»[1]. Churchill pretendió enviar a McNaughton a Moscú para discutir el proyecto con Stalin. Sería necesaria la firme oposición de los canadienses y de los jefes de estado mayor para que el primer ministro abandonara por fin el plan muchos meses después. En Washington, el general Marshall se opuso también totalmente a semejante dispersión de fuerzas.
El 31 de diciembre de 1942, el Convoy JW-51B con destino a Murmansk fue atacado frente a las costas del cabo Norte por el crucero pesado Admiral Hipper, el Lützow y seis destructores. Cuatro escoltas de la Marina Real arremetieron inmediatamente contra ellos. Aunque uno de los destructores ingleses, el Achates, y un dragaminas fueron hundidos, causaron graves daños al Hipper y hundieron un destructor alemán. Tras repeler a una fuerza superior, las escoltas, con el buque Onslow a la cabeza, lograron conducir al convoy a su destino.
En la conferencia de Casablanca de enero de 1943, las bases y los astilleros de los submarinos fueron considerados objetivo prioritario del Mando de Bombarderos de la RAF. El 13 de febrero, Lorient, una de las principales bases de la costa atlántica francesa, fue objeto de un intensísimo bombardeo. También fue atacada Saint-Nazaire. Pero a pesar de la enorme cantidad de bombas lanzadas, habitualmente mil toneladas cada vez, se comprobó que los refugios de hormigón armado eran demasiado fuertes. Se consideró que era mucho más eficaz colocar grandes cantidades de minas frente a las costas de Bretaña.
La mejora de los radares instalados en los bombarderos antisubmarinos Liberator y en los Sunderland empezó a surtir efecto enseguida. El golfo de Vizcaya se convirtió en un auténtico campo de tiro para las escuadrillas del Mando Costero de la RAF, que operaban desde el sur de Inglaterra. Pero las manadas de lobos del «hoyo negro» siguieron cobrándose muchas víctimas. En marzo de 1943, con el mar embravecido, el Convoy HX-229, que iba a toda velocidad, adelantó al SC-122. Este último ofrecía a las «manadas de lobos» un blanco de noventa mercantes, protegidos solo por dieciséis buques de escolta. Dönitz había concentrado treinta y ocho submarinos en la zona, que durante la noche del 20 de marzo hundieron veintiuna embarcaciones. Solo la llegada de los Liberator, que despegaron de Islandia a la mañana siguiente, salvó a los barcos que aún quedaban de ambos convoyes.
En aquellos momentos Dönitz contaba con doscientos cuarenta submarinos operativos. El 30 de abril, concentró cincuenta y uno de ellos entre Groenlandia y Terranova para interceptar al Convoy ONS-5. Pero como Bletchley Park había descifrado ya el código «Tiburón», fueron enviados desde St John’s cinco destructores más, respaldados por los Catalina de la Real Fuerza Aérea Canadiense. Gracias a su notable autonomía de vuelo, los Liberator habían reducido las dimensiones del «hoyo negro», y los buques de escolta iban equipados con un nuevo sistema de búsqueda de dirección de alta frecuencia, capaz de situar a los submarinos en la superficie incluso a sesenta y cinco kilómetros de distancia. Los convoyes incluían portaaviones de escolta, destructores y corbetas armadas con un nuevo invento llamado Hedgehog (Erizo), que disparaba cargas de profundidad por la parte delantera, y no solo por debajo de la popa. Durante la primera semana de mayo, los submarinos de Dönitz interceptaron el convoy. Hundieron trece embarcaciones, pero el contraataque de los buques escolta y de la aviación supuso el hundimiento de siete U-Boote. Este revés obligó a Dönitz a retirar el resto.
Durante el mes de mayo, el almirante se vio obligado a admitir que su táctica acumulativa en «manada de lobos» ya no funcionaba. Un grupo de treinta y tres submarinos intentó atacar al Convoy SC-130. No pudieron hundir ni un solo barco y cinco de ellos se perdieron. Uno, el U-954, fue hundido por un Liberator del Mando Costero. Toda su tripulación perdió la vida, incluido el hijo de Dönitz, Peter, de veintiún años. En total la Kriegsmarine perdió treinta y tres U-Boote durante ese mes. El 24 de mayo, Dönitz ordenó replegarse a casi todos sus submarinos del Atlántico Norte y situarse al sur de las Azores. A Churchill se le vino encima su mayor motivo de preocupación. Una vez reducida drásticamente la amenaza de los submarinos, ya podía empezar la concentración de tropas americanas para la invasión de Europa.
Hitler había visto la campaña de los submarinos contra Gran Bretaña simplemente como una venganza por el bloqueo impuesto a Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Es indudable que en la campaña de bombardeos estratégicos de Gran Bretaña contra Alemania hubo importantes elementos de venganza por el Blitz. Pero hubo también un fuerte componente de venganza por los crímenes nazis cometidos en otros lugares y por las víctimas que no podían devolver el golpe. No obstante, la principal motivación venía de la debilidad de Gran Bretaña y de su incapacidad de responder a las agresiones de otra manera.
El 29 de junio de 1940, justo después de la derrota francesa, Churchill había reconocido que ya no era posible llevar a cabo un bloqueo naval de Alemania. «En tal caso», añadió, «la única arma decisiva que está en nuestras manos sería un demoledor ataque aéreo contra Alemania»[2]. La ofensiva de los bombardeos estratégicos había empezado ya el 15 de mayo, cuando noventa y nueve bombarderos atacaron los depósitos de petróleo del Ruhr. Pero el primer año de ataques del Mando de Bombarderos de la RAF resultó en gran medida ineficaz. A finales de septiembre de 1941 Churchill se sintió horrorizado cuando recibió el Informe Butt, que, basándose en los reconocimientos fotográficos, calculaba que solo un avión de cada cinco lanzaba sus bombas en un radio de cinco millas de su objetivo[3].
El jefe del estado mayor del aire, el mariscal en jefe del aire Charles Portal, había escrito recientemente un documento para el primer ministro defendiendo la creación de una fuerza de bombarderos pesados de cuatro mil unidades con el fin de minar la moral de los alemanes. Portal, hombre sumamente inteligente, no se amilanó ante el desconcierto de Churchill ni ante su cólera por los datos del Informe Butt. Respondió con el argumento incontestable de que el ejército británico no estaba en condiciones de derrotar a Alemania. Solo de la RAF cabía esperar que fuera capaz de debilitar a los alemanes para el día en que Gran Bretaña volviera al continente europeo. Churchill replicó con un recordatorio de las exageradas alegaciones hechas por la RAF antes de la guerra acerca de los efectos decisivos de los bombardeos. En aquellos momentos, la imagen que se presentó de «destrucción aérea fue tan exagerada que deprimió a los estadistas responsables de la política de preguerra, y desempeñó un papel definitivo en el abandono de Checoslovaquia en agosto de 1938»[4].
Churchill tal vez replicara que las afirmaciones de la RAF tenían mucho que ver con su rivalidad con el ejército y con la Marina Real. Los bombardeos contra Alemania durante la Primera Guerra Mundial habían supuesto un despilfarro y se habían revelado totalmente ineficaces. El arma recién nacida que era la RAF luchaba por su supervivencia con testimonios absurdamente exagerados de los daños infligidos, especialmente en la moral de la población civil. Desde 1918, la justificación que daba para seguir siendo un arma independiente se basaba en el argumento de que los bombardeos eran una competencia estratégica. Esta pretensión estableció «un modelo de exageración que en último término contribuiría a crear una laguna enorme entre la política retórica de la RAF y sus capacidades reales»[5]. Churchill, sin embargo, no estaba dispuesto ni mucho menos a descartar las ventajas que ofrecía el Mando de Bombarderos. Dado el profundo sentido de la historia que poseía, era muy consciente de la estrategia tradicionalmente seguida por Gran Bretaña de evitar la confrontación directa sobre el territorio de Europa hasta que el enemigo hubiera quedado gravemente debilitado por mar y en la periferia. Pero ante todo, estaba decidido a evitar otro baño de sangre como el de la Primera Guerra Mundial.
Para Churchill, la necesidad más urgente durante los ataques nocturnos de la Luftwaffe contra Gran Bretaña en 1940 y durante la primavera de 1941 había sido tranquilizar a la opinión pública del país, desencantada y cansada, y decirle que Gran Bretaña devolvía los golpes. Y en un momento en el que el ejército de tierra se tambaleaba debido a los desastres de Grecia y Creta y al avance de Rommel en el norte de África, la teoría de la potencia aérea ofensiva de la RAF que le presentaba su primer jefe de estado mayor del aire, lord Trenchard —«bombardearles más fuerte de lo que ellos nos bombardean a nosotros[6]—» era demasiado atractiva para ponerla en cuestión. El hecho de que las fuerzas de bombardeo del propio Trenchard durante la Primera Guerra Mundial sufrieran pérdidas enormes con poca ganancia ni se mencionó. Tampoco se habló en absoluto de lo que implicaba clarísimamente aquella estrategia, a saber que estaba dirigida esencialmente contra la población civil «para conseguir un efecto moral», igual que lo había estado la de la Luftwaffe. En cualquier caso lo cierto era que los bombardeos seguían siendo tan poco precisos que solo podían tomarse en consideración objetivos zonales, como por ejemplo ciudades densamente pobladas.
A diferencia de la Luftwaffe, que había mantenido en todo momento una cooperación táctica con el ejército alemán, la RAF se había distanciado lo más posible de las otras dos armas en su exagerada guerra de independencia, y rechazaba el concepto de apoyo de proximidad. Los recelos existentes entre las distintas armas se habían intensificado durante los años treinta. Tanto el ejército como la Marina Real habían puesto en entredicho la moralidad y la legalidad de la estrategia de bombardeos propuesta por la RAF. El Almirantazgo había calificado el bombardeo de ciudades como algo «repugnante y antiinglés»[7]. La RAF había protestado airadamente diciendo que su objetivo no era «matar niños»[8]. Pero el hecho de que siguiera insistiendo en atacar la moral del enemigo no planteaba desde luego otra alternativa.
Cuando estalló la guerra, el Mando de Bombarderos había quedado muy por detrás del Mando de Cazas en su disposición a llevar a cabo la misión que indicaba su nombre. No solo sus aparatos eran inadecuados, sino que también sus sistemas de navegación, de inteligencia, de reconocimiento fotográfico y de localización de objetivos habían sido descuidados. El Mando de Bombarderos tampoco había sabido prever la eficacia de las defensas aéreas alemanas.
Al comienzo de la guerra, a los mandos de la RAF les habían dicho que «el bombardeo intencionado de poblaciones civiles como tal es ilegal»[9]. Se trataba de una respuesta al llamamiento del presidente Roosevelt a los países combatientes instándoles a no bombardear las ciudades. Las misiones de bombardeo sobre Alemania se limitaron a ataques ineficaces contra barcos y puertos y a lanzar folletos propagandísticos. Incluso tras los ataques de la Luftwaffe contra ciudades como Varsovia y luego Rotterdam, dicha política no cambió hasta que, en vez de atacar los puertos del estuario del Támesis, la Luftwaffe bombardeó Londres por error la noche del 24 de agosto de 1940. La orden de Churchill de tomar cumplida venganza, como ya hemos dicho, dio comienzo al inicio del Blitz sobre Londres y a la relajación de las restricciones de los objetivos de la RAF. No obstante, a pesar de todas las afirmaciones hechas por el Mando de Bombarderos durante los años de entreguerras, su contingente de Wellington y de Handley Page Hampden demostró que no era capaz de defenderse de los cazas, de encontrar sus objetivos incluso a plena luz del día e incluso, cuando lo hacía, de infligir daños significativos. La humillación que ello supuso para la RAF fue considerable.
Animándose con la idea excesivamente optimista de la vulnerabilidad económica de Alemania, Churchill siguió adelante con sus planes de incrementar la fuerza del Mando de Bombarderos. Al evaluar las posibilidades de conseguir la victoria solo mediante los bombardeos, no se tuvo en cuenta el fracaso de la ofensiva de la Luftwaffe contra Gran Bretaña en su intento de destruir las infraestructuras y la moral de la población civil. Se vio, sin embargo, que la producción de petróleo de Alemania y sus fábricas de aviones eran objetivos demasiado pequeños para la eventual realidad de un bombardeo aéreo. De ese modo, al afirmar que los ataques alemanes contra Londres en 1940 habían permitido a Gran Bretaña «quitarse los guantes»[10], Portal proponía volver a la vieja letanía de la RAF de que debía conseguirse un «efecto moral» mediante el bombardeo de aquellas ciudades que las fuerzas armadas supieran que podían golpear. Churchill le dio su beneplácito y el 16 de diciembre de 1940, un mes después de la catástrofe de Coventry, el Mando de Bombarderos lanzó su primer «ataque de área» deliberado contra Mannheim.
La situación cada vez más desesperada de la batalla del Atlántico obligó al Mando de Bombarderos a concentrarse en los refugios de los submarinos alemanes, los astilleros y las fábricas en las que se producían los aviones Focke-Wulf Condor usados contra los convoyes. Pero en julio de 1941 se intensificaron dentro de la propia RAF los argumentos a favor de los bombardeos de área de las ciudades, defendidos apasionadamente por lord Trenchard. Todo el mundo tenía la convicción equivocada de que la moral de los alemanes era mucho más frágil que la de los ingleses, y de que los alemanes iban a venirse abajo si se llevaba a cabo una campaña nocturna continuada. Poco después, el Informe Butt convencería a los críticos de que no había más opción que atacar objetivos zonales.
En febrero de 1942, el Mando de Bombarderos recibió del gabinete la aprobación para emprender una estrategia de bombardeos de zona, y el mariscal del aire en jefe sir Arthur Harris asumió el mando. Harris, hombre fuerte como un toro, con un bigote espeso, no tenía la menor duda de que la clave de la victoria era la destrucción de las ciudades alemanas. Esto, en su opinión, evitaría la necesidad de enviar tropas al continente para enfrentarse allí a la Wehrmacht. Hombre poco impuesto en la materia y sin miramientos, que había llevado una vida muy dura en Rhodesia, Harris pensaba que no había motivos para adoptar una actitud de compromiso con unos individuos a los que él consideraba unos señoritos pusilánimes.
Desde que pasara las noches en el tejado del ministerio del aire durante el Blitz viendo caer sobre Londres las bombas de la Luftwaffe, Harris había ansiado devolver el golpe, especialmente con cargas de bombas incendiarias tan grandes que superaran las capacidades de los servicios de bomberos del enemigo. El Blitz había causado en Londres y en otras ciudades la muerte de cuarenta y un mil civiles y había causado además ciento treinta y siete mil heridos. Harris, por tanto, no estaba dispuesto a aceptar ninguna crítica ni a atender de buen grado otras peticiones que pudieran hacerle generales y almirantes, que tenía la convicción de que habían intentado socavar la RAF desde que se convirtiera en arma independiente. Consideraba sus propuestas meros intentos «diversionistas» para impedirle llevar a cabo su principal plan.
La primera labor de Harris consistió en mejorar la moral de las tripulaciones de sus aviones. Estas habían sufrido numerosísimas bajas —casi cinco mil hombres y dos mil trescientos treinta y un aparatos en los dos primeros años de la guerra— consiguiendo poco éxito, según el Informe Butt. Durante muchos de los primeros ataques aéreos, murieron más pilotos en sus aviones que alemanes en tierra.
La vida que llevaban no tenía el glamour de las escuadrillas de Spitfire del sudeste de Inglaterra, cuyos pilotos eran festejados durante sus frecuentes viajes a Londres. La mayoría de las bases de los bombarderos estaban en aeródromos situados en las zonas rurales llanas y barridas por el viento de Lincolnshire y Norfolk, y habían sido colocadas allí porque estaban a la misma latitud que Berlín. Las tripulaciones vivían en barracones Nissen, que olían al humo de los cigarrillos y de las estufas de carbón, y parecía que la lluvia estaba siempre tamborileando sobre el tejado. Aparte del tocino y los huevos del desayuno cuando regresaban de una misión, su comida consistía en una monótona rutina de macarrones con queso, verduras cocidas en exceso, remolacha y carne enlatada, y la mayoría sufría de estreñimiento. Aparte de infinitas tazas de té, que, según se rumoreaba, llevaban diluidas buenas dosis de bromuro para reducir sus deseos sexuales, lo único que bebían era cerveza aguada en unas tabernas lúgubres, a las que se trasladaban en bicicleta o en autobús las noches que llovía. Los más afortunados podían ir acompañados por alguna joven inocente de la WAAF (Women’s Auxiliary Air Force, «Cuerpo Auxiliar Femenino de las Fuerzas Aéreas») del aeródromo. Otros abrigaban la esperanza de conocer a alguna chica de la localidad o del ejército de tierra en las salas de baile[11].
Al igual que en el Mando de Cazas, los pilotos y las tripulaciones eran en su mayoría voluntarios. Una cuarta parte de ellos procedían de países ocupados por los nazis y de los dominios del Imperio Británico: Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Rhodesia y Sudáfrica. Los canadienses eran tan numerosos que formaron escuadrillas separadas de RCAF (Royal Canadian Air Force), y lo mismo harían después los hombres de otros países, como los polacos y los franceses. Unos ocho mil aviadores del Mando de Bombarderos perdieron la vida en accidentes durante su adiestramiento, casi una séptima parte del total de bajas sufridas.
Cuando salían de misión, vivían en medio de un frío paralizante, muertos de aburrimiento, llenos de miedo e incomodidad y rodeados del ruido constante de los motores. La muerte podía llegar en cualquier momento, a través del fuego de las defensas antiaéreas o de cualquier caza nocturno. La fortuna, buena o mala, parecía dominar la vida de todos y muchos se volvían obsesivamente supersticiosos, aferrándose cada uno a sus rituales y talismanes particulares, como la pata de conejo o la medalla de san Cristóbal. Fuera cual fuese el objetivo, las misiones empezaban con una rutina similar: la sesión informativa que se iniciaba siempre con las palabras «El objetivo de esta noche es…», las comprobaciones de la radio, el despegue, el vuelo en círculo para reunir a la formación en el cielo, los artilleros disparando ráfagas de prueba sobre el Canal de la Mancha, y luego el ambiente tensándose en la cabina en cuanto llegaba por el intercomunicador el aviso: «Enemigo en la costa por delante». Toda la tripulación miraba al frente cuando el aparato daba un bandazo repentino hacia lo alto en el momento en que soltaba su pesado cargamento de bombas.
Aquella era una guerra de hombres jóvenes. Hasta un piloto de treinta y un años era apodado el «Abuelo». Todos tenían motes y reinaba un gran sentido de la camaradería, pero para asumir la muerte de los amigos hacía falta cierta dosis de cinismo o la sangre fría suficiente para protegerse de los efectos de la sensación de culpabilidad del superviviente. Ver el avión de un compañero ardiendo producía una mezcla de horror y de alivio al comprobar que le había tocado a otro. Un aparato podía volver tan maltrecho a consecuencia de los disparos recibidos de un caza nocturno, que el personal de tierra, al ver los restos despedazados del artillero de cola en su torreta, «tenía que utilizar la manguera para limpiarlos»[12]. La incertidumbre a la espera de que se ordenara la dispersión, sin saber si la operación se ponía en marcha, se retrasaba o incluso si era cancelada a causa del mal tiempo reinante sobre el objetivo, producía una tensión enorme. Los pilotos estaban «tensos como las cuerdas de un violín»[13], aunque a veces se denominaban a sí mismos meros «conductores de autobús glorificados»[14].
El poder de ofensiva del Mando de Bombarderos empezó a incrementarse solo cuando los bombarderos pesados —primero los Stirling, y luego los cuatrimotores Halifax y Lancaster— comenzaron a sustituir a los Hampden y a los Wellington. La noche del 3 de marzo de 1942 fueron enviados un total de doscientos treinta y cinco bombarderos en el primer ataque masivo contra un objetivo de Francia, la fábrica de Renault en Boulogne-Billancourt, a las afueras de París. Se trataba de un objetivo legítimo, pues en ella se fabricaban vehículos para la Wehrmacht. Se usaron por primera vez balizas marcadoras y como en los alrededores había pocos cañones antiaéreos, los bombarderos pudieron bajar a cuatro mil pies para mejorar su precisión. La destrucción del complejo industrial fue importante, pero perecieron también trescientos sesenta y siete civiles, sobre todo en los bloques de viviendas de las proximidades.
El 28 de marzo, la RAF bombardeó el puerto de Lübeck, al norte de Alemania, con una mezcla de bombas de alto poder explosivo e incendiarias, tal como habían planeado Portal y Harris. La ciudad vieja fue incendiada por completo. Hitler estaba indignado. «Ahora el terror será contestado con el terror», exclamó el Führer según dice en su diario su Luftwaffenadjutant. Hitler estaba tan furioso que exigió que «se trasladaran al oeste aviones del frente oriental»[15], pero el general Jeschonnek, jefe de estado mayor de la Luftwaffe, logró persuadirle de que podían utilizar las formaciones de bombarderos que tenían en el norte de Francia. Sin embargo, cuando la campaña de bombardeos de los británicos se intensificó, enseguida aumentaron las presiones para que las formaciones de cazas de la Luftwaffe y las baterías de artillería pesada antiaérea fueran retiradas del frente oriental para que se encargaran de defender el Reich. Un mes después del ataque contra Lübeck, el Mando de Bombarderos lanzó una serie de cuatro ataques contra Rostock, a ochenta kilómetros más al este, causando una destrucción aún mayor. Goebbels lo llamó Terrorangriff —«ataque de terror»— y a partir de ese momento los pilotos del Mando de Bombarderos pasaron a llamarse Terrorflieger. Harris definía ahora abiertamente el éxito por el número de hectáreas urbanas que sus bombarderos convertían en ruinas.
El 30 de mayo de 1942 por la noche, Harris lanzó su primer bombardeo con mil aviones, esta vez contra Colonia. Originalmente el objetivo había sido Hamburgo y sus astilleros de submarinos, pero el mal tiempo obligó a cambiar de planes. Churchill, que se disponía a dar un golpe de escena, había invitado a cenar en Chequers al embajador norteamericano John Winant y al general «Hap» Arnold, jefe de las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados Unidos. Cuando sus invitados estaban ya sentados a la mesa, el primer ministro hizo su declaración. Fue una muestra de jactancia desvergonzada, pero irresistible, en aquel año de constantes humillaciones. Winant envió un telegrama a Roosevelt diciendo: «Inglaterra es el lugar para ganar la guerra. Manden aviones y tropas aquí lo antes posible»[16].
La destrucción fue enorme, pero relativamente menor comparada con los patrones de época posterior. Perdieron la vida unas cuatrocientas ochenta personas. Harris, propagandista empedernido del Mando de Bombarderos, había reunido casi todos los aparatos en condiciones de volar, incluso los aviones de entrenamiento, para alcanzar la cifra de los mil bombarderos. Él también quería impresionar a los americanos y a los soviéticos. «¡Ahora comienza la venganza!», decía el titular del Daily Express. Pero Harris sabía que tenía que engañar a la opinión pública e incluso a algunos superiores, especialmente a Churchill, que abrigaba unos sentimientos muy contradictorios, fingiendo que sus objetivos eran de carácter militar, como los depósitos de petróleo y los centros de comunicaciones. Las principales estaciones de ferrocarril le proporcionaban el pretexto para bombardear todo el centro de una población. Harris, no obstante, sabía que la opinión pública lo respaldaba. Solo se oyeron unas cuantas protestas aisladas, como la de George Bell, obispo de Chichester.
Aquel mes de agosto, cuando Churchill voló a Moscú para explicar a Stalin que la invasión del norte de Francia estaba totalmente fuera de discusión, la carta más poderosa que tenía en sus manos era el bombardeo de las ciudades alemanas. Pudo así sostener que la ofensiva del Mando de Bombarderos era una especie de Segundo Frente. La campaña de bombardeos fue la única acción británica a la que Stalin dio su aprobación. Los servicios de inteligencia soviéticos estaban pasando ya información de los interrogatorios de los prisioneros de guerra que indicaban que la moral de las tropas alemanas del frente oriental empezaba a ser socavada por la preocupación por sus familias en Alemania, víctimas de los bombardeos de los ingleses. Stalin nunca perdió su afición a la venganza, especialmente desde que, según se calcula, habían perecido alrededor de medio millón de civiles soviéticos como consecuencia de los bombardeos de la Luftwaffe. La aviación del Ejército Rojo no había desarrollado todavía un arma estratégica de bombardeo, de modo que se sintió encantado de que los ingleses hicieran el trabajo por ellos.
Ahora era más probable que los aparatos del Mando de Bombarderos dieran con su objetivo, gracias a la mejora de las ayudas a la navegación que utilizaban tecnología de transpondedores para guiarlos a su destino. La introducción de la unidad Pathfinder, capaz de localizar el objetivo con balizas, fue una innovación que al principio chocó con la férrea resistencia de Harris, hasta que sus objeciones fueron rechazadas de plano por Portal y el estado mayor del aire. Al mismo tiempo las defensas antiaéreas alemanas también habían sido reforzadas. En Berlín, Hitler ordenó la construcción de grandes búnkeres de hormigón provistos de baterías de artillería pesada antiaérea en su parte superior.
Las bajas del Mando de Bombarderos fueron aumentando incansablemente al aumentar el ritmo de las salidas con destino a Alemania, especialmente a la cuenca del Ruhr, que por entonces era llamada irónicamente el «Valle de la Felicidad». Los parientes del infortunado que no volvía recibían una notificación oficial y luego una carta de pésame del oficial al mando de la escuadrilla o del puesto. Algún tiempo después, los efectos personales del difunto eran devueltos a la familia: los gemelos, la ropa, el cepillo del pelo y el neceser con los productos de afeitado, y si el piloto tenía coche, se notificaba cuándo podían pasar a recogerlo.
«Lo peor es ver las defensas antiaéreas», escribía el jefe de ala Guy Gibson, de veinticuatro años, que capitaneó la Escuadrilla 617, los Dambusters («Voladores de presas») en el bombardeo llevado a cabo la noche del 16 de mayo de 1943. «Tiene uno que dejar atrás la imaginación, si no, acaba por hacerte daño»[17]. Pero peor todavía era sentir su efectividad. «El estallido de una bomba debajo de tu avión hace que este se levante unos quince metros en el aire», observaba el actor Denholm Elliott, que por entonces prestaba servicio como operador de radio en un Halifax. «Desde luego descubre uno la religión de inmediato»[18].
Las bajas no reconocidas[*4] eran las de los que perdían los nervios antes de concluir su tanda de treinta misiones. LMF (Lacking in Moral Fibre, «Falta de Fortaleza Moral») era la expresión usada en la RAF para designar la cobardía o la fatiga de combate. Parece que durante casi toda la guerra la RAF fue más dura que el ejército a la hora de tratar las bajas de carácter psicológico. En total se diagnosticó fatiga de combate a dos mil novecientos ochenta y nueve miembros del personal del Mando de Bombarderos. Poco más de una tercera parte de ellos eran pilotos. Lo más sorprendente es que los entrenamientos eran, al parecer, una forma más estresante de vuelo que los bombardeos nocturnos.
Durante el verano de 1942, la 8.ª Fuerza Aérea de los Estados Unidos empezó a concentrarse en Inglaterra. En el mes de mayo había llegado el general de división Carl A. Spaatz para dirigir las operaciones de la aviación norteamericana en Europa, y las fuerzas de bombarderos de la 8.ª Fuerza estaban al mando del general de brigada Ira C. Eaker. Para asombro de la RAF, que ya lo habían intentado y habían sufrido las consecuencias, los americanos anunciaron que su campaña de bombardeos iba a tener lugar a plena luz del día.
Las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados Unidos evitaron utilizar la controvertida teoría de la destrucción de la moral del enemigo. Sus jefes afirmaban que con su mira Norden llevarían a cabo bombardeos de precisión de los «principales nudos» del «tejido industrial» del enemigo. Pero la inteligencia de objetivos era una ciencia inexacta y para conseguir esa precisión eran necesarios una visibilidad perfecta y un objetivo claramente identificable que no estuviera demasiado defendido. Las afirmaciones que hablaban de bombardeos tan precisos que eran capaces de «darle a un barril de encurtidos» raramente coincidían con la realidad de las bombas diseminadas de cualquier manera sobre el terreno. El zigzagueo de los pilotos para evitar las defensas antiaéreas afectaba a la sensibilidad de los giróscopos de la mira Norden, y esperar que el artillero permaneciera tranquilo cuando introducía todos los datos necesarios suponía demasiado optimismo, aún admitiendo que fuera capaz de ver el objetivo en primer lugar a través del humo, las nubes y la bruma. El patrón de bombardeo de los americanos, no era mejor que el de la RAF.
La Fuerza Aérea estadounidense, tras armar sus B-17 con ametralladoras pesadas en sus torretas, daba por supuesto que volar a gran altura en formaciones cerradas le permitiría protegerse de los ataques de los cazas con campos de tiro entrelazados. Pero dada la inexperiencia de los artilleros, era más probable que estos dieran a otro aparato de su formación que a los Messerschmitt atacantes. Spaatz no había tenido en cuenta que eran necesarios los cazas de escolta, aunque ya a mediados de los años veinte el Servicio Aéreo del Ejército de los Estados Unidos, como entonces se denominaba, había probado los tanques de combustible auxiliares desechables para darles una mayor autonomía de vuelo. Como habían hecho los ingleses con anterioridad, no habían tenido en cuenta las enseñanzas de los combates aéreos de la Guerra Civil Española y de la guerra de China. Todas esas enseñanzas no tardarían en hacerse patentes en cuanto la 8.ª Fuerza Aérea empezara a realizar misiones de vuelo sobre Alemania.
Al principio, Spaatz decidió prudentemente limitar las actividades de sus tripulaciones menos experimentadas a ataques relativamente fáciles sobre Francia. El 17 de agosto, una decena de Fortalezas Volantes B-17 despegaron en su primera misión capitaneadas por Eaker. Spaatz había manifestado su deseo de participar también en ella, pero como estaba al tanto de los informes de Ultra, su idea fue desechada. El objetivo era la estación de clasificación de Rouen, en el norte de Francia, lo suficientemente cerca de su base como para permitir la cobertura de los cazas Spitfire. No había defensas antiaéreas y los Spitfire de escolta se encargaron de poner en fuga a unos cuantos Messerschmitt durante el viaje de vuelta. Las tripulaciones fueron recibidas como héroes por los periodistas y rodeadas de ruidosas felicitaciones. Pero a Churchill y a Portal les preocupaba la lentitud de la concentración de bombarderos americanos en Gran Bretaña, y su obstinada insistencia en llevar a cabo los bombardeos a la luz del día. La lentitud de la concentración de fuerzas en Inglaterra se debía en gran parte a que muchos aviones y muchos hombres habían sido desplazados al Mediterráneo para prestar ayuda en las operaciones de la 12.ª Fuerza Aérea en el norte de África.
Con el general Arnold al mando, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos había crecido con una rapidez asombrosa. En los primeros momentos tuvo la ventaja de que se desarrollaran buenas amistades en los niveles más altos. La RAF, en cambio, sufrió a menudo las consecuencias de agrias disputas internas, debidas en buena medida a la sanguinaria terquedad de Harris y a su desprecio del estado mayor del aire, a cuyos miembros consideraba más estúpidos que a los del Ejército y la Marina Real, a los que tanto odiaba. Harris se burlaba abiertamente de los «petrolitos», como llamaba a los partidarios de bombardear los depósitos de combustible, y de los «mercachifles de panaceas» que exigían atacar otros objetivos estratégicos. Pero el dogma de los bombardeos de precisión a la luz del día de los americanos era casi igual de rígido. Ni siquiera la realidad de los cielos europeos, con sus nubes impenetrables, convencerían a los altos mandos de la Fuerza Aérea estadounidense de que no podrían dar en el blanco fácilmente.
Durante la crisis de la batalla del Atlántico de finales de 1942, tanto el Mando de Bombarderos como la 8.ª Fuerza Aérea se concentraron en los refugios de los submarinos en la costa atlántica de Francia. Pero las construcciones de hormigón resultaban impenetrables para sus bombas, incluso cuando lograban dar en el blanco, cosa que sucedía raras veces debido a las terribles condiciones atmosféricas reinantes aquel invierno. Las ciudades portuarias próximas, Saint-Nazaire y Lorient, por otra parte, fueron arrasadas. Vistas las cosas retrospectivamente, el único consuelo para los Aliados fue que aquel enorme derroche de hormigón contribuyó en gran medida a ralentizar la construcción del Muro Atlántico de Hitler, una serie de defensas costeras destinadas a prevenir la invasión del norte de Europa.
Durante el bombardeo que llevó a cabo la 8.ª Fuerza sobre los refugios de Saint-Nazaire el 23 de noviembre, la Luftwaffe ensayó nuevas tácticas contra las Fortalezas Volantes. Hasta entonces los pilotos alemanes habían atacado siempre desde atrás, pero en esta ocasión, utilizando treinta nuevos Focke-Wulf 190, atacaron de frente, tocando un ala con otra. Se requería una energía y una habilidad muy grandes por parte del piloto del caza, pero el morro de plexiglass de las Fortalezas, en cuyo interior iba el artillero, era el punto más vulnerable. Para los tripulantes de la parte delantera de los bombarderos, aquello era espantoso.
Al igual que a las tripulaciones de la RAF, también a los americanos les costaba muchísimo aguantar la espera, y luego la cancelación o la supresión de las misiones como consecuencia de las malas condiciones atmosféricas. Solo dos o tres días de cada diez había una visibilidad lo bastante buena como para distinguir el objetivo. Los bombarderos norteamericanos tenían también sus propias supersticiones y rituales, como por ejemplo ponerse el jersey del revés, llevar monedas de la suerte o volar siempre en el mismo aparato. Detestaban que los trasladaran a un avión de reemplazo.
Los vientos glaciales entumecían a la tripulación, especialmente a los artilleros de la torreta ventral que llevaban las puertas abiertas. Algunos aviadores llevaban botas, guantes y chaquetones provistos de calefacción eléctrica, pero esta pocas veces funcionaba bien. Durante el primer año de operaciones, los hombres sufrieron más lesiones por congelación que heridas de combate. Los artilleros de las torretas, al no poder abandonar durante varias horas la rígida postura que tenían que adoptar y que les hacía padecer calambres mientras sobrevolaban territorio enemigo, tenían que orinarse en los pantalones. Las zonas mojadas enseguida se congelaban. Si una ametralladora se atascaba, los hombres tenían que quitarse violentamente los guantes para liberar la obstrucción y la piel de los dedos se les pegaba a la superficie metálica helada. Y cualquier hombre que resultara malherido por la metralla de las baterías antiaéreas o por el fuego de los cañones lo más probable era que muriese de hipotermia antes de que el avión alcanzado llegara a su base. Si los disparos del enemigo cortaban el suministro de oxígeno, los tripulantes corrían el riesgo de perder el sentido hasta que el piloto lograra hacer descender el aparato por debajo de los veinte mil pies. Aunque las muertes por anoxia fueran menos de cien, la mayoría de los tripulantes había sufrido este estado en un momento u otro.
A menudo, cuando las nubes eran muy espesas, se producían colisiones en el aire y numerosos aparatos se estrellaban cuando regresaban a la base con mal tiempo. Pero la impresión más fuerte la provocaba ver a otro avión, delante o al lado de uno, desintegrarse en una gigantesca bola de fuego. No es de extrañar que muchos pilotos recurrieran al whisky por las noches para calmar los nervios, con la esperanza de no sufrir las pesadillas recurrentes que cada vez afectaban a más hombres. En sus sueños veían a compañeros mutilados de mala manera, motores ardiendo o fuselajes acribillados por el fuego de los cañones[19].
Por lo que respecta a la RAF, la fatiga de combate se convirtió en una experiencia habitual o, según decían los propios soldados, muchos se volvían «insensibles al fuego antiaéreo» o sufrían el «canguelo de los Focke-Wulf». A muchos les daban «temblores» y algunos padecían síncopes, ceguera transitoria o incluso catatonia. Eran todas reacciones previsibles ante el estrés, causadas por la indefensión ante un peligro extremo. En algunos casos, estas reacciones llegaban con retraso. Muchos hombres parecían haber superado una experiencia terrible, pero al cabo de unas semanas se venían abajo. Son pocas las estadísticas acerca de los colapsos psicológicos de las que disponemos o que podamos considerar fiables, pues los mandos preferían ocultar el problema.
El comandante Curtís LeMay, que acababa de llegar con el 305.º Grupo de Bombarderos, quedó espantado al ver que, cuando sobrevolaban su objetivo, los pilotos americanos daban bandazos y zigzagueaban intentando esquivar las defensas antiaéreas y de esa forma erraban por completo el blanco. A juicio del combativo LeMay, al que Stanley Kubrick utilizaría más tarde como modelo para el general Jack D. Ripper en su película Dr. Strangelove[*], aquello hacía que toda la operación resultara inútil. Por eso ordenó a sus pilotos que volaran directamente y sin dilación a su objetivo. Los reconocimientos aéreos demostraron que en el bombardeo de Saint-Nazaire del 23 de noviembre, el 305.º Grupo dobló el número habitual de blancos acertados a la primera. No obstante, a pesar de la mejora que supuso LeMay, menos del tres por ciento de las bombas caían en un radio de trescientos metros de su objetivo. Las afirmaciones iniciales de la Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos que aseguraban que sus hombres venían dispuestos a acertar con sus bombas hasta un «barril de encurtidos» parecían en aquellos momentos excesivamente ambiciosas, por no decir otra cosa. LeMay adoptó entonces un sistema distinto. Puso a sus mejores navegadores y bombarderos en los aviones de cabeza, quitó las miras Norden de todos los demás y dijo a sus capitanes que lanzaran su carga solo cuando los de cabeza lanzaran la suya. Pero incluso en ese caso la dispersión de los aparatos comportaba que muchas bombas cayeran lejos de su objetivo, por precisos que fueran los aviones de cabeza.
La acción de las baterías antiaéreas alemanas, que ahora disparaban desde «garitas», y la mayor agresividad de los ataques de los cazas enemigos reducían todavía más la precisión de los bombarderos. Una formación cerrada para protegerse de los cazas significaba una mayor concentración de los objetivos para las baterías antiaéreas en tierra. Como dice un historiador de la campaña de bombardeos norteamericanos, «la 8.ª Fuerza Aérea no encontraría nunca la forma de llevar a cabo sus misiones con una precisión y una protección máximas. Esto la condujo a un callejón sin salida que desembocaría irremediablemente en los bombardeos de saturación en alfombra, en los que unos proyectiles daban en el blanco y los demás se dispersaban por toda la zona. Fueron las realidades del combate, y no las teorías formuladas antes de la guerra, las que condujeron inexorablemente a la 8.ª Fuerza hacia los ataques indiscriminados de área preconizados por “Bomber” Harris»[20].
En la conferencia de Casablanca de enero de 1943, el general Arnold dijo al general Eaker que Roosevelt había acordado que la 8.ª Fuerza Aérea cambiara de táctica y se sumara a los bombardeos nocturnos junto con la RAF. Eaker intentó convencer a Churchill de que los bombardeos a la luz del día eran más eficaces. Aseguró que sus bombarderos abatían al menos dos o tres cazas alemanes por cada aparato que perdían, afirmación que los ingleses sabían que era totalmente incierta. Pero Churchill prefirió no decir nada, porque Portal le había convencido previamente de que no debía pelearse con los americanos en lo tocante a los bombardeos diurnos. La combinación de la aviación estadounidense atacando de día y la RAF haciéndolo por la noche se convirtió en una solución de compromiso virtuosística con bombardeos «las veinticuatro horas del día».
Los Aliados acordaron una directiva de bombardeos que afirmaba que «el objetivo primordial será la destrucción y la alteración progresiva del sistema militar, industrial y económico alemán, y la socavación de la moral del pueblo alemán hasta un punto en que su capacidad de resistencia armada quede debilitada fatalmente»[21]. Harris, como es natural, vio en este acuerdo el sello de aprobación a su estrategia. Aunque Portal sería quien dirigiera la «Ofensiva Combinada de Bombarderos», las decisiones clave las tomarían Eaker y Harris, que podían escoger y seleccionar los objetivos.
A pesar del acuerdo alcanzado sobre esta directiva de bombardeos, llamada Pointblank, la Ofensiva Combinada de Bombarderos fue todo menos combinada, aunque Harris y Eaker se llevaban bien y Harris había hecho todo lo posible por ayudar a la 8.ª Fuerza Aérea a ponerse en funcionamiento. Siguiendo en parte la orden del general Marshall de preparar la invasión de Europa, Eaker debía centrarse en la destrucción de la Luftwaffe, tanto de las fábricas de aviones en tierra como de los cazas en el aire. Harris, por su parte, sencillamente pretendía actuar como de costumbre, es decir machacar las ciudades mientras aceptaba de boquilla la prioridad de atacar los objetivos militares. Le encantaba enseñar sus «libros azules», encuadernados en piel, a las visitas importantes que iban a su cuartel general de High Wycombe. Estaban llenos de mapas y gráficos que describían la importancia de las ciudades que había escogido como objetivo y las zonas destruidas. La cólera y el resentimiento de Harris siguieron aumentando con su convicción de que el Mando de Bombarderos no recibía ni la atención ni el respeto que merecía.
El 16 de enero de 1943, justo cuando la batalla de Stalingrado se acercaba a su siniestro y gélido final, el Mando de Bombarderos llevó a cabo la primera serie de ataques sobre Berlín. Fue también la primera ofensiva en la que la unidad Pathfinder utilizó aviones que lanzaban marcadores de objetivos. Once días después, los aparatos de la 8.ª Fuerza Aérea atacaron por primera vez objetivos situados en Alemania cuando bombardearon los astilleros en los que se construían submarinos en las costas del norte. Un mes después, regresaron a Wilhelmshaven con ocho periodistas a bordo, entre los cuales iba Walter Cronkite. Al cabo de poco tiempo el director cinematográfico William Wyler y el actor Clark Gable volaron con la 8.ª Fuerza, confiriéndole un glamour que el Mando de Bombarderos de la RAF no podría ni siquiera soñar con igualar. Los deseos de cobertura periodística de Harris quedaron empequeñecidos por el afán de relaciones públicas de Spaatz y Eaker.
El 5 de marzo, el Mando de Bombarderos volvió a atacar el corazón industrial de Alemania, especialmente Essen. La ofensiva del 12 de marzo destruyó el taller de construcción de blindados, lo que retrasó la producción de tanques Tiger y Panther, contribuyendo así al aplazamiento de la gran Ofensiva de Kursk. La 8.ª Fuerza Aérea no tardó en unirse a la que se llamó la batalla del Ruhr, y el total de bajas alemanas ascendería a los veintiún mil muertos.
Göring, humillado por la debilidad de la Luftwaffe frente a los ataques de los Aliados, retiró más grupos de cazas del frente oriental para dedicarlos a la defensa del país. Aunque ese no era uno de los objetivos declarados de los Aliados, su repercusión sobre el resultado de la guerra quizá fuera más grande que los daños infligidos en el momento. No solo supuso que la aviación del Ejército Rojo alcanzara la superioridad, cuando no la supremacía aérea, sino también que los vuelos de reconocimiento de la Luftwaffe tuvieran que ser reducidos drásticamente. Esta circunstancia permitió a su vez al Ejército Rojo, especialmente al año siguiente, lograr grandes éxitos en las operaciones de engaño o maskirovka.
Aunque la moral de los alemanes no se vino abajo, como esperaban los Aliados, Goebbels y otros líderes nazis quedaron profundamente preocupados. La propaganda nazi chocó con el sarcasmo de la población. Una coplilla que se hizo famosa por entonces decía:
Lieber Tommy, fliege weiter,
Wir sind alle Ruhrarbeiter,
Fliege weiter nach Berlin,
Die haben alle «ja» geschrien.
(Querido «Tommy», sigue volando y vete de aquí,
aquí somos todos trabajadores del Ruhr.
Sigue volando y vete a Berlín,
allí todos han gritado: «Sí»).
Se trataba de una alusión al discurso pronunciado por Goebbels tras el desastre de Stalingrado en el Sportpalast de Berlín en febrero de 1943, cuando espoleó a la audiencia gritando: «¿Queréis una Guerra Total?», y el público respondió desgañitándose que sí.
Aquella primavera de 1943 las pérdidas de la aviación aliada ascendieron a unos niveles terroríficos. Menos de uno de cada cinco tripulantes de los aparatos de la RAF sobrevivió a una ronda de treinta misiones. El 17 de abril la 8.ª Fuerza Aérea perdió en los cielos de Bremen quince bombarderos, abatidos por los cazas alemanes. Eaker, furioso por no haber recibido los refuerzos que le habían prometido, advirtió al general Arnold que le quedaba un máximo de ciento veintitrés bombarderos para una sola misión. La 8.ª Fuerza no estaba sencillamente en condiciones de alcanzar la supremacía aérea necesaria para garantizar el éxito de una invasión a través del Canal de la Mancha.
En Washington, Arnold se encontraba en una situación muy difícil. Todos los teatros de operaciones de la guerra reclamaban más bombarderos. Pero en el mes de mayo envió refuerzos a Gran Bretaña y se inició en East Anglia un vasto programa de construcción de aeródromos. Se necesitaban urgentemente caras nuevas después de que la 8.ª Fuerza Aérea perdiera ciento ochenta y ocho bombarderos y mil novecientos tripulantes durante su primer año de operaciones. Eaker había reconocido finalmente la necesidad de disponer de cazas de escolta con suficiente autonomía de vuelo. Los pesados P-47 Thunderbolt tenían un radio de acción que no iba más allá de la frontera alemana.
El 29 de mayo, la RAF provocó su primera tormenta de fuego en un ataque contra Wuppertal. Una vez que los Pathfinder lanzaron sus balizas marcadoras, la primera oleada de bombarderos soltó sus bombas incendiarias para que los objetivos ya estuvieran ardiendo antes de que las bombas detonantes de la oleada sucesiva volaran los edificios. Las casas en llamas se convirtieron enseguida en un auténtico infierno que absorbía el aire de su alrededor. Muchas personas murieron asfixiadas por el humo o por la falta de oxígeno, y en cierto modo ellas fueron las más afortunadas. El asfalto de las calles se derritió, de modo que los zapatos de la gente se quedaban pegados al suelo. Algunos corrieron hacia el río y se arrojaron al agua para proteger su cuerpo del calor. Cuando se extinguieron los incendios, los cuerpos calcinados habían encogido hasta tal punto, al haberse consumido toda su grasa, que los equipos encargados de sepultar a los muertos podían meter tres cadáveres carbonizados en una tina o siete u ocho en una bañera de zinc. Aquella noche perecieron unas tres mil cuatrocientas personas. Como la Luftwaffe en 1940, la RAF había descubierto que las bombas incendiarias eran un elemento fundamental de la destrucción masiva. Eran además más ligeras que las bombas convencionales y podían ser lanzadas en grandes cantidades.
Harris seguía enfadándose cada vez que se producía alguna interrupción en su despiadada campaña contra objetivos urbanos, pero especialmente cuando le ordenaban mandar a sus bombarderos a atacar las bases de los submarinos. Se intensificaron los bombardeos de ciudades, especialmente aquellas que ya habían sido atacadas. El 10 de junio de 1943, comenzó oficialmente la Ofensiva Combinada de Bombarderos Pointblank. Dos semanas más tarde, apenas un año después de su primera incursión con mil bombarderos, Harris volvió a mandar sus aviones contra Colonia. Las bombas incendiarias y convencionales empezaron a caer durante las primeras horas del día 29 de junio, festividad de san Pedro y san Pablo[22].
«Todos los habitantes de la casa estaban en el sótano», escribió Albert Beckers. «Sobre nuestras cabezas, durante un tiempo considerable, los motores de los aviones hicieron vibrar el aire. Éramos como conejos atrapados en una madriguera. A mí me preocupaban las tuberías del agua. ¿Qué pasaría si estallaban? ¿Nos ahogaríamos todos? El aire se estremecía con las detonaciones. Metidos en nuestro sótano, no habíamos notado la granizada de las bombas incendiarias, pero por encima de nosotros todo estaba en llamas. Entonces llegó la segunda oleada con las bombas explosivas. No puede usted imaginarse lo que es estar acurrucado en un agujero cuando el aire tiembla, los tímpanos revientan por el ruido de las explosiones, se va la luz, falta el oxígeno y del techo empieza a caer polvo y argamasa. Tuvimos que meternos por una brecha en el sótano de la casa vecina»[23].
El periodista Heinz Pettenberg describió el pánico reinante en los sótanos de la casa de un amigo cuando trescientas personas buscaron refugio en ellos mientras sobre sus cabezas empezaban los incendios. «Junto con otros dos hombres, Fischer luchó como loco por salvar la casa. Mientras trabajaban, a menudo tenían que bajar para impedir que cundiera el pánico entre el grupo enloquecido que se encontraba en el sótano. La mujer de Fischer tocaba un pito y él bajaba corriendo pistola en mano para controlar el alboroto. Todo el mundo había perdido sus inhibiciones»[24].
«El Waidmarkt ofrecía un espectáculo espantoso», cuenta Beckers. «Una lluvia de chispas llenaba el aire. Fragmentos de madera ardiendo, grandes y pequeños, flotaban en el aire y prendían fuego a la ropa y al pelo. De pie, a mi lado, un niño pequeño que se había separado de sus padres señalaba las chispas. En aquella plaza empezó a hacer un calor insoportable. El fuego levantaba viento y el oxígeno era cada vez más escaso».
Por las calles «los niños corrían de un lado a otro buscando a sus padres», escribió una estudiante de dieciséis años. «Una niña llevaba de la mano a su madre, que se había quedado ciega durante la noche. Junto a un gran montón de escombros vi a un cura con los dientes apretados, que arañaba desesperadamente la piedra, ladrillo a ladrillo, pues una bomba explosiva había enterrado allí a toda su familia… Caminábamos por los callejones, pequeños y estrechos, como si pasáramos por el interior de un horno, y de los sótanos subía el olor de los cuerpos achicharrándose»[25].
«Por todas partes se oían los gritos de los heridos, las llamadas desesperadas o los golpes de los que habían quedado atrapados bajo tierra», escribía una chica de catorce años del BDM, el equivalente femenino de las Juventudes Hitlerianas. «La gente gritaba los nombres de los desaparecidos y las calles estaban cubiertas con los cadáveres expuestos para su identificación… Los que volvían a sus casas se quedaban perplejos ante las ruinas de lo que habían sido sus hogares. Teníamos que recoger pedazos de cuerpos en cubos de zinc. Era un espectáculo horroroso y nauseabundo… Dos semanas después del bombardeo todavía vomitaba»[26]. Los prisioneros de los campos de concentración fueron utilizados para localizar cadáveres debajo de los edificios hundidos.
El Sicherheitsdienst informaba de las reacciones que se habían producido ante el bombardeo de Colonia y los daños sufridos por la catedral. Mientras que muchos clamaban venganza, los nazis estaban alarmados por la reacción que pudieran tener los católicos. «Todo esto podría haberse evitado si no hubiéramos empezado la guerra», decía uno. «El Señor no habría permitido una cosa así si la razón estuviera de nuestra parte y lucháramos por una causa justa», decía otro[27]. El informe del SD llegaba a decir que algunos expresaban la opinión de que el bombardeo de la catedral de Colonia y otras iglesias de Alemania tenía que ver de alguna forma con la destrucción de las sinagogas del país, y que era un castigo de Dios. Después de utilizar a fondo en su propaganda los estragos sufridos y dedicarles varios noticiarios cinematográficos, Goebbels de repente se lo pensó mejor, temeroso de que pudieran deprimir a la población, en vez de provocar su cólera. El SD opinaba que la gente estaba irritada por todo el énfasis propagandístico en las iglesias y los edificios antiguos destruidos, mientras que las autoridades no decían nada de los sufrimientos de la población, cuando se habían producido cuatro mil trescientos setenta y siete muertos. Miles de personas huyeron de la ciudad y los ecos del terror se propagaron por doquier.
Harris estaba decidido a aumentar la presión, aunque por otra parte dispuso cambiar de destino y no seguir enviando sus fuerzas a la cuenca del Ruhr, que empezaba a estar demasiado bien defendida. Los bombardeos continuaron sin cesar, con una grandísima ofensiva contra Hamburgo a partir del 24 de julio. Por primera vez se lanzaron tiras de papel de aluminio llamadas «Window», que eran captadas por los radares alemanes y contribuían a confundir sus sistemas de defensa. El Mando de Bombarderos atacaba de noche y la 8.ª Fuerza Aérea lo hacía dos veces al día. Harris llamó a esta acción Operación Gomorra. La tragedia de la población de Hamburgo fue que el Gauleiter Karl Kaufmann ordenó que no saliera nadie de la ciudad sin un permiso especial, decisión que supuso una condena a muerte para miles de personas. La noche del 27 de julio la RAF regresó con setecientos veintidós aviones. Las condiciones para la tormenta ígnea eran ideales. Daba la casualidad de que aquel había sido el mes de julio más seco y más caluroso de los últimos diez años.
La masa de bombas incendiarias que cayeron con mayor densidad de lo habitual sobre la parte este de la ciudad aceleró la proliferación de incendios hasta convertir la zona en una hoguera gigantesca. Se creó así una chimenea o volcán de calor que salió disparado hacia el cielo, atrayendo hacia el suelo unos vientos huracanados que a su vez avivaron aún más las llamas. A casi seis mil metros de altura los tripulantes de los aviones podían percibir el olor a carne quemada. En tierra, las ráfagas de aire caliente arrancaban la ropa de las personas, desnudándolas y prendiendo fuego a sus cabellos. La carne se secaba y quedaba como cecina. Al igual que en Wuppertal, el asfalto hervía y la gente se quedaba pegada al suelo como insectos en un papel matamoscas. Las casas estallaban y ardían en un instante. El servicio de bomberos se vio enseguida superado. Los civiles que se quedaron en los sótanos se asfixiaron o murieron a consecuencia de la inhalación de humo o envenenados por monóxido de carbono. Según dijeron después las autoridades de Hamburgo, este sector representó entre el setenta y el ochenta por ciento de las cuarenta mil personas que perdieron la vida. Fueron muchos los cuerpos carbonizados que no llegaron a recuperarse nunca.
Los supervivientes huyeron a las zonas rurales e incluso más lejos. Las autoridades locales se mostraron inesperadamente a la altura de las circunstancias. Las noticias de la catástrofe se propagaron de boca en boca por todo el país a medida que los evacuados pasaban por Berlín para ser repartidos luego por el este y por el sur. Muchos se encontraban en un estado de agotamiento nervioso. Se dieron muchos casos de personas enloquecidas por el dolor que recogieron los cadáveres carbonizados de sus hijos y se los llevaron consigo metidos en una maleta.
El shock que supuso la tragedia para todo el Reich ha sido descrito como una versión civil del desastre de Stalingrado. Incluso los jerarcas nazis, como Speer y el Generalfeldmarschall Milch, director administrativo de la Luftwaffe, empezaron a pensar que una serie semejante de bombardeos no tardaría en traerles la derrota. Incapaz de soltar la presa, Harris ordenó otra incursión el 29 de julio, pero las bajas del Mando de Bombarderos fueron mucho mayores, llegando a perder veintiocho aparatos. Un nuevo grupo de cazas alemanes, la Wilde Sau o «Puerca Salvaje», había adoptado una nueva táctica, atacando a los bombarderos desde lo alto, incluso cuando estaban sobre el objetivo y su silueta se recortaba sobre las llamas. El 2 de agosto despegó otro contingente del Mando de Bombarderos, pero llegó al objetivo en medio de una fuerte tormenta eléctrica. Fue un error que costó muy caro, pues se perdieron treinta aviones y los daños causados fueron escasos[28].
A primeros de agosto, el general Eaker, tras los intensivos bombardeos de la «Semana del Blitz» y la pérdida de noventa y siete Fortalezas Volantes, dio por concluido el estado de alerta para que sus hombres pudieran descansar antes de emprender otras misiones importantes. Su contingente de B-24 Liberator, mientras tanto, se había trasladado al norte de África, desde donde debían atacar los yacimientos petrolíferos de Ploesti, en Rumania. La Operación Tidal Wave dio comienzo el 1 de agosto. Para no alertar a los defensores, no se llevó a cabo ningún ataque de reconocimiento. Acercándose por el valle del Danubio, los americanos efectuaron un ataque de bajo nivel, que resultó un gran error. Los alemanes habían preparado un anillo de baterías antiaéreas de 40 y de 20 mm, disponiendo incluso ametralladoras en todos los tejados de los alrededores. La 8.ª Fuerza había mantenido sus radios en silencio durante todo el vuelo, pero los alemanes estaban esperándolos. Habían descifrado los códigos de los americanos y tenían conocimiento de que iba a producirse la incursión.
Las baterías antiaéreas hicieron estragos en la fuerza de bombarderos, que volaba a baja cota entre las espesas nubes de humo negro; a continuación se lanzó sobre ella un abultado contingente de cazas de la Luftwaffe estacionados en las inmediaciones. Cuando regresaron a su base, solo treinta y tres de los ciento setenta y ocho Liberator que participaron en la misión estaban en condiciones de prestar servicio. A pesar de los daños sufridos, los alemanes pusieron a trabajar cantidades ingentes de operarios y al cabo de unas semanas las refinerías producían más petróleo que antes del bombardeo.
Otra misión impuesta por Washington fue obligar a la 8.ª Fuerza a internarse en el corazón de Alemania. El 17 de agosto atacó las fábricas de Messerschmitt de Ratisbona con ciento cuarenta y seis bombarderos capitaneados por Curtis LeMay, y la factoría de rodamientos de Schweinfurt con doscientos treinta. El grupo de LeMay, que despegó a pesar de la densa niebla reinante, viajó sin parar desde Ratisbona hasta el norte de África, sobrevolando los Alpes, para confundir a los alemanes. Pero las defensas de cazas de la Luftwaffe se habían incrementado mientras tanto hasta las cuatrocientas unidades gracias a las que habían sido retiradas del frente oriental. El grupo de LeMay perdió catorce bombarderos antes incluso de llegar a Ratisbona. Un artillero comentó que al oír por el interfono cómo todo el mundo se ponía a rezar, tuvo la impresión de que «aquello sonaba como una iglesia volante»[29]. Pero, una vez lanzadas sus bombas, los aviones supervivientes consiguieron al menos no ser perseguidos más allá de los Alpes.
La fuerza desplazada a Schweinfurt, que no había salido hasta que se hubo despejado la niebla, llegó a su objetivo con varias horas de retraso. Esta desastrosa circunstancia supuso que los cazas alemanes que habían atacado al grupo de LeMay tuvieran tiempo de aterrizar, repostar y rearmarse. Debido una vez más a su limitada autonomía de vuelo, los cazas Thunderbolt que escoltaban a las Fortalezas Volantes destinadas a Schweinfurt tuvieron que dar media vuelta cuando sobrevolaban Bélgica, justo antes de llegar a la frontera alemana. A partir de ese momento se lanzaron contra los bombarderos americanos escuadrillas de Focke-Wulf y Messerschmitt 109 procedentes de todas direcciones. Se calcula que despegaron unos trescientos aparatos, muchos más que los que habían acosado a los aviones de LeMay. Al cabo de poco tiempo los artilleros de las Fortalezas Volantes tenían los pies cubiertos de vainas vacías de munición mientras giraban sus torretas en una y otra dirección, intentando frenéticamente seguir la trayectoria de los cazas que se colaban en la formación. Fueron tantos los aparatos alcanzados y tantos los hombres que se lanzaron en paracaídas, comentó un piloto, que «aquello parecía una invasión de paracaidistas»[30].
Cuando llegaron a Schweinfurt, los aviones que quedaban no pudieron arrojar sus bombas con precisión. La formación fue presa del caos, bajo el fuego constante de las baterías antiaéreas cuyos proyectiles explotaban a su alrededor envolviéndola en una negra humareda y, por si fuera poco, los alemanes habían camuflado el objetivo con generadores de humo. En cualquier caso sus bombas de mil libras no eran lo bastante potentes como para causar daños considerables, aunque dieran en el blanco. La 8.ª Fuerza Aérea perdió sesenta bombarderos que fueron destruidos por completo, y otros cien quedaron tan deteriorados que fueron declarados en siniestro total. Perecieron también casi seiscientos tripulantes.
A raíz de esta catástrofe Churchill renovó su presión sobre la Fuerza Aérea de los Estados Unidos para que cambiara de táctica y se pasara a los bombardeos nocturnos. Arnold opuso una férrea resistencia, pero sabía que sus aparatos continuarían siendo vulnerables hasta que no dispusieran de cazas de escolta con suficiente autonomía de vuelo. Los dirigentes de las Fuerzas Aéreas estadounidenses se vieron obligados a reconocer que el concepto que se ocultaba tras las Fortalezas Volantes provistas de armamento pesado, al que se habían aferrado durante demasiado tiempo, era absolutamente erróneo. La amarga lección volvió a repetirse cuando la 8.ª Fuerza Aérea se aventuró a salir una vez más sin la necesaria cobertura de los cazas para atacar Stuttgart. Perdió cuarenta y cinco Fortalezas de las trescientas treinta y ocho que participaron en la misión.
Durante la operación Ratisbona-Schweinfurt, la Luftwaffe perdió cuarenta y siete cazas en la encarnizada batalla aérea, que deberían incluirse en el total de trescientos treinta y cuatro aparatos abatidos en el mes de agosto. Más peligroso todavía resultaba el hecho de que perdiera a muchos pilotos experimentados. Su muerte perjudicaba las defensas de Alemania mucho más que los daños infligidos por el grupo de LeMay a la fábrica Messerschmitt de Ratisbona. El 18 de agosto, tras recibir las furibundas recriminaciones de Hitler por haber permitido la destrucción de Hamburgo y otros ataques, el general Jeschonnek, jefe de estado mayor de la Luftwaffe, se pegó un tiro. A Hitler no le preocupaba lo más mínimo Jeschonnek. Ahora estaba totalmente volcado en desarrollar las armas de la «Venganza», (Vergeltungswaffen), la bomba volante V-1 y el cohete V-2. Su prioridad era causar un terror mayor a sus enemigos.
Tras bombardear la base de investigación de las Vergeltungswaffen en Peenemünde, en la costa del Báltico, el Mando de Bombarderos inició la batalla de Berlín. Harris estaba convencido de que si podía hacer en la capital nazi lo que su aviación había hecho en Hamburgo, Alemania se rendiría el 1 de abril de 1944. Para desesperación del jefe de cazas de la Luftwaffe, el general Adolf Galland, y del Generalfeldmarschall Milch, Hitler se negó a incrementar la producción de cazas. Su fe en Göring y en la Luftwaffe había quedado muy maltrecha. Confiaba en las grandes torres de hormigón macizo de su artillería antiaérea para defender Berlín. Pero aunque la cortina de fuego de las baterías antiaéreas y los reflectores que cruzaban los cielos de la ciudad aterrorizaban a los aviadores de la RAF que se acercaban a la ciudad, el fuego antiaéreo fue responsable de una proporción de bajas considerablemente menor que la que causaron los cazas nocturnos de la Luftwaffe.
Los tripulantes de la unidad Pathfinder empezaron a lanzar sobre Berlín las bengalas marcadoras rojas y verdes, que los alemanes llamaban «Árboles de Navidad». Luego los Lancaster y los Halifax efectuaron un bombardeo de saturación en alfombra de un extremo a otro de la ciudad. Por orden de Harris, cada Lancaster llevaba ahora un cargamento de cinco toneladas de bombas. «La bóveda del cielo se extiende sobre Berlín con una hermosura fantasmal de color rojo sangre», escribió Goebbels en su diario después de una de las incursiones más nutridas. «No puedo seguir mirándolo». Pero Goebbels era uno de los poquísimos jerarcas nazis que salían a mezclarse y charlar con las víctimas de los bombardeos[31].
La vida resultaba bastante más difícil para los berlineses corrientes, que intentaban llegar a trabajar puntuales a través de las calles cortadas por los escombros, con los raíles de los tranvías arrancados y deformados de mala manera, y los trenes de la S-Bahn cancelados debido a los destrozos sufridos por la línea férrea. La población civil estaba pálida y ojerosa por la falta de sueño, cuando salía precipitadamente dispuesta a seguir con su rutina. Las personas que no tenían más remedio que abandonar sus viviendas debido a los bombardeos o bien se trasladaban a casa de amigos, o esperaban que las realojaran las autoridades. Solía procurárseles un albergue en casas confiscadas a familias judías, la mayoría de las cuales en aquellos momentos habían sido «enviadas al este». Como sucedía en muchas otras ciudades, podían sustituir a precio de saldo la ropa y los enseres domésticos perdidos por otros procedentes de las casas de los judíos. Pocos eran los que se paraban a preguntarse por la suerte que pudieran haber corrido sus anteriores propietarios.
Sin embargo, un número sorprendente de judíos, entre cinco y siete mil, habían pasado a la clandestinidad y eran llamados también los «submarinos». Algunos estaban ocultos en la ciudad o vivían en casa de antinazis compasivos o en casitas de veraneo situadas en pequeñas parcelas. Los que podían pasar fácilmente por arios se habían quitado la estrella amarilla de la ropa, habían conseguido documentación falsa y se habían mezclado con la población en general. Todos temían poder ser detenidos en cualquier momento por una patrulla de la SA en plena calle o por hombres de la Gestapo vestidos de paisano guiados por un Greifer o «sayón», que había sido extorsionado para localizar y denunciar a los «submarinos» con la dudosa promesa de que así podría salvar a su familia.
Por la noche, cuando sonaban las sirenas, la población se metía en los refugios antiaéreos, en los sótanos o en las enormes grutas de las torres de la defensa antiaérea. La gente llevaba termos y pequeñas maletitas de cartón con bocadillos, sus objetos de valor y la documentación importante. Con el humor cáustico propio de los berlineses, las sirenas eran llamadas las «trompetas de Meyer», en alusión a las famosas palabras de jactancia pronunciadas por Göring a comienzos de la guerra, cuando dijo que si la RAF bombardeaba alguna vez Berlín, él se llamaba Meyer. La torre de defensa antiaérea del zoo, el Tiergarten, tenía capacidad para dieciocho mil personas. Ursula von Kardorff la describe en su diario como «un decorado para la escena de la cárcel de Fidelio». Las parejas de enamorados se besaban en las escaleras de caracol de hormigón armado como si estuvieran en una «parodia de un baile de disfraces»[32].
En los refugios corrientes, llamados Luftschutzräume, el aire olía a rancio, pues todos estaban atestados de gente mal lavada y por si fuera poco estaba el problema omnipresente de la halitosis. La mayoría de la población tenía la dentadura en malas condiciones a causa de la falta de vitaminas. Los refugios estaban iluminados con luces azules, y en las paredes se habían pintado con pintura luminosa flechas y letreros por si fallaba el suministro eléctrico. En los sótanos de los edificios, en los que solía refugiarse la mayoría de la gente, las familias se sentaban en fila, unas enfrente de otras, como en los vagones del U-Bahn. Cuando los edificios empezaban a temblar a consecuencia de las bombas, algunos practicaban extraños rituales de supervivencia, como envolverse la cabeza en una toalla. Pero cuando en el edificio caía una bomba o se declaraba un incendio, y el humo y el polvo entraban en el sótano, la histeria podía adueñarse fácilmente de las personas que habían buscado refugio en él. En las paredes laterales se habían practicado agujeros, para poder meterse, si era necesario, en los sótanos de las casas vecinas. Los trabajadores extranjeros, que llevaban pintada a la espalda una letra bien grande para poder ser identificados, tenían prohibido meterse en los refugios y mezclarse en unas circunstancias tan íntimas con las mujeres y los niños alemanes.
Tal como había prometido a Churchill, Harris dijo a sus hombres que la batalla de Berlín sería la batalla decisiva de la guerra. Pero su campaña de desgaste, noche tras noche, destrozó los nervios de sus propios hombres tanto o más que los de los berlineses. Sus aviadores volvían una y otra vez a aferrarse al mantra de Harris que decía que su labor iba a acortar la guerra y que por tanto al final iba a salvar muchas más vidas.
La batalla se desarrolló desde agosto de 1943 hasta marzo de 1944; sin embargo ni las diecisiete mil toneladas de bombas de detonación ni las dieciséis mil de bombas incendiarias lograron destruir la capital de Alemania. La ciudad era demasiado extensa para ser vulnerable a una tormenta de fuego, y sus amplios espacios abiertos absorbieron el grueso de las bombas[33]. Harris se había equivocado de mala manera en sus cálculos, y finalmente se vio obligado a dar marcha atrás. Todas las garantías que había dado a Churchill se habían revelado vanas. El Mando de Bombarderos perdió más de mil aparatos, la mayoría de ellos ante cazas nocturnos. Causó la muerte de nueve mil trescientos noventa civiles, pero para ello tuvo que perder a dos mil seiscientos noventa de sus aviadores.
El intento de minar la moral de los alemanes que había llevado a cabo Harris había fracasado. Pero él siguió negándose a admitir la derrota y desde luego se negó a dar su brazo a torcer. Despreció los intentos que hizo el gobierno de lavar la cara a la campaña de bombardeos diciendo que la RAF atacaba solo objetivos militares y que las muertes de los civiles eran inevitables. Él simplemente consideraba a los trabajadores de la industria y sus viviendas objetivos legítimos en un estado militarizado moderno. Rechazaba por completo la idea de que tuvieran que «avergonzarse de los bombardeos de área»[34].
Los americanos, por su parte, adoptaron una actitud tan cautelosa y eufemística como la de los críticos de Harris en el ministerio del aire. Aunque el general Arnold reconociera en privado que en la mayoría de los casos sus hombres bombardeaban «a ciegas» y que en consecuencia atacaban objetivos zonales, se negaba a decirlo públicamente. Después de todas sus afirmaciones de que eran capaces de acertar un «barril de encurtidos», el tipo de bombardeo practicado por los estadounidenses durante el otoño de 1943 no fue mejor que los documentados en el Informe Butt. «En los períodos de mal tiempo continuado», como dice un especialista en historia de las fuerzas aéreas, «la precisión de los americanos no fue en general mejor —sino a menudo peor— que la del Mando de Bombarderos». Los mandos de la Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos se negaron a creer las evidencias cuando se las pusieron delante[35].
Hitler ordenó llevar a cabo incursiones de represalia contra las ciudades históricas de Inglaterra: Bath, Canterbury, Exeter, Norwich y York. Un agregado de prensa de la Wilhelmstrasse declaró que «la Luftwaffe arremeterá contra todos los edificios que estén marcados con tres estrellas en Baedeker». El nombre de las famosas guías turísticas encuadernadas en rojo se asoció así con estos ataques, que pasaron a denominarse «bombardeos Baedeker»[36]. Goebbels se puso furioso ante semejante metedura de pata, pues pretendía que los ingleses quedarán marcados con el baldón de dedicarse a destruir ciudades antiguas.
Independientemente de que Harris sufriera o no un «complejo de Júpiter»[37], arrojando rayos desde lo alto del cielo con afán de venganza (idea que la opinión pública británica en general compartía), la suya fue una modalidad más de la «guerra total» a la que invitó Goebbels con su famosa pregunta desde el podio del Sportpalast de Berlín en febrero de 1943. La convicción que tenía Harris de que su estrategia iba a acortar la duración de la guerra y de paso iba a ahorrar vidas humanas era curiosamente similar al slogan que aparecía escrito en el escenario con letras gigantescas detrás de Goebbels cuando pronunció ese discurso y que decía: «Guerra Total, Guerra Corta». La pregunta que hay que formular irremediablemente es si hacer una guerra total desde el aire contra la población civil alemana fue el equivalente moral de lo que hizo la propia Luftwaffe, y resulta demasiado complicado dar una respuesta satisfactoria. En términos estadísticos, sin embargo, la Ofensiva Combinada de Bombarderos resultó al final ligeramente menos mortífera, si se suman todos los civiles de la Europa occidental, de la Europa central, de los Balcanes y de la Unión Soviética que perecieron a manos de la Luftwaffe.