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—4.200 a la una… 4.200 a las dos…

—¡4.600!

—4.600 para el señor del fondo de la sala, gracias, señor, 4.600… 4.600 a la una… 4.600 a las dos… estamos en 4.600, amables señores, no querrán obligarme a regalar, prácticamente a regalar, este objeto de inestimable valor artístico y también, si se me permite, moral… seguimos en 4.600, señores… 4.600 a las dos… 4600

—¡5.000!

—¡5.000! Veo que por fin los señores presentes se han animado… permítanme que les diga, apoyándome en mi experiencia de decenios, permítanme que les diga, señores, que éste es el momento justo para que disparen sus cartuchos… tengo aquí una oferta de 5.000 que sería un delito dejar así sobre la mesa sin siquiera…

—¡5.400!

—El señor sube 400, gracias, señor… estamos en 5.400… 5.400 a la una… 5.400 a las dos…

Cuando sacaron a subasta los bienes del señor Rail —desagradable trámite que se hizo indispensable dada la singular tenacidad de sus acreedores—, el señor Rail exigió ser llevado a Leverster y asistir personalmente a todo el asunto. No había visto nunca una subasta en su vida: despertaba su curiosidad.

—Y además quiero ver la cara de esos buitres, uno a uno.

Estaba sentado en la última fila: no se perdía una sola palabra y miraba a su alrededor como fascinado. Una a una se le iban las piezas más valiosas de su casa. Las veía pasar y desaparecer, una detrás de otra, e intentaba imaginarse los salones a los que irían a parar. Alimentaba la firme convicción de que a ninguna de ellas le habría gustado el traslado. No iba a ser la misma vida, ni siquiera para ellas. El Santo Tomás de madera, a tamaño natural, acabó por una cifra considerable en manos de un hombre de pelo grasiento y, seguramente, de mal aliento. El escritorio fue objeto de larga pugna entre dos señores que parecían haberse enamorado perdidamente del mismo: se salió con la suya el más viejo, cuyo perfil cretino excluía a priori la eventualidad de que le pudiera realmente ser útil un escritorio. El juego de té de porcelana china acabó en manos de una señora cuya boca hacía espeluznante la idea de ser una taza del susodicho juego. La colección de armas antiguas fue adquirida por un extranjero que habría podido hacer uso de ellas útilmente sobre sí mismo. La gran alfombra azul del comedor acabó en manos de un inocuo señor que por error había levantado la mano, con gesto convincente, en el momento equivocado. La chaise longue escarlata fue a custodiar el reposo de una señorita que había hecho saber, a su prometido y a todos los participantes, que quería a toda costa «esa curiosa cama». Se iban de viaje por el mundo, en resumidas cuentas, todos aquellos pedazos de la historia del señor Rail: a habitar miserias ajenas. No era un espectáculo bello. Era casi como ver que le desvalijaban a uno la casa, pero a cámara lenta y de manera mucho más organizada. Impasible, en su silla de la última fila, el señor Rail se despedía de todas aquellas cosas, con la curiosa sensación de sentir cómo le limaban, lentamente, la vida. Hubiera podido marcharse al cabo de un rato. Pero en el fondo esperaba algo. Y ese algo llegó.

—Señores, en tantos años de humilde ejercicio de mi profesión jamás, antes de ahora, he tenido el honor de sacar a subasta…

El señor Rail cerró los ojos.

—… en el que la belleza de las formas se une a la genialidad de su concepción…

Con tal que lo haga deprisa.

—… verdadero objeto de culto, testimonio precioso del progreso patrio…

Que lo haga y acabe de una vez.

—… una auténtica y verdadera locomotora, todavía en funcionamiento.

Eso es.

En la disputa por Elisabeth se enzarzaron un barón con una insoportable ese ceceante y un viejo señor de aspecto modesto y simplón. El barón agitaba en el aire su bastón vocalizando las ofertas con una solemnidad que se pretendía definitiva. Meticulosamente, una y otra vez, el viejo señor de aspecto simplón se limitaba a alzar apenas la oferta, provocando una evidente irritación en el barón y su entourage. Los ojos del señor Rail pasaban del uno al otro saboreando cualquier pequeño matiz de aquel singular duelo. Con evidente satisfacción del subastador, el desafío no daba señales de encontrar una solución. Aquellos dos habrían sido capaces de continuar durante horas. Los interrumpió la imprevisible limpidez de una voz femenina que resonó con la seguridad de una orden y la dulzura de una oración.

—Diez mil.

El barón pareció enmudecer por el estupor. El viejo señor de aspecto simplón bajó la mirada. De pie, en el fondo de la sala, una señora vestida con espléndida elegancia repitió

—Diez mil.

El subastador pareció despertar de un inexplicable encantamiento. Repitió la cifra tres veces, algo apresuradamente, vagamente inseguro sobre lo que hacer. Después murmuró, entre el silencio general

—Adjudicado.

La señora sonrió, se volvió y salió de la sala.

El señor Rail ni siquiera la había mirado. Sabía, sin embargo, que no iba a olvidarse fácilmente de aquella voz. Pensó: «Quizá se llame Elisabeth. Quizá sea bellísima». Después ya no pensó nada. Permaneció en la sala hasta el final, pero con la mente apagada, y entre los brazos de un repentino, dulcísimo cansancio. Cuando todo acabó, se levantó, cogió el sombrero y el bastón e hizo que lo acompañaran fuera, a la carroza. Estaba subiendo en ella, cuando vio acercarse a una señora vestida con espléndida elegancia. Llevaba el rostro cubierto por un velo. Le dio un gran sobre y dijo

—De parte de un común amigo nuestro.

Después sonrió y se marchó.

Sentado en la carroza que entre miles de sacudidas salía de la ciudad, el señor Rail abrió el sobre. En su interior estaba el contrato de adquisición de Elisabeth. Y una nota con sólo tres palabras escritas.

Que les den.

Y una firma.

Hector Horeau

La gran casa del señor Rail sigue allí. Semivacía, pero desde fuera no se ve. Sigue estando Brath, que se ha casado con Mary, y sigue estando Mary, que se ha casado con Brath, y espera un hijo que quizá sea de Brath, quizá no, no importa. Sigue estando el señor Harp, que se ocupa del campo y de las plantaciones. Ya no está la fábrica, como es justo, por otra parte, dado que desde hace años ya no está el viejo Andersson. En el prado, a los pies de la colina, está Elisabeth. Le han quitado todos aquellos raíles de delante, no le han dejado más que los dos que tiene bajo las ruedas. Si los trenes naufragaran y las vías férreas estuvieran en el cielo, parecería los restos de un tren, depositado en el fondal herboso del mundo. Como peces, de vez en cuando giran a su alrededor los niños de Quinnipak. Vienen del pueblo a propósito para verla: los mayores cuentan que dio la vuelta al mundo y que al final llegó allí y decidió pararse porque estaba mortalmente cansada. Los niños de Quinnipak giran a su alrededor, mudos como peces para no despertarla.

El despacho del señor Rail está lleno de dibujos: fuentes. Antes o después habrá delante de la casa una gran fuente toda de cristal con el agua que subirá y bajará al ritmo de la música. ¿Qué música? Cualquier clase de música. ¿Y cómo es posible? Todo es posible. No lo creo. Ya lo verás. En medio de todos esos dibujos, colgados por todas partes, hay también un recorte de periódico. En él está escrito que han asesinado a un hombre, a uno de los muchos obreros que están montando los raíles de la gran vía férrea que llevará al mar; «profético proyecto, orgullo de la nación, concebido y realizado por la férvida mente del excelentísimo señor Bonetti, pionero del progreso y del desarrollo espiritual del reino». La policía está investigando. El recorte está algo amarillento. Cuando pasa por delante, el señor Rail no siente ya ni rencor, ni arrepentimiento, ni satisfacción. Nada.

Sus días se deslizan como palabras de una liturgia antigua. Alborotados por la imaginación y ordenados de nuevo por el fiel compás de la cotidianeidad. Reposan inmóviles sobre sí mismos, en exacto equilibrio entre recuerdos y sueños. El señor Rail. De vez en cuando, sobre todo en invierno, le gusta permanecer inmóvil, en el sillón frente a la librería, en batín de damasco y zapatillas verdes: terciopelo. Recorre con la mirada, lentamente, los lomos de los libros delante de él: uno a uno los recorre, con ritmo constante, desgrana palabras y colores como versículos de una letanía. Si llega al final, vuelve a empezar sin prisa. Cuando ya no reconoce las letras y con dificultad los colores —sabe que está cayendo la tarde.