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Jun estaba con la cabeza apoyada en el pecho del señor Rail. Hacer el amor de aquella forma, la noche en que él volvía, era un poco más hermoso, un poco más simple, un poco más complicado que en una noche cualquiera. Algo flotaba en el aire, como el esfuerzo por recordar algo. Flotaba en el aire un sutil temor de descubrir quién sabe qué. Flotaba en el aire la necesidad de que en cualquier caso fuera bellísimo. Flotaba en el aire un deseo un poco impaciente, un poco feroz, que no tenía nada que ver con el amor. Flotaban en el aire un montón de cosas.
Después…, después era como empezar a escribir de nuevo a partir de una página en blanco. Fuera el que fuera, el viaje que había llevado a cualquier lugar del mundo al señor Rail desaparecía en el vaso de agua de aquella media hora de amor. Volvían a empezar desde el momento en que se habían separado. El sexo borra pedazos de vida que uno no es capaz de imaginarse. Quizá sea estúpido, pero la gente se abraza con ese extraño furor ligeramente pánico y la vida sale de él estrujada como un papelito apretado en un puño, escondido con un gesto nervioso de temor. Un poco por azar, un poco por fortuna, desaparecen en los pliegues de esa vida apelotonada jirones de tiempo dolorosos, o cobardes, o nunca comprendidos. Así es.
Jun estaba allí, con la cabeza sobre el pecho del señor Rail y una mano que vagaba por sus piernas y que, de tanto en tanto, se cerraba sobre su sexo, se deslizaba por encima de él, volvía a perderse entre sus piernas —no hay nada más hermoso que las piernas de un hombre, pensaba Jun, cuando son hermosas.
La voz del señor Rail le llegó lentamente, con un aire de sonrisa en su interior.
—Jun, no puedes imaginarte lo que he comprado esta vez.
Efectivamente, no podía imaginárselo. Se acurrucó sobre él, rozaba con los labios su piel —no hay nada más hermoso que los labios de Jun, pensaba la gente, cuando rozan algo.
—Podrías pasarte toda la noche intentándolo, pero no lograrías adivinarlo.
—¿Me gustará?
—Claro que te gustará.
—¿Me gustará tanto como me gusta hacer el amor contigo?
—Mucho más.
—Idiota.
Jun levantó la mirada hacia él, se acercó a su rostro. En la penumbra lo veía sonreír.
—Entonces, ¿qué ha comprado esta vez el loco señor Rail?
A diez kilómetros de allí, el campanario de Quinnipak dio la medianoche, había viento del norte que se llevó consigo los tañidos, uno a uno, desde el pueblo hasta la cama de aquellos dos —cuando así sucede, es como si los tañidos desgajaran la noche, es el tiempo que es una hoja afiladísima y secciona la eternidad —la cirugía de las horas, cada minuto una herida, una herida para salvarse —estamos aferrados al tiempo, ésa es la verdad, porque el tiempo numera los conatos de ser que somos, minuto a minuto —numerar es salvarse, ésa es la verdad, y la legitimación trascendental de todo reloj, y la dulzura lastimera de todos los tañidos de todas las campanas —aferrados al tiempo para que haya un orden en el electrizante desgaste cotidiano, un antes y un después de cada shock —aferrados con feroz miedo, y determinación, con histérica minuciosidad y fuerza inhumana. Y como todas las histerias del terror, ésta también se ha organizado como en un rito, siendo el rito, siempre, la recomposición de millones de histéricos arrebatos de miedo en una única danza divina, el escenario sobre el que el hombre llega a ser capaz de moverse como un Dios —un rito, digo, que era el rito del reloj de la Grand Junction —obsérvese con atención: cuando todavía cada ciudad tenía su hora, y por tanto su tiempo, miles de tiempos distintos, cada ciudad el suyo, si aquí eran las dos y veinticinco allí podían ser las tres, cada ciudad con su reloj —y la Grand Junction era una línea ferroviaria, una de las primeras líneas ferroviarias que se construyeron, corría como una grieta en un vaso, por tierra y por mar, desde Londres a Dublín —corría y llevaba consigo un tiempo suyo en su interior que se deslizaba sobre los tiempos ajenos, como una gota de aceite sobre un vaso húmedo, y poseía una hora propia que tenía que resistir a todas las demás, durante todo el viaje, y volver intacta, una gema intacta, para que cada instante pudiera saber si era un instante de retraso o de anticipación, para que cada instante pudiera conocerse a sí mismo, y por tanto no perderse, y por tanto salvarse —un tren que corre con su hora en el corazón, sorda a todas las demás —por aquel tren el hombre acuñó el rito, elemental y sagrado:
«Todas las mañanas, un mensajero del Almirantazgo entregaba al empleado de turno del tren correo Londres-Dublín un reloj que indicaba la hora exacta. En Holyhead, el reloj era entregado a los empleados del transbordador de Kingston que lo llevaba a Dublín. De regreso, los empleados del transbordador de Kingston devolvían el reloj al empleado de turno del tren correo. Cuando el tren llegaba de nuevo a Londres, el reloj era entregado nuevamente al mensajero del Almirantazgo. Así cada día, durante centenares de jornadas».
Eran los tiempos en que en la estación de Buffalo había tres relojes, cada uno con una hora distinta, y seis en la estación de Pittsburgh, uno por cada una de las vías ferroviarias que pasaban —era la Babel de las horas— y por ello se comprende el rito de la Londres-Dublín, tren correo —ese reloj que va arriba y abajo, en una caja de terciopelo, valioso como un secreto, valioso como una joya…
(Había un hombre que partía, viajaba, y cuando regresaba, antes que él llegaba una joya, en una caja de terciopelo. La mujer que lo esperaba abría la caja, veía la joya y entonces sabía que iba a regresar. La gente creía que era un regalo, un valioso regalo por cada fuga. Pero el secreto era que la joya era siempre la misma. Cambiaban las cajas pero la joya no. Partía con el hombre, permanecía con él allá donde viajara, pasaba de maleta en maleta, de ciudad en ciudad, y después volvía atrás. Venía de las manos de la mujer y a ellas regresaba, exactamente como el reloj regresaba a las manos del Almirante. La gente creía que era un regalo, un valioso regalo por cada fuga. En cambio, era lo que custodiaba el hilo de su amor en el laberinto de mundos por el que el hombre corría, como una grieta a lo largo de un vaso. Era el reloj que contaba los minutos del tiempo anómalo, y único, que era el tiempo de su amarse. Volvía atrás antes que él para que ella supiera que dentro de aquel que estaba a punto de llegar no se había roto el hilo de aquel tiempo. Así el hombre llegaba, al final, y no había necesidad de decir nada, de preguntar nada, ni de saber. El instante en que se veían era, para los dos, una vez más, el mismo instante).
… valioso como un secreto, valioso como una joya —un reloj que mantenía unidos a los ferrocarriles, que tenía a Londres y Dublín atadas una a la otra para que no se disiparan a la deriva de una babel de tiempos y horas diferentes —esto da que pensar —esto sí da que pensar —esto da que pensar. En los trenes. En el choque de la vía férrea.
Nunca habían necesitado, antes, aquella gaita del reloj. Nunca. Porque no existía el tren. Ni siquiera lo poseían como idea. Y entonces viajar de aquí para allá era algo tan lento, y destartalado, y casual, que de todos modos el tiempo se perdía sin que nadie soñara con oponer resistencia. Resistían un par de distinciones generales —el alba, la puesta de sol—, todo el resto eran momentos confusos en un único gran limo de instantes. Antes o después, se llegaba, eso era todo. Pero el tren… aquello era exacto, era tiempo convertido en hierro, hierro corriendo sobre dos raíles, secuela precisa de antes y después, incesante procesión de travesaños… y sobre todo… era velocidad… velocidad. La velocidad no perdonaba. Si había siete minutos de diferencia entre la hora de aquí y la hora de allá, ella los hacía visibles… pesados… Años de viaje en carretas nunca habían logrado descubrirlos, un solo tren en tránsito podía desenmascararlos para siempre. La velocidad. A ese mundo debió de estallarle dentro, como un grito reprimido durante milenios. Nada debió de parecer igual desde el momento en que llegó la velocidad. Todas las emociones reducidas a pequeñas máquinas por reevaluar. Quién sabe cuántos adjetivos se revelaron repentinamente caducos. Quién sabe cuántos superlativos se desmenuzaron en un momento, de golpe tristemente ridículos… En sí mismo, el tren no era gran cosa, no era nada más que una máquina… pero eso es lo genial: aquella máquina no producía fuerza, sino algo conceptualmente todavía difuso, algo que no existía: velocidad. No era una máquina que hacía lo que mil hombres podrían hacer. Una máquina que hacía lo que nunca había existido. La máquina de lo imposible. Una de las primeras y más famosas locomotoras construidas por George Stephenson se llamaba Rocket y alcanzaba los ochenta y cinco kilómetros por hora. Fue la que venció, el 14 de octubre de 1829, el certamen de Rainhill. Competía con otras tres locomotoras, cada una de ellas con su hermoso nombre (a lo que da miedo se le da un nombre, como lo demuestra el hecho de que los hombres tengan, por prudencia, dos): Novelty, Sans Peril, Perseverance. Para decir toda la verdad, también inscribieron una cuarta: se llamaba Le ciclopède, la había inventado un tal Brandreth, y consistía en un caballo que galopaba sobre una cinta transportadora conectada a cuatro ruedas que corrían, a su vez, sobre raíles. Fijaos en cómo cada ocasión, siempre, el pasado se resiste al futuro, acuña increíbles compromisos sin el más mínimo sentido del ridículo, se mortifica perdidamente con tal de continuar poseyendo el presente, aunque sea con el tiempo caduco, obstinado y obtuso, y mientras proféticas calderas en ebullición vomitaban por sus chimeneas soplidos y relinchos de vapor blanco, aquél montaba en un pobre caballo sobre un armatoste que confundía el medio, es decir, los raíles, con el fin. Lo descalificaron, de todas maneras. Lo descalificaron incluso antes de que tomara la salida. Por eso compitieron cuatro, la Rocket y las otras tres. La primera prueba, un recorrido de milla y media. La Novelty lo devoró a una media de 45 kilómetros por hora, despertando una enorme impresión. Lástima que al final estalló, así fue, estalló —debe de ser magnífico ver estallar una locomotora, la caldera deshaciéndose como una ampolla al rojo vivo, la pequeña estrecha larga chimenea volando, imprevisiblemente ligera como el humo que tiene dentro, y después los hombres, porque alguien debía de estar dentro conduciendo aquella bomba activada sobre dos raíles de hierro, los hombres volando también como fantoches, como resoplidos sanguinolentos, ración cotidiana de sangre para engrasar las ruedas del progreso, debe de ser magnífico ver una locomotora corriendo y, después, estallar. La segunda prueba contemplaba un recorrido de 112 kilómetros que habían de cubrir a una velocidad de 16 kilómetros por hora. La Rocket dejó a todas atrás, viajó segura a 25 kilómetros por hora, un espectáculo digno de verse. Tras echar las cuentas, se decretó que había ganado. Había ganado aquel genio de Stephenson. Y todo esto, fijémonos bien, no sucedió en el secreto de una interesada reunión de ricachones en busca de un sistema veloz e indoloro para llevar a todas partes sus vagones repletos de carbón. No. Todo esto se estampó, indeleble, en los ojos de diez mil personas, en decir, en veinte mil ojos, bizco más, bizco menos, tantos como acudieron desde todas partes a Raihill aquel día para asistir a la competición del siglo —una pequeña pero enorme porción de la humanidad llevada hasta allí por el presentimiento de que estaba sucediendo algo que muy pronto le desbarataría sus mecanismos cerebrales. Vieron a la Rocket deslizarse sobre el trazado de Rainhill a 85 kilómetros por hora. Y ni siquiera esto debía de provocar un estupor excesivo: porque un objeto a toda velocidad seguía siendo una imagen con que debían de haberse topado por lo menos una vez, aunque fuera un solitario halcón en picado, o un tronco arrastrado por los rápidos del río, o quién sabe, una bomba disparada por el cielo. Pero lo desconcertante, eso sí, fue el pensamiento que los sacudió, la elemental deducción de que si aquella locomotora no estallaba, entonces antes o después la historia los haría subir allí arriba, en loca carrera por aquella carretera de hierro, repentinamente convertidos, ellos mismos, precisamente ellos, en halcones en picado, y troncos, y bombas disparadas por el cielo. Y es imposible, verdaderamente imposible, que no pensaran todos, precisamente todos, con general febril atemorizada curiosidad: ¿cómo será el mundo, visto desde allí arriba? E inmediatamente después: ¿será ése un nuevo modo de vivir o un modo más exacto y espectacular de morir?
Llovieron las respuestas, más tarde, a medida que afloraban raíles en todas direcciones y zarpaban trenes allanando colinas y agujereando montañas, casi perversos en su feroz deseo de llegar a su destino. En las orejas entraba el rítmico lamento de los raíles, y entre tanto todo vibraba como fatigado, como emocionado —una especie de tic perpetuo que te iba desgastando el alma. Y por la ventana —por la ventana, más allá del cristal, iban desfilando los añicos de un mundo hecho pedazos, perennemente en fuga, desmenuzado en millares de imágenes que duraban un instante, arrancado por una fuerza invisible. «Antes de que inventaran el ferrocarril, la naturaleza no palpitaba: era una Bella Durmiente del bosque», escribieron. Pero fue mucho tiempo después, con visión retrospectiva. Hacían poesía sobre ello. En aquel momento, justo las primeras veces en que la Bella Durmiente se dejaba violar por aquella máquina lanzada a culpable velocidad, fue más bien la violencia lo que permaneció impreso en las palabras y en los recuerdos. Y el miedo. «Es realmente un vuelo, y es imposible sustraerse a la idea de que un mínimo incidente podría causar la muerte instantánea de todos», eso era lo que pensaban. Y en verdad tuvo que formarse inconscientemente en el ánimo un nexo preciso entre aquel presentimiento de la muerte y la imagen distorsionada que, desde la ventana y al precio de jugarse la vida, el mundo ofrecía de sí mismo. Como a los muertos, a los que les pasa en pocos instantes toda una vida ante los ojos, deslizándose veloz. A ellos les pasaban por delante prados, personas, casas, ríos, animales…
Hay que imaginárselo, el miedo por un lado y aquel bombardeo de imágenes por otro o, mejor, uno, el miedo, dentro del otro, el bombardeo, como ondas concéntricas de un único ahogo, angustioso, claro está, pero también… algo así como un imprevisto desgarro en la percepción, algo que debía de llevar en su interior el chispazo de algún placer abrasador —una progresiva aceleración del ritmo de las percepciones, desde la lenta partida hasta la carrera sin barreras por el interior de las cosas, todo un protocolo vertiginoso de imágenes que se hacinan en desorden empujándose en los ojos, heridas incurables en la memoria, y astillas, rastros de paso, fugas de objetos, polvo de cosas —esto tenía que ser placer, por Dios —«intensificación de la vida nerviosa», la llamó después Simmel —parece un parte médico —y, en efecto, esa hipertrofia del ver y del sentir tiene el perfil, y el sabor, de la enfermedad, —se te extendían las redes del cerebro, dolorosamente, hasta el máximo, como telarañas exhaustas llamadas tras siglos de sueño a atrapar el vuelo de imágenes enloquecidas, figuras como insectos colapsados por el vértigo de la velocidad, y la araña, que eras tú, ajetreada adelante y atrás en equilibrio entre la ebriedad de la comilona y la precisa, exacta, numérica certeza de que la telaraña estaba a un paso de ceder para siempre, y enrollarse sobre sí misma, grumo de baba, inútil colgajo de papilla, nudo definitivamente atado, geometrías perfectas perdidas para siempre, escuálida bola de cerebro deshecho —el placer lacerante de devorar imágenes a ritmo inhumano y el dolor de esa jaula de hilos tensados hasta la extenuación —el placer y el ruido sordo del desmoronamiento —el placer y, dentro, subrepticia, la enfermedad —el placer y, dentro, la enfermedad; la enfermedad y, dentro, el placer —los dos persiguiéndose dentro del capullo del miedo —el miedo y, dentro, el placer y, dentro, la enfermedad y, dentro, el miedo y, dentro, la enfermedad y, dentro, el placer —así te daba vueltas el alma dentro, al unísono con las ruedas del tren desenfrenadas sobre la vía hecha de hierro —perversa rotación omnipotente —así me da vueltas el alma dentro, triturándose los instantes y los años —perversa rotación omnipotente —quién sabe si hay un modo de pararla, quién sabe si es pararla lo que debe hacerse —quién sabe si estará escrito que tenga que hacer tanto daño —y de dónde ha salido, quizás al saberlo uno podría volver allá arriba, a la cima del descenso agotador, al principio de la vía, y pensárselo un poco antes de —así da vueltas y más vueltas el alma dentro, perversa rotación omnipotente —quién sabe si es fuerza o sólo extrema derrota —y aunque fuera fuerza y vida, ¿tenía necesariamente que ser así?, minucioso y cruel exterminio que te brota dentro —quién sabe si habrá un modo de pararlo, o un lugar —un lugar cualquiera donde no empuje esta rotación perversa que encadena los giros del progresivo y ya irreversible agotamiento, carcoma miserable que deshace la conquista infrangible de los más geniales deseos —el placer y, dentro, la enfermedad y, dentro, el miedo y, dentro, el placer y, dentro, la enfermedad y, dentro, el miedo y, dentro —que venga alguien y silenciosamente la detenga, la enmudezca en un rincón de victoriosa quietud, la disuelva para siempre en el fango de una vida cualquiera a descontar en un tiempo ya sin más horas —o termine con ella en un instante sin memoria —en un instante —acabe con ella. En los trenes, para salvarse, para detener la perversa rotación de aquel mundo que los golpeaba desde el otro lado de los cristales, y para esquivar el miedo, y para no dejarse tragar por el vértigo de la velocidad que sin duda tenía que golpearles continuamente en el cerebro por lo menos bajo la forma de aquel mundo que se deslizaba al otro lado del cristal en formas antes nunca vistas, maravillosas, claro, pero imposibles porque el serles concedidas sólo durante un momento instantáneamente ponía en marcha de nuevo el miedo y, por consiguiente, aquella ansiedad densa e informe que, cristalizada en pensamiento, se revelaba a todos los efectos nada menos que como el sordo pensamiento de la muerte —en los trenes, para salvarse, cogieron la costumbre de entregarse a un gesto meticuloso, una práctica aconsejada incluso por los propios médicos y por insignes estudiosos, una minúscula estrategia de defensa, obvia pero genial, un pequeño gesto exacto, y espléndido.
En los trenes, para salvarse, se leía.
Linimento perfecto. La fija exactitud de la escritura como sutura de un terror. El ojo que encuentra en las minúsculas curvaturas descritas por las líneas el nítido atajo para huir del indistinto flujo de imágenes impuesto por la ventanilla. En las estaciones, vendían las lámparas pertinentes, lámparas de lectura. Se sostenían con una mano, describían un íntimo cono de luz para enfocar la página abierta. Hay que imaginárselo. Un tren en carrera furibunda sobre dos láminas de hierro, y dentro del tren un rincón de mágica inmovilidad recortado minuciosamente por el compás de una llamita. La velocidad del tren y la fijeza del libro iluminado. La eternamente cambiante multiplicidad del mundo alrededor y el pétreo microcosmos de un ojo que lee. Como un núcleo de silencio en el corazón de una detonación. Si no fuera historia verdadera, verdadera historia, se podría pensar: no es más que la belleza de una metáfora exacta. En el sentido de que tal vez, siempre, y para todos, leer no es otra cosa que mirar fijamente un punto para no ser seducidos, y destruidos, por el incontrolable deslizarse del mundo. No se leería, nada, si no fuera por miedo. O para aplazar la tentación de un incontrolable deseo al que, se sabe, no sabremos resistirnos. Se lee para no levantar la mirada hacia la ventanilla, ésa es la verdad. Un libro abierto siempre es el certificado de la presencia de un infame —los ojos clavados en aquellas líneas para no dejarse robar la mirada por el ardor del mundo —las palabras que una a una comprimen el fragor del mundo en un embudo opaco hasta hacerlo gotear en pequeñas formas de cristal que se llaman libros —la forma más refinada de batirse en retirada, ésa es la verdad. Una porquería. Pero: dulcísima. Esto es importante, y será necesario recordarlo siempre, y transmitirlo, cada vez, de enfermo a enfermo, como un secreto, el secreto, que nunca desaparezca en la renuncia de alguien o en la fuerza de alguien, que sobreviva para siempre por lo menos en la memoria de un alma agotada, y allí resuene como un veredicto capaz de acallar a quien sea: leer es una porquería dulcísima. ¿Quién puede comprender nada de la dulzura si nunca ha reclinado su propia vida, la vida entera, sobre la primera línea de la primera página de un libro? No, ésa es la única y más dulce custodia de todos los miedos —un libro que empieza. Por lo tanto, junto a millares de otras cosas, sombreros, animales, ambiciones, maletas, dinero, cartas de amor, enfermedades, botellas, armas, recuerdos, botas, gafas, abrigos de piel, risas, miradas, tristezas, familias, juguetes, enaguas, espejos, olores, lágrimas, guantes, ruidos —junto a esos millares de cosas que ya elevaban del suelo y lanzaban a velocidades prodigiosas, esos trenes que rayaban adelante y atrás el mundo como heridas humeantes también llevaban en su interior la soledad impagable de aquel secreto: el arte de leer. Todos aquellos libros abiertos, infinidad de libros abiertos, como ventanillas abiertas en el interior del mundo, diseminadas sobre un proyectil que ofrecía a la mirada, con sólo tener la valentía de levantarla, el deslumbrante espectáculo del mundo exterior. El interior del mundo y el mundo exterior. El interior del mundo y el mundo exterior. El interior del mundo y el mundo exterior. El interior del mundo y el mundo exterior. Al final, de un modo u otro, se acaba, una vez más, por elegir el interior del mundo, mientras que a tu alrededor te descerraja el deseo de acabar de una vez por todas y de arriesgarte a verlo, ese mundo exterior, no será para tanto, ¿es posible que sea tan miedoso, será posible que no se vaya nunca este cobarde miedo a morir, a morir, morir, morir, morir, morir, morir? La muerte más absurda, pero también si se quiere la más puntual y justa y responsable, la tuvo Walter Huskisson, el senador Walter Huskisson. Era senador, y había luchado más que nadie para que el Parlamento y todo el mundo aceptaran la revolución de las vías férreas y, en general, la beneficiosa locura de los trenes. Por eso tuvo un puesto de honor en el vagón de las autoridades cuando, finalmente, en 1830, con gran solemnidad y abundancia de fastos, se inauguró la línea Liverpool-Manchester, haciendo partir desde Liverpool nada menos que ocho trenes, en fila uno detrás de otro, el primero lo conducía George Stephenson en persona, en pie sobre su Northumbrian, en el último iba una banda que tocó durante todo el viaje, quién sabe qué, quién sabe si fue consciente de ser la primera banda, con toda probabilidad, la primera en términos absolutos en la historia del mundo que tocaba una música que se movía a cincuenta kilómetros por hora. A mitad del recorrido se decidió hacer una pausa, parar en una pequeña estación intermedia para que la gente pudiera reposar de aquella emoción, y del cansancio y de las sacudidas y del aire y de aquel mundo que no dejaba de asaetear por todas partes —se decidió parar el mundo un poquito, en fin, y se eligió una pequeña estación intermedia y solitaria, en mitad de la nada. La gente se bajó de los vagones, y en particular se bajó Walter Huskisson del suyo, que era el de las autoridades, bajó el primero y ésta se reveló como una circunstancia que no carecía de importancia dado que, en cuanto bajó —el primero, del vagón de autoridades—, fue arrollado por uno de los ocho trenes que discurría lentamente por la vía de al lado, no lo bastante lentamente como para poder frenar delante del senador Walter Huskisson, que bajaba, el primero, del vagón de las autoridades. Lo cogió de refilón, a decir toda la verdad. Lo dejó allí, con una pierna triturada y un alucinado estupor en los ojos. Podía ser la más clamorosa de las burlas, la prueba más evidente para quienes anunciaban el demoníaco poder destructivo de aquellas máquinas infernales que ni siquiera sentían vergüenza al aplastar al más apasionado y sincero de sus padres y defensores. Podía ser el escarnio definitivo e irrefutable. Pero el senador conservaba todavía algunas monedas de pasión para gastar y consiguió no morir allí. Aguantó. De manera que hicieron que un tren diera la vuelta —de qué forma, no se sabe— y lo lanzaron a toda velocidad de nuevo hacia Liverpool, tras haber montado el cuerpo triturado del senador, triturado pero vivo, unido a la vida por un hilo pero todavía allí, lo bastante quebrantado por el dolor como para enloquecer, pero todavía lo suficientemente vivo como para darse cuenta de que un tren estaba devorando el aire y el tiempo por él, lanzado a toda velocidad sobre la nada de dos raíles de hierro con la única misión de lograr, al final, salvarlo. Luego, para ser sinceros, no lo salvó. Pero llegó vivo hasta el hospital de Liverpool, y allí murió, allí y no antes. De modo que al día siguiente, en todos los periódicos, en mitad de las páginas dedicadas a la histórica inauguración, apareció un suelto dedicado a la singular muerte del senador Walter Huskisson, pero no con el título, que no hubiera parecido lógico, de «Senador triturado por el tren», sino con el título, visionario, de «Un tren a la carrera para salvar a un senador», tras el cual, con pluma inspirada, el cronista narraba la épica carrera contra el tiempo, la formidable capacidad del monstruo mecánico de devorar espacio y tiempo para conseguir llevar el cuerpo jadeante del senador al hospital de Liverpool en sólo dos horas y veintitrés minutos, proeza infinita, acrobacia futurista gracias a la cual al senador no le correspondió el vil destino de palmarla con la cabeza apoyada en una piedra, en mitad del campo, sino el más noble de apagarse en el regazo de la medicina oficial en una cama de verdad y con un techo sobre la cabeza. Así acabaron las cosas, y la que podía haber sido la peor de las burlas, el escarnio final y definitivo, se convirtió de esta manera, por el contrario, en la última grandiosa perorata del senador Walter Huskisson en defensa del tren, entendido como idea y como objeto, su último inolvidable discurso, discurso mudo, por si fuera poco, prácticamente nada más que un jadeo lanzado a setenta kilómetros por hora en el aire de la tarde. Y aunque nada haya quedado de él en el recuerdo de la Historia, es evidente que a gente como él debe la Historia el recuerdo de cuando los trenes fueron por vez primera trenes. Centenares de personas, incluso las más oscuras, todas silenciosamente aplicadas a construir aquel grandioso azar de la imaginación, que de golpe lograba comprimir el espacio y desmenuzar el tiempo, redibujando los mapas de la tierra y los sueños de la gente. No tuvieron miedo de que el mundo se desmoronara al abrazarlo así, con aquellas vías férreas, o apenas tuvieron sólo un momento de miedo, al principio, cuando con delicadeza en cierto modo afectuosa dibujaron los primeros caminos de hierro junto a los normales, justo al lado, curva tras curva, que era una manera de susurrar el futuro en lugar de gritarlo, para que no sonara demasiado aterrador, y continuaron susurrándolo hasta que alguien pensó que ya no sería mala idea liberar aquella idea de cualquier otra, y la liberaron, alejándose de los caminos de siempre y dejando correr los raíles en la soledad de su fuerza, arando trayectorias nunca antes imaginadas.
Todo esto sucedió un día. Y no fue algo sin importancia, sino una cosa inmensa —inmensa— hasta el punto de que es difícil pensarlo todo junto, de una vez, con todo lo que llevaba dentro, con todo el torbellino de consecuencias que crepitaban en su interior, un universo de minucias gigantescas, y difíciles, claro, y sin embargo, sólo con que fuéramos capaces de pensar en esa cosa inmensa, de escuchar el sonido que hizo al estallar en la mente de aquella gente en aquel momento, sólo con que fuéramos capaces de imaginarla por un instante, se podría llegar a comprender por qué aquella tarde, cuando el campanario de Quinnipak se puso a dar la medianoche y Jun se reclinó sobre el pecho del señor Rail para preguntarle «Entonces, ¿qué ha comprado esta vez el loco señor Rail?», el señor Rail la abrazó con fuerza y, pensando que nunca dejaría de desearla, susurró
—Una locomotora.