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En cierto sentido todo había comenzado once años antes, el día en que Hector Horeau —que a la sazón tenía once años menos—, hojeando una gaceta parisina, no pudo dejar de advertir el singular texto del anuncio al que la firma Duprat y Cía. confiaba la suerte comercial del Essence d’Amazilly, odorante et antiseptique, Hygiéne de toilette.

«Además de las incomparables ventajas que ofrece a las señoras, esta esencia posee también virtudes higiénicas, susceptibles de ganar la confianza de todos aquellos que tengan a bien dejarse convencer por su acción terapéutica. A pesar de que nuestra agua no tenga, en efecto, el poder de borrar, como la fuente de la eterna juventud, el número de los años, posee sin embargo, entre otros méritos —algo que, según nuestra opinión, no debe ser menospreciado—, el de restablecer el intacto esplendor y la pasada magnificencia de ese órgano perfecto, obra maestra del Creador, que por su elegancia, pureza y gracia de sus formas constituye el maravilloso ornato de la mitad más bella de la humanidad. Sin la favorecedora intervención de nuestro descubrimiento, este ornato, tan precioso como delicado, y semejante por la gracia frágil de sus formas secretas a una flor delicada que se marchita ante la primera tempestad, apenas sería una fugaz aparición del esplendor, destinada, una vez pasada, a apagarse bajo el aliento maléfico de la enfermedad, de las fatigosas exigencias de la lactancia o del abrazo funesto del cruel corsé. Nuestra esencia d’Amazilly, ideada para exclusivo interés de las señoras, responde a las exigencias más acuciantes e íntimas de la toilette femenina».

Hector Horeau pensaba, sin paliativos, que aquello era literatura. La perfección de aquel texto lo desconcertaba. Estudiaba la precisión de los incisos, la imperceptible concatenación de las relativas, la dosificación refinadísima de los adjetivos. «El abrazo funesto del cruel corsé»: ahí se llegaba a rozar la poesía. Sobre todo le encantaba aquella mágica capacidad de escribir líneas y líneas sobre algo cuyo nombre, sin embargo, se omitía. Una prolija catedral sintáctica construida sobre una semilla de pudor. Genial.

No había leído mucho durante su vida Hector Horeau. Pero jamás había leído algo tan perfecto. Y por tanto se puso diligentemente a recortar ese rectángulo de papel al objeto de que escapara al destino, justamente reservado a cierta clase de papel impreso, de desaparecer en el olvido del día siguiente. Recortaba. Y fue así como por un imponderable juego de fortuitas contraposiciones y limítrofes casualidades su mirada recayó sobre un titular que anunciaba, se podría decir que en voz baja, un evento que en efecto no era precisamente memorable.

Importante paso adelante de la industria del cristal.

Y más pequeño:

Revolucionaria patente.

Hector Horeau dejó las tijeras y se puso a leer. No eran más que unas cuantas líneas. Decían que la premiada empresa Cristalerías Rail, ya conocida por su refinada producción de cristalerías de lujo, había puesto en marcha un nuevo sistema de fabricación capaz de producir láminas de un cristal finísimo (3 mm) de un generoso metro cuadrado de superficie. El sistema había sido patentado con el nombre de «Patente Andersson de las Cristalerías Rail», y quedaba a disposición de todos aquellos que, por cualquier razón, estuvieran interesados.

Era de presumir que personas de esa clase no habría a fin de cuentas muchas. Pero Hector Horeau era una de ellas. Era arquitecto y desde siempre alimentaba una idea muy precisa: el mundo resultaría sin duda mejor si se empezaran a construir casas y edificios no de piedra, no de ladrillo, no de mármol, sino de cristal. Perseguía tenazmente la hipótesis de ciudades transparentes. Por la noche, en el silencio de su pequeño despacho, oía nítidamente el sonido de la lluvia sobre las grandes arquerías de cristal que debían cubrir los grandes boulevards parisienses. Si cerraba los ojos era capaz de oír los ruidos, de intuir los olores. En miles de hojas que circulaban por su casa, esbozos y cuidadosos proyectos aguardaban su hora para encerrar bajo el cristal las porciones de ciudad más diversas: estaciones de ferrocarril, mercados, calles, edificios públicos, catedrales… Junto a ellas se amontonaban los cálculos con los que Hector Horeau intentaba traducir la utopía en realidad: operaciones exageradamente complicadas que en definitiva confirmaban la tesis de fondo de uno de los textos considerados por él los más significativos aparecidos en los últimos años: Arthur Viel, Sobre la impotencia de las matemáticas para asegurar la estabilidad de las construcciones, París, 1805. Un texto que otros no habían ni siquiera considerado digno de refutación.

Si había, por lo tanto, un hombre a quien la pequeña noticia proveniente de las Cristalerías Rail pudiera interesar, ése era Hector Horeau. Tanto era así que volvió a coger las tijeras, recortó el suelto, pensando que la ausencia de cualquier clase de referencia sobre las señas de la empresa Rail confirmaba una vez más la inutilidad de las gacetas, y salió precipitadamente de casa para conseguir alguna información más.

El destino dispone citas extrañas. Apenas había dado diez pasos Hector Horeau, cuando vio el mundo ondular imperceptiblemente. Se detuvo. Otro hubiera pensado en un terremoto. Él pensó que era de nuevo aquel requetemaldito demonio que jugaba en su cabeza, en los momentos más impensables, ese inexplicable canalla, jodido fantasma que, sin avisar, de repente le enfangaba el alma con aquel hedor de muerte, ese subrepticio enemigo bastardo que le hacía ridículo ante el mundo y ante sí mismo. Apenas tuvo tiempo de preguntarse si conseguiría llegar de nuevo a su casa. Después se desplomó en el suelo.

Cuando volvió en sí, estaba echado en el canapé de una tienda de telas (Pierre y Anette Gallard, creada en 1804), rodeado por cuatro caras que lo observaban. La primera era de Pierre Gallard. La segunda, de Anette Gallard. La tercera, de un cliente que quedó en el anonimato. La cuarta, de una dependienta llamada Monique Bray. Fue en ésa —precisamente en ésa— donde la mirada de Hector Horeau se encalló y, de forma general, toda su vida se encalló y, de forma más general aún, su destino se encalló. No era, por lo demás, una cara bellísima, como el propio Hector Horeau no tuvo nunca dificultad en admitir en los años sucesivos. Pero hay naves que han encallado en lugares más absurdos. Una vida bien puede encallarse en un rostro cualquiera.

La dependienta, que se llamaba Monique Bray, se ofreció para acompañar a Hector Horeau a casa. Él, mecánicamente, aceptó. Salieron juntos de la tienda. No lo sabían, pero estaban, simultáneamente, entrando en ocho años de tragedias, de desgarradora felicidad, de despechos crueles, de pacientes venganzas, de silenciosas desesperaciones. En pocas palabras, estaban a punto de hacerse novios.

La historia de tal noviazgo —que a fin de cuentas resume la historia del progresivo deterioro de la vida interior y psíquica de Hector Horeau, con el consiguiente triunfo de ese demonio al cual se debía su inicio— conoció diversos episodios dignos de mención. Su primera consecuencia directa, en todo caso, siguió siendo la de hacer que yaciera en el bolsillo del arquitecto el recorte referido a la «Patente Andersson de las Cristalerías Rail», aplazando indefinidamente cualquier indagación ulterior al respecto. La nota fue depositada en un cajón, donde encontró el modo de reposar durante años. Con más propiedad: de incubarse bajo las cenizas.

En ocho años —mientras duró la historia con Monique Bray— Hector Horeau firmó tres construcciones: una villa en Escocia (de mampostería), una estafeta de correos en París (de mampostería) y una granja modelo en Bretaña (de mampostería). En el mismo lapso propuso ciento doce proyectos, noventa y ocho de ellos consagrados al ideal de la arquitectura de cristal. No había prácticamente concurso de obras en el que no participara. Una y otra vez, los jurados quedaban impresionados por la absoluta genialidad de sus propuestas, lo mencionaban con honores y alabanzas, y asignaban la obra a arquitectos más pragmáticos. A pesar de que prácticamente no se podía admirar nada suyo por ahí, su fama comenzó a circular con insistencia en las esferas influyentes. Él respondía a aquel ambiguo éxito multiplicando las propuestas y los proyectos, en una progresiva espiral de abnegación ante el trabajo a la que no era ajena el ansia de encontrar balsas en las que salvarse de las mareas de su noviazgo, y en general de las tempestades psíquicas y morales que la señorita Monique Bray tenía la costumbre de reservarle. Paradójicamente, a medida que su salud iba siendo minada por la antedicha señorita, sus proyectos perseguían con mayor ahínco gigantismos prohibitivos. Acababa de ultimar los detalles de su propuesta para un monumento a Napoleón de una altura de treinta metros con recorridos internos y vistas panorámicas desde la enorme corona de laurel que remataba la cabeza, cuando ella le comunicó, por tercera aunque no última vez, que lo abandonaba anulando los trámites matrimoniales ya iniciados. Tampoco fue una casualidad el brutal episodio, como consecuencia del cual la señorita Monique Bray acabó en el hospital con un herida profunda en la cabeza, que interrumpió su trabajo, ya en fase avanzada, relativo a un túnel bajo el canal de la Mancha dotado de un revolucionario sistema de ventilación e iluminación, basado en torres de cristal ancladas al fondo marino y triunfalmente flotantes sobre la superficie del mar, «como grandes antorchas del progreso». Su vida discurría como unas tijeras en las que la genialidad del trabajo y la emocionante miseria de la vida formaban las dos afiladas cuchillas, cada vez más separadas. Brillaban, de manera cegadora, bajo los rayos de una silenciosa enfermedad.

Las tijeras se cerraron, repentinamente, con un movimiento seco y perentorio, un lunes de agosto. Aquel día, a las 17.22, la señora Monique Bray Horeau se arrojó al tren que, seis minutos antes, había partido de la Gare de Lyon con dirección sur. El tren no tuvo ni siquiera tiempo para frenar. Lo que quedó de la señora Horeau no sólo no hacía justicia a su belleza, ciertamente poco llamativa, sino que dio no pocos problemas a la empresa de pompas fúnebres La Celestial, a la que correspondió la delicada tarea de recomponer el cadáver.

Hector Horeau reaccionó ante la tragedia con gran coherencia. Al día siguiente, a las 11.05 de la mañana, corrió al encuentro del tren que seis minutos antes había partido de la Gare de Lyon con dirección sur. El tren, sin embargo, tuvo tiempo de frenar. Hector Horeau se encontró de pie, jadeando, frente al impasible morro de una locomotora negra. Quietos, los dos. Y mudos. No tenían, por otra parte, mucho que decirse.

Cuando las voces del intento de suicidio de Hector Horeau se esparcieron por los ambientes parisienses que le eran próximos, la consternación fue sólo comparable a la conciencia, generalizada, de que algo así, antes o después, tenía que suceder. Durante algunos días Hector Horeau se vio inundado de cartas, invitaciones, sabios consejos y voluntariosas propuestas de trabajo. Todo ello lo dejó completamente indiferente. Permanecía encerrado en su despacho ordenando maniáticamente sus dibujos y recortando artículos de viejas revistas que después catalogaba por orden alfabético según el tema. La absoluta estupidez de ambas cosas lo tranquilizaba. La sola idea de salir de casa despertaba de nuevo a su demonio personal: le bastaba con mirar por la ventana para volver a sentir el oleaje del mundo y olfatear aquel hedor de muerte que generalmente precedía sus inmotivados desvanecimientos. Era lúcidamente consciente de tener el alma raída, como una telaraña abandonada. Una mirada —incluso una simple mirada— habría podido desgarrarla para siempre. Así, cuando un rico amigo suyo llamado Leglandière le hizo la absurda propuesta de un viaje a Egipto, aceptó. Le pareció un buen sistema para desgarrarla definitivamente. En el fondo, no era más que otra forma de correr al encuentro de un tren en marcha.

Sea como fuere, eso tampoco funcionó. Hector Horeau se embarcó la mañana de un día de abril en la nave que en ocho días iba de Marsella a Alejandría, pero su demonio personal, inesperadamente, se quedó en París. Las semanas pasadas en Egipto consumaron el tiempo de un silencioso, temporal pero perceptible restablecimiento. Hector Horeau pasaba el tiempo dibujando los monumentos, las ciudades y los desiertos que veía. Se sentía un antiguo copista encargado de transmitir textos sagrados recién desenterrados del olvido. Cada piedra era una palabra. Hojeaba lentamente las páginas pedregosas de un libro escrito milenios antes y copiaba. Sobre la superficie de aquel ejercicio sordo se depositaron poco a poco los fantasmas de su mente, como el polvo sobre un objeto de adorno de dudoso gusto. En el calor tórrido de un país desconocido consiguió al fin respirar la quietud. Cuando volvió a París, llevaba las maletas llenas de dibujos cuya maestría seduciría a aquellos centenares de burgueses para quienes Egipto seguía siendo una hipótesis de la fantasía. Volvió a su despacho con la clara percepción de no ser un hombre feliz y de no estar tampoco curado. Sin embargo, era de nuevo un hombre capaz de tener claras percepciones. La telaraña que era su alma había vuelto a ser una trampa para esas extrañas moscas que son las ideas.

Ello le permitió no permanecer indiferente ante el concurso que la Sociedad de las Artes de Londres, presidida por el príncipe Alberto, decidió convocar para la construcción de un inmenso palacio destinado a albergar una próxima, memorable Gran Exposición Universal de los Productos de la Técnica y la Industria. El palacio debía erigirse en Hyde Park y debía responder a ciertos requisitos fundamentales: ofrecer al menos 65.000 metros cuadrados de superficie cubierta, tener una sola planta, exigir sistemas de construcción extremadamente sencillos para adaptarse a los reducidísimos plazos de que se disponía, no superar un techo de costes relativamente exiguo, salvaguardar los enormes y centenarios olmos que se levantaban en el centro del parque. El concurso fue hecho público el 13 de marzo de 1849. El plazo final para la presentación de proyectos quedó establecido para el 8 de abril.

De los veintisiete días que tenía a su disposición, Hector Horeau consumió dieciocho dándole mentalmente vueltas a algo sin saber bien qué era. Fue un largo, discreto galanteo. Después, un día que parecía un día cualquiera, cogió distraídamente de la mesa un papel secante usado y trazó en él, con tinta negra, dos cosas, el esbozo de una fachada y un nombre: Crystal Palace. Dejó la pluma. Y sintió lo que siente una telaraña cuando se encuentra con la sorprendida trayectoria de una mosca que ha aguardado durante horas.

Trabajó en el proyecto, día y noche, durante todo el tiempo que le quedaba. No había imaginado jamás nada tan grande ni tan desconcertante. La fatiga le roía la mente, una subterránea y febril emoción excavaba galerías en sus dibujos y en sus cálculos. A su alrededor, la vida corriente iba moliendo sus ruidos. Él apenas los percibía. Solo, yacía en una burbuja de acre silencio, en compañía de su fantasía y de su cansancio.

Entregó su proyecto el último día hábil, la mañana del 8 de abril. A la comisión encargada le llegaron, desde todos los rincones de Europa, doscientas treinta y tres propuestas. Hizo falta más de un mes para examinarlas todas. Al final fueron proclamados dos vencedores. El primero se llamaba Richard Turner y era un arquitecto de Dublín. El segundo se llamaba Hector Horeau. La Sociedad de las Artes se reservó por lo demás la facultad de «presentar un proyecto propio que recogiera las sugerencias más funcionales surgidas de las propuestas cortésmente presentadas por todos los ilustres participantes». Palabras textuales.

Horeau no esperaba ganar. Hacía tiempo que se presentaba a los concursos no tanto por la ambición de ganarlos cuanto por el placer de desconcertar a los jurados. El hecho de que entre tantos lo hubieran escogido esta vez precisamente a él le hizo dudar por un instante de haber presentado una banalidad. Después prevaleció la conciencia, madurada durante los ocho años vividos junto a la señorita Monique Bray (después señora Monique Horeau), de que la vida es esencialmente incoherente y la previsibilidad de los acontecimientos un ilusorio consuelo.

Comprendió que el Crystal Palace no vagabundeaba como todo el resto de sus proyectos en el limbo de un mañana improbable: lo veía allí, suspendido entre la utopía y la realidad real, a un paso de convertirse, inesperadamente, en verdad.

La competencia del otro vencedor, Richard Turnen no le preocupaba. En el proyecto del diligente arquitecto dublinés había tantas cosas absurdas que, sólo con enunciarlas en orden alfabético, Horeau habría podido entretener a la Sociedad de las Artes durante una noche entera. Lo que le preocupaba era la incontrolable casualidad de los acontecimientos, la insondable irracionalidad de la burocracia, el incógnito poder de la Casa Real. A ello se añadió, al día siguiente de la publicación de su proyecto en una conocida revista de la capital, la contradictoria acogida del gran público. La escandalosa originalidad del palacio dividió a la gente en tres bandos, resumibles en la concreta generalización de tres afirmaciones: «Es la octava maravilla del mundo», «Costará una fortuna», y «Están listos si creen que va a mantenerse en pie». En el secreto de su pequeño despacho, Hector Horeau estaba sutilmente convencido de que las tres eran esencialmente legítimas.

Comprendió que le hacía falta una ocurrencia suplementaria: algo que diera a la fascinación del Crystal Palace una base de credibilidad y una tranquilizadora apariencia de realismo. Buscaba una solución y ésta lo alcanzó, como a menudo sucede, sorprendiéndole por la espalda, remontándose por la vía —que de todas es la más misteriosa— de la memoria. Fue como una sutil ráfaga. Un resquicio escapado de los postigos del olvido. Cinco palabras: «Patente Andersson de las Cristalerías Rail».

Hay gestos que se justifican a años de distancia: sensateces póstumas. La obtusa catalogación de los recortes con la que Hector Horeau había entretenido su propia debacle en los tiempos del encuentro entre la señora Horeau y el tren de las 17.16 con dirección sur, se demostró repentinamente no inútil. El recorte con la breve noticia acerca de la Patente Andersson yacía disciplinadamente en la carpeta marcada con la letra R (Rarezas). Horeau lo cogió y comenzó a hacer las maletas. No tenía ni la menor idea de dónde se encontraban las Cristalerías Rail y ni siquiera sabía si todavía existían. Pese a ello —y como confirmación de que la realidad posee una coherencia propia, ilógica pero efectiva— en el único hotel de Quinnipak (Posada Berrimer) vieron llegar, algunos días después, a un hombre con un enorme cartapacio marrón y un curioso cabello alborotado. Buscaba una habitación, obviamente, y, obviamente, se llamaba Hector Horeau.

Era un viernes. Eso explica por qué Horeau, que se había retirado pronto a descansar del viaje agotador, apenas consiguió dormir poco y mal.

—¿Había por casualidad alguien tocando, o algo parecido, ayer por la noche? —preguntó a la mañana siguiente, intentando hacer desaparecer el dolor de cabeza en una taza de café.

—Ayer por la noche estaba ensayando la banda —le respondió Ferry Barrimer, que además de ser el propietario del local era el fa sostenido más bajo del humanófono.

—¿Una banda?

—Eso es.

—Pues parecían más bien siete bandas.

—No, una sola.

—¿Y siempre toca así?

—¿A qué se refiere?

Horeau vació la taza.

—No importa.

Las Cristalerías Rail —descubrió— existían todavía. Distaban un par de kilómetros del pueblo.

—Pero ya no son como antes, ahora ya no está Andersson.

—¿Andersson, el de la patente?

—Andersson, el viejo Andersson. Ahora ya no está. Y ya no es como antes.

Hasta la casa del señor Rail, que estaba sobre una colina, justo encima de la fábrica, llegó en la calesa de Arold. Todos los días recorría Arold esa carretera.

—Escuche, ¿puedo preguntarle una cosa?

—Dígame.

—Pero esa banda… esa que toca en el pueblo… ¿toca siempre así?

—¿A qué se refiere?

Arold lo dejó al comienzo del sendero que subía hasta la casa Rail. Horeau quiso pagarle, pero no hubo manera. Recorría todos los días esa carretera. De verdad. Bueno, pues entonces gracias. No hay de qué. Siguiendo las losas de piedra que formaban la escalinata, en medio de los prados, Horeau subió hasta la casa Rail pensando, como habría pensado cualquiera, que debía de ser hermoso vivir allí. Lo rodeaba por todas partes la obvia belleza de una campiña dócil y reglamentaria. Sólo una cosa, por un instante, lo desconcertó, sólo una: «Extraño lugar para hacer un monumento a la locomotora», pensó. Y siguió adelante.

Llegó ante la puerta de la casa justo a tiempo para ver cómo se abría y dejaba salir a un hombre. Tendría alrededor de cuarenta años. Alto, moreno, con dos ojos extraños. Una larga cicatriz le corría desde la sien izquierda hasta debajo del mentón. Horeau se sintió cogido por sorpresa. Sacó del bolsillo el recorte del periódico: cómo diablos era. Bail, Barl, Ral, no, Rail, eso es, Rail.

—Busco al señor Rail… el señor Rail de Cristalerías Rail.

—Soy yo —respondió sonriendo el hombre de la larga cicatriz y los ojos extraños.

Horeau volvió a meterse en el bolsillo el recorte de periódico, dejó el enorme cartapacio de cuero en el suelo, levantó los ojos hacia los del hombre que tenía delante. Un instante antes de llegar hasta aquellos ojos extraños, dijo

—Me llamo Hector Horeau.

Primero comieron. La mesa ovalada, los platos con el borde dorado, el mantel de lino. El señor Rail tenía un curioso modo de hablar. Con el cuchillo alineaba las migas de pan que encontraba cerca del plato, después las esparcía a su alrededor con los dedos para volver a alinearlas en filas cada vez más largas. Quién sabe dónde lo habría aprendido. A su lado estaba sentada una mujer que se llamaba Jun. Horeau pensó que se vestía como una muchacha. Pensó también que nunca había visto una muchacha tan bella. Le gustaba cuando hablaba: podía mirarle los labios sin parecer indiscreto. Ella le preguntó por París. Quería saber cómo era de grande.

—Lo suficiente para perderse dentro.

—¿Y es hermoso?

—Si al final se encuentra el camino de regreso, sí… muy hermoso.

Había también un chico sentado a la mesa. Era el hijo del señor Rail, se llamaba Mormy. No dijo una sola palabra. Comía con gestos lentísimos y bellos. Horeau no comprendía bien por qué tenía aquella piel de mulato, dado que ni el señor Rail ni Jun tenían la piel negra. Como compensación comprendió, al cruzar su mirada un instante con sus ojos, lo que tenían de extraño los ojos de su padre: eran ojos maravillados. En el estupor completo y perfecto que la mirada de Mormy mostraba, imperturbable y fija, estaba lo que en los ojos del señor Rail aparecía sólo esbozado. Debe de ser así, este asunto de los hijos, pensó Horeau: nacen llevando dentro lo que, en los padres, la vida ha dejado a medias. Si alguna vez tengo un hijo, pensó Horeau cortando meticulosamente un delgado filete de carne con salsa de arándanos, nacerá loco.

Acabaron y se levantaron. Todos menos Mormy, que todavía estaba saboreando el caldo y quién sabe cuándo llegaría al final. Jun los dejó solos.

—Tiene usted que venir a París un día de éstos… —le dijo, al despedirse de ella, Horeau.

—No… no creo que deba. De verdad.

Pero lo dijo con alegría. Hay que imaginárselo dicho con alegría. «No… no creo que deba. De verdad». Así fue.

—¿Trescientos cincuenta metros?

—Sí.

—¿Cinco naves de trescientos cincuenta metros de longitud y treinta de altura?

—Así es.

—Y todo eso… todo eso de cristal.

—Cristal. Hierro y cristal. Ni un gramo de piedra o de argamasa. Nada.

—¿Y usted cree de verdad que se mantendrá en pie?

—Bueno, en cierto sentido, eso depende de usted.

Hector Horeau y el señor Rail, uno delante del otro, con una mesa entre ambos. Y sobre la mesa una hoja de papel de un metro de longitud y sesenta centímetros de ancho. Y en el papel el diseño del Crystal Palace.

—¿De mí?

—Digamos que de la «Patente Andersson de las Cristalerías Rail»… Verá, existen obviamente algunos problemas para construir una tan inmensa… llamémosla catedral de vidrio. Problemas estructurales y económicos. El cristal ha de ser muy ligero para que la estructura portante pueda sostenerlo. Y cuanto más fino sea, menos materia prima hará falta y menos se gastará. Ésa es la razón por la que es tan importante su patente. Si realmente es usted capaz de hacer láminas de cristal como las descritas en este recorte de periódico, yo conseguiré que el Crystal Palace se mantenga en pie.

El señor Rail echó una ojeada a la hojita amarillenta.

—Grosor de tres milímetros y superficie de un metro cuadrado… sí, más o menos es así… Andersson pensaba que se podían hacer incluso más grandes… pero eso significaba hacer cuatro, incluso cinco para obtener una buena. Así, en cambio, podemos llegar a salvar una de cada dos… más o menos…

—¿Quién es Andersson?

—Bueno, Andersson ahora ya no es nadie. Pero en tiempos era un amigo mío. Era un hombre justo, y lo sabía todo sobre el cristal. Todo. Habría podido hacer con él cualquier cosa… habría podido hacer con él bochas enormes sólo con habérselo propuesto o haber tenido tiempo…

—¿Bochas?

—Sí, bochas de cristal… enormes… pero ésa es una historia entre él y yo… no tiene nada que ver con… con las láminas, ni con todo lo demás… no importa.

Calló Hector Horeau. Calló el señor Rail. Se deslizaba el silencio sobre el dibujo del Crystal Palace. Parecía un invernadero inmenso con sólo tres olmos en su interior, gigantescos. Parecía algo absurdo, lisa y llanamente. Pero había que imaginárselo con miles de personas dentro, y un inmenso órgano de tubos al fondo, y fuentes, cintas transportadoras de madera, y objetos traídos de todas las partes del mundo, trozos de navíos, inventos estrambóticos, estatuas egipcias, locomotoras, sumergibles, telas de todos los colores, armas invencibles, animales nunca vistos, instrumentos musicales, cuadros grandes como paredes, banderas por todas partes, cristalerías, joyas, máquinas voladoras, tumbas, estanques, arados, mapamundis, árganas, engranajes, carillones. Había que imaginarse los ruidos, las voces, los sonidos, el olor, los miles de olores. Y, sobre todo, la luz. La luz que habría allí dentro… Allí dentro como en ninguna otra parte en el mundo entero.

Horeau se inclinó sobre el dibujo.

—¿Sabe una cosa?… De vez en cuando pienso en esto… pienso que cuando esté todo construido, y el último obrero haya acabado el último retoque, yo haré que se marchen todos… todos… entraré por aquí, solo, y haré cerrar todas las puertas. No habrá un solo ruido, nada. Sólo mis pasos. Y caminaré lentamente hasta el centro del Crystal Palace. Lentamente, un metro tras otro. Y si el mundo no comienza a oscilar a mi alrededor, al final llegaré justo aquí, debajo de los olmos, y me detendré. Y entonces… ése, exactamente ése, por fin, lo sé, será el sitio al que debía llegar. Desde lejos, desde cualquier parte, no he hecho otra cosa más que caminar hacia ese punto exacto, ese metro cuadrado de madera depositado en el fondo de un inmenso vaso de cristal. Allí, ese día, habré llegado al final de mi camino. Después… todo lo que suceda después… no contará ya para nada.

El señor Rail tenía los ojos fijos sobre aquel punto, justo bajo los tres gigantescos olmos. No decía nada porque estaba pensando en un hombre, de pie, en aquel punto, con el pelo alborotado, infinitamente cansado y sin ningún sitio adonde ir. Después, sin embargo, dijo algo.

—Es un nombre bonito.

—¿Cuál?

—Crystal Palace… Es un nombre bonito… al viejo Andersson le habría gustado… todo esto al viejo Andersson le habría gustado… habría hecho para usted las más hermosas láminas de cristal que puedan hacerse… él era un genio para estas cosas…

—¿Quiere decir que sin él no podrán hacerme esas láminas de cristal?

—Oh, no, no quiero decir eso… claro que podremos hacerlas… con un grosor de tres milímetros, quizá incluso algo menos… sí, yo creo que podremos hacerlas, lo único que quería decir es que… con Andersson habría sido distinto, eso es todo… pero… no es eso lo importante. Puede usted confiar en nosotros. Si quiere esas láminas de cristal, las tendrá. Lo único que me gustaría saber… dónde se ve en el dibujo dónde van a ir…

—¿Dónde van a ir? Bueno, pues por todas partes es por donde van.

—Por todas partes, pero ¿dónde?

—Por todas partes… es todo de cristal, ¿no lo ve? Las paredes, la cubierta, el transepto, las cuatro grandes entradas… es todo de cristal…

—¿Quiere usted decir que todo eso se mantendrá en pie con cristal de tres milímetros?

—No exactamente. El edificio se mantendrá en pie gracias al hierro. El cristal hará el resto.

—¿El resto?

—Sí… digamos… el milagro. El cristal hará el milagro, la magia… Entrar en un sitio y tener la impresión de salir fuera… Estar protegido dentro de algo que no impide mirar a todas partes, a lo lejos… Fuera y dentro en el mismo instante… resguardados y sin embargo libres… ése es el milagro, y lo que lo hará será el cristal, tan sólo el cristal.

—Pero harán falta toneladas… para cubrir todo eso hará falta una barbaridad de láminas…

—Nueve mil. Más o menos, nueve mil. Lo que me imagino que significa fabricar el doble, ¿no?

—Sí, algo parecido. Para salvar nueve mil habrá que hacer por lo menos veinte mil.

—Nadie ha hecho nunca nada así, ¿lo sabe?

—A nadie se la ha ocurrido una idea tan estrambótica como ésta, ¿lo sabe?

Permanecieron callados un rato, los dos, uno frente al otro, con una historia detrás, cada uno la suya.

—¿Lo conseguirá, señor Rail?

—Yo sí. ¿Y usted?

Horeau sonrió.

—Quién sabe…

Estaban abajo, en la fábrica, viendo los hornos de fundición, los cristales y todo lo demás. Estaban allí cuando Hector Horeau, de repente, empezó a empalidecer y a buscar una pilastra donde apoyarse. El señor Rail vio su rostro cubrirse de sudor. Un sordo lamento le salía de la garganta, casi inaudible, como si viniera de lejos. Pero no era como cuando alguien pide ayuda. Era el eco de una batalla secreta. Oculta. Por eso, entre otras cosas, a nadie, en un primer momento, se le ocurrió acercarse. Se detuvieron algunos obreros. Se detuvo el señor Rail, pero todos, inmóviles, permanecieron a unos pasos de aquel hombre que —se veía— estaba librando un duelo misterioso, muy suyo. Él y algo más que le mordía por dentro. Los demás no tenían nada que ver. Estuviera donde estuviere, Hector Horeau, en aquel momento, estaba en cualquier caso solo.

No duró más que unos pocos instantes. Eternos.

Después desapareció el lamento sordo de la garganta de Hector Horeau, y de sus ojos el miedo.

Se sacó del bolsillo un enorme, ridículo pañuelo rojo y se secó la frente.

—No me he desmayado, ¿verdad?

—No —le respondió el señor Rail, acercándose, por fin, y ofreciéndole su brazo.

—Ahora estoy mucho mejor, no se preocupe… ya me las apaño… estoy mucho mejor.

Había aún, a su alrededor, un pequeño silencio que flotaba en el aire como una pompa de jabón.

—Lo siento… discúlpenme… discúlpenme.

Hector Horeau no quería, pero al final lo convencieron para que permaneciera allí aquella noche. Se marcharía por la mañana, no era cuestión de hacer un viaje tan pesado después de lo que le había sucedido. Le dieron la habitación que daba al huerto. Tapicería blanca y amarilla, una pequeña cama con un dosel de encaje. Una alfombra, un espejo. El alba le crecía justo delante. Era una hermosa habitación. Jun colocó unas flores sobre la mesilla. Blancas. Las flores.

En el porche, con el aire cortante de la noche, el señor Rail estuvo escuchando cómo Hector Horeau le contaba lo inmóvil que era Egipto.

Narraba con voz lenta. Infinita. Pero de repente se interrumpió y, dándose la vuelta hacia el señor Rail, susurró

—¿Qué cara tenía?

—¿Cuándo?

—Abajo, en la fábrica, esta tarde.

—La cara de alguien aterrorizado.

Hector Horeau lo sabía. Sabía perfectamente qué cara tenía. Aquella tarde, abajo, en la fábrica, y todas las otras veces.

—De vez en cuando pienso que toda esta historia del cristal… del Crystal Palace y de todos estos proyectos míos… verá, de vez en cuando pienso que solamente a un hombre asustado como yo podía entrarle una manía de ese tipo. En el fondo, en el fondo, no hay nada más… miedo, sólo miedo… ¿Lo entiende?, es la magia del cristal… proteger sin aprisionar… estar en un sitio y poder ver por todas partes, tener un techo y ver el cielo… sentirse dentro y sentirse fuera al mismo tiempo… una argucia, nada más que una argucia… si usted quiere algo pero le tiene miedo, basta con colocar un cristal en medio… entre usted y eso… podrá acercarse muchísimo y sin embargo estará a salvo… No hay nada más… yo encierro trozos del mundo tras un cristal porque ésa es una manera de salvarse… se refugian los deseos allí dentro… resguardados del miedo… una guarida maravillosa y transparente… ¿Entiende usted todo esto?

A lo mejor entendía todo aquello el señor Rail. Pensaba que las ventanillas del tren eran de cristal. Se preguntaba si tenía algo que ver, pero era así. Pensaba en la única vez que había tenido miedo de verdad en su vida. Pensaba que jamás había imaginado tener que encontrar un refugio cualquiera para sus deseos. Le pasaban por la cabeza y basta. Ahí estaban. Eso era todo. Y sin embargo entendía todo aquello, sí, de alguna forma debía de haberlo entendido ya que al final, en vez de responder, dijo, mucho más sencillamente

—¿Sabe una cosa, señor Horeau? Estoy encantado de que para llegar a ese punto de ahí, bajo los olmos, en el centro del Crystal Palace, haya tenido que pasar usted por aquí. Y no por las láminas de cristal, o por el dinero… no sólo por eso… sino por cómo está hecho usted. Usted hace bochas de cristal muy grandes y muy extrañas. Y es hermoso mirar en su interior. De verdad.

Al día siguiente, Horeau se marchó temprano, por la mañana. Había recuperado el aspecto de un arquitecto de éxito, la seguridad, y el control de sí mismo. Una vez más comprobó que su alma no conocía términos medios entre el triunfo y la debacle. Se había puesto de acuerdo con el señor Rail para todos los detalles del abastecimiento para el Crystal Palace: cantidades, precios, plazos de entrega. Volvía a París con una carta decisiva que jugar contra el escepticismo de la gente.

El señor Rail lo acompañó hasta abajo, a la carretera, donde lo esperaba Arold. Todos los días Arold pasaba por allí. No le costaba nada detenerse un momento y dejar que montara aquel extraño caballero con aquel cabello alborotado. De verdad. Pues entonces gracias. No hay de qué.

—El comité debería tomar una decisión en un plazo de sesenta días. Quizá tarde algo más. Pero, como mucho, dentro de tres meses tendremos la respuesta. Y le telegrafiaré inmediatamente.

Estaban uno frente al otro, de pie, mientras Arold, sentado en la calesa, se exhibía en uno de sus mejores números: la ausencia más absoluta.

—Escuche, Horeau, ¿puedo preguntarle una cosa?

—Naturalmente.

—¿Cuántas probabilidades tenemos de ganar?… o sea, lo que quiero decir… ¿Cree usted que ganará?

Horeau sonrió.

—Yo creo que no puedo perder.

Dejó la bolsa en la calesa, subió junto a Arold, vaciló un instante, después se volvió hacia el señor Rail.

—¿Puedo preguntarle una cosa yo también?

—Naturalmente —respondió el señor Rail, llevándose mecánicamente la mano hacia la cicatriz que le surcaba la cara.

—Pero ¿a quién se le ha ocurrido erigir ahí un monumento al ferrocarril?

—No es un monumento.

—¿Ah, no?

—Es una locomotora de verdad.

—¿Una locomotora de verdad? Y ¿qué está haciendo ahí?

El señor Rail se había pasado la noche haciendo cuentas, entrecruzando montañas de números con la idea de veinte mil láminas de cristal.

—¿Cómo, no se ve? Está a punto de arrancar.