2
Despacio. Despacio, como si estuviera caminando sobre una telaraña.
Despacio.
Como la carcoma.
Seguía preguntándose si alguna vez lo perdonaría.
621. Demonios. Ángeles malogrados. Bellísimos, sin embargo.
El musgo. Eso es: el musgo.
De todas formas no habría sucedido si al salir no hubiera pasado por delante de aquel espejo, de modo que tuvo que detenerse y volver atrás, para colocarse delante del espejo, inmóvil. Y mirarse.
… subiendo por los labios de Jun…
Era justo al atardecer. El sol, ya bajo entre las colinas, reclinaba desmesuradamente las sombras. Y se puso a llover, así, de repente. Magia.
Le bajó la angustia al alma como un trago de aguardiente por la garganta… enloqueció de golpe… no como los que lo hacen poco a poco…
Deja que se queme esa vela, no la apagues, por favor. Si me quieres, no la apagues.
El señor Rail se ha marchado. El señor Rail volverá.
Se acordaba de todo, pero no del nombre. Se acordaba incluso del perfume que llevaba. Pero no del nombre.
… que si a uno se lo preguntaran, de qué color es el cristal, este jarrón de cristal, por ejemplo, de qué color es, y él no tuviera más remedio que responder, responder con el nombre de un color…
Pero ésa era la última frase del libro.
Una carta que uno espera desde hace años y luego un día llega.
Y luego, al final, apoyar la cabeza en el cojín para…
Corre Pit, bañado en lágrimas, corre hasta perder el aliento el chiquillo, gritando «El viejo Andersson, el viejo Andersson…», grita y corre, bañado en lágrimas.
Cuando te levantas y el mundo entero está helado, y todos los árboles del mundo helados, y todas las ramas de todos los árboles del mundo heladas.
Millones de agujas de hielo que tejen la gélida manta bajo la cual después…
Lo he oído perfectamente. Eso era un grito.
—En último caso, se podría incluso acortar un poco esa chaqueta. Si no es más que una cuestión de unos centímetros, se podrían hacer un par de retoques…
—Ni pensar en acortar nada. Con el destino no se hacen trampas.
Pekisch y la viuda Abegg, sentados en el porche, uno frente al otro.
Sucedían cosas horrendas, en ocasiones. Por ejemplo, una vez Yelger bajó a sus campos para disfrutar del aire gélido de la mañana, no había hecho nunca nada malo, era un hombre justo, se puede decir bien alto que era un hombre justo, como lo había sido su padre, el viejo Gurrel, el que por las noches contaba historias delante de todos, la más hermosa era aquella en la que un hombre se perdía en su casa, buscaba la salida durante días, no la encontraba, seguía así durante varios días, después, al final, cogía el fusil bajo el brazo…
Estimado Sr. Rail:
Me siento en la obligación de confirmarle cuanto ya le ha sido comunicado documentalmente en nuestra última carta. Los costes relativos a la realización de la vía férrea no pueden en manera alguna experimentar más rebajas de las ya aplicadas por nuestra parte. A pesar de todo, el ingeniero Bonetti se ha planteado si no sería posible, en una primera fase, pensar en la realización de…
Nevó. Sobre el mundo entero y sobre Pekisch. Un sonido hermosísimo.
—En último caso se podría incluso alargar un poco esa chaqueta. Nada más que un par de centímetros, así, a escondidas…
—Ni pensar en alargar nada. Con el destino no se hacen trampas.
Pehnt y Pekisch, de pie, sobre la colina, mirando lo más lejos posible.
—Eso sí que no, eso no me lo puedes hacer a mí, Andersson.
Allí estaba el viejo Andersson, acostado, con sus ojos claros clavados en el techo y el corazón dentro, dándose de bofetadas con la muerte.
—No te puedes marchar así, por Dios, no hay ni una sola razón para que te vayas, ¿qué te crees?, ¿que sólo porque eres viejo puedes marcharte y dejarme aquí?, adiós a todos y hala, no es tan sencillo, querido Andersson, no, tomémoslo como un ensayo general, ¿de acuerdo?, ¿que has querido probar?, pues muy bien, pero ahora basta ya, ahora todo vuelve a ser como siempre y ya hablaremos más adelante, las cosas ya se harán mejor la próxima vez, ahora basta ya, sal de ahí, Andersson… ¿y qué voy a hacer yo?… yo aquí solo, maldición… aguanta un poco más, te lo ruego… aquí no se muere nadie, ¿te enteras?, aquí en mi casa no se muere nadie… aquí.
Allí está, el viejo Andersson, acostado, con sus ojos claros clavados en el techo y el corazón dentro, dándose de bofetadas con la muerte.
—Escucha, lleguemos a un acuerdo… si quieres marcharte, pues muy bien, te irás, pero no ahora, podrás marcharte el día en el que parta mi tren… entonces podrás hacer lo que quieras, pero no antes… prométemelo, Andersson, prométeme que no te morirás antes de que mi tren haya partido.
El viejo Andersson habla con un hilillo de voz.
—¿Quieres un consejo, señor Rail? Date prisa para poner en marcha ese bendito tren.
Claro que él la amaba. Si no, ¿por qué la había matado? Y de esa manera, además.
Jun que baja corriendo por el sendero, hasta perder el aliento. Se detiene al final, apoyándose en la empalizada. Mira el camino, ve una pequeña nube de polvo que se acerca. El cabello revuelto, la piel brillante, dentro de la ropa su cuerpo acalorado, la boca abierta, con la respiración jadeante. Poder estar tan cerca como para sentir el olor del cuerpo de Jun.
1016. Ballena. El pez más grande del mundo (pero se lo han inventado los marineros del norte) (casi seguramente).
—He acabado aquí porque así han ido las cosas. No hay ninguna otra razón. He acabado aquí como un botón en un ojal, y aquí me he quedado. Alguien, en algún sitio, se habrá levantado una mañana, se habrá puesto los pantalones, después se habrá puesto la camisa, habrá empezado a abrochársela: un botón, luego el segundo, luego el tercero, luego el cuarto y el cuarto era yo. Así es como he acabado aquí.
Pekisch ha cogido el viejo armario ropero de la viuda Abegg, le ha quitado las puertas, lo ha volcado en el suelo, ha cogido siete cuerdas de tripa iguales, las ha clavado por una punta a un extremo del mueble y las ha tensado hasta el otro extremo, donde las ha atado a unas pequeñas clavijas. Hace girar las clavijas y modifica en algunos milímetros la tensión de las cuerdas. Las cuerdas son muy finas, cuando Pekisch las hace vibrar emiten una nota. Pasa las horas moviendo imperceptiblemente esas clavijas. Nadie advierte ninguna diferencia entre una cuerda y la otra: parece como si sonaran siempre con la misma nota. Pero él mueve las clavijas y oye decenas de notas distintas. Son notas invisibles: se ocultan tras las que todos pueden oír. Pasa las horas persiguiéndolas. ¿Enloquecerá, quizás, algún día?
El primer lunes de cada mes bajaban cuatro o cinco hasta el gran prado y se ponían a lavar a Elisabeth. Le quitaban de encima la suciedad y el tiempo.
—¿No se olvidará de correr a fuerza de estarse aquí parada?
—Las locomotoras tienen una memoria de hierro. Como todo lo demás, por otra parte. Llegado el momento, se acordará de todo. De todo.
Cuando estalló la guerra, fueron veintidós los que desde Quinnipak partieron para luchar. El único que volvió vivo fue Mendel. Se encerró en casa y permaneció callado durante tres años. Después volvió a hablar. Las viudas, los padres y las madres de los caídos empezaron a ir a verlo para saber qué había sido de sus maridos y de sus hijos. Mendel era un hombre ordenado. «En orden alfabético», dijo. Y la primera en acudir a verlo, una noche, fue la viuda de Adlet. Mendel cerraba los ojos y empezaba a contar. Contaba cómo habían muerto. La viuda de Adlet volvió la noche siguiente, y la siguiente. Y así, durante semanas. Mendel lo contaba todo, se acordaba de todo, y mucho sabía imaginárselo. Cada muerte era un largo poema. Después de mes y medio, les tocó a los padres de Chrinnemy. Y así siguió. Habían pasado seis años desde que Mendel había vuelto. Todas las noches, ahora, iba a verlo el padre de Oster. Oster era un jovencito rubio que gustaba a las mujeres. Estaba huyendo y gritando de terror cuando la bala le entró por la espalda y le destrozó el corazón.
1221. Corrección del 1016. Las ballenas existen de verdad y los marineros del norte son personas de fiar.
Mormy crecía y los ojos de las criaditas de la casa Rail lo miraban con el deseo zumbándoles dentro. Jun también lo miraba y pensaba cada vez más: «Aquella mujer debía de ser hermosísima». Se comportaba con él como se hubiera comportado una madre. Pero no pensaba jamás que podría llegar a serlo de verdad. Ella era Jun, y basta. Un día estaba frotándole la espalda, arrodillada delante de la tina repleta de agua hirviendo. A él no le gustaba el agua hirviendo, pero le gustaba que Jun estuviera allí. Permanecía inmóvil, en el agua. Jun dejó caer el trapo enjabonado y pasó su mano por aquella piel color de bronce. ¿Qué era? ¿Un muchacho o un hombre? ¿Y qué era ella para él? Le acarició los hombros, «antes yo tenía una piel así —pensó—, una piel como si nunca la hubiera tocado nadie». Mormy seguía inmóvil, con los ojos muy abiertos. La mano de Jun se alzó lentamente hasta su cara, rozó sus labios y se detuvo allí un instante, en la más pequeña caricia del mundo. Después se bajó de repente, recogió del agua el trapo enjabonado y se lo puso en la mano a Mormy. Jun aproximó su rostro al de Mormy.
—Úsalo tú solo, ¿vale? De ahora en adelante es mejor que lo uses tú mismo.
Jun se levantó y se dirigió hacia la puerta. Fue en aquel momento cuando Mormy dijo una de las treinta palabras de aquel año:
—No.
Jun se dio la vuelta. Lo miró fijamente a los ojos.
—Sí.
Y se marchó.
La banda de Pekisch ensayaba cada martes por la tarde. El humanófono ensayaba los viernes. El martes ensayaba la banda. Así era.
Habiendo muerto Rol Fergusson, el Bazar Fergusson e Hijos se llamará de ahora en adelante Bazar Hijos de Fergusson.
—¿Qué era ese berrido, Sal?
—Era un do, Pekisch.
—Ah, ¿conque eso era un do?
—Algo parecido.
—Eso es una trompeta, Sal, no un elefante.
—¿Qué es un elefante?
—Luego te lo explico, Gasse.
—Eh, ¿habéis oído?, Gasse ni siquiera sabe lo que es un elefante…
—Silencio, por favor…
—Es un árbol, Gasse, un árbol que hay en África.
—Y yo que sé, nunca he estado en África…
—¿Vamos a ensayar o vamos a hacer un debate sobre la flora y la fauna africanas?
—Espera, Pekisch, que se me engancha siempre esta maldita tecla…
—Eh, ¿quién es el cabrón que me ha quitado mi vaso…?
—Oye, ¿quieres echarte un poco para atrás con ese bombo?, me retumba en la cabeza, ya no entiendo nada.
—… lo había dejado aquí, me acuerdo perfectamente, ¿me estáis tomando el pelo o qué?…
—Silencio, volvemos a empezar por la nota veintidós…
—… bueno, pues que sepáis que me había meado dentro de ese vaso, ¿entendido? Me había meado dentro…
—¡MALDICIÓN! HE DICHO QUE VALE YA DE TODAS ESTAS IDIOTECES.
Dado que era martes, la que ensayaba era la banda. El humanófono ensayaba los viernes. El martes, en cambio, la banda. Así era.
Vino un médico y dijo
—Tiene el corazón hecho polvo. Podría vivir una hora o un año, nadie puede saberlo.
El viejo Andersson podía morir al cabo de una hora o de un año, y lo sabía.
Pehnt empezó a peinarse y la viuda Abegg dedujo de ello, con científica exactitud, que se había enamorado de Britt Ruwett, hija del pastor Ruwett y de su mujer Isadora. Estaba claro que se imponía un discursito. Se sentó a solas con Pehnt, adoptó el tono vagamente militar de las grandes ocasiones y le habló de los hombres, de las mujeres, de los niños y de todo lo demás. No tardó más de cinco minutos.
—¿Preguntas?
—Todo eso es increíble.
—Es increíble, pero funciona.
Pehnt se había enamorado.
Pekisch le regaló un peine.
La verdad es que la vida resulta extraña a veces. El señor Rol Fergusson del Bazar Fergusson e Hijos, ahora Bazar Hijos de Fergusson, ha dejado un testamento. En él está escrito que deja todo a una tal Betty Pun, atractiva señorita soltera de Prinquik. Ahora el Bazar se llama Bazar Betty Pun.
Jun abre un armario y saca un paquete. Dentro hay un libro, completamente escrito con una caligrafía diminuta, en tinta azul. No lo lee, se limita a abrirlo apenas, después recompone el paquete, lo mete en el armario y vuelve a vivir.
Una cama, cuatro camisas, un sombrero gris, unos zapatos con cordones, el retrato de una señora morena, una selección de la Biblia encuadernada en negro, un sobre con tres cartas en su interior, un cuchillo envainado en su funda de cuero.
Katek no poseía nada más cuando lo encontraron ahorcado en su propia habitación, desnudo como un gusano. Ahora bien, se impone claramente la pregunta: ¿por qué cuatro? ¿Para qué quería alguien como él cuatro camisas?
Todavía se balanceaba cuando lo encontraron.
Estimado ingeniero Bonetti:
Como ya habrá podido constatan no me ha sido posible enviarle el anticipo que considera usted, no sin razón, indispensable para poder mandar aquí a sus hombres al objeto de comenzar con la construcción de mi línea ferroviaria.
Por desgracia, los últimos impuestos sobre el carbón decretados por el nuevo gobierno…
La verdad es que la vida resulta extraña a veces. La señora Adelaide Fergusson, mujer del difunto Rol Fergusson del Bazar Fergusson e Hijos, después Bazar Hijos de Fergusson y ahora definitivamente Bazar Betty Pun, ha muerto de congoja tras sólo veintitrés días viendo cómo cada mañana Betty Pun, embutida en un corpiño de vértigo, llegaba y abría el bazar que durante años había sido suyo. Resistió sólo veintitrés días. Había sido una mujer devota e irreprochable. Murió babeando, de noche, pronunciando una sola, exacta, palabra: «Hijoputa».
1901. Sexo. PRIMERO quitarse las botas, DESPUÉS los pantalones.
El viejo Andersson había vivido siempre en dos habitaciones, en la planta baja de la fábrica. Y allí, muy despacio, se moría. No había habido manera de llevarlo arriba, a la casa grande. Había querido permanecer allí, junto al ruido de los hornos y otras mil cosas que él sabía. El señor Rail iba cada día a visitarlo, al ponerse el sol. Entraba y decía siempre:
—Buenas, soy ese a quien has prometido no morirte.
Y el viejo Andersson siempre respondía:
—Vaya promesa de los cojones.
Siempre, excepto ese día, cuando no respondió nada. Ni siquiera abrió los ojos.
—Eh, viejo Andersson, soy yo, despierta… no me gastes bromas estúpidas, soy yo…
Andersson abrió los ojos.
—Ten, te he traído esto para que lo veas… son las copas para el conde Rigkert, les hemos añadido un borde azul turquesa, ahora todo el mundo las quiere así, alguna estúpida condesa las habrá lucido en quién sabe qué recepción idiota de la capital y así ahora nos toca meter el azul turquesa…
Andersson no apartaba los ojos del techo.
—… sabes, ahora a todo el mundo le ha dado por los cristales del este, que si no hay nada mejor, que si hay que ver qué finura de elaboración, e historias así… y así las cosas no es que vayan muy bien, quizás habría que inventarse algo, nos harías falta tú, Andersson… habría que inventarse algo genial, un hallazgo, algo… si no, me parece que te tocará esperar bastante antes de que consiga hacer que arranque ese tren, si quieres morirte, tendrás que ponerte manos a la obra, vaya… o sea, lo que quiero decir… ¿te gustan así, azul turquesa?, ¿eh, Andersson?, ¿a que son horrendas?, dime la verdad…
El viejo Andersson lo miró.
—Escúchame, Dann…
El señor Rail enmudeció.
—… escúchame.
La verdad es que la vida resulta extraña a veces. Los dos hijos de Rol y Adelaide Fergusson enterraron a su madre un martes. El jueves entraron, por la noche, en casa de Betty Pun, la violaron, primero uno y después el otro, y a continuación le destrozaron el cráneo con la culata del fusil. Betty Pun tenía un pelo rubio precioso. Fue una pena toda aquella sangre. El viernes el Bazar homónimo permaneció cerrado.
En la habitación más a la izquierda, en el primer piso, Pekisch ponía a la señora Paer a cantar Dulces aguas. En la habitación más a la derecha ponía a la señora Dodds a cantar Los días del halcón han acabado. Ambas estaban de pie, delante de la ventana cerrada que daba a la calle. Pekisch, en medio del pasillo, les daba la señal de inicio golpeando en el suelo cuatro veces. A la cuarta, al mismo tiempo, empezaban a cantar. Abajo, en la calle, estaba el público. Una treintena de personas, cada una con una silla traída de casa. La señora Paer y la señora Dodds, como dos cuadros enmarcados por la ventana, cantaban durante unos ocho minutos, poco más o menos.
Terminaban exactamente a la vez, la primera con un sol, la segunda con un la bemol. Abajo, en la calle, llegaba un canto que parecía venir de muy lejos y que hacía pensar en una voz que se hubiera replegado sobre sí misma como un insecto amenazado. Pekisch había titulado todo esto Silencio. En secreto, se lo había dedicado a la viuda Abegg. Ella no lo sabía.
2389. Revolución. Estalla como una bomba, la sofocan como un grito. Héroes y baños de sangre. Lejos de aquí.
«Si solamente tuviera los ojos para poder mirar desde lejos —verdaderamente desde lejos— a la viuda Abegg mientras baja a la cocina por la mañana y prepara la cafetera, entonces tal vez pudiera pensar “allí sería feliz”». De vez en cuando, la viuda Abegg tenía unas ideas muy extrañas.
—Escúchame… ¿tú tienes idea de dónde quieres ir a parar?
—¿A parar?
—Quiero decir… por qué has hecho todo eso… y qué pasará después.
—¿Después de qué?
El viejo Andersson volvió a cerrar los ojos. Sentía el peso de un cansancio maldito, de un cansancio.
—¿Sabes una cosa, Dann?, al final, cuando todo haya acabado, no habrá nadie por aquí que haya conseguido reunir tantas gilipolleces como tú.
—No acabará nada, Andersson.
—Oh, claro que acabará… y tú te quedarás allí, con una ristra de errores encima que no puedes ni imaginártela…
—¿Qué dices, Andersson?
—Lo que digo… lo que quisiera decirte… no abandones nunca.
Levantó la cabeza, el viejo Andersson, quería hablar y que se le entendiera bien todo, perfectamente bien.
—Tú no eres como los demás, Dann, tú haces ciertas cosas, muchas cosas, y además te imaginas otras, y es como si no te bastara una vida sola para abarcarlas todas. No sé… a mí la vida me parecía ya tan difícil… me parecía ya una empresa vivirla y basta. Pero tú… tú parece como si tuvieras que vencer a la vida, como si fuera un desafío… parece como si quisieras derrotarla completamente… o algo parecido. Una cosa extraña. Es como hacer muchas bochas de petanca de cristal… y grandes… antes o después te estallará alguna… y a ti quién sabe cuántas te han estallado ya, y cuántas te estallarán… Sin embargo…
No era exactamente que el viejo Andersson consiguiera hablar, conseguía apenas murmurar. De vez en cuando le desaparecía alguna palabra, pero ahí estaba, en alguna parte estaba, y el señor Rail sabía dónde.
—Sin embargo, cuando la gente te diga que te has equivocado… y tengas errores por todas partes a tus espaldas, que te la sople. Recuérdalo, que te la sople. Todas las bochas de cristal que habrás roto no eran más que la vida… ésos no son errores… es la vida… y la vida verdadera tal vez sea precisamente la que se rompe, esa vida entre cien que al final se rompe… yo esto lo he comprendido, que el mundo está repleto de gente que va por ahí con sus pequeñas canicas en el bolsillo… sus pequeñas y tristes canicas irrompibles… así que tú, pues, no dejes nunca de soplar en tus esferas de cristal… son hermosas, a mí me ha gustado verlas durante todo el tiempo que he estado a tu lado… son tantas las cosas que se ven dentro… es algo que le da alegría al cuerpo… no abandones nunca… y si un día estallan, eso también será la vida, a su manera… una maravillosa vida.
El señor Rail tenía dos copas de cristal en la mano. Borde azul turquesa. La moda de entonces. No dijo nada. Callaba también el viejo Andersson. Permanecieron allí, hablándose en silencio, durante un tiempo infinito. La oscuridad se había hecho absoluta y no se veía ya nada cuando la voz de Andersson dijo
—Adiós, señor Rail.
Una oscuridad absoluta, de darse con las paredes.
—Adiós, Andersson.
El viejo Andersson murió con el corazón partido, aquella misma noche, murmurando una sola, exacta, palabra: «Mierda».
con el corazón partido, aquella misma noche, murmurando una sola, exacta, palabra: «Mierda».
aquella misma noche, murmurando una sola, exacta, palabra: «Mierda».
murmurando una sola, exacta, palabra: «Mierda».
una sola, exacta, palabra.
una sola.
Y, sin embargo,
si por ejemplo se pudiera en el mismo instante, justo en el mismo instante, al mismo tiempo —si se pudiera apretar una rama helada en la mano, beber un sorbo de aguardiente, ver volar una carcoma, tocar el musgo, besar los labios de Jun, abrir una carta que se espera desde hace años, mirarse al espejo, apoyar la cabeza en la almohada, acordarse de un nombre olvidado, leer la última frase de un libro, oír un grito, tocar una telaraña, advertir que alguien nos llama, dejar que se nos caiga de la mano un jarrón de cristal, cubrirse la cabeza con la manta, perdonar a alguien nunca perdonado…
Así era. Porque quizás estaba escrito que tenían que pasar todas aquellas cosas, en procesión, antes de que llegara aquel hombre. Una detrás de la otra, pero también, en cierto modo, una dentro de la otra. Apiladas en la vida. Un viaje del señor Rail, el verano más cálido de los últimos cincuenta años, los ensayos de la banda, el librito violeta de Pehnt, aquellos muertos, Elisabeth inmóvil, la belleza de Mormy, el primer amor de Pehnt, palabras a millones, el último aliento del viejo Andersson, Elisabeth que sigue ahí, las caricias de Jun, los que nacieron, los días unos detrás de los otros, ochocientas copas de cristal de todas las formas, centenares de martes con el humanófono, el pelo blanco de la viuda Abegg, las lágrimas verdaderas y las falsas, otro viaje del señor Rail, la primera vez que Pekisch se convirtió en el viejo Pekisch, veinte metros de raíles mudos, los años unos detrás de los otros, el deseo de Jun, Mormy en el pajar con las manos de Stitt encima, las cartas del ingeniero Bonetti, la tierra que se cuarteaba por la sed, la ridícula muerte de Ticktel, Pekisch y Pehnt, Pehnt y Pekisch, la nostalgia de cómo hablaba Andersson, el odio aparecido a traición en la cabeza, la chaqueta cada vez más justa, volver a encontrarse con Jun, la historia de Morivar, los miles de sonidos de una banda sola, pequeños milagros, esperar a que pase, acordarse de cuando se detuvo una nada antes de acabar fuera de los raíles, las debilidades y las venganzas, los ojos del señor Rail, los ojos de Pehnt, los ojos de Mormy, los ojos de la viuda Abegg, los ojos de Pekisch, los ojos del viejo Andersson, los labios de Jun. Un montón de cosas. Como una larga espera. Parecía que no fuera a acabar nunca. Y tal vez no habría acabado nunca si al final no hubiera llegado aquel hombre.
Elegante, cabello alborotado, un enorme cartapacio de cuero marrón. De pie en el umbral de la casa Rail, con el recorte de un viejo periódico en la mano. Se lo acerca a los ojos, lee algo, antes de decir, con una voz que parece lejana
—Busco al señor Rail… al señor Rail, de Cristalerías Rail.
—Soy yo.
Se mete en el bolsillo el recorte de periódico. Deja el cartapacio en el suelo. Mira al señor Rail, pero no a los ojos.
—Me llamo Hector Horeau.