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En el suelo, el suelo está seco, y pardo, y duro. Se lo ha bebido el sol, durante horas, borrando una noche de agua, y rayos, y truenos. Ojalá acabaran en nada, así, también los miedos. Por el suelo, un poco de polvo casi inmóvil. No hay viento que se lo lleve. La gente, con extraña meticulosidad, ha borrado las huellas de los cascos de los caballos y los surcos de las ruedas de los carruajes. Toda la calle como una mesa de billar de tierra parda.
La calle tiene una anchura de treinta pasos. Divide en dos el pueblo. A este lado de la calle. A ese lado de la calle. La calle tiene una longitud de mil pasos, empezando a contar desde la primera casa del pueblo y acabando en la esquina de la última. Mil pasos normales. De un hombre normal, si existe.
En la punta izquierda de la calle —a la izquierda según se mira al norte— hay doce hombres. Dos filas de seis hombres. Llevan en la mano unos extraños instrumentos. Unos grandes, otros pequeños. Están todos inmóviles. Los hombres, obviamente, no los instrumentos. Y miran hacia adelante. Y por lo tanto, quizá, dentro de sí.
En la punta derecha de la calle —a la derecha según se mira al norte— hay doce hombres. Dos filas de seis hombres. Llevan en la mano unos extraños instrumentos. Algunos grandes, algunos pequeños. Están todos inmóviles. Los hombres, obviamente, no los instrumentos. Y miran hacia adelante. Y por lo tanto, quizá, dentro de sí.
En los mil pasos de calle que separan a los doce hombres de la izquierda de los doce hombres de la derecha no hay nada ni nadie. Porque la gente —y aquí gente no quiere decir simplemente algunos transeúntes, sino decenas y decenas de personas que juntas forman centenares de personas, pongamos cuatrocientas personas, tal vez incluso más, es decir, todo el pueblo y también los que han venido de lejos a propósito para estar allí, ahora…
En los mil pasos de calle que separan a los doce hombres de la izquierda de los doce hombres de la derecha no hay nada ni nadie. Porque la gente permanece toda agolpada y aplastada entre los bordes de la calle y las fachadas de las casas, procurando cada uno, a pesar del gentío y de la tensión, no acabar con un pie metido en lo que, a todos los efectos, se puede por fin definir, tras tanto meticuloso trabajo, como una espléndida mesa de billar de tierra parda. Y a medida que nos acercamos al hipotético y en el fondo real punto de la exacta mitad de la calle, allí donde los doce hombres de la izquierda se cruzarán en el momento justo —en el momento culminante— con los doce hombres de la derecha, como los dedos de dos manos que se buscan y se acaban encontrando, como ruedas de un enorme engranaje sonoro, como hilos de una alfombra oriental, como los vientos de una borrasca, como las dos balas de un solo duelo …
Y a medida que nos acercamos a la mitad exacta de la calle, la muchedumbre se vuelve más densa, con la gente agolpada y encajada en torno a ese punto neurálgico, el más cercano posible a ese confín invisible donde se mezclarán las dos nubes sonoras (imaginar cómo será es imposible), con gran hacinamiento de ojos, sombreritos, vestidos de fiesta, niños, sordera de viejos, escotes, pies, arrepentimientos, brillantes botines, olores, perfumes, suspiros, guantes de encaje, secretos, enfermedades, palabras nunca dichas, anteojos, inmensos dolores, moños, putas, bigotes, esposas vírgenes, mentes apagadas, bolsillos, ideas sucias, relojes de oro, sonrisas de felicidad, medallas, pantalones, enaguas, ilusiones —todo un gran almacén de humanidad, un concentrado de historias, un atasco de vidas volcado en aquella calle (y con especial violencia en el punto de la exacta mitad de aquella calle) para servir de orilla a la trayectoria de una singular aventura sonora —de una locura —de una broma de la imaginación —de un rito —de un adiós.
Y todo esto —todo— sumergido en el silencio.
Si somos capaces de imaginárnoslo, hay que imaginárselo así.
Un silencio infinito.
No por nada, pero siempre es un maravilloso silencio lo que ofrece a la vida el minúsculo o enorme estruendo de lo que después se convertirá en inamovible recuerdo. Así es.
Y es por eso, en el fondo, por lo que también ellos, y sobre todo ellos, los doce hombres del principio de la calle y los doce hombres del final de la calle, permanecen inmóviles, como piedras, cada uno con su instrumento encima. No falta nada más que un instante para que comience todo y ellos están allí, apoyados sobre sí mismos, sin otra cosa que hacer, todavía por un instante, que ser ellos mismos —dictado desmedido —feroz, maravilloso deber. Si en alguna parte estuviese Dios, los conocería uno por uno, sabría todo de ellos, y por ellos se conmovería. Doce por una parte. Doce por la otra. Todos hijos suyos. Uno por uno. Y Tegon, que toca una especie de violín, y morirá en las aguas heladas del río, y Ophuls, que toca una especie de tambor, y morirá sin darse cuenta, una noche en que no había luna, y Rjnh, que toca una especie de flautín, y morirá en un burdel entre los muslos de una mujer feísima, y Haddon, que toca una especie de saxofón, y morirá a los noventa y nueve años, ya ves tú qué mala suerte, y Kuppert, que toca una especie de armónica, y morirá en la horca, él y su pierna molida, y Fitt, que toca una especie de enorme tuba, y morirá pidiendo piedad con una pistola apuntándole en medio de los ojos, y Pixel, que toca una especie de bombo, y morirá sin decir ni siquiera en el último momento dónde diablos había escondido ese dinero, y Griz, que toca una especie de doble violín, y morirá de hambre, demasiado lejos de su casa, y Momer, que toca una especie de clarinete, y morirá blasfemando contra Dios, partido en dos por el mal bastardo, y Lucid, que toca una especie de tromba, y morirá demasiado pronto, sin haber hallado el momento justo para decirle que la amaba, y Tuarez, que toca una especie de gran corno, y morirá por error en una pelea entre marineros, él, que no había visto nunca el mar, y Ort, que toca una especie de trombón, y morirá al cabo de unos pocos minutos, con el corazón deshecho por la fatiga o la emoción, quién sabe, y Nunal, que toca una especie de organillo, y morirá fusilado en lugar de un librero de la capital que llevaba peluquín y tenía una mujer más alta que él, y Brath, que toca una especie de flauta, y morirá contando sus pecados a un cura ciego, a quien la gente consideraba un santo, y Felson, que toca una especie de arpa, y morirá ahorcado de uno de sus cerezos tras haber escogido el más grande y más hermoso de todos, y Gasse, que toca una especie de xilófono, y morirá por real decreto, con un uniforme puesto y una carta en el bolsillo, y Loth, que toca una especie de violín, y morirá en silencio, sin saber por qué, y Karman, que toca una especie de trompa, y morirá por un puñetazo demasiado fuerte de «Bill, la bestia de Chicago», trescientos dólares para quien consiga permanecer en pie después de tres asaltos, y Waxell, que toca una especie de cornamusa, y morirá estupefacto con la imagen en los ojos de su hijo bajando el cañón humeante del fusil, sin alterar su rostro, y Mudd, que toca una especie de tam-tam, y morirá feliz, sin más miedos ni deseos, y Cook, que toca una especie de clarín, y morirá el mismo día que el rey, pero sin salir en los periódicos, y Yelyter, que toca una especie de acordeón, y morirá intentando salvar de las llamas a una niña gorda que se hará después famosa por matar a su marido a hachazos y enterrarlo en el jardín, y Doodle, que toca una especie de carillón, y morirá cayendo con un globo aerostático sobre la iglesia de Salinar, y Kudil, que toca una especie de trombón, y morirá después de haber sufrido toda la noche, sin un lamento, sin embargo, para no despertar a nadie. Todos hijos suyos, sólo con que existiera, en alguna parte, Dios. Y por lo tanto todos huérfanos, obviamente, pobre gente —rehenes del azar. Y sin embargo vivos, allí, vivos a rabiar, pese a todo, y en aquel momento más que en cualquier otro, mientras toda Quinnipak contiene el aliento, y la larga calle delante de ellos espera ser veteada por el sonido de sus instrumentos y, silenciosamente, espera convertirse en un recuerdo. El recuerdo.
Un instante.
Después Pekisch hace un gesto.
Y es entonces cuando todo empieza.
Empiezan a tocar, los doce hombres de la derecha y los doce hombres de la izquierda, y mientras tocan, a caminar. Pasos y notas. Lentamente. Los de la izquierda hacia los de la derecha y viceversa. Nubes de sonido, canalizadas en los mil pasos de aquella calle, la única auténtica calle de Quinnipak —en el silencio, es evidente, se oyó el opuesto arrastrarse de una especie de temporal sonoro —pero mucho más dulce que un temporal, desde la izquierda parece una danza, leve, desde el otro lado podría ser una marcha o también un coro de iglesia, todavía están lejos, se espían desde lejos, así —cerrando los ojos, quizá se consiguiera oírlos nítidamente, a los dos, al mismo tiempo pero distintos —hay quien cierra los ojos, otros miran fijamente hacia adelante, y hay quienes miran a la derecha y después a la izquierda, y después a la derecha y después a la izquierda —Mormy, no. Él, obviamente, mantiene fija la mirada —la verdad es que la gente no sabe con precisión adónde mirar —Mormy ya se ha llevado una imagen, que lo ha traspasado casi enseguida, incluso antes del largo instante de silencio, incluso antes de todo —entre la multitud de gente y miradas sus ojos tenían miles de sitios donde posarse, pero al final han acabado sobre el cuello de Jun —la verdad es que, decididamente, la gente ni siquiera sabe con precisión qué debe escuchar —la gente deja que la magia le resbale por encima, llegado el momento, ya sabrá qué hacer, ésa es la verdad —Jun está justo allí delante, de pie, inmóvil, vestidito amarillo, nada de sombrerito, sino el pelo recogido hacia arriba, en la nuca, de modo que es evidente, cualquiera, estando allí, a nada de ella, justo detrás de ella, cualquiera habría acabado con los ojos sobre esa piel blanca, y la curva del cuello que se desliza hacia el hombro, y el reflejo del sol sobre todo ello —los ojos de Mormy se posaron allí, y allí se quedaron, no podía hacerse nada, era capaz también esta vez de perdérselo todo / ese todo que avanzaba lentamente desde los dos extremos de la ciudad, subiendo por la calle, levantando una brisa de polvo, no más, y como compensación coloreando el aire de sonidos móviles y viajeros y vagabundos —esa danza parece una canción de cuna, parece como si avanzara rodando, hecha de nada, hecha de crema —parecen soldados, así, en fila, seis delante y seis detrás, tres metros precisos entre uno y otro —fusilar el silencio con armas hechas de madera y de latón y de cuerdas —cuanto más se acercan, más se difumina todo en los ojos y toda la vida se recoge en los oídos —cada nuevo paso construye en la cabeza un único gran instrumento esquizofrénico y sin embargo preciso —¿cómo podré contar todo esto en casa?, no podrán comprenderlo jamás / Ort no comprendió inmediatamente lo que estaba sucediendo, sólo sintió que se estaba deslizando hacia atrás, lo veía con el rabillo del ojo, se estaba separando de su banda, poco a poco, como una ráfaga blanca que un temporal se deja atrás al cruzar implacable el cielo —sostenía el trombón en las manos y caminaba, pero algo le estaba pasando, si no cómo es que ahora veía llegar de costado el clarín de Cook, que había salido detrás de él, y ahora estaba allí, ya casi a su lado —sonaba el trombón de Ort, pero algo se le estaba rompiendo dentro —dentro de Ort, no dentro del trombón / dentro de la cabeza habrías podido medir, paso tras paso, el apretón de aquellos sonidos que se acercaban —cómo podrá caber todo en una única cabeza, en la cabeza de cada cual, cuando esas dos mareas de sonidos acaben una contra la otra, dentro de la otra, justo en el punto exacto en la mitad de la calle / en la mitad de la calle precisamente donde estaba Pekisch, en medio del resto de la gente, con la cabeza inclinada y los ojos mirando hacia el suelo —es curioso, parece como si rezara, piensa Pehnt, que está al otro lado de la calle, en medio de la gente, con su chaqueta negra puesta, justo frente a Pekisch, que sin embargo está mirando hacia el suelo —es curioso, parece como si rezara / no tuvo ni siquiera tiempo de rezar, Ort estaba ocupado, con un trombón que tocar, no es poca cosa —se le rompió algo dentro, así ocurrió —tal vez la fatiga, tal vez la emoción —se fue quedando lentamente atrás —pasos cada vez más pequeños, pero hermosísimos, a su manera —tenía la boca en el trombón, y soplaba, todas las notas justas, las estudiadas durante días, no fallaba ni una, eran las notas las que lo traicionaban, poco a poco, se difuminaban a lo lejos, se escapaban, las notas —Ort caminando en el sitio, sin avanzar ni un centímetro, tocando un trombón que no emite ya ninguna nota —en el gran instrumento ahorquillado y viajero es como si una burbuja se rompiera en el aire —un vacío se evapora en el aire / casi falta el aire tanto se agolpa la gente, sin darse cuenta, como aspirada por ese instrumento ahorquillado que lentamente cierra sus pinzas para capturar el espasmo de todos —algo como para sofocar si no fuera porque la mente ya ha sido arrebatada por las sirenas que cantan a sus oídos —arrebatada como Jun, de pie en medio de la gente, con la sensación de todos aquellos cuerpos encima —Jun sonríe, parece un juego —Jun cierra los ojos, y mientras se deja resbalar en un lago de sonidos en dulce tempestad lo nota perfectamente, de repente, ese cuerpo que en medio de todos los demás, y mucho más que el resto, se aprieta contra ella, pegado a su espalda y abajo en las piernas, se diría que por todas partes —y claro que lo sabe, cómo podría no saberlo, que ése es el cuerpo de Mormy / en medio de toda la gente y sin embargo solo, Ort se ha parado —se ha dejado atrás, definitivamente, a la banda, y la emoción de todos está en otra parte —se ha parado —aleja el trombón de la boca, apoya una rodilla en el suelo, después la otra, no ve ni siente ya nada, sólo esa dentellada indecente que lo devora desde dentro, famélica bastarda / claro que estaría encantado, alguien como el señor Rail, de todo aquello, ahora que él está con la frente apoyada en el cristal, mirando a los obreros que sudan sobre sus raíles de plata —ha dicho que llegará y por lo tanto llegará —aran la tierra para sembrar la emoción de una vía férrea —y en efecto está llegando, Hector Horeau sube lentamente por el sendero que lleva a la casa Rail —apenas les separan un puñado de minutos a los dos, al hombre del tren y al hombre del Crystal Palace / apenas habrá ya poco más de cien metros entre la canción de cuna y esa marcha que parece un coro de iglesia —se buscaban y se encontrarán —los instrumentos uno dentro del otro, y los pasos deslizándose juntos, imperturbables, exactamente sobre esa línea invisible que dibuja la mitad exacta de la calle —justo donde está Pekisch, con la cabeza inclinada, inmóvil, y Pehnt, al otro lado de la calle —Pehnt, que va a marcharse —Pehnt, que no escuchará nunca más algo parecido —Pehnt, que quema en aquel horno de sonidos el instante vacío de un adiós / quizá habría hecho falta haber sudado dentro de aquel horno, y entonces no sorprendería que la mano de Jun haya bajado lentamente hasta rozar la pierna de aquel hombre que era un muchacho algo blanco y algo negro —Jun inmóvil, con los ojos cerrados y en la cabeza la marea de sonidos que se traga en un inenarrable naufragio —no hay nada más hermoso que las piernas de un hombre cuando son hermosas —en el punto más oculto de todo el horno una mano que sube por la pierna de Mormy, una caricia que persigue algo, y sabe adónde ir —mil veces se había imaginado Mormy, así, absurdamente, la mano de Jun en su sexo, apretar con dulzura, apretar con rabia / y al final fue con el dulce cansancio de los vencidos como Ort, de rodillas, se dobló en dos y ofreció la cabeza a la tierra, permaneciendo así, en equilibrio, como en adoración, antes de derrumbarse como un animal fulminado por una bala entre los ojos, hecho trizas por la muerte, desbaratado fantoche tirado por el suelo, grotescamente iluminado en la frente por una astilla de luz salida del sol y rebotada en aquel trombón muerto con él, a su lado / era para sentirse morir viendo la exasperante lentitud con la que aquellos dos minúsculos ejércitos de sonidos marchan el uno contra el otro, paso tras paso —aquella especie de coro de iglesia, como si fuera un rito, la conmoción solemne, y dentro un sabor a marcha, una sombra de triunfo, quizás —y aquella especie de canción de cuna, que rueda como hecha de nada, hecha de crema, estaba lleno de cosas parecidas cuando se era niño —el rito y la canción de cuna —el abrazo de una iglesia iluminada, la caricia del sueño —la ceremonia, la nostalgia —una emoción y otra emoción distinta —la una contra la otra —¿qué podrá ser verlas espumear la una en la otra? —¿y escucharlas? / ¿qué habrá traído consigo?, piensa el señor Rail mientras oye abrirse la puerta del despacho —Hector Horeau, allí, de pie, el cabello alborotado, el cartapacio marrón en la mano —parece no haber transcurrido el tiempo desde la primera vez —parece la repetición pura y simple / sólo que esta vez es de verdad, pura y simple realidad, ésa es Jun realmente y es su mano la que se desliza entre sus muslos —como ese cuello cándido que se desliza sobre los hombros —si Mormy pudiera verlo, en ese momento, sabría que brilla de emoción e, imperceptiblemente, tiembla, con un temor infinitamente pequeño y secreto / un estremecimiento los devora a todos, a quien más, a quien menos, ahora que faltan sólo unos metros, después llegarán inexorablemente la una contra la otra, las dos nubes de sonidos —el desbarajuste en la mente de todos —corazones enloquecidos, miles de ritmos internos que se mezclan con los dos, limpidísimos, que están a punto de chocar / adiós, Pehnt, adiós, amigo que ya no estarás, una vez más adiós, todo esto es para ti / se desliza la mano de Jun entre botones y pudores, con deseo y ternura / Bienvenido de nuevo, señor Horeau —sonriendo y tendiéndole la mano —Bienvenido de nuevo, señor Horeau / cinco metros, no más, un espasmo, una tortura —que choquen de una vez, en nombre de Dios —que estalle todo como un grito / pero Hector Horeau no responde, deja el cartapacio en el suelo, levanta los ojos, permanece callado un instante y después se abre en una sonrisa, su rostro, una sonrisa / AHORA —ahora —es justo ahora —¿cómo podríamos habernos imaginado todo esto? —un millón de sonidos que escapan enloquecidos en una única música —están ahí, los unos dentro de los otros —no hay principio no hay final —una banda que engulle a la otra —la conmoción dentro del terror dentro de la paz dentro de la nostalgia dentro del furor dentro del cansancio dentro del deseo dentro del final —socorro —¿dónde ha ido a parar el tiempo? —¿por dónde ha desaparecido el mundo? —qué ha sucedido para que todo esté aquí, ahora —AHORA —AHORA / y se alza por fin la mirada de Pekisch, y entre todos los ojos que tiene enfrente inmediatamente abraza los de Pehnt, perforando la explosión de sonidos que se engullen entre sí, y ya no habrá necesidad de palabras, después de una mirada así, ni de gestos, ni de nada / y se ciñe por fin la mano de Jun en el sexo de Mormy, caliente y duro con un deseo que viene de lejos y de siempre / Hector Horeau se pasa una mano por los cabellos y dice Hemos perdido, señor Rail, quería decírselo, hemos perdido / así es / ha ocurrido / así es / ha ocurrido / ha ocurrido / así es / ha ocurrido / ha ocurrido / ha ocurrido / ¿hay alguien que pueda decir cuánto ha durado? —una nimiedad —una eternidad —han desfilado los unos junto a los otros, sin mirarse tan siquiera, convertidos en piedra por el huracán de sonidos / ¿No habrá Crystal Palace? —No, no habrá Crystal Palace, señor Rail / Pekisch vuelve a bajar la mirada, parece como si rezara / pero está en el punto más secreto del gran horno y nadie puede ver la mano de Jun que se desliza por el sexo de Mormy y lo acaricia por todas partes —la palma de una mano de chiquilla y aquella piel alerta, la una contra la otra —¿puede haber un duelo, en todo el mundo, más hermoso? / es como una suerte de mágico nudo que poco a poco se desata —una especie de guante al revés —ahora se dan la espalda los dos pequeños ejércitos de notas —no ha habido nadie que se haya dado la vuelta, ni siquiera un instante, miraban hacia el frente, desfilando unos junto a otros —¿y quién ha podido mirar nada, en el fondo, en aquel instante, atravesados por el resplandor de aquella música sin sentido y sin dirección? / no, cualquier cosa, pero llorar no, precisamente ahora no, cualquier cosa, Pehnt, pero ésa no —¿por qué? —ahora no, Pehnt / y sí ha habido quien ha llorado, en aquel momento, y quien ha reído y a quien se ha oído cantar —he tenido miedo, me acuerdo —terror de que no acabara nunca —y en cambio lentamente ha ido acabando, paso tras paso / Han elegido el proyecto de Paxton —¿Quién es Paxton? —Alguien que no soy yo / Jun siente la música que se le derrite en la cabeza, y al mismo tiempo el sexo inmóvil de Mormy, rígido por el placer —el ritmo sutil y fluido de aquella mano —¿qué puede hacer un hombre que es un muchacho? —¿qué puede hacer, en una trampa semejante? / y la canción de cuna comienza a recogerse sobre sí misma, y del otro lado gotea la marcha que parece un coro de iglesia —se alejan dándose la espalda —la nostalgia y el rito —una emoción y otra emoción distinta —en la cabeza es como si se disiparan las nubes de un milagro —la dulzura de las notas que se apartan de nuevo alejadas las unas de las otras —el alivio de la despedida —eso es, tal vez, lo más conmovedor de todo —la filigrana de la despedida —sólo con que supiéramos sentirla bajo los dedos —la dulzura que teje el instante de la despedida / Es una especie de gran semiesfera de piedra, con un gran pórtico al norte, y galerías sobrelevadas alrededor —¿Nada de cristal? —Vidrieras, solamente vidrieras, en fila una detrás de otra —¿Y por qué ha ganado? —¿Es que es importante saber el porqué? / y es precisamente cuando se relaja la presa de la emoción y se ensanchan las mallas del gentío —cuando desciende el encantamiento de la lejanía —precisamente en el corazón del horno que aventa las cenizas de la tensión —es entonces cuando Jun siente palpitar la polla de Mormy, como un corazón arrebatado, agotado, y después su esperma descender entre sus dedos, derramarse por todas partes —el afán exacto de la mano de Jun y el exhausto deseo de Mormy, el uno y el otro disolviéndose en aquel líquido aterciopelado —al final hay siempre un mar en el que desembocar, para cualquier río —la mano de Jun que se aleja, lentísima —vuelve atrás un instante —desaparece en la nada / la gente ha vuelto poco a poco a cobrar conciencia de sí misma —rostros embriagados recuperan la dignidad —se acunan los oídos en el tenue apagarse de la noche —lejano, ésta es un palabra hermosísima —y quien vuelve a abrir los ojos siente el latigazo del sol —mientras ellos siguen tocando, imperturbables, y alineando un paso detrás del otro, cada uno sobre un hilo propio imaginario y rectilíneo —el hilo de alguno rozará el cuerpo deshecho de Ort, tirado en el suelo —es inevitable, por allí no tendrán más remedio que pasar —pero nadie se detendrá, si acaso una imperceptible desviación, un instante, nada más, sin ningún temblor en las notas, ni siquiera el reflejo de algo —quien no comprenda esto, no comprende nada —porque donde la vida arde de verdad la muerte no es nada —no hay nada más contra la muerte —sólo eso —hacer que la vida arda de verdad / el señor Rail y Hector Horeau sentados, mirando a la lejanía, en silencio —dentro de ellos, el tiempo / las dos manos de Jun, una sobre la otra, apoyadas en el vestido amarillo —dentro de ellas un secreto / unos cuantos metros hasta el final —no hay desviaciones ni de un milímetro cuando desfilan junto a Ort —se inclina la danza que parece una canción de cuna —se retira la marcha que parece un coro de iglesia —se esfuma la nostalgia —se evapora el rito —no hay nadie que ose respirar —los últimos cinco pasos —la última nota —fin —parados al borde extremo de la última casa —como si fuera un abismo —callan los instrumentos —no hay ningún ruido, nada —¿nadie osará romper alguna vez el encantamiento? —antes tocaban y ahora están inmóviles, a sus espaldas, la ciudad, y delante, el infinito —como, por lo demás, todos —el infinito en la mente —hasta Ort tiene el infinito delante, a su manera —todos —en aquel momento y siempre.
Ahí está lo horrible y lo maravilloso.
No ocurriría en realidad nada sólo con que no se tuviera delante el infinito.