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—Pero bueno, ¿es que no hay nadie aquí?… ¡BRATH!… Diantre, ¿es que se han quedado todos sordos aquí abajo?… ¡BRATH!

—No grites, que gritar no te sienta nada bien, Arold.

—¿Dónde demonios te habías metido?… hace una hora que estoy aquí para…

—Tu calesa se cae a pedazos, Arold, no deberías ir por ahí tan…

—Déjate de calesas y coge esto de una vez…

—¿Qué es esto?

—Y yo qué sé, Brath… no lo sé… es un paquete, un paquete para la señora Rail…

—¿Para la señora Rail?

—Llegó ayer por la tarde… Parece que viene de lejos…

—Un paquete para la señora Rail…

—Oye, ¿quieres cogerlo de una vez, Brath? Tengo que volver a Quinnipak antes de mediodía.

—Vale, Arold.

—Para la señora Rail, ¿lo has entendido?

—Para la señora Rail.

—Bueno… no hagas tonterías, Brath… y a ver si te pasas de vez en cuando por la ciudad, acabarás marchitándote si te quedas siempre aquí…

—Llevas una calesa que da asco, Arold…

—Bueno, ya nos veremos, ¿vale?… Arre, pequeño, vamos… ¡Ya nos veremos, Brath!

—Yo no correría tanto con esa calesa, EH, AROLD, YO NO CORRERÍA… No debería correr tanto con esa calesa. Da asco. Una calesa que da asco…

—Señor Brath…

—… seguro que se desmonta con sólo mirarla…

—Señor Brath, la he encontrado… he encontrado la cuerda…

—Muy bien, Pit… ponla allí, ponla en el carro…

—… estaba en medio del trigo, no se veía…

—Vale, Pit, pero ahora ven aquí… deja esa cuerda y ven aquí, chico… necesito que vuelvas a subir a la casa, enseguida, ¿entendido? Toma, coge este paquete. Vete corriendo a buscar a Magg y dáselo. Oye… Dile que es un paquete para la señora Rail, ¿vale? Le dices: es un paquete para la señora Rail, llegó ayer por la tarde y parece que viene de lejos. ¿Lo has comprendido?

—Sí.

—Es un paquete para la señora Rail…

—… llegó ayer por la tarde y… y viene de…

—… y parece que viene de lejos, así se lo tienes que decir…

—… de lejos, vale.

—Muy bien, corre… y repítelo mientras corres, así no se te olvida… ánimo, venga, chico…

—Sí, señor…

—Repítelo en voz alta, es un sistema que funciona.

—Sí, señor… Es un paquete para la señora Rail, llegó ayer por la tarde y… llegó ayer por la tarde y parece que viene…

—¡CORRIENDO, PIT, HE DICHO CORRIENDO!

—… de lejos, es un paquete para la señora Rail, llegó ayer y parece… que viene de lejos… es un paquete para… la señora Rail… para la señora Rail, llegó ayer por la tarde… y parece… parece que viene de le… lejos… es un paquete… es un paquete para la señora… llegó de lejos, no, ayer llegó… llegó… ayer…

—Eh, Pit, ¿te persiguen los demonios, por casualidad? ¿Adónde vas tan deprisa?

—Adiós, Angy… llegó ayer… busco a Magg, ¿la has visto?

—Está abajo, en las cocinas.

—Gracias, Angy, es un paquete para la señora Rail… llegó ayer… y parece… parece que viene de lejos… de lejos… lejos… es un paquete… ¡Buenos días, señor Harp! Para la señora Rail… llegó ayer… y parece… llegó ayer y parece… es un paquete, es un paquete para la señora… señora Rail… y parece que viene… ¡Magg!

—¿Qué sucede, pequeño?

—Magg, Magg, Magg…

—¿Qué llevas en la mano, Pit?

—Es un paquete… es un paquete para la señora Rail…

—Déjame que lo vea…

—Espera, es un paquete para la señora Rail, llegó ayer y…

—Venga, Pit…

—… llegó ayer y…

—… llegó ayer…

—… llegó ayer y parece lejano, eso es.

—¿Parece lejano?

—Sí.

—Deja que lo vea, Pit… parece lejano… está lleno de anotaciones, ¿lo ves?… y creo que sé de dónde viene… Mira, Stitt, ha llegado un paquete para la señora Rail…

—¿Un paquete? A ver, ¿pesa mucho?

—Parece lejano.

—Estáte calladito, Pit… es ligero… ligero… ¿tú qué piensas, Stitt, no tiene todo el aspecto de ser un regalo?…

—Quién sabe, a lo mejor es dinero… o a lo mejor es una broma…

—¿Sabes dónde está la patrona?

—He visto que iba hacia su habitación…

—Oye, tú quédate aquí, que yo subo un momento…

—¿Puedo ir yo también, Magg?

—Venga, Pit, pero date prisa… Vuelvo enseguida, Stitt…

—Es una broma, para mí que es una broma…

—¿Verdad que no es una broma, Magg?

—Quién sabe, Pit.

—Tú lo sabes pero no quieres decirlo, ¿verdad?

—Yo a lo mejor lo sé, pero no te lo diré, no… cierra la puerta, vamos…

—No se lo diré a nadie, te juro que no se lo diré…

—Pit, estáte calladito… luego tú también lo sabrás, ya verás… y a lo mejor habrá una fiesta…

—¿Una fiesta?

—O algo así… si aquí dentro hay lo que yo pienso, mañana será un día especial… o quizá pasado mañana, o dentro de unos días… pero será un día especial…

—¿Un día especial? ¿Y por qué un día espe…?

—¡Ssssh! Quédate aquí, Pit. No te muevas de aquí, ¿vale?

—Vale.

—No te muevas… Señora Rail… perdone, señora Rail…

Entonces, sólo entonces, Jun Rail levantó la cabeza del escritorio y dirigió su mirada hacia la puerta cerrada. Jun Rail. El rostro de Jun Rail. Cuando las mujeres de Quinnipak se miraban al espejo pensaban en el rostro de Jun Rail. Cuando los hombres de Quinnipak miraban a sus mujeres pensaban en el rostro de Jun Rail. El pelo, los pómulos, la piel blanquísima, el pliegue de los ojos de Jun Rail. Pero más que cualquier otra cosa —ya estuviera riendo, o gritara, o callara, o simplemente estuviera allí, como esperando— la boca de Jun Rail. La boca de Jun Rail no te dejaba en paz. Te taladraba la fantasía, simplemente. Te embadurnaba los pensamientos. «Un día, Dios dibujó la boca de Jun Rail. Y fue entonces cuando se le ocurrió aquella extravagante idea del pecado». Así lo contaba Ticktel, que sabía algo de teología porque había sido cocinero en un seminario, así lo decía él al menos, era una cárcel decían los demás, idiotas, es lo mismo, decía él. Nadie podría conseguir dibujarlo, decían todos. El rostro de Jun Rail, obviamente. Estaba en la fantasía de cualquiera. Y ahora estaba allí —sobre todo allí— girado hacia la puerta cerrada, porque hacía un momento que se había levantado del escritorio para mirar la puerta cerrada y decir[1]

—Estoy aquí.

—Ha llegado un paquete para usted, señora.

—Entra, Magg.

—Ha llegado un paquete… es para usted.

—Déjame ver.

Jun Rail se levantó, cogió el paquete, leyó su nombre escrito con tinta negra en el papel marrón, le dio la vuelta al paquete, levantó la mirada, cerró por un instante los ojos, volvió a abrirlos, miró de nuevo el paquete, cogió el abrecartas del escritorio, cortó el cordel que lo sujetaba, abrió el papel marrón y debajo había un papel blanco.

Magg dio un paso atrás hacia la puerta.

—Quédate, Magg.

Abrió el papel blanco, que envolvía un papel rosa, que recubría una caja violeta donde Jun Rail encontró una cajita de fieltro verde. La abrió. Miró. Nada se movió en su rostro. La cerró de nuevo. Entonces se volvió hacia Magg, sonrió y le dijo

—El señor Rail está a punto de volver.

Así fue.

Y Magg corrió abajo con Pit diciendo El señor Rail está a punto de volver y Stitt dijo El señor Rail está a punto de volver, y por todas las habitaciones se oía murmurar El señor Rail está a punto de volver, hasta que alguien gritó desde una ventana El señor Rail está a punto de volver, y así por todos los campos se corrió la voz de El señor Rail está a punto de volver, de un campo al otro, hacia abajo hasta el río, donde se oyó una voz gritar El señor Rail está a punto de volver tan fuerte que en la fábrica de cristal hubo quien lo oyó y se volvió hacia el que estaba más cerca para murmurar El señor Rail está a punto de volver, frase que al final estuvo en boca de todos, a pesar del ruido de los hornos, que obligó, obviamente, a levantar la voz para hacerse oír, ¿Qué dices?, El señor Rail está a punto de volver, en un hermoso crescendo general que culminaba en la voz que al final logró hacerle comprender hasta al último de los obreros, por otro lado algo duro de oído, lo que pasaba, disparándole en las orejas una descarga que decía El señor Rail está a punto de volver, ¡Ah!, el señor Rail está a punto de volver, una especie de explosión, vamos, que seguramente debió de resonar altísima en el cielo y en los ojos y en los pensamientos, si incluso en Quinnipak, que se encontraba nada menos que a una hora de allí, incluso en Quinnipak, no mucho tiempo después, la gente vio llegar a la carrera a Ollivy, bajar del caballo, marrar el aterrizaje, rodar por los suelos, blasfemar contra Dios y la Virgen, recoger su sombrero y con el culo en el barro murmurar —en voz baja, como si la noticia se le hubiera roto con la caída, deshinchado, pulverizado—, murmurar para sus adentros

—El señor Rail está a punto de volver.

De cuando en cuando el señor Rail volvía. Por regla general, eso sucedía cierto tiempo después de que hubiera partido. Este hecho resulta indicativo del orden interno, psicológico e incluso diríase moral del personaje. A su manera, el señor Rail amaba la exactitud.

Más difícil de entender era por qué, de cuando en cuando, partía. No había nunca una verdadera, plausible razón para que lo hiciera, ni una estación o un día o una circunstancia particulares. Simplemente, partía. Pasaba jornadas enteras haciendo preparativos, los más grandes y los más insignificantes, carruajes, cartas, maletas, sombreros, el escritorio de viaje, dinero, testamentos, cosas así, hacía y deshacía, por lo general más bien sonriendo, como siempre, pero con la paciente y desordenada alacridad de un insecto confuso, enfrascado en una especie de rito doméstico que habría podido durar hasta la eternidad si, al final, no finalizara con una ceremonia prevista y obligada, una ceremonia ínfima, casi imperceptible y absolutamente íntima: apagaba la lámpara, él y Jun permanecían en la oscuridad, en silencio, uno junto al otro en la cama en vilo sobre la noche, ella dejaba deslizar unos instantes de nada, luego cerraba los ojos y en lugar de decir

—Buenas noches

decía

—¿Cuándo te marchas?

—Mañana, Jun.

Al día siguiente, partía.

Adónde iba, nadie lo sabía. Ni siquiera Jun. Algunos sostienen que ni siquiera él mismo lo sabía muy bien: y citan como prueba el famoso verano en que partió la mañana del siete de agosto y regresó la tarde del día siguiente, con las siete maletas intactas y la cara del que está haciendo lo más normal del mundo. Jun no le preguntó nada. Él no dijo nada. Los sirvientes deshicieron las maletas. La vida, tras un momento de titubeo, se puso de nuevo en marcha.

Otras veces, todo hay que decirlo, era capaz de estar fuera durante varios meses. Este hecho no movía ni un milímetro una de sus más arraigadas costumbres: no dar la más mínima noticia de su persona. Literalmente, desaparecía. Ni una carta, nada. Jun lo sabía y no perdía el tiempo esperando.

La gente, que en general estimaba al señor Rail, pensaba que salía en viaje de negocios.

—Es por la fábrica de cristal por lo que tiene que ir hasta allí.

Eso decían. Dónde se encontraba ese allí era algo que permanecía en una nebulosa, pero al menos era un proyecto de explicación. Y algo de verdad había en ello.

En efecto, de cuando en cuando el señor Rail regresaba trayendo en la cartera curiosos y espléndidos contratos: 1.500 vasos en forma de zapato (que luego se quedaron sin vender en los escaparates de media Europa), 820 metros cuadrados de cristal de colores (siete colores) para las nuevas vidrieras de Saint Just, una redoma de ochenta centímetros de diámetro para los jardines de la Casa Real, y cosas por el estilo. Tampoco puede olvidarse que fue justo al regreso de uno de sus viajes cuando el señor Rail, sin ni tan siquiera sacudirse el polvo del camino, y sin prácticamente saludar a nadie, corrió prado abajo hasta la fábrica, y dentro de la fábrica hasta el cuartucho de Andersson, y mirándolo justo dentro de los ojos le dijo

—Escúchame, Andersson… si tuviéramos que hacer una lámina de cristal, pero tuviésemos que hacerla grande, ¿entiendes?, muy grande… lo más grande posible… y sobre todo… delgada… grandísima y delgada… ¿cómo de grande crees que conseguiríamos hacerla?

El viejo Andersson estaba allí con las cuentas de las pagas bajo los ojos. No entendía nada. Él, que era un absoluto genio en todo lo que tenía que ver con el cristal, no entendía nada de pagas.

Vagaba entre los números con pasmado pasmo. Por tanto, cuando oyó hablar de cristal se dejó arrastrar por el anzuelo, como un pez harto de su mar, mar de números, mar de pagas.

—Pues… un metro, quizás, una lámina de un metro por treinta, como la que hicimos para Denbury.

—No, Andersson, más grande… la más grande que puedas imaginarte…

—¿Más grande?… Bueno, se podrían hacer pruebas y pruebas, y si nos permitiéramos romperlas a decenas tal vez al final lográramos hacer una verdaderamente grande, quizá de dos metros, quizá más, pongamos dos metros por uno, un rectángulo de cristal de dos metros…

El señor Rail se dejó caer contra el respaldo de la silla.

—¿Sabes una cosa, Andersson? He encontrado un sistema para hacerla tres veces más grande.

—¿Tres veces más grande?

—Tres veces.

—¿Y qué hacemos nosotros con una lámina de cristal tres veces más grande?

Eso le preguntó, el viejo: ¿y qué hacemos nosotros, le preguntó, con una lámina de cristal tres veces más grande?

Y el señor Rail respondió.

—Dinero, Andersson, dinero a espuertas.

Y en efecto, para ser sinceros, hay que decir que el sistema que el señor Rail se había traído consigo desde quién sabe qué lugar del mundo, encerrado en su mente, sellado en su fantasía, para después exhibirlo ante los ojos transparentes de Andersson, era un sistema en todo y por todo absolutamente genial, pero también, en todo y por todo, absolutamente fallido. Sin embargo, Andersson era un genio del cristal, lo era desde hacía un número infinito de años, dado que antes que él lo había sido su padre, y antes que su padre lo había sido el padre de su padre, es decir, el primero de la familia que había mandado al infierno a su propio padre y su oficio de campesino para intentar entender cómo diablos se trabajaba aquella mágica piedra sin alma, sin pasado, sin color y sin nombre a la que llamaban cristal. Era un genio, en resumen, siempre lo había sido. Y empezó a pensar en el asunto. Era obvio que tenía efectivamente que existir un sistema para fabricar una lámina de cristal tres veces más grande, y éste, precisamente, era el rasgo genial del sistema del señor Rail: intuir que era posible hacerla, incluso antes de que a alguien se le pasara por la cabeza necesitarla. Así que Andersson trabajó sobre el asunto durante días y semanas y meses. Al final tuvo listo un sistema que adquiriría después cierta notoriedad con el nombre de «Patente Andersson de las Cristalerías Rail», suscitando complacidos ecos en la prensa local y vagos intereses en algunas inquietas mentes desperdigadas por el mundo. Lo más importante es que precisamente la «Patente Andersson de las Cristalerías Rail» cambiaría en los años siguientes la vida del señor Rail, dejando, como se verá, una impronta en su historia. Una historia singular que, en cualquier caso, habría encontrado seguramente sus propios cauces para deslizarse hasta donde debía llegar, donde estaba escrito que llegaría, y que, sin embargo, quiso apoyarse precisamente en la «Patente Andersson de las Cristalerías Rail» para exhibirse con una de sus más significativas piruetas. Así obra el destino: podría discurrir invisible y, en cambio, quema detrás de sí, aquí y allá, algunos instantes, entre los millares de una vida. En la noche del recuerdo, ésos son los que arden, dibujando la vía de fuga del azar. Fuegos solitarios, buenos para hacerse con una justificación, una cualquiera.

Por tanto, a la luz de la «Patente Andersson de las Cristalerías Rail» y de su posterior desarrollo, resulta claro hasta qué punto podría parecer legítima la idea, suficientemente difundida, de que los viajes del señor Rail fueran considerados sustancialmente viajes de trabajo. Y sin embargo…

Y sin embargo nadie podía olvidar realmente lo que todos sabían: es decir, una miríada de pequeños detalles, y matices, y visibles concomitancias que proyectaban una luz indudablemente distinta sobre aquel consolidado e insondable fenómeno que eran los viajes del señor Rail. Una miríada de pequeños detalles, y matices, y visibles coincidencias que nadie se tomaba ya ni siquiera la molestia de mencionar desde que, como mil arroyos en un único lago, se habían disuelto en la límpida verdad de una tarde de enero: cuando el señor Rail, volviendo de uno de sus viajes, no volvió solo, sino que llegó con Mormy, y mirando a Jun a los ojos le dijo simplemente —posando una mano en el hombro del chico— le dijo —en el preciso instante en que el chico miraba fijamente el rostro de Jun y su belleza— dijo:

—Se llama Mormy y es mi hijo.

Sobre sus cabezas, el deslucido cielo de enero. Y a su alrededor un puñado de criados. Todos bajaron de modo instintivo la vista hacia el suelo. Sólo Jun no lo hizo. Miraba la piel brillante del chico, piel color de arena, piel quemada por el sol, pero de una sola vez por un sol de hacía mil años. Y su primer pensamiento fue

«Esa puta era una negra».

Veía a aquella mujer que, en algún lugar del mundo, había estrechado entre sus piernas al señor Rail, quién sabía si por trabajo o por placer, aunque lo más probable es que fuera por trabajo. Miraba al chico, sus ojos, sus labios, sus dientes, y la veía cada vez más claramente —tan claramente que su segundo y límpido y fulminante pensamiento fue

«Esa puta era bellísima».

Dos pensamientos no ocupan más que un instante. Y fue sólo un instante todo lo que aquel mínimo universo de personas, extrapolado de la más general galaxia de la vida, y replegado sobre sí mismo en la emoción de un escándalo aparente —y fue sólo un instante todo lo que aquel mínimo universo de personas concedió al silencio. Porque después, inmediatamente, filtró su voz, a través del extravío de cada uno, hasta los oídos de todos.

—Hola, Mormy. Me llamo Jun y no soy tu madre. Y nunca lo seré.

Fue con dulzura, no obstante. Esto pueden confirmarlo todos. Lo dijo con dulzura. Podría haberlo dicho con maldad absoluta y en cambio lo dijo con dulzura. Hay que imaginárselo dicho con dulzura: «Hola, Mormy. Me llamo Jun y no soy tu madre. Y nunca lo seré».

Aquella tarde se puso a llover como si se tratara de un castigo. Y siguió así durante toda la noche con maravillosa ferocidad. «Una grandísima meada», como decía Ticktel, que sabía de teología porque había sido cocinero en un seminario, al menos eso decía él, era en una cárcel, decían los otros; idiotas, es lo mismo, decía él. En su habitación, Mormy estaba tapado hasta la cabeza con las mantas, esperando unos truenos que no llegaban. Tenía ocho años y no sabía muy bien lo que le estaba pasando. Pero tenía grabadas en los ojos dos imágenes: el rostro de Jun, el más bello que había visto en su vida, y la mesa preparada abajo, en el comedor. Los tres candelabros, las luces, el cuello estrecho de las botellas talladas como diamantes, las servilletas con misteriosas letras bordadas, el humo que salía de la sopera blanca, el borde dorado de los platos, la fruta muy brillante depositada sobre grandes hojas en una bandeja de plata. Todas estas cosas y el rostro de Jun. Aquellas dos imágenes le habían entrado por los ojos como la instantánea percepción de la felicidad absoluta y sin condiciones. Se las llevaría consigo para siempre. Porque es así como te fastidia la vida. Te pilla cuando todavía tienes el alma adormecida y siembra en su interior una imagen, o un olor, o un sonido que después ya nunca puedes sacarte de encima. Y aquélla era la felicidad. Lo descubres después, cuando ya es demasiado tarde. Y ya eres, para siempre, un exiliado: a miles de kilómetros de aquella imagen, de aquel sonido, de aquel olor. A la deriva.

Dos habitaciones más allá estaba Jun, de pie, con la nariz aplastada contra los cristales, mirando la gran meada. Y allí permaneció hasta que notó los brazos del señor Rail alrededor de su cintura, y después sus manos que le hacían dar la vuelta dulcemente, sus ojos que la miraban extrañamente serios y, en fin, su voz que era baja y secreta.

—Jun, si hay algo que quieras preguntarme, hazlo ahora.

Jun empezó a desanudarle el foulard rojo que tenía alrededor del cuello, y luego le desabrochó la chaqueta y, uno a uno, los botones del chaleco oscuro, empezando por el de más abajo y después ascendiendo, lentamente, hasta el de más arriba, que, pese a haber quedado solo para defender lo indefendible, todavía se resistió un instante, justo un instante, antes de ceder, en silencio, en el preciso momento en que el señor Rail se inclinaba hacia el rostro de Jun para decir —aunque era casi una súplica

—Escúchame, Jun… mírame y pregúntame lo que quieras…

Pero Jun no dijo nada. Simplemente, sin que ni un sólo rasgo de su rostro se moviera, y absolutamente en silencio, empezó a llorar, de ese modo que es un modo bellísimo, el secreto de unos pocos: los que lloran sólo con los ojos, como vasos llenos hasta arriba de tristeza, impasibles hasta que aquella gota de más al final los vence y se desliza por los bordes, seguida después por otras mil, y permanecen inmóviles allí mientras les cae encima su exiguo fracaso. Así lloraba Jun. Y no dejó de hacerlo, ni siquiera un instante, mientras sus manos desnudaban al señor Rail, y ni siquiera después, al verlo desnudo debajo de ella y al besarlo por todas partes, dejó de hacerlo, continuó disolviendo el coágulo de su propia tristeza en aquellas lágrimas inmóviles y silenciosas —no hay lágrimas más bellas— mientras apretaba con sus manos el sexo del señor Rail y lentamente pasaba los labios sobre aquella piel lisa e increíble —no hay labios más bellos— y lloraba, de aquella forma suya invencible, cuando abrió las piernas y en un instante, con un poco de rabia, acogió el sexo del señor Rail en su interior, y por tanto, en cierto modo, a todo el señor Rail en su interior, y apoyando los brazos en el lecho, mirando desde arriba el rostro del hombre que se había ido a la otra punta del mundo para follarse a una mujer bellísima y negra, a follársela con tan apasionada exactitud como para dejarle un niño en el vientre, mirando aquel rostro que la miraba empezó a girar en su interior aquella vencida resistencia que era el sexo del señor Rail, a girarlo y domarlo perdidamente, para que entrara por todas partes, dentro de ella, y rítmicamente se deslizara hacia la locura, sin dejar nunca de llorar —si a aquello puede llamársele simplemente llorar— y sin embargo con sutil y cada vez mayor violencia, y acaso furor, mientras el señor Rail apoyaba las manos en sus caderas, en el inútil y falso intento de parar a aquella mujer que se había apoderado de su polla y con movimientos ya ciegos le había arrancado de la mente todo lo que no fuera la elemental pretensión de seguir gozando, y no parar. Y no dejó de llorar y de callar —de llorar y de callar, ni siquiera cuando lo vio, al hombre que estaba debajo de ella, cerrar los ojos y no ver ya nada más, y lo sintió, al hombre que tenía dentro, correrse entre sus piernas plantándole histéricamente la polla en las entrañas en aquella especie de sacudida íntima e indescifrable que ella había aprendido a amar como a ningún otro dolor.

Sólo después —después— mientras el señor Rail la contemplaba en la penumbra y acariciándola reposaba su propio estupor, Jun dijo

—Te lo ruego, no se lo digas a nadie.

—No puedo hacerlo, Jun. Mormy es hijo mío, quiero que crezca aquí, junto a nosotros. Y todos deben saberlo.

Jun estaba allí, con la cabeza hundida en la almohada y los ojos cerrados.

—Te lo ruego, no le digas a nadie que he llorado.

Porque había algo, entre ellos dos, algo que en verdad tenía que ser un secreto, o algo parecido. Por eso era difícil comprender lo que se decían y cómo vivían, y cómo eran. Nos habríamos devanado los sesos inútilmente intentando dar un significado a alguno de sus gestos. Y habríamos podido preguntarnos por qué durante años y años. Lo único que a menudo resultaba evidente, mejor dicho, casi siempre, y quizá siempre, lo único era que en lo que hacían y en lo que eran había algo —por así decirlo— hermoso. Así era. Todos decían: «Lo que ha hecho el señor Rail es hermoso». O bien: «Lo que ha hecho Jun es hermoso». No se entendía nada, pero al menos eso se entendía. Por ejemplo: el señor Rail nunca mandó la más mínima carta o noticia durante sus viajes. Nunca. Sin embargo, unos días antes de volver hacía llegar a Jun, indefectiblemente, un pequeño paquete. Ella lo abría y en su interior encontraba una joya.

Ni una línea, ni siquiera su firma: sólo una joya.

Ahora bien, uno puede encontrar mil razones para explicar algo semejante, empezando obviamente por la más innegable, es decir, que el señor Rail tenía algo que hacerse perdonar y por tanto actuaba de esa forma, del mismo modo que hacen todos los hombres, o sea, echando mano a la cartera. No obstante, al no ser el señor Rail un hombre como los demás ni Jun una mujer como las demás, semejante explicación lógica era descartada por lo común en favor de fantasiosas teorías que mezclaban brillantemente misteriosos contrabandos de diamantes, esotéricos significados simbólicos, antiguas tradiciones y poéticas leyendas de amor. No simplificaba nada comprobar que Jun no lucía nunca, absolutamente nunca, las joyas que le llegaban y, es más, parecía no darles la menor importancia, mientras que dedicaba infinitos cuidados a conservar las cajas, y a quitarles el polvo periódicamente, y a vigilar que nadie las moviera del sitio que les había consagrado. Tanto era así que, años después de su muerte, todavía se encontraron aquellas cajas, puestas ordenadamente una sobre otra, en su sitio, tan absurdas y tan vacías que se hicieron esfuerzos para encontrar sus correspondientes joyas durante días y días, más aún, durante semanas, hasta que resultó claro que nunca, absolutamente nunca, las encontrarían. En fin, podríamos dar vueltas y vueltas a esta historia de las joyas, pero de todos modos nunca encontraríamos una explicación definitiva. Y así, sucedía que, cuando el Señor Rail regresaba, la gente preguntaba «¿ha llegado la joya?», y alguien decía «parece que sí, parece que llegó hace cinco días, en una caja verde», y entonces la gente sonreía y pensaba en su interior «es hermoso lo que hace el señor Rail». Porque no podía decirse nada más, salvo aquella bagatela sin importancia, e inmensa. Que era hermoso.

Así eran el señor y la señora Rail.

Tan raros como para pensar que los mantenía unidos algún secreto.

Y así era, en efecto.

El señor y la señora Rail.

Vivían la vida.

Después, un día, llegó Elisabeth.