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—Su banda ha tocado maravillosamente, Pekisch, de verdad… ha sido precioso.
—Gracias, señor Rail, gracias… también el tren era precioso, quiero decir, es una idea magnífica, una gran idea.
Elisabeth llegó el primer día de junio arrastrada por ocho caballos a lo largo de la carretera que desde el río llevaba a Quinnipak, lo cual, si se quiere, podría ser tomado como emblema de cualquier teoría acerca de la dialéctica pasado y futuro. Si se quiere. Por la calle principal de Quinnipak Elisabeth desfiló entre las miradas sorprendidas y, en cierto modo, orgullosas de la ciudadanía. Para la ocasión, Pekisch había compuesto una marcha para banda y campanario que no resultó del todo clara al estar basada en la superposición de tres temas populares distintos: Prados ancestrales, Cae la luz y Radiante será el mañana.
—Una sola melodía seguro que no basta, dada la importancia de la ceremonia —había explicado. El hecho de que nadie hubiera objetado nada no debe sorprender, porque desde que, hacía ya doce años, Pekisch había tomado las riendas de la vida musical de la ciudad, todos se habían resignado en cierto modo a ser musicalmente anómalos y, en general, tendentes a la genialidad. Y pese a que aletease cierta nostalgia, aquí y allá, por los viejos tiempos en los que la gente se contentaba, en circunstancias semejantes, con el entrañable y antiguo Triunfen las turbas (inolvidable himno escrito por el padre Crest, que sólo más adelante se revelaría copiado de la discutible balada Donde vuela el pajarito), seguía siendo poco menos que general la convicción de que los recitales organizados por Pekisch representaban para la ciudad un motivo de orgullo. No era casualidad, por otra parte, que con ocasión de celebraciones, fiestas y festejos varios acudiera gente hasta de las ciudades vecinas para escuchar a la banda de Quinnipak, partiendo por la mañana de lugares donde la música era simplemente música y regresando por la noche con una magia de sonidos en la cabeza que después, ya en casa, se diluían en el silencio de una vida cualquiera, dejándose a sus espaldas sólo el recuerdo de algo extraordinario. Así era.
—Su banda ha tocado maravillosamente, Pekisch, de verdad… ha sido precioso.
—Gracias, señor Rail, gracias… también el tren era precioso, quiero decir, es una idea magnífica, una gran idea.
El tren, es decir, Elisabeth, fue colocado en el gran prado a los pies de la colina de la casa Rail, no lejos de la fábrica. Un examen más cuidadoso de los costes había convencido al señor Rail de que provisionalmente podían bastar —debían bastar— doscientos metros de vías: habían venido a montarlas, algunos días antes, los hombres del ingeniero Bonetti, que no dejaron de observar alegremente que era la vía férrea más corta que habían construido nunca.
—Es un poco como escribir una dirección en un sobre. La carta ya la escribiremos más tarde y será larga, de doscientos kilómetros —explicó el señor Rail. El concepto no le quedó claro a todo el mundo, pero todos asintieron con mucha educación.
Fue pues en el comienzo de aquellos doscientos metros de raíles donde depositaron a Elisabeth, como a un niño en una cuna o una bala en el cañón de un revólver. Para que la fiesta fuera completa, el señor Rail dio orden de poner en marcha la caldera. En medio del más total de los silencios, los dos señores venidos de la capital encendieron la gran máquina, y ante centenares de ojos abiertos de par en par la pequeña chimenea empezó a escupir dibujos de humo y a desgranar en el aire los ruidos más extraños y los olores de un pequeño incendio redentor. Elisabeth vibraba, como el mundo antes de un temporal, murmuraba algo para sí en una lengua desconocida, acumulaba fuerzas para quién sabe qué clase de salto —¿estás seguro de que no estallará? —No, no estallará —era como si comprimiera en su interior cúmulos de odio para hacerlos estallar después sobre aquellos raíles silenciosos, o quizá fuera, por el contrario, afán, deseo, y alegría —lo cierto era que parecía el lentísimo y prodigioso replegarse de un gigante impasible que, para redimir quién sabe qué pena, hubiera sido convocado para levantar una montaña y arrojarla al cielo —es como cuando Stitt prepara el agua para el té —cállate, Pit —es igual —la gran olla que cocina el futuro —y cuando al final ese fuego de allí dentro quemó toda la espera de aquellos miles de ojos y la máquina parecía no poder contener más en su corazón toda aquella violencia y toda aquella espantosa fuerza, entonces, sólo entonces, con toda dulzura, como una mirada, nada más, empezó a deslizarse Elisabeth, como una mirada, muy despacio, sobre la exactitud virgen de sus dos raíles.
Elisabeth.
No tenía más que doscientos metros de vías ante sí, y bien lo sabían los dos hombres venidos de la capital que a los mandos de la gran máquina miraban hacia adelante midiendo metro tras metro lo que quedaba para robar el máximo de la velocidad a aquel mínimo espacio, entregados a un jueguecito que, pensándolo bien, podía incluso llevarlos a la muerte, pero que no dejaba de ser, en todo caso, un juego, llevado a cabo para el estupor de todos aquellos ojos que vieron cómo Elisabeth adquiría poco a poco velocidad, aceleraba su marcha y desgranaba cada vez más lejos de sí la blanca estela de humo ardiente, hasta tal punto que se empezó a pensar que no podrían conseguirlo, que había decidido lanzarse de una vez por todas y hasta nunca, ¿puede suicidarse una locomotora?, no funcionarán los frenos, te lo digo yo, FRENAD, MALDITA SEA, ni un gesto en el rostro del señor Rail, sólo sus ojos arrebatados por el gran incendio en marcha, los labios entreabiertos de Jun, FRENAD, POR DIOS, cuarenta metros hasta el final, no más, ¿queda alguien sin contener la respiración?, el silencio, al final, el silencio absoluto y, en su interior, el estrépito de la gran máquina, sólo aquel fragor ilegible, ¿qué va a pasar?, ¿es posible que todo esto deba acabar en la idiotez de una tragedia, es posible que no estén dispuestos a accionar esos malditísimos frenos, esos frenos malditos, es posible que de verdad tenga que pasar, es posible?, de verdad es posible, posible, posible, posible…
A continuación, lo que sucedió pareció suceder en un único nítido instante.
Uno de los señores venidos de la capital tiró de una cuerda.
Elisabeth disparó al aire un silbido lancinante.
Mi bemol, pensó automáticamente Pekisch.
El otro señor venido de la capital tiró bruscamente hacia él de una palanca de la altura de un niño.
Las cuatro ruedas de Elisabeth se clavaron en los raíles.
Se deslizaron inmóviles por el hierro ardiente de los raíles, desgarrando el aire con un chirrido inhumano e infinito.
Inmediatamente estallaron, en la fábrica cercana, doscientas quince copas de cristal, sesenta y un cristales de 10 x 10 ya listos para la empresa Trupper, ocho botellas con grabados de tema bíblico encargadas por la condesa Durtenham, un par de gafas pertenecientes al viejo Andersson, tres lámparas de cristal devueltas por defectuosas por la Casa Real, más una comprada, por defectuosa, por la viuda Abegg.
—Se ve que nos hemos equivocado en algo —dijo el señor Rail.
—Evidentemente —dijo el viejo Andersson.
—Treinta centímetros —dijo uno de los señores venidos de la capital bajando de la gran máquina.
—Incluso menos —dijo el otro señor venido de la capital mirando el ápice de raíl que quedaba hasta el simple y puro césped.
Silencio.
Después todos los gritos del mundo, y los aplausos y los sombreros volando —y todo un pueblo que corre a mirar esos treinta centímetros de hierro, incluso menos, para contemplarlos de cerca y decir, después, que eran treinta centímetros de hierro, incluso menos, casi nada. Casi nada.
Al anochecer, como todas las noches, llegó la noche. No hay nada que hacer: es algo que no se encomienda a nadie. Sucede y basta. No importa qué clase de día viene a apagar. Puede haber sido un día excelente, pero eso no cambia nada. Llega y lo apaga. Amén. Así, también aquella noche, como todas las noches, llegó la noche. El señor Rail estaba en su porche balanceándose en su mecedora, mirando a Elisabeth allá abajo en el gran prado, apuntando a la puesta de sol. Así, de lejos, así, desde lo alto, la parecía muy pequeña, como no la había visto nunca.
—Parece estar terriblemente sola —dijo Jun.
—¿Te gusta?
—Es extraña.
—¿Qué quieres decir con extraña?
—No lo sé, me la imaginaba más larga… y más complicada.
—Algún día quizá las hagan más largas y más complicadas.
—Me la imaginaba de colores.
—Pero es hermosa así, del color del hierro.
—Cuando corra bajo el sol brillará como un espejo y se la podrá ver desde lejos, ¿verdad?
—Desde muy lejos, como un espejito que se aleja deslizándose en medio de los prados.
—¿Y nosotros la veremos?
—Claro que la veremos.
—Quiero decir, ¿no estaremos ya muertos para cuando por fin consiga partir?
—No, por Dios. Claro que no. Para empezar, nosotros dos no moriremos nunca, y en segundo lugar, a pesar de lo que tú digas, esos raíles que ahora, de acuerdo, son exageradamente cortos, muy pronto serán largos, más de doscientos kilómetros, doscientos te digo, y tal vez sea ya este mismo año, tal vez para Navidad esos dos raíles…
—Estaba bromeando, señor Rail.
—… pongamos incluso un año, un año entero, dos como máximo: yo te digo que pondré sobre esas vías un tren de tres, cuatro vagones, y arrancará y…
—He dicho que estaba bromeando.
—No, no era una broma, tú crees que estoy loco y que el dinero para que ese tren arranque no lo encontraré jamás, eso es lo que crees.
—Yo creo que estás loco, y que precisamente por eso vas a encontrar ese dinero.
—Te digo que ese tren arrancará.
—Ya lo sé, arrancará.
—Arrancará y devorará a cien por hora kilómetros y kilómetros, llevando consigo decenas y decenas de personas, sin que le importen las colinas, los ríos y las montañas y sin tomar una sola curva, en línea recta como el disparo de una enorme pistola, llegará al final, en un abrir y cerrar de ojos, llegará triunfalmente a Morivar.
—¿Adónde?
—¿Cómo?
—¿Adónde llegará ese tren?
—Llegará… a algún sitio llegará, a una ciudad quizá, llegará a una ciudad.
—¿A qué ciudad?
—A una ciudad, una ciudad cualquiera, irá siempre recto y al final se topará con alguna ciudad, ¿no?
—¿A qué ciudad llegará tu tren, señor Rail?
Silencio.
—¿A qué ciudad?
—Es un tren, Jun, no es más que un tren.
—¿A qué ciudad?
—A una ciudad.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
—¿A qué ciudad?
—A Morivar. Ese tren llegará a Morivar, Jun.
Y entonces Jun se dio lentamente la vuelta y entró en casa. Se deslizó en la oscuridad de las habitaciones y desapareció. Sin darse la vuelta, el señor Rail permaneció mirando fijamente a Elisabeth, allá abajo, y sólo tras algunos instantes dijo algo, pero en voz muy baja, como para sí mismo, con un hilo de voz.
—Ámame, Jun.
Y basta.
Algo que, visto desde lejos, podría parecer un gajo cualquiera de una vida cualquiera. Un hombre en su mecedora, una mujer que se da la vuelta, lentamente, y entra en casa. Prácticamente nada. Crepita la vida, abrasa instantes feroces y a los ojos de quien pasa incluso sólo a veinte metros de allí no es más que una imagen como otra cualquiera, sin sonido y sin historia. Así era. Y, sin embargo, el que pasaba, aquella vez, era Mormy.
Mormy.
Vio a su padre en la mecedora y a Jun entrar en casa. Sin sonido y sin historia. Por una mente cualquiera aquella imagen se habría deslizado durante un instante, desapareciendo para siempre. En la suya quedó impresa como una huella, clavada, bloqueada. La de Mormy era una mente extraña. Tenía un extraño instinto, tal vez, para reconocer la vida incluso desde lejos. La vida cuando vive con más fuerza de lo normal. La reconocía. Y quedaba como hipnotizado por ella.
Los demás veían como ven todos. Una cosa detrás de la otra. Como una película. Mormy no. Quizá las cosas le pasaran por los ojos en fila, una detrás de otra, ordenadamente, pero luego había una que lo arrebataba: y ahí él se detenía. En su mente permanecía aquella imagen. Allí quieta. Las demás resbalaban hacia la nada. Para él ya no existían. Avanzaba el mundo, y él, arrebatado por un estupor lancinante, se quedaba atrás. Por ejemplo: cada año se corría a caballo en la calle de Quinnipak, desde la primera casa de Quinnipak hasta la última, serían unos mil quinientos metros, quizás algo menos, corrían a caballo casi todos los hombres de Quinnipak, cada uno con su caballo, de un extremo al otro de la ciudad, por la calle principal, que en definitiva era la única auténtica calle, se corría para ver, ese año, quién llegaba el primero a la última casa de la ciudad, cada año, y cada año, obviamente, había uno que al final ganaba y se convertía en el que, ese año, había ganado. Así era. Y obviamente casi todo el mundo acudía a ver aquel caótico y fragoroso y febril rodar de caballos, polvo y gritos. Y acudía también Mormy. Pero él… Él los veía partir: veía el instante en el que la masa informe de caballos y jinetes se retorcía como un ardiente muelle aplastado hasta lo inverosímil para poder saltar después con toda la fuerza posible, en un tumulto sin dirección y sin jerarquías, un grumo de espasmos y cuerpos y rostros y patas, todo ello en el vientre de una polvareda que se levantaba, cargada de gritos, entre el silencio total que la rodeaba, un instante de exasperante nada antes de que el tañido de la campana, arriba, desde el campanario, liberase todo y a todos de una vez de aquella opresiva incertidumbre y rompiera el dique de la espera para desencadenar la frenética marea que era la carrera propiamente dicha. Entonces partían: pero la mirada de Mormy permanecía allí: en aquel instante que venía antes de todo lo demás. Los miles de rostros de la gente se desplazaban para seguir la loca progresión de hombres y caballos; aquellas miradas giraban todas a la vez, todas menos una: porque el rostro de Mormy permanecía fijo en el punto de salida, minúsculo estrabismo incrustado en la mirada colectiva que se desplazaba compacta detrás de la carrera. El hecho es que en los ojos, y en la mente, y a lo largo de los nervios, él aún tenía aquel instante. Seguía viendo el polvo, los gritos, las caras, los animales, los olores, la espera exasperante de aquel momento. Que se convertía, sólo para él, en un momento interminable, un cuadro depositado en el fondo del alma, fotografía de la mente, y encantamiento, y magia. Así corrían los demás hasta el final y vencía el vencedor entre el gran clamor de todos: pero Mormy todo eso no lo veía nunca. Él la carrera se la perdía siempre. Anclado en la salida, arrebatado. Después, podía ocurrir que el gran alboroto general lo despertara, de repente, y aquel instante de la salida se le desvanecía en los ojos, volvía al mundo y lentamente desplazaba la mirada hacia la meta, adonde todos corrían gritando esto y aquello, con tal de gritar, por el mero gusto de haber gritado. Desplazaba la mirada lentamente y volvía a montar en el carro del mundo, con todos los demás. Listo para la próxima parada.
En realidad era el estupor lo que le perdía. Carecía de defensas contra la maravilla. Había cosas que cualquier otro podía ver tranquilamente, tal vez le impresionaran incluso un poco, tal vez se detuviera incluso un momento, pero después, en el fondo, era una cosa como tantas otras, ordenadamente en fila con las demás. Pero para Mormy esas mismas cosas eran prodigios, estallaban como hechizos, se convertían en visiones. Podía ser la salida de una carrera de caballos, pero podía ser sencillamente un repentino golpe de viento, una carcajada en el rostro de alguien, el borde de oro de un plato, o una minucia. O su padre en la mecedora y Jun dándose lentamente la vuelta y entrando en casa.
La vida hacía un movimiento: y la maravilla se adueñaba de él.
El resultado era que Mormy poseía del mundo una percepción, por decirlo así, intermitente. Una sarta de imágenes fijas —maravillosas— y jirones de cosas perdidas, borradas, que jamás llegaron hasta sus ojos. Una percepción sincopada. Los demás percibían el devenir. Él coleccionaba imágenes que eran y basta.
—¿Está loco Mormy? —preguntaban los otros chiquillos.
—Sólo él lo sabe —respondía el señor Rail.
La verdad es que se ven y se oyen y se tocan tantas, tantas cosas… es como si lleváramos dentro de nosotros a un viejo narrador que todo el rato no hiciera más que contarnos una historia jamás acabada y rica en miles de detalles. Él nos la relata, sin detenerse jamás, y eso es la vida. Al narrador que estaba en las vísceras de Mormy tal vez se le hubiera roto algo dentro, tal vez algún dolor muy suyo le hubiera provocado esa especie de cansancio por el que ya no era capaz más que de relatar jirones de historias. Y, entre uno y otro, silencio. Un narrador derrotado por quién sabe qué herida. Quizá lo hubiera perdido la marranada de alguien, lo hubiera abrasado el estupor de una jodida traición. O tal vez fuera la belleza de lo que relataba lo que lo había ido poco a poco consumiendo. La maravilla le estrangulaba las palabras en la garganta. Y en sus silencios, que eran enmudecida emoción, reposaban los agujeros negros de la mente de Mormy. Quién sabe.
Hay quienes llaman ángel al narrador que llevan en su interior y que les relata la vida. Quién sabe cómo eran las alas del ángel de Mormy.