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—«Y el Señor bendijo la nueva condición de Job más que la antigua, y llegó a poseer catorce mil ovejas y seis mil camellos, mil yuntas de reses vacunas y mil asnas. Además tuvo siete hijos y tres hijas. A la primera púsole el nombre de Palomita, a la segunda el de Casia, y a la tercera el de Cuerno de afeites…».

La verdad es que Pekisch nunca había comprendido qué clase de nombre era aquél. Pero una cosa estaba clara: no era el caso de preguntárselo justo en aquel momento. Así que continuó leyendo, con voz monocorde, casi impersonal, más o menos como si le hablara a un sordo.

—«No se hallaban en todo el país mujeres tan hermosas como las hijas de Job, y su padre les dio parte en la herencia entre sus hermanos. Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos, cuatro generaciones».

Comenzaba un nuevo párrafo. Pekisch tomó aliento y puso en la voz una vena de cansancio.

—«Y murió Job anciano y colmado de días».

Pekisch permaneció inmóvil. No tenía muy claro por qué, pero tenía la impresión de que sería mejor permanecer inmóvil unos instantes. Por ello, aunque indudablemente estuviera incomodísimo, permaneció inmóvil: completamente tumbado en la hierba con la cara aplastada contra el extremo de un tubo de estaño. El tubo estaba, igualmente, depositado en el suelo («una imperdonable ingenuidad», como comentaría después el prof. Dallet); tenía 565,8 metros de longitud y el diámetro de una taza de café con leche. Pekisch había aplastado su cara en su interior de manera que sólo quedaban fuera los ojos: una solución ideal para poder leer el pequeño libro que mantenía suspendido sobre el tubo con una mano, abierto en la página 565. Con la otra mano tapaba como podía los huecos que su cara, no del todo esférica, dejaba abiertos en el agujero del tubo: «un recurso infantil», como anotaría, no sin razón, el ya mencionado prof. Dallet.

Pasaron algunos instantes y luego, finalmente, Pekisch se movió. Tenía marcada en la cara la circunferencia del tubo y una pierna medio dormida. Se levantó fatigosamente, se metió el librito en el bolsillo, se arregló su pelo gris, murmuró algo para sí y se puso a caminar a lo largo del tubo. 565 coma 8 metros no es una distancia que uno se trague en un minuto. Pekisch empezó a corretear. Corría e intentaba no pensar, seguía el tubo con la mirada, un poco sus zapatos y otro poco el tubo, la hierba desaparecía velozmente bajo sus pies, se deslizaba junto al tubo que parecía un largo e infinito proyectil, pero al levantar la mirada el horizonte sonreía maliciosamente inmóvil, todo es relativo, eso era cosa sabida, mejor miro al suelo, mejor miro el tubo, y los zapatos y el tubo —su corazón empezó a enloquecer. Calma. Pekisch parado. De pie. Mira hacia atrás: cien metros de tubo. Mira hacia adelante: un tubo infinito. Calma. Empieza de nuevo a caminar y a no pensar. A su alrededor, la luz de la tarde. El sol te da de lado, cuando es así, es un modo más amable, las sombras se reclinan, es un modo que tiene en sí mismo algo de afectuoso; eso explica por qué, en general, es más fácil creerse buenos por la tarde, cuando en cambio al mediodía se podría incluso asesinar, o algo peor: pensar en asesinar, o algo peor: darse cuenta de que se podría incluso ser capaz de pensar en asesinar. O algo peor: dejarse asesinar. Así es. 200 metros para el final del tubo. Pekisch camina y mira un poco al tubo y otro poco hacia adelante. Al final del tubo, en línea recta enfrente de él, empieza a reconocer la pequeña silueta de Pehnt. Si no la hubiera visto quizás habría seguido caminando y no pensando, pero ahora la ha visto, y entonces empieza a corretear de nuevo, de esa forma alocada, parece como si a cada paso decidiera deshacerse de una pierna, pero ésta, obstinada, no quisiera saber nada de ello, y cada vez se la encontrara detrás, y le tocara recuperarla de alguna manera mientras, entre tanto, intentaba liberarse de la otra, sin lograrlo, por otro lado, puesto que ésta tampoco quiere saber nada de abandonar, y así va tirando. Puede parecer increíble, pero con un sistema como éste se pueden ir limando kilómetros si uno se lo propone. Pekisch, más modestamente, araña metros, uno tras otro. Tanto que al final ya sólo le quedan veinte metros para el final del tubo, y luego doce, y ocho, y siete, y tres, y uno, fin. Pekisch se para. El corazón le hierve, descarrilado. Y su respiración caracolea, se desordena, se sale de madre, se retuerce. Menos mal que, a su alrededor, le circunda la luz de la tarde.

—¡Pehnt!

Pehnt es un chiquillo. Aunque lleve encima una chaqueta de hombre, Pehnt es un chiquillo. Está echado en el suelo, de espaldas, con los ojos contemplando el cielo, sin verlo, por otro lado, porque son ojos cerrados. Con una mano se tapa la oreja derecha: la izquierda la tiene dentro del tubo, todo lo dentro que puede, si pudiera metería toda la cabeza en ese tubo, pero ni siquiera la cabeza de un chiquillo puede arreglárselas para entrar en un tubo del tamaño de una taza. Ni por todos los santos.

—¡PEHNT!

El chiquillo abre los ojos. Ve el cielo y ve a Pekisch. No sabe muy bien qué diablos hacer.

—Levántate, Pehnt, hemos acabado.

Pehnt se levanta, Pekisch se deja caer al suelo. Mira al chico a los ojos.

—¿Y bien?

Pehnt se frota una oreja, se frota la otra, se pierde con la mirada a su alrededor, como buscando el camino más largo para acabar, al final, en los ojos grises de Pekisch.

—¿Qué hay, Pekisch?

—¿Cómo que qué hay?

—¿Qué hay?

Si no tuviera el corazón todavía reventándole en su interior, a lo mejor Pekisch en ese momento gritaría un poco. En cambio, simplemente murmura.

—Por favor, Pehnt. No digas tonterías. Dime lo que has oído.

Pehnt lleva una chaqueta de hombre. Negra. Sólo le queda un botón, el de más arriba. Lo tortura con sus dedos, se abrocha, se desabrocha, como si pudiera hacerlo eternamente, no dejar nunca de hacerlo.

—Di algo, Pehnt. Dime qué narices has oído por ese tubo.

Pausa.

—¿David y Goliat?

—No, Pehnt.

—¿La historia del mar Rojo y el faraón?

—No.

—A lo mejor eran Caín y Abel… sí, era cuando Caín hacía de hermano de Abel y entonces…

—Pehnt, no se trata de adivinar, no hay nada que adivinar. Sólo tienes que decirme qué has oído. Y si no has oído nada, tienes que decir que no has oído nada.

Pausa.

—No he oído nada.

—¿Nada?

—Casi nada.

—¿Casi nada o nada?

—Nada.

Como si le hubiera picado un insecto traidor: Pekisch pega un salto y agita los brazos como un molino de viento, dando pisotones en el suelo con pasos incrédulos y completamente perdidos, y mascullando frases entre dientes, y salmodiando un ridículo furor. Palabras en procesión.

—No es posible, mierda… no es posible, no es posible, no es posible… no puede desaparecer así, en algún sitio tiene que meterse… no puedes verter litros y litros de palabras en un tubo y verlas desaparecer de esta manera, delante de los ojos… ¿quién se bebe toda esa voz?… Tiene que haber algún error, eso seguro… hay algún error, está claro… en algún momento nos hemos equivocado… tal vez se requiera un tubo más pequeño… o quizás haya que ponerlo ligeramente inclinado, eso es, quizá sería necesario un poco de inclinación… por otra parte está claro, ésa es capaz de pararse al cabo de un rato, justo a la mitad del tubo… agotado el impulso, ésa se para… aletea un poco en el aire, se mezcla y luego se posa en el fondo del tubo y el estaño la absorbe… seguro que es algo por el estilo… aunque, pensándolo bien, tendría que funcionar también al revés… seguramente… si yo hablo por un tubo que asciende, las palabras suben mientras se mantiene el impulso y después vuelven a bajar, y así yo las vuelvo a escuchar… Pehnt, esto es genial, ¿entiendes lo que puede representar?… en la práctica la gente podría escucharse a sí misma, podría escuchar su propia voz… uno coge un tubo, lo dirige hacia lo alto, digamos con una pendiente del diez por ciento, y luego canta dentro… canta dentro una frase más o menos corta, dependiendo obviamente de la longitud del tubo… canta y después se pone a escuchar, y… y la voz sube, sube y luego se para y retrocede, y él la escucha, comprendes, la escucha… su voz… sería extraordinario… poder escucharse… sería una revolución en todas las escuelas de canto del mundo… ¿te lo imaginas?… «el autoescucha Pekisch, el instrumento indispensable para formar a un gran cantante», ya te digo yo que la gente se daría de bofetadas por ellos… podrían hacerse de todas las medidas, y estudiar la mejor inclinación, probar todos los metales, quién sabe, a lo mejor habría que hacerlas de oro, hay que probar, éste es el secreto, probar y volver a probar, nunca llegaremos a ninguna parte si no nos empeñamos en probar y volver a probar…

—A lo mejor hay un agujero en el tubo y la voz se ha escapado por ahí.

Pekisch se detiene. Mira el tubo. Mira a Pehnt.

—¿Un agujero en el tubo?

—A lo mejor.

Y sin embargo, aun cuando indudablemente la luz de la tarde es hermosa, hay algo que todavía llega a ser más hermoso que la luz de la tarde y es, para ser precisos, cuando por incomprensibles juegos de corrientes, bromas de los vientos, rarezas del cielo, descortesías recíprocas entre nubes defectuosas y decenas de circunstancias fortuitas, una verdadera colección de casos, y de absurdos —cuando, en esa luz irrepetible que es la luz de la tarde, inopinadamente, llueve. Luce el sol, el sol de la tarde, y llueve. Eso es lo máximo. Y no hay hombre, por muy limado por el dolor o acabado por la angustia que esté, que frente a un absurdo semejante no sienta despertársele en alguna parte de sí mismo unas irrefrenables ganas de reír. Luego quizá en realidad no se ría, pero si el mundo fuera sólo un poco más clemente, conseguiría reír. Porque es como un colosal y universal gag, perfecto e irresistible. Algo difícil de creer. Ni siquiera el agua, la que te cae sobre la cabeza, en gotas menudas sesgadas por el sol bajo en el horizonte, parece agua de verdad. No habría que extrañarse si, al probarla, descubriéramos que está azucarada. Es un decir En todo caso, no es agua reglamentaria. Es una general y espectacular excepción a las reglas, una grandiosa tomadura de pelo a todo tipo de lógica. Una emoción. Hasta el punto de que entre todas las cosas que acaban por dar una justificación a esta, por otro lado, ridícula costumbre de vivir figura sin duda ésta también en cabeza de las más nítidas, de las más límpidas: estar ahí cuando, en esa irrepetible luz que es la luz de la tarde, inopinadamente llueve. Al menos por una vez, estar ahí.

—¡Demonios! Un agujero en el tubo… cómo no se me habrá ocurrido… querido Pehnt, ése es el error… un agujero en el tubo… un pequeño maldito agujero escondido en algún sitio, está claro… por ahí se ha escapado toda la voz… ha desaparecido en el aire…

Pehnt se ha levantado las solapas de la chaqueta, tiene las manos metidas en los bolsillos, mira a Pekisch y sonríe.

—Bueno, ¿sabes lo que te digo? Lo encontraremos, Pehnt… encontraremos ese agujero… todavía nos queda una buena media hora de sol, y lo encontraremos… andando, chaval, no van a jodernos así como así… no.

Y así parten, Pekisch y Pehnt, Pehnt y Pekisch, retroceden a lo largo del tubo, uno a la izquierda, el otro a la derecha, lentamente, escrutando cada palmo del tubo, doblados en dos, buscando toda esa voz perdida, si uno los viera desde lejos podría preguntarse qué carajo hacen esos dos, en medio del campo, con los ojos clavados en el suelo, paso a paso, como insectos, y sin embargo son hombres, quién sabe qué es tan importante como para ir arrastrándose de esa manera en medio del campo, quién sabe si lo encontrarán, sería bonito que lo encontraran, que por lo menos una vez, por lo menos de cuando en cuando, en este condenadísimo mundo alguien que busca algo tuviera la suerte de encontrarlo, así, simplemente, y dijera lo encontré, con una levísima sonrisa, lo había perdido y lo encontré —sería al menos una migaja de felicidad.

—Eh, Pekisch…

—No te distraigas, chiquillo, que, si no, no encontraremos nunca ese agujero…

—Sólo una cosa, Pekisch…

—¿Qué?

—¿Qué historia era?

—Era la historia de Job, de Job y de Dios.

No separan los ojos del tubo, no se detienen, continúan lentamente, un paso detrás de otro.

—Es una historia bellísima, ¿verdad, Pekisch?

—Sí, es una historia bellísima.

Eran las tres de la madrugada y la ciudad estaba ahogada en el betún de su propia noche. En la espuma de sus propios sueños. En la mierda de su propio insomnio. Etcétera.

Marius Jobbard, en cambio, se encontraba en su escritorio / luz de lámpara de petróleo / pequeño estudio en el tercer piso de la calle Moscat / tapicería a rayas verticales verde y beige / libros, diplomas, pequeño David de bronce, mapamundi de madera de arce, de un metro coma veinte de diámetro / retrato de señor con bigote / otro retrato del mismo señor / suelo gastado y alfombra llena de mugre / olor a polvo, tabaco y zapatos / zapatos, en un rincón, dos pares, negros, gastados.

Jobbard escribe. Tiene unos treinta años y escribe el nombre del académico prusiano Ernst Holtz en un sobre que acaba de sellar. Después, la dirección. Pasa el secante. Comprueba el sobre, lo pone junto a los otros, en el borde derecho del escritorio. Busca entre los papeles una hoja, la encuentra, recorre los seis nombres que están escritos, uno debajo del otro. Traza una raya sobre el nombre del eminentísimo prof. Ernst Holtz. Lee el único nombre que queda: Sr. Pekisch, Quinnipak. Recupera la carta del Sr. Pekisch, extrañamente escrita en el revés de un plano de la mencionada ciudad de Quinnipak, y la lee. Lentamente. Después coge papel y lápiz. Y escribe.

Estimado Sr. Pekisch:

Hemos recibido su carta con los resultados —que usted califica, poco generosamente, como desconcertantes— de su último experimento sobre la propagación del sonido a través de tubos metálicos. Por desgracia, al prof. Dallet le resulta actualmente imposible responderle personalmente; le ruego me disculpe, por tanto, si estas líneas han sido escritas, más humildemente, por el abajo firmante, Marius Jobbard, discípulo y secretario del eminente profesor.

La honestidad me obliga a referirle que al leer su carta el prof. Dallet no ahorró palabras de desacuerdo y significativas señales de impaciencia. Juzgó «una imperdonable ingenuidad» el hecho de que los tubos estuvieran dispuestos, simplemente, sobre un prado. Le recuerda, a este respecto, que si los tubos no se hallan aislados del suelo las vibraciones de la columna de aire acaban siendo absorbidas por las masas circunstantes, y de este modo se apagan rápidamente. «Apoyar los tubos en el suelo es como tocar un violín con una sordina»: éstas son las palabras exactas pronunciadas por el prof. Dallet, quien, por otro lado, considera un recurso infantil (palabras textuales) lo de tapar con las manos el agujero de entrada del tubo, y se pregunta por qué no ha utilizado, como dictaría la lógica, un tubo con una anchura exactamente igual a la de su boca, lo que como norma permite transmitir a la columna sonora toda la potencia de la voz. En cuanto a su hipótesis del «autoescucha», puedo decirle que sus teorías sobre la movilidad del sonido presentan, con respecto a las teorías del prof. Dallet, evidentes divergencias. Divergencias que el eminente profesor ha resumido con la afirmación, que tengo el deber de referirle en su integral textualidad, de «ese hombre está loco». Ese hombre —lo digo para salvaguardar la claridad de mi resumen— es usted.

Teniendo en cuenta que el prof. Dallet no ha dicho nada más con respecto a su cordial carta, aquí tendría que acabar mi humildísima misión de secretario. A pesar de ello —y aunque sienta que poco a poco me faltan las fuerzas— permítame que añada unas líneas a título total y absolutamente personal. Yo creo, estimadísimo Sr. Pekisch, que tiene usted que continuar con sus experimentos, es más, tiene que intensificarlos y llegar a realizarlos en el mejor y más completo de los modos. Porque lo que usted escribe, es absolutamente genial y, si se me permite la expresión, profético. Que no lo detengan las estúpidas habladurías de la gente ni tampoco, déjeme que se lo diga, las doctas observaciones de los académicos. Si puedo dirigirme a usted con la certeza de su discreción, sepa que el mismo prof. Dallet no siempre está iluminado por el más puro y desinteresado amor por la verdad. Él ha trabajado durante veintiséis años, y en el más absoluto anonimato, en una máquina capaz de producir el movimiento perpetuo. La casi absoluta ausencia de resultados apreciables ha acabado agotando completamente la moral del profesor y ha empañado su reputación. Usted podrá comprender perfectamente hasta qué punto ha parecido providencial, a la luz de todo lo dicho, el benévolo golpe de suerte que ha llevado hasta las revistas, con clamor singular, el ingenioso sistema de comunicación mediante tubos de zinc que el profesor había preparado para el hotel de su primo, Alfred Dallet, en Brétonne. Ya sabe usted cómo son los periodistas. En poco tiempo, y con la ayuda de algunas mesuradas declaraciones ofrecidas a ciertas publicaciones de la capital, Dallet se ha convertido para todos en el profeta del «logóforo», el científico capaz de «llevar cualquier voz hasta la otra punta del mundo». En verdad, créame, el prof Dallet no espera mucho del invento del «logóforo», aparte de la celebridad que, después de haber perseguido largamente sin haberla alcanzado, ha alcanzado ahora sin ni siquiera perseguirla. A pesar de que algunos experimentos suyos, efectivamente efectuados, han proporcionado resultados esperanzadores, él conserva un secreto pero decidido escepticismo respecto al logóforo. Si puedo apelar nuevamente a su discreción, le diré que he escuchado personalmente al prof. Dallet confesar —a un colega suyo y con el auxilio de algunos vasos de Beaujolais— que lo máximo que se podía lograr con el logóforo era escuchar desde la entrada de un burdel los ruidos procedentes de las alcobas del segundo piso. El colega del profesor lo encontró todo muy divertido.

Tendría otras y más iluminadoras anécdotas que referirle, pero mi mano, como usted mismo habrá podido comprobar, va haciéndose minuto a minuto más incierta. Y también mi mente. Por lo tanto, permítame añadir, sin titubeos, que yo comparto sin reservas su entusiasmo y su confianza en el futuro desarrollo del logóforo. Los últimos reconfortantes experimentos de los Sres. Biot y Hassenfarz han demostrado sin asomo de dudas que una voz muy baja puede ser transmitida a través de tubos de zinc hasta 951 metros de distancia. Se puede concluir razonablemente que una voz más fuerte lograría llegar cien veces más lejos, y por tanto alcanzar una distancia de casi cien kilómetros. El prof. Arnott, con quien tuve la fortuna de encontrarme el verano pasado, me mostró un particular cálculo sobre la dispersión de la voz en el aire; del mismo se evidencia, con absoluta certeza, que una voz encerrada en un tubo podría tranquilamente partir desde Londres y alcanzar Liverpool.

Frente a esto, cuanto usted escribe revela toda su profética exactitud. Verdaderamente estamos en vísperas de un mundo completamente conectado por redes de tubos capaces de anular cualquier distancia. Dado que los últimos cálculos establecen en 340 metros por segundo la velocidad del sonido, será posible enviar una orden comercial desde Bruselas a Amberes en diez minutos; o impartir una orden militar desde París a Bruselas en un cuarto de hora; o, si me lo permite, recibir en Marsella una carta de amor enviada desde San Petersburgo no más de dos horas y media antes. Verdaderamente ha llegado el día, créame, de acabar con las dudas y utilizar la mágica propiedad motriz del sonido para unir ciudades y naciones con el fin de enseñar a los pueblos que la única patria verdadera es el mundo, y los únicos enemigos verdaderos, los adversarios de la ciencia. Por eso, estimadísimo Sr. Pekisch, me permito decirle con toda humildad: no renuncie a sus experimentos, es más, busque todos los modos posibles para afinar sus procedimientos y difundir sus resultados. Aunque lejos de las grandes catedrales de la ciencia y de sus sacerdotes, usted está recorriendo el luminoso camino de una nueva humanidad.

No lo abandone.

Sé con certeza que ya no podré serle útil, y ésta no es la última de las cosas que entristecen estos instantes míos. Me despido de usted con la amargura de no poder llegar a conocerlo personalmente y con la esperanza de que quiera usted creerme

sinceramente suyo

Marius Jobbard

P D. Desgraciadamente, el prof. Dallet no está en condiciones de poder aceptar su amable invitación para el concierto de la banda dirigida por usted que se celebrará en Quinnipak la próxima festividad del 26 de julio. El viaje sería muy largo y, por otra parte, el profesor no tiene la lozanía de antaño.

Acepte sus más sinceras disculpas.

Saludos cordiales.

M. J.

Sin releerla, Marius Jobbard dobló la carta y la metió en un sobre en que escribió la dirección del Sr. Pekisch. Secó la tinta con el papel secante, cerró el tintero. Después cogió los cinco sobres que reposaban en el borde derecho del escritorio, a los que añadió el del Sr. Pekisch, y se levantó. Salió lentamente de la habitación y descendió con evidente cansancio los tres pisos de escaleras. Al llegar a la garita del portero, dejó los sobres delante de la puerta. Estaban perfectamente uno sobre otro, todos escritos con una caligrafía perfecta, todos, curiosamente, marcados aquí y allá con insospechables manchas de sangre.

Junto a las cartas Jobbard dejó una nota:

Le ruego las envíe cuanto antes. M. J.

Como era de prever, el joven discípulo y secretario del prof. Dallet subió los tres pisos más lenta y fatigosamente de cuanto los había bajado. Volvió a entrar en el estudio del mencionado profesor y cerró la puerta a sus espaldas. La habitación le daba vueltas y tuvo que esperar unos instantes antes de dirigirse al escritorio.

Se sentó.

Cerró los ojos y dejó que sus pensamientos corrieran durante unos minutos.

Luego metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, cogió la navaja de afeitar que sabía que encontraría, la abrió y se cortó las venas de las muñecas, con gesto exacto y minucioso.

Una hora antes del alba la policía encontró el cuerpo exánime del prof. Dallet en una buhardilla de la calle Guenégaud. Yacía completamente desnudo, tendido en el suelo, con el cráneo atravesado por un disparo. A pocos metros de distancia los investigadores encontraron el cadáver de un joven de unos veinte años, que fue identificado más tarde como Philippe Kaiskj, estudiante de Derecho. El cuerpo mostraba diversas heridas de arma blanca y una herida más profunda, en el vientre, a la que debía atribuirse con certeza la causa principal de la muerte. Como anotó diligentemente el informe de la policía, el cuerpo «no podría definirse como completamente desnudo, ya que llevaba algunas piezas de refinada lencería femenina». En la habitación eran evidentes las huellas de una violenta pelea. La muerte del prof. Dallet, así como la del señor Kaiskj, podían situarse en la medianoche del día anterior:

El ominoso suceso encontró espacio, como era legítimo esperar, en la primera página de los periódicos de la capital. Pero no por mucho tiempo. No fue difícil, en efecto, que los investigadores identificaran al autor del doble y feroz delito en la persona del Sr. Marius Jobbard, secretario del prof. Dallet, y coarrendatario, junto al Sr. Kaiskj, de la buhardilla en que se había consumado la tragedia. Las pruebas en su contra, recogidas en el corto espacio de veinticuatro horas, se revelaron abrumadoras. Solo una desagradable circunstancia impidió a la Justicia seguir, hasta el final, su curso: Marius Jobbard fue hallado muerto —desangrado— en el estudio del prof. Dallet, en el tercer piso de un inmueble de la calle Moscat. A su funeral no asistió nadie.

Curiosamente, a Pekisch le llegaron primero los periódicos que narraban la horrenda historia y después la carta de Marius Jobbard.

Este hecho, obviamente, generó en él cierta confusión y, en un segundo momento, algunas reflexiones sobre la relatividad del tiempo que nunca encontró la manera de sistematizar como hubiera deseado en la lógica de un breve pero agudo ensayo.

—¿Qué pasa, Pekisch?

Pehnt estaba de pie sobre una banqueta. Pekisch estaba frente a él, sentado a la mesa. Había colocado ordenadamente, una junto a los otros, la carta de Marius Jobbard y los periódicos llegados de la capital; los miraba e intentaba establecer entre ambas cosas un nexo suficientemente lógico.

—Asquerosidades —respondió.

—¿Qué son las asquerosidades?

—Las cosas que no hay que hacer en la vida.

—¿Y hay muchas?

—Depende. Si uno tiene mucha fantasía, puede hacer muchas asquerosidades. Si uno es tonto, a lo mejor pasa toda su vida y no se le ocurre ni siquiera una.

El asunto se complicaba. Pekisch se dio cuenta. Se sacó las gafas y se olvidó de Jobbard, de los tubos y de las otras historias.

—Veamos. Uno se levanta por la mañana, hace lo que tiene que hacer y luego, por la noche, se va a dormir. Y en ese momento hay dos posibilidades: o uno está en paz consigo mismo y se duerme, o no está en paz consigo mismo y entonces no se duerme. ¿Comprendes?

—Sí.

—Por tanto, hay que llegar a la noche en paz con uno mismo. Éste es el problema. Y para resolverlo hay un camino muy fácil: permanecer limpios.

—¿Limpios?

—Limpios por dentro, lo que significa no haber hecho nada de lo que avergonzarnos. Y hasta aquí no es nada complicado.

—No.

—Lo complicado empieza cuando uno se da cuenta de que tiene un deseo del que avergonzarse: desea con locura algo que no puede hacer. O es horrendo, o causará daño a alguien. ¿Vale?

—Vale.

—Y entonces uno se pregunta: ¿debo permanecer sintiendo este deseo o debo quitármelo de la cabeza?

—Ya.

—Ya. Uno se lo piensa y al final se decide. Unas cien veces se lo quita de la cabeza, pero luego llega un día en que no puede y decide hacer esa cosa que tanto desea: y la hace: y ya tenemos aquí la asquerosidad.

—Pero no debería hacer esa asquerosidad, ¿no es cierto?

—No. Pero presta atención: teniendo en cuenta que no somos calcetines, sino personas, no estamos aquí con el objetivo principal de ser limpios. Los deseos son la cosa más importante que tenemos y no podemos bromear con ellos en exceso. Así que, algunas veces, merece la pena no quedarse dormidos con tal de ir detrás de un deseo propio. Se hace la asquerosidad y después se paga por ella. Y sólo esto es lo verdaderamente importante: que cuando llegue el momento de pagar uno no piense en escapar y permanezca allí, dignamente, pagando. Sólo esto es lo importante.

Pehnt estuvo pensando unos instantes.

—Pero ¿cuántas veces pueden hacerse?

—¿Qué?

—Las asquerosidades.

—No demasiadas, si uno quiere conseguir dormir de vez en cuando.

—¿Diez?

—Quizás un poco menos. Si son verdaderas asquerosidades, un poco menos.

—¿Cinco?

—Pongamos unas dos… luego siempre hay alguna más…

—¿Dos?

—Dos.

Pehnt se bajó de la silla. Caminó un poco arriba y abajo por la habitación, rumiando pensamientos y fragmentos de frases. Después abrió la puerta, salió por debajo de la baranda y se sentó en las escaleras de la entrada. Sacó de un bolsillo de la chaqueta un cuaderno violeta: desgastado, ajado, pero con cierta presencia. Lo abrió con meticuloso cuidado por la primera página en blanco. Sacó del bolsillo un trocito de lápiz, luego gritó hacia el interior de la casa

—¿Qué va después de dos siete nueve?

Pekisch estaba inclinado sobre el periódico. Ni siquiera levantó la cabeza.

Dos ocho cero.

—Gracias.

—De nada.

Lentamente y con meticuloso esfuerzo Pehnt empezó a escribir:

280. Asquerosidades. Un par en la vida.

Se detuvo un instante para pensar. Empezó de nuevo.

Después se pagan.

Releyó. Todo en orden. Cerró el pequeño cuaderno y se lo metió en el bolsillo.

Por todas partes, Quinnipak se asaba bajo el sol de mediodía.

La del cuadernillo era una historia que había empezado —como se desprende de los hechos relatados— doscientos ochenta días antes, es decir, en el día que Pehnt celebró su octavo cumpleaños. Con cierto carácter intempestivo, el chico ya había intuido, entonces, que la vida es un tremendo lío y que, por regla general, estamos llamados a afrontarla en un estado de absoluta y radical falta de preparación. Sobre todo lo desconcertaba —no sin razón— la cantidad de cosas que había que aprender para sobrevivir a las incógnitas de la existencia (que eran, precisamente, tantas): miraba el mundo, veía un ingente número de objetos, personas, situaciones y comprendía que sólo en aprender el nombre de todas aquellas cosas —todos los nombres, uno a uno— emplearía una vida. No se le escapaba que en esto se escondía cierta paradoja.

«Hay demasiado mundo», pensaba. Y buscaba una solución.

La idea se le ocurrió, como ocurre a menudo, como extensión lógica de una experiencia banal. Frente a la enésima lista de la compra que la señora Abegg le puso en la mano antes de enviarlo al Bazar Fergusson e Hijos, Pehnt comprendió, en un instante de nouménica iluminación, que la solución se hallaba en la astucia de catalogar. Si uno, a medida que aprendía las cosas, se las apuntaba, obtendría al final un completo catálogo de las cosas que debía aprender, consultable en cualquier momento, actualizable y eficaz contra eventuales pérdidas de memoria. Intuyó que escribir una cosa significa poseerla, ilusión hacia la que se inclina una parte no desdeñable de la humanidad. Pensó en centenares de páginas abarrotadas de palabras y sintió que el mundo le daba un poco menos de miedo.

—No es mala idea —observó Pekisch—. Claro que no podrás escribirlo todo en ese librito, pero anotar las cosas principales ya sería un buen resultado. Podrías seleccionar una cosa al día, eso es. Hay que establecer reglas cuando se emprenden empresas como ésta. Cada día, una cosa. Debería funcionar… Digamos que en diez años podrías llegar a tres mil seiscientas cincuenta y tres cosas aprendidas. Ya sería una buena base. Una de esas cosas que te permite despertar cada mañana más tranquilo. No será un esfuerzo gratuito, chico.

A Pehnt le pareció un razonamiento convincente. Optó por la solución «Una cosa cada día». Con motivo de su octavo cumpleaños Pekisch le regaló un cuaderno de tapas violetas. Aquella misma noche empezó la meticulosa tarea que le habría de acompañar durante años. Releída retrospectivamente, la primera anotación revela una mente significativamente predispuesta al rigor metodológico de la ciencia.

1. Las cosas: hay que escribirlas para no olvidarlas.

A partir de este axioma, el mapa del saber de Pehnt se desarrolló día tras día en las más diversas direcciones. Como todos los catálogos, también éste se reveló límpidamente neutral. El mundo se veía allí retratado de manera inevitablemente parcial, pero rigurosamente privado de jerarquías. Las anotaciones —siempre muy sintéticas, casi telegráficas— testimoniaban un cerebro precozmente consciente de la naturaleza articulada y plural del misterio de la vida: por qué la luna no siempre es igual, qué es la policía, cómo se llaman los meses, cuándo se llora, naturaleza y funciones de los prismáticos, orígenes de la diarrea, qué es la felicidad, sistema rápido para anudar los cordones de los zapatos, nombres de ciudades, utilidad de los ataúdes, cómo llegar a ser un santo, dónde está el infierno, reglas fundamentales para la pesca de la trucha, lista de los colores disponibles en la naturaleza, receta del café con leche, nombre de perros famosos, dónde va a parar el viento, festividades del año, en qué parte está el corazón, cuándo acabará el mundo. Cosas de este tipo.

—¡Qué estrafalario es Pehnt! —decía la gente.

—Es la vida la que es estrafalaria —decía Pekisch.

Pekisch no era, en puridad, el padre de Pehnt. En el sentido de que Pehnt no tenía, en puridad, un padre. Ni tampoco madre. Vamos, que la historia no era sencilla.

Lo habían encontrado cuando no tenía más de dos días. Estaba envuelto en una chaqueta negra de hombre, apoyado en la puerta de la iglesia de Quinnipak. Quien lo acogió en su casa y lo crió fue la viuda Abegg, una mujer de unos cincuenta años, apreciada en toda la ciudad. Para ser precisos no se llamaba verdaderamente Abegg y no era verdaderamente viuda. Vamos, que la historia era más complicada.

Unos veinte años antes había conocido en la boda de su hermana a un subteniente de buen aspecto y mesurada ambición. Durante tres años mantuvo con él una abundante y cada vez más íntima correspondencia. La última carta que le llegó del subteniente contenía una prudente pero precisa proposición de matrimonio. Por un fenómeno análogo al que sorprendió a Pekisch en el momento de leer la carta de Marius Jobbard, dicha proposición llegó a Quinnipak doce días después de que un proyectil de cañón de veinte kilos de peso hubiera reducido repentinamente a cero las posibilidades del subteniente de casarse: y, en general, de hacer cualquier cosa. La buena mujer envió al frente tres cartas en las que, con creciente insistencia, se declaraba dispuesta a las nupcias. Le devolvieron las tres, acompañadas por el certificado oficial de defunción del subteniente Charlus Abegg. Otra mujer, posiblemente, se habría desesperado. Ella no. Ante la imposibilidad de disponer de un feliz porvenir, se construyó un feliz pasado. Informó a la ciudadanía de Quinnipak que su marido había caído heroicamente en el campo de batalla, y que le gustaría que, a partir de aquel momento, la llamaran viuda Abegg. En sus conversaciones empezaron a aparecer cada vez con mayor frecuencia divertidas anécdotas de su precedente, e hipotética, vida conyugal. No era raro que utilizara, como solemne coletilla, la expresión: «Como decía mi querido Charlus…», seguida de no sutilísimas pero sí razonables sentencias. En realidad, el subteniente nunca había dicho aquellas cosas. Las había escrito. Pero el hecho no tenía para la viuda Abegg la mayor importancia. En la práctica, había estado casada durante tres años con un libro. Hay matrimonios mucho más raros.

Como, por otra parte, podrá colegirse de los datos ya mencionados, la señora Abegg era una mujer de notable fantasía y sólidas certezas. No debe extrañar por ello la historia de la chaqueta de Pehnt, la cual, entre otras cosas, induce a atribuirle un notable sentido del destino. Cuando Pehnt cumplió siete años, la viuda Abegg sacó del armario la chaqueta negra en que lo habían encontrado y se la puso. Le llegaba por debajo de las rodillas. El botón más alto le llegaba a la altura del pito. Las mangas colgaban como muertas.

—Escúchame bien, Pehnt. Esta chaqueta la ha dejado tu padre. Si te la ha dejado será por algún motivo. Intenta comprenderlo. Tú crecerás. Y sucederá del siguiente modo: si un día llegas a ser lo bastante grande como para que sea de tu medida, entonces abandonarás esta miserable ciudad e irás a buscar fortuna a la capital. Si, en cambio, no llegas a ser lo bastante grande, entonces permanecerás aquí, y serás feliz, de todos modos, porque, como decía mi querido Charlus, «afortunada es la flor que nace donde Dios la sembró». ¿Preguntas?

—No.

—Bien.

Pekisch no compartía del todo el estilo vagamente militar que la señora Abegg adoptaba en las ocasiones importantes, herencia evidente de la prolongada familiaridad con su marido el subteniente. Pero respecto a aquella historia de la chaqueta no encontró nada que objetar. Estuvo de acuerdo en que el razonamiento era sensato y que, en la niebla de la vida, una chaqueta podía representar efectivamente un punto de referencia útil y autorizado.

—Además, no es tan grande. Lo lograrás —le dijo a Pehnt.

Para facilitar la empresa, la viuda Abegg dispuso una sabia dieta que conjugaba hábilmente su escasa disponibilidad económica (fruto de una pensión militar que en realidad nadie había pensado nunca en mandarle) y las elementales necesidades calóricas y vitamínicas del muchacho. Pekisch, por su parte, le proporcionaba a Pehnt algunas útiles certezas entre las que figuraba, no en el último lugar, la regla áurea según la cual el sistema más simple para crecer es el de permanecer en pie lo máximo posible.

—Es algo así como lo de la voz en los tubos. Si un tubo tiene curvas, a la voz le cuesta más pasar. Para ti es lo mismo. Sólo si estás en posición erecta la fuerza que tienes dentro de ti puede crecer sin obstáculos, sin tener que hacer curvas y perder tiempo. Permanece de pie, Pehnt, mantén el tubo lo más erguido que puedas.

Pehnt mantenía el tubo lo más erguido que podía. Lo cual explica también que utilizara las sillas, sí, pero para estar de pie encima.

—Siéntate, Pehnt —decía la gente.

—Gracias —decía él, y se ponía de pie en la silla.

—No es que sea de lo más educado —decía la viuda Abegg.

—Tampoco cagar es una delicia. Pero tiene sus ventajas —decía Pekisch.

Y así crecía Pehnt. Comiendo huevos en el almuerzo y en la cena, estando de pie en las sillas, y anotando una verdad al día en su cuaderno violeta. Iba a todas partes con aquella enorme chaqueta, como viaja una carta en el sobre que lleva escrito su destino. Iba a todas partes envuelto en su destino. Como todos, claro está, sólo que en él se podía ver a simple vista. Nunca había visto la capital y no podía imaginarse qué era exactamente lo que estaba persiguiendo. Pero había comprendido que, de alguna manera, el juego consistía en hacerse mayor. Y se aplicaba a fondo para conseguirlo.

Pero por la noche, bajo las mantas, donde nadie podía verlo, lo más silenciosamente posible, con el corazón algo acelerado, se acurrucaba cuanto podía, justamente así, y como un tubo retorcido por el que no podría pasar ni una voz aunque la hubieran disparado dentro con un cañonazo, se dormía y soñaba con una chaqueta eternamente demasiado grande.