5
—Pero ¿cómo es, señor Rail, cómo es eso de ir rápido?
En el jardín de delante de la casa estaba casi toda la gente de la casa Rail. Había incluso algún obrero de la fábrica y todo el servicio, y el señor Harp, que lo sabía todo sobre la tierra, y el viejo Andersson, que lo sabía todo sobre el cristal, y mucha más gente. Y Jun, y Mormy. Y el señor Rail.
—No puede explicarse, no es posible… hay que sentirlo… es como si el mundo os girara vertiginosamente alrededor… continuamente… eso mismo, es como si… intentad girar sobre vosotros mismos, así, girad lo más rápido que podáis manteniendo los ojos abiertos… así…
Y el señor Rail se puso a girar sobre sí mismo, en efecto, con los brazos y los ojos completamente abiertos, allí mismo, en el prado, con la cabeza levemente echada hacia atrás…
—… girad así y mirad… eso es, el mundo se ve así cuando se va en tren… así mismo… girad y mirad… es como ir rápidos… la velocidad…
… y balanceándose al final se paró, con la cabeza dándole vueltas, pero riendo y…
—… venga, intentadlo… tenéis que girar sobre vosotros mismos, lo más rápido que podáis y manteniendo los ojos abiertos… venga, ¿queréis o no queréis saber lo que quiere decir ir rápido? Pues entonces girad, diantre, poneos a girar.
Y así fue, en efecto, y uno a uno, primero con prudente lentitud, luego cada vez más rápido, todos se pusieron a girar sobre sí mismos, en el gran prado —estiraron los brazos y uno a uno se pusieron a girar sobre sí mismos abriendo desmesuradamente los ojos hacia delante, un delante que cambiaba continuamente, rodaba fuera del campo de visión abandonando una estela de imágenes inaprensibles y un vértigo extraño —de manera que al final todos daban vueltas, en el gran prado, los obreros de la fábrica, y las criadas que todavía eran unas niñas, y el señor Harp, que lo sabía todo sobre la tierra, y el viejo Andersson, que lo sabía todo sobre el cristal, y todos en general, con los brazos muy abiertos y los ojos desmesuradamente abiertos mirando hacia delante, mientras estallaban cada vez más agudas las risas y los chillidos, y algunos al final se dejaban caer al suelo, y chocaban entre sí, girando como locos, gritando, riendo, las faldas levantándose al girar, los sombreros cayendo, algunas imprecaciones divertidas en el aire, los ojos llenos de lágrimas por la risa, erguidos, al final unos en brazos de otro, aquel que ha perdido un zapato, las más pequeñas gritando con sus voces de cristal, barbota algo el viejo Andersson, y quien cae acaba levantándose y vuelve a intentarlo entre el griterío general, en aquella general peonza colectiva, y si uno pudiera acaso verla desde arriba, como con el ojo de Dios, vería aquel prado inmenso con aquellos locos que dan vueltas enloquecidamente y pensaría «debe de ser una danza» o, más probablemente, diría «mira, extraños pájaros que están a punto de emprender el vuelo para marcharse lejos». Y hay que decir que, en cambio, sólo eran hombres, hombres viajando en un tren que no existía.
—Intenta girar, Mormy, venga…
En mitad del gran baile, Mormy permanecía inmóvil, mirando a su alrededor, divertido. El señor Rail se había agachado cerca de él.
—Si quieres ver lo que se ve desde un tren tienes que girar… del mismo modo que los otros…
Mormy lo miraba fijamente a los ojos de aquella manera suya que a nadie perdonaba, porque nadie tenía unos ojos como aquéllos —hermosos como aquéllos— y nadie te miraba de aquella manera, como él te miraba. Y callaba. Ése era el corolario de aquella mirada única: él callaba.
Siempre. Desde que llegó a Quinnipak había dicho quizás un centenar de palabras. Observaba, se movía con metódica lentitud y callaba. Tenía once años, pero los tenía de un modo muy singular; muy suyo. Parecía vivir en una personal pecera suya donde no existían las palabras y el tiempo era un rosario que había que desgranar con pacientísimo cuidado. Mormy tenía algo complicado en la cabeza. Quizás era una enfermedad. Nadie lo sabía, nadie podía saberlo.
—¡Mormy!…
La voz de Jun le llegó desde lejos. Se volvió para mirarla. Reía, su falda giraba con ella, el pelo viajaba sobre su cara, aprehendido también por el remolino del tren imaginario. Mormy permaneció unos instantes observándola. No dijo nada. Pero en cierto momento empezó lentamente a girar sobre sí mismo, abrió de par en par los brazos y empezó lentamente a girar, lentamente, y de inmediato cerró los ojos —él sólo, entre todos— porque nunca habría podido ver todo lo que había que ver y que no vio, viajando en su tren ciego, porque en su cabeza nunca habrían podido entrar, en fila, rápidamente, todas aquellas imágenes —Jun, el prado, el bosque, la fábrica de cristal, el río, los abedules a la orilla del río, el camino que subía, las casas de Quinnipak en lontananza, la casa y luego, nuevamente, Jun, el prado, el bosque, la fábrica de cristal, el río, los abedules a la orilla del río, el camino que subía, las casas de Quinnipak en lontananza, la casa y luego, nuevamente, Jun, el prado, el bosque, la fábrica de cristal, el río, los abedules a la orilla del río, el camino que subía, las casas de Quinnipak en lontananza, de Quinnipak en lontananza, de Quinnipak en lontananza, Quinnipak, Quinnipak, Quinnipak, Quinnipak, las casas de Quinnipak, el camino entre las casas, en mitad del camino la gente, mucha gente en mitad del camino, la cháchara que va subiendo desde la gente reunida en medio de la calle, nubes de palabras que se evaporan en el cielo, verdaderamente una gran fiesta de palabras en libertad, ociosas, cualesquiera, inolvidables, verdaderamente un brasero de voces puesto allí para calentar el pueblo, un gran estupor general, «Vosotros haced lo que queráis, pero a mí no me veréis subir a ese tren, nunca», «Subirás, ya lo verás, llegado el momento, subirás», «Ya lo creo que subirás, si sube Molly subirás tú también, puedes apostar lo que quieras», «Qué tendrá que ver la señorita Molly con todo esto, a ver si no la mezcláis con todo esto», «Es verdad, el tren no es apropiado para señoras», «Supongo que bromea, espero, nosotras estamos absolutamente capacitadas para subir en un tren», «Tranquila, querida», «Y un cuerno, ¿el señor se cree que el tren es como la guerra, a la que sólo pueden ir los hombres?», «La señora Robinson tiene razón, he leído que también van los niños», «No habría que permitir que subieran los niños, no deberían arriesgar sus vidas…», «Yo tengo un primo que ha ido y dice que no hay ningún peligro, en absoluto», «Di, ¿tu primo no lee los periódicos?», «Es verdad, en los periódicos venía lo de aquel tren que se cayó por un desnivel», «¿Y eso qué significa? También Pritz se cayó por un desnivel y sin embargo no era un tren», «Oh, ¿pero tú sabes las tonterías que llegas a decir?», «El tren es un castigo divino, eso es lo que es», «Vaya, ha hablado el teólogo», «Claro que sí, ha hablado el teólogo, tú qué te crees, no han sido en balde los años que he pasado haciendo de cocinero en aquel seminario», «Di la verdad, era una cárcel», «Idiotas, es lo mismo», «En mi opinión es como ir al teatro», «¿El qué?», «En mi opinión, el tren será como una especie de teatro», «¿Quieres decir que será como un espectáculo?», «No, igual que el teatro, se pagará la entrada y todo lo demás», «Ya ves tú si se paga», «Claro que se paga, mi primo me ha dicho que te dan una entrada, pagas y te dan un disco de marfil que devuelves en la estación de llegada, dice que es parecido a las entradas que dan en el teatro», «¿No había dicho yo que será como el teatro?», «Ah, si hay que pagar, ya pueden ir olvidándose de que me suba a ese tren», «¿Qué te creías, que te iban a pagar a ti por subir al tren?», «Eso es para los ricos, escuchadme, el tren es para ricos», «Pero el señor Rail me ha dicho que podremos subir todos», «Pero antes el señor Rail tendrá que encontrar el dinero para hacer ese tren», «Lo encontrará», «Nunca lo encontrará», «Claro que lo encontrará», «Sería bonito que lo encontrara», «De todas maneras, ya ha comprado la locomotora, eso lo dijo él mismo, y estabais todos», «Sí, la locomotora sí», «Brath dice que la han construido cerca de la capital y que se llama Elisabeth», «¿Elisabeth?», «Elisabeth», «Pero bueno…», «Elisabeth es un nombre de mujer», «¿Y?», «Pues no sé, eso es una locomotora, y no una mujer», «Y, además, perdona pero ¿qué es eso de que las locomotoras lleven nombre?». Y en efecto «Siempre tienen un nombre las cosas que dan miedo», «Pero ¿qué dices?», Y en efecto estaba llegando «Nada, hablaba por hablar», «Tienen un nombre porque si alguien te las roba puedes decir que era tuya», Y en efecto estaba llegando Elisabeth «¿Pero quién quieres que te robe una locomotora?», «Una vez me robaron la calesa, desengancharon el caballo y se llevaron sólo la calesa», Y en efecto estaba llegando Elisabeth, monstruo de hierro «Pues hay que ser idiota para dejarse robar la calesa y no el caballo», «Si yo hubiera sido el caballo me habría ofendido», Y en efecto estaba llegando Elisabeth, monstruo de hierro y de belleza «Pues era un caballo hermosísimo, además», «Tan hermoso que ni los ladrones…», Y en efecto estaba llegando Elisabeth, monstruo de hierro y de belleza: atada al puente de una gabarra, subía río arriba en silencio.
Muda: esto era sorprendente. Y lenta con un movimiento que no era suyo.
De la mano del agua —alguien la arrojará al final sobre dos raíles para que estalle su rabia a cien por hora, mancillando la pereza del aire. Un animal, podría pensarse. Una bestia feroz capturada en alguna selva. Las cuerdas segándole los pensamientos y los recuerdos —una jaula de cuerdas para hacerla callar. La dulce crueldad del río que la lleva cada vez más lejos —al final habrá una lontananza que se convertirá en su hogar —volverá a abrir los ojos y tendrá delante dos raíles para saber adónde escapar —de qué, eso no lo comprenderá nunca.
Elisabeth subía río arriba en silencio, atada al puente de una gabarra. Una gran lona la escondía del sol y de las miradas. Nadie podía verla. Pero todos sabían que sería bellísima.