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El ingeniero ferroviario se llamaba Bonetti. Muy elegante, poco pelo en la cabeza. Exageradamente perfumado. Consultaba con singular frecuencia el reloj del chaleco, por lo que parecía estar siempre a punto de marcharse, reclamado por imperiosas tareas. En realidad, era un hábito que había contraído años atrás, el día en que, entre la muchedumbre de la fiesta de San Patricio, le habían robado un reloj idéntico, un preciado recuerdo de familia. No es que controlara la hora: controlaba que el reloj siguiera en su sitio. Cuando llegó a Quinnipak, tras tres horas de carruaje, sentenció brevemente:

—La necesidad de un ferrocarril en esta, llamémosle así, ciudad no sólo es lógica, sino también completa y luminosamente evidente.

Después se bajó del carruaje, intentó quitarse un poco de polvo de encima, miró la hora, y preguntó dónde estaba la casa del señor Rail. Junto a él viajaba su ayudante, un hombrecillo sonriente que, con escaso sentido de la oportunidad, llevaba el nombre de Bonelli. Brath, que había ido a recogerlos, los llevó con la calesa por la calle que llevaba a la fábrica de cristal y luego, desde allí, subiendo por la colina, hasta la casa del señor Rail.

—Magnífica casa —comentó el ingeniero Bonetti, comprobando la hora.

—Magnífica, verdaderamente —respondió Bonelli, a quien, por otra parte, nadie le había preguntado nada.

Se reunieron alrededor de una mesa: Bonetti, Bonelli, el señor Rail y el viejo Andersson. «Que yo sepa, los raíles no los fabrican de cristal. ¿Qué hago yo aquí?» había protestado el viejo Andersson. «Tú ven y escucha, yo ya pensaré en lo demás», había respondido el señor Rail. «Y, además, ¿tú qué sabes? A lo mejor de cristal irían muy bien». En la mesa estaba extendido un gran mapa de la región de Quinnipak. Bonelli había llegado con un voluminoso cuaderno y un escritorio de viaje. El señor Rail estaba en bata. Bonetti miró el reloj. El viejo Andersson encendió la pipa de espuma de mar

—Me imagino, señor Rail, que ya habrán estudiado cuál será el recorrido de la vía férrea… —dijo Bonetti.

—¿Cómo dice?

—Quiero decir… que debería concretarnos de dónde quieren que salga el ferrocarril y cuál será la ciudad adonde quieren hacerlo llegar.

—Ah, bueno… el tren saldrá de Quinnipak, eso ya está decidido… o, mejor dicho, de aquí, saldrá más o menos de aquí… yo pensaba a pie de colina, hay un gran prado, me parece que sería lo ideal…

—¿Y cuál sería el destino? —preguntó Bonetti con una pizca de escepticismo en la voz.

—¿Destino?

—La ciudad a la que hacer llegar el tren.

—Bueno, no hay ninguna ciudad en particular a la que hacer llegar el tren… no.

—Perdóneme, pero habrá alguna ciudad…

—¿Usted cree?

Bonetti miró a Bonelli. Bonelli miró a Bonetti.

—Señor Rail, los trenes sirven para llevar mercancías y personas de una ciudad a otra, ése es su sentido. Si un tren no tiene una ciudad a la que llegar es un tren que no tiene sentido.

El señor Rail suspiró. Dejó pasar un instante y luego habló, con una voz llena de comprensiva paciencia.

—Querido ingeniero Bonetti, el único verdadero sentido de un tren es el de correr sobre la superficie de la tierra a una velocidad que ninguna persona o cosa sea capaz de alcanzar. El único verdadero sentido de un tren es que el hombre se suba y vea el mundo como nunca antes lo ha visto, y vea tanto, de una sola vez, como nunca ha visto en mil viajes en carruaje. Si, además, esa máquina consigue mientras tanto llevar algo de carbón o alguna vaca de un pueblo a otro, mejor que mejor, pero eso no es lo importante. Por eso, por lo que a mí respecta, no es necesario que mi tren tenga una ciudad a la que llegar, porque, en realidad, no necesita llegar a ninguna ciudad siendo su misión la de correr a cien por hora cruzando el mundo, y no la de llegar a algún sitio.

El ingeniero Bonetti chasqueó una mirada furibunda sobre el inocente Bonelli.

—Pero ¡eso es absurdo! Si fuera como usted dice, entonces tanto daría hacer un ferrocarril circular, un gran anillo de una decena de kilómetros, y después hacer correr por él un tren que, tras haber quemado kilos de carbón y haber gastado un montón de dinero, obtendría el formidable resultado de llevar a todos al punto de partida.

El viejo Andersson fumaba sin inmutarse. El señor Rail continuó con una calma olímpica.

—Ése es otro tema, querido ingeniero, no hay que confundir las cosas. Como le expliqué en mi carta, mi deseo sería construir un ferrocarril de doscientos kilómetros en perfecta línea recta, y también le expliqué el porqué. La trayectoria de un proyectil es rectilínea y el tren es un proyectil disparado en el aire. ¿Sabe?, es muy hermosa la imagen de un proyectil disparado: es la metáfora del destino. El proyectil corre y no sabe si matará a alguien o si acabará en la nada, pero mientras tanto corre y en su marcha ya está escrito si acabará haciendo papilla el corazón de un hombre o destrozando algún muro. ¿Ve el destino? Todo está ya escrito y sin embargo nada puede leerse. Los trenes son proyectiles y son también metáforas exactas del destino: mucho más bellas y mucho más grandes. Por eso yo pienso que es maravilloso dibujar sobre la superficie de la tierra estos monumentos a la incorruptible y rectilínea trayectoria del destino. Son como cuadros, como retratos. Transmitirán durante años el perfil implacable de lo que llamamos destino. Por eso mi tren irá en línea recta a lo largo de doscientos kilómetros, querido ingeniero, y no habrá curvas, no, nada de curvas.

El ingeniero Bonetti estaba de pie con la cara hecha mármol en una expresión de total aturdimiento. De mirarlo, se hubiera podido pensar que habían conseguido robarle de nuevo el reloj.

—¡Señor Rail!

—Sí, ingeniero…

—¡SEÑOR RAIL!

—Dígame.

Pero, en lugar de decir nada, Bonetti se derrumbó sobre la silla, como un púgil que, tras un par de ganchos lanzados al vacío, cayera, desanimado, sobre la lona. Fue en ese momento cuando Bonelli reveló ser algo más que una nulidad.

—Usted tiene toda la razón del mundo, señor Rail —dijo.

—Gracias, señor…

—Bonelli.

—Gracias, señor Bonelli.

—Sí, usted tiene toda la razón del mundo, y a pesar de que las objeciones del ingeniero son completamente fundadas, no puede negarse que usted tiene ideas muy precisas sobre lo que quiere, y que merece, por tanto, obtenerlo. De todas formas, si me lo permite, déjeme que le diga que la eventualidad de elegir una ciudad como punto de llegada de su tren no debería desecharse de modo tan drástico. Si, como me parece haber entendido, la elección del lugar en que las vías acaben le es totalmente indiferente, no debería molestarle que, digamos por casualidad, ese lugar sea una ciudad, una ciudad cualquiera. Fíjese, una eventualidad de este tipo resolvería muchos problemas: sería más simple construir el ferrocarril y sería más simple, el día de mañana, hacer correr sobre el mismo un tren.

—¿En resumen?

—Sencillo: indíquenos una ciudad cualquiera en este mapa que se encuentre a doscientos kilómetros de aquí y tendrá sus doscientos kilómetros de raíles rectos con un tren encima que corra a cien por hora.

El señor Rail esbozó una satisfecha sonrisa de estupor. Echó una ojeada al viejo Andersson y luego se inclinó sobre el mapa. Lo estudiaba como si no lo hubiera visto nunca antes, lo cual era absolutamente probable. Medía con los dedos, barbotaba algo, vagaba con la mirada. A su alrededor, silencio total. Pasó quizás un minuto. Después, el viejo Andersson se sacudió su inmovilidad, se asomó al mapa, utilizó su pipa para medir dos distancias, sonrió satisfecho, se acercó al señor Rail y le susurró un nombre al oído.

El señor Rail se dejó caer sobre el respaldo de la silla como si algo lo hubiera golpeado.

—No —dijo.

—¿Por qué no?

—Porque allí no podemos, Andersson, ésa no es una ciudad cualquiera.

—Por eso. Precisamente porque no es una ciudad cualquiera…

—No puedo hacer llegar hasta allí el tren, intenta comprenderlo.

—No hay nada que comprender. Es muy sencillo. Nadie nos prohíbe hacer llegar hasta allí ese tren, nadie.

—Nadie nos lo prohíbe, pero es mejor que lo hagamos llegar a cualquier otro sitio, ésa es la verdad.

Bonetti y Bonelli asistían inmóviles y silenciosos como dos lápidas.

—Y además Jun nunca me lo perdonaría.

El señor Rail, tras haber murmurado «Y además Jun nunca me lo perdonaría», se calló. Se calló también un instante el viejo Andersson. Después se levantó y, dirigiéndose a los dos huéspedes, dijo

—Los señores sabrán disculparnos un momento.

Cogió al señor Rail y se lo llevó a la habitación contigua. Salón chino.

—No sólo Jun te lo perdonará, sino que ése será el último y más bello de los regalos.

—¿Regalos? Eso es lo más absurdo que he oído en mi vida, ella no quiere ni oír hablar de Morivar, y yo hago que llegue un tren hasta allí……, no, no, no es una buena idea, Andersson.

—Escúchame bien, señor Rail: vosotros podréis no hablar nunca de Morivar, podréis continuar manteniendo ese secreto, y no seré yo quien se lo cuente al mundo. Pero eso no cambiará nada: llegará el día, y ese día Jun tendrá que ir a Morivar. Y si es verdad que los trenes están hechos igual que el destino, y que el destino está hecho igual que los trenes, entonces yo digo que ese día no habrá una manera más justa y más hermosa de llegar a Morivar que la de llegar con el culo montado en un tren.

Permaneció callado el señor Rail. Miraba al viejo Andersson y pensaba. Le subía por el interior una tristeza antigua y sabía que no tenía que dejarla llegar hasta donde empezaría a hacer daño de verdad. Intentó pensar en un tren en marcha, sólo en eso, dejarse llevar por esa idea, un tren en marcha, como una herida a lo largo de los campos de Quinnipak, siempre en línea recta hacia adelante, hasta quién sabe dónde, hasta donde los raíles desaparecieran en la nada, será un lugar cualquiera, o quizás una ciudad, qué ciudad, una ciudad cualquiera, o mejor precisamente ésa, recto como un proyectil disparado contra esa ciudad, precisamente ésa, porque hay mil lugares a los que puede llegar un tren, pero ese tren tiene un lugar especial al que llegar, y ese lugar será Morivar.

Bajó la mirada.

—Pero Jun no va a entenderlo.

—Ese día. Lo entenderá ese día.

Cuando volvieron a entrar en el salón, Bonetti y Bonelli hicieron ademán, con un automático ramalazo de servilismo, de levantarse.

—Pónganse cómodos, por favor… bueno, se ha decidido… el tren partirá de aquí y llegará, precisamente, a Morivar. Debería haber justo doscientos kilómetros… en línea recta, claro está.

Bonetti se situó sobre el mapa buscando con sus dedos gordezuelos aquel nombre que ya había oído en otra ocasión.

—¡Magnífico! Veo que Morivar está en la costa, esto ofrecerá óptimas oportunidades para su explotación comercial… su decisión, señor Rail, me parece ideal, de verdad, me parece que…

—Las oportunidades de explotación comercial, como usted las llama, no tienen la más mínima importancia, ingeniero. ¿Le importaría, mejor, indicarme cuándo será posible iniciar los trabajos y cuánto creen que puede costar todo esto?

El ingeniero Bonetti apartó los ojos del mapa y sacó el reloj del bolsillo usando los primeros para controlar la existencia del segundo. Habló Bonelli, que estaba allí justamente para eso.

—Será necesario organizar una cuadrilla de ochenta personas… Dentro de un par de meses lo tendremos listo para funcionar. En cuanto a los costes, su deseo, perfectamente legítimo, de hacer discurrir la vía en línea recta obligará a hacer algún trabajo suplementario… tendremos que estudiar atentamente el recorrido, pero es posible que se hagan necesarias algunas zanjas, algunos terraplenes y, tal vez, incluso túneles… En todo caso creemos que la cifra que encontrará en esta hoja puede ser aproximadamente creíble…

El señor Rail cogió el papel. Sólo estaba escrito un número. Lo leyó. Levantó la mirada y, tendiendo el papel a Andersson, dijo

—No es que sea exactamente una broma, pero creo que con algunos sacrificios lo conseguiremos.

Bonelli lo miró a los ojos:

—Como es costumbre, la cifra se refiere a la realización de diez kilómetros de vía férrea. En nuestro caso, por tanto, habría que multiplicarla por veinte…

El señor Rail volvió a coger el papel de las manos de Andersson, lo releyó, levantó de nuevo la mirada hacia Bonelli, la dirigió sobre Bonetti, la hizo volver sobre Bonelli.

—¿Lo dice en serio?