Capítulo 3: La destrucción del Patrimonio Histórico Artístico fundamentada en cuestiones ideológicas. Precedentes históricos de la campaña contra el Valle de los Caídos; la voladura del Monumento al Sagrado Corazón
1. Las quemas de conventos
1. Las quemas de conventos
Indudablemente, la LMH había sido el punto de inflexión a partir del que se iniciaba un proceso de tergiversación histórica, que acabaría situando al Valle de los Caídos en la peligrosa situación que ha llegado a encontrarse. Dicho movimiento lo puso en marcha y lo dirigió, en todo momento el Gobierno de la Nación; lo que significa que hablamos de un peligro real. Para despejar toda duda al respecto, la Ministra de Cultura de Rodríguez Zapatero, Ángeles González Sinde, llegaría a plantear la voladura del Valle como una posible solución o alternativa en 2010:
Si el Valle de los Caídos se convierte en un museo de historia del franquismo, de la resistencia antifranquista, de los primeros pasos del tránsito a la democracia, no hará falta dinamitar aquella cruz. La cruz, la basílica entera, las estatuas, todo ese patrimonio mostrenco, será una perfecta ilustración pedagógica sobre la ética y la estética del fascismo, y un testimonio del cautiverio y el sacrificio de todos los prisioneros políticos que participaron como esclavos en su construcción[154].
En primer lugar, debemos destacar que la Ministra de Cultura hacía suyo uno de los tópicos de la leyenda negra del Valle de los Caídos: el sufrimiento de los «esclavos» que lo construyeron; uno de los que han estigmatizado el Monumento y se utilizan como argumento para alterar su función y su significado, convirtiéndolo en un lugar donde se proyecte de forma «pedagógica» la imagen del franquismo, como arquetipo del fascismo y la tiranía más despiadada. Pero sobre todo, resulta relevante, que contemplara como alternativa a ese proyecto «pedagógico», la voladura de todo el conjunto: la Cruz, la basílica, las estatuas, todo ese «patrimonio mostrenco». Lo hace sutilmente porque utiliza el condicional al comenzar la frase, pero no cabe duda en cuanto a la intención última de la misma: de no procederse a la reconversión «hará falta dinamitarlo». El que la Ministra de Cultura llegara al extremo de expresarse en esos términos indica lo cerca que ha llegado a estar la voladura de todo el conjunto, por no insistir en el deterioro general del Monumento al privarle de unas obras básicas de mantenimiento; por no hablar de los desperfectos causados a la Piedad de Ávalos, responsabilidad ambas cosas del mismo Gobierno.
Pero, para mayor claridad, Ricard Vinyes, uno de los miembros de la Comisión de Expertos, formada por el Gobierno de la señora González Sinde para determinar el futuro del Valle de los Caídos, se expresaba de manera más contundente: refiriéndose al Monumento hacía, en agosto de 2011, —cuando ya estaba constituida la Comisión y deliberaba sobre el asunto— unas declaraciones que podrían resumirse en esta frase: «El derribo no acaba necesariamente con el patrimonio[155]». Eran afirmaciones de tal importancia que las comentaremos detenidamente al hablar de la comisión de Expertos a la que pertenecía el señor Vinyes.
Visto ya el cariz que iban tomando los acontecimientos, conviene recuperar uno de los componentes de la verdadera Memoria Histórica: la destrucción masiva, programada y sistemática de los edificios eclesiásticos y monumentos religiosos durante los años treinta en España. Aunque deberíamos remontarnos a las inmensas pérdidas causadas por la desamortización y primeros incendios o saqueos de iglesias que acompañaron a las matanzas de religiosos de 1834. Indudablemente, el patrimonio más atacado ha sido, a lo largo de la Historia Contemporánea, el de la Iglesia, pero nunca a una escala como la que se alcanzó durante la II República y la Guerra Civil.
No habían comenzado aún las matanzas de católicos (clérigos o laicos), cuando se iniciaban los ataques contra cualquier símbolo del cristianismo, con un componente de odio digno de ser mejor analizado de lo que ha sido hasta la fecha: lo que Vicente Cárcel Ortí ha calificado de «saña satánica[156]». De hecho, los primeros brotes de violencia que jalonaron toda la década, fueron estos: no había transcurrido un mes desde la proclamación de la República cuando, el 11 de mayo de 1931, ardían los conventos de Madrid ante la pasividad del Gobierno. En el mismo figuraban, sin embargo, dos católicos que habían representado un papel decisivo en la caída de la Monarquía, desde el Pacto de San Sebastián: el mismo Presidente de la República, Alcalá Zamora y Miguel Maura, Ministro de la Gobernación. Ninguno de ellos, a pesar de sus destacados puestos, fueron capaces de frenar lo que sus antiguos compañeros de conspiración estaban dispuestos a consentir a cualquier precio. ¡Triste situación la de aquellos dos «católicos»! Una vez utilizada su imagen por el resto de los padres de la República, fueron arrinconados y obligados a claudicar de cualquier intento de defender a la Iglesia, incluyendo la promulgación de la Constitución republicana. Claro que uno de ellos, Maura, resultó ser uno de los principales adalides en aquella campaña antieclesiástica, desterrando —y ufanándose de ello—, a los Obispos de Vitoria y Toledo, aquel mismo año. Fue también Miguel Maura quien dio con la fórmula «genial», de invocar el cuarto voto de los jesuitas para acabar con ellos, según él, a fin de salvar a las demás Órdenes. Le seguiremos en la descripción de las jornadas de mayo porque pocas voces tan autorizadas para explicar lo que ocurrió como la de aquel Ministro, responsable entonces del orden público. Narrando en sus memorias la sesión del Consejo de Ministros celebrada aquel 11 de mayo, cuenta cómo el Presidente Alcalá Zamora (el otro «católico»), le decía:
—Cálmese, Miguel [sic ]…No tiene la cosa la importancia que usted le da. Son unos cuantos chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará enseguida[157].
Maura dice haber advertido entonces que de no autorizársele a sacar la fuerza a la calle, arderían todos los conventos de la capital, a lo que Azaña respondió con una de sus frases históricas: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano[158]».
Pura demagogia porque ninguna vida de republicano estaba amenazada en esas horas, sino, por el contrario, las de los habitantes de aquellas casas religiosas asaltadas y quemadas. Maura sigue dando cuenta de los hechos:
Cada cuarto de hora llegaba la noticia de un nuevo incendio de otro convento. Al cuarto notición (que nos notificaba que ardía el Colegio de los Padres de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, inmenso edificio donde recibían enseñanza miles de niños de aquella barriada, en la que las escuelas del Estado brillaban aún por su ausencia) vino… el bueno de Fernando de los Ríos, a rogarme, en nombre del consejo, que volviera a la Sala[159].
Y es que el protagonista de este relato, enfurruñado, se había ausentado de la Sala del Consejo, aunque volvió ante los ruegos del «bueno de Fernando de los Ríos» para proceder a la votación de si debía o no sacarse a la fuerza, porque a aquellas alturas del día, seguían los ministros sin hacerlo. Azaña, como el resto de los «republicanos» votó en contra, naturalmente, mientras que los socialistas se abstuvieron, siguiendo a Largo Caballero, que impuso a los demás la disciplina de partido, «férrea» como dice Maura. ¿Para qué cargar con la responsabilidad histórica, si ya los republicanos allanaban el camino? Mientras los conventos de Madrid seguían ardiendo, se llegó a un acuerdo y Maura se preparó para tratar de evitar «que mañana ardan todas las iglesias de España», utilizando sus palabras. Recogemos el testimonio del Ministro republicano porque acusa, sin apelación posible, a ese primer Gobierno de la República como responsable directo de toda la destrucción causada en Madrid en aquella jornada devastadora para la Iglesia y también para la Cultura: entre las pérdidas cabía destacar la desaparición de la biblioteca de la Casa Profesa de los Jesuitas, en la calle de la Flor, una de las principales de España[160]. La responsabilidad de lo ocurrido al día siguiente en Málaga, era también del Gobierno, aunque quedase más diluida a causa del caos en el que ya había caído el nuevo Régimen: allí, el recién llegado Gobernador Civil, José Antonio Jaén, «al alimón» con el Militar, general Gómez Caminero, capitanearon la quema de todas las iglesias de la ciudad, sin que Miguel Maura pudiera llegar a establecer contacto con su subordinado, el señor Jaén. Lo resume, en la misma obra del siguiente modo:
… los manifestantes […] tomando a los dos peleles jerarquizados en hombros, les condujeron, entre aclamaciones y vítores, frente a otras iglesias y conventos y uno a uno y siempre en presencia de las dos autoridades —el Excmo. Sr. Gobernador Civil y el Ilmo. Sr. Gobernador Militar— ardieron los 22 conventos e iglesias de Málaga en aquella «memorable jornada laica[161]».
En Sevilla, Valencia y otras ciudades ardieron también las iglesias, por lo que resultará difícil llegar a valorar las pérdidas totales de aquellas jornadas, pero resulta muy revelador que las autoridades republicanas se inhibieran o llegaran incluso a ponerse al frente de los incendios, en la apoteosis de la «memorable jornada laica».
La Prensa de izquierdas de la época, tampoco trataba de guardar las formas. Vicente Cárcel ha recogido algunas citas de lo publicado en aquellos días: El Socialista decía, el 12 de mayo, mientras ardían las iglesias de Málaga: «La reacción ha visto que el pueblo está dispuesto a no tolerar. Han ardido los conventos [de Madrid]: esta es la respuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista». El Pueblo de Valencia, el mismo día, amenazaba: «Como represalia contra los criminales manejos urdidos por los clericales y alfonsinos, son incendiados varios conventos. La lección debe servir de ejemplo para futuros planes. Al conocerse en toda España lo ocurrido, se producen indescriptibles manifestaciones de entusiasmo republicano». Y tres días más tarde, Luis Bello remachaba en Crisol. «El pueblo no puede esperar que la revolución se haga paso a paso, y los hombres que el 11 de mayo quemaron iglesias prestaron un servicio muy estimable a los que mañana hayan de gestionar la renovación del concordato[162]». Las citas anteriores representan un claro exponente de cómo puede justificarse la destrucción del patrimonio artístico cuando ello sirve a un designio político «laicista», ya sea como advertencia al enemigo (bloqueándolo por el terror), o creando un «marco adecuado» (basado también en el miedo) a la hora de renegociar los acuerdos con la Iglesia.
Pero hay algo más, no se trataba —o trata— de alcanzar una total separación entre Iglesia y Estado, sino de destruir a la primera como institución, o al menos, borrar totalmente su presencia de cualquier espacio público. Este fue el argumento empleado en 2011 para clausurar la capillas universitarias; es también una prioridad para el PSOE, declarada abiertamente en su congreso de Sevilla del mismo año. En 1936, tampoco se hacían dichas declaraciones de una manera subliminal. Solidaridad Obrera —diario socialista-anarquista— decía el 15 de agosto de aquel año. «Hay que extirpar a esa gente. La Iglesia ha de ser arrancada de cuajo de nuestro suelo[163]», mientras —volviendo a la cuestión del patrimonio—, Radio Barcelona proclamaba, el 20 de julio. «¿Qué importa que las iglesias sean monumentos del arte? El buen miliciano no se detendrá ante ellas. Hay que destruir a la Iglesia[164]». La primera parte, en interrogante, de la última cita, ha sido plenamente asumida por una buena parte de los autores y políticos partidarios de la destrucción del Valle de los Caídos. Y no puede argumentarse que su «propuesta» tenga un origen exclusivamente político a la vista de las opiniones que los mismos han vertido sobre la Iglesia de forma ya explícita. Y llegando al fondo de la cuestión, debemos preguntarnos por el trasfondo de un mal llamado anticlericalismo tan violento. En 1936 también se abordaba la cuestión sin rodeos; ese año Joan Peiró escribía. «Matar a Dios, si existiese, al calor de la revolución… es una medida muy natural y muy humana[165]». Solo ese odio a Dios, podría explicar la fijación de los gobernantes republicanos con las iglesias e imágenes religiosas. Y decimos los gobernantes porque sin su colaboración toda aquella destrucción hubiera resultado imposible: los milicianos (armados por las autoridades) fueron su brazo ejecutor; y se emplearon en aquella tarea con absoluta predilección. Como dice José Javier Esparza, es notable que, antes incluso de defender una posición, se dedicasen al asalto de los templos: «En Valladolid, por ejemplo, los milicianos se lanzan al incendio de iglesias aunque la ciudad ya está prácticamente tomada por el Alzamiento. Es notable: las milicias no presentan batalla a las fuerzas de la Guardia de Asalto o de Falange que están tomando los edificios públicos, sino que van contra los templos[166]». En resumen, sumando las devastaciones de mayo del 31, las de la Revolución de Octubre de 1934 —recordemos que se llegó a volar la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo— y las de la Guerra Civil, llegamos a la conclusión de que resulta muy difícil establecer cifras aproximadas sobre el patrimonio artístico destruido durante la II República, pero siendo muy grave la pérdida material, resulta más interesante analizar su motivación. E insistimos en destacar que fue su carácter religioso lo que motivó su destrucción. En plena Guerra Civil, la revista francesa L’Illustration publicaba, el 5 de febrero de 1938:
Su carácter religioso es precisamente lo que desencadenó un vandalismo destructor contra esas grandes obras de arte. Las degradaciones, mutilaciones, profanaciones que en ellas contemplamos manifiestamente, no son debidas a ninguna acción de guerra… Esas obras de arte, casi en su totalidad, han sido reducidas al estado en que se hallan, de una manera voluntaria, sistemática, sin objetivo alguno militar, lejos de la zona de combate, y aun a menudo, en momentos en que el Gobierno tenía pleno dominio de las regiones en que se hallaban. Los vándalos no han obrado por un inconsciente y brusco frenesí. Han obedecido órdenes de los comités[167]…
Los medios de la izquierda no ocultaban su propósito; antes se ufanaban en proclamarlo. Así, Solidaridad Obrera publicaba el 25 de mayo de 1937:
«¿Qué quiere decir restablecer la libertad de cultos? ¿Que se puede volver a decir misa? Por lo que respecta a Barcelona y Madrid, no sabemos dónde se podrá hacer esa clase de pantomimas. No hay un templo en pie ni un altar donde colocar un cáliz… Tampoco creemos que haya muchos curas por este lado… capaces de esta misión[168]».
En el Archivo Diocesano de Madrid, se conserva un informe elaborado por la diócesis después de la Guerra Civil, donde se recoge un inventario aproximado de la devastación. Solo el catálogo de obras destruidas en algunos de los templos madrileños resulta abrumador por la cantidad y calidad de las pinturas, tallas y piezas de orfebrería desaparecidas en los incendios provocados de 1936; especialmente en las iglesias de San Andrés, San Cayetano, San Lorenzo, San Antonio de La Florida y la Catedral de San Isidro. En esta última se destruyeron obras de Goya, Palomino, Donoso, Mengs, Ricci, Lucas Jordán, Pascual de Mena, y Gaspar Becerra, entre otros: un verdadero museo del Arte español de los siglos XVI al XVIII[169]. A modo de ejemplo, transcribimos, de dicho informe, la relación de algunas de dichas obras de arte, quemadas en aquel incendio provocado de la Catedral:
Manuscrito que contiene la vida de San Isidro, por Juan Diácono, copiado en el siglo XIII. Retrato del Conde de Floridablanca, por Goya. Lienzo La Adoración de los Reyes atribuido al Tiziano. Cuadro de San Francisco Javier, de Donoso. Cuadro de San Ignacio, de Palomino. La Concepción, cuadro atribuido a Alonso Cano. La Muerte de San Francisco Javier, de Donoso. La Gloria, cuadro pintado por Mengs. San Luis Gonzaga y San Francisco de Borja, de Ricci. La Conversión de San Pablo, de Jordán. La Coronación de la Virgen, al parecer de Alonso Cano. Dos lienzos con las figuras de la Virgen y San Pedro, de Ricci. Escultura de San Isidro, obra de Pascual de Mena. Diez imágenes de los Santos Labradores, de Pereyra. Imagen de la Dolorosa, de Gaspar Becerra. Imagen de Santa Ana y San Joaquín, de Sebastián Herrera. Grupo escultórico, atribuido a Pedro de Mena y al Hermano Beltrán. Crucifijo de marfil, tallado, con varias figuras. Un terno blanco, llamado del Jueves Santo. Un pontifical blanco, tejido de oro y plata[170].
Todo ello, rociado con gasolina, aparte de los retablos y más de 500 reclinatorios que sirvieron para comenzar el incendio. Reavivado el fuego durante dos días consecutivos, el templo se convirtió en un inmenso horno donde se fundieron hasta las magníficas custodias y las aplicaciones de oro de las campanas. Así hasta lograr que se derrumbara la cúpula, sepultando «la inmensa riqueza catedralicia[171]». El precedente de aquella destrucción masiva, sistemática y alentada por el Gobierno, hay que buscarlo en la Revolución Francesa, cuando se llevó a cabo una operación similar con idéntico propósito: erradicar el catolicismo del ser mismo de la Nación. Si tenemos en cuenta el componente jacobino de la izquierda burguesa, liderada por Azaña, no debe extrañarnos que al unirse con los movimientos marxistas y anarquistas en el Frente Popular, uno de sus designios principales fuera la destrucción de la Iglesia. No debemos olvidar el papel representado por Azaña en la quema de los conventos de 1931, para comprender que la deriva anticristiana de la II República no se debió solamente a la unión de ambas izquierdas (la burguesa y la proletaria), venía ya de atrás, desde el Pacto de San Sebastián, en el que, por cierto, estaban representadas las dos; y ambas eran igualmente «anticlericales» y comprometidas con la masonería. El Frente Popular no era otra cosa que una reedición de aquel Pacto, con los debidos matices.
No es de extrañar, por tanto, que transcurridos cuatro meses desde su llegada al poder, en junio de 1936, hubieran resultado asaltadas un total de 411 iglesias, de las que 160 resultaron totalmente destruidas y 251 ardieron parcialmente o fueron saqueadas, aparte de los 260 muertos y 1287 heridos registrados en el mismo período a causa de una violencia ya completamente revolucionaria[172].
Por otra parte, el objetivo más reconocible de la LMH es el de convertirse en instrumento del PSOE para llevar a cabo su designio laicista. La izquierda española es, en general, mucho más sutil y subliminal que en los años treinta, aunque en materia religiosa su programa se mantiene incólume. Al amparo de la Memoria Histórica se inició el ataque contra el Valle de los Caídos, uno de los primeros monumentos religiosos de España, pero no fue un hecho aislado: vino acompañado por una serie de reclamaciones, nada casuales, de asociaciones de la Memoria en la misma dirección, así como por los intentos de clausura, tampoco espontáneos, de las capillas universitarias. A la vista de los precedentes históricos podemos distinguir muy claramente qué clase de proyecto socio-político se trataba de poner en práctica. Y es el de la II República, adaptado a los tiempos y con técnicas diferentes. Aunque no tan «subliminales» como pretendía Zapatero.
2. La voladura del Monumento al Sagrado Corazón: el precedente más directo de la amenaza sobre el Valle. La oposición a Alfonso XIII y su conexión con el proyecto laicista de Zapatero, a través de la Liga de los Derechos del Hombre
2. La voladura del Monumento al Sagrado Corazón: el precedente más directo de la amenaza sobre el Valle. La oposición a Alfonso XIII y su conexión con el proyecto laicista de Zapatero, a través de la Liga de los Derechos del Hombre
Sin lugar a dudas en la historia de la persecución religiosa centrada en los monumentos o símbolos del Cristianismo, la voladura del Monumento al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles constituye un hito que no debemos dejar de analizar, por el paralelismo que dicho monumento presenta con el Valle de los Caídos, en diferentes aspectos.
Inaugurado por Alfonso XIII y destruido en 1936, fue reconstruido y reinagurado por Franco en 1965.
Por parte del Rey, no representó el cumplimiento de un acto protocolario con el que se sintiera más o menos identificado, sino que implicaba la consagración de España al Sagrado Corazón, con lo que tal hecho significaba; se trataba, entre otras cosas, de una cuestión pendiente para los Borbones desde hacía siglos: Luis XIV, misteriosamente, no llegó a realizarlo en Francia, a pesar de los requerimientos autorizados que había recibido[173]. Solo en El Temple, su descendiente, Luis XVI, formuló el voto de realizar la consagración en caso de recuperar el Trono. Resulta curioso, que un rey tan piadoso no lo hubiese hecho antes, lo que parece evidenciar que, ya entonces, implicaba serias complicaciones.
Dichas complicaciones existían en España, desde luego, cuando surgió la iniciativa de construir un monumento —que tendría el carácter, por cierto, de Nacional—, como el propio Rey sabía de antemano y comprobaría después.
Puede establecerse, antes de continuar, un paralelismo, salvando las distancias políticas, entre Franco y Alfonso XIII: una visión trascendente de España, basada en las convicciones religiosas de ambos. No merece la pena insistir en el acendrado catolicismo del primero; sus enemigos ya le han metido en el mismo saco que a la Iglesia para atacarlos a la vez. Pero, aunque también es conocido el fervor católico de Alfonso XIII, no se conoce tanto hasta qué punto se comprometió en la cuestión religiosa. Él mismo dijo haberse «jugado la cara por la Iglesia», en entrevista publicada por Julián Cortés Cavanillas, en su libro Confesiones y muerte de Alfonso XIII. Preguntado por el autor sobre su visita al Papa, el Rey exiliado le contestó:
Era lógico… que el Pontífice recibiera con el mayor gusto, no al Rey Católico, por título tradicional sino a quien se ha jugado la cara en veinticinco [sic] años de reinado por la fe católica. ¿Qué Rey en el mundo ha consagrado a su Patria al Sagrado Corazón de Jesús, soslayando el consejo de los «prudentes» y rechazando las amenazas del anticlericalismo y de la masonería[174]?
No le faltaba razón al destacar la importancia de la oposición que encontraría la proyectada consagración: en 1910, se había constituido la Liga Española de los Derechos del Hombre, para preservar la herencia de Ferrer Guardia y formar una plataforma que coordinara la acción de políticos, intelectuales, masones y anarquistas; básicamente las mismas fuerzas (excluyendo a los anarquistas) que derribarán la Monarquía 21 años más tarde. Consiguieron muy pronto buen número de adhesiones de intelectuales (Manuel de Falla, Azorín, Dalí, Miró, García Lorca, Américo Castro, Gregorio Marañón, Ramiro de Maeztu, Unamuno, Salvador de Madariaga) y políticos y profesionales conectados por la masonería y su obra emblemática; la Institución Libre de Enseñanza (Manuel Azaña, Miguel Morayta, Luis Simarro, Luis Companys, Martínez Barrio)[175] nombres cargados de futuro, como puede verse, los de los políticos y de prestigio insuperable el de los intelectuales. De ellos, muchos no llegaron a saber a ciencia cierta en qué clase de liga estaban entrando, como se deduce de sus diferencias ideológicas, pero supieron dar lustre a la asociación y fueron utilizados a conciencia por los políticos que —estos sí— sabían muy bien a donde querían ir: su proyecto inicial era defender los valores del estado laico, introduciéndose en el campo de la enseñanza como primera medida. De hecho su fundador, Luis Simarro (Gran Maestro del Grande Oriente Español), era catedrático de Medicina y autor de una obra apologética sobre Ferrer Guardia: El proceso de Ferrer y la opinión europea, publicada ese mismo año[176]. En prueba de la estrecha relación que se pretendía entre ambos grupos, la Presidencia de la Liga quedó en manos de Simarro, mientras que la Vicepresidencia se encomendó a uno de los escritores más destacados de su tiempo: Benito Pérez Galdós.
La Liga trabajaría, según Simarro, por imponer la «libertad de conciencia», a través de la supresión de símbolos religiosos, restricción del culto, y supresión del Catecismo en las escuelas; algo —esto último— que, significativamente, se convertirá muy pronto en una reivindicación del Partido Liberal[177]. Pero insistirán sus miembros, muy especialmente, en establecer lo que llamaban «libertad de cátedra», que significaba otorgar al profesor el derecho a orientar su enseñanza de manera totalmente autónoma, con independencia de la orientación del centro y de la voluntad de los padres.
Como sostienen J. A. Fuster y L. Losada, en su artículo Educación para la Masonería[178]: «Esta libertad de cátedra es la que la Constitución republicana consagró: una enseñanza laica que no buscaba neutralidad confesional en el aula, sino educación anticlerical y atea». Nótese la identidad absoluta entre los objetivos de la Liga y los del proyecto laicista de Zapatero, así como el engañoso lenguaje y su utilización de la palabra libertad (donde la Liga decía «libertad de conciencia», Rodríguez Zapatero dirá «libertad religiosa») precisamente para suprimirlas en ambos casos. El PSOE se considera, y es, heredero directo de la Liga de los Derechos del Hombre, como veremos al tratar del laicismo de la Directiva del Partido. De hecho, la cuestión de la supuesta «libertad de cátedra», llegó a ser uno de los principales puntos de fricción en los debates previos a la redacción de la Constitución de 1978; un punto que para los socialistas continúa pendiente, como demuestra el que llegaran entonces a abandonar la ponencia.
En cuanto a la imposición del laicismo, Rodríguez Zapatero no representaba nada nuevo: se trata de una secular aspiración de su partido, refrendada por la masonería. A través de la Liga de los Derechos del Hombre, trataban de imponerla desde veinte años antes de la proclamación de la República.
También en 1910, se celebró en Barcelona el Congreso Librepensador, en conexión con la recién nacida Liga de los Derechos del Hombre. Aparte de honrar la memoria de Ferrer Guardia, los temas a tratar en aquel congreso eran las acciones a tomar para la supresión de los símbolos religiosos externos y las manifestaciones de culto. Mostraron los congresistas su preocupación por la preparación del XXI Congreso Eucarístico de Madrid que se celebraría en 1911, calificándolo de «preocupante resurgir del clericalismo[179]».
Estas eran algunas de las fuerzas, nada desdeñables, a las que se enfrentaba el joven Rey; y el primer conflicto era inminente: el congreso eucarístico no solo se celebró, sino que Alfonso XIII quiso solemnizar su clausura con una iniciativa cargada de simbolismo: dispuso que fuera llevado el Santísimo Sacramento desde los Jerónimos hasta el Palacio Real, siguiendo el recorrido de los cortejos reales, para exponerlo no en la Capilla, como cabría esperar, sino en el Salón del Trono. Allí mismo se realizó la primera consagración de España al Sagrado Corazón, ratificada, días más tarde, en la Cripta de la Catedral de la Almudena, constituida en parroquia y Templo Nacional del Sagrado Corazón, con asistencia nuevamente de la Familia Real. Se decidió entonces impulsar la vieja idea, apoyada por el Obispo de Madrid-Alcalá, D. José María Salvador, de construir el Monumento Nacional, cuya localización en el Cerro de los Ángeles quedó confirmada poco después[180]. Terminada la construcción, el 30 de mayo de 1919 se inauguraba el Monumento con asistencia de la Familia Real y de todo el Gobierno, presidido por Antonio Maura. En el mismo acto, volvió el Rey a consagrar España al Sagrado Corazón, con nueva fórmula, redactada esta vez, por el mismo Presidente del Gobierno y revisada por el jesuita Padre Rubio[181]. Las reacciones fueron las que cabía esperar por parte de las mencionadas fuerzas laicistas:
En un mitin electoral celebrado aquellos días Miguel Morayta calificó de bochornoso el espectáculo de Madrid engalanado para celebrar la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús; Roberto Castrovido dijo que el acto del Cerro de los Ángeles era «dogmáticamente una herejía y estéticamente una aberración»; Julián Besteiro afirmó que era un «acto bochornoso y peligroso», y Pablo Iglesias terminó su diatriba contra el Cerro de los Ángeles diciendo: «La locura ha hecho presa en la mente de nuestros gobernantes[182]».
Conviene reflexionar sobre los nombres de los que se indignaban entonces ante el «acto bochornoso» de la consagración de España: a Miguel Morayta acabamos de mencionarle como uno de los fundadores de la Liga de los Derechos del Hombre (Liga para el Laicismo podríamos llamarla), y no cualquier masón, sino nada menos que Gran Maestre del Gran Oriente Español, a quien sucedió en el mismo cargo, otro de los fundadores de la misma Liga, Luis Simarro, el apologeta de Ferrer Guardia[183]. Por su parte, Roberto Castrovido, que calificaba de «aberración» el acto del Cerro de los Ángeles, era un cercano colaborador de Morayta: Vicepresidente tercero de la Liga de los Derechos del Hombre, diputado y masón. Queda, pues, claramente establecida la militancia masónica de dicha Liga[184]. De hecho, quedó constituida formalmente en 1913, en conexión con la logia madrileña Ibérica, en la sede del Círculo Republicano Federal de Madrid. Se explica, por lo mismo, el rechazo de sus integrantes tanto a la consagración del Reino al Sagrado Corazón como a la misma Monarquía. A la vez que se demuestra la absoluta libertad de expresión imperante en la España de la Restauración, a la que dos años antes sus detractores tachaban de oscurantista e inquisitorial a cuenta del proceso de Ferrer. A coro con la masonería vemos como los socialistas —Besteiro y Pablo Iglesias en persona— fulminaban también sus condenas contra el acto religioso y contra el propio régimen, de paso. Un paso más en el acercamiento de las dos corrientes (marxismo y republicanismo), se había dado, por cierto, el año anterior —1918— con la creación de la Alianza de Izquierdas, formada por Reformistas, Republicanos y Socialistas, que hacía suyos todos los objetivos de la Liga de los Derechos del Hombre, incluyendo una amnistía general y la convocatoria de Cortes Constituyentes a fin de establecer un régimen «realmente democrático», es decir, la República, según su punto de vista.
El Rey no se arredró y un año más tarde llevó a cabo un acto similar aunque de menor relieve espiritual y mediático: consagró el Reino, esta vez, al Ángel Custodio de España, cuya imagen, traída precisamente del Cerro de los Ángeles, quedó entronizada en la iglesia de San José de Madrid, donde sigue estando todavía. La imagen sostiene un escudo con las armas de Castilla, Aragón, León y Navarra, además de —en escusón— las tres flores de lis de la Casa de Borbón: eran las armas del propio Rey. El acto, aunque sin las resonancias del celebrado el año anterior, volvió a tener un carácter institucional: asistieron junto a la Familia Real, los miembros del Gobierno con su Presidente a la cabeza; era en aquel momento Eduardo Dato, que sería asesinado un año más tarde[185]. La Monarquía se posicionaba claramente frente a la masonería y su proyecto laicista.
3. Paralelismos entre Alfonso XIII y Franco
3. Paralelismos entre Alfonso XIII y Franco
Surge un nuevo paralelismo con el que fuera su general y gentilhombre, Francisco Franco: aparte de la profundidad de su fe católica, compartieron una misma visión sobre el papel de España en relación con la Iglesia, y vieron, ambos también, en la masonería uno de los peores enemigos de la Religión y de la Patria: el hilo conductor de todas las fuerzas disgregadoras. En esa dirección, el diagnóstico de Alfonso XIII sobre lo que había supuesto el advenimiento de la República resulta plenamente coincidente con el que Franco expresaría siendo ya Jefe del Estado: el testimonio fue recogido por Julián Cortés Cavanillas en el Hotel Savoy de Fontainebleau, el 23 de julio de 1933; el Rey dijo en aquella ocasión:
… Lo único doloroso es que España sufra las consecuencias de una experiencia sustancialmente antiespañola, que puede resultar trágica…
El terrible cáncer de la República es el haber sido producto, no de una opinión republicana, sino de una confabulación de marxistas, separatistas y masones, ajenos a una convicción y a un sentimiento entrañablemente nacional[186]…
Aparecía ya el concepto de fuerzas antiespañolas, dentro de la misma España, dispuestas a destruir el ser de la Nación; fuerzas que en los textos relativos a la Redención de Penas, quedarán englobadas en el término «antipatria», consideradas como el origen de la Guerra Civil y todas sus secuelas. En cuanto a los orígenes de la República, hace responsables de su instauración a esas mismas fuerzas, y no cabe discutir que acertaba plenamente: podrá y deberá ser matizada la sentencia del Rey exiliado, pero no puede negarse que fueron aquellas las fuerzas presentes en el Pacto de San Sebastián, aunque no mencione a los intelectuales que le dieron cobertura ni a los republicanos de la izquierda burguesa, que podrían estar englobados en el grupo genérico de «masones». A la vista del número de los mismos presentes en las instituciones republicanas, no puede atribuirse a una supuesta paranoia del Rey —como se ha hecho en el caso de Franco— la importancia que atribuye al poder de la secta. Dicho poder es ya incuestionable. El experto Ferrer Benimeli, en su obra Jefes de Gobierno Masones[187], documenta la pertenencia a la masonería de los siguientes jefes de Gobierno de la República: Manuel Azaña[188], Alejandro Lerroux[189], Diego Martínez Barrio[190], Ricardo Samper Ibáñez[191], Portela Valladares[192] y Casares Quiroga[193]. En total, seis jefes de Gobierno masones —uno de ellos Presidente, además, de la República— para un régimen que duró cinco años. El mismo autor recoge los nombres de otros dignatarios republicanos, pertenecientes también a la secta: Marcelino Domingo (Ministro de Instrucción Pública del primer Gobierno republicano), Fernando de los Ríos (Ministro de Justicia), Pedro Rico López (Alcalde de Madrid), Rodolfo Llopis (Director General de 1.a Enseñanza), Emilio Palomo (Gobernador Civil de Madrid), entre otros personajes de la República. A ellos habría que añadir el porcentaje de diputados masones —también estudiado— y resto de altos cargos del Régimen, para valorar la exactitud de las declaraciones del Rey. Estaban representados, por cierto, en el Gran Oriente, todos los partidos de las izquierdas: los que trajeron la República y la gobernaron durante la mayor parte del tiempo, y los que formarán, poco después, el Frente Popular. Como apunta César Vidal: «Quizá haya que atribuir el hecho de que el Frente Popular propuesto en España por Azaña e Indalecio Prieto sea anterior a la formulación del stalinista precisamente a la relación que ambos políticos españoles mantenían con la masonería[194]».
En relación con la masonería, para conocer los pasos de la conspiración republicana, resulta inevitable seguir las actividades de la Liga de los Derechos del Hombre, estructurada en torno a un Comité Nacional que dirigía la expansión territorial a través de delegaciones regionales y provinciales de 500 miembros como mínimo, y actuaban a través de sus propios letrados, conectados a través de las logias para denunciar lo que ya denominaban entonces «intolerancia religiosa», solicitando amnistías e indultos, y fomentando la construcción de cementerios civiles, entre otras actividades. Así, en 1919, la logia Justicia de Barcelona pide al Comité Central que interceda por un masón encarcelado «usando del poder masónico y vuestras influencias políticas[195]». La Liga, convertida en verdadero instrumento masónico de la conspiración republicana y laicista, fue clausurada por Primo de Rivera en 1923, para volverse a organizar en 1932. Durante la II República era ya directamente el Gran Oriente quien organizaba las juntas provinciales, diseminadas en 13 provincias. Tuvo una destacada intervención en 1934, pidiendo la amnistía de los presos de Turón. En aquella época la identificación con la izquierda republicana era ya total. En Burgos, por cierto, el jefe de la junta provincial de la Liga —Julián Peñalver—, era el director de la prisión, en la que se encontraban los mineros de Asturias. Era también Venerable Maestro del Triángulo Masónico Libertador, y dirigente de Unión Republicana. Era el mismo Peñalver quien pagaba a los abogados de los presos de Asturias, y ayudaba a sus familias. Valga como ejemplo de las actividades de la Liga y sus conexiones políticas y masónicas, mantenidas hasta el final.
Retomando el hilo de la Historia, Alfonso XIII sabía perfectamente a lo que se enfrentaba cuando llevó a cabo la consagración de España al Corazón de Jesús: una semana después de aquel acto trascendental, recibió en audiencia al sacerdote peruano Padre Mateo Crawley, religioso de los Sagrados Corazones, que había establecido en Madrid el Secretariado Central de Entronizaciones, y había promovido la consagración realizada días antes[196]. Dicho sacerdote revelaría años más tarde las amenazas sufridas por el Rey en persona, a través de varias publicaciones[197], dio a conocer las amenazas masónicas recibidas por Alfonso XIII[198]. Merece la pena extractar algunos párrafos de dicha publicación, porque constituye el testimonio más concreto y detallado de cómo se produjeron tales amenazas en el fondo y en la forma: en el transcurso de la audiencia, inesperadamente, el Rey le dijo al sacerdote:
Padre, he tenido un gran gusto en cumplir en el Cerro de los Ángeles un deber de rey católico, pues el enemigo está dentro de la ciudadela. Y le doy una prueba: en este mismo salón me vi obligado a recibir una delegación de la francmasonería internacional. Unos doce señores. He aquí lo que me dijeron…
Resume, a continuación lo fundamental de una proposición de acuerdo por el que aquella delegación se comprometía a mantener al Rey en el Trono y a España en paz, a pesar de las crisis que les amenazaban, a cambio de aceptar el cumplimiento de cuatro proposiciones bien explícitas: 1.o «su adhesión a la masonería»; 2.o convertir a España en un Estado laico; 3.o «reformar la familia», empezando por legalizar el divorcio, y 4.o decretar una instrucción pública y laica[199]. En definitiva, la masonería se presentaba como portadora de un designio «internacional» —mundialista— con los mismos fines, naturalmente, que los perseguidos por la Liga de los Derechos del Hombre, lo que, a pesar del tiempo transcurrido —¡más de noventa años!— nos trae al presente: laicismo, ingeniería social, control de la enseñanza como primer paso… los objetivos, en suma, del proyecto socialista, personificado en el Gobierno de Rodríguez Zapatero, defendido, tras su salida del poder, por la nueva Ejecutiva de su partido. Básicamente, un siglo más tarde, el proyecto se mantiene idéntico.
Acaba su relato el Padre Crawley, con el desenlace de la entrevista que fue, como cabía esperar, en la rotunda negativa del Rey: «Esto, ¡jamás! No lo puedo hacer como creyente. Personalmente soy católico, apostólico y romano. Y como quisieran insistir, los despedí con una venia». La respuesta del portavoz de aquella delegación implicaba el cumplimiento de una profecía que se vería realizada doce años más tarde: «Lo sentimos, pues Vuestra Majestad acaba de firmar su abdicación como rey de España y su destierro[200]».
La conclusión es que si Alfonso XIII no persiguió oficialmente a la masonería ni llegara a pensar en establecer un Tribunal especial para su represión como hizo Franco, lo cierto es que le plantó cara a título personal, sí, pero en su calidad de Rey Católico.
El hijo póstumo de Alfonso XII, conocía desde niño la infiltración masónica existente en la clase política desde mucho antes de su nacimiento: el partido Liberal estaba trufado de masones desde sus orígenes, comenzando por políticos de la talla de Sagasta, —su nombre simbólico era Paz— que llegó a ser Gran Comendador y Gran Maestre del Gran Oriente de España[201], uno de los protagonistas de la Gloriosa, republicano y, tras larga evolución política, baluarte de la Restauración. Es decir, el niño que nació rey, había tenido masones en su entorno toda su vida; formaron parte de sus primeros gobiernos; presidieron algunos de los mismos, como en el caso de Moret; estaban en la misma trama de la clase política: debió llegar muy pronto a la conclusión de que resultaba imposible erradicarlos. Y sin embargo debió pensar que podría mantenerlos a raya, aunque no se puede generalizar; no todos actuaban de la misma forma ni con la misma intensidad servían a los fines de la secta. Dejando a un lado a las personas, la lucha la mantendría contra dicha secta, o para ser exactos con los fines de la misma.
Se vio, en definitiva, en la misma tesitura que Isabel II: reyes constitucionales, profundamente católicos, que decidieron poner «el peso de la Corona en la balanza del catolicismo» empleando una frase de Isabel II, de su correspondencia con Pío IX[202].
Así, la cuestión religiosa, durante su reinado, llegó a ser uno de los principales focos de tensión entre la Reina y sus gobiernos, hasta la crisis final que marca ya el inicio de la conspiración contra la dinastía: la provocada por el intento de Isabel II de reparar los efectos de la desamortización. La Gloriosa es una revolución preparada por grandes personajes de la masonería, entre los que debemos destacar al ya mencionado Sagasta, pero también a Prim[203] o Ruiz Zorrilla.
Existe un claro paralelismo entre las dos conspiraciones que expulsaron a la dinastía tanto en el siglo XIX como en el XX: hubo, en ambas un fuerte componente anticlerical y masónico.
En cuanto a la lucha que Alfonso XIII sostuvo con la masonería, pudo comprobar muy pronto que, según en qué momentos, podía ser a muerte. De masónico ha calificado, con toda razón, Ricardo de la Cierva el atentado contra los Reyes el día de su boda. Ya hemos mencionado el asunto, pero merece la pena detenerse en algunas consideraciones al respecto: como sostiene de la Cierva los tres implicados en el atentado fueron masones.
La condición masónica de Francisco Ferrer y Mateo Morral está demostrada históricamente y avalada además por un consenso general de las fuentes que tratan de ellos. También está demostrado que fue Francisco Ferrer el inductor del proyecto regicida de Mateo Morral… Para completar el cuadro masónico de 1906 es necesario mencionar a un tercer vértice del «triángulo» asesino; el conocido escritor y periodista, masón reconocido, José Nakens, que… prestó apoyo y encubrió a Mateo Morral y fue después procesado junto con Morral y Francisco Ferrer[204].
El autor advierte que se ha impuesto la obligación de desmantelar el mito de Ferrer, convertido por la izquierda y la masonería europeas en «ilustre pedagogo», cuando lo mejor que puede decirse de él es que fue un «criminal cobarde», en palabras de Unamuno. Suscribimos la urgente necesidad de situar su figura en el lugar que, en justicia, le corresponde, y seguimos repasando la Historia con de la Cierva:
El proceso contra Mateo Morral, Francisco Ferrer y José Nakens empezó a sufrir sospechosas demoras en medio de ocultas y crecientes presiones. En los debates parlamentarios sobre el regicidio quedó demostrada la culpabilidad de Ferrer y de Nakens. El fiscal señaló expresamente a Francisco Ferrer como inductor y a Nakens como encubridor de Mateo Morral. La sentencia absolvía increíblemente a Ferrer pese a reconocer su culpabilidad en los considerandos… Un diputado radical, muy próximo a la Masonería, reconocía que el desenlace del proceso por el atentado se debió a «presiones de todos conocidas». Presiones de la Masonería que no permitía el castigo de un indudable crimen masónico[205].
José Nakens —director y editor de El Motín, un periódico anticlerical y republicano—, había encubierto también a Angiolillo, el asesino de Cánovas, y reconoció abiertamente su complicidad en ambos crímenes en carta al director de La Correspondencia de España, en la que relata la fuga de Morral y su propia participación en la misma[206].
Es decir que el asesino no estaba solo, aunque no saliera con vida del atentado[207]: Su jefe e inductor del mismo, Ferrer Guardia, sí logró, en cambio, eludir la condena: sus «hermanos» tuvieron, en 1906, la fuerza suficiente como para que, probada su culpa, quedara impune su responsabilidad en un atentado contra el Jefe del Estado, que se saldó con un balance de 28 muertos y más de 100 heridos. A estas víctimas habrían de sumarse el centenar de víctimas de la Semana Trágica, desencadenada tres años más tarde, gracias a la impunidad de su autor. A esto nos referimos al proclamar la necesidad perentoria de señalarle como lo que fue: el mayor terrorista de la Historia de España, convertido en modelo pedagógico y mártir del laicismo en nuestros días. Resulta tan grave como significativo, el hecho de que una Fundación lleve su nombre, tomando el testigo de los trabajos por la laicidad de la Liga de los Derechos del Hombre. Dicha fundación mantiene —como la desparecida Liga— una estrecha vinculación con la masonería: su presidente, el catedrático de la Universidad de Barcelona, Joan Francesc Pont, es también presidente del Supremo Consejo Masónico de España. Fue precisamente él quien clausuró la capilla universitaria de aquella institución en plena campaña laicista a principios de 2011, como admitió en presencia del autor de esta tesis en el programa de Intereconomía TV, Con otro enfoque, en marzo de aquel año. Dicha fundación organizó el homenaje a Ferrer Guardia en el centenario de su muerte, formando parte del comité organizador —presidido por Pasqual Maragall—, dos ministros del Gobierno de Rodríguez Zapatero; Angel Gabilondo (de Educación) y Ángeles González Sinde (de Cultura)[208], además del entonces presidente catalán José Montilla y Narcís Serra, lo que prueba hasta qué punto el socialismo español trataba de enaltecer la figura del terrorista.
Pero, en relación con el atentado contra los Reyes, quizá lo más significativo fue, de todos modos, no solamente que no se condenara a Ferrer, sino el hecho de que la mañana de su boda tanto el Rey como su madre tuvieran en su poder una fotografía de Mateo Morral que les había sido entregada junto con sendos anónimos. La Reina Victoria Eugenia se lo reveló a Marino Gómez Santos, más de medio siglo más tarde, con estas palabras:
El nerviosismo del Rey es muy explicable, porque había recibido ya un anónimo con la fotografía de Morral, diciendo que iban a tratar de evitar que esa boda tuviera lugar, o matándome a mí o matándole a él… La Reina Cristina también recibió el mismo anónimo… Entonces, antes de salir de Palacio, el Rey le dijo a su madre: «Proteja, proteja a mi novia». La Reina le contestó: «Te lo prometo[209]».
Resulta sorprendente que los reyes tuvieran la foto del terrorista antes del atentado; más aún si se piensa que les llegó no por la Policía sino acompañada de un anónimo. Más sorprendente resulta todavía si tenemos en cuenta que dicho terrorista se alojaba a escasos metros del Palacio Real (en el n.o 88 de la calle Mayor) desde hacía diez días, y que su habitación contaba con un balcón sobre el recorrido de la comitiva regia. Ciertamente, los medios de la Policía española no eran los mejores, pero había recibido refuerzos para la ocasión, de la francesa, la inglesa y la alemana, porque era un secreto a voces que ocurriría el atentado. Por otra parte, los novios salieron vivos de milagro, en medio de una calle sembrada de muertos y heridos. Esta es otra investigación histórica pendiente. Porque si quedó probada la trama masónica del atentado, y el apoyo de las logias fue de tales proporciones que lograron la libertad del responsable, cabe preguntarse, ¿qué papel representaron los masones que ocupaban entonces cargos de la mayor responsabilidad?
El mismo Jefe de Gobierno, Segismundo Moret, —que se retrasó, por cierto, al recoger a la novia del Rey— era grado 33.o de la masonería[210]. No parece, en cualquier caso, que Alfonso XIII desconfiara de él, ya que no aceptó su dimisión, presentada, como es lógico, a consecuencia del atentado. Pero lo sucedido el día de su boda, describe la confusa situación en que se encontraba el Rey respecto de la masonería: ciertas logias tramaban su muerte, mientras que en otras se encontraban sus ministros liberales. Estos no pudieron impedir la matanza de 1906, pero otros masones, en cambio, lograrían la impunidad del responsable. Falta, sí, una profunda investigación sobre el asunto, y aunque el secreto masónico no constituya precisamente una ayuda, podría avanzarse bastante en esa dirección, a la vista de los datos conservados.
En cualquier caso, la masonería en general no dejaba de ver en la Monarquía uno de los grandes «obstáculos tradicionales», siendo la Iglesia el otro de ellos. Y la consideraba de ese modo, como en tiempos de Isabel II, por estorbar el proyecto laicista que propugnaba el Partido Liberal, y toda la izquierda hizo suyo desde el principio. Certeramente lo resume Ricardo de la Cierva:
El anticlericalismo de los liberales […] coincidía en la lucha tenaz que la Institución Libre de Enseñanza —con la incorporación entusiasta de los socialistas desde la primera década del siglo— mantenía contra la que pudiéramos llamar «constelación jesuítica», es decir contra la Compañía de Jesús y las congregaciones afines —marianistas, religiosas del Sagrado Corazón, etc.— que se habían creado a partir de la Revolución Francesa para proseguir la obra docente y social de la Compañía perseguida[211].
En primer lugar, de una vez por todas, deberíamos distinguir entre el rechazo contra el clero y la persecución de los principios del Cristianismo que es lo que preside, la mayoría de las veces, las actitudes que solemos englobar, con excesivo simplismo, en el concepto genérico de «anticlericalismo». Cuando los liberales deciden prohibir la instalación de nuevas congregaciones religiosas —como en el caso de la llamada Ley del Candado— se les puede tachar de anticlericales, pero cuando tratan de prohibir la enseñanza del Catecismo, realmente demuestran una clara animadversión a la doctrina católica, más que otra cosa. Pero, en cualquier caso, está claro que tanto durante el período isabelino como en la Restauración, la Corona trató de frenar aquellas medidas laicistas hasta donde le fue posible.
Alfonso XIII firmaría la Ley del Candado con la misma repugnancia que su abuela las medidas desamortizadoras de Madoz; como parte de un mal menor que no podían evitar. Tanto uno como otra, no acertaban a ver la posibilidad de hacer algo más que aceptar el laicismo de la mitad de sus Gobiernos, respaldando a la Iglesia con el «peso de la Corona», que no dejaba de ser poco más que un peso moral. Y, en cuanto a la masonería, quedaban lejos los tiempos de sus antepasados Luis XV, Fernando VI o Carlos III, que la prohibieron siguiendo las condenas pontificias; en la España de la Restauración, heredera del liberalismo en definitiva, la prohibición se les presentaba como una opción imposible.
Ahí reside la diferencia entre los Reyes, herederos de la Monarquía Católica, y Franco: este último, a la hora de crear un Estado de nuevo cuño, desvinculado por completo del pasado inmediato, considerado antiespañol —del mismo modo que Alfonso XIII consideraba antiespañola la II República— decidió extirpar la masonería con todos los medios a su alcance. Actualmente, la secta blasona de aquella persecución, por parte de un régimen que trata de proscribir a perpetuidad, habiéndolo logrado ya casi por completo.
También en esto aparece un nuevo paralelismo entre el Rey y el General, aunque, nuevamente, con diferencias de matiz: la condena contra Alfonso XIII se realizó de manera inmediata por parte de la misma clase política que le arrebató el Trono y le expulsó de España: ya en las Cortes Constituyentes de 1931 se juzgó al Rey, en el curso de un proceso esperpéntico, y se le condenó por Alta Traición. En cambio, en el caso de Franco, la condena se ha ido configurando en el transcurso de un largo proceso, iniciado de forma más bien velada, desde la Transición para convertirse en objetivo del propio Gobierno desde la llegada al poder de Rodríguez Zapatero, con el apoyo internacional, como hemos visto, de los socialistas, que han llevado el asunto a las instituciones europeas y al propio Parlamento español. El último acto sería el representado por el juez Garzón en ese mismo período.
Franco había muerto hacía décadas, del mismo modo que Alfonso XIII estaba fuera del alcance de sus jueces por vivir en el exilio. Pero en ambos casos se buscaba lo mismo: la condena definitiva ante la Historia de dos Jefes del Estado español, caracterizados ambos por su visión de España. Una visión estrechamente vinculada con su profesión de fe católica y su oposición a unas mismas fuerzas internacionales —y también españolas— que calificaron los dos de enemigas de la Patria. Ninguna de las condenas tuvieron, por cierto, la menor base democrática: no venían del pueblo que gobernaron, sino de operaciones de propaganda meticulosamente organizadas.
4. El Sagrado Corazón y la Memoria Histórica
4. El Sagrado Corazón y la Memoria Histórica
Aquel primer monumento del Cerro de los Ángeles, inaugurado con tanta solemnidad y polémica, tuvo una corta existencia: diecisiete años y dos meses. El 7 de agosto de 1936, fue dinamitado después de varios intentos fallidos. Pusieron en ello un empeño asombroso: en lugar de ir al frente, grupos de milicianos dedicaron varios días a preparar barrenos bajo la estructura. Previamente había sido fusilado varias veces, convertido en blanco de las milicias durante los primeros meses de la Guerra, inmortalizando la escena una fotografía que dio la vuelta al mundo; la imagen más simbólica de lo que se ha llamado el «martirio de las cosas», reflejo de un odio que trasciende cualquier ideología política. Como afirmaba la B. A. C. en su obra Historia de la Persecución Religiosa en España:
Aunque les falte a los objetos inanimados la condición indispensable de padecer consciente y libremente, resalta, en cambio, en su aniquilamiento el odio a lo que está detrás, a Dios, que representan, o, al menos, a la fe humana en ese Dios y en la Iglesia por Él fundada[212].
Ciertamente, pocas imágenes tan simbólicas como la de unos hombres fusilando al Sagrado Corazón, imagen por excelencia del Amor Misericordioso entregándose al hombre. El origen de todo un culto específico dentro de la Iglesia que añade matices a la Teología desde hace siglos. Pero ya el rechazo que provocó la consagración de España en aquel lugar al que llamó Alfonso XIII «Rey de Reyes y Señor de los que dominan», anunciaba los fusilamientos de 1936; fueron los autores de tales condenas públicas más culpables de lo que ocurría entonces, que los mismos milicianos con toda su barbarie. Porque les separaba de estos un abismo cultural, y habían atizado aquel odio preternatural durante décadas desde sus cátedras y tribunas.
Allí, previamente, fueron fusiladas cinco personas de extracción humilde por su condición de católicos: cinco obreros de las Compañías Obreras del Sagrado Corazón[213]. En noviembre de ese mismo año, el general Varela ocupaba en Cerro, encontrando solamente un montón de escombros, entre los que se hallaría el corazón de la imagen, conservado por las carmelitas descalzas, que volvieron a instalarse allí.
Franco decidió reconstruir el monumento nada más acabar la Guerra. En 1939, mientras proyectaba ya la construcción del Valle de los Caídos, ponía en marcha la reconstrucción del Monumento al Sagrado Corazón, cuya primera piedra se colocó el 18 de julio, tercer aniversario del inicio de la Guerra.
En 1944, a pesar de encontrase en plena construcción, se celebró solemnemente el 25 aniversario de la inauguración por Alfonso XIII: la destrucción de aquel monumento nacional, en modo alguno invalidaba el hecho trascendental de la consagración de España. La celebración se convirtió en un acto multitudinario —más de 100 000 personas— con asistencia del propio Franco que dijo en su discurso buscar en aquel acto «la reparación pública por la sacrílega profanación de que fue objeto», así como mostrar la gratitud de España al Sagrado Corazón «fuente de nuestros bienes y símbolo de esperanza para nuestra Patria, a la cual hizo objeto de su predilección[214]».
Las obras del nuevo monumento se prolongaron hasta 1965. El 25 de junio de aquel año Franco acudía a la inauguración y renovaba la consagración utilizando la misma fórmula que en 1919 leyera Alfonso XIII. Pocos cambios introdujo en la misma, salvo la mención al Ejército del Aire, que 46 años atrás no existía:
Bendecid a los Ejércitos de Mar y Aire, brazos armados de la Patria, para que en la lealtad de la disciplina y en el valor de sus armas sea siempre salvaguarda de la nación y defensa del derecho[215].
Coincidía, como vemos el punto de vista que el rey y el general mantenían en cuanto al papel del Ejército, pero debe destacarse que también Franco utilizase la fórmula de Alfonso XIII, como muestra de que lo que aquel día él llevaba a cabo en el Cerro de los Ángeles, no era sino una renovación del acto de 1919. Un dato más, y de la mayor relevancia, venía a destacar aquel día la voluntad de Franco de enlazar con la trayectoria de la Monarquía Hispánica: le acompañaba el Príncipe don Juan Carlos, nieto de quien consagrara España al Sagrado Corazón, y muy pronto sucesor «a título de rey» del propio Franco.
El mismo año de su designación, volvería una vez más el Jefe del Estado al Cerro de los Ángeles, para celebrar, esta vez, el 50 aniversario de la consagración. El diario Ya, en aquella ocasión, resumía el profundo significado histórico de aquel aniversario:
Desde aquel 30 de mayo de 1919, tres veces más en cincuenta años ha subido España, representada por su más alta autoridad a este Cerro de los Ángeles. La primera fue el día de San Fernando, rey de España, y por deseo de un rey también, don Alfonso XIII, que consagró la nación al Sagrado Corazón de Jesús. La segunda, veinticinco años después, el 30 de mayo de 1944. El monumento estaba en ruinas, pero se quiso recordar el aniversario de aquel mayo de 1919. Fue también un acto de reparación nacional, que presidió el jefe del Estado, Generalísimo Franco. La tercera vez el 25 de junio de 1965. Se inauguraba el nuevo monumento nacional al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles. En esta ocasión el Jefe del Estado, Generalísimo Franco, hizo la renovación de la Consagración al Sagrado Corazón de Jesús.
Y la cuarta vez que España sube oficialmente al Cerro de los Ángeles ha sido hoy, a los cincuenta años después de aquella mañana del 30 de mayo de 1919 que abrió la senda. Nuevamente Franco se acercó hasta el altar al pie del solemne monumento y repitió las palabras de la consagración de España. Son casi literalmente las mismas palabras que había leído medio siglo antes don Alfonso XIII[216].
Aparecía el nexo entre los dos Jefes del Estado en este artículo, resumido en su devoción, idéntica, al Sagrado Corazón, cuyo monumento, construido por el Rey y vuelto a construir por el General en el mismo emplazamiento, constituía para los dos algo más que un símbolo de la España católica, vinculada a la Monarquía desde antes de la Reconquista, representada por San Fernando, antepasado y antecesor de Alfonso XIII. Aquel monumento representaba la protección que la Nación consagrada recibiría de Dios, a través de los peores avatares históricos. Una misma visión trascendente de España, como decíamos al principio. Y en esa visión todo lo que la izquierda aborrece: una visión de España como nación consagrada, desde sus orígenes cristianos; valladar de la Cristiandad frente al Islam o cualquier otro enemigo de la Iglesia; heredera de Roma, pero también del Reino Godo; la España de los reyes cruzados frente a la España laica de la alianza de las civilizaciones de Rodríguez Zapatero.
El Sagrado Corazón nos trae al presente. La cuestión del Valle de los Caídos, por su volumen y su repercusión mediática, ha logrado que otras iniciativas laicistas pasaran desapercibidas aunque de ningún modo pueden desvincularse de la LMH y las asociaciones que con el nombre de la Memoria Histórica en sus siglas, han servido al Gobierno de Zapatero y a toda la izquierda en su campaña de eliminación de todo signo de cristianismo; de momento de los espacios públicos.
Un ejemplo ilustrativo del movimiento que se ha puesto en marcha desde el ejecutivo socialista y las organizaciones que subvencionaba con escandalosa prodigalidad, fue la campaña iniciada en San Fernando (Cádiz) por la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica de la Guerra Civil, Represión franquista y Guerra civil (sic) en San Fernando (Amere) precisamente para conseguir la retirada del mosaico del Sagrado Corazón de la fachada del Ayuntamiento de esta localidad. Merece la pena leer detenidamente el comunicado al diario Bahía de Cádiz en el que Amere se congratulaba de la inminente retirada del Sagrado Corazón, en marzo de 2007:
La Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica de la Guerra Civil, Represión franquista y Guerra civil [sic] en San Fernando (Amere) se congratula de que «de una vez por todas» el mosaico del Sagrado Corazón de Jesús «que durante tantos años robó la naturaleza civil al Consistorio isleño», vaya a ser retirado del frontispicio del mismo. Según Amere, así lo anunció recientemente el arquitecto a cargo de las obras de rehabilitación, en una conferencia en la que informó sobre las mismas. Asimismo, esta Asociación hace un llamamiento a la Corporación municipal para que, aprovechando la remodelación de la Casa Consistorial, «de una vez por todas tengan la suficiente valentía para quitar de nuestra magnífica y bonita plaza de España la estatua ecuestre del genocida general franquista Varela, la cual debiera custodiarse celosamente en los sótanos del Museo del Horror[217]».
Lo cierto es que, ya en 2007, lo que requería una buena dosis de valentía no era retirar la estatua de Franco sino mantenerla en su emplazamiento, en plena campaña contra su figura y sus símbolos desatada por el Gobierno central, empezando por Madrid. Por otra parte, podría considerarse este comunicado como un texto anecdótico si no fuera por la gravedad de su contenido y por constituir un perfecto ejemplo de la situación creada por la izquierda en esta campaña —realmente violenta— de manipulación histórica. Por supuesto, en primer lugar y en plena sintonía con las tesis de Garzón, Franco aparece ya como un genocida cuya estatua debe desaparecer, naturalmente, de la «bonita» plaza de San Fernando. Con el mismo argumento del Franco-genocida se ha venido presionando durante los últimos años a la Administración para que procediese a la clausura/destrucción del Valle de los Caídos. Lo curioso es que esa presión venía del mismo Gobierno de la Nación, a través de unos agentes seleccionados al efecto; y también, por supuesto de esta clase de asociaciones, encargadas de crear el adecuado ambiente social. Pero, por encima de este primer ataque, no debemos equivocarnos: se busca la desaparición de todo símbolo religioso cristiano, muy especialmente las representaciones del Sagrado Corazón. Podría parecer algo nuevo para quien no hubiera profundizado en la esencia del laicismo, pero a estas alturas sabemos que no es así de ningún modo: se busca alcanzar los viejos objetivos —ya seculares— de la Liga de los Derechos del Hombre; la implantación inmediata del llamado laicismo, tal como los socialistas lo entienden o tratan de disfrazarlo. Es la erradicación del Cristianismo lo que buscaban Morayta, Simarro, Ferrer Guardia, Azaña o demás gobernantes del Frente Popular; lo mismo, exactamente, que buscaba Rodríguez Zapatero y sigue tratando de conseguir el PSOE.
La vinculación entre catolicismo y franquismo, descalificados en la misma medida, era obvia en el comunicado de Amere:
En un comunicado remitido a DIARIO Bahía de Cádiz, la Asociación recuerda que el mosaico del Sagrado Corazón de Jesús en el Consistorio fue instalado entre los años 1939 y 1940 bajo el mandato de la primera Corporación franquista, «al calor del nacional-catolicismo promovido por los pistoleros falangistas y alentado por el clérigo castrense de infausto recuerdo Recaredo García Sabater, sacerdote que alentó a los fascistas a “depurar” la sociedad isleña fusilando a cuanto ciudadano se hubiera significado como político republicano de izquierdas (caso del llorado alcalde Cayetano Roldán) o como sindicalista».
Constituye un ejemplo ya clásico de esta clase de manifiestos panfletarios, propios de los propagandistas de la Memoria Histórica: pistoleros, dirigidos por un cura a la caza de republicanos y sindicalistas indefensos, «al calor del nacionalcatolicismo». Parece calcado de las arengas que lanzaban en 1936 a las milicias contra las iglesias y los católicos. Pero no terminan aquí las coincidencias: hablando del mosaico, Amere decía lo siguiente:
Desde el punto de vista artístico, la colocación del mosaico constituyó «un auténtico atentado artístico y estético, por cuanto para su colocación se eliminó trozo de cornisa». Por ello, amén del carácter simbólico y de justicia histórica que para Amere tiene su retirada «la eliminación significará devolver al edificio su imagen original, eliminando un pastiche de dudoso gusto[218]».
Lamentan la eliminación de una cornisa, pero defienden la destrucción de un monumento, convertido, además, en seña de identidad de un pueblo, aparte de su significado religioso: es lo que ocurrió, tres años después de lo de San Fernando, con el «Cristo de Monteagudo», en Murcia[219]. Allí, una asociación llamada Preeminencia del Derecho, llegó hasta el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, en 2010, solicitando la «retirada» del Cristo por considerar improcedente su presencia en un espacio público —nótese que se trata del mismo argumento esgrimido en el caso del cierre de las capillas universitarias por su promotor, el masón de grado 33.o, Joan Francesc Pont[220], presidente de la Fundación Ferrer Guardia— calificando el monumento de reliquia del franquismo. El presidente de dicha asociación, José Luis Mazón, y su vicepresidenta, Encarnación Martínez Segado, empleaban los mismos argumentos, y un lenguaje idéntico a los de Amere, al referirse al Cristo en los siguientes términos:
… reliquia del totalitarismo católico impuesto por el régimen de Franco, que sobrevive sobre el castillo musulmán de Monteagudo, cuya belleza destroza[221].
Resulta significativo que en este caso la iniciativa no partiera de una asociación apellidada de la Memoria, sino de juristas «a favor del Derecho», aunque, por la identidad de fines y medios, bien podría haber formado parte de ellas. Debemos destacar la identificación entre catolicismo, totalitarismo y franquismo, característico de los autores que en los últimos años han condenado radicalmente aquel régimen, muy frecuentemente desde el ataque a la Redención de Penas y a la construcción del Valle de los Caídos. Aparece solamente una nota distintiva: el deseo de recuperar la belleza de un monumento musulmán. Y es que frecuentemente la misma izquierda que rechaza el Cristianismo, profesa una rendida admiración por el Islam, y suele presentarlo incluso como modelo de tolerancia. Pero recuperando el hilo de nuestro discurso, tenemos que destacar, que los representantes de Preeminencia del Derecho, ocultan una parte esencial de la verdad: para valorar realmente el significado del Cristo de Monteagudo, debemos recordar que el Régimen de Franco no hizo otra cosa sino volver a construir el Monumento al Sagrado Corazón que se levantaba en el mismo emplazamiento desde el reinado de Alfonso XIII y fue destruido durante la Guerra Civil con la misma saña que el del Cerro de los Ángeles. De hecho, su historia es paralela: inaugurado, el de Monteagudo, en 1925 (seis años después de ser inaugurado el del Cerro), fue destruido igualmente en 1936, por las mismas causas y de la misma manera, para ser reconstruido, en el mismo emplazamiento, en 1951 por el mismo escultor, Nicolás Martínez Ramón, que había realizado la primera escultura. Mide 10 metros de altura y es visible desde buena parte de la Huerta de Murcia al ser este pueblo su punto más alto. Sigue siendo, además, un centro de espiritualidad: todos los años, el día del Sagrado Corazón se celebra allí una peregrinación de miles de personas. Ángel Fuentes, que dirige cada año la peregrinación, dijo entonces en defensa del monumento, para La Opinión de Murcia: «Lleva allí en el monte casi un siglo y forma parte de nuestra cultura, por lo que es un símbolo que merece ser respetado, que sea venerado o no ya depende de cada uno, pero en ningún caso se debe eliminar, pues eso sería atacar directamente la fe de muchas personas[222]».
En otras palabras, pedía tolerancia, de la manera más ponderada, poniendo al descubierto el fanatismo que había promovido aquella polémica delirante. Hay que decir que la iniciativa de los juristas chocó frontalmente con la población y el propio Ayuntamiento, pero estaba en consonancia con las iniciativas que, al amparo de la LMH, trataban de eliminar todo símbolo de Cristianismo por vía judicial.
Lo que representa una grave amenaza para la libertad de cultos (que los representantes de Preeminencia del Derecho tuvieron la osadía de invocar en su demanda), es que los juristas en cuestión no están solos, ni la suya era una petición lanzada al albur: basaban su solicitud en la llamada «jurisprudencia Lautsi» del Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo, que obligó al Estado italiano a retirar los crucifijos de las aulas de los colegios públicos[223].
El proyecto laicista no es privativo de Rodríguez Zapatero ni de los socialistas, sino que forma parte de un claro designio mundialista que progresivamente se impone en la instituciones internacionales, y, con plena conciencia de su secuestro del lenguaje, esgrime unos supuestos derechos humanos para violar los de los de millones de cristianos. Empezando por el principio, supuestamente tolerante, de reducir el «hecho religioso» a la esfera privada. Así, repetidamente, se invoca la desaparición de los símbolos cristianos —los de otras religiones, por ahora, no parecen ser incompatibles con los proyectos laicistas— del espacio público. Aunque para ello sea necesario destruir monumentos de la mayor relevancia: la campaña que se inició en Estrasburgo contra el crucifijo, muy pronto llegó a España donde se presentaron reclamaciones similares en algunos colegios.
Por otra parte, evocan los nuevos ataques al Sagrado Corazón a los que se recogieron en 1919 con motivo de la inauguración de su monumento en el Cerro de los Ángeles. Parecen sus autores conocer lo que dijeron entonces los Morayta, los Besteiro, los Pablo Iglesias de entonces. Ocultan su rechazo a Dios con remilgos estéticos de sibaritas versados en Arte Contemporáneo, o con la reivindicación de «ganar» el espacio público con la desaparición de los símbolos cristianos. Podrían estar ocultando así el fondo de la cuestión: su violento rechazo contra lo que representan el mosaico, o el monumento, mucho más que contra el «pastiche» o la escultura monumental: su cristofobia en definitiva. Franco, Alfonso XIII, la España católica en suma, contra la de la manipulación histórica, fanática e intolerante ya hasta en su lenguaje feroz. Y como arma arrojadiza, lo más lejano de tal concepto: El Sagrado Corazón de Jesús.
El Valle de los Caídos no ha sido el único símbolo de Cristianismo atacado. Los atacantes han ido hasta la esencia. Ricardo Latorre, en su libro La Libertad Religiosa y España 2011, incluye un artículo de Pío Moa, en el que su autor, refiriéndose a la II República, afirma: «La cruz fue erradicada del espacio público y destrozada incluso en los cementerios[224]». Latorre que sostiene, acertadamente, que la campaña contra el Valle, debe encuadrarse en el ataque a la libertad religiosa que protagonizaba el Gobierno, subraya en otro capítulo de la misma obra, que durante su mandato comenzó la cruz a ser retirada de algunos colegios, como en los casos de Valladolid, en 2006 y Palencia en 2007, del mismo modo que se clausuraban capillas universitarias con diferentes pretextos, a raíz de profanaciones, supuestamente espontáneas, que empezaban a tener lugar en algunos campus: casos de Somosaguas, Barcelona y Valladolid. Hay que decir que dichos ataques suscitaron en la mayoría de los casos tales reacciones —insospechadas para sus promotores— que se vieron frustrados en sus objetivos, pero sirvieron para poner de manifiesto el origen de aquellas actuaciones antidemocráticas. Como demostración de la importancia que el Gobierno de Rodríguez Zapatero había otorgado a esta campaña contra los símbolos del Cristianismo, basta un solo dato: en abril de 2012, el Gobierno de Rajoy recortaba en un 60% la cobertura financiera a la LMH, que se veía reducida «solamente» a 2 500 000 de euros, frente a los 6 200 000 que se le adjudicaban hasta la fecha[225]. En la España de los 5 000 000 de parados, con un país en plena recesión, Rodríguez Zapatero no renunciaba a su proyecto de recuperación de la Memoria republicana, lo que ha servido, de paso, para propiciar la consecución de uno de sus principales objetivos: la imposición del laicismo. Viejo designio de la Liga de los Derechos del Hombre, alimentado en nuestros días por el Instituto Bartolomé de las Casas, de la Universidad Carlos III; de los liberales del XIX; del Frente Popular, y siempre del socialismo, con Rodríguez Zapatero (en un punto álgido), y después de él, mirando al futuro. La campaña contra el Valle de los Caídos no era un hecho aislado, sino parte de una costosa estrategia, mantenida con el mayor tesón por el Gobierno socialista incluso en los momentos más críticos. Para sostenerla ha contado con el apoyo de una red de asociaciones —de la Memoria Histórica en la mayoría de los casos— diseminadas por varias provincias españolas. Aparte, desde luego, de sus apoyos externos.