Capítulo 6: Antecedentes, génesis del proyecto y legislación

Seguiremos, en los tres primeros puntos de este capítulo, el trabajo, inédito, del padre Santiago Cantera, (OSB), mencionado en la Introducción, al tratar de los orígenes de esta figura y sus antecedentes en el Derecho comparado, empezando por diferenciar entre la misma y otros regímenes penitenciarios.

1. Trabajos Forzados y Redención de Penas

1. Trabajos Forzados y Redención de Penas

Suele confundirse, intencionadamente o no, el sistema de la redención de penas por el trabajo, establecido por el régimen de Franco, con la pena de «trabajos forzados», introducida, junto con la deportación, en la Europa posterior a la Revolución Francesa, y consagrada en varias legislaciones occidentales durante la edad contemporánea.

El precedente más antiguo de los trabajos forzados, en la Edad Moderna, se encuentra en la legislación inglesa del siglo XVIII. El Reino Unido la utilizó para castigar, junto con toda clase de delincuentes, a los rebeldes irlandeses, deportándolos a Australia, donde debían realizar distintos trabajos, hasta 1868, en que fue abolida.

Francia la había introducido en su sistema penal en 1854, como «transportación con trabajos forzados», enviando a los condenados a la Guayana francesa, mientras que en Rusia se aplicaba ya desde principios de siglo, enviando a Siberia a sus deportados. La U. R. S. S. mantuvo el sistema desde sus inicios, en la revolución de 1917, dando lugar a los gulags, que siguieron funcionando hasta el final de la Unión Soviética. La Alemania nazi aplicó el sistema dentro de su territorio y en las zonas ocupadas, dando lugar a los más conocidos campos de concentración, convertidos durante la II Guerra Mundial en «campos de exterminio». También en el siglo XX se implantó el sistema en los países con regímenes comunistas como China, Corea del Norte y Cuba, entre otros.

Se trata, en cualquier caso, de una pena durísima que incluye, en la práctica, dos castigos: la deportación y, además, los trabajos forzados, contemplados, simplemente, como una parte de la misma pena, sin que al reo le aporte su trabajo, antes al contrario, ninguna clase de beneficio. Es importante aclarar, ante todo, por la finalidad de este trabajo, la naturaleza de la pena de trabajos forzados, completamente distinta a la Redención de las Penas por el Trabajo, tanto en sus fundamentos doctrinales como en sus efectos sobre la situación del reo.

2. Precedentes históricos en el Derecho Comparado

2. Precedentes históricos en el Derecho Comparado

Paralelamente se desarrollaba en Europa otra modalidad de pena, —practicada ya con anterioridad a la generalización de los trabajos forzados en el Continente— relacionada con el trabajo de los reclusos, en la que el propio trabajo ya se contemplaba no solo como parte del castigo, junto a la privación de libertad, sino como procedimiento de regeneración del delincuente.

Aparecen, ya en el siglo XVI, las llamadas «casas de trabajo o de corrección» en Inglaterra, Alemania, y Holanda, y más tarde, ya en el XVII, también en Austria e Italia. Los trabajos que en ellas se realizaban, abarcaban desde las hilaturas y telares (para las mujeres), hasta las obras públicas tanto en fortificaciones como en urbanismo en general.

El primero de aquellos establecimientos en contemplar no solamente la rehabilitación del preso sino su reforma moral fue el Hospicio de San Miguel, creado en 1704, por el Papa Clemente XI, para criminales jóvenes, en Roma. En aquella prisión se les enseñaban oficios y trabajaban en común, mientras los religiosos, encargados de ello, se ocupaban de su formación moral.

El inglés John Howard, trató de implantar en su país, el modelo del Hospicio de San Miguel, con sus principales características: educación religiosa, trabajo en común y aislamiento parcial de los reos.

En Estados Unidos, en aquella época, trató de implantarse el modelo de Howard por la Sociedad de Filadelfia, dirigida por William Penn, muy criticado por defender un «sistema celular extremo», es decir, de aislamiento del preso.

Más parecido al modelo romano, fue el «sistema de Auburn», implantado, a principios del siglo XIX, en el estado de Nueva York. Combinaba el trabajo en común, y absoluto silencio, de los presos, con su aislamiento celular por la noche y los domingos.

Pero el precedente más claro de la redención de penas por el trabajo son los llamados sistemas progresivos, originados en Inglaterra, durante el siglo XIX. Su nombre obedece al hecho de que el preso fuera pasando por diferentes fases, aumentando su libertad, y mejorando su situación, pensando en su vuelta a la sociedad.

Los sistemas progresivos constituyen el más claro precedente del sistema de redención de penas, ya que establecen una retribución del trabajo del reo:

[…] el trabajo penitenciario adquiere, con la aparición de los sistemas progresivos, un carácter eminentemente correctivo y se acepta […] que una parte del producto del mismo se destine a los penados para la satisfacción de sus necesidades[298].

Dicha corriente se extendió gracias a los Congresos Penitenciarios Internacionales, que tuvieron lugar, durante el siglo XIX, en distintos países europeos.

Es también durante el mismo siglo, cuando empieza a valorarse el trabajo al aire libre como un medio de regenerar al preso, a partir de la Escuela Positiva, en la que destaca el penalista Enrico Ferri, militante socialista, autor de la Sociología Criminale[299] En España, defienden el régimen de tareas al aire libre, Moret y Canalejas, y ya en el siglo XX, el catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, Dr. Eugenio Coello, que escribe, en 1934:

[…] esta forma de ejecución de la pena […] caracterizada por el trabajo «al aire libre» […] presenta no pocas ventajas: es más higiénica y saludable que la reclusión […] Sus resultados parecen en todas partes excelentes y esto explica su adopción en numerosos países[300].

Dicha modalidad fue la practicada en los denostados destacamentos penales de la posguerra española, incluyendo los que funcionaron en el Valle de los Caídos.

El Código Penal del Imperio Alemán, de 1872, contempla la posibilidad de que el reo, a petición propia, trabajase, dentro o fuera de la prisión. Se trata de un paso trascendental en relación con la redención de penas, ya que por primera vez se cuenta con la voluntad del preso a la hora de elegir la modalidad en que se cumplirá su condena, en función de sus aptitudes. El filósofo y penalista, Adolf Merkel, presenta el sistema alemán como la mejor solución[301].

A mediados del siglo XX, el trabajo de los presos estaba contemplado en la mayoría de países, incluyendo los de Europa, como señala el autor inglés C. R. Hewitt, en 1961, que recoge, como normal, el hecho de que las autoridades penitenciarias de Europa y Estados Unidos, buscaran contratos para los penados[302]. Comenta la visión negativa del trabajo penitenciario que tenían los sindicatos de la época, contemplándolo como una hipotética competencia, posibilidad que ya había contemplado, como veremos, la legislación franquista, al introducir la redención de penas en el sistema español. Se trató entonces de impedirlo, dando prioridad, como veremos, a los trabajadores libres, que, al no haber delinquido, tenían mejor derecho a un puesto de trabajo[303].

Concretamente, han incluido reducciones de condena por el trabajo o la buena conducta, Bulgaria (con un régimen comunista), Portugal, Grecia, Noruega y la URSS, en Europa, y en América, además de los Estados Unidos, Chile, Ecuador, Panamá, Argentina, y Costa Rica. Guatemala adoptó el sistema español de redención de penas por ley de 24 de Noviembre de 1962[304].

3. Precedentes en el sistema penal español

3. Precedentes en el sistema penal español

El primero de los «sistemas progresivos» establecido en el sistema penitenciario español, se debe al Coronel Manuel Montesinos, director del penal de San Antonio de Valencia.

Introducido en 1836, el nuevo sistema dividía el período de permanencia de los reclusos en el penal, en tres períodos, de los que el segundo era ya voluntario. De acogerse al sistema, el preso tenía la posibilidad de trabajar en común durante el día. En el tercer período los reclusos trabajaban fuera de la prisión, a la que regresaban para pernoctar.

Los penados podían reducir sus condenas por buena conducta, algo novedoso que la legislación franquista relativa a la redención de penas por el trabajo, como veremos, contemplaba, dividiendo a los reclusos en tres grupos, con ventajas proporcionales al grado de buena conducta observada.

Al igual que en el sistema franquista, el trabajo de los reclusos era voluntario, y se propugnaba como principal instrumento de su regeneración[305]. En 1869, las Cortes Constituyentes, surgidas de «La Gloriosa», propugnaron el sistema mixto, de aislamiento celular durante la noche con trabajo en común durante el día.

En el sistema penitenciario de la Restauración se regulaba también el trabajo de los presos, instalando talleres en las cárceles. Los presos podían trabajar por propia voluntad o por orden del Estado que concedía la explotación del trabajo de los reclusos a un tercero.

También se desarrolló el trabajo al aire libre, como en los penales de El Dueso y Ocaña, donde los presos se empleaban en tareas agrícolas e industriales.

El sistema progresivo, establecido en el sistema penitenciario español durante el siglo XIX, se mantuvo durante la II República, conforme al Reglamento de los Servicios de Prisiones de 14/11/1930.

Contemplaba cuatro períodos, y, a partir del segundo, los presos pasaban a un sistema mixto de vida celular y trabajo en común, según el esquema establecido, entonces, en todo el mundo. Durante la II República se quiso introducir, dentro del sistema penal español, la pena de deportación, estableciendo, concretamente, una colonia penal en el África Occidental. De hecho, llegó a darse un decreto, en enero de 1933, en este sentido, aunque no llegó a ponerse en práctica, a causa tanto de los avatares políticos como del rechazo general de los penalistas españoles a esta durísima medida.

Algo muy distinto eran las colonias agrícolas, propuestas por Rafael Salillas, autor del tratado La vida penal en España, publicada en 1888[306], donde sostiene que el cumplimiento de las condenas debería hacerse al aire libre, trabajando el recluso en tareas agrícolas, régimen de vida mucho más sano que el de la ociosidad de las cárceles, donde, generalmente el preso solo puede corromperse. Además, destaca la importancia de que, realizando los penados actividades productivas, descargarían al Estado, al menos en parte, de su mantenimiento. Idea que compartían, como veremos, los creadores del sistema español de redención de penas por el trabajo: el padre Pérez del Pulgar y Francisco Franco.

La legislación que inspiraron, y conoceremos en este trabajo, no era, por lo tanto, ninguna rareza jurídica, desconocida en los países occidentales. Lo que la distinguió, desde el principio, fue su interpretación cristiana de la naturaleza humana, el delito y la pena, que dio lugar a un sistema más generoso para con los reclusos que todo lo que se había aplicado hasta entonces en ningún otro país. Y donde se puso en práctica con mejores resultados fue en el Valle de los Caídos durante su construcción.

4. La Redención de Penas en España. El padre Pérez del Pulgar; la idea y su desarrollo

4. La Redención de Penas en España. El padre Pérez del Pulgar; la idea y su desarrollo

Los orígenes del sistema de Redención de Penas por el trabajo, en el franquismo, se encuentran en las conversaciones mantenidas, en plena guerra civil, entre un sacerdote jesuita, el padre Pérez del Pulgar y un militar; el futuro General Cuervo que le propondrán la idea, directamente, al Jefe del Estado antes del final de la contienda.

Don Agustín Pérez del Pulgar y Ramírez de Arellano era una de las grandes figuras de la Iglesia española de principios del siglo XX. Había ingresado en la Compañía de Jesús en 1889, recibiendo la ordenación sacerdotal en 1908, en Limburgo, donde había realizado sus estudios de Teología. Desde 1910 es destinado al I. C. A. I, (Instituto Católico de Artes e Industrias), centro de enseñanza superior técnica de la Compañía de Jesús en Madrid, fundado el año anterior por iniciativa de otro destacado jesuita, el padre Ángel Ayala. Además de darle un impulso decisivo al I. C. A. I., el padre Pérez del Pulgar fundaba en 1914, la Escuela de Montadores Mecanoelectricistas, donde los obreros recibían formación gratuita.

La sede del I. C. A. I. fue incendiada por las turbas revolucionarias, recién proclamada la II República, y un año más tarde era disuelta en España la Compañía de Jesús, pero el I. C. A. I. no desaparece; su sede se traslada a Lieja, bajo la dirección de Pérez del Pulgar, que allí publica, en 1935, en colaboración con J. Orland, la Introducción a la filosofía de las Ciencias fisicoquímicas. Es autor, por último, de cinco volúmenes sobre Electrónica Industrial, publicados entre 1915 y 1920.

El biógrafo del sacerdote, Nicolás González Ruiz, resume así el desarrollo de aquel proyecto que dio origen al sistema de Redención de Penas por el Trabajo[307]:

En la primavera de 1938, en Valladolid, el padre charló un día con el hoy general del Cuerpo Jurídico don Máximo Cuervo […] Respondía [la charla] a una de las grandes preocupaciones patrióticas del padre. Pensaba dolorosamente en la escisión moral de los españoles y le daba vueltas a ese problema imaginando tal vez soluciones posibles y soluciones aplicables. […]

El problema de la recuperación moral de los extraviados ideológicamente tenía por fuerza que imponerse a las mentes que pensaran en el porvenir nacional y en la necesidad de salvar el abismo abierto, logrando una estrecha unidad de los españoles. La oleada de la delincuencia […] sistematizada por el influjo del comunismo ruso, presente en el Gobierno interior de la zona roja, resultaba atroz. No podía quedar impune, lo que hubiera supuesto un quebranto mortal del orden jurídico, ni podía pesar indefinidamente sobre el organismo de la nación como un tumor monstruoso[308].

Efectivamente el problema social e histórico, tenía difícil solución. Las secuelas de una guerra civil de tres años de duración, con un balance de miles de asesinados por la represión en la retaguardia, eran, realmente, monstruosas.

Defender, como suele hacerse, que la implantación de la redención de penas, obedecía al deseo del régimen de resolver el problema carcelario, significa, como mínimo, una simplificación del asunto que no sostiene el más elemental de los análisis. Máxime cuando los mismos autores que sostienen esta tesis suelen presentarlo como un fabuloso negocio del régimen y los empresarios afines que emplearon penados en sus obras, lo que sería una contradicción absoluta. Desde luego aspiraba a resolver el problema originado por el gran número reclusos, pero, como iremos viendo, también contemplaba la introducción en el sistema legal español de considerables ventajas para el penado.

Partimos de la base de que Franco no era partidario de conceder a los presos por «delito de rebelión» una amnistía que juzgaba injusta. Las penas impuestas debían cumplirse. Ese era su punto de vista, como se demostró en el rechazo que el régimen manifestó al canje de prisioneros durante la guerra; los que se encontraban en la zona nacional no estaban detenidos arbitrariamente y, por tanto, no se les podía liberar sin cumplir sus condenas. Pero de algún modo debía llenarse la sima abierta en la sociedad española. Seguimos con la semblanza del padre Pérez del Pulgar:

Apenas entrado el verano de 1938, en el mes de junio recibía Máximo Cuervo el nombramiento de jefe nacional de Prisiones […] Forzosamente hubo de recordar entonces su conversación con el padre Pulgar […] se trataba de la búsqueda de normas de aplicación para transformar en hechos los deseos […] De este propósito brotó la orden ministerial de 7 de octubre de 1938 por el que se creaba el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo.

[…] El sistema formulado […] es desde luego humano, justo y además sumamente político para acelerar la liquidación de los delitos perpetrados en los años de guerra. Cada día de trabajo le vale al recluso por dos de cumplimiento de condena; pero además, con ese trabajo puede contribuir a la manutención de sus familiares[309].

Formulado por el autor del opúsculo, lo esencial del sistema, se ocupa a continuación del aspecto ideológico, que también se contemplaba como parte esencial del mismo; la recuperación para la patria de los penados y sus familias:

[…] hay que apoyar todas las iniciativas «para acometer la ingente labor de arrancar de los presos y de sus familiares el veneno de las ideas de odio y de antipatria sustituyéndolas por las de amor mutuo y solidaridad estrecha entre españoles».

[…] aquella gigantesca labor apostólica que se ofrecía en las prisiones atrajo al padre por lo ingente y por lo fecundo de sus posibilidades[310].

Quedan claras cuales fueron las razones que movieron al padre Pulgar para inspirar primero, y poner luego en marcha, la idea de la redención de penas por el trabajo. Naturalmente, «vino la designación del padre para el Patronato de Redención de Penas que se creaba».

Termina Nicolás González, la semblanza del padre Pulgar, hablando de su dimensión espiritual:

Tal es la trayectoria profunda de la vida del padre Pulgar. Es un sacerdote. Ahí está el secreto. Procede como apóstol […] todo lo supedita a su condición sacerdotal y por eso su vida resulta […] tan armoniosa y tan completa. Está gobernada por una poderosa unidad interior.

[…] la obra de la redención de penas prosiguió adelante y en los primeros meses, pues el padre Pulgar murió en noviembre del 39, lleva su impronta decisiva y genial[311].

Hasta qué punto Franco suscribe el proyecto es algo que se evidencia en la entrevista que le realizó el periodista Manuel Aznar, publicada en El Diario Vasco, el 1 de enero de 1939, y vuelta a publicar, con los comentarios del padre Pulgar, por el Patronato Central para la Redención de Penas, en la obra, La solución que España da al problema de sus presos políticos[312]:

PALABRAS DEL CAUDILLO

Yo no aspiro solamente a vencer, sino a convencer. Es más; nada o casi nada me interesaría vencer, si en ello y con ello no va el convencer […] Los españoles, todos los españoles, los que me ayudan hoy y los que hoy me combaten, se convencerán.

—¿Cómo y cuando, General?

—Cuando adviertan, sin género de dudas, que en la España Nacional vamos a poner en práctica esa política de redención, de justicia, de engrandecimiento que años y años de las más diversas propagandas vinieron prometiendo sin cumplir jamás sus promesas. […] Me refiero al complejo y vastísimo problema de la delincuencia. Su cifra impresiona; su gravedad y profundidad mueven a grandes y continuas meditaciones […] me interesa vivamente guardar la vida y redimir el espíritu de todos los españoles que sean capaces, hoy o mañana, de amar a la Patria, de trabajar y luchar por ella[313].

La misma preocupación de recuperar el patriotismo de todos los españoles, que se encuentra en el padre Pulgar, y que se daba por perdido en la mayoría de los que siguieron al bando republicano, que había propiciado, además, con su política, determinada por el comunismo, un auge impresionante de la delincuencia. Presentado el problema, Franco añade:

De otro lado, no es posible, sin tomar precauciones, devolver a la sociedad […] elementos dañados, pervertidos, envenenados política y moralmente, porque su reingreso en la comunidad libre y normal de los españoles sin más ni más, representaría un peligro de corrupción y de contagio para todos, al par que el fracaso histórico de la victoria alcanzada a costa de tanto sacrificio[314].

Queda claro que las condenas deben cumplirse, entre otros motivos, para que sea posible devolver a la sociedad a los españoles envenenados por la política y la degradación moral. De no hacerse así, peligra el futuro de la España que surja de la victoria militar.

Distingue entre los delincuentes dos categorías: los casos perdidos (empedernidos) y los que son redimibles. Los primeros no deben volver a la sociedad, sino cumplir sus condenas alejados de ella. Respecto de los otros, los que son capaces de sincero arrepentimiento, establece:

[…] es obligación nuestra disponer las cosas de suerte que hagamos posible su redención. ¿Cómo? Por medio del trabajo. Esto implica una honda transformación del sistema penal, de la que espero mucho. La redención por el trabajo me parece que responde a un concepto profundamente cristiano […] Al cabo de cierto tiempo, según las observaciones que sobre cada penado se hayan hecho, se les podrá devolver al seno familiar, en situación de libertad condicional y vigilada. Si la conducta que observen acredita la sinceridad de la corrección y la verdad de su incorporación al patriotismo, esa libertad pasará a ser total y definitiva; si recaen en las vías delictivas, volverán a los talleres penitenciarios[315].

La entrevista tiene el carácter, como puede verse, de un discurso programático en el que ya se anuncia la concesión, en un primer momento, de la libertad condicional, para alcanzar la definitiva si se confirma la corrección, como, de hecho, se aplicó en la práctica. También se contempla ya la creación del Patronato de Redención de Penas:

[…] pienso que cuando se acerque el final de la guerra empiece a funcionar un consejo o tribunal encargado de revisar todos los expedientes y todas las sentencias dictadas así como las penas impuestas […] Habrá quien piense que se deben aplicar medidas de mayor rigurosidad en unos periodos que en otros. A mi juicio, basta con ser justo en todos los periodos. Yo no quiero otra cosa; ser siempre justo […] Pero nadie puede exigir que en tan vasta obra de reparación justiciera sea absolutamente todo tan perfecto como si estuviéramos llevando a cabo una obra de arcángeles. Si consigo devolver a la sociedad, limpios de alma y corazón a los delincuentes capaces de redimirse para España, me consideraré satisfecho; ello se deberá a la acción benéfica del trabajo sobre el hombre[316].

Se ha llegado, como vimos en la introducción, a acusar a Franco de narcisismo por su afán de ser siempre justo, como si ello fuera censurable o pudiera indicar síntomas de alguna patología, cuando, al menos como declaración de intenciones, debiera ser unánimemente reconocido en todo gobernante.

Siempre cabe discutir sus verdaderas intenciones, pero ante la situación que existía ya, de hecho, en España, a consecuencia de la guerra, también cabe preguntarse qué otra solución hubiera sido preferible a la implantación de la redención de penas.

Resulta imprescindible conocer el texto de todas las disposiciones legales que fueron configurando el sistema. Solo así se podrá determinar cuales fueron las verdaderas intenciones de su creador: la pronta solución del problema carcelario desde luego, pero también la recuperación del preso para la sociedad en el menor plazo de tiempo posible.

5. La legislación. Primeras disposiciones

5. La legislación. Primeras disposiciones

La publicación del padre Pulgar que estudiamos en el punto anterior, incorpora la primera legislación que va a regular la Redención de Penas desde su origen, empezando por el Decreto de 1937 que establece el derecho al trabajo para todos los españoles, incluyendo a los presos, así como la creación de una Oficina General, que será el origen del Patronato de Redención de Penas:

Decreto 281, del 28 de Mayo de 1937:

El victorioso y continuo avance de las fuerzas nacionales en la reconquista del territorio patrio ha producido un aumento en el número de prisioneros y condenados que la regulación de su destino y tratamiento se constituye en apremiante conveniencia […]

Abstracción hecha de los prisioneros y presos sobre los que recaen acusaciones graves, cuyo régimen de custodia resulta incompatible con las concesiones que se proponen en el presente Decreto, existen otros […] aptos para ser encauzados en un sistema de trabajos que represente una positiva ventaja.

El derecho al trabajo, que tienen todos los españoles, como principio básico declarado en el punto 15 del programa de Falange Española Tradicionalista y de las J. O. N. S., no ha de ser regateado por el nuevo Estado a los prisioneros y presos rojos […] que puedan sustentarse por su propio esfuerzo, que presten el auxilio debido a su familia, y que no se constituyan en peso muerto para el erario público.

Tal derecho al trabajo, viene presidido por la idea de derecho función o derecho deber, y en lo preciso de derecho obligación.

DISPONGO:

Artículo 1.o Se concede el derecho al trabajo a los prisioneros de guerra y presos por delitos no comunes en las circunstancias y bajo las condiciones que a continuación se establecen.

Artículo 2.o Aquellos prisioneros y presos podrán trabajar como peones, sin perjuicio de que […] puedan ser utilizados en otra clase de empleos […] en atención a su edad, eficacia profesional o buen comportamiento […]

Artículo 3.o Cobrarán en concepto de jornales, mientras trabajen como peones, la cantidad de dos pesetas al día, de las que se reservará una peseta con cincuenta céntimos para manutención del interesado, entregándosele los cincuenta céntimos restantes al terminar la semana. Este jornal será de cuatro pesetas diarias si el interesado tuviere mujer que viva en la zona nacional, sin bienes propios o medios de vida, y aumentado en una peseta más por cada hijo menor de quince años […] sin que pueda […] exceder dicho salario del jornal medio de un bracero en la localidad.

El exceso sobre las dos pesetas diarias que se señala como retribución ordinaria, será entregado directamente a la familia del interesado.

Cuando el prisionero preso trabaje en ocupación distinta de la de peón, será aumentado el jornal en la cantidad que se señale.

Artículo 5.o La Inspección General de Prisiones y los Generales Jefes de Cuerpo de Ejército a cuya custodia y órdenes se encuentren sometidos los prisioneros de guerra y presos, formarán relación de unos y otros con derecho a trabajo, indicando los nombres y apellidos, profesión, edad, naturaleza y estado; nombre, apellidos y domicilio de la mujer […] número, sexo y edad de los hijos […] el lugar de su residencia y su situación económica.

Artículo 6.o Por los Jueces Instructores de los procedimientos incoados o que se incoen se dictará, con urgencia, providencia concediendo provisionalmente al encartado el derecho al trabajo […]

Artículo 7.o De la relación a que se alude en el mismo artículo 5.o, se remitirá una copia a la Oficina General que se creará, a la cual deberán dirigirse las peticiones de personal, que será la encargada de formar los equipos correspondientes. A esta Oficina Central se dará inmediata cuenta de las altas y las bajas que ocurran en las diferentes prisiones[317].

En este decreto se trazan ya las líneas generales del sistema de redención de penas, estableciendo (art. 2.o) que los presos podrán trabajar como peones, pero que se tendrán en cuenta sus circunstancias y capacitación profesional para concederles, eventualmente, otros puestos mejor remunerados, si conviniera al servicio. Veremos ejemplos de cómo se aplicó esta disposición en el Valle de los Caídos.

En cuanto a jornales ya se establecen (art. 3.o) condiciones laborales tan concretas como la cantidad exacta (dos pesetas diarias) que cobrarán los presos mientras trabajen como peones. Es este, por tanto un salario mínimo, que solo podrá aumentar en las circunstancias establecidas por el anterior artículo.

La cantidad de una peseta con cincuenta céntimos se reservará para el mantenimiento del propio trabajador, en cumplimiento de lo establecido en la introducción del decreto, como una de las razones por la que se implanta el sistema: que el recluso no sea una carga para el erario público. Como vuelve a cumplirse, en este artículo, otra de las finalidades de la redención de penas, establecida también en la introducción: que los reclusos presten el «auxilio debido a su familia», elevándose el jornal a cuatro pesetas (se dobla, en realidad) si el penado tuviera mujer (en zona nacional mientras dure la guerra) que se completará con una peseta más por cada hijo menor de quince años. El exceso de la retribución ordinaria (las dos pesetas establecidas) se entregará directamente a las familias, lo que se hizo, en la práctica, mientras se aplicó el sistema.

Por último, en el artículo 7.o, se dispone la creación de una Oficina General (o Central) a la que deberán dirigirse las peticiones de personal. Era el origen del Patronato Central de Redención de Penas por el Trabajo o Patronato de Nuestra Señora de la Merced.

El origen de este nombre se encuentra en el acuerdo tomado el 27 de abril de 1939, de nombrar patrona del cuerpo de Prisiones, del Patronato Central y de las Juntas Locales para la Redención de Penas a Nuestra Señora de la Merced, ya que los legisladores se inspiraban en la redención de cautivos, promovida por San Pedro Nolasco, San Raimundo de Peñafort y Jaime I el conquistador, bajo el amparo de esta advocación mariana[318]. El día de Nuestra de la Merced será desde entonces, la fiesta del preso, estableciéndose, eso sí, —mediante Telegrama de 22 de septiembre de 1941— que debería celebrarse en el interior de las prisiones con carácter íntimo, por lo que no debían radiarse los actos o conciertos que allí se realizaran. No debían convertirse en actos de exaltación del recluso, que, según la Memoria del PCRP de aquel año, «cumplía en la Prisión una pena debida a su delito».

En resumen, volviendo a la regulación de la nueva figura jurídica, toda la legislación posterior sobre la redención de penas no hará sino desarrollar y completar este primer decreto de mayo 1937.

Llegarán, como veremos, a dictarse cientos de disposiciones en los siguientes cuatro años. Pero antes de abordar esa cuestión, comentamos la aceptación de las normas establecidas por el Convenio de Ginebra de 1929, como marco jurídico de carácter internacional.

Pero antes de pasar a estudiar la siguiente disposición sobre el tema, es importante señalar que, en su artículo 4.o, el Decreto, invocaba el Convenio de Ginebra de 1929, estableciendo, en consecuencia, que los presos y prisioneros de guerra quedaban sujetos al Código de Justicia Militar, y, en consecuencia, a dicho Convenio:

Artículo 4.o Los presos y prisioneros de guerra tendrán la consideración de personal militarizado, debiendo vestir el uniforme que se designará, quedando sujetos, en su consecuencia, al Código de Justicia Militar y Convenio de Ginebra de 27 de Junio de 1929[319].

Como resultado de la secuela de atrocidades cometidas en las dos Guerras Mundiales, se firmaron, en Ginebra, una serie de tratados con el fin de proteger, en adelante, los derechos de los prisioneros de guerra. El primer convenio de Ginebra, de 1929, regulaba el trato debido a los prisioneros de guerra, incluyendo la alimentación que debían recibir, la organización de los campamentos, la práctica religiosa, las condiciones de higiene, y las que debían observarse en sus traslados, sus diversiones y su trabajo, estableciendo la norma general de que debían ser tratados con humanidad y respeto.

Dicho Tratado, revisado, forma parte actualmente de los Convenios de Ginebra de 1949, elaborados entre abril y agosto de aquel año, por la Conferencia Diplomática para elaborar Convenios Internacionales. Se trata, concretamente, del III Convenio de Ginebra, relativo al trato de los prisioneros de guerra.

En la Sección III, se regula el trabajo de los prisioneros, estableciendo que se les podrá obligar a trabajar, observando ciertas normas:

Artículo 49. Generalidades.

La potencia detenedora podrá emplear como trabajadores a los prisioneros de guerra, físicamente aptos, teniendo en cuenta su edad, su sexo, y su graduación.

En el mismo Convenio se encuentra el origen de los Destacamentos Penales, como los que funcionarán, a partir de 1943, en el Valle de los Caídos:

Artículo 56. Destacamentos de trabajo.

La organización y administración de los destacamentos de trabajo serán semejantes a las de los campamentos de prisioneros de guerra.

Aceptando someterse a la normativa de este tratado, Franco enmarcaba el nuevo sistema de redención de penas por el trabajo, dentro de la normativa que habían suscrito la mayoría de las naciones occidentales, con la salvedad de que el sistema español resultaba, como acabamos de ver, claramente más favorable para el prisionero, que la normativa del citado convenio. Se comprometía, por otra parte, a respetar los derechos de los reclusos en la medida que en el tratado quedaban garantizados. El trabajo de los prisioneros de guerra estaba, y sigue estando, aceptado y regulado por el Derecho Internacional.

El Régimen no necesitaba, como queda demostrado, establecer la redención de penas para conseguir la aceptación internacional. Y si buscaba el beneficio económico solo tenía que aplicar el Convenio para hacer trabajar a los prisioneros sin ninguna remuneración. En tal caso sí que habrían sido trabajos forzados los de los reclusos. Los que llegaron a Cuelgamuros, lo hacían en aplicación de un sistema penitenciario completamente distinto.

Orden de 7 de octubre de 1938:

Ilmo. Señor:

El Decreto número 281, del 28 de Mayo de 1937, proclama el derecho al trabajo de los presos por delitos no comunes […]

La organización y utilización del trabajo de los presos trae como consecuencia, según el citado Decreto, el abono a las mujeres de los reclusos de una cantidad de dos pesetas, sobre la una cincuenta que se abonan para manutención del recluso y los cincuenta céntimos que se le entregan en mano, y el de una peseta más por cada hijo menor de quince años […]

Juntamente con el auxilio material […] conviene que los órganos encargados de hacer efectivo ese subsidio tengan la vocación de apostolado […] para completar esa obra de asistencia material con la necesaria de […] mejoramiento espiritual. De aquí la conveniencia de crear en cada pueblo […] en que haya familias de presos que trabajen, una o varias juntas locales propresos que, compuestas de un representante del Alcalde, con el Párroco […] y otro vocal femenino […] tendrían como misión recibir las cantidades destinadas a las familias […] y entregárselas a estas, inspeccionando […] las alteraciones del jornal que corresponda recibir a cada familia, procurando además aliviar a aquellas en sus necesidades […] y promover la educación de los hijos de los reclusos en el respeto a la Ley de Dios y el amor a la Patria […] para acometer la ingente labor de arrancar de los presos y de sus familias el veneno de las ideas del odio y antipatria, sustituyéndolas por la de amor mutuo y solidaridad estrecha entre los españoles[320].

Desarrollando el Decreto de 28 de Mayo de 1937, especifica la Orden en qué manera se retribuirá al trabajador penado y a su familia, estableciendo, para llegar a ellas, una red de juntas locales, por toda la geografía española, que deberá controlar los cambios que, eventualmente, se produzcan, alterando las retribuciones que estas deban percibir, como el número de hijos del recluso que, siendo menores de quince años, dependan de la madre, o un cambio en su situación económica que le provea de medios suficientes para su mantenimiento. Se buscaba, claramente, la recuperación moral de las familias de los reclusos, avivando en ellas los sentimientos religiosos y patrióticos que se les suponían debilitados cuando no desaparecidos, con la finalidad de recuperar la unidad espiritual de los españoles. Se comprende, leyendo textos como este, la exaltación que se hizo durante el franquismo de la España de los Reyes Católicos quienes siguieron, en su política interior, similares directrices.

En la parte dispositiva la Orden promulga diez artículos que regulan, detalladamente, la aplicación del sistema de redención de penas:

En orden a conseguir los fines elevadísimos que quedan expuestos […] este Ministerio […] ha tenido a bien disponer:

Artículo 1.o Dependiente de la Jefatura del Servicio Nacional de Prisiones del Ministerio de Justicia se crea un servicio cuya ejecución se encomienda:

a) A un Patronato Central para la redención de las penas por el trabajo, en la Sede del Ministerio de Justicia[321].

b) A las Juntas Locales que se constituirán en los pueblos en donde residan las mujeres e hijos de los presos […]

Artículo 2.o El Patronato Central para la redención de las penas por el trabajo será presidido por el Jefe del Servicio Nacional, actuando como Secretario de la expresada Jefatura, y serán vocales de ella un Inspector de Prisiones, un miembro de la Secretaría Técnica de la Jefatura del servicio Nacional de Prisiones, un representante del Servicio Nacional de Prensa y Propaganda […] y un sacerdote o religioso nombrado a propuesta del […] Cardenal Primado.

Artículo 3.o Las Juntas locales […] las nombrará la Jefatura del Servicio Nacional de Prisiones, y se compondrá de un representante del Alcalde […] que habrá de recaer en afiliado a la Organización de F. E. T. y de las J. O. N. S., del señor Cura párroco […] y de un vocal […] del Servicio Nacional de Prisiones, que se procurará recaiga en mujer […] de espíritu profundamente caritativo […] que será la Secretaria de la Junta local […]

Artículo 4.o Para la organización del […] pago del subsidio a las familias de los reclusos que trabajen, los Directores de los Establecimientos penitenciarios formularán al Patronato Central […] en los tres días primeros de cada mes, relación nominal de los reclusos del Establecimiento, que hayan trabajado en el mes anterior, a la que se unirán declaraciones escritas, firmadas por cada recluso, en las que se hagan constar por este, además de los días que trabajó durante el mes, el pueblo y domicilio de su mujer […][322]

El artículo 3.o insiste en la composición de las juntas locales que deberán integrar, junto con el párroco, otras dos personas: una secretaria de la Junta y un representante del alcalde del pueblo, que deberá ser, «necesariamente», falangista, lo que, en plena guerra civil, entra dentro de la lógica de un régimen que toma el ideario de la Falange y, reelaborado tras su fusión con los tradicionalistas, lo mantendrá, teóricamente, durante años.

En cuanto al representante, o vocal, del Servicio de Prisiones, insiste, y ahora ya establece, la necesaria presencia de una mujer, que será la Secretaria de la junta, procurándose recaiga el nombramiento en alguien de «espíritu profundamente caritativo y celoso», lo que no deja de parecer algo, en muchos casos, utópico ya que no siempre se podrá contar con persona de tales características. Pero, en cualquier caso, queda claro, y así se aplicará, que una mujer deberá ocupar ese puesto por suponérsele (es la explicación más lógica del espíritu de la Ley) un más fácil acceso a la esposa del recluso con la que deberá tratar de cuestiones familiares durante el tiempo que dure la condena del trabajador, además de desarrollar la labor espiritual que se espera de dichas juntas, para las que se redactaron unas Instrucciones en 16 de septiembre de 1939, que constituyen «un verdadero reglamento y que está impreso en pequeño folleto», según la Memoria del PCRP de 1 de enero de 1942[323]. Dicha Memoria, que trataremos, destaca no solo la dificultad que representaba el encontrar personas dispuestas a desarrollar tareas tan absorbentes y arduas sin remuneración material alguna, sino lo meritorio del trabajo realizado por los que lo aceptaban, quienes, además de su tiempo, frecuentemente gastaban también su dinero. Solamente en desplazamientos, en algunas provincias resultaba una cantidad considerable, cuando tenían que llegar hasta poblaciones donde se habían podido constituir Juntas locales.

El artículo 4.o establece la obligación de los directores de las prisiones (o destacamentos penales) de comunicar al Patronato cada mes, la relación nominal de reclusos a sus órdenes, junto con la declaración firmada por cada uno de ellos, de los días trabajados en el mes anterior, lo que garantizaba la contabilidad exacta del tiempo trabajado con sus consiguientes efectos en cuanto a los beneficios del sistema.

El artículo 5.o tiene una importancia especial por ser el que dispone, entre las competencias del Patronato, la de recibir las peticiones de los presos para acogerse a la redención de penas, lo que desmiente uno de los tópicos mas repetidos sobre el Valle de los Caídos: el de los «esclavos» de Franco al que tanto nos hemos referido en el primer capítulo.

Por otra parte le capacita para reclamar a los organismos (incluidos el Ministerio de Hacienda y los Ayuntamientos) o particulares implicados en el sistema, las cantidades «que estime necesarias» para atender al pago de los haberes que deban entregarse a las familias de los penados.

Deberá proponer al Gobierno la condonación de los días de condena redimidos por los trabajadores (punto 6.o) así como proponer el cambio de destino de los penados con el fin de acercarlos al lugar de residencia de sus familias (punto 7.o). Queda, por último, el Patronato obligado a ayudar a los capellanes en su labor de asistencia espiritual a los reclusos (punto 10.o).

Veamos el texto del artículo en sus puntos 1.o y 6.o, de especial importancia a la hora de aclarar la situación jurídica de los trabajadores penados, acogidos a la redención de penas:

Artículo 5.o Corresponde al Patronato Central de la Jefatura del Servicio Nacional de Prisiones:

1.o Recibir y otorgar las peticiones de presos en los distintos establecimientos para trabajos a favor del Estado, las Diputaciones o los Ayuntamientos, así como para aquellas obras privadas que, a propuesta de la expresada junta, el Ministerio de Justicia declarase de utilidad pública o social. […]

6.o Proponer igualmente al Gobierno, al fin de cada año, la condonación de tantos días de condena a favor de los reclusos como sea el número de días que hayan trabajado […][324]

Quedaban reguladas, detalladamente, en la Orden, tanto las competencias como la composición del órgano que regirá todo lo relativo a la aplicación efectiva de la Redención de Penas, ordenando la relación entre prisiones y presos, empresas y Administración. Su misión se hacía extensiva, a través de las Juntas Locales, al control de la asistencia a las familias, así como a la vigilancia del cumplimiento de la legislación competente, solicitando, en su caso, las reducciones de penas obtenidas por los reclusos[325].

Debe tenerse en cuenta que, a partir de 1941, se establece que podrán acogerse al nuevo sistema todos los reclusos, fuera cual fuese su condena, estableciendo una limitación: los condenados a cadena perpetúa —30 años de reclusión, en la práctica— solo podrían redimir penas en el interior de las prisiones u organizaciones creadas al efecto. Por el contrario, los condenados a reclusión temporal podrían realizar su trabajo «en régimen de mayor libertad y en relación con obreros libres[326]». El Valle de los Caídos será una excepción a la norma también en relación con este punto: veremos un número considerable de condenados a penas de 30 años —establecidas por condonación de la de muerte— que realizarán su trabajo en compañía de obreros libres desde el primer momento, y en un régimen de considerable mayor libertad que en las prisiones.

El volumen de trabajo asumido por el PCRP hará necesario la articulación de una estructura más compleja, a partir de 1942: dependiente de la Secretaría, se crean tres Vicesecretarías, con las siguientes competencias:

  1. La Primera quedaba encargada de regular la incorporación de los presos al trabajo, así como el funcionamiento del Fichero Fisiotécnico.
  2. A la Segunda se le encomendaba la ardua tarea de contabilizar la redención de cada uno de los reclusos, repartidos por las prisiones y destacamentos penales de toda España.
  3. La Tercera se ocuparía de la contabilidad y la gestión económica del Patronato. A ella, por lo tanto, corresponderá la gestión del periódico Redención, los Talleres Penitenciarios, y, principalmente, la administración de los fondos destinados al sostenimiento y educación de los hijos de los penados; una de las obras de mayor proyección social realizada por el PCRP, de la que nos ocuparemos, por lo mismo, detenidamente[327]. En cuanto al Fichero Fisiotécnico, llegó a constituir en seguida una bolsa de trabajo en el que se clasificaba a los penados por profesiones o aptitudes, siendo la verificación de los datos facilitados por los reclusos, una de las competencias del PCRP, autorizándose la rectificación de «profesiones movibles que hubieran sido falseadas al hacer los reclusos la declaración[328]», eximiendo de responsabilidad a los que rectificaran voluntariamente. En todo caso, la Vicesecretaría Primera, creada ese mismo año, respondía de la veracidad de los datos contenidos en el Fichero a partir de la fecha.

Disponemos del número exacto de penados que se incorporaron a los destacamentos penales a lo largo de 1941:

Enero 884
Febrero 851
Marzo 622
Abril 1279
Mayo 1289
Junio 1470
Julio 835
Agosto 394
Septiembre 942
Octubre 859
Noviembre 1362
Diciembre 1751[329]

También se hacía constar en la misma Memoria, el número de reclusos que redimían penas a lo largo de 1941: oscilaban desde los 16 356 del mes de diciembre hasta los 18 427 del mes de septiembre, para disminuir a finales de año, hasta los 18 375 de diciembre[330]. Nótese que el PCRP nunca trató de ocultar las cifras de los reclusos trabajadores, sino que, por el contrario, las hacía constar como una demostración del éxito del sistema; no se trataba del fabuloso negocio para el Estado en que ha querido convertirse la Redención de Penas, como veremos en el siguiente punto.

6. El supuesto «gran negocio» de la Redención de Penas

6. El supuesto «gran negocio» de la Redención de Penas

Dicho negocio, supuestamente, habría venido dado por las retenciones o devoluciones realizadas por las empresas que emplearon penados a la Hacienda pública. De haber sido así, no se comprende cual habría sido el interés de las empresas por emplearlos, ya que venían obligadas a pagarles el mismo salario que percibieran los obreros libres de la localidad. Isaías Lafuente, muy crítico con el sistema, y defensor de la teoría del gran negocio estatal, opina:

En teoría, los empresarios privados pagaban al Estado por los presos forzados el mismo salario estipulado para los obreros libres en la localidad en la que contrataban. Además, debían construir instalaciones para acogerlos, pagar los seguros sociales y, en algún caso, su manutención. Cabe preguntarse, pues, que ganaban estos empresarios en la contratación de estos trabajadores, por qué los contrataban, por qué ampliaban constantemente las peticiones de mano de obra forzada, por qué, en ocasiones, empleaban a esos mismos reclusos como mano de obra libre una vez cumplida su condena[331].

Resulta contradictorio que se refiera a los penados como «mano de obra forzada», cuando, en el mismo párrafo admite que se les pagaba lo mismo que ganasen los libres en la localidad donde se les contratara. Además, reconoce que les pagaban también los seguros sociales, así como el hecho —muy cierto— de que una vez libres continuaban muy frecuentemente trabajando para las mismas empresas, como veremos detenidamente en las obras del Valle de los Caídos. Todo ello no dibuja, precisamente, el perfil de los trabajos forzados.

Por otra parte, parece claro que la finalidad de la normativa reguladora de la Redención de Penas era garantizar, ante todo, el pago de las asignaciones familiares correspondientes a los reclusos trabajadores. Veamos el contenido de la Circular de 22 de Diciembre de 1938, recogido en la Memoria del Patronato de 1 de Enero de 1942:

Los patronos o entidades que tengan reclusos obreros a su servicio, deberán ingresar en la cuenta corriente del Patronato la cantidad a que se calcule puedan ascender los salarios, a fin de garantizar inmediatamente el pago de los haberes y asignaciones familiares correspondientes a los citados reclusos trabajadores y sus familias. Estas cantidades serán liquidadas en el mes siguiente, devolviendo el sobrante, si lo hay, a las entidades que hayan utilizado sus trabajos. De la misma forma y con la suficiente antelación se procederá en los meses sucesivos. El Patronato acordó no emplear nunca reclusos sin tener previamente garantizado el importe de los jornales y de los subsidios familiares[332].

Luego, el PCRP trataba de asegurar, ante todo, que las asignaciones llegaran a las familias, devolviendo el sobrante, si lo hubiera, a las mismas empresas que hubieran ingresado las cantidades destinadas a tal fin. Sigue sin explicarse el origen del supuesto negocio que algunos autores atribuyen al Estado, otros a las empresas y un tercer grupo a las dos partes. Isaías Lafuente realiza una serie de cálculos sobre el importe —astronómico— de las ganancias del Estado gracias al sistema de la Redención de Penas. Solamente por uno de los conceptos que contempla, estima que ascendió a 10 000 millones de pesetas «de hoy» (2002), o 60 millones de euros si se prefiere. Pero merece la pena detenerse en su argumentación: dicha suma procedería de las cantidades que el Estado se habría ahorrado al no verse forzado a construir las 20 cárceles que estima hubieran sido necesarias para instalar a los «presos políticos republicanos».

Para Lafuente, las cifras anteriores, resultado de sus aleatorios cálculos, son únicamente una parte de lo que califica «expolio» del Régimen de Franco. A dichas cantidades, opina, habría que sumar las del mantenimiento de los reclusos. Lo expresa con estas palabras:

Sin embargo, todas estas cantidades son apenas una mínima parte del expolio final que nunca se reconoció ni se llegó a pagar. En los albores del sistema, en 1939, el Patronato de Redención de Penas asume que «solamente el sostenimiento material de esta masa ociosa acarrearía al Tesoro, según cálculos prudentes, un perjuicio de más de mil quinientos millones de pesetas en los próximos diez años». Es decir ¡más de 220 000 millones de pesetas actuales! (1322 millones de euros). Y eso solo considerando y valorando «prudentemente» el ahorro derivado de no tener que mantener a esa masa de población reclusa[333].

Es de suponer que tal «expolio» —nunca reconocido ni pagado— se llevaría a cabo contra los trabajadores-reclusos, de cuyos jornales se detraían las cantidades asignadas a su mantenimiento, algo que el PCRP no solo «asumía» —como señala Lafuente— sino que destacaba como argumentación a favor del sistema recién implantado. Y ciertamente, ya vimos como Pérez del Pulgar consideraba que constituía una de sus ventajas más evidentes y plenamente justificadas. Claro que, precisamente por haberlo considerado así, se le ha condenado en los términos que vimos al hablar de su posterior descalificación.

En resumidas cuentas, en opinión de Isaías Lafuente, a los reclusos nunca se les debió detraer cantidad alguna destinada a su mantenimiento, a pesar de que el sistema lo eligieran ellos mismos por las ventajas personales que les aportaba y no precisamente —es de suponer— para resultar menos gravosos al Estado. Constituye un sofisma mayor el considerar, como lo hace el mismo autor, que una parte considerable del inmenso negocio/expolio perpetrado por el Estado contra los presos, venía dado por las inmensas cantidades de dinero que se ahorró en cárceles gracias a los destacamentos penales. Subyace en toda su argumentación la misma idea compartida por todos los autores antifranquistas al tratar la Redención de Penas: aquellos presos que lo eligieron jamás debieron ser encarcelados ni procesados; el impunismo republicano, evidenciado ya por las izquierdas en los años treinta respecto de los detenidos por los sucesos —gravísimos y sangrientos— de la Revolución de 1934.

Volvamos a comparar este cuadro con la realidad de los campos de trabajo nazis o el Gulag soviético con los que frecuentemente se ha llegado a comparar la Redención de Penas. Resulta inimaginable la situación de unos judíos (en el caso de la Alemania nazi) o represaliados del Soviet Supremo (por poner un ejemplo paralelo en Rusia), cobrando por su trabajo en aquellos infiernos. Y en la misma proporción, además, que los trabajadores libres; cubiertos, para colmo, por los seguros sociales. Una vez más, el contraste nos lleva a pensar en la ligereza que el sectarismo impone a algunos autores. Porque lo que se descarta, por principio, es que, en cualquiera de las realizaciones del Régimen de Franco, pudiese haber alentado algún ánimo no censurable.

Partiendo de esa base, Lafuente llega a la conclusión de que las empresas solicitaban penados a causa de su elevada cualificación profesional, en un momento en que escaseaba la mano de obra cualificada. Sin embargo, hemos comprobado, por el examen de las fuentes, que tal argumentación no se sostiene: en el Valle de los Caídos veremos cómo los reclusos realizaron toda clase de trabajos; algunos de ellos, carentes de toda cualificación. Así lo manifestará, como veremos, el Consejo de la Obras, al hablar de los primeros penados, concretamente. Lo que hace constar en su informe es, precisamente, lo contrario: los primeros penados, al menos, eran «peones de mano». Más tarde si veremos una gama de ellos tan amplia como podría ofrecer el mercado laboral español en su conjunto. Y siempre, seguiremos encontrando diferencias muy considerables en cuanto a la cualificación entre ellos.

Entonces, sigue en pie la pregunta, ¿por qué los solicitaban? El mismo Lafuente apunta otra razón de peso: la motivación de aquellos hombres que veían en el sistema de la Redención de Penas la mejor salida que se les ofrecía en su situación:

… el mecanismo de la redención de penas, la posibilidad de ir recortando día a día la condena y la ayuda que el recluso generaba para su familia, por mínima e injusta que esta fuera, eran razones suficientes para que los forzados rindiesen a un nivel muy superior al de los obreros libres con los que compartían tajo, tal y como vimos anteriormente[334].

Aunque el autor mantenga su visión sobre el sistema, en coherencia con el título de su obra (Esclavos por la patria) no deja de reconocer sus ventajas, aunque las minimice. Pero sí estamos de acuerdo en destacar la alta motivación de aquellos hombres, en general. Sabían que, de no trabajar, volvían a la cárcel, pero la mayoría no se esforzaban por esa razón. Al menos, no solo por ella. Comprobaremos cómo en el Valle de los Caídos hicieron horas extraordinarias y destajos constantemente, como prueban sus nóminas. Y cobraban, también es esos casos, lo mismo que los libres; luego no es necesario analizar sus motivaciones económicas, que, evidentemente, eran las mismas. Pero, además, claro que el saber que reducían de manera tan considerable sus condenas les debía animar, aunque también adelantamos que, al menos en Cuelgamuros, se destacó por parte de los responsables de las obras, su excelente actitud. Algo que se les llegó a premiar, como veremos, con redención extraordinaria de sus condenas, por disposición de la Dirección General de Prisiones.

Diego Méndez destacó el valor temerario —pensaba probablemente en los barreneros— de algunos de aquellos hombres, que, habiendo, según él, cometido «crímenes inimaginables», no temían en absoluto a la muerte. Y destaca que, gracias a ellos, se pudo terminar la obra en el plazo en el que se llevó a cabo. La motivación y la actitud de aquellos trabajadores, en general, sí debió de influir en las peticiones de las empresas a la vista de los resultados.

Otros autores, sin embargo, no tienen la menor duda de que el sistema no tuvo otra motivación, para sus creadores y responsables, que el ánimo de lucro; la explotación económica de los que llaman «esclavos». Dichos autores —los más radicales en su descalificación— señalan ya, en las publicaciones más recientes, a la Iglesia como máxima responsable de esta esclavitud. Así, Rafael Torres sostiene, hablando de la Redención de Penas:

… edificó la Iglesia, de la mano de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, el tinglado ideológico de lo que no era sino un plan para obtener un rendimiento económico de la enorme masa de prisioneros republicanos, y ello, como es natural, mediante la explotación sin límite que permitía su condición de vencidos, de hombres despojados de sus derechos más elementales, o, en una palabra, de esclavos del siglo XX[335].

Esta visión de una Iglesia y un Estado compinchados en la explotación despiadada del enemigo derrotado, es uno de los tópicos de los que parten, ya desde hace años, los creadores de la leyenda negra del franquismo, al analizar la Redención de Penas; uno de los pilares de dicha leyenda: una figura a caballo entre la represión y el ánimo de lucro más despiadado por parte de sus promotores. Ciertamente, Torres se ha distinguido entre los más apasionados propagadores de esa imagen, pero en la misma línea se encuentra también otro de los más firmes apoyos de la misma leyenda; el icono de la Memoria Histórica: Tario Rubio. En su obra sobre el Valle insiste en la misma visión que el anterior:

Según un informe del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo, entre los años 1939 y 1946 se destinaron 22 601 434 de pesetas a los jornales para los presos que trabajaban en la construcción de obras públicas. Si tenemos en cuenta que el Estado se quedaba la diferencia entre las 10 o 11 pesetas (que era el jornal normal de un obrero) y las 2,50 pesetas que cobraba el preso, se convierte en un escandaloso negocio gracias al cual ciertos personajes del régimen se enriquecieron con millones y millones de pesetas. (Sánchez Soler[336]).

Sigue el autor atacando al Abad del Valle de los Caídos por haberse atrevido a decir en televisión «sin sonrojarse lo más mínimo» que los presos recibían al final de sus condenas tales cantidades de dinero que podían comprarse las mejores casas y fincas, siendo así que Tario no «ha encontrado a nadie que recibiera ese dinero». No sabemos a qué dinero se refiere: si a lo fabulosos capitales que según él afirmaba el Abad que recibían los presos o simplemente al que se les debía entregar a los penados. Pero, en cualquier caso, lo que sostiene claramente es que aquello fue un «escandaloso negocio». La variante, en este caso, viene dada por los beneficiarios: «ciertos personajes del régimen».

Bien, pues sucede que algo que siempre olvidan estos autores es que el importe de la manutención de los reclusos se reintegraba a la Hacienda Pública, pero se deducía del propio jornal, como vimos que establecía el sistema desde los primeros proyectos. La Memoria del PCRP de 1 de enero de 1942, publica los importes (en pesetas) de dicha manutención entre 1939 y 1941, ambos inclusive:

Meses Año 1939 Año 1940 Año 1941
Enero 6128,13 88 988,78 118 347,21
Febrero 15 933,54 103 402,09 129 970,54
Marzo 16 241,42 100 737,81 192 920,80
Abril 12 955,54 106 282,91 187 288,18
Mayo 27 269,45 104 561,00 216 907,67
Junio 25 588,09 108 822,62 229 249,29
Julio 27 537,70 123 166,03 262 052,06
Agosto 38 985,40 164 685,37 266 123,81
Septiembre 39 103,55 174 892,53 323 264,68
Octubre 46 904,11 167 358,62 312 487,08
Noviembre 66 868,39 208 423,80 284 081,27
Diciembre 90 719,91 209 030,16 296 879,61[337]

Ángela Cenarro, de la Universidad de Zaragoza, que colaboró como autora en Una Inmensa Prisión, opina que «la ganancia económica que generaba el recluso era lo que el Estado se ahorraba en su mantenimiento[338]» lo que siendo una realidad, contemplada por el P. Pérez del Pulgar desde el principio, más que un negocio, se contemplaba como el ahorro de una carga de la que el preso era responsable.

El supuesto gran negocio del Estado, en cualquier caso, no duraría mucho tiempo, porque las cantidades correspondientes a la manutención de los reclusos, correspondientes a 1941 ya no se reintegraron a la Hacienda Pública, sino que se destinaron a crear un fondo dedicado al pago de «estancias en Instituciones Benéficas a los hijos de los reclusos más necesitados, según Orden Ministerial de 30 de diciembre de 1940».

Veremos más adelante que con este fondo, el PCRP había repartido, a finales de 1941, en distintos colegios de España a cerca de 3500 niños, hijos de reclusos, mientras varios miles más esperaban a ser colocados después, alcanzándose la cifra de 11 000 poco después.

Claro que, como también veremos, no han faltado autores que descalificaran dicha labor, tachándola de gran negocio, nuevamente. Pero esta vez, la gran beneficiaría habría sido la Iglesia Católica, a través de las órdenes religiosas que acogieron a estos niños. De este modo, el Régimen habría premiado a su principal socia y cómplice. Aunque para argumentarlo sea necesario admitir que el Estado cubrió aquellos gastos. Lo veremos con detenimiento al comentar la obra de Ricard Vinyes, Irredentas, en relación con este asunto. Parecería difícil de comprender que se haya procedido a la manipulación incluso de aquella labor, pero hay que conocer el sesgo que en esta clase de publicaciones se da, por norma, a todo lo que se relacione tanto con Franco como con la Iglesia. Y dado que resulta irrefutable la labor del PCRP en relación con este asunto, se ven en la necesidad de convertirlo en algo turbio que no pueda mejorar, en absoluto, la visión que quieren transmitir sobre el franquismo. No cabe otra explicación.

Lo del fabuloso negocio de la Redención de Penas, queda diluido, sin que termine nunca de explicarse a quien o a quienes benefició, y en qué medida: se generaliza y se pierde en términos tan vagos como las «arcas del Estado» o las órdenes religiosas, pero sin concretar nada o aportar la mínima documentación. Las obras del PCRP y el propio sistema que organizó sí han dejado, en cambio, realizaciones tangibles.

El Patronato, desde muy pronto, como vimos, tomará el nombre de Nuestra Señora de la Merced, patrona de los presos, pero, además, se asociaba, a la Orden de los Mercedarios, en el desarrollo de sus actividades, lo que tenía un sentido histórico, ya que, durante siglos, se habían dedicado a la redención de cautivos, empezando, en sus orígenes, por ocuparse de los que habían sido apresados por el Islam. A los reclusos del Régimen, recordemos que se trataba de redimirles de las ideas contrarias a la Patria, a la que habían sido arrebatados espiritualmente.

Sobre esta Orden religiosa, el juicio más favorable lo emite un antiguo penado, acogido a la redención de Penas: José María Aroca, a cuyo libro, Los republicanos que no se exiliaron, nos referimos en varios capítulos. Refiriéndose a la Orden Mercedaria, a la que se refiere como «fiel a su tradición redentora de cautivos», dejó un testimonio de homenaje a uno de aquellos frailes, el Padre Lahoz, de quien dijo: «… después de mi padre, es el hombre al que más he querido y admirado», explicando que organizó en la prisión unos cursillos de debate sobre temas religiosos, que pretendía fuesen «tribuna abierta, con absoluta libertad, para que cada uno expresara sus opiniones y sus dudas en materia religiosa». En cuanto a la cuestión del gran negocio que la Redención de Penas habría significado para las Órdenes religiosas, trazó la siguiente imagen:

La figura del Padre Bienvenido Lahoz, cubierta la cabeza con la capucha blanca de su hábito Mercedario, llegó a hacerse típica, no solo en la Modelo sino también en varios comercios de Barcelona, a los cuales acudía a pedir para «sus» presos. Sus deudas se convirtieron en antológicas, hasta el punto de que en la Orden le llamaron a capítulo más de una vez para reprocharle no su caridad, sino su exceso de buena fe. Como todos los idealistas, vivía un poco al margen de las realidades materiales[339].

El gran negocio del Padre Lahoz consistió en endeudarse para ayudar a los presos por los cuales llegó a mendigar. ¡Un caso aislado!, dirían seguramente los historiadores de la Memoria, pero se trata del testimonio de un recluso, y tiene más fuerza que todas las especulaciones, sin documentar, que los historiadores laicistas arrojan sobre una de las páginas más admirables, a nuestro entender, escritas por la Iglesia española durante la posguerra: su contribución a la redención de miles de presos y las ayudas a sus familias

7. El denostado periódico Redención. Presos a favor de Franco

7. El denostado periódico Redención. Presos a favor de Franco

La Circular de 8 de febrero de 1939, creaba un semanario, llamado Redención, destinado a ser el único periódico al alcance de los presos: podrían ser subscriptores tanto ellos como sus familias. El formato seria «similar al de los grandes diarios», y constaría de ocho páginas, con información gráfica y «de lectura». La misma circular que lo creaba, encarecía el celo de Directores y Funcionarios de Prisiones para su difusión. A lo largo de aquel año, siguieron dictándose normas en relación con el nuevo periódico: la Circular de 24 de Febrero promovía un concurso de colaboradores entre los reclusos de España, «sin distinción de delitos, situaciones ni condenas[340]», estableciendo las condiciones y materias a tratar. Se beneficiaba a los corresponsales de diferentes modos a efectos de redención, considerando su trabajo como «destino fijo», distinguiéndose las corresponsalías en administrativas e informativas, de acuerdo con la Circular de 8 de Marzo de 1939.

Se le adjudicaba al periódico un papel destacado en la tarea de redención espiritual de los penados, como acredita el hecho de que aún antes de terminar la Guerra Civil, cuando todavía el sistema de Redención de Penas estaba a falta de tantas disposiciones como irían estableciéndose para su desarrollo, ya se pusiera en marcha esta publicación, cuyo primer número aparecía en una fecha cargada de significado histórico: 1 de abril de 1939.

Su director, era el propagandista católico José María Sánchez de Muniaín, que contaría con la colaboración de Nicolás González Ruiz[341], de El Debate, lo que la historiografía antifranquista ha señalado como una demostración más del papel asignado a la Iglesia en lo que denominan sus autores «universo penitenciario del franquismo»: el adoctrinamiento del preso, entendido como lavado de cerebro.

Lo cierto es que la elección para el puesto de director de esta publicación nos da una idea de la importancia que se le otorgaba: Sánchez de Muniaín era uno de los más destacados intelectuales de la Asociación Católica de Propagandistas; catedrático de Estética de la Universidad de Madrid, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, subdirector de la Biblioteca de Autores Católicos (BAC), Director General de Enseñanza Media con Joaquín Ruiz-Giménez, entre otros títulos de una brillante carrera universitaria[342], que alternó con la política y su colaboración con el PCRP[343]. Era, además, Vocal de Propaganda de dicho Patronato, por lo que resultaba también idóneo para dirigir un periódico que sería clave en el sistema de Redención de Penas. A él, debían remitir cada semana los corresponsales las noticias a publicar, así como los movimientos de altas y bajas de las suscripciones[344], cuyo importe se ingresaba en una cuenta corriente a nombre del semanario Redención, abierta en el Banco de Vizcaya de Madrid[345]. En relación con los presos, Sánchez de Muniaín hizo algo también significativo: recopiló y puso prólogo a una serie de poemas realizados por los penados, que se publicó con el título de Musa Redimida. Poesías de los presos en la Nueva España[346], y tenía la misma finalidad que Redención: demostrar el cambio ideológico de los excombatientes republicanos, acogidos al sistema de Redención de Penas.

Por supuesto que se trataba de hacer llegar al mayor número de presos, la publicación realizada por reclusos, y de la que muchos de ellos llegarán a ser redactores. Muy pronto, mediante Circular de 6 de Octubre de 1939, se privilegia a los subscriptores, concediéndoles prioridad sobre otros penados de iguales derechos, a la hora de ocupar los muy valorados «destinos» dentro de las prisiones. El Régimen no trataba de ocultar la importancia que otorgaba a la propaganda católica y patriótica en la recuperación espiritual del penado, pero contemplada en un sentido opuesto al que se le atribuye: se trataba de liberar al preso de los devastadores efectos del adoctrinamiento marxista del que había sido víctima antes y durante la Guerra Civil, inculcándole lo que se denominaba entonces ideas antipatria.

El periódico Redención, editado por el PCRP, en los Talleres Penitenciarios de Alcalá de Henares, publicará un buen número de artículos de presos que relatan su propio proceso de redención como la recuperación de una libertad espiritual que les fue arrebatada por el engaño de los enemigos de España. Isaías Lafuente ha publicado algunos de aquellos testimonios de los penados, aparecidos en el periódico de los presos, como la demostración de lo que llama «eficacia del apostolado político ejercido en las cárceles[347]». Así Benigno Fernández, escribía:

El preso se ha dado cuenta ya de que no ha vencido España a España, sino al error y a las malas pasiones[348].

Ramón Guiñón Sánchez, de la prisión de Castellón, decía a su vez:

El nuevo régimen no admite cobardías, tibiezas ni negligencias. De hoy en adelante, España ha de ser para nosotros la más grande, la más sabia, la más poderosa[349].

Juan B. Llorca, de la cárcel de Soria, afirmaba:

Los presos no pueden ser sordos a la llamada y han de convencerse por sus propios ojos de que el nuevo Estado, a las órdenes del Caudillo, ha traído a España a la realidad de una grandeza inmediata[350].

En el mismo sentido, escribía Mariano del Soto, de la prisión «Tabacalera» de Santander:

Podemos decir —no creo que me lo podréis negar— que la disciplina férrea y santa de unos cuantos obra el milagro sublime de hacer brotar de donde solo había fango y lágrimas un país que, volviendo a sus primitivos fueros, empieza ya a ser asombro del mundo entero[351].

Rafael González, de la prisión de Badajoz, también exaltaba a Franco:

Franco, al restablecer la disciplina orgánica, imponiendo los respetos sociales y religiosos, acreditóse de gobernante genial el que por todos era ya admirado como guerrero excelso[352].

Con mayor perspectiva histórica, coincidía en la alabanza Bernardo Obrador, de la Prisión de la Ronda de Atocha de Madrid:

Franco es el primer Caudillo nacional que puede aspirar a poner fin a la secular contienda entre los dos sectores de España que parecen decididos al recíproco exterminio[353].

Es la visión de las dos España, enfrentadas a muerte desde el siglo anterior, unificadas en una patria sin partidos ni luchas políticas: la tesis de José Antonio, compartida por Franco. Todas estas manifestaciones de presos republicanos son consideradas por Isaías Lafuente, como decíamos, exponentes de la eficacia del adoctrinamiento político en las cárceles, pero también podrían explicarse desde la cercanía de las ideologías fascistas —o cercanas al fascismo como la falangista— con el socialismo. No deja de ser significativo que el más entusiasta panegírico de Franco, de los muchos publicados en Redención, viniera de un preso que había sido redactor del diario socialista asturiano Avance, Juan Antonio Cabezas, que escribía:

Franco representa el triunfo del héroe clásico, del hombre que ha logrado torcer los designios de la fatalidad. Otra vez están bajo su mandato, unidos y dispuestos a integrarse en la unidad superior de un gran destino, los valores genuinos de la raza[354].

El último párrafo es puramente joseantoniano en sus referencias a un gran destino común y, sobre todo, a la unidad integradora de los valores de la raza, lo que tampoco resulta tan sorprendente si tenemos en cuenta el componente social de la ideología falangista. Lo que sí representaba un profundo cambio en un socialista era la visión más que positiva, exaltada, de los «valores de la raza», que significaba la asunción del nacionalismo por encima de su antigua adscripción a la internacional obrera, ya que en vísperas de la Guerra Civil, la Komintern las había convertido, en la práctica, en una sola cosa a favor del Frente Popular y de la Unión Soviética, rechazando de plano la idea de Patria, bolchevizando al PSOE con la colaboración de Largo Caballero.

Como era previsible, desatada la campaña contra el Valle y la Redención de Penas, los autores que la sustentan han descalificado, con especial rechazo, al periódico Redención y al propio Cabezas. Así, Rafael Torres escribe:

Redención era una revista terrible, un arma ofensiva en las dos acepciones de la palabra […] Si resultaba atroz la apología constante en sus páginas de cuanto hacía sufrir a los penados, no lo era menos comprobar la claudicación de algunos compañeros súbitamente conversos[355]

Compartiendo este punto de vista Gutmaro Gómez Bravo señala la división interna de los presos como un objetivo de los funcionarios de prisiones así como del propio director de Redención, José María Sánchez de Muniaín. Así valora sus intenciones, comentando la separación de los redactores del periódico del resto de reclusos en la Prisión de San Miguel de los Reyes, de Valencia:

El grupo quedaba así resquebrajado, pues dentro del mismo espacio unos mejoraban su situación y otros no. Los vínculos quedaban rotos porque, cuanto más pública se hacía la exhibición de unos, más tenían los otros la posibilidad de ser denunciados. Según el propio director de Redención, esta técnica para aislar la resistencia del individuo en colectividades cerradas ya había sido probada por Ignacio de Loyola en su lucha contra los herejes, y ahora debía prodigarse como una tarea esencial de apostolado[356].

La profesora Mirta Núñez, en el prólogo al libro de Rafael Torres, Los esclavos de Franco, expresa sobre los redactores de Redención una opinión similar, pero más negativa:

Estos [los redactores] eran despreciados por los presos más politizados que les tachaban de «colaboracionistas», pues al fin y al cabo, contribuían a edificar el aparato ideológico que se vertía constantemente sobre los presos[357].

Y es que hemos comprobado que otro de los tópicos que defienden estos autores es el de una supuesta resistencia republicana en la España de posguerra, activa dentro y fuera de las prisiones, a costa de grandes sacrificios y sostenida, únicamente, por el heroico idealismo de las organizaciones clandestinas. Resistencia a ultranza, a despecho de toda la brutal violencia de la represión franquista, socavada solamente por la claudicación de «algunos compañeros[358]». En contra de esta visión, se alza el testimonio del preso republicano José María Aroca, que dice en sus memorias de la cárcel:

Es posible, como he leído en algún sitio, que los recluidos en el Garaje de la calle de Urgel en mayo de 1939 formásemos parte de «las victimas de la represión fascista que soportaron con heroísmo y gallardía su adverso destino histórico». Es posible. Pero la atmósfera que yo respiré en aquella época no tenía nada de heroica ni de gallarda. Nadie parecía darse cuenta de que estaba protagonizando un momento histórico, y, con muy pocas excepciones, todo el mundo trataba de eludirlo, preocupándose de obtener un aval que le congraciase con el nuevo régimen. Los más sinceros lo confesaban abiertamente. Otros lo disimulaban hablando de «engañar al enemigo» y de «táctica revolucionaria». Lo cierto es que entre aquella masa de detenidos había muy pocos revolucionarios. Casi todos eran hombres de condición normal que deseaban salir del trance lo mejor librados posible. Y es lógico que así fuera. Los personajes políticos importantes, los comprometidos, habían huido al extranjero. Nosotros éramos la resaca, sencillamente[359]

Debe resultar intolerable para los que tratan de reescribir la Historia, que uno de aquellos combatientes republicanos que la protagonizaron realizara tal confesión y la publicara, además, treinta años después del final de la Guerra, pero ¿Quién podría rebatir que sus argumentos eran ciertos? Los dirigentes republicanos habían huido, sin el menor pundonor personal o político. Y no solo en 1939, sino desde el principio de la misma Guerra. ¡Cuantos republicanos se indignaron al conocer la desbandada de su Gobierno camino de Valencia para ponerse a resguardo de su puerto por lo que pudiera ocurrir! En la provincia de Cuenca varios ministros fugitivos fueron interceptados por milicias anarquistas, pero lograron seguir viaje. Azaña había huido a Barcelona ya en octubre de 1936, y Madrid quedaba en manos de los asesores soviéticos a quienes Carrillo hará responsables del genocidio que ensangrentó la capital.

Que un prisionero republicano lo viera de ese modo no dejaba de ser perfectamente lógico. Y eso que Aroca no desmiente sus orígenes políticos ni su clara adscripción republicana. No lo hizo ni siquiera en la España de Franco de la que, por cierto, nunca salió. Hablando de su detención dice:

Durante toda la guerra no me había asaltado ni una sola vez el pensamiento de estar luchando en el bando que no tenía razón. Los hechos, para mí, estaban fuera de toda duda: un puñado de militares y caciques, apoyados por los regímenes fascistas de Italia y Alemania, con la complicidad del clero y el capitalismo internacional, se habían sublevado contra una República democrática votada y deseada por el pueblo español. Por lo tanto, «ellos» eran los malos y nosotros los buenos[360].

Por supuesto que esa era la visión de la República que muchos de sus defensores compartían al comenzar la Guerra. José María Aroca tardó tres años en desengañarse: no fue suficiente lo que tuvo que ver en ese tiempo; estaba totalmente convencido y fue necesaria la derrota final para que empezara a ver las cosas de otro modo: la fuga colectiva de los jefes parece haber sido lo que súbitamente le desengañó del todo.

Pero luego escribió todo un libro en el que cuestiona la extensión y la brutalidad de la represión franquista, con la autoridad que le otorga su propia trayectoria. Sabía muy bien, todavía en pleno franquismo, que su testimonio, inevitablemente, sería incómodo y lo advierte en el prólogo:

Este libro pretende ser una modesta contribución a la historia de la posguerra española, vista por un excombatiente de nuestra guerra civil, que militó en el bando de los vencidos y que al llegar la derrota no escogió el amargo y azaroso camino del exilio.

No se me escapa que el tema es peligroso y que mi modo de manejarlo no complacerá a muchos de los que fueron compañeros míos ni a muchos de los que fueron mis adversarios. A los unos y a los otros quisiera pedirles que, antes de lanzar la primera piedra de su indignación, hagan examen de conciencia y decidan si están limpios de los pecados que partieron a España en dos, antes y después de nuestra guerra.

«Mirando hacia atrás sin ira». Así podría subtitularse este libro[361]

Sin ira, cabría añadir, como se miraba hacia atrás en España en 1969, y se siguió haciendo hasta los comienzos del siglo actual, cuando, interesadamente, desde el Poder, se inició el proceso que nos ha llevado al olvido de la verdad histórica.

No solamente a Aroca, sino también a los redactores de Redención se les debería conceder, como mínimo, el beneficio de la duda. La que se arroja sobre ellos, ahora, de una supuesta traición a una causa perdida.

Pero en relación con el periódico de los presos, el testimonio más demoledor para los autores antifranquistas, aparecía publicado, precisamente, en la obra magna —en cuanto al sistema penitenciario se refiere— de la condena del franquismo: Una Inmensa Prisión, que comentábamos en el estado de la cuestión y guarda una relación directa con el Valle de los Caídos; no solo porque recoja el testimonio adverso de Sánchez-Albornoz, sino porque una de las editoras de la publicación, Carme Molinero, sería elegida por el Gobierno de Rodríguez Zapatero para formar parte destacada de la llamada Comisión de Expertos que, en 2011, se constituyó para decidir sobre el futuro del Monumento en cuestión.

Pues bien, una de las autoras colaboradoras en dicha obra, Ángela Cenarro, de la Universidad de Zaragoza, incluye en el capítulo 7, a su cargo, una parte del artículo publicado en Redención por la presa Magda Maes Barayón, quien una vez cumplida su condena, expresaba lo que la profesora Cenarro califica como una «declaración de intenciones» de la siguiente manera:

Uno no puede olvidar la deuda de gratitud que tiene con «Redención» […] A través de largos meses con un sumario de miles de folios ante nosotros, con esa perspectiva amarga del recalcitrante, la única ventana al mundo fue «Redención». Porque estúpidamente recalcitrantes, hasta en eso, no aceptábamos cualquier libro que viniera de la seleccionada biblioteca, ya que en su fichero no constaban los nombres obtusos de unos cuantos escritores que, para las estrechas mentes marxistas, eran los únicos que merecían consumir nuestros minutos de oro que contaba cierto cronómetro de Moscú […] Una vez más, gracias, y como la magnanimidad de aquellos «monstruos» nos devuelve al hogar, en estos días tan entrañables, tan cristianos y tan españoles, no queremos decir adiós al querido semanario. Desde fuera, algún día, no podremos evitar el enviar algún mensaje de afecto sincero[362].

¿Qué hacer ante una declaración como esta? Resulta difícil atacar a su autora, dueña de un estilo elegante y comedido, reinsertada en la sociedad, y autora de un ataque certero contra el fanatismo del que reconoce haber sido víctima. Un fanatismo que le hacía rechazar incluso la cultura si no se incluían en la lista de obras disponibles en la biblioteca los nombres de los autores autorizados por Moscú. Se le podría acusar de «romper la unidad de los presos» o de claudicar frente al enemigo, como se ha hecho con los redactores de Redención, pero en este caso, la descalificación es de otra índole: Ángela Cenarro escribe a continuación de la cita:

Una vez ya fuera de la cárcel, el agradecimiento se trocaba en el deseo de mantener una estrecha relación con funcionarios y capellanes, pues los presos, en el fondo, eran como niños que encontraban en ellos el «ángel tutelar que ha de ampararles». Martín Torrent sentía cierto regusto al contar cómo algunos libertos seguían escribiendo cartas a los directores de «su cárcel», o haciéndoles visitas regulares como si de un padre se tratara[363].

Es decir, que Cenarro empieza por admitir que el preso podría tener motivos de agradecimiento hacia funcionarios de prisiones y capellanes, llegando incluso a considerarles nada menos que «ángeles tutelares», lo que entra en colisión con los tópicos de los autores que, como ella misma, consideran el llamado «universo penitenciario franquista» —parte del título, por cierto, de su capítulo en la obra citada— con los tintes más sombríos. Pues sucede que los presos podían llegar a observar comportamientos tan inexplicables (desde su punto de vista) como, el de, siendo ya libres, ir a visitar regularmente a los directores de «sus» prisiones, como «si de un padre se tratara». Esto ya no podía calificarse de claudicación ante el enemigo o ruptura de la unidad de los presos, porque iba más allá. ¿Cómo conciliar estas visitas de los presos con la imagen de aquellas cárceles, presentadas como lugares de tortura y exterminio, o de los funcionarios y capellanes señalados como «verdugos» de reclusos? En este caso, descalificando sutilmente a los presos con el comentario de que «eran como niños». En primer lugar, no debería meter en el mismo saco a todos los reclusos, como si formaran parte de una categoría humana aparte del resto de sus congéneres. Pero, sobre todo, no debería lanzar sobre ellos esa acusación, cargada de condescendencia, que apunta hacia la atribución al conjunto de un posible retraso mental o inmadurez insuperable colectivos. Es sencillamente inadmisible porque está hablando de personas adultas entre las que sin duda podrán establecerse paralelismos, pero muy relativos.

Lo cierto es que el artículo de Magda Maes, en Redención, visto desde la perspectiva de la España de la Memoria Histórica, les pone a sus partidarios muy difícil el seguir sosteniendo los tópicos creados en torno a las cárceles de Franco y la Redención de Penas. Por eso, los redactores de Redención solamente pueden ser considerados por estos autores con una visión muy negativa: cobardes, oportunistas, traidores a sus principios, o, sencillamente estúpidos, cuando no se encuentra otra salida. Así se está construyendo la leyenda condenatoria de aquel período, al servicio de la mal llamada Memoria Histórica.

Pero en cuanto a un arrepentimiento profundo manifestado públicamente, quizá el caso más llamativo sea el de Regina García, maestra republicana de filiación comunista, que tras su paso por la Prisión de Ventas, escribió un libro titulado Yo he sido marxista: el cómo y el porqué de una conversión[364] en el que relata el origen de su cambio ideológico, algo mucho más profundo que una simple reconsideración sobre el papel de la política en su vida: una conversión religiosa. Gutmaro Gómez Bravo lo resume del siguiente modo:

Hasta ese momento Regina García ha ido explicando el porqué pero no el como de su conversión. Este episodio central de su vida y del relato, arranca de la única figura que puede dar fe de la sinceridad de su arrepentimiento, su director espiritual: el padre José Collado. Tras hablar del sentido de la penitencia, Regina pasa la noche en vela meditando sobre sus palabras. Al día siguiente, tras una confesión general, ocurría el milagro. Regina se retiró a su lugar predilecto, la capilla, donde tuvo una experiencia mística tras la que rompió a llorar. Sentía por fin que había encontrado a Dios[365].

Días más tarde las autoridades realizaron un «acto solemne para mostrar públicamente las conversiones, mientras las comunistas las amenazan de muerte», pero el resultado fue que poco después, a mediados de diciembre de 1940, Regina García era puesta en libertad para encontrarse con la angustiosa realidad de que le resultaba imposible mantener a sus hijos y a su anciana madre, por lo que acudió al PCRP que gestionó el ingreso de los niños en «sendos internados de primera categoría» y el de ella misma, de momento, en un albergue, donde continuó su proceso de conversión con ayuda del director espiritual de aquella institución, para más tarde retractarse de «sus errores e ideología anterior» lo que constituye el tema central de su obra, publicada doce años después.

Gutmaro Gómez recoge este testimonio como exponente del logro por parte del Régimen de lo que se consideraba primer paso y a la vez objetivo principal de todo el sistema penitenciario de posguerra: la redención espiritual del preso, destacando la visión propagandística de Sánchez de Muniaín al abordar la cuestión, según esquemas ignacianos, de la conversión colectiva de grupos enteros a los que se dirigía su apostolado:

La propaganda más eficaz se realiza individualmente, uno a uno, y acomodándose a la peculiar psicología de cada catecúmeno, pues la propaganda de masas tiene solo carácter subsidiario y su cosecha es incierta y de baja calidad. Pero la propaganda no se dirige al individuo como individuo, sino como miembro de una comunidad o grupo que se quiere conquistar[366].

Realmente el padre Collado había realizado junto a Regina García, una labor de propaganda individual —si es que la dirección espiritual puede considerarse incluida en dicho concepto—, en una clara demostración de la causa del rechazo de los más recalcitrantes republicanos hacia la presencia de capellanes y religiosos en las prisiones: la conversión de sus correligionarios entendida como «ruptura de la unidad de los presos». Pero la interesada, según su relato, lo consideró de manera muy distinta; una cuestión personal sumamente positiva para ella. Como en todo lo relativo a la dimensión espiritual de la Redención de Penas, el debate sigue y seguirá abierto al depender del enfoque, radicalmente distinto, que se le quiera dar: desde la fe o en contra de ella.

8. Comentario del padre Pérez del Pulgar sobre aquellas primeras normas

8. Comentario del padre Pérez del Pulgar sobre aquellas primeras normas

Retomando el hilo de la historia de la Redención de Penas a través del estudio de sus primeras disposiciones, al texto de las dos normas iniciales, seguía, en la misma publicación que analizábamos, el comentario doctrinal del padre Pérez del Pulgar que justifica la implantación del sistema y comenta el recién creado marco legal que le servirá para su desarrollo. Comienza analizando las circunstancias históricas que determinan la implantación de medidas extraordinarias:

Estamos asistiendo no ya a la liquidación de una guerra civil, sino a la de una convulsión social, religiosa, política y económica que ha sacudido al mundo entero desde sus cimientos, afectando no solo a las pasiones, sino aún a las creencias y las ideas. Nada tiene, pues, de particular, que para imponer orden en este caos, hayan sido necesarias medidas excepcionales que traen consigo, no solo el aumento del número, sino también un cambio en la psicología, estado moral y condición social de los reclusos. Ello, no solo agrava, sino que modifica profundamente el problema siempre grave que a la sociedad crea el sostenimiento de una población penal, que ya era en España, en tiempos normales, de unos doce mil reclusos[367].

No exagera el jesuita en su análisis de los tiempos convulsos que corrían para España, en el momento de establecerse la redención de penas; además de la guerra que continuaba, se vivía una verdadera revolución política, y moral, que había transformado, en pocos años, a la sociedad española hasta hacerla irreconocible. El panorama internacional, en vísperas de la II Guerra Mundial, indicaba que la crisis alcanzaba a la civilización occidental en su conjunto, afectando a lo más profundo de su propia identidad. La guerra y sus secuelas habían aumentado, en solo tres años, el número de reclusos, ya muy elevado antes de su inicio, hasta límites insoportables para el Estado, que debía sostener a una masa de prisioneros y presos que seguiría aumentando en los meses próximos.

Condenaba los trabajos forzados, por inhumanos, como también las colonias penitenciarias por inútiles, haciendo hincapié en el poder redentor del trabajo. No se trataba de «regenerar» al preso tanto como de redimirle, y, en apoyo de sus tesis, pasaba a analizar el Decreto y la Orden que lo desarrolla, con la autoridad que le concedía el ser padre de la idea.

Rechazaba, en primer lugar, tanto el trabajo excesivo como la ociosidad de los presos. Se trataba de lograr que el recluso ejecutara un trabajo «en todo semejante al que ejecutan los ciudadanos libres»:

El Generalísimo comienza por declarar que renuncia a ambos extremos y, aún en medio del fragor de la guerra […] comienza a tomar medidas para organizar el trabajo humano de los presos dentro de aquellos límites que rechaza por igual. Ya con esto solo coloca a la Legislación Española […] entre las más humanitarias y clementes, en contraste con los monstruosos procedimientos marxistas que nos ha revelado la liberación de tantas ciudades mártires[368].

El sistema penal español debía renunciar a la venganza, distanciándose de los monstruosos procedimientos que los marxistas habían seguido en las ciudades de la zona republicana. Insiste en la concepción del trabajo como un derecho-deber del ciudadano que el recluso no pierde por el hecho de serlo:

[…] el Generalísimo promete atender a organizar el trabajo y la cultura de los presos, no como quien les concede una gracia, ni menos como quien les impone un castigo, sino como quien les reconoce un derecho; o de otro modo, que considera inhumano (contra el derecho del hombre que no ha renunciado por sus delitos a la dignidad de tal) el condenarle a la inactividad física y mental […] esta actitud del Generalísimo, reconociendo a los presos el derecho al trabajo, es altamente dignificadora de la autoridad, no tanto por lo que concede, cuanto por la razón que da para concederlo.

Es más, el reconocimiento de este derecho implica el de una obligación correlativa por parte del Estado.

Por último, […] es de hacerse notar el espíritu de moderación y caridad cristiana que inspira la concesión de este derecho […] Es el principio cristiano que hace compatible la caridad con la justicia vindicativa[369].

Se trataba, en suma, de hacer justicia pero recuperando para la sociedad a los miles de reclusos que atestaban las cárceles, más los que seguirían llegando.

El derecho al trabajo, continúa el padre Pulgar en el párrafo III, implica el deber de mantener a la propia familia:

El fondo de la cuestión es que el hombre tiene derecho al trabajo porque tiene derecho a procurarse el sustento para sí y su familia, y el trabajo es el medio natural […] que Dios le ha dado para ello. Pero como al derecho a conservar su vida y la de su familia va unida la obligación de hacerlo, el derecho de emplear el medio del trabajo se convierte en obligación siempre que no tenga otro[370].

Se considera, además, que el penado no debe de ser una carga para el Estado ni para los trabajadores libres que deben buscar su propio sustento en aplicación del mismo derecho, con la particularidad de no haber delinquido. Se llegaría, por último, al absurdo de privilegiar al penado concediéndole un trabajo que no siempre el trabajador libre tenía asegurado, pero, sigue diciendo que más injusto aún sería que el libre tuviera que mantener, con su trabajo, al penado que no trabajase. Al establecer los jornales que, en justicia, debe percibir el penado —se desarrolla en el párrafo IV—, deberá tenerse en cuenta el coste de su mantenimiento:

Entre el rancho que se da a los penados, la ropa, la acomodación y entretenimiento de locales y otras atenciones de los prisioneros, cuesta un preso al Estado más de dos pesetas diarias, evaluadas como mínimo desembolso efectivo.

¿Este salario […] de los reclusos es realmente necesario y suficiente para librar a la población no penada de una carga que directa e indirectamente tiene hoy que sostener[371]?

Se refería el padre Pulgar a los subsidios que las familias menesterosas de los reclusos recibían de Auxilio Social, Beneficencia pública y privada […] y que iban en detrimento de los que los menesterosos libres tenían derecho a percibir. Aplicando la redención de penas, los subsidios que la beneficencia venía entregando a las familias de los penados, irían desapareciendo a medida que se comprobara, a través de las Juntas Locales, que ya percibían otro subsidio, «fruto del trabajo de sus familiares reclusos». El peligro de que los trabajadores penados llegaran a ser competidores de los libres se evitaba, por otra parte, gracias a la obligación que se establecía para los patronos de pagar a los reclusos el mismo salario que pagarían a los libres:

[…] la obligación en los patronos libres de pagar el jornal íntegro de los presos trabajadores hace que este no constituya una competencia para el trabajador libre, que siempre será preferido en igualdad de circunstancias por las cargas, responsabilidades y molestias que para el patrono supone la mano de obra reclusa[372].

En el párrafo V, comenta los beneficios, que, a efectos de reducción de las condenas, representa el sistema, destacando que la pena queda reducida a menos de 0,38 de lo que hubiera durado:

Este principio equivale, junto con la ley subsistente de la libertad condicional cuando se hayan extinguido las tres cuartas partes de la pena, a reducir esta a menos de 0,38 de su duración. Es decir, que la reclusión perpetua se reduce a menos de doce años, y la de doce años a cuatro y medio[373].

Veremos que la reducción de las penas llegó a ser mucho mayor. En el Valle de los Caídos están documentados muchos casos. Nos ocuparemos de algunos de ellos como ejemplos de que lo dispuesto por el Padre Pulgar se cumplió allí, incluso más ampliamente de lo que se había previsto en un principio. En el mismo párrafo destaca la importancia de la conducta que observe el preso durante el cumplimiento de su condena, como un factor determinante para acortar su condena, sin olvidar el valor de la justicia como garante del orden social:

Lo que no puede exigirse a la justicia social es que haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido, y ponga pura y simplemente en libertad a quien ni da satisfacción alguna de sus errores, ni hace acto ostensible de sumisión y de reconciliación[374].

Será este párrafo, muchos años después, el más criticado por los autores contrarios a la Redención de Penas, que lo utilizarán contra el Padre Pérez del Pulgar como exponente de un supuesto ánimo vengativo e incluso «despiadado». Lo comentaremos más adelante pero seguimos ahora repasando el famoso texto del jesuita. Pone especial énfasis, el padre, al comentar el párrafo VI, y último de su comentario, por ser este el dedicado a la redención espiritual y social de los reclusos. Enaltece el espíritu que inspira las dos normas, —más concretamente la Orden— que analiza, exponentes de una visión verdaderamente cristiana de la sociedad:

¿Es enteramente imposible desarrollar este tema con palabras más expresivas y más impregnadas de amor a Dios, a la sociedad y a la Patria, que las que emplea la Orden del 7 de Octubre de 1938, especialmente en su preámbulo, pieza admirable de jurisprudencia cristiana que supera […] cuanto ha producido jamás la legislación penal humana[375]?

Destaca, a continuación, el celo apostólico que se recomienda tanto al personal de las prisiones como a los integrantes de las Juntas Locales; la caridad hacia las familias; la preocupación por la educación de los hijos en el respeto a la Ley de Dios y en el amor a la Patria; el cuidado de las bibliotecas de los penales; el encargo a las Juntas Locales de encauzar las iniciativas privadas. Todo ello con una finalidad prioritaria: arrancar de los presos y sus familias el veneno del odio, buscando la unidad de los españoles.

En la CONCLUSIÓN el padre Pérez del Pulgar expresa una idea que compartimos y parece de una oportunidad providencial:

Es menester […] tomarse la molestia de leer y estudiar este conjunto de disposiciones que está muy lejos de ser de interés exclusivo de los presos o de sus familias y que afecta, como verá quien las estudie, a toda la economía social y política de España[376].

Parece que hubiera previsto la enconada polémica que surgiría años más tarde y la importancia de lo que estaba en juego: el futuro del Valle; su desmantelamiento o su permanencia. En cualquier caso parece indiscutible la recta intención del jesuita, y algo que se utilizará, más tarde contra él y contra el sistema que diseñó: el evidente deseo de que la caridad cristiana lo inspirase de principio a fin. Solo desde posiciones muy sectarias podría verse de otro de modo. Y sin embargo ha ocurrido frecuentemente.

9. La descalificación del Padre Pérez del Pulgar. El «impunismo» republicano

9. La descalificación del Padre Pérez del Pulgar. El «impunismo» republicano

Tuvieron que pasar algunos años desde la muerte de Franco, para que se iniciase la campaña de descrédito de su figura y su Régimen —ya durante la Transición—, que ha conducido a la situación actual; y para ello era necesario empezar por arrojar todas las sombras posibles sobre el sistema de la Redención de Penas, que pertenece al primer franquismo y afectó, sobre todo a los vencidos en la Guerra Civil. No olvidemos que se la consideró como «la solución que daba España [la de Franco] al problema de los presos políticos». De modo que por ahí debía empezar la labor, porque la posición de los revanchistas frente a la figura de Franco sería la de «al enemigo ni agua». Eso englobaba toda su legislación (aunque de la social han preferido no hablar) empezando por estas primeras leyes relativas al sistema penitenciario.

Y Pérez del Pulgar no iba a salvarse de la quema de los incendiarios de la Historia. Por eso se han llegado a decir de él algunas cosas que merecen una reflexión:

Ya en 2002, Isaías Lafuente le considera un personaje vengativo, partidario de la ley del talión, aunque su descalificación contiene argumentos que se vuelven en su contra:

Las ideas de Pérez del Pulgar fueron plasmadas en un documento, «La solución que España da al problema de sus presos políticos», publicado en enero de 1939, en el que se recoge una filosofía muy alejada del perdón —«no puede exigirse a la justicia social que haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido»— y más próxima a la rehabilitación del ojo por ojo: «Es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a los que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista[377]».

Lo primero que debemos destacar es que no niega que se hubieran cometido verdaderos delitos; no entra a juzgar lo que Pérez del Pulgar engloba en su brevísimo «cuanto ha ocurrido» como resumen de toda la actividad delictiva registrada en la retaguardia y —es de suponer— también en el frente; ni de su gravedad, ni del número de delitos y delincuentes. Eso no importa, se pasa por alto e implícitamente se reconoce que «algo» había ocurrido; algo que podía llevar aparejada la pena de prisión, a partir de la cual se diseñaba la solución planteada por el sacerdote. Pero, por alguna razón que no explica, parece entender que no se debería tener en cuenta «aquello» que ocurrió durante la Guerra. De no hacerlo así, se caería en el espíritu de venganza que achaca al jesuita ya que le atribuye «una filosofía muy alejada del perdón». Es decir; algo había que perdonar, pero se entiende que el nuevo régimen debería perdonarlo todo, sin medida; sin tribunales ni jueces, ni leyes ni cárceles: acabada la Guerra Civil, borrón y cuenta nueva; los delitos deberían considerarse prescritos y no perseguirse ni de oficio ni a instancia de parte.

Pero si llegáramos a comprender que se encarcelase a los culpables, entonces que no se les considere obligados a aligerar la carga que su mantenimiento exige al Estado, como sostenía Pérez del Pulgar. Extractando esta frase, parecería que la Redención de Penas buscaría solamente obligar al preso a trabajar a fin de no resultar gravoso. De ese modo, desaparecen los fines que la nueva legislación buscaba: redimir condena por tiempo trabajado y proporcionar ingresos al recluso. Era, precisamente, al hablar de esa ventaja, cuando se establecía la justicia de su contribución con su propio mantenimiento, aparte de colaborar con la ingente tarea de la reconstrucción nacional. Tal cosa es, justamente, lo que Lafuente considera como aplicación del talión. Pretenden los defensores de la República, que la Guerra Civil debería haber sido la única de la Historia universal que se saldara sin prisioneros ni condenas posteriores porque parten de la base de que los combatientes republicanos luchaban en defensa de la ley y el orden, además de un conjunto de valores entre los que incluye, supuestamente, el sistema democrático con el conjunto de libertades que generalmente lleva aparejado. Para establecer la exactitud de tal presupuesto deberíamos retrotraernos a un análisis de lo que significó la II República. Pero siempre quedaría una cuestión pendiente; algo por lo que pasan de puntillas cuando no omiten mencionarlo: la represión republicana, que comentaremos más adelante.

Algunos autores la ignoran completamente, como ese el caso de la profesora Mirta Núñez que, refiriéndose a la Redención de Penas, así como a la causa de las condenas de los penados que se acogieron al mismo, afirma:

El régimen envolvía con el celofán de una supuesta redención penal, religiosa y política, el uso de mano de obra carcelaria. Esta había sido condenada por delitos creados por los golpistas para segar el futuro de los vencidos y hacer proselitismo, tanto político como religioso[378].

Según su opinión, como vemos, los delitos que llevaron a aquellos hombres a la situación de «esclavos de Franco», eran puramente imaginarios: los habían creado los «golpistas» para arruinar las vidas de los vencidos, valiéndose del sistema penitenciario para llevar a cabo sobre los mismos una labor de proselitismo sobre los mismos. Se trata de la visión más extendida entre los historiadores antifranquistas que han tratado el tema de la Redención de Penas y las cárceles del franquismo en general.

Volviendo a la cuestión de la valoración negativa de Pérez del Pulgar, por parte de estos autores, Tario Rubio despacha la cuestión calificándolo de «jesuita nefasto», para descalificar, de paso al mismo sistema de Redención de Penas, obra de católicos como el «general propagandista católico» Sánchez Muniaín o «el también jesuita» Francisco Javier Peiró[379]. No tiene el autor una idea muy clara de lo que fue el PCRP, aunque busca señalar a la Iglesia que participaba «con la representación del Patronato de la Virgen de la Merced». No sabe que se trata del mismo organismo, pero lo cita con este nombre para subrayar que «Evidentemente contaban con el apoyo de la Iglesia Católica española», y, después de incluir una larga cita de Pérez del Pulgar, destacando, también él, la frase de «no puede exigirse a la justicia social… que se haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido…», cita, a continuación a Ferri, con una de las afirmaciones más sectarias y manipuladoras que conocemos en relación con el final de la guerra y sus consecuencias carcelarias, multiplicando, además, por diez el número de reclusos que había en España en el momento de mayor concentración de presos en las cárceles, según la Dirección General de Prisiones:

Ya concluida la guerra y ocupada España por el ejército franquista con la ayuda de sus aliados extranjeros, el ejército alemán e italiano, España se convirtió en un descomunal presidio que acoge en condiciones infrahumanas alrededor de unos dos millones de personas entre hombres y mujeres[380].

Se trata del procedimiento habitual de mezclar conceptos, buscando crear una realidad engañosa: Pérez del Pulgar, la Iglesia y la Redención de Penas junto al nazismo, Franco y la «inmensa prisión» en que convirtieron a España con sus «dos millones de presos en condiciones infrahumanas». Multiplica por 20 el número de presos, a tenor de los datos recogidos por Buero Arús y publicados ya antes por el PCRP y la Dirección General de Prisiones. A partir de ahí, podemos juzgar sobre su objetividad. Pero no se detiene aquí; sigue atacando con violencia al sacerdote, atribuyéndole algo que trasciende toda su obra; el odio:

Pérez del Pulgar se hizo famoso por sus charlas radiofónicas llenas de odio y por sus escritos en los medios de comunicación oficiales: diario Arriba, portavoz de la Falange Tradicionalista y de las JONS, el diario Ya y el diario ABC[381].

Al hablar de la Redención de Penas, aunque reconoce que los presos aceptaban el trabajo, hace suya la idea de que supuso «todo un negocio» para las empresas y para el Estado; un negocio incluso «escandaloso», ya que el Estado se quedaría, según él, con la diferencia entre el salario «normal» y las 2,50 pesetas que se le entregarían al preso, cuestión que trataremos al hablar de los jornales abonados en el valle de los Caídos. En definitiva, los tópicos habituales siempre entrelazados: la condena del franquismo, la Iglesia, la Redención de Penas, y sus autores.

Pero, hablando de Pérez del Pulgar, quien ha ido más lejos en sus ataques ha sido, sin duda, Rafael Torres, comentando sus primeras disposiciones —las que acabamos de repasar— sin temblarle la mano, ha escrito:

El cura del Pulgar abunda, despiadado y revelador en esa idea[382].

Y lo dice a propósito del concepto del trabajo del penado como un derecho-obligación, pero todavía expresa un odio mayor hacia él cuando comenta lo dicho por Pérez del Pulgar en relación con la consideración de la buena conducta del preso como causa de una mayor redención de condena, sin olvidar, por ello, la necesidad de hacer justicia, en vez de tabla rasa de los delitos cometidos por quien no muestre arrepentimiento ni ánimo de reconciliación. Pocas veces hemos tenido ocasión de percibir tanto rencor e irracionalidad como los expresados en este juicio sobre el jesuita:

Pero donde el padre Pérez del Pulgar, que no figura en las historias del franquismo en el alto escalafón que merece, brilla más y mejor, bien que en haces particularmente sórdidos y crepusculares, es en lo concerniente al meollo de su creación, la Redención de Penas por el Trabajo. Sin apenas comentario, pues el corazón se encoge y el discernimiento se colapsa ante la mendacidad del clérigo, veamos esos últimos capítulos de su ideario en los que expurga en los frutos más inquietantes de su ideario[383].

Tal y como advertía, sigue analizando los comentarios del Padre Pérez del Pulgar, cada vez más fuera de sí, para llegar ya a la descalificación más brutal y fanática:

… es al final de sus comentarios cuando el jesuita se desprende absolutamente de los restos de piedad, compasión y amor al prójimo que hubieran podido salpicar alguna vez su hábito, si bien su nula sujeción siquiera a los principios de la impostura sirve para penetrar en el espíritu de su invento redentor[384].

No se trata de un odio frío, sino visceral y apasionado que le produce tal desasosiego que nubla su sentido de la mesura hasta el patetismo. No podemos aventurar cual sea el origen de una reacción tan cegadora de la realidad, pero pensamos que bien podría tratarse de un asunto personal de naturaleza desconocida, ya que como dice, en el prólogo, Mirta Núñez, el autor «conoce el tema de atrás, vivido y sufrido[385]», pero lo cierto es que ha descartado toda objetividad. Y llegamos a un punto de la mayor trascendencia; la razón por la que todo el sistema penitenciario del franquismo merece ser condenado y equiparado a los de los peores regímenes dictatoriales. El axioma podría ser el acostumbrado en esta clase de obras: todos los presos republicanos fueron víctimas inocentes de sus circunstancias, laminados por la maquinaria de un estado cruel y totalitario que gozó de la colaboración de una institución medular de la sociedad española, la Iglesia Católica, tan cruel y despiadada como el propio Régimen. Parten de la base de que los combatientes del bando republicano, fueran o no afines a la República, tuvieron que luchar por ella sin remedio, aunque, invariablemente, se les supone el mayor idealismo republicano y democrático, lo que resulta rechazable en un alto porcentaje de ellos al menos. Nos referimos a sus ideales democráticos, por supuesto, que resultan indefendibles a la vista de los designios del Frente Popular. Y podemos tomar como referencia el ya comentado caso de Largo Caballero, por lo que cabe preguntarse cual era el modelo de estado (o de República) que defendía el bando republicano. A la vista de las convicciones de sus jefes, y su dependencia evidente de la Unión Soviética —cuya aportación siempre minimiza cuando no ignora la historiografía republicana— resulta difícilmente creíble que tras su victoria España se hubiera convertido en un país realmente democrático.

Sin embargo, prescindiendo de las motivaciones o ideales de uno y otro bando, lo cierto es que en la retaguardia republicana fueron asesinadas 56 577[386] personas, según Ángel David Martín Rubio, uno de los más reconocidos expertos en el tema, objeto de su tesis doctoral. Según este autor, solamente en Madrid habrían sido 14 898, aunque Salas Larrazábal eleva la cifra hasta 16 449 y Casas de la Vega la rebaja a 8815[387]. En cuanto a las víctimas de la Iglesia, la cifra total se eleva a 6871, divididos en los siguientes grupos:

Obispos y sacerdotes 4352
Religiosos y religiosas 2519
Total 6871[388]

Según los álbumes del Santuario de la Gran Promesa de Valladolid, estudiados por José Antonio Argos, y de los que en el Archivo de la Fundación Nacional Francisco Franco se conservan resúmenes del desglose de las cifras, que han sido revisados por Martín Rubio y comentados en su citada publicación[389]. Si a la cifra anterior, sumamos los seminaristas, los miembros de la Adoración Nocturna y los de la Asociación Católica de Propagandistas, el número de víctimas asciende a 9128, desglosada de la siguiente manera:

Obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas 6920
Adoración Nocturna 2125
Asociación Católica Nacional de Propagandistas 83
Total 9128[390]

Disponemos también de la relación nominal, por comunidades, de las religiosas asesinadas, publicada por Gregorio Rodríguez Fernández, revisando los datos de Montero:

Congregación religiosa Cifras definitivas
Adoratrices 27
Agustinas 7
Ancianos desamparados 4
Ángeles Custodios 3
Beatas Dominicas 3
Calasancias Divina Pastora 1
Capuchinas 11
Carmelitas Descalzas 6
Carmelitas Calzadas 3
Carmelitas de la Caridad 25
Carmelitas Misioneras 4
Celadoras del Culto Eucarístico 1
Cisterciense 2
Claretianas 1
Clarisas 10
Concepción Jerónima 2
Concepcionistas Franciscanas 12
Capuchinas Madre Divino Pastor 3
Damas Catequistas 2
Doctrineras 17
Dominicas de la Anunciata 7
Dominicas (Huáscar y Málaga) 3
Dominicas de Montesión (Barcelona) 1
Esclavas de María 1
Esclavas Espíritu Santo y Caridad 9
Escolapias 8
Franciscanas del Buen Consejo 1
Franciscanas de la Misericordia 2
Franciscanas Divina Pastora 3
Franciscanas Sagrados Corazones 1
Franciscanas Clarisas de San Pascual 2
Franciscanas de Santa Clara 8
Franciscanas de la Inmaculada 2
Franciscanas de la Purísima 1
Franciscanas Natividad de Nuestra Señora 1
Hermanas Caridad Nuestra Señora de Consolación 2
Hermanas Caridad Sagrado Corazón de Jesús 5
Hijas Caridad de San Vicente de Paúl 30
Hijas de San José 3
Institución Teresiana 1
Instituto María Teresa 1
Misioneras Corazón de María 3
Mínimas de San Francisco de Paula 10
Misioneras Inmaculada Concepción 2
Oblatas 4
Perpetuo Socorro 3
Reparadoras 6
Salesianas 2
Siervas de María 5
San José de Gerona 3
Salesas 7
Santa Teresa de Jesús 3
San Juan de Jerusalén 2
Servitas 1
Terciarias Franciscanas de Toledo y Álora 4
Trinitarias 2
Trinitarias Descalzas 3
TOTAL 296[391]

Incluimos la relación de las religiosas porque muy pocos grupos de los que fueron objeto de la represión republicana lo habrán sido con mayor escándalo de cualquier mente equilibrada, aunque en la actual campaña por la creación de la Memoria Histórica no puede descartarse que haya quien lo intente justificar de alguna manera. De hecho, al hablar de las monjas en las prisiones ya se las ha presentado como seres vesánicos, verdaderos verdugos y torturadores de los presos. Llama en cualquier caso la atención, que algunas de estas órdenes sean las mismas que dos años después del final de la Guerra Civil, acogieran en sus colegios a los hijos de los penados que las Juntas Locales del PCRP les encomendaron. Destacamos que una de estas congregaciones, las Hijas de la Caridad, se distinguiera por acoger al mayor número de niños (párvulos en su mayoría), siendo así que habían sido también una de las más perseguidas. Y estamos hablando de comunidades cuyo cometido no era otro que la asistencia social a los más débiles: niños, ancianos, enfermos e indigentes. Sería conveniente que se acometiera la labor de estudiar en profundidad las causas de este genocidio.

Por otra parte, cientos de víctimas del cometido contra la Iglesia española en general han sido beatificadas como mártires, lo que, como hemos visto, se ha interpretado por ciertos defensores de la Memoria Histórica como reacción contra su campaña de manipulación histórica, incluso como un intento de neutralizar la labor de Garzón, convertido en adalid de la causa, antes de su defenestración. Si es posible que lleguen a tales planteamientos, tal cosa solo puede representar una ignorancia profunda de lo que representan las causas de beatificación o incluso del propio concepto de mártir. O bien, un grado de fanatismo muy difícil de superar.

Los procesos comenzaron en el pontificado de Pío XII, y en 1953 ya se había iniciado el de 174 de aquellas víctimas de la represión republicana. De los mártires beatificados hasta la fecha, en el Valle de los Caídos se encuentran los restos de quince de ellos, incluidas las religiosas que ya hemos mencionado. Pablo Linares y José María Manrique han publicado un extracto del resumen que les proporcionó al respecto Fray Santiago Cantera:

Siete fueron beatificados por Juan Pablo II y están sepultados en la Capilla del Sepulcro. En 1989 dos religiosos pasionistas de la comunidad de Daimiel (Ciudad Real), el P. Juan Pedro de San Antonio y el hermano Pablo Ma de San José; cayeron gritando «¡Viva Cristo Rey!» el 25 de septiembre de 1936 en Santiago de Calatrava y sus cadáveres lanzados a un pozo. En 1995 dos religiosos marianistas: Jesús Hita y Fidel Fuidio; el primero fue asesinado el 25 de agosto de 1936 en Carrión de Calatrava y el segundo el 16-17 de octubre de 1936. Y en 1998 varias mártires salesas (visitandinas), asesinadas en Madrid el 18 de noviembre de 1936, entre ellas las hermanas María Cecilia, María Angela y Josefa María.

Benedicto XVI beatificó otros ocho el 28 de octubre de 2007; se hallan en la capilla del Pilar. El dominico P. José Gafo Muñiz, destacado apóstol social, era superior en funciones del convento de Santo Domingo el Real de Madrid; fue sacado de la cárcel Modelo y asesinado. Y siete de las 23 religiosas adoratrices asesinadas en Madrid el 9/10 de noviembre de 1936: las hermanas Josefa de Jesús, Belarmina de Jesús, Ángeles, Ruperta, Felipa, Cecilia y Magdalena.

Hay algunos más en proceso de beatificación, a los que podría unirse el Abad Emilio Aparicio, en igual situación, aunque no mártir[392].

Entre los incluidos en la anterior relación, destaca el caso del Dominico Padre Gafo, por su marcada vocación social: había impulsado el sindicalismo católico, recorriendo España para conocer directamente la situación de los campesinos; entró en política y llegó a ser diputado en 1934. Al estallar la guerra, después de poner a salvo a los religiosos de la comunidad de la que era Superior —Santo Domingo el Real de Madrid— se refugia en una pensión desde la que se dirige a Indalecio Prieto, pidiéndole la preservación de la biblioteca y el archivo de su convento. Fue detenido y llevado a la cárcel Modelo donde permaneció hasta el 3 de octubre de 1936, día en que se le comunicó su puesta en libertad; ese solía ser el procedimiento con muchos de los presos: ponerles en libertad —como sucedió en la Matanzas de Septiembre de París durante la Revolución; otro genocidio que tuvo como objetivo prioritario al Clero— para esperarles a la salida y matarlos a continuación, como se hizo con él. No se tuvo en cuenta su trayectoria social; era un sacerdote, motivo suficiente para matarlo. Fue trasladado al Valle de los Caídos, desde el cementerio de la Almudena en 1961[393].

Pero el genocidio contra el clero español no se llevó a cabo solamente de una manera fría y calculada sino jalonado por episodios de una crueldad asombrosa que también deberían ser estudiados detenidamente. Uno de los más sobrecogedores fue el caso de Florentino Asensio Barroso, Obispo de Barbastro, una de las poblaciones donde con mayor saña se persiguió a los religiosos. El Padre Gabriel Campos Villegas (c. m. f.) recoge en su obra Mártires Claretianos de Barbastro, las últimas horas del mártir: atado a otro prisionero, fue llevado al Ayuntamiento, donde le esperaba un «tribunal popular» formado por un oculista «de mala entraña», Héctor M., Antonio R., el Marta y Santiago F., el Codina. Este último le dijo a un tal «Alfonso G., analfabeto»:

«¿No decías que tenías ganas de comer co… de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas… Le cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de esparto, como a un pobre caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel guiñapo de hombre, el Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor […] si no hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo y lo mantuvo en pie, aterrado y mudo.

El Obispo […] fue empujado a la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre» ante los ojos de los hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la propia imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su inmolación: completaba con su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo.

El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta:

—¡Qué noche más hermosa esta para mí: voy a la casa del Señor!

José Subías, de Salas Bajas, el único sobreviviente de aquellas cárceles de Barbastro, oyó comentar a los mismos ejecutores:

—Se vé que no sabe a donde le llevamos.

—Me lleváis a la gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por vosotros…

—Anda, tocino, date prisa —le decían— y él: —No, si por más que me hagáis, yo os he de perdonar.

Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el cementerio de Barbastro[394].

Tenía setenta años, y era Obispo de Urea en Epiro, además de administrador apostólico de la diócesis de Barbastro, desde abril de ese mismo año. Antes había sido Confesor del Seminario de Valladolid y director espiritual del sindicato de Obreras Católicas. Los milicianos que le fusilaron le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí». Otro de los testigos le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis», porque decidieron no rematarle para que sufriera más: no recibió el tiro de gracia hasta horas más tarde. Pocos ejemplos más claros de lo que es un mártir y del porqué de su proclamación canónica: no se trata de un arma arrojadiza que lance la Iglesia, interesadamente, para contrarrestar la labor de zapa de jueces o políticos. Por otra parte, resulta difícil de creer para quien no haya estudiado la cuestión, pero la muerte del Obispo de Barbastro, (episodio muy divulgado), siendo atroz, no constituye el relato más duro de cuantos hayamos podido conocer en relación con la represión republicana. La castración fue algo frecuente en la tortura de los clérigos, pero se les dio muerte de las maneras más salvajes y variadas que se pueda imaginar. Para encontrar precedentes o analogías con lo ocurrido en España durante la Guerra Civil, resulta necesario remontarse a los primeros siglos del Cristianismo.

La Iglesia, por otra parte, no fue el único grupo, ni mucho menos, que se convirtió en el blanco de dicha represión, aunque porcentualmente sí llegó a ser uno de los que más la padecieron, si no el más. Por más que se intente, no se encuentra la menor explicación plausible para lo ocurrido, dentro de los límites de la comprensión humana. A menos que se busquen causas preternaturales.

No sirven las justificaciones que, desde la izquierda, tratan de zanjar la cuestión: acudiendo nuevamente a la argumentación de Martín Rubio, comentando a Tuñón de Lara:

Menos fundamento aún tiene justificar la persecución religiosa por los defectos seculares de la Iglesia. La tesis sostenida puede resumirse con pocas palabras: «La Iglesia hizo una perfecta ecuación de orden, paz, y religión con los intereses políticos y económicos de una clase, olvidando e ignorando donde estaba la verdad de un pueblo oprimido y que en el otro bando “la persecución religiosa” fue en gran parte la respuesta a la agresión violenta del bando que la Iglesia defendía[395]».

En definitiva, existe, en esta misma línea, una serie de argumentos para justificar lo que no pueden negar los historiadores que los sustentan: la brutal y tenaz persecución sufrida por la Iglesia, demasiado clamorosa como para minimizarla siquiera. El común denominador está condensado en el párrafo que acabamos de citar: la Iglesia fue perseguida por su alianza con los sectores reaccionarios y capitalistas que apoyaban a Franco y habían desencadenado la Guerra en su propio beneficio. Así se justifican las muertes y torturas de obispos, frailes y monjas, incluyendo a los que, desde la pobreza, dedicaban todos sus esfuerzos a cumplir una labor social. El mismo Martín Rubio lo resume de la siguiente manera:

… cuando la Iglesia no lograba hacerse presente en todos los ambientes de las clases más bajas, era criticada por el abandono en que dejaba a los pobres y obreros y cuando lograba hacerlo (a través de las personas o de las instituciones educativas y asistenciales) era condenada por la manera en que ejercía su acción social y presentada como una sucursal de la burguesía dominante[396].

Y citaba en apoyo de sus palabras el caso del jesuita Manuel Luque, asesinado en Almería, recogido en la Causa General. Su muerte se decidió en la logia Evolución de Almería, como recoge la Causa General, pero fijémonos ahora en la proyección social del mismo sacerdote[397]:

«Nadie hubiese pensado que el P. Luque pudiera ser nunca víctima de odios de la gente baja, de los obreros, porque toda su vida la pasó entre ellos, haciéndoles bien, visitando sus casas, derramando su caridad a manos llenas, quitándoles muchas hambres y miserias, repartiéndoles libritos y hojas, interesándose por sus problemas. Y así toda su vida de permanencia en Almería que lo fue a raíz de fundar los Padres en esta capital. No obstante fue detenido, y aunque en los primeros momentos parece que se le guardó consideración y hasta hay quien afirma que se produjo un motín en comisaría, formado por los propios milicianos, indignados por su detención…»[398]

Otro de los muchos ejemplos, poco conocido hasta la fecha, es el del sacerdote valenciano Alfonso Sebastiá Viñals; ordenado, a los 23 años de edad, en 1933, vivió dedicado al apostolado de Acción Católica, siendo nombrado, a pesar de su juventud, director de la Escuela de Formación Social de Valencia, fundada por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Como miles de sacerdotes, solo por serlo, fue detenido al iniciarse la Guerra Civil, y asesinado, con otros 232 mártires, en 1936. Tenía 26 años, y había desarrollado lo principal de su labor docente para grupos de obreros a quienes daba a conocer la doctrina social de la Iglesia. No le valió de nada a la hora de ser condenado por unos asesinos a quienes perdonó. Poco antes de su muerte escribía:

Voy a morir, estoy seguro. Solo pido que reces por mí para que pueda perdonar hasta el ultimo momento[399].

Fue beatificado por Juan Pablo II el 11 de marzo de 2001, cuando todavía faltaba mucho tiempo para que el juez Garzón comenzara su campaña por la Memoria Histórica que para los más sectarios significó el acicate de lo que han llamado «beatificaciones masivas». Su proceso se inició por haber dado hasta el final testimonio de su fe, y haber muerto perdonando. Para quien no lo sepa, un mártir es el que muere en tales circunstancias y no se les puede utilizar contra la Iglesia que solo juzga, en estos casos, circunstancias objetivas. Las que se han apreciado en los miles de procesos tramitados. En cualquier caso, dejando a un lado su testimonio y su fe, eran siempre personas completamente indefensas a las que se detuvo sin otros cargos que los muy fantasmagóricos que se manejaron entonces, y no solamente para el clero. Fueron asesinados, frecuentemente, después de torturas inimaginables sufridas, como tantos miles de laicos, en checas, carreteras y descampados, donde quedaban abandonados hasta que se recogían sus restos como si fueran basura, horas más tarde. Era lo máximo que las autoridades estaban dispuestas a hacer por ellos.

Se ha deformado progresivamente la historia de la represión: primeramente se trató de equiparar por completo la que tuvo lugar en los dos bandos, para, posteriormente, minimizar la del republicano hasta ocultarla prácticamente convirtiéndola en un fenómeno marginal y —lo que es peor— comprensible por haber tenido lugar al calor de la contienda. Pero no fue marginal ni mucho menos comprensible. En la retaguardia republicana tuvo lugar un verdadero genocidio caracterizado por una crueldad insuperable y generalizada. Aparte de la implacable persecución sufrida por la Iglesia a la que nos hemos referido, cualquier enemigo de clase o supuesto contrarrevolucionario podía ser eliminado, con total desprecio de sus circunstancias personales o trayectoria política. Exactamente igual que en las Revolución Rusa o su precedente no tan remoto: la Francesa de 1789.

La barbarie llegó a lo inconcebible en las ciudades y pueblos de la zona republicana. Como ejemplo recogemos el relato de Martín Rubio sobre lo ocurrido en Granja de Torrehermosa (Badajoz), el 24 de septiembre de 1936:

… los milicianos llegaron en su retirada a esta población, lanzándose al saqueo y a la venganza contra los que huían o se encontraban refugiados. Penetraron en casa de doña Ventura Llera de la Gala y la mataron así como a tres criadas y a la hija de una de ellas de once años. Luego asesinaron a doña Piedad Llera de la Gala y a otras, siguiendo por el pueblo sembrando el terror. En la calle mataron a doña Paula Henao y a dos criadas, sin respetar la avanzada edad de aquella. Algunas mujeres fueron muertas yendo a buscar refugio y una joven y otra niña menor de edad fueron violadas, según se comprobó de forma oficial[400]

Como afirma Martín Rubio, sorprenden la edad y circunstancias de aquellas víctimas de la Granja de Torrehermosa:

Nombre edad
Rafaela Barroso Sánchez 55 años criada
Eloísa Calero Gallardo 45 años sus labores
Josefa Antonia Corvillo Corro 25 años criada
Nieves de la Gala Durán 3 años niña
Rosario de la Gala de Llera 15 años escolar
Sebastián de la Gala Ortiz 78 años propietario
Eloísa Gallardo Borrero 70 años sus labores
Paula Henao Montero 70 años sus labores
Felisa de Llera de la Gala 44 años sus labores
Piedad de Llera de la Gala 47 años sus labores
Ventura de Llera de la Gala 38 años sus labores
Emilia Romero Calero 53 años criada
Encarnación Rudilla Calero 10 años escolar[401]

Entre las víctimas, niñas de tres, diez y quince años, pero también ancianos, señoras (tres de ellas hermanas) y criadas, asesinados algunos en plena calle o amontonados en el cuarto donde los demás se habían refugiado. Dos de las menores habían sido violadas y el único hombre del grupo tenía 78 años de edad. No podían considerarse crímenes políticos o acciones de guerra, a no ser que el hecho de ser «propietario» el único de los varones pudiera ser utilizado como argumento para justificar una matanza que no respetó ni a las criadas ni a las niñas. Un caso más y tampoco el más impresionante de los que se registran.

Y los responsables de toda aquella barbarie no fueron las pretendidas «milicias incontroladas», porque a esas milicias las había armado el Gobierno de la República y se las instrumentalizó desde el Poder político, que las utilizó, especialmente durante el primer año de la Guerra para eliminar a la «quinta columna» formada supuestamente por personas tan sospechosas como los muertos de Paracuellos o los que sufrieron en las checas las torturas más refinadas, aprendidas de los asesores soviéticos. Y no fueron un puñado de hombres; no hubieran podido hacerlo. Fueron miles. Y miles de ellos —los que no cayeron en el frente o fueron fusilados más tarde— llenaban las atestadas prisiones españolas de posguerra, junto a otros, (recordémoslo una vez más) que no tenían culpas tan graves. Martín Rubio ha zanjado la cuestión con las siguientes palabras:

En efecto, somos muchos los que sostenemos que no puede afirmarse que la crueldad fuera patrimonio de uno de los dos bandos y que tampoco se puede descargar en ninguno de ellos toda la responsabilidad por lo que sucedió en España a partir de 1936. En líneas generales, sí ocurrió lo mismo: en las dos zonas hubo represión… Más tarde, superada la explosión de odio, miedo y venganza de los primeros meses, hubo en las dos zonas un intento serio de que la represión discurriera por cauces legales todo lo precario que se quiera pero que, sin duda, ahorraron sangre. Por último a los vencedores les fue posible una exigencia de responsabilidades terminada la guerra que es la que acaba por desequilibrar la balanza de las cifras[402].

Esa exigencia de responsabilidades es la que, expresa o tácitamente, rechazan quienes condenan la Redención de Penas y a su autor con una descalificación global que podría resumirse en esta idea: el Régimen de Franco no estaba legitimado para juzgar o castigar a los criminales de guerra, sin entrar a analizar la gravedad y naturaleza de sus crímenes. Cabe añadir una matización al respecto: las dos represiones no fueron iguales, porque la republicana se dirigía contra una población civil completamente indefensa a la que se masacró, la mayoría de las veces, sin juicio previo, por el simple hecho de pertenecer a una clase social o profesar unas creencias determinadas. Se trataba de un verdadero genocidio cuyos precedentes remotos podemos situar en la actuación del Comité de Salud Pública que dio origen al Terror en la Francia revolucionaria, y, por supuesto, en la Revolución Rusa. Puede equiparase, desde luego, al posterior holocausto judío, de la Alemania nazi, y a los de Stalin o Mao Tse Tung, más sistematizados estos últimos, y por tanto más devastadores también.

Además de la indefensión, por otra parte, debía tenerse en cuenta el inconcebible ensañamiento con las víctimas, agravantes del delito en todo ordenamiento jurídico, y que se dio en grado sumo, particularmente, en el bando republicano. Hemos visto algunos ejemplos de inconcebible refinamiento en las torturas de las víctimas, evitando reseñar las circunstancias inimaginables de muchos de aquellos crímenes, recogidos en los sumarios instruidos ya en plena guerra y a raíz de 1939.

Pero todo aquello no fue una pesadilla; había ocurrido, y a ello se refería Pérez del Pulgar al mantener que, en justicia, no se podía hacer «tabla rasa» sin más. Aún suponiendo que ambas represiones hubieran sido idénticas —que no lo fueron—, no puede defenderse que los crímenes cometidos por los republicanos debieran ser ignorados. No se puede negar la evidencia, y junto a tantos miles de soldados movilizados por la República que la defendieron con mayor o menor convicción, hubo también miles de criminales responsables de delitos que nada tenían que ver, en principio, con una ideología política. Los enemigos de la Redención de Penas no son capaces de verlo; para ellos, todo republicano era, por definición, inocente.

Cualquier medida que se hubiera tomado entonces desde el poder que no hubiera sido su inmediata puesta en libertad con indemnizaciones por los perjuicios causados, les resulta abominable. No es nada nuevo: se trata de una versión actualizada de las campañas organizadas por la izquierda para conseguir la impunidad de toda clase de crímenes cometidos durante la Revolución de 1934, causa de tanto enfrentamiento con las derechas de entonces (la CEDA y el Bloque Nacional), empeñadas en que se hiciera justicia. Vano intento: fueron ejecutados cuatro de los dirigentes de segunda fila, mientras que los máximos responsables (incluido Largo Caballero), quedaron en libertad a tiempo de organizar el Frente Popular un año más tarde. Los cientos de encarcelados por aquellos sucesos —una verdadera guerra civil— eran liberados muy poco después; tras la victoria de dicho Frente en las elecciones de febrero del 36. Para las izquierdas (republicanas o marxistas) los autores de cualquier crimen cometido a favor de la revolución eran equiparables a combatientes por la libertad que no merecían castigo alguno. Así es como los sigue presentando, mayoritariamente, la historiografía republicana en nuestros días. Solo desde ese punto de vista, tan sectario como el de los combatientes más ideologizados del bando republicano —con el que se identifican plenamente— puede explicarse la condena de un sistema como la Redención de Penas por el Trabajo, y de paso, la de su creador.

Y sin embargo, uno de aquellos penados que se acogieron al sistema, ha dejado un testimonio meridianamente claro, capaz de despejar cualquier duda: se trata de José María Aroca, autor de unas muy comentadas memorias: Los republicanos que no se exiliaron, donde afirma rotundamente:

Hay que ser muy sectario, o muy estúpido, para no reconocer que aquella Ley es uno de los logros más espectaculares y más humanos en materia de legislación penal. Todavía en vigor, ofrece al condenado la posibilidad de redimir medio día de condena por cada jornada de trabajo[403].

No podía explicarlo mejor: solo ventajas aportaba al penado aquella legislación; es indiscutible, como también el hecho de que para negarlo se necesita un alto grado de sectarismo. Lo curioso es que el autor de esta cita sea, precisamente, el más concienzudo demoledor de la Redención de Penas: Rafael Torres.

¿Qué pudo llevarle a incluir este párrafo, que desmonta todas sus teorías, en una obra dirigida a desacreditar aquel sistema legal? Quizá, solamente, el venir de quien venía: un antiguo combatiente republicano que ha dejado un testimonio incontestable; sumamente incómodo para los republicanos nacidos después de la Guerra Civil, y tratan, en nuestros días, de crear una desoladora Historia de España, a la medida del poder socialista. Aquí está el problema: que, después de dedicarle libros enteros a dicha empresa, surge la voz de alguien que vivió la Guerra y tomó parte en ella; que se benefició de la Redención de Penas y lo dejó escrito con la claridad que hemos visto. Al menos, Torres tuvo la honradez de no silenciarlo, aunque trate de buscarle explicaciones tan peregrinas como la existencia de la censura franquista, o se vaya por las ramas, acto seguido, con el cómputo de los días que podían redimirse en 1969. Podría haber añadido algunos otros argumentos, tan deslavazados como los anteriores, pero, al final ocurriría lo de siempre: cuando hablaban los penados, antes de la era de Rodríguez Zapatero, los mitos contra Pérez del Pulgar y su obra, se venían abajo. Podía ser de manera más o menos estrepitosa, según los casos, pero siempre ocurría lo mismo. Ahora bien, nunca tan claramente como sucede cuando se lee la obra de Aroca. Contra ella poco pueden decir los constructores de la Memoria.

Entendemos, por otra parte, que la descalificación de la figura del padre Pérez del Pulgar debe encuadrarse en la que ya se ha llevado a cabo respecto de la Iglesia, desde la izquierda incluso dentro del ámbito académico, relacionándola con el Régimen de Franco y haciéndola responsable de lo que, a su entender, fueron actividades criminales relacionadas con el sistema penitenciario y la represión en general. Josep Sánchez Cervelló, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Rovira i Virgili ha llegado a sostener que las beatificaciones de los mártires de la Guerra Civil no han sido más que la respuesta eclesial a las actividades de las asociaciones de la Memoria Histórica en general y del juez Garzón en concreto. En el prólogo al libro de Tario Rubio sobre el Valle de los Caídos afirma:

… en la zona sublevada y durante la posguerra, la Iglesia católica —como en el Cono Sur sudamericano— tuvo un rol destacado en la represión. En esa amnesia parcial y selectiva el PP fue coadyuvante necesario, y ambos organizaron o coparticiparon en las conmemoraciones de la memoria de la Iglesia que son, en esencia, las del bando ganador de la guerra. Así, el 4 de mayo de 2002 en la plaza de Colón de Madrid, el rey, el gobierno de Aznar en pleno, la totalidad de la Conferencia Episcopal y el papa Juan Pablo II asistieron a la canonización del sacerdote José María Rubio, asesinado durante la Guerra Civil. Nadie, como siempre en esas ocasiones, se refirió a las víctimas del otro bando[404].

En primer lugar, debemos aclarar que en el momento de estallar la Guerra Civil, el Padre Rubio llevaba siete años muerto, por lo que la ceremonia de la plaza de Colón no puede considerarse la exaltación de uno de los mártires del genocidio republicano de ningún modo. La asistencia del Rey, el Gobierno y los Obispos a la misa del Papa no tenía, desde luego, ningún matiz político por mucho que el autor de la cita interprete que aquel acto era una renovación de la alianza de la derecha con la Iglesia para exaltar su memoria histórica. Algo que según Josep Sánchez la Iglesia ha procurado, desplegando una gran actividad beatificando «mártires» y practicando exhumaciones, con el fin —según la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica a la que el autor respalda en sus afirmaciones— de ocultar su participación en la represión franquista, tratando de:

«reprimir la memoria que ilumina su oscura participación en la guerra de 1936 y su apoyo a la dictadura franquista en la que fue un aliado fundamental en los momentos en los que la represión de la posguerra causó miles de asesinatos […] Lo que la Iglesia debería hacer es aceptar todo su pasado y no cubrirse con un manto de víctima para esconder su intensa labor como verdugo[405]»

Añade a continuación que, según los sectores cristianos de base, las beatificaciones eran consecuencia de que «el juez Garzón avanzaba en su investigación sobre la Guerra Civil y los represaliados durante el franquismo lo que inquieta, por algo, a los prelados», por lo que, siempre según él, las diócesis españoles preparaban 800 beatificaciones. Condena abiertamente la Transición y para mayor claridad sigue afirmando que «la derrota de 1939 volvió a repetirse en 1978», condensando la visión que mantienen los autores afines, partidarios de la Memoria Histórica, entendida a la manera de las asociaciones que han tomado ese nombre: dicho de otro modo, toman el testigo del bando republicano del que se consideran herederos.

Resulta, desde estas posiciones ideológicas, plenamente coherente el rechazo a la Iglesia, al Padre Pérez del Pulgar y, por lo tanto, a la Redención de Penas. Dadas las consecuencias de largo alcance que pueden acarrear dichas posiciones por lo que tienen de amenaza para el futuro político, pensamos que resulta de una importancia capital llegar a restablecer la verdad sobre el significado de aquel sistema penitenciario y quien lo diseñó.