Capítulo 2: El estado de la cuestión tras la Ley de la Memoria Histórica
1. El Valle de los Caídos, presentado como conflicto. El sesgo anticlerical
1. El Valle de los Caídos, presentado como conflicto. El sesgo anticlerical
Con la entrada en vigor de la LMH, se acentúa la valoración negativa tanto del Valle como de la misma Redención de Penas. En algunas publicaciones, simplemente se ignora el sistema, para seguir hablando de trabajos forzados y esclavos de Franco en Cuelgamuros.
En otras se presenta la Redención de Penas como una variante, encubierta, de los trabajos forzados, cuando no como el gran negocio del Régimen o un sistema de simple adoctrinamiento de los reclusos. Con estas premisas, forman diferentes combinaciones que repiten siempre las mismas ideas. No hay nada nuevo. Nada que no se hubiera dicho antes de 2007.
La diferencia es la radicalización progresiva de estas publicaciones hasta llegar a proponer, como quien brinda soluciones a un grave problema, distintas finalidades para el Valle, desde la creación, en la Basílica, de un museo de los horrores del franquismo hasta la voladura de la Cruz. Cualquier cosa se contempla menos el respeto a los fines fundacionales, de los que aún, desaparecido el Centro de Estudios Sociales, se mantienen los dos, ya señalados: la oración, y las celebraciones litúrgicas por los caídos, así como el recuerdo y homenaje a los mismos. Prácticamente clausurado durante meses, este último fin se ha visto también limitado si no comprometido gravemente.
Una novedad en aquella nueva etapa era el ataque frontal contra la Iglesia que aparecía ya en la mayoría de las publicaciones más recientes. Se la presentaba como cómplice e instrumento de las supuestas injusticias cometidas por el franquismo contra los vencidos en la Guerra. De hecho no es fácil desentrañar contra quien se dirigen, en mayor medida, las fulminantes condenas de estos autores: si contra Franco o contra la Iglesia Católica. Analizaremos en las conclusiones la trascendencia de estos ataques.
Con ese fin debemos examinar algunas de dichas publicaciones posteriores a la LMH:
Gutmaro Gómez Bravo, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, publicaba en la revista Entelequia, en septiembre de 2008, un artículo sobre la situación penitenciaria en la España de posguerra, donde dice cosas como que «La cárcel se constituyó muy pronto en uno de los elementos más claros y persistentes en la naturaleza autoritaria de la dictadura». O, refiriéndose a Franco, algo más curioso aún:
Su filosofía penitenciaria estaría encerrada en la Semana Santa, como máximo ejemplo del sacrificio de Cristo para redimir a los hombres. El dolor, el pecado y la regeneración constituyeron elementos íntimamente ligados a una concepción de la vida y de la muerte, de la sociedad y de la política, comprendidos dentro del pensamiento tradicionalista español y, en particular, de los propagandistas católicos[60].
Renunciamos a interpretar el párrafo por la dificultad que entraña, pero lo citamos como exponente del lenguaje barroco de su autor, así como de su muy personal visión sobre el tema. Concretando su pensamiento sobre lo que representó el sistema de redención de penas, sigue diciendo:
En torno a la redención se impuso la retórica del orden fascista en cuanto a la creación de un hombre nuevo, pero siempre bajo la inspiración de elementos del catolicismo tradicional. Un enlace intelectual que supuso un enorme salto «hacia atrás» [sic], con el objeto de eliminar las contribuciones más destacadas del laicismo en el ámbito del Derecho y de la Justicia.
Sin abandonar su peculiar estilo, Gutmaro Gómez parece presentar la redención de penas como un retroceso en lo jurídico, siendo así que era una innovación absoluta en el Derecho Penal español. Como sistema, por cierto, sus antecedentes se encuentran en la muy laicista Europa surgida de la Revolución Francesa, aunque en España, ciertamente, el Régimen que lo implantó, aspirase a darle un sentido religioso. También resulta original, y chocante, la relación que parece sugerir entre la Inquisición y la redención de penas, porque nada puede guardar menor semejanza, ni en sus procedimientos, ni en su finalidad:
Al terminar la guerra, la Iglesia definió esta labor de rescate basada en un modelo de sociedad ideal en torno a experiencias penitenciarias de su pasado.
La interpretación que hace de la «recuperación de la memoria histórica» es claramente manipuladora, cuando dice:
El proceso que viene experimentando la sociedad en torno a la recuperación de la memoria histórica es muy desigual y está repleto de diferencias que no obedecen únicamente al presente político de cada país.
La sociedad, si se refiere a la española, no venía experimentando ningún proceso relacionado con la memoria histórica, antes de que se agitara —después de crearla artificialmente— dicha idea desde el Poder y los Medios, pero es sabido que uno de los procedimientos más utilizados por la manipulación, mediática, política o intelectual, consiste en presentar las reformas que se pretenden introducir como respuesta a una supuesta demanda social. Es el primer paso[61]. De algún modo lo reconoce cuando sigue diciendo:
… lo cierto es que se ha conseguido presentar la historia a un público más amplio, así como animar una reflexión importante sobre la propia materia prima de los historiadores[62].
¿De verdad se ha presentado la historia a un público más amplio? ¿Quién y como lo ha conseguido? La verdadera historia, la de todos los españoles, no se está tratando de presentar a nadie. La que se ha dado en llamar «memoria histórica» es, tan solo, la del bando republicano, y se presenta, casi siempre, de manera sesgada.
Consideraciones filosóficas aparte, el artículo, aparte de servir los intereses del Gobierno socialista, exaltando su gran proyecto de supuesta recuperación de la Memoria, no aporta ninguna novedad al conocimiento real de la redención de penas, su regulación jurídica o las circunstancias en las que se puso en práctica.
2. La intervención del juez Garzón y su proyección social
2. La intervención del juez Garzón y su proyección social
Era cuestión de tiempo —y no pasó demasiado— que la LMH se utilizara contra el Valle como arma arrojadiza, y el ejecutor del ataque fue el juez Baltasar Garzón, famoso por sus actuaciones «estelares» desde la Audiencia Nacional. En octubre de 2008, Garzón se declara competente para atender la demanda, que un grupo de asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, había presentado en la Audiencia Nacional, dos años atrás, meses antes de la promulgación de la LMH, y ordena la exhumación de los cadáveres que pudieran hallarse en diecinueve fosas comunes, incluyendo el Valle de los Caídos. En un principio buscaba los restos de ocho personas, pero ya entonces, el hijo de uno de ellos, Fausto Canales, anunciaba que:
[…] pedirá al equipo de especialistas convocados por el juez para asistirle en la causa la elaboración de un proyecto para el recinto[63].
Meses después de su entrada en vigor, la LMH abría el camino para el asalto contra el Valle, mencionado en su texto solamente a fin de prohibir en su recinto ciertas manifestaciones, como vimos al comentar la Ley en cuestión. La orden del juez iba mucho más allá. Pero probablemente su autor no era plenamente consciente de las dificultades que implicaba el hecho de practicar exhumaciones en un mausoleo donde se encuentran los restos identificados de 35 000 personas, que, en total serán más del doble. Porque aquel sí que era un monumento a todos los caídos. La adscripción ideológica de los que buscaba allí Garzón, lo demuestra.
Lo que no sabía es en qué condiciones llegaban, a menudo, los caídos de uno y otro bando; concretamente los que habían sido enterrados en fosas comunes en plena guerra. Sus restos, o lo que queda de ellos, después de setenta años, se encuentran mezclados y es mucho más difícil identificarlos de lo que Garzón se pudo imaginar. Los que lo intentaron quedaban consternados.
El 7 de noviembre, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional suspende la orden de exhumación y Garzón se inhibe a favor de los juzgados provinciales. Pero el camino ya estaba abierto y señalado: un año más tarde, en septiembre de 2009, el Congreso, a propuesta de Izquierda Unida, insta al Gobierno a elaborar un censo de los enterrados en el Valle de los Caídos. El diario El Mundo informaba:
El Gobierno, en un plazo máximo de seis meses, tendrá que elaborar un censo de todas las personas que se encuentran enterradas en el Valle de los Caídos. Esta propuesta fue planteada por Izquierda Unida en la Comisión Constitucional del Congreso, que la aprobó ayer con los votos a favor de todos los grupos excepto el PP, que votó en contra.
[…] el Congreso pide al Ejecutivo que el Estado pague el coste de las exhumaciones que se soliciten y agilice el traslado de los restos al lugar que pidan los familiares […] tal y como se establece en la Ley de la Memoria Histórica, aprobada hace dos años[64].
Tampoco sabían los diputados muy bien lo que estaban haciendo ya que hablaban de entre 15 000 a 40 000 cadáveres, menos de la mitad de las cifras reales de personas allí enterradas, considerando la primera de las cifras. Pero la ignorancia de algunos de nuestros políticos sobre el asunto queda más patente cuando sigue diciendo el mismo periódico:
El diputado de IU-ICV Joan Herrera iba más allá de esos acuerdos en su propuesta, y también pedía que el Congreso expresara «su estupor y preocupación» al constatar que hay restos de personas republicanas que murieron «al defender la legítima y democrática República» y comparten sepultura, entre otros, con Francisco Franco[65].
Es decir, que ni siquiera sabían quienes estaban allí enterrados. Habían «aguantado» treinta y tres años, desde la muerte de Franco, sin tratar de averiguarlo, pero, en aquellos momentos era de vital importancia devolverlos a sus familiares para que no tuvieran que seguir enterrados junto a personas como Franco. Pero ¿qué discurso era este? ¿Quién utilizaba o utiliza a los muertos, el que los llevó al monumento a los caídos o los que quieren desenterrarlos, setenta años después de su muerte? Y una última pregunta: ¿por qué ahora?
El 14 de mayo de 2010, la situación da un vuelco inesperado: El Consejo General del Poder Judicial suspende cautelarmente al Juez Garzón, por un supuesto delito de prevaricación en su investigación de los crímenes del franquismo. El magistrado del Tribunal Supremo, Luciano Varela, dictaba contra él, apertura de juicio oral, lo que le aparta de sus labores jurisdiccionales hasta que recaiga sentencia firme absolutoria, o se decrete el sobreseimiento.
Debemos hacer algunas consideraciones: en primer lugar la unanimidad del Consejo en esta decisión, a pesar de la politización del asunto, y de su previsible impacto en la opinión pública dada la relevancia del juez estrella de la Audiencia Nacional como se le suele llamar en los medios.
El sobrenombre está justificado si repasamos su trayectoria, como hacía, brevemente, el diario La Razón[66]: instructor de sumarios con tanta repercusión como el del caso Nécora contra el narcotráfico; su salto a la política, presentándose, en 1993, en las listas del PSOE, de la mano de Felipe González, para, frustrado en sus aspiraciones, regresar, un año después a la carrera judicial instruyendo el sumario de los GAL; la orden de detención contra Pinochet, en 1998, y sus investigaciones de Batasuna y del terrorismo islamista.
Pero lo que le hacía recuperar un mayor protagonismo era, precisamente, el caso que, por el momento, le había costado su carrera: la investigación que, contra el criterio de la Fiscalía, abrió, como vimos, en octubre de 2008, inhibiéndose un mes después tras haber pedido el certificado de defunción de Franco, con miras a su condena oficial.
El proceso a Garzón, como no podía ser de otra manera, adquirió en seguida una repercusión mediática acorde con su fama y reputación. Pero lo que resultó verdaderamente sorprendente es que los sindicatos irrumpieran en escena manifestándose a favor del juez en 25 ciudades españolas, siguiendo la convocatoria de la recién creada Plataforma contra la impunidad del franquismo, que lo consideraba ya el adalid de la causa.
Unos sindicatos tan dóciles ante el Gobierno de Rodríguez Zapatero que habían permanecido impasibles ante la mayor crisis económica de la historia reciente, en cambio se movilizaban a favor de un juez por considerarle el líder de la lucha contra los crímenes del franquismo.
Aún resultaba más sorprendente que días antes, el 13 de abril, los representantes de UGT y Comisiones Obreras acudieran a un acto a favor del juez, teniendo como anfitrión al rector de la Universidad Complutense, señor Berzosa, lo que le daba al asunto un mayor realce; Universidad y Sindicatos se unían contra el poder judicial a causa del juez que quiso juzgar los crímenes del franquismo.
Han sido sucesos de extraordinaria gravedad, —sin precedentes en nuestra historia reciente—, propiciados por la crispación originada por la LMH, y las ordenadas exhumaciones del Valle de los Caídos, entre otras causas. Porque cuestionando la independencia del poder judicial, se cuestionaba la propia esencia de la democracia, aunque se hiciera a favor de un juez, investido como abanderado de la izquierda y sus designios políticos. Dicha investidura se ha mantenido incluso después de su suspensión, llegando a presentarle como un mártir de la causa revisionista anticonstitucional.
Para comprender las apasionadas adhesiones que suscita el juez Garzón en las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, es conveniente la lectura del libro Las fosas de Franco[67], de Emilio Silva y Santiago Macías, aparecido en enero de 2009, con prólogo del repetidamente citado Isaías Lafuente.
Los autores son los fundadores de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que preside el primero, cuyo abuelo, según informa su reseña biográfica, murió asesinado en 1936 por ser militante de Izquierda Republicana. La Asociación busca, a partir del año 2000, los restos de republicanos asesinados durante la Guerra Civil y la posguerra en toda España para, según sus fundadores, terminar con el silencio en el que sus familiares seguían sumidos después de décadas de democracia. Dice, al respecto Emilio Silva:
… con el cambio de Gobierno [la llegada de Zapatero] se anunció la creación de una comisión interministerial para elaborar políticas de reparación a las víctimas. El contenido del primer texto presentado por ella el 28 de julio de 2006 no nombraba siquiera a la dictadura franquista asunción [sic] de deber del Estado. Hablaba difusamente de facilitar la búsqueda de desaparecidos […][68]
Aquella primera comisión les defrauda, lo que interpreta el autor como un fallo del Ejecutivo. Y pasa a explicar el cambio que experimenta la situación gracias a la intervención de Garzón:
Ante la insatisfacción de ese proyecto de ley un grupo de asociaciones presentó una denuncia ante la Audiencia Nacional el 14 de diciembre de 2006. Buscaban en el poder judicial el amparo que no habían encontrado en el Legislativo ni en el Ejecutivo. El caso cayó en el Juzgado número 5, del que era y es titular Baltasar Garzón, el juez que había protagonizado uno de los procesos más relevantes de la historia universal de la justicia con la retención del dictador Augusto Pinochet […]
Silva expresa su admiración ante el juez «estrella», el del proceso a Pinochet, el mismo que no les fallaría cuando ya los representantes de los otros poderes les habían fallado. Pero no era el poder judicial quien les acogía, sino el juez Garzón. Acabamos de ver como las asociaciones por la recuperación de la memoria histórica o contra la impunidad del franquismo, cuatro años más tarde atacaban, públicamente, al poder judicial por haber procesado a Garzón. El que no les falla es él, mientras que sus colegas, por el contrario, merecen la mayor reprobación, cuando ponen límites a sus actuaciones. ¡Aunque le suspendan por unanimidad como acaba de suceder! En cuanto a los otros poderes del Estado, era injusto que se considerase defraudado por ellos. Son los mismos que, un año más tarde, les proporcionarían el más útil de los instrumentos: la LMH.
Silva continúa haciendo su relato de los hechos. La fiscalía de la Audiencia considera que los presuntos delitos habrían prescrito por la Amnistía de 1977. Ante lo cual, continúa:
El juez Garzón guardó silencio durante meses hasta que en el verano de este año 2008 comenzó a mover algunas fichas para investigar si podía o no declararse competente, Por fin el 16 de octubre se declaró competente e hizo público un auto que dejaba clara la operación de exterminio que se puso en marcha cuando algunos generales del ejército dieron un golpe de Estado para terminar con el Gobierno de la República[69].
Sería interesante saber qué fichas movió Garzón, porque un juez, en principio, se supone que debe saber cuando es competente y cuando no, y no debería, además, mover ninguna ficha para ello, sino hacer las averiguaciones oportunas, en caso de duda. Sin darse cuenta, el autor apoyaba la tesis de la prevaricación alegada por el CGPJ para suspender a Garzón.
Aparecía este, por último, como héroe no solo de la izquierda en general, sino muy concretamente de las asociaciones por la recuperación de la «memoria histórica», pero en su versión más radical, la de presentar el Alzamiento del 18 de Julio como el inicio de una operación de exterminio, adentrándose en el arriscado terreno del genocidio de la Guerra Civil. Vuelve a silenciarse, una vez más, la represión marxista, el genocidio de la zona republicana. Continúa su versión de los hechos en la siguiente página:
El 7 de noviembre de 2008, la Sala de la Audiencia Nacional hizo una extraña maniobra. Sus miembros se reunieron con carácter de urgencia, convocados por el fiscal Javier Zaragoza, y decidieron la paralización de las exhumaciones que habían sido autorizadas por el juez Garzón[70].
Aquella decisión, continúa diciendo, coincidió con dos acontecimientos; la visita de la familia de García Lorca a la Audiencia Nacional, que guardaría relación con la portada de El Mundo, anunciando que Garzón abriría la fosa de Lorca sin que la Audiencia le hubiese declarado competente, lo que era cierto.
Ese mismo día El País publicaba una noticia sobre la autorización para llevar a cabo exhumaciones en el Valle de los Caídos. Lo más grave del relato de Silva viene a continuación: la inhibición de Garzón era, en realidad, una maniobra del juez para que la Audiencia no pudiese archivar el caso de los desaparecidos del franquismo: se trataba de una maniobra para que el sumario no
llegara a la Sala de la Audiencia y una vez allí fuera paralizado y archivado definitivamente. Lo que hizo el juez Baltasar Garzón fue rebotar su sumario a veinticuatro juzgados provinciales en cuyas jurisdicciones había autorizado exhumaciones de fosas comunes, con el fin de que la causa que había abierto sobreviviera atomizada en dichos juzgados[71].
Dicho en otras palabras; no cabe esperar, según él, de la Audiencia, justicia para las asociaciones de la «memoria histórica». Garzón, que lo sabía muy bien, rebota el sumario a los juzgados provinciales. Frente al poder judicial, que no quiere, según Silva, recuperar la memoria de los desaparecidos, se alza un juez justiciero que, en solitario, a costa de las maniobras necesarias, puede, sorteando al órgano jurisdiccional del que depende, conseguir rescatar la memoria histórica. Ningún respeto para el poder judicial. Solo Garzón lo merece.
Incluye el libro, en su página 358, un extracto del auto de Garzón de 16 de octubre de 2008, del que cito:
[…] no se trata de hacer una revisión en sede judicial de la Guerra Civil española; ni es esa la intención de los denunciantes ni puede serlo […] ya que ello supondría la formación de una especie de causa general. Causa general que sí se formó, siguiendo instrucciones del Fiscal General del Estado, recién acabada la guerra y que tuvo por misión abrir, desarrollar y concluir una exhaustiva y minuciosa investigación de carácter judicial a escala nacional que analizó lo ocurrido en cada localidad entre Febrero de 1936, e incluso, en algunos casos desde Octubre de 1934 […] y que documentó lo ocurrido a cada una de las víctimas del llamado «terror rojo». El propósito de estas Diligencias es mucho más moderado […][72]
Garzón reconoce lo exhaustivo de la instrucción de la Causa General. Asume, tácitamente, que es cierto el contenido de toda esa documentación sobre las víctimas del «terror rojo». No discute el contenido ni la instrucción de la Causa, referente imprescindible para todo historiador que se proponga estudiar la represión marxista desde la II República hasta el final de la Guerra Civil. Pero anuncia, que su propósito es más moderado, aunque se trata de la identificación, localización y reparación de las víctimas del franquismo, régimen, añade, ilegítimo, de los que se alzaron contra la legalidad republicana. Claro que el propósito tenía que ser más moderado. Distaba mucho Garzón de poder instruir nada remotamente parecido a la Causa General. Por «moderado» tendría que haber dicho limitado, ya que la intención era claramente vindicativa. Lo negaba, pero resultaba evidente que trataba de abrir una «Causa General Republicana». Claramente lo dice Ricardo de la Cierva:
El juez manifiesta a continuación que no pretende instruir una Causa General como la realizada en los años cuarenta. Pero eso es precisamente lo que intenta en sus dos autos. Por cierto, que cubre de elogios a la Causa General abierta por orden de Franco[73].
Muy diferente de la opinión de Emilio Silva, sobre el papel de Garzón en este caso, es la que expresaba, en la tercera de ABC, del 22 de mayo de 2010, el Catedrático de Derecho Procesal, de la Universidad Complutense, Andrés de la Oliva Santos[74]. Empieza titulando; Garzón nunca investigó crímenes franquistas, y analiza la inventada actividad judicial de Garzón en el famoso proceso. Calcula el Catedrático el tiempo que el instructor del sumario le habría dedicado, en total, en el mejor de los casos. Subraya, en primer lugar, que dejara pasar dieciocho meses desde que lo abrió hasta que, ya en 2008, tomase alguna medida al respecto, solicitando a innumerables entidades información sobre supuestas desapariciones y enterramientos colectivos en toda España, sin, por ello, investigar nada sobre las que fueron denunciadas. En su auto de 16 de octubre de 2008, continúa el Catedrático, declara delito el Alzamiento Nacional, y culpables del mismo a unas treinta personas ya fallecidas, por lo que, constatado su fallecimiento, procederá a declarar extinguida su responsabilidad.
Antes de continuar, queremos destacar que esta iniciativa de Garzón, aparente perogrullada, perseguía uno de los objetivos principales —si no el principal— de su actuación; condenado ya el franquismo por la LMH, se completa la condena declarando delito el acontecimiento histórico que lo propició. Volviendo al artículo comentado, se pregunta su autor:
La justa causa de quienes deseaban […] conocer donde se encuentran enterrados sus familiares y amigos, ¿en qué se benefició a causa de resoluciones judiciales dictadas por Garzón? A mi entender, en nada ¿qué concreto (presunto o real) crimen del franquismo fue objeto de una actuación judicial de Garzón? […] ninguno.
Continúa diciendo que, aparte de las esperanzas defraudadas, la intervención de Garzón en este caso, solo ha producido gastos inútiles y publicidad extra para el juez, que, nunca, insiste para acabar, investigó «crímenes del franquismo».
Pero, a pesar de todo, para las asociaciones de la llamada Memoria Histórica, como decíamos antes, el adalid indiscutible de la causa era Garzón. El profesor de Historia Contemporánea, Josep Sánchez Cervelló, autor del prologo del libro de Tario Rubio en contra del Valle, que reseñaremos, considera que las beatificaciones de los mártires de la Guerra Civil, formaron parte de la estrategia eclesial para contestar al proyecto de Zapatero, y se produjeron como respuesta a las actuaciones del juez. Lo dice textualmente:
… esas beatificaciones eran consecuencia de que el juez Garzón «avanzaba en su investigación sobre la Guerra Civil y los represaliados durante el franquismo lo que inquieta, por algo, a los prelados» y por eso las diócesis españolas preparan otras 800 beatificaciones[75].
Para este profesor, los bandos en lucha estaban muy claros, y a favor de la Memoria, casi en solitario, como brazo ejecutor de la justicia vindicativa republicana, el juez Garzón. En el bando contrario, la Iglesia beatificando mártires a toda velocidad para neutralizar su labor. Esta sí que era una fijación paranoica de la izquierda con el clero. Y ante el procesamiento de su héroe, buscaba también manos negras, dispuestas a impedirle que rescatara a las víctimas de la represión del olvido:
Los sectores ultra y el PP han acusado a las izquierdas en general y al PSOE en particular, de orquestar una campaña para presionar a la magistratura para que no juzguen a Garzón. Mariano Rajoy llegó a calificar las muestras de solidaridad con el magistrado de «campaña brutal y antidemocrática». Pero se equivocan nuevamente, lo que los manifestantes han expresado a lo largo del Estado español, portando banderas republicanas, es el honor, decencia y respeto a la memoria de las víctimas de la dictadura porque los que lucharon por la libertad […] fueron lo mejor del país[76].
Se trataba de una auténtica soflama, nada académica, del profesor republicano. Para él, que los manifestantes trataran de coaccionar al poder judicial, con la colaboración de los sindicatos, no era otra cosa que un homenaje a lo «mejor del país».
En cualquier caso, a partir de 2010, la situación de Baltasar Garzón había cambiado radicalmente. Su preocupación inmediata era su futuro profesional a partir de entonces y hasta que se dictara sentencia firme en su proceso. Se planteaba la duda de si podría, encontrándose suspendido, desempeñar su nuevo empleo, como asesor interno, del que no había tomado aún posesión, en la Corte Internacional de La Haya, lo que no parecía posible a pesar de la celeridad con que se presentaron los informes favorables con la colaboración de instancias gubernamentales, como decía, en La Razón, el 15 de mayo, la periodista Carmen Gurruchaga. Pero si aquella era la cuestión en 2010, dos años más tarde, Garzón quedaba inhabilitado por espacio de once años, por lo que menos podía imaginarse el paladín de la LMH: «sus métodos totalitarios» como titulaba, en portada, el diario ABC, del 10 de febrero de 2012. Y añadía que, según el Tribunal Supremo, había causado un «daño irreparable» al derecho de defensa. Dejaba de ser juez, y ni siquiera podía pedir su rehabilitación hasta que transcurrieran esos once años. Destacaba el periódico que no había podido superar ni el primero de los tres juicios que tenía pendientes, ya que recibía, en mano, la notificación de la sentencia, al día siguiente de la celebración del segundo. Precisamente el de la «memoria histórica» que había quedado visto para sentencia. Naturalmente, Rubalcaba decía entristecerse por el fallo judicial que condenaba al que le ayudó en la lucha contra ETA, pero no mencionaba, esta vez, los servicios prestados por el juez a su Gobierno, en el asunto de las llamadas fosas del franquismo.
3. La importancia de los símbolos y la memoria histórica
3. La importancia de los símbolos y la memoria histórica
El juez Garzón, la LMH, el Gobierno y su Vicepresidenta, los sindicatos y las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica. Todo apuntaba al Valle de los Caídos…
Y, con el Valle, a Franco. Toda la actuación del juez en este asunto pretendía brindar al Gobierno de Rodríguez Zapatero una plataforma social y política —pura ingeniería— para rematar el proceso que los socialistas de la nueva generación habían desencadenado dentro y fuera de España: la condena del franquismo a perpetuidad, sin matices ni resquicios por los que se les pudiera colar, en el presente o en el futuro, el menor intento de rehabilitación. No bastaba con las condenas de los foros internacionales, tan oportunamente pronunciadas, ni siquiera con las de los partidos o el mismo Parlamento de España, buscaban la apertura de un proceso similar al de Núremberg, —tan invocado por Garzón— con efecto retroactivo, que pudiera borrar el pasado y el presente. El designio de la Memoria Histórica era, precisamente destruirla. La verdadera, claro está, para a partir de ahí fabricar otra, realizada a la medida de sus intereses. Porque, detrás de la solicitud del certificado de defunción de Franco por el juez de la Memoria, ¿qué había? Nada menos que el procesamiento del que fuera Jefe del Estado y sus principales colaboradores, acusados de crímenes contra la Humanidad. Veamos la parte dispositiva de aquel primer auto de Garzón[77]:
DISPONGO
1. Aceptar la competencia para la tramitación de la presente causa, que se llevará por los trámites de las Diligencias Previas, por los presuntos delitos permanentes de detención ilegal, sin dar razón del paradero, en el contexto de crímenes contra la Humanidad.
2. Cursar oficio a los correspondientes Registros Civiles para que aporten certificado de defunción, en el plazo de 10 días, a los efectos de declarar la extinción de responsabilidad penal por fallecimiento de:
—Francisco Franco Bahamonde
—Miguel Cabanellas Ferrer
—Andrés Saliquet Zumeta
—Miguel Ponte Manso de Zúñiga
—Emilio Mola Vidal
—Fidel Dávila Arrondo
—Federico Montaner Canet
—Fernando Moreno Calderón
—Francisco Moreno Fernández
—Germán Gil y Yuste
—Luis Orgaz Yoldi
—Gonzalo Queipo de Llano y Sierra
—Francisco Gómez-Jordana y Souza
—Francisco Fermoso Blanco
—Luis Valdés Cabanilla
—Nicolás Franco Bahamonde
—Francisco de Asís Serrat i Bonastre
—José Cortés López
—Ramón Serrano Suñer
—Severiano Martínez Anido
—Tomás Domínguez Arévalo
—Raimundo Fernández Cuesta y Merelo
—Valentín Galarza Morante
—Esteban Bilbao y Eguía
—José Luis Arrese y Magra
—Juan Yagüe Blanco
—Salvador Moreno Fernández
—Agustín Muñoz Grandes
—José Enrique Varela Iglesias
—Juan Vigón Suerodíaz
—Blas Pérez González
—Carlos Asensio Cabanillas
—Eduardo Aunós Pérez
—Eduardo González Gallarza y
—Francisco Regalado Rodríguez
También pedía el auto a la Secretaría de Estado de Seguridad que identificara a los responsables de Falange Española entre 1936 y 1951, lo que incluiría a José Antonio Primo de Rivera. Es decir, se trataba de condenar, con todas las garantías jurídicas, al Régimen de Franco en pleno, con la plana mayor del generalato del bando nacional. ¡Que no quedasen resquicios! Por eso invocaba el proceso de Núremberg; esta era su versión española, transcurridos 67 años desde el final de la Guerra Civil. No importaba que la Unión Soviética hubiera sido juez y parte en aquel proceso, restándole legitimidad. Era la ocasión de recuperar el tiempo perdido para anular la victoria del ejército nacional; y no habría otra, probablemente.
Garzón sabía que todos aquellos hombres llevaban muertos mucho tiempo —José Antonio y Mola, por ejemplo, desde la Guerra Civil— y su objetivo no era hacer un gesto gratuito. Proclamaba su respeto por las víctimas de ambos bandos, pero se ocupaba de poner a salvo al único genocida vivo —superviviente de aquella misma Guerra Civil— que tenía a su alcance: el que fuera Consejero de Orden Público en el momento de realizarse las matanzas de Paracuellos, Santiago Carrillo.
Al referirse a Santiago Carrillo, dice el auto de Garzón:
En este punto debe hacerse una referencia breve a las Diligencias Indeterminadas 70/1998 de este Juzgado tramitadas en su día por el supuesto [sic] crimen de Paracuellos del Jarama, contra Santiago Carrillo y otros. La inconsistencia de las denuncias y planteamiento de la acción penal iniciada determinó su rechazo en esta instancia y ante la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.
Décimo primero de los Razonamientos Jurídicos[78]. Veamos lo que ha dicho respecto a este asunto, un historiador tan poco favorable al franquismo como Ian Gibson[79]:
Es también muy difícil creer que Carrillo, si no se enteró enseguida de la matanza [de Paracuellos] de los días 7 y 8, no estuviera informado acerca de ella muy poco tiempo después. ¿Cómo se le habría podido ocultar al consejero de Orden Público el hecho de que, aquellos dos días, fueron fusilados en Paracuellos y Torrejón de Ardoz más de mil presos? Cuando se piensa en el número de personas implicadas en la matanza, y en la organización que precisaba esta, resulta inconcebible que, aun en aquellos momentos de guerra, con las tropas franquistas a las puertas de Madrid, las autoridades de la Junta no se enterasen en seguida de lo ocurrido. Además, hemos visto los teletipos cambiados al respecto entre ella y el Gobierno.
Sabemos, por más señas, que Schlayer le confió a Santiago Carrillo en la tarde del 7 de noviembre su preocupación por la seguridad de los presos sacados aquel día de la cárcel Modelo, recibiendo tanto de este como de Miaja su palabra de que no les pasaría nada[80].
Sigue Gibson contando cómo Carrillo quería responsabilizar tan pronto a las «milicias incontroladas de la zona» como a los «rusos del NKVD», y esto solo en relación con las primeras matanzas, porque, en relación con las siguientes el asunto parecía más claro, como sigue diciendo:
Por lo que toca a la segunda oleada de «sacas malas» ocurrida a finales de noviembre y principios de diciembre, la complicidad del Consejillo de Orden Público [dirigido por Carrillo], sino del propio Carrillo, nos parece fuera de duda[81].
Por venir de quien viene, el juicio sobre Carrillo, emitido por el hispanista de origen irlandés, nos parece especialmente significativo. Las sospechas sobre el dirigente comunista eran demasiado graves como para dar carpetazo al asunto de la manera que lo hizo Garzón, pero es que él no buscaba genocidas; la batalla de la Memoria Histórica iba en otra dirección. En contra de lo dicho por el juez, respecto de Santiago Carrillo, existen evidencias que superan con mucho el ámbito de la sospecha: como sostiene Ángel David Martín Rubio, los historiadores que se han ocupado del asunto más a fondo, Ricardo de la Cierva, César Vidal y Rafael Casas de la Vega, entre otros, han acumulado documentos inculpatorios irrefutables, entre otras cosas, por su cercanía a los hechos:
Se trata de las actas de la Junta de Defensa de Madrid, en las que Carrillo recaba para sí toda la autoridad en los traslados de presos. Primero se atreve a decir que la evacuación aún no se había iniciado; se olvida de los días 7 y 8. Luego, corregido por el comunista Diéguez, reconoce que la evacuación se ha suspendido ante las protestas del cuerpo diplomático (que se produjeron, precisamente, al tener conocimiento de los fusilamientos masivos). En el mismo sentido habría que situar discursos del propio Carrillo, como la alocución por Unión Radio (12-11-1936) y el Pleno del comité Central del Partido Comunista (7/8-03-1937), o la declaración de Ramón Torrecilla (miembro del Consejo de Orden Público) ante la Causa General[82].
Por supuesto que Carrillo no es el único responsable del mayor holocausto de la Guerra Civil. Como sigue señalando Martín Rubio, fue «solamente» el «ejecutor penúltimo, el eslabón de una cadena en la que también participaron Manuel Muñoz Martínez, director general de Seguridad, Ángel Galarza, ministro de la Gobernación, y Mijaíl Koltsov, delegado soviético en España que convierte su diario de guerra en una estremecedora confesión sobre su responsabilidad, en arrancar del Gobierno su decisión de eliminar a los prisioneros». Es decir, que no mentía del todo al decirle a Gibson «confidencialmente» que los responsables fueron los rusos o las milicias supuestamente incontroladas (Gibson dice que variaba sus versiones). Lo que ocurre es que entre unos y otros estaba él, precisamente; parte fundamental del engranaje exterminador. Y Garzón, que invocaba el proceso de Núremberg, establece —y lo ha dejado en un auto firmado ante la Historia— que no procedía tramitar, por inconsistentes, las denuncias contra Carrillo. Era perfectamente lógico: el juez estaba implicado hasta los tuétanos en la fabricación de una Memoria Histórica que enalteciera para siempre al bando en el que militaba el líder comunista. Los miles de asesinatos de los que pudiera ser responsable no le interesaban en absoluto.
Por otra parte, el mismo Carrillo, constituye un ejemplo perfecto de cómo se construye una Memoria Histórica de diseño. Es tan solo cuestión de proponérselo y disponer de los medios adecuados; apoyo parlamentario, —aunque solo sea coyuntural— algunos medios de comunicación, ciertos autores y editoriales. En 2003, el dirigente comunista prologó el libro de Clemente Sánchez, En las cárceles de Franco, de la colección Biblioteca 70 años, que ya en su anagrama ostenta la bandera de la República. En dicho prólogo, Carrillo afirma, refiriéndose a los años de la posguerra:
Lo que cuenta del comportamiento de los vencedores lo he escuchado centenares de veces de personas que sufrieron tales afrentas. Era el clima social de esos tristes años en los que abundaron los consejos de guerra sin garantías, cuando no directamente las «sacas», los fusilamientos masivos, las fosas comunes, el odio cainita. Hay que leer un libro así y luego multiplicar por muchas miles de veces lo relatado para tener una somera idea de lo que entonces sucedió en España[83].
Es necesario leer muy detenidamente lo que dice su autor en este párrafo, porque se trata de Carrillo, y está hablando de «juicios sin garantías, “sacas”, fusilamientos en masa y fosas comunes, odio cainita». Es decir, describe algo que conoce perfectamente, y lo hace paso a paso; desde los juicios sin garantías hasta las fosas comunes, pasando por las ejecuciones masivas. Describe, en definitiva, lo que ocurrió en Paracuellos, bajo su responsabilidad, pero se lo traspasa al franquismo. No debería atreverse, por un mínimo de decencia y sentido común, a realizar esa traspolación. Resulta demasiado burda; está hablando del gran genocidio del Frente Popular, unido a su propio nombre para siempre, pero hace responsable al Régimen franquista de tales atrocidades. Es más, sostiene que lo que describe habría que multiplicarlo por miles de veces para entender lo que fue la represión del bando nacional: su propio holocausto (cuya mención omite) multiplicado por mil.
Se atrevió a escribir tal cosa, y no ocurrió nada; el libro en cuestión vio la luz con ese respaldo del gran personaje histórico, y ahí queda esa publicación para la Historia, con el prólogo del responsable del mayor crimen de la Guerra Civil; a mayor gloria de su autor, que nos informa de la represión nacional, supuestamente la peor que se ha conocido, la que debíamos investigar excavando fosas, profanando cementerios y procesando a Franco y a todos sus colaboradores por «delitos contra la Humanidad». Con el respaldo del «campeón de la Democracia», Santiago Carrillo.
Dentro del mismo plan estratégico, al año de su llegada al poder, el Gobierno de Zapatero procedía a desmontar la estatua ecuestre de Franco, situada delante del Ministerio de la Vivienda. La orden vino de la Ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, que consideraba ser aquel el «momento oportuno», lo mismo que opinaba el Ministro de Trabajo, Jesús Caldera, quien llegó a decir que aquello «le hacía sentirse mejor». El titular de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, explicaba la retirada como algo que «se incardina dentro de las decisiones adoptadas en el curso de esta legislatura para terminar con los últimos símbolos de la dictadura[84]». Todo el nuevo Gobierno se posicionaba a favor de las nuevas corrientes históricas, pero quien avisaba claramente de lo que se preparaba era López Aguilar como demuestra el último de los testimonios recogidos: se preparaba ya el camino para la «recuperación de la Memoria Histórica».
El PP reaccionó por boca de Mariano Rajoy, que calificaba el hecho de retirar la estatua como un intento del Gobierno de «resucitar el pasado», pero el portavoz parlamentario, Eduardo Zaplana, se expresaba con más contundencia, al acusar al Gobierno de «abrir heridas y rencillas entre los españoles», rechazando «lecturas parciales de la Historia». Tampoco el que fuera primer presidente socialista, Felipe González, aprobaba la medida, al decir «lo que hay que hacer es mirar hacia el futuro[85]». Sin embargo, fue durante su mandato, cuando, muy cerca de la estatua de Franco, delante del mismo edificio, se instalaron dos hermosos monumentos a sendos personajes históricos del PSOE. Resultaba sorprendente su cercanía, pero en el ambiente de concordia que se respiraba durante la Transición podían darse tales situaciones sin que se levantase ninguna polémica. Como dice Alfonso Bullón de Mendoza:
El deseo de propiciar al máximo la reconciliación nacional hizo que las cruces y placas que recordaban a los caídos del bando nacional fueron desapareciendo de forma paulatina, y también cambiaron con más o menos rapidez, según fueran los resultados de las elecciones municipales, los nombres de las calles y plazas que evocaban a las principales figuras de los vencedores. En un principio no era extraño que conviviesen en la misma urbe calles destinadas a protagonistas de uno y otro bando o, como ocurrió en Madrid, que se levantase una estatua a Largo Caballero a escasos metros de donde ya se hallaba una de Franco. La Transición parecía asentada sobre la aceptación de un pasado que no había gran interés en remover desde el punto de vista político[86].
Así fue: no se quiso remover el pasado y por eso, cuando, junto a la estatua de Franco, se levantaron las de dos socialistas, ni se comentó el asunto. Hasta ahí, nada de sorprendente, pero lo extraño fue la identidad de los elegidos: dos conspiradores contra la II República, que lo fueron a pesar de haber sido ministros del primer Gobierno republicano: Indalecio Prieto (de Hacienda) y Francisco Largo Caballero (de Trabajo).
Este último, Secretario General de la UGT, presidente del PSOE y del grupo parlamentario socialista, había colaborado con la dictadura de Primo de Rivera, pero radicalizó su postura, desde los inicios de la República, con una clara deriva hacia el comunismo que le valió el sobrenombre de Lenin español. Ya en 1933 era partidario, abiertamente de la revolución, como expresaba en sus discursos de la Escuela de Verano de Torrelodones, y en los mítines electorales de diciembre de aquel mismo año, llegando a decir:
En algunos mítines se ha dicho que vamos a conquistar el Poder, y que si no nos dejan de otra forma, lo haremos revolucionariamente. Pero yo añado que si a eso no acompaña el propósito de preparar las huestes para la revolución, no es más que una estridencia y una insinceridad. Hay que preparar a las masas para la revolución espiritualmente, pero sobre todo materialmente[87].
Y se refería a una revolución contra el propio régimen republicano, en el que tan solo veía una etapa que había sido preciso atravesar para implantar la dictadura del proletariado. Solamente unos meses después de pronunciar esta clarísima soflama, unido a su correligionario, (y antiguo colega de Gobierno) Indalecio Prieto, organizaba una revolución en toda regla contra el Gobierno, que debía estallar, sincronizadamente, en toda España. Solo llegó a producirse el levantamiento en algunos puntos: en Barcelona —donde se proclamó el Estado Catalán— fue sometida en cuestión de horas; en Vizcaya ardió la margen izquierda del Nervión durante una semana, pero en Asturias, prendió la mecha y se convirtió, realmente en una guerra civil que tardaría cerca de un mes en ser sofocada.
Toda la trama fue socialista, empezando por sus dos cabezas visibles: Prieto se encargó de la financiación, llegando a fletar un vapor, El Turquesa, cargado de armas con destino, en principio a Vizcaya, pero que fue descargado en Asturias, mientras que Largo Caballero se ocupaba de la preparación y ejecución de la huelga revolucionaria, proclamada el 5 de octubre de 1934, que causó el levantamiento de la cuenca minera, la ocupación de Oviedo, y la intervención del Ejército como única salida, desactivadas las fuerzas del orden en todo el Principado. El episodio se saldó con los siguientes datos oficiales[88].
Muertos:
Guardia Civil: 100
Ejército: 98
Fuerza pública y carabineros: 86
Religiosos y sacerdotes: 34
Paisanos: 1051
TOTAL: 1369
Heridos:
Ejército y fuerza pública: 900
Paisanos: 2051
TOTAL: 2951
Edificios incendiados, volados o deteriorados:
Edificios públicos (cuarteles, ayuntamientos, etc.): 63
Iglesias: 58
Centros de cultura: 5
Fábricas: 26
Edificios particulares: 730
Otros:
Puentes: 58
Carreteras: 31
Ferrocarriles cortados: 66
Dinero robado a los bancos: 40 000 000 ptas.
La misma autora que publica este balance de la desolación causada por la Revolución de Asturias, Mercedes Montero, recoge el testimonio esclarecedor de un miembro de la comisión ejecutiva de la UGT, de aquella época, Amaro del Rosal, que confirma, en primera persona, el protagonismo absoluto de Largo Caballero en aquellos sucesos:
En el trabajo organizativo se llevaba más de ocho meses cuando estalló el movimiento. En los cuadros de organización estaban involucrados cientos de elementos pertenecientes a la UGT, al PSOE, a las Juventudes Socialistas, cada uno de ellos responsabilizado en misiones específicas y concretas. El conocimiento del plan general en todos sus detalles perfectamente estructurados, estaba en manos de Caballero, clave por clave, nombre por nombre, objetivo por objetivo. Sus colaboradores más inmediatos tenían un conocimiento parcial del plan, la parte que les correspondía y una idea inconcreta de aquellos otros aspectos que no estaban en el área de su misión[89].
Fracasada la revolución, Largo Caballero fue procesado, mientras que Prieto lograba escapar, pero la República, si alguna vez lo había sido, dejaba de ser viable. Era el principio, y cada vez se estudia más en esa clave, de la Guerra Civil, y sus máximos organizadores fueron los dos socialistas, a quienes sus correligionarios en el poder, medio siglo después de aquellos sucesos, levantaron las estatuas que en plena oleada revolucionaria de la memoria histórica, nadie cuestionaba. Y sin embargo fueron ellos quienes terminaron —al menos lo intentaron— con el Régimen que los socialistas reivindican como modelo y única fuente de legitimidad histórica y democrática. Sería interesante saber porqué a ellos y no a otros más dialogantes se les levantaron monumentos recién concluida la Transición. Quién y con qué criterios tomó esa decisión.
Resulta irónico que fuese precisamente Franco, el general a quién la República llamó en su auxilio en la trágica coyuntura de 1934, y que fuese él quien la salvase organizando la conquista del territorio insurrecto. Pero como el propio Franco dijo a su primo —Franco y Salgado-Araujo— los militares del 18 de Julio no se alzaron contra el régimen republicano sino contra la anarquía y el caos de la revolución. Y esta la habían iniciado los socialistas dos años antes.
Sin embargo, en el momento de retirarse su estatua, la Vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, describía la medida como «un acto de normalidad democrática, ya que su presencia no contaba con el amplísimo consenso que requiere un símbolo[90]». Sería interesante conocer la extensión del consenso que respalda la permanencia de las estatuas de los dos enemigos declarados de la República en pleno centro de Madrid, como también qué porcentaje lo apoyaría de conocer con detalle las circunstancias históricas que acabamos de repasar. Pero antes debería darse a conocer a los votantes del PSOE la trayectoria de aquellos dos personajes históricos.
Siguiendo con Largo Caballero, recordemos que, a pesar de su comprobado protagonismo en la revolución de Asturias, pocos meses más tarde estaba en la calle y en plena actividad. A causa de la revolución del 34, fueron detenidas 30 000 personas y ejecutadas algunas de ellas —al dirigente socialista Ramón González Peña, condenado a muerte, se le conmutó la pena por la de cadena perpetua, que no cumplió, al ser liberado por el Frente Popular— pero, gracias a las componendas políticas republicanas, Caballero pudo participar activamente en la consolidación del Frente Popular y en la campaña para las elecciones de 1936. Fue entonces cuando, en el cine Europa de Madrid, pronunció un discurso todavía más esclarecedor en cuanto a su visión de la República:
Antes de la República nuestro deber era traer la República; pero establecido este régimen, nuestro deber es traer el socialismo. Y cuando hablamos de socialismo, no nos hemos de limitar a hablar de socialismo a secas. Hay que hablar de socialismo marxista, de socialismo revolucionario[91].
Este era su pensamiento; la República era un paso necesario, previo a la instauración de algo diferente: en su caso era el marxismo, pero en el del PSOE posterior al franquismo, podría ser algo distinto. En 1984, cuando se instaló su monumento, todavía existía la Unión Soviética, pero no era ya «exactamente» el modelo a seguir por un partido que acababa de abjurar —no sin tensiones internas— del marxismo. Cuando llegó al poder Rodríguez Zapatero, ya no existía aquel gigante que mantuvo en vilo al mundo libre, pero el socialismo tampoco era ya el mismo: aspiraba, de todos modos, a crear, lo antes posible, un «hombre nuevo», una «sociedad nueva», sin apenas conexiones con el pasado; tenía, en suma, una revolución pendiente por hacer. Como Largo Caballero; podría ser él, por tanto, un referente a exaltar. La idea de dejar a España de manera que no la reconociera «ni la madre que la parió» pertenecía, de hecho, a la generación anterior de socialistas en el poder; la de Guerra y González; la que colocó allí las dos imponentes estatuas, que perpetúan la memoria de dos socialistas de los que se pueden hacer muchas afirmaciones, pero no que representen un ideal democrático como el que María Teresa Fernández de la Vega consideraba imprescindible para perpetuarse como símbolo, apoyado por un «amplísimo consenso».
Pero estaba claro que aquel Gobierno llegaba dispuesto a crear y destruir símbolos según su conveniencia. La Vicepresidenta, se convertiría muy pronto en el brazo ejecutor de la destrucción de uno de los mayores de la Historia de España: el Valle de los Caídos, símbolo de reconciliación. Disponía de todos los medios del Estado para convertirlo, ante todo, en símbolo de ignominia. El desmontar la estatua de Franco —en Madrid primero, luego en el resto de España— era solamente el primer paso para la construcción de la más artificiosa de las Memorias Históricas.
Lo más esperpéntico de toda esta historia es que la misma noche en que se desmontaba la estatua del que fuera Jefe del Estado durante cuarenta años, en el mismo Madrid, se rendía homenaje al responsable del holocausto de Paracuellos, con asistencia de las máximas autoridades de la Nación. Se homenajeaba a Santiago Carrillo como a un héroe de la Democracia, por su papel durante la Transición; un período histórico que muy pronto comenzaría a ser cuestionado por las fuerzas desatadas por el propio Gobierno socialista. El fenómeno de Carrillo merece un profundo estudio, pendiente aún.
El escritor Javier Esparza, en el epílogo del libro que le dedica, se pregunta por la misteriosa fascinación que sigue ejerciendo sobre la clase política española:
¿Los buenos? ¿Los malos?
En aquel homenaje que el «establishment» español tributó a Carrillo, la misma noche en que se desmanteló la última estatua de Franco en Madrid, no estaban en realidad ni los buenos ni los malos. La que allí estaba era una generación que, supuestamente, ya había olvidado tales etiquetas, al menos en su vinculación con la guerra civil. La mayor parte de los ministros socialistas de Zapatero son hijos de la España franquista, y algunos, incluso, vástagos de altos cargos del viejo régimen. Y los que eran hijos del bando republicano, como Peces-Barba, pudieron desarrollar con toda tranquilidad buenas carreras profesionales sin que nadie les pidiera pedigrí. La realidad del país, por fortuna, había dejado atrás la guerra y sus cortes bestiales.
Carrillo pertenecía a ese mundo. Totalitario antes de la guerra, totalitario en la guerra, totalitario después de la guerra, toda la vida de Santiago Carrillo —como la de muchos millones de europeos— chapotea en la sangre del siglo más sanguinario de la Historia universal[92].
La mención a Peces-Barba nos lleva nuevamente al Valle de los Caídos: hijo de uno de sus más ilustres reclusos-trabajadores, como dice Esparza, pudo desarrollar, como tantos hijos de republicanos, buenas, cuando no excelentes, carreras profesionales sin que nadie en la España franquista les pidiera «pedigrí», lo que no deja de ser un argumento a favor del Régimen, pero sigue el autor de esta cita preguntándose qué pensaría Carrillo en la noche de su homenaje; la misma en que se desmontaba la estatua de Franco, en una coincidencia excesivamente elocuente. Piensa Esparza que podría experimentar una sensación de fracaso por haber presenciado el desmoronamiento de su mundo, el comunista. Pero bien podría haber pensado que finalmente, de alguna manera, enmendaba la plana a la Historia. Lo mismo que Zapatero empezaba a intentar mediante un plan perfectamente trazado, con sus etapas bien establecidas. Con mucha prisa, eso sí, porque no disponía de mucho tiempo para ejecutar un designio tan importante como demoledor. El primer acto podría estar representado por aquel baile de símbolos trastocados en una misma noche. Podría ya cualquiera preguntarse, quienes eran los buenos y quienes los malos, pero lo imperdonable era poner en esa tesitura a la sociedad española que hacía ya décadas había decidido no hacerse esa pregunta.
En cuanto al Valle de los Caídos, el primer documento que aparece como origen de los mitos que forman su leyenda negra, procede, precisamente, de uno de los dos socialistas cuyas estatuas hemos comentado: Indalecio Prieto. En marzo de 1959, publicaba, en el «Órgano del Partido Socialista» en el exilio, un artículo titulado El osario vacío. Cuelgamuros Hilton, en el que dice, entre otras cosas:
A poco de cercarse el valle […] comenzaron a llegar a Cuelgamuros partidas de hombres macilentos cuya condición de cautivos la revelaban los guardias civiles de su custodia. Procedían de todos los presidios de España […] Seguramente los Faraones no se valieron de esclavitud mayor para levantar las pirámides egipcias. Estos esclavos del siglo XX sabían que su trabajo —un trabajo bestial, consistente en quebrar la piedra, acarrearla por el túnel y labrarla en el exterior—, era para glorificar a sus vencedores, con lo cual al extenuante agobio físico sumábanse grandes tormentos morales.
En 1940 llevó a muertos-vivos, sacándolos de presidio por la fuerza. ¿Llevará en 1959 muertos-vivos, sacándolos, también por la fuerza, de los cementerios? Los necesita para llenar la cripta[93].
Hablaba Prieto ya entonces, de los esclavos y no lo hacía en un sentido más o menos figurado del término, sino que aclaraba que habían sido sacados a la fuerza de sus presidios, para someterles a un trabajo extenuante a cuyas penalidades debería sumarse la humillación suprema de trabajar por la gloria de sus vencedores —aunque de forma contradictoria reconociera en el mismo artículo, que el Monumento serviría como enterramiento de los caídos de los dos bandos—, todo un cuadro, en suma, de hombres no solamente esclavizados, sino sometidos al agobio de un «trabajo bestial» y extenuante, además de «grandes tormentos morales», capaces de destruir a aquellos combatientes republicanos. Todo lo que la historiografía antifranquista ha repetido hasta convertirlo en lugar común, ya aceptado por la mayor parte de la opinión pública. El que aquello firmaba en 1959, era el mismo que conspiró contra la República, desencadenando una revolución que fue el origen de la Guerra Civil; el mismo cuyo monumento continúa en el centro de Madrid como supuesto homenaje a los «democráticos gobernantes republicanos». La base de la leyenda negra del Valle de los Caídos se cimentaba sin la menor legitimidad histórica.
4. Las arengas finales
4. Las arengas finales
Con la polémica cada vez más encendida, se publica, en 2009 El Valle de los Caídos del historiador, periodista, y profesor de la Universidad Carlos III, de Madrid, José María Calleja[94], quizá el más sesgado de todos los libros que sobre este tema se han publicado hasta la fecha. Lleno de descalificaciones injuriosas —e imaginativas, indudablemente— contra Franco del que dice:
Desde su tripa, su bigote ridículo y sus gestos ridículos, Franco empaquetó un certificado pétreo de su sanguinaria contundencia para acabar con todos los que no pensaban como él. Mandó levantar un símbolo que reflejara su capacidad para acabar con todos aquellos a los que, a base de considerar como malos españoles, dejó de considerarlos compatriotas[95].
El Valle presentado como amenaza de exterminio para los malos españoles; lo contrario de la reconciliación que Franco proclamaba y establecía legalmente. En la misma línea sostiene:
El enemigo derrotado ya no podía defenderse […] Franco se empeñó con ahínco en exterminarlos sistemáticamente […] en nombre de Dios, por la gracia de Dios y con la bendición de Dios[96].
El propio Franco es presentado como genocida que se ampara en la bendición de Dios.
La Redención de Penas le parece una manifestación del narcisismo de Franco y de su fanatismo religioso:
Trabajo y Cristo, labor y fe, esfuerzo y religión […] para recuperar a los pecadores que por pecar habían dejado de ser españoles […][97].
Visión cuando menos reduccionista, pero que apunta a una idea que se repite a lo largo de todo el libro: la unión entre franquismo y catolicismo, que le lleva a dedicarle más de una página al Cardenal Rouco Varela, a quien presenta como defensor del Valle[98], con toda la carga acusatoria que eso tiene para él, y en la página siguiente, cita para reforzar su tesis al historiador Julián Casanova:
Franco y la Iglesia ganaron juntos la guerra y juntos gestionaron la paz, con las fuerzas represivas del Estado dando fuerte a los cautivos y desarmados rojos […]
Lo que hemos documentado […] va más allá del intercambio de favores y beneficios entre la Iglesia y la dictadura de Franco y prueba la implicación de la Iglesia católica —jerarquía, clero y católicos de a pie— en la violencia de los vencedores sobre los vencidos[99].
La Iglesia convertida de víctima en verdugo, perseguidora de los vencidos, en colaboración con el aparato represor del franquismo, algo cada vez más frecuente en las publicaciones que atacan al Valle de los Caídos, mientras apoyan a las asociaciones de la Memoria Histórica. Por último, en el capítulo 10, Calleja incluye el testimonio de Tario Rubio, que trabajó, siendo recluso en el Valle y dice lo que él haría con el Monumento:
Yo quitaría los símbolos franquistas y religiosos […][100]
No sobran solamente los símbolos franquistas sino también los religiosos, igualmente inaceptables en su opinión. El propio autor, se pregunta, como si se tratara de algún dilema por resolver:
¿Qué hacer con el Valle[101]?
Buscando respuestas, en las páginas siguientes, dice:
La democracia no ha llegado al Valle, y desde los Benedictinos, que hacen y deshacen, ordenan y mandan, hasta las dificultades para acceder a sus archivos [parece olvidar que aquello es todavía una abadía benedictina] aquel es un lugar puramente franquista […]
Parecía, ya entonces, que el verdadero problema del Valle podría ser la Cruz. Llegaría un momento en que se diría abiertamente, pero de momento solamente se insinuaba o se ponía en boca de otros. Así, Calleja recogía una muy reveladora opinión de Tario:
Tario Rubio cree que habría que destruir esa interminable cruz de ciento cincuenta metros que preside el Valle de los Caídos. Ese mastodóntico símbolo religioso que abrocha de forma contundente el contenido simbólico [sic] que Franco quiso dar al monumento desde el primer momento: representar la unidad indisoluble de su régimen dictatorial con la religión católica[102].
Queda clara, si no lo estaba ya, la identificación entre dictadura, cruz, catolicismo y Valle de los Caídos. Es de suponer, por otra parte, que el autor estará de acuerdo con el entrevistado que no es probable se exprese con lenguaje tan alambicado. Siguiendo con el destino que debería dársele al monumento, Calleja insiste en el verdadero problema y propone, aunque lo ponga en labios ajenos, la solución que se le podría dar:
Tenemos desde los que piensan que el Valle de los Caídos es y será un templo franquista —es decir un símbolo de nacional-catolicismo—, hasta los que consideran que lo mejor que se puede hacer con la cruz es volarla, destruirla, por ser esta un «insulto a Cristo[103]».
Es decir, que hay quien quiere volar la cruz por respeto a Cristo. Puede estar aquí el verdadero origen de la polémica: atacando al franquismo, cuyo símbolo es el Valle, se puede solicitar la destrucción de la Cruz desde posiciones democráticas, incluso respetuosas, aparentemente, con el Cristianismo.
¿Qué hay detrás de este galimatías? La respuesta puede ser muy simple: el franquismo desapareció, pero la Cruz sigue en pie y la Iglesia también. Los ataques al Valle bien pueden dirigirse, en última instancia, contra el catolicismo, al menos por una parte de sus protagonistas, y este libro, del principio al fin, es una arenga en ese sentido; aunque no llegue a hacer una propuesta formal, la idea ya está lanzada: la solución —a un problema inexistente— sería volar la Cruz. Algunas incógnitas planteadas por la LMH podrían despejarse de este modo.
Pero para llegar a la voladura de la Cruz, había que preparar convenientemente el terreno, convirtiendo, artificialmente, el Valle en un lugar que evocase las peores pesadillas de los europeos. Un campo de exterminio o —¿por qué no?— el Gulag soviético. Una vez más, es Calleja quien lo dice abiertamente:
El Valle de los Caídos… fue una especie de Gulag español, con frío, pero no tanto como el ruso; con nieve, pero no tanta y, desde luego, sin un tenaz y sufriente cronista dolorido del horror como fue Solzhenitsin[104].
Faltó un Solzhenitsin, desde luego, pero no la documentación que nos permita comparar las condiciones de vida entre uno y otro sitio. Además, oportunamente, se publica, en 2011, Españoles en el GULAG. Republicanos bajo el estalinismo, de Secundino Serrano[105], que cuenta la historia de los españoles republicanos en el gulag, por el que pasaron más de doscientos, a pesar de ser comunistas muchos de ellos. La contraportada resume así el contenido, sorprendente, de este libro:
Esta es una historia de víctimas con un final extraño: jóvenes republicanos que habían salido hacia Rusia con ideales de libertad volvieron a España convertidos en anticomunistas, tal vez antirrepublicanos, simpatizantes del franquismo en algún caso.
Del Gulag verdadero salieron, por tanto, algunos franquistas. No puede resultar más elocuente esta historia en cuanto a la manera en que se ha deformado la realidad. Al hablar de las condiciones de vida de los penados en Cuelgamuros, citaremos esta obra para contrastar lo que pueda tener de cierto el supuesto paralelismo entre uno y otro lugar, pero adelantamos que el relato de lo que ocurría en la Unión Soviética, contiene pasajes de una crudeza brutal. Aquello sí se parecía a los campos de concentración nazis. De hecho, veintisiete de los prisioneros españoles murieron a consecuencia de las penalidades y los malos tratos. Veremos que lo de menos era el frío siberiano que Calleja señalaba como única diferencia.
Y seguían apareciendo publicaciones sobre el Valle en un escenario cada vez más encrespado: en marzo de 2009 se publica el libro del periodista y presentador, Fernando Olmeda, El Valle de los Caídos, una memoria de España[106], que aporta gran cantidad de información y viene a sumarse al número de publicaciones que condenan al Valle y al franquismo. Aunque lo haga con ciertos matices, su condena es clara al considerar, por ejemplo, que el Monumento fue producto de un error de Franco, traicionado por su propia soberbia:
Sorprende que Franco, tan preocupado por la fuerza de los símbolos, no cayera en la cuenta de que podía haber optado por emplear solo a obreros libres en la construcción de su mausoleo. Habría significado un gasto mayor […] pero se habría ahorrado la huella de venganza que dejó sobre los vencidos. En aquel momento, su soberbia le traiciona, y ni él ni su entorno son capaces de calibrar qué significará en el futuro haberse aprovechado del trabajo de los presos políticos[107].
La cita es reveladora porque recoge las ideas comunes a todos los detractores del Valle:
Franco utiliza a los penados en las obras solamente para reducir su coste. No tiene en consideración a esos seres humanos cuya suerte le es indiferente. Por tanto al establecer el sistema de redención de penas no busca proporcionar a los presos los supuestos —o insignificantes— beneficios que el sistema se supone que contempla. El propio sistema es perverso y deja sobre los vencidos «una huella de venganza». Termina el párrafo con una amenaza; Franco no calibró las consecuencias que, en un futuro, tendría su explotación de los presos.
Podría referirse a la LMH que ya era una realidad o a medidas más contundentes, y que podrían estar por venir en un futuro más o menos próximo. No lo aclara pero, deja una idea bien asentada: la condena del Valle procede de la «mancha» de su construcción, de la aplicación de la Redención de Penas, considerada como un sistema de explotación franquista, al menos tal y como se aplicó en el Valle.
Olmeda, finalmente, aborda la cuestión del Valle como centro de la polémica surgida ya durante la elaboración de la LMH, recogiendo las palabras del diputado del PNV, José Juan González de Txábarri, pronunciadas el 13 de febrero de 2001, cuando presentó en el Congreso una proposición no de Ley, solicitando la condena del Alzamiento del 18 de Julio:
El Valle de los Caídos es basílica y necrópolis erigida en memoria de los caídos por Dios y por España, caídos durante la guerra civil, pero solo los del bando franquista. Nada honra a los caídos por la República ni a los republicanos que, presos, fueron obligados a construir tamaña mole faraónica y que allí murieron de frío y de hambre en trabajos forzados[108].
Los tópicos que forman la «leyenda negra» se han invocado ya, como si de hechos probados se tratara, en las Cortes: el PNV, ha proclamado que en el Valle murieron por malos tratos (hambre y frío) unos supuestos condenados a trabajos forzados. Es el repetido argumento de los «esclavos de Franco» que esgrimen todos los autores y asociaciones que reclaman la reconversión o el simple desmantelamiento del conjunto monumental. Durante la legislatura 2002-2004, recuerda el autor:
«Otras dos iniciativas no debatidas […] proponían la transformación del Valle de los Caídos en un centro de homenaje a todas las víctimas de la contienda y de la dictadura, y el reconocimiento a los presos políticos forzados a construir el monumento[109]».
En cuanto al futuro del Valle, se cuestiona incluso la continuidad de la abadía benedictina:
Reorientación didáctica, desacralización y traslado de los restos de Franco y José Antonio siguen siendo exigencias comunes de las asociaciones respecto al Valle de los Caídos. Pero los benedictinos no tienen pensado marcharse[110].
¿Por qué tendrían que hacerlo? La propia LMH establece que el Valle se regirá por las normas comunes a los lugares de culto. ¿Se cuestiona que allí continúe habiendo culto? ¿O se cuestiona «tan solo» a los benedictinos? Lo que parecen no respetar las asociaciones a las que alude el autor es la flamante LMH ya que hablan de desacralizar el lugar contra lo que la propia Ley establece. Parece como si, a partir de su promulgación, se hubiese abierto un proceso en el que todo es opinable respecto del Valle, incluida la propia Ley que lo estigmatiza, pero que garantiza, a la vez, su finalidad religiosa. Esta corriente de opinión, creada de manera tan artificial, podría ser muy útil a la hora de violar la propia LMH.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué tanta polémica y debate en torno al Valle de los Caídos, casi olvidado durante años? La respuesta de Fernando Olmeda es la siguiente:
La llegada del siglo XXI rompe el silencio que la transición impuso sobre el pasado que habita en el vientre muerto del Valle de los Caídos[111].
Así que el problema había sido la Transición. Por el silencio que se impuso sobre el Valle es por lo que no se ha conocido la verdad. Y en defensa de la verdad se utilizan insistentemente los mismos tópicos, o consignas, que aparecen en estas páginas: los supuestos trabajos forzados de los presos políticos, sometidos a malos tratos. Conviene, sin duda, esclarecer los hechos sobre la construcción que simboliza el franquismo, porque no ya el Régimen sino la misma Transición había comenzado a cuestionarse como hemos visto y seguiremos señalando. En relación con el libro de Olmeda, El Siglo publica, en marzo de 2009 un artículo titulado Medio siglo del Valle de los Caídos de Antonio Sarrión, que comienza diciendo:
El próximo 1 de abril nos encontramos con dos tristes efemérides. Por un lado, se cumplirán 70 años desde que las tropas sublevadas contra el legítimo Gobierno de la II República, capitaneadas por […] Franco, alcanzaban «sus últimos objetivos» […] iniciando uno de los más negros períodos por los que ha atravesado nuestro país, una dictadura fascista que se prolongaba por espacio de 40 años […] a base de represión, decenas de miles de muertes […][112]
El artículo responde al esquema clásico que los enemigos del Valle vienen siguiendo desde la entrada en vigor de la LMH: en primer lugar, descalifican el franquismo categóricamente, como uno de los períodos más negros de nuestra historia, una dictadura ilegítima, fascista y sanguinaria.
Para «celebrar» los 20 años desde [sic] su triunfo, el dictador inauguraba el 1 de abril de 1959 el descomunal monumento erigido a su propia megalomanía, el Valle de los Caídos […] se trata de un monumento al triunfo de los sublevados […]
Debido a los retrasos, en 1943, el régimen decidía la incorporación a las obras de contingentes de presos políticos que, desde ese momento, y hasta 1950 […] doblaban en muchas ocasiones las jornadas ordinarias. Todos se habían acogido al plan de Redención de Penas por el Trabajo […]
Reconoce, eso sí, contrariamente a lo que suele ocurrir en esta clase de publicaciones, que los trabajadores se acogieron voluntariamente al sistema de Redención de Penas. Pero más adelante se contradice a sí mismo al hablar de presos esclavos y, aunque explica que reducían condena por días de trabajo, describe el sistema como régimen de esclavitud.
Se calcula que hasta 20 000 de estos penados participaron en la construcción del mausoleo […] Decenas de ellos murieron durante las extenuantes jornadas de trabajo.
Una vez más, eleva el número de trabajadores a la consabida cifra de 20 000, siguiendo la línea demagógica, habitual en estos últimos años a la vez que repite otro de los tópicos: las decenas de muertos en la construcción, a causa —parece indicar— de la dureza del trabajo. Conviene recordar estas afirmaciones a fin de comparar su contenido con la realidad que reflejan las fuentes primarias del APRM, y poder juzgar en cuanto a la veracidad de las publicaciones antifranquistas. Apoyándose en los tópicos de la leyenda negra, El Siglo apoyaba, implícitamente, las reclamaciones de las asociaciones de la Memoria Histórica:
Muchas asociaciones y partidos han planteado la necesidad de convertir este gigantesco mausoleo en un museo sobre el franquismo, y en el que se explique los pormenores de su construcción […]
También coincide con las publicaciones mencionadas más arriba, al hablar de una supuesta demanda social que exigiría el cambio de destino del monumento, aplicando la conocida técnica manipuladora:
Tampoco el Gobierno ha iniciado ningún trámite para convertirlo en un centro de la Memoria Histórica como han solicitado varios partidos de izquierda y nacionalistas, con lo que, a efectos prácticos, Cuelgamuros continúa siendo lo que fue. Esto continúa generando tensiones, y muchas voces piden una solución definitiva. El periodista Fernando Olmeda […] cree que «el sentido común, en este momento, invita a pensar que lo adecuado es un museo de la historia del monumento, como primer paso» […] La propuesta es razonable, como lo es la de desacralizar el lugar[113].
Insta al Gobierno, solapadamente, a convertirlo, supuestamente para no generar más tensiones, en un centro de la Memoria Histórica, atendiendo la solicitud de varios partidos de izquierda y nacionalistas, para citar a continuación a Fernando Olmeda, avalado por su reciente y documentada publicación, en apoyo de sus tesis, y finalmente, como de pasada, propone la desacralización del lugar como algo razonable.
Gutmaro Gómez Bravo, cuyo artículo sobre la redención de penas, dejamos reseñado, publica, también en 2009, un libro sobre las cárceles de la posguerra, titulado El exilio interior[114], donde, en sus capítulos 2 y 3, trata, nuevamente, de la Redención de Penas, y vuelve, como ya hiciera antes, a descalificar el sistema con frases como esta:
Con el fin de la guerra, la represión se disfrazó de justicia y fue llamada «obra de pacificación espiritual» […] se utilizó una concepción mucho más elaborada del castigo y de las penas, procedente de la intelectualidad del régimen y en particular de los propagandistas católicos […][115]
Es decir, que, para el autor, la que él llama intelectualidad del régimen, fue responsable de darle una supuesta cobertura jurídico-filosófica para la utilización de una elaborada concepción del castigo, originando el sistema, supuestamente pérfido, de la Redención de Penas. Y, dentro de esa intelectualidad franquista, hace especialmente responsables a los Propagandistas Católicos, a los que el historiador parece haber estudiado en profundidad.
Ya veremos, en este trabajo, quienes fueron los creadores del sistema de redención de penas, y lo que tuvo este de «perverso». En cuanto a los Propagandistas, indudablemente representaron un papel destacado en su aplicación, como era lógico en una obra de inspiración religiosa, en la que la Iglesia estuvo implicada profundamente desde el principio.
Sigue analizando, con detalle, en las siguientes páginas, la manera en que los Propagandistas coparon, a su entender, el poder político durante el primer franquismo, imponiendo, en la nueva legislación, las directrices de la doctrina social de la Iglesia, y movilizándose para una «cruzada» contra el comunismo convocada por Pío XI. Menciona, entre los que jugaron un papel principal en aquella etapa de autarquía y redención, a Domínguez Arévalo (ministro de Justicia durante la guerra), Mariano Puigdollers (miembro de la Comisión de Cultura y Enseñanza), José María Pemán, Enrique Suñer, Pedro Sainz Rodríguez e Ibáñez Martín.
La condena de Gutmaro Gómez, como es habitual, engloba al franquismo y al mismo sistema de la Redención de Penas:
A pesar de los tan anunciados indultos, el perdón no tuvo cabida en una España forzada a impartir un castigo ejemplar […]
La afirmación no sostiene el más somero estudio de la documentación conservada. Los indultos no solo se anunciaron (y no se anunciaban tanto, por cierto) sino que se promulgaban y aplicaban constantemente, como también veremos, y de este modo, y gracias también a la Redención de Penas, el perdón llegó a miles de españoles durante los primeros años del Régimen. Por último, cabe destacar que su condena se expresa y desde el principio del libro[116], al decir, comparando el caso español con el nazismo y el estalinismo, que el franquismo, aunque no tuvo la voluntad de exterminio que demostraron los otros totalitarismos, no significa que fuera más humanitario, sino que hizo un uso distinto de la fuerza, canalizando la agresividad no contra un enemigo exterior, sino contra sus mismos compatriotas vencidos. O sea, que fue peor, más fratricida si cabe.
Hay que matizar que ni Hitler ni Stalin se limitaron a «canalizar su agresividad» contra enemigos extranjeros sino que se emplearon a fondo contra sus propias poblaciones, realizando, en el interior de sus países, los mayores holocaustos que la Historia registraba. Vuelve a faltar el rigor académico en su análisis.
En octubre de 2009, Jon Juaristi publica en ABC un artículo titulado Cuelgamuros en el que niega que el Valle sea un:
[…] humilladero nacional erigido para escarmiento colectivo de la guerra civil, como se trató de vender en otros tiempos (y todavía hay quien lo intenta). Lo levantó un espíritu de revancha, y no voy a meterme siquiera en la cuestión de si se recurrió al trabajo de esclavos o a paradójicos forzados voluntarios que redimían así sus penas, cobraban un sueldo y no se morían de hambre.
Es innegable que Cuelgamuros no fue Auschwitz […] No rezuma maldad totalitaria, pero sí franquismo hipócrita, torpe y abusón[117].
En cuanto a las intenciones de Franco al construir el Valle, suscribe el tópico del revanchismo que defienden autores tan demagógicos como Calleja y, aunque no cae en la trampa de considerar «esclavos» a los penados que allí trabajaron, tampoco lo descarta.
También en 2009 se presentó, en la Universidad CEU San Pablo, el libro de Juan Blanco, Valle de los Caídos. Ni presos políticos ni trabajos forzados[118], alegato contracorriente, a favor del Valle y del franquismo, que aporta un estudio detallado del Patronato de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de Penas por el Trabajo; sus orígenes y su actuación a través del tiempo. Algo que, por la finalidad de este trabajo, nos resulta del mayor interés ya que fue, como veremos, dicho Patronato fue quien reguló el trabajo de los penados en toda España y, naturalmente, también, en el Valle. Citaremos esta obra frecuentemente en los siguientes capítulos.
Además de la amplísima información que aporta sobre el Valle, Juan Blanco trata de explicar las campañas que contra el Monumento se han desatado, durante los últimos años, en clave ideológica y política, denunciando el ánimo demagógico de algunos autores que lo tratan.
Señala, entre ellos, a Luis del Val, autor del prólogo del libro, antes reseñado, Esclavos por la Patria[119], que por culpable ignorancia ha contribuido a difundir los mitos contra el Valle. La importancia de este libro, aparecido en pleno «asalto» al Valle, es decisiva, siendo la obra más documentada que, hasta la fecha, se ha publicado sobre el tema.
Ese mismo año, aparece también una obra de importancia capital para la comprensión de toda esta campaña asfixiante, desatada por la izquierda más nostálgica; se trata de 113 178 caídos por Dios y por España. Baltasar Garzón, un juez contra la Historia, de Ricardo de la Cierva[120]. El título alude al número de los caídos de la zona nacional, elaborada por José Antonio Argos, a partir de los álbumes del Santuario de la Gran Promesa, cuyos nombres se incluyen en el DVD adjunto al libro. En él se abordan todos los aspectos de la trama tejida desde el poder para abordar la «segunda transición», después de deslegitimar la primera, demonizando el franquismo, como paso previo —es de suponer— a una incierta III República: la invención (con carácter de urgencia) de una supuesta demanda social por recuperar lo que se ha dado en llamar «Memoria Histórica»; la actuación del juez Garzón, como pieza clave para, desde dentro de la judicatura, dar el golpe de gracia a la memoria del franquismo, equiparado ya abiertamente, al nacionalsocialismo; la verdadera historia y dimensión de la represión republicana, y finalmente el Valle de los Caídos, como objeto central de la deformación más injusta.
Hablando del Valle, José Antonio Argos destaca la importancia de restablecer la verdad sobre lo que significaron realmente tanto la Redención de Penas como la propia construcción del Monumento, para terminar preguntándose:
¿No cree el Presidente Rodríguez Zapatero que ya va siendo hora de que ellos empiecen a pedir perdón por toda la serie de calumnias que están vertiendo sobre esta inapreciable obra de cristiana paz? Si así lo hicieran vería como todos empezaríamos a sentirnos más sosegados[121].
Con esta pregunta retórica da por supuesto que Rodríguez Zapatero y demás defensores de la «Memoria», mentían a sabiendas de lo que hacían, siguiendo un plan perfectamente trazado. La misma conclusión que engloba las de esta tesis como haremos ver en su lugar. Por último, de la Cierva destaca en esta obra que tanto su familia como él mismo, perdonaron el asesinato de su padre en Paracuellos, de la misma manera que el resto de familias de aquel holocausto, y subraya, como veremos, la clara intención de Franco de que el Valle de los Caídos fuera el monumento de la reconciliación entre españoles.
Con una visión contraria, se publica también en 2009, el libro de la historiadora, y profesora de la UNED, Ángeles Egido, El perdón de Franco[122], que, aunque no trate directamente del Valle de los Caídos, es expresivo de la visión, cada vez más atroz, que se va transmitiendo del franquismo en las publicaciones más recientes. De la Redención de Penas no se ocupa, a pesar de que el tema del trabajo que aquí publica, es el estudio de las cárceles de posguerra. Reconoce que se dieron una serie de medidas «paliativas», como «libertad condicional, indultos, beneficios penitenciarios» sin relacionarlas con la redención de penas, que, precisamente, las vinculaba a todas[123]. Pero lo más sorprendente es la afirmación que hace en la siguiente página:
En realidad, lo que redujo el número de internos, la enorme saturación de las cárceles en la inmediata posguerra, fue la muerte de los reclusos a causa de las torturas, de las epidemias provocadas por el hacinamiento y mala alimentación, por el suicidio, fruto de la desesperación o por las ejecuciones que también afectaron a las mujeres[124].
Ahora ya sabemos por qué no habla de la redención de penas, verdadera causa, junto con los indultos, —que sí menciona—, del vaciamiento de las prisiones en aquella etapa. Queda clara también la carga ideológica que contiene todo el libro, tendente a negar la realidad del perdón que da nombre a su obra. Empieza por cuestionar el significado que se daba a la palabra redención en el sistema penitenciario español:
El proceso de redención comenzaba con la privación de intimidad, con la renuncia a los derechos más primitivos de la persona […][125]
Lo que es como no decir nada, ya que se refiera a personas encarceladas, con una intimidad limitada. Y en cuanto a los derechos más primitivos de la persona, probablemente se refiera a la libertad, que tampoco se disfruta en una prisión. ¿A qué se refiere? Pero, sobre todo, ya que habla de redención ¿por qué no alude, aunque sea de pasada, al sistema penitenciario que llevó ese nombre?
Por lo demás, el libro es de una dureza excepcional, al centrarse en la situación de las reclusas comunistas, objeto de las más brutales torturas, según el relato de una de ellas; Tomasa Cuevas, que entrevistó a varias de aquellas supervivientes, cuyos testimonios publicó, en 1982, en su libro, Mujeres en las cárceles franquistas, publicado, según Egido, en una editorial poco conocida (Casa de Campo, se llamaba). Ni siquiera se depositó, entonces, en la Biblioteca Nacional, reeditándose años más tarde en Barcelona.
Entre los testimonios recogidos, de este modo, merece la pena destacarse el que Ángeles Egido incluye en la página 37 de esta obra. Se trata del caso de una mujer muy joven, llamada Lola —no da el apellido— de la que dice lo siguiente:
[…] unos milicianos le dijeron: Lola, por favor, ¿puedes registrarnos a estas mujeres? Eran unas monjas que desde el convento habían hecho paqueo. Las detuvieron y los hombres tuvieron la delicadeza de no registrarlas ellos. Llamaron a la primera mujer que vieron pasar por la calle. Las registró, y al encontrarles dos pistolas, las encarcelaron […] Cuando terminó la guerra, estas mujeres salieron de la cárcel y denunciaron a Lola. Fue condenada a muerte y ejecutada[126].
En otras palabras, las monjas —tratadas con toda cortesía por los milicianos— eran culpables, y además responsables, con su denuncia, de la muerte de la joven Lola, cuyo único delito había sido registrarlas a causa de que el respeto que los milicianos sentían por las religiosas, les impedía hacerlo ellos mismos.
Es la escena más increíble que hemos tenido ocasión de conocer en relación con la persecución religiosa en España. Pero lo más grave es, sin duda, que la autora del libro se haga eco de la misma, sin añadir un comentario, con toda naturalidad. Es sabido que, durante la guerra, un pretexto muy utilizado por las milicias para detener a alguien, era la acusación de haber hecho «paqueo» —disparar emboscado desde un edificio— contra ellos. El mismo pretexto que se utilizó para asesinar a las 23 Adoratrices que fueron detenidas en Madrid, como recoge Gregorio Rodríguez, en su libro El Hábito y la Cruz[127], que incluyo en la bibliografía de este trabajo. El autor, citando la obra de Montero, Historia de la Persecución religiosa en España, resume de este modo, lo ocurrido:
En efecto, a la tarde siguiente surgió el pretexto ansiosamente buscado. Por lo visto, debió caer muerto en aquella calle [la Costanilla de los Ángeles] o en sus inmediaciones un miliciano, y sus correligionarios acudieron en tropel al número 15, dando por incontrovertible que era una monja quien había disparado[128].
Era el 9 de noviembre de 1936. De la Costanilla fueron llevadas a la checa de Fomento, y, siguiendo el relato de Montero, en la madrugada del 10, eran fusiladas —las 23— en el Cementerio del Este. La Causa General recoge la historia de estas religiosas, y sus fotografías. Las mismas que, días más tarde, le mostraron, en la Dirección General de Seguridad, a otra Adoratriz que las buscaba.
Siete de aquellas religiosas, por cierto, se encuentran enterradas en el Valle de los Caídos: Josefa de Jesús, Belarmina de Jesús, Ángeles, Ruperta, Felipa, Cecilia y Magdalena. Beatificadas, todas ellas, el 28 de octubre de 2007, por Benedicto XVI, forman parte de los quince beatos, allí sepultados, junto a las hermanas de la Orden de la Visitación, beatificadas por Juan Pablo II, en 1998, asesinadas también en Madrid, el 18 de noviembre de 1936[129].
Ahora bien ¿creían los milicianos que las monjas les disparaban? Y, sobre todo, ¿piensa Ángeles Egido que era posible? Porque lo transcribe como acabamos de citarlo. Solo desde el fanatismo anticlerical se puede dar por bueno este testimonio, lo que cuestiona todos los demás.
Como muestra de los relatos de torturas que contiene su libro, elegimos, uno de ellos, ni mucho menos el más crudo, donde cuenta el estado en que dejaron, se supone que tras un interrogatorio de la policía franquista, a una joven, supuestamente comunista, que llamaban Chon:
[…] cuando la sacaron del interrogatorio, yo casi me desmayé al verla. La arrastraban en una manta, porque no podía andar. Iba toda rota. La cara desfigurada, los labios abultados, los ojos salientes; bueno, era un monstruo[130].
La espantosa escena es como un reflejo de lo que había sucedido, poco antes, durante la guerra, en las «cárceles del pueblo», las tristemente célebres, checas de Madrid, —acabo de mencionar la de Fomento, en relación con las Adoratrices— importadas por los «asesores» soviéticos. El ser humano como instrumento del mal; su triunfo en la Tierra[131].
Como en el caso de los torturadores de mujeres que denuncia Egido, para la actuación de los milicianos de las checas y sus jefes, no valen justificaciones, incluyendo el manido argumento de que el estado de guerra fue la causa de los crímenes provocados por elementos fuera de control. Sabemos que no lo estaban.
La reconciliación, si es lo que se busca, no pasa por el ejercicio de arrojarse muertos a la cara por parte de los herederos de los dos bandos. Si en la España de Franco pudo restaurarse la convivencia durante cuarenta años, fue porque a los muertos se les dejó en paz. Después de la Causa General, que apenas se divulgó, no se volvió a publicar nada sobre la represión marxista. Sería un ejercicio positivo el recopilar las obras que sobre ese tema se publicaron en España, entre 1943 y 1975.
Hablando de represión, es el momento de reseñar el libro del periodista José María Zavala[132], Los horrores de la Guerra Civil[133], publicado en 2003, como si presintiera hasta donde podía llegar la marea de la agitación contra el franquismo, siempre con los mismos argumentos de la inconmensurable represión en la zona nacional. Aporta, de entrada, la originalidad del enfoque, recogiendo testimonios de la represión en los dos bandos[134] Algunos tan estremecedores como el que citaré más adelante. La intención del autor parece muy clara cuando, en el prólogo, anuncia:
[…] desde el final del franquismo, el 20 de noviembre de 1975, han proliferado autores, que, con parcial ánimo revisionista, inclinan del lado de los sublevados la balanza de los crímenes cometidos durante la contienda civil. Como las huellas de la Historia son indelebles, estos historiadores tratan de disimular las atrocidades cometidas en la retaguardia republicana aferrándose a un frágil argumento: en zona republicana, según ellos, la represión se debió a elementos incontrolados que las autoridades trataron de sofocar sin éxito la mayoría de las veces, mientras que en el bando nacional fueron los propios jefes militares quienes ejecutaron un maquinado y meticuloso plan de exterminio que segó las vidas de decenas de miles de civiles. Tergiversación pura. En los casi tres años que duró la encarnizada lucha […] hubo que lamentar millares de asesinatos en ambas retaguardias que nada tuvieron que ver con los ideales por los que se luchaba y sí, en cambio, con el odio, la envidia, y la crueldad de quienes los cometieron con absoluta impunidad[135].
Hasta aquí, se trata de un lúcido análisis de una realidad histórica, al que cabría, tan solo, hacer algunas matizaciones. Pero, en el párrafo siguiente aborda una cuestión que viene siendo clave desde la muerte de Franco, y, mucho más, en los últimos años: la de las cifras de muertos, a causa de la represión, en uno y otro bando. Se pregunta Zavala a qué historiadores se debe creer en esta guerra de cifras, y cita, entre otros, a Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Max Gallo y Pierre Villar, Tuñón de Lara, Tamames, Salas Larrazábal, y Santos Juliá.
Resumiendo, las cifras oscilan desde los 200 000 (de Jackson) hasta los 35 000 (de Salas Larrazábal) para los asesinados en la zona nacional y los 72 500 (de Salas Larrazábal) hasta los 20 000 (de Jackson) para los de la zona republicana. Imposible, por tanto, extraer consecuencias definitivas de este muestreo, a no ser que unos autores documentan lo que sostienen mejor que otros. Cabe destacar al respecto la aportación decisiva de Ángel David Martín Rubio, cuya obra, que comentaremos, establece ya cifras incuestionables sobre los caídos y represaliados de uno y otro bando. José María Zavala, sin entrar a cuestionar las cifras, y, antes de facilitarlas, avisa al lector:
Injustamente para las víctimas, el debate de la represión se ha centrado obsesivamente en un discurso de las cifras, en limitarse a dirimir, muchas veces con sesgo partidista, cuál de los dos bandos asesinó más[136].
La cita que añade, de Ortega y Gasset, refiriéndose a las víctimas de la represión, vale como conclusión del comentario:
«Mire usted, cuando se llega a lo métrico decimal, mal asunto[137]».
Termina el prólogo, explicando las motivaciones del autor al publicar el libro; recuperar la memoria de las víctimas anónimas de uno y otro bando; Ya se hablaba de esto antes de la LMH, pero con diferente espíritu.
El 5 de mayo de 2010, La Razón publica un artículo de Luis Suárez titulado, El Valle de los Caídos donde defiende el verdadero significado del monumento en la actualidad, como lugar de peregrinación donde se practica la adoración de la Cruz. Traza una breve memoria del Valle, relacionándolo con dos Pontífices que lo visitaron antes de ser Papas: en primer lugar, el Cardenal Roncalli, que fue allí acompañado de don Ángel Herrera y del Ministro Martín Artajo, poco antes de su inauguración, mostrándose entusiasmado ante la idea. Recuerda que siendo ya Juan XXIII, elevó la iglesia a basílica, depositó un trozo del Lignum Crucis, y concedió la indulgencia que allí se lucra en los Oficios del Viernes Santo.
Recuerda también la del entonces Cardenal Ratzinger, después de participar en los Cursos de Verano de El Escorial, para adorar la Cruz, de la que dijo, más tarde, en la Complutense, ser el signo sin el que no puede edificarse una sociedad justa y legítima[138]. Del sistema de Redención de Penas que allí se aplicó, sigue diciendo Suárez, que los reclusos debían solicitarlo y, gracias a él acortaron el tiempo de prisión mientras cobraban un salario. De haber trabajado allí solamente presos comunes quedaría su recuerdo agradecido, pero al tratarse de presos políticos, permaneció el rencor de los que consideraban que se les hacía cumplir una condena injusta, idea que ya expresaba en su publicación de 1999, aquí mencionada.
Termina diciendo que no se trata de invocar una memoria sino de superarla para que sea posible un dialogo permanente dentro de los valores éticos que el cristianismo defiende. Solo cabe añadir que ojalá sea así.
En relación con la Redención de Penas, se publica, en 2011, Las cárceles de Franco, de Domingo Rodríguez Teijeiro[139]. El autor, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Vigo, dedica el capítulo 4 al estudio de la figura jurídica, explicando detalladamente su funcionamiento, pero, aunque le reconoce algunos beneficios para el preso, descalifica, en su conjunto, todo el sistema penitenciario del franquismo, entre cuyos fines señala la «humillación y deshumanización» del preso como paso previo a su adoctrinamiento y redención. Todas las medidas tendentes a liberar al mayor número de presos a partir de 1943, son interpretadas como interesadas e hipócritas, cayendo en claras contradicciones, como al interpretar el indulto de 1945, que considera respondía a «necesidades administrativas, económicas y de pacificación carcelaria», en coincidencia con Ricard Vinyes[140] a quien cita, para explicarlo, tres páginas más adelante, como un acto tendente a lavar la imagen del Régimen, «de cara al exterior[141]» en plena coincidencia, por tanto, con la corriente historiográfica imperante.
Aunque se dan excepciones como la reseñada a continuación: en septiembre de 2011 se presenta el libro La Otra Memoria de Alfonso Bullón de Mendoza y Luis Togores (coords.), «desarrollo científico del III Congreso sobre la II República y la Guerra Civil, La Otra Memoria, celebrado con el mismo título en la Universidad CEU San Pablo entre los días 6 y 8 de noviembre de 2008», que incluye la comunicación del autor de esta tesis, Trabajadores penados en el Valle de los Caídos. Algunos casos significativos, donde adelantaba conclusiones provisionales de la investigación sobre el tema, estudiadas solamente una parte de las cajas del APRM[142], examinadas ya en su totalidad como aportación fundamental de esta tesis.
Como decíamos, un caso excepcional. Meses antes, la campaña contra el Valle, recibía un nuevo apoyo en marzo de 2011, con la parición de El Valle de los Caídos y la Represión Franquista de Tario Rubio[143]. Realmente, el título no es más que un reclamo, porque de sus 284 páginas, solamente dedica 24 al Valle; de la 243 a la 267, para ser exactos. Es, más bien, un artículo, en medio de una obra puramente propagandística a favor de las asociaciones de la Memoria Histórica y sus tesis involucionistas. Esto queda de manifiesto, ya sin tapujos, en los dos prólogos con los que cuenta el libro; el de Josep Sánchez Cervelló, y el que, titulándose «Sumario», le dedica Carlota Giménez i Compte.
El primero es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Rovira i Virgili, y parte de una visión antropológica demoledora: homo homini lupus est (el hombre es un lobo para el hombre), invocando a Tito Marcio Plauto y a Thomas Hobbes. La visión del hombre que ha hecho posible todas las dictaduras, justificándolas. Pero, a continuación afirma, hablando de la Guerra Civil, que en el bando republicano «se defendió un gobierno parlamentario y constitucional» —aunque él mismo, nada más expresarla, la considera una afirmación dudosa—, hasta 1937, con la llegada de Negrín. Ya conocemos, con esta afirmación, su visión de la Historia, lo que explica su afirmación en cuanto al objetivo «estratégico» del libro en cuestión: «impedir que los crímenes del franquismo se olviden».
A quien no piense como él, le señala como enemigo, metiéndole en el saco de los que se sublevaron en 1936:
El poderoso movimiento revisionista de los sectores que están hoy en la misma órbita ideológica que en 1936 trata de justificar los crímenes de sus «sponsors[144]»…
Calculada manipulación de la realidad, porque, ¿dónde está ese poderoso sector revisionista? Todavía, cuando escribe este prólogo, gobernaba Rodríguez Zapatero, creador de la «Memoria Histórica» y «sponsor» —generoso por cierto—, de sus propagadores.
Después de presentar a la Iglesia como «verdugo» durante la represión franquista, y a las beatificaciones de los mártires de la Guerra Civil como medidas beligerantes del Vaticano contra la LMH, Josep Sánchez, arremete con la Universidad CEU-San Pablo, ligada a «sectores neoconservadores de la Iglesia y del PP», por haber organizado el mencionado Congreso Internacional de la Otra Memoria, en noviembre de 2008[145]. Según él, los sectores «socio-políticos que contestaban el debate en torno a la dictadura» fueron los organizadores de dicho congreso, con la finalidad de justificar el franquismo, en la línea de la «derecha españolista que ha apoyado esa llamada al revisionismo, […] ajena a las ideas de la democracia representativa y, hasta mucho después de la derrota del Eje, absolutamente fascinada por el fascismo[146]».
Es decir, que señala al CEU como una institución que articula la acción de los sectores que llama «neoconservadores», tendente a la justificación del franquismo, a la vez que vincula a dichos sectores con una derecha antidemocrática, fascinada por el fascismo, razón por la que contesta el debate sobre la dictadura. Así, condena cualquier clase de contestación al proceso de descalificación sin matices del régimen franquista que propugna la izquierda en general.
Como si quisiera repasar el estado de la cuestión de esta tesis, Josep Sánchez se ocupa, a continuación, del juez Garzón, al que presenta como víctima de los «franquistas», para terminar llegando a manifestar, claramente, lo que los difusores de la Memoria Histórica, vienen repitiendo: la Transición, y sus logros políticos, son rechazables. Incluso se atreve a compararla, abiertamente, con una segunda derrota del bando republicano:
… es obvio que la derrota de 1939 volvió a repetirse en 1978, al menos en el campo de las ideas, y […] la calidad de nuestras instituciones es muy deficiente. De hecho, la tal Constitución en 1978 volvió a ser un texto excluyente[147].
Ya no se cuestionaba simplemente, sino que se condenaba sin rodeos la Constitución, y las instituciones «deficientes», para hablar con más claridad todavía en el siguiente párrafo:
… la posfranquista [la Constitución] excluyó explícitamente a los republicanos al establecer que España era un reino, sin dejar que libremente los ciudadanos pudiésemos escoger el sistema de gobierno que deseásemos[148].
Se ponía de manifiesto, por fin, cual era el proyecto político de la Memoria Histórica; no se trataba de recuperarla, sino de volver a traer la República. Y para ello, naturalmente, se debía condenar el franquismo de la manera más absoluta; lo que se ha «logrado» no es suficiente. Mientras el Valle de los Caídos siga en pie, no se habrá cerrado su operación de vuelta al pasado. De modo que, concluye el historiador, el Valle es la prueba de que el franquismo ha quedado impune:
De todos los ejemplos sobre la perpetuación de la impunidad del franquismo, el del Valle de los Caídos —que Tario rebautiza como Valle de las Lágrimas— es el más revelador[149].
Para terminar, vuelve a insistir en su idea de la Iglesia, cómplice del franquismo, en una nueva edición del Antiguo Régimen. «Una alianza estratégica que necesitaba mano de obra esclava para su construcción».
La autora del «Sumario», Carlota Giménez, que comparte las posiciones ideológicas del autor del prólogo, vuelve a repetir el mito de los 20 000 prisioneros trabajando en el Valle, y anuncia que Tario se dispone a demostrar, «mediante datos muy concretos», que existen miles de republicanos cuyos restos no descansan en el Valle[150]. Nuevamente, nos encontramos con una afirmación sorprendente, porque ¿alguien tenía dudas al respecto? ¿Cuándo se ha dicho que todos los caídos de la Guerra Civil estuviesen enterrados en el Valle? Sabemos perfectamente que miles de los del otro bando tampoco están allí, pero resulta desconcertante todo el asunto: si Franco llevó allí a los republicanos hizo mal, pero si no los llevó, acaso hizo peor.
Dice también, que el Valle es un «símbolo tétrico del franquismo», dando a entender que la verdadera historia de su construcción ha sido silenciada hasta la fecha, en nombre de una «mal interpretada reconciliación de las dos Españas, que no ofrece justicia a los hombres que murieron allí ni de los hombres que sobrevivieron, pero cuyo sufrimiento les dejó huella para toda la vida[151]».
Son las afirmaciones que cabía esperar de quien colabora en una obra como esta: el Valle como lugar de muerte y sufrimiento, del que los supervivientes salieron física o moralmente destruidos. No por ser la tónica de los propagadores de la Memoria Histórica, dejan de ser graves estas manifestaciones. Porque su autora, Carlota Giménez i Compte, es —según el Sumario— profesora de Historia (aunque no dice donde la imparte ni su especialidad, si la tiene), luego era de esperar un cierto conocimiento del tema que resume para una publicación.
Por lo demás, el libro, como dijimos, apenas habla del Valle. El nombre de Tario podría ser un señuelo para lograr una mayor difusión de sus contenidos, claramente propagandísticos. En cuanto a las escasas manifestaciones de Tario —del que ya nos anuncian que allí estuvo poco tiempo— hemos comprobado su notoria inexactitud, como veremos en distintos apartados.
En cuanto a la condena no ya del franquismo sino de la Tansición, el análisis más lúcido viene curiosamente de un socialista, Joaquín Leguina, que en su libro, El duelo y la revancha, denuncia la manipulación política existente detrás de ese revisionismo:
[…] ¿de dónde ha salido ese espíritu crítico y revisionista de la Transición?[…] ¿Acaso se pretende no solo reescribir la historia sino también ganar ahora, más de setenta años después, la guerra que se perdió entonces[152]?
El que fuera secretario de la Federación Socialista Madrileña, recuerda las palabras del comunista Marcelino Camacho, hablando de la amnistía como pieza capital de la reconciliación:
Los comunistas […] estamos resueltos a marchar hacia delante por la vía de la libertad, de la paz y el progreso. Hoy no queremos recordar ese pasado, porque hemos enterrado a nuestros muertos y nuestros rencores[153].
Estas palabras resumen el espíritu de la Transición. El más opuesto, al que animó a Rodríguez Zapatero a llevar a cabo su proyecto de «recuperación» de la Memoria Histórica, con el claro objetivo, según Leguina —que insiste en la idea— de ganar la guerra de la propaganda. Podría parecer que la mayor parte de la sociedad española no es consciente, de los riesgos que encierra la puesta en marcha de esta revolución desde arriba, iniciada por Rodríguez Zapatero, pero avalada —y esto es lo más grave— por buena parte de la cúpula socialista. Debemos destacar, sin embargo, que dicha revolución cultural ha sido atizada desde el principio por la extrema izquierda y el nacionalismo más radical, encontrando en Cataluña uno de sus principales focos, como se desprende del origen de las publicaciones comentadas y sus autores. Las asociaciones de la Memoria Histórica, por otra parte, frecuentemente acusan al Gobierno socialista de pasividad ante sus reclamaciones, como si dicho Gobierno no hubiera llevado a cabo el proyecto de ingeniería social, aplicado a la Historia, que venimos comentando.
En resumen, la campaña contra el Valle venía de lejos, pero es innegable que, con el cambio de siglo, se produce la radicalización ideológica de la izquierda, a la que pertenecen la mayoría de autores que han tratado el tema del Valle, y del franquismo en general, como puede constatarse por la lectura de las publicaciones reseñadas en este capítulo.
Dicha radicalización fue en aumento, de manera exponencial, con la llegada de Rodríguez Zapatero al poder, y durante su segunda legislatura, alcanzó niveles de escandalosa manipulación de la verdad histórica, coincidiendo con los intentos —cada vez más descarados— de acabar con el monumento, en el curso de una campaña sin precedentes, cuyos móviles y desarrollo deberían ser estudiados. Podría suceder que más que asistir a un cambio de postura por parte del PSOE, lo que se estuviera manifestando fuera la expresión de una voluntad, encubierta en mayor o menor medida hasta los inicios del milenio, de provocar el vuelco político que ya se reclama abiertamente a través de iniciativas parlamentarias, asociaciones de la Memoria Histórica y publicaciones relativas a la Historia del franquismo y al Valle de los Caídos concretamente.
Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que en dichas obras, junto a la condena del Régimen, el sistema de Redención de Penas, aparece, invariablemente, como parte esencial de la supuesta «maquinaria represiva» del franquismo, sin reconocer, casi nunca, sus logros ni la intención humanitaria que lo diseñó y lo puso en práctica.