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LORRAINE FUE AMINORANDO la marcha para virar en dirección a una gasolinera, que brillaba como una pequeña llama amarilla en medio de la oscuridad de la noche. Ahora se encontraban a ocho kilómetros de distancia de la alquería, circulando libremente por una carretera estrecha y asfaltada que podría conducirlos hasta la carretera de Unionville. Earl había planeado la ruta utilizando sus instintos de orientación todavía precisos: primero se adentrarían en la campiña, después trazarían un amplio círculo hasta llegar a la carretera de Unionville viajando por una red de sinuosas carreteras secundarias. De este modo podrían burlar a la policía y llegar a la carretera principal más allá de los controles. Era una probabilidad…

La gasolinera se hallaba aislada en medio del campo, con una sola bomba y un bastidor con lubricantes que brillaba a la débil luz de un pequeño restaurante situado a unos diez metros de la carretera. La lluvia caía en forma de líneas cristalinas diagonales a través de la luz de los faros del automóvil, y de vez en cuando un trueno sacudía la densa atmósfera. El restaurante estaba desierto; a través de las ventanillas del coche Earl vio como vagos contornos el vacío mostrador y una máquina de expender cigarrillos.

Un joven con un chubasquero y un sombrero impermeable salió del cobertizo blandiendo una linterna en su mano. Lorraine bajó un par de centímetros la ventanilla y dijo:

—Tenga la bondad de llenar el depósito.

—Muy bien, señora. Vaya noche, ¿verdad?

Cuando el joven desapareció, Lorraine miró ansiosamente a Earl.

—¿Cómo te sientes?

—Bien. Estoy bien.

—No has dicho una palabra desde que partimos. Tienes un aspecto terrible.

—Ya te he dicho que estaba bien, ¿no? Te lo he dicho bien claro, ¿verdad?

—Estoy asustada, Earl. Si nos paran, no dispares. ¿Verdad que no lo harás? Prométeme que no lo harás.

—Deja de marearme con eso.

—Dame la pistola, por favor, Earl.

—Necesito un cigarrillo. ¿Tienes alguno?

—No —dijo Lorraine—. ¿Por qué no me contestas?

Hablaba en voz baja, pero el temor que había en su voz temblaba a través del cálido interior del coche.

—Dame la pistola, Earl.

—Entra a buscar cigarrillos.

—¿No puedes esperar a que hayamos salido de esto?

—Si los polis nos paran, puedo ponerme un cigarrillo en la boca y mantener la mano levantada delante de la cara. Eso ayudará, Lory.

Lorraine titubeó un instante, mirando atentamente el perfil duro y pálido de Earl. Luego se apresuró a decir:

—Está bien, está bien.

Earl la vio alejarse corriendo a través de la lluvia, esbelto e indistinto su cuerpo en la incierta luz y en las sombras. Iba sorteando los charcos con pie rápido y seguro en el suelo mojado. «Como una gata», pensó Earl. Es lo que decía el negro: que no era posible que tropezase con la mesa e hiciera caer la radio.

—Estoy bien —dijo, en voz tan baja que las palabras quedaron ahogadas por la lluvia que tamborileaba sobre el techo y los guardabarros del coche.

No era cierto: estaba enfermo, tenía frío y se sentía desdichado. Todo a la vez. Si había tenido agallas, ahora ya no las tenía. Se encontraba débil y asustado como un niño pequeño. Era una sensación perturbadora, porque él se daba cuenta con desesperación de que era una sensación permanente; así es como se sentiría el resto de su vida: frío y vacío y enfermo. El daño que se le había causado era duradero, definitivo.

Un doloroso calambre le atenazaba los músculos de la nuca. El dolor se extendía por la base de su cráneo y hasta las sienes, estrujándole la cabeza como las quijadas de una mordaza de carpintero; por más que lo intentara, no podía apartar los ojos de su imagen vaga y espectral reflejada en el parabrisas. Algo parecía atraer su mirada hacia el vacío asiento del conductor. Una luz diminuta centelleaba en la oscuridad al lado del cuentakilómetros, pero no se decidía a volver la cabeza para mirarla.

Por alguna razón, un nombre apareció en su mente: Morgan o Monroe o algo parecido. ¿Qué más daba? Era el muchacho al que había arrastrado lejos de la alquería, en Alemania.

Sintió crecer en su interior una cólera débil y absurda: «Tenían que haberme expulsado por salvarle, en vez de darme una medalla».

Esta idea le hizo titubear. «¡Qué demonio! —pensó, con sentimiento de culpabilidad y a la defensiva—. Yo puedo pensar en eso. La medalla es mía, ¿no?». Pero no podía resolverse a mirarla. La luz que bailaba más allá del ángulo de su visión era un reflejo de la estrella de plata del llavero de Lory. Y no podía volver la cabeza para mirarla. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Entonces supo lo que había sido destruido.

—¡Maldición! —exclamó con voz lenta y cansada.

El calambre que le atornillaba la nuca había desaparecido, y Earl se dejó caer flojamente sobre el asiento del coche. Mirando la medalla que oscilaba en la semioscuridad, frunció el entrecejo, lleno de un conocimiento amargo y confuso. «Es mía, la he ganado —pensó—. Al igual que cualquier cosa en mi vida, la he ganado. Y al igual que a cualquier otra cosa, ya no puedo mirarla».

Quitó la llave de contacto y trató de desprender del anillo la medalla, pero no podía con una sola mano. Finalmente, puso la llave en el suelo, apretándola con el tacón, y entonces, con un movimiento de los dedos, desprendió la estrella. Bajó el cristal de la ventanilla y la arrojó hacia la noche, viéndola centellear una vez en el aire antes de desaparecer en la oscuridad. La lluvia y el viento le dieron en el encendido rostro, y el fragor de un trueno entró por la abierta ventanilla como el fuego de artillería pesada en el horizonte. «Muy bien —pensó—, muy bien».

Se deslizó penosamente hacia el asiento del conductor, dio la vuelta a la llave de contacto, y puso en marcha el motor, que empezó a rugir. El empleado de la gasolinera gritó «¡eh!», con voz sobresaltada, pero Earl hizo girar el automóvil trazando casi un círculo, manejando el volante torpemente con una sola mano. Ya no había confusión en su cerebro; solo una cólera inocente. No había abandonado únicamente al negro; se había dejado a sí mismo allá, en la vieja alquería. La idea le hizo reír débilmente, y es que aquello era realmente gracioso. Ahora tenía que volver atrás a recogerse a sí mismo… La única cosa de la que se había sentido orgulloso quedaba atrás, allí, con el negro. No conocía el nombre de aquella cosa, pero era algo limpio y fuerte y le pertenecía a él y a nadie más que él.

Una voz gritó su nombre cuando él entraba con el coche en la carretera. Lorraine corría hacia el vehículo, con los pies resbalando en el barro y la lluvia azotando su cara frenética como con fríos látigos de cristal.

—¡Earl! —gritaba desesperadamente, pero el nombre era arrastrado, barrido hacia la nada por el viento impetuoso.

Earl frenó y bajó el cristal de la ventanilla.

—¡Vuelvo al lado del negro! —le gritó—. Tú espera aquí.

—¡No, no puedes hacerlo! —gritó Lorraine, y él vio el terror pintado en su cara—. ¡Por Dios, no me dejes!

Earl sintió lástima por ella; ella no comprendía.

—Tengo que hacerlo, Lory, ¿no lo entiendes?

—Él no es nada para nosotros. No puedes volver allá.

—No es bueno que lo deje. Nada es ya bueno si no voy. Tú y yo, el mundo entero no es bueno.

—Estás loco, estás enfermo…, no sabes lo que dices.

Loco, enfermo… Empezó a maldecir; las palabras le llenaban de furia. Uno hacía lo que era justo, y entonces tenía uno que estar enfermo o loco.

—¡Escúchame! —le gritó Lorraine, agarrando la portezuela con manos desesperadas—. Entra a tomar café. Podemos hablar. Hay tiempo, Earl.

Earl empezó otra vez a proferir maldiciones: hablar, hablar, hablar. Dar la vuelta a las cosas. Mirar hacia ese ángulo y hacia el otro, comprobar todo el asunto desde el principio hasta el fin, para justificar el no hacer nada. El negro le necesitaba ahora, no al cabo de cincuenta años.

—¡Me voy, Lory! —gritó—. Me voy ahora.

Cerró de golpe la portezuela y el coche se precipitó hacia la lluvia y la oscuridad. La sacudida brusca hizo que Lorraine se tambalease y casi la hizo rodar en el barro. Pero no caería, pensó Earl; si caía, lo haría sobre los pies. Ya idearía algo que decirle al empleado de la gasolinera. Diría que Earl se había olvidado de apagar la estufa en casa o algo así. Ella siempre pensaba con rapidez.

El cielo era iluminado también por los relámpagos y la carretera brincaba delante de él, iluminada por la luz de los relámpagos. Luego volvía a caer la oscuridad, pero él había visto la copiosa lluvia derramarse sobre el bosque, y balancearse los árboles bajo la fuerza del viento. Earl reía y apretaba el acelerador. Jamás les cogerían en una noche como aquella; haría falta ser un héroe para circular por la carretera con aquel tiempo.

En un trecho recto limpió frenéticamente el parabrisas con la palma de la mano, luego agarró con fuerza el volante antes de que el coche se deslizase hacia la cuneta. Volvió ansiosamente a su tarea de conducir; era casi imposible ver los mojones o los cruces. Si no podía encontrar el camino de regreso a la alquería, el negro estaría realmente en un atolladero.

En aquellos momentos, el pobre muchacho estaría muerto de miedo. No era de extrañar… «Pero tengo que sacarle de allí», pensaba Earl. Se alegraba de que la apuesta contra ellos fuese larga; quería mostrarle al negro lo mucho que valía. Ningún individuo despreciaría la oportunidad de demostrar la propia valía. ¿Por qué ocultarlo?

En el ejército era fácil: hacías lo que te mandaban, simplemente. Un individuo caía herido y tú lo llevabas a los médicos. El regimiento quería un prisionero, entonces tú salías y hacías uno. Los alemanes querían desalojarte de una cota y entonces ibas tú y les obligabas a retirarse a ellos. Eso era sencillo, no hacía falta devanarse mucho los sesos.

A Earl le satisfacía este razonamiento; lo encontraba astuto y contundente. El truco consistía en continuar haciendo cosas de las que pudieras enorgullecerte; entonces no te sería difícil evocar algún tiempo pasado en el que hubieras demostrado tu valía. Siempre tendrías cosas buenas y sólidas que recordar.

«Muy bien, muy bien —pensaba, inclinándose hacia adelante para observar la carretera—. No te preocupes por ello ahora; lo único importante es llegar allá». Dejó atrás un granero y comprendió que iba bien; luego hallaría un bosque y una casita blanca junto a un cruce.

El viaje, con su traqueteo y sus oscilaciones, le hacía sentir de nuevo un intenso dolor en el hombro. Tenía la cara bañada en sudor y de pronto sentía calor y frío casi al mismo tiempo; la fiebre ardía en él como un horno, pero el contacto con su ropa y el viento helado que le daba en la cara le provocaban temblores en todo el cuerpo. Era curioso: estaba ardiendo, pero le castañeteaban los dientes. Sabía que, sin embargo, la fiebre era algo bueno; un médico se lo había explicado. Uno necesitaba la fiebre para combatir la enfermedad. Era como el bote de espinacas de Popeye o la caballería estadounidense al hacer su aparición en una película del Oeste. Una pequeña ayuda extra en caso de apuro.

¿Por qué demonios se encontraba en dificultades?, se preguntaba. Resultaba difícil mantener la mente con las ideas claras y ordenadas. ¿Dónde estaba la casita blanca? ¿Habría pasado de largo? «¡Dios mío!», pensó ansiosamente, y se inclinó hacia adelante para mirar por el parabrisas. ¿Contra quién estaba luchando? La guerra había terminado, ¿no? Le llamó la atención la negra manga de su abrigo. Nada de uniformes pertrechos ni fusiles. Aquello se acabó para siempre. Ya no tenía necesidad de aquella fiebre. Ya no había bote de espinacas para él. Solo le restaba recoger al negro y podrían ir a algún lugar y descansar. Ahora todo volvía a quedar claro.

La casita blanca desfiló rápidamente ante él, y un poco más allá hizo entrar el coche en el camino cenagoso que conducía a la alquería, esforzándose por manejar el volante con una sola mano. Atravesó veloz el denso barro, sorteando los traicioneros charcos de agua que brillaban bajo la luz de sus faros. «Ya falta poco», pensó con alegría. No tardaría ni un minuto en subir al negro al automóvil. Entonces habría terminado todo. Se habrían acabado las dificultades.

La claridad de sus ideas le llenaba de una confianza embriagadora; lo había imaginado todo perfectamente. Por una vez en su vida conocía el resultado final.

Earl casi pasó de largo ante la entrada de la alquería; solo le salvó su instintiva vigilancia. Hizo girar el volante con rapidez y eficacia, y el coche se adentró en el angosto camino lleno de barro. Todo iba bien, todo estaba seguro; la noche llenaba su espíritu de extraordinaria confianza.

El viento y la lluvia sacudieron su cuerpo cuando, penosamente, se apeó del coche. Con una mano se apoyó en el guardabarros, procurando tapar con las solapas del abrigo su hombro y su pecho descubiertos; tenía que llevar la chaqueta sin meter en la manga el brazo vendado, y el viento levantó esa manga suelta agitándola grotescamente ante su cara. Miró en derredor en medio de la oscuridad, sin ver más que la mole de la vieja casa y las ramas agitadas de los corpulentos árboles.

—¡Negro! —gritó con voz ronca, mientras chapoteaba en el barro, con paso vacilante, en dirección al porche medio en ruinas—. Vámonos, negro.

Subió renqueando los peldaños, resbalando sus pies en la arena mojada.

—¡Vamos, negro! —gritaba—. Muévete. Tenemos que irnos.

Un relámpago brilló en la noche, inundando con su luz el porche y proyectando una claridad azulada sobre los mojados muros de piedra de la casa.

—¡Negro! —volvió a gritar, lanzándose hacia la puerta—. He vuelto a por ti.

Alguien le respondió; una voz gritó detrás de él en medio del viento y de la lluvia. «¿Qué ocurre? —pensó irritado—. ¿Qué está naciendo ahí afuera? Ese estúpido debería estar dentro, donde hay calor…».

Había algo raro en aquel relámpago, pensó, al darse cuenta de ello. Le costaba trabajo pensar. Intrigado y vagamente alarmado, miró la claridad que bañaba la fachada de la casa y proyectaba su oscura silueta contra la puerta iluminada. Aquella luz no se iba, maldición; era algo curioso, pensó, frunciendo el entrecejo al ver la intensa luz en el dorso de su mano.

Con un esfuerzo se irguió y dio media vuelta; la intensa luz le iluminó los ojos con terrible fuerza, y Earl levantó defensivamente la mano hacia su cara. Largas y amarillas lanzas de luz saltaban hacia él desde la oscuridad, dibujando la silueta de su cuerpo sobre la casa. «¿Qué demonios ocurre?», pensaba, trabajando su cerebro lenta y dificultosamente.

—¡Basta! —gritó, moviendo un brazo defensivamente contra los rayos de luz—. ¡Basta!

—¡Levanta las manos! —gritó una voz desde las sombras—. ¡De prisa! ¡Hay veinte pistolas apuntándote!

—¡Vengo a buscar al negro, eso es todo! —gritó Earl hacia la oscuridad—. Vengo para llevármelo, ¿lo oís?

—¡Las manos arriba! Ya no tendrás otra oportunidad.

—Debo llevármelo. ¿No lo sabíais? —dijo Earl furiosamente.

Sacó la pistola del bolsillo y disparó contra la luz que tenía a su izquierda. La luz desapareció con un sonido de vidrio roto, y Earl gritó:

—¡No queremos problemas!, ¿oís?

Algo le derribó hacia el porche mojado. No vio ni oyó nada; solo sintió el repentino dolor que le produjo el disparo en la pierna y el escozor de unas lágrimas de rabia en los ojos.

—¡Maldición! —murmuró y, desde el suelo, disparó la pistola hacia el segundo chorro de luz.

La oscuridad se abatió sobre él y se puso dificultosamente en pie, oyendo el ruido de la lluvia al azotar el tejado por encima de su cabeza y el lejano fragor de un trueno en el bosque. ¿Por qué disparaban contra él?, pensó, en medio de su intenso dolor. Lo que iba a hacer estaba bien, ¿no? Dios mío, ¿por qué tenían que dispararle?

Otra luz saltó de entre las sombras. Él no podía explicarle nada a la oscuridad de la noche. Las palabras afluían como una marea en su mente. Todo había terminado; ya no había necesidad de luchar. Él tenía que recoger al negro, eso era todo. Agitó inútilmente la pistola en el aire, y de pronto sintió un dolor cruel que le desgarraba el estómago; era como si con un martillo le clavasen un perno en el cuerpo. Tambaleándose, fue a apoyarse en la puerta, gimiendo de dolor. La pistola que mantenía en la mano pensaba por sí sola; la luz desapareció acompañada de un estrépito de rotura cuando Earl disparó sus últimas balas hacia las sombras.

Entonces se hizo de nuevo la oscuridad y se oyeron voces y el ruido de unos pies calzados con botas sobre la tierra mojada. Encontró el tirador de la puerta y, con un desesperado y último esfuerzo, entró en la casa. Ahora estaba a salvo, pensó; la furia de la tormenta y la furia de los hombres quedaban fuera. Él y el negro podrían descansar un rato y luego partirían…

—¡Negro! —gritó desesperadamente, escrutando el corto pasillo.

Algo le había dado en la pierna y cayó de rodillas, mientras el cuarto de estar se le volvía borroso ante los ojos.

—¡Dios mío! —exclamó, preguntándose si habría resultado malherido.

El viejo se había movido en su cama y estaba acurrucado furtivamente dentro de su montón de mugrientas mantas.

Pero Earl vio que Ingram estaba bien; el negro se había incorporado en el sofá, con la cabeza apoyada en uno de sus codos, mirándole con ojos muy abiertos. Earl llegó a la conclusión de que no tenía demasiado buen aspecto; probablemente solo estaba asustado. Quizá pensaba que iba a pegarle…

—No pasa nada, negro —le dijo, apretándose con la mano el estómago, en el que sentía un vivo dolor—. Te sacaré de aquí. No pasará nada…

Earl movió la cabeza, preguntándose por qué no podía respirar; parecía como si no hubiese suficiente aire en aquel cuarto.

—No te esfuerces en hablar —le aconsejó Ingram en voz baja, lloriqueando—. Estás malherido —Procuró sentarle en el sofá—. Acuéstate, Earl, acuéstate.

—Estoy bien, negro —Intentó sonreír, pero sus labios estaban demasiado rígidos y fríos—. He vuelto para llevarte conmigo. Ya sabías que lo haría, ¿verdad? —Earl tragó algo que sintió caliente y espeso en la garganta. Repitió, en tono suplicante—: Lo sabías, ¿verdad que sí?

—Claro que lo sabía, Earl —dijo Ingram, llorando desconsoladamente—. Lo supe todo el tiempo. Acuéstate, por favor.

—No debí haberme marchado… Los dos estamos en el mismo asunto. Tenía que ayudarte —Earl volvió a mover la cabeza, luchando obstinadamente contra una terrible debilidad—. Tuve que marcharme, negro —articuló dificultosamente.

Luego extendió la mano delante de él y cayó boca abajo.

—Dios mío —gimió débilmente Ingram—. Oh, Dios mío, Earl…

—No te preocupes —Earl levantó del suelo la cabeza y le miró fijamente—. Negro… —Vio que las lágrimas bajaban como un torrente de los ojos de Ingram y sintió una inmensa soledad y tristeza en su pecho—. No lo he conseguido —dijo débilmente—. No he podido llegar hasta el final.

—Te has portado muy bien —Ingram lloraba. Se tendió en el sofá y, alargando la mano hacia abajo, cogió la de Earl y la apretó fuertemente—. Nadie pudo haberse portado mejor, nadie en el mundo.

—Hay cosas que las pude hacer muy bien —Earl dejó descansar la mejilla sobre el frío suelo. Agarró la mano de Ingram—. Nunca podremos ir a aquel partido de béisbol, negro. Ya nunca podremos ir.

—¡Quién necesita un maldito partido de béisbol! —exclamó Ingram con voz desgarrada—. Lo que tenemos ya es suficiente, amigo mío.

Earl oía las palabras, pero no podía responder a ellas; la luz de la habitación parecía irse apagando y finalmente quedó todo a oscuras. Entonces ya no había blanco o negro, nada más que una especie de paz, y eso fue lo último que conoció Earl antes de morir…

Ingram contemplaba impotente los ojos vidriosos de Earl, sin sentir los sollozos que le sacudían el cuerpo, sin sentir nada más que una impresión de pérdida irreparable.

Sonaron unas voces a su alrededor y el suelo tembló bajo las pisadas de unas botas. Unas manos le asieron, sin miramiento al principio, luego más delicadamente al desplomarse su cuerpo sobre el sofá.

Alguien dijo:

—También parece que vaya a morirse.

Ingram oyó otra voz:

—La mujer no está aquí. Que vaya alguien a ver si la encuentra. No puede andar lejos.

El viejo hablaba con alguien con voz chillona, y poco después oyó Ingram que Huesoloco decía:

—El muchacho de color tenía buenos modales, se lo aseguro. Era muy educado. Pero la mujer era un diablo. Destructiva y mala. Sin embargo, al viejo le gustaba. Siempre le han gustado los pendones. Solía decir que yo era demasiado señora. Que esperaba un tratamiento demasiado fino. Decía que nunca se había atrevido a ponerme una mano encima. Que temía que…

—Está bien, señora —dijo alguien sosegadamente—. Ya no hay motivos para preocuparse. Siéntese y descanse.

Un motorista, vistiendo el uniforme azul de la policía estatal, miraba con curiosidad los ojos llenos de lágrimas de Ingram.

—¿Por qué te has echado a llorar? No estás herido.

—No importa —le interrumpió una voz que Ingram reconoció como la del corpulento sheriff de Crossroads—. Déjele estar.

La autoridad que emanaba de la voz del sheriff no dejaba lugar a dudas; el motorista se alejó encogiéndose de hombros, y entonces Ingram pudo llorar en paz.

Después se lo llevaron en una camilla. Había cesado de llover, pero las gotas que caían de los árboles se mezclaron con la sangre y las lágrimas que bañaban su cara. Muy arriba vio una sola estrella que brillaba en el cielo. Todo estaba oscuro menos la estrella, pensó. En su mente había una oscuridad hecha de dolor, pena y soledad, pero a través de todo ello el recuerdo de Earl brillaba con radiante fulgor. «Sin lo uno, no es posible tener lo otro», pensó, dándose cuenta lentamente de esta verdad. Sin la negrura, no habría estrellas. Entonces, valía la pena. Costase lo que costase, valía realmente la pena…

La carretera que conducía a Crossroads era una cinta mojada que brillaba bajo la luz de los faros del potente automóvil del sheriff. Kelly iba sentado a su lado, fumando y pensando, con una expresión de inquietud en su semblante.

Los dos hombres estaban serios; no comprendían lo que habían visto aquella noche, pero eran lo suficientemente honrados como para respetarlo.

—Él regresó para buscarle —dijo finalmente el sheriff, formulando con palabras lo que en realidad no entendían—. Diez segundos más, y habríamos actuado. Pero oímos que llegaba y le dejamos que cayera en nuestros brazos. Es curioso que regresase, ¿verdad?

—Apostaría un dólar a que no deseaba hacerlo —dijo Kelly, moviendo la cabeza—. Estoy seguro de ello.

Estuvieron callados a lo largo de otro kilómetro, más o menos, y entonces el sheriff dio un suspiro y decidió renunciar a descifrar el enigma.

—Nos espera un arduo trabajo. Pero ¿qué le parece si vamos a mi casa a tomar un café cuando hayamos terminado? Nancy nos estará esperando, supongo.

—¿Está usted seguro de que no es demasiado tarde? ¿Está seguro de que a ella no le importará?

El sheriff no era hombre de guiños y golpecitos con el codo en las costillas.

—Estoy seguro —dijo tranquilamente.

—Muy bien, entonces. Gracias.

El sheriff frenó cuando se aproximaban a la calle principal, aminorando la marcha al entrar en la apacible ciudad. Todo aparecía tranquilo y ordenado ante sus ojos vigilantes; la calle y las aceras brillaban suavemente en la noche y solo un gato extraviado avanzaba cauteloso a través de las inocentes sombras. Todo estaba en orden. «Todo», pensaba.