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A LAS CUATRO Y MEDIA sonó el teléfono de la mesa escritorio del sheriff. Este levantó el auricular y dijo, sin indicio alguno de esperanza:
—Aquí el sheriff Burns.
La llamada era para Kelly. El sheriff le pasó el teléfono y Kelly escuchó unos segundos y luego dijo:
—Está bien, Smitty —Se encogió de hombros al volver a dejar el auricular en su sitio—. Es el último informe de West Grove. Allí no hay clientes que compren bálsamo del Perú.
Kelly movió la cabeza. Bálsamo del Perú. Empezaba a disgustarle el sonido de estas palabras. Durante la hora anterior había habido unas setenta llamadas de agentes del FBI, todas las cuales contenían esencialmente el mismo mensaje: no había suerte. Todos los médicos y farmacéuticos de Crossroads y sus proximidades estaban buscando en sus ficheros y en su memoria, clientes que hubiesen utilizado bálsamo del Perú, pero hasta aquel momento, la búsqueda había resultado infructuosa.
Kelly levantó los ojos hacia el círculo negro que el sheriff había trazado con lápiz alrededor del área sudoeste de Crossroads. ¿Seguirían aquellos hombres atrapados? ¿O tal vez en aquellos momentos empezaban a salir de su escondrijo?
Tenían que enfrentarse a un delicado problema logístico, pensó Kelly. Earl Slater, Lorraine Wilson e Ingram, el negro… ¿estarían todavía juntos? ¿O separados? Ambas posibilidades encerraban peligro.
Si estaban juntos, llamarían la atención, de modo que probablemente se separarían. Kelly apostó un dólar consigo mismo a que la pareja blanca abandonaría al negro, y que el negro sería un testigo ansioso y colérico contra la pareja. «Está bien —pensó—, un dólar…». Sin embargo, cogerles no sería una operación rápida. La policía tenía identificados los dos coches, el sedán y la furgoneta, pero a los fugitivos les sería fácil detener a un automovilista y apoderarse de su vehículo y de su documentación.
Entonces tendrían la posibilidad de burlar los controles de carretera. El tráfico, denso tanto en la red secundaria como en la principal, dificultaba la identificación de cada ocupante de cada coche. Si un policía motorizado hacía su inspección apresuradamente o movía su linterna eléctrica con algo de dejadez, los fugitivos podrían evadirse. Resultaría fácil si la mujer era una actriz bastante buena. «¿Qué ocurre, oficial? Bien, ¿creen ustedes que podemos continuar nuestro viaje seguros? Muy bien, muchísimas gracias…». Y seguirían su camino.
El teléfono sonó varias veces durante los minutos siguientes, pero todos los informes eran negativos; ningún médico o farmacéutico sabía de cliente alguno que utilizase aquella anticuada medicina.
—Tal vez todo resulte infructuoso —dijo el sheriff con aire un poco cansado—. Con las sulfamidas y la penicilina, ¿por qué habría alguien de molestarse en tomar un curalotodo pasado de moda?
—Pero alguien lo consume —objetó Kelly—. A menos que el doctor Taylor esté equivocado, alguien lo usaba en aquella casa.
—Podría ser un tarro antiguo, comprado hace una docena de años.
—Tal vez, pero todavía falta el informe de algunos agentes. Tal vez el próximo…
—Tal vez —El sheriff tamborileó con sus grandes dedos sobre el tablero de la mesa—. Tal vez.
La espera resultaba frustrante. Estaban listos para entrar rápidamente en acción, preparados para cualquier contingencia; seis de los hombres de Kelly se hallaban apostados en cuarteles provisionales en la oficina de correos de Crossroads, y agentes del estado en coches patrulla esperaban en encrucijadas estratégicas por todo el valle. Cuando llegase el momento, docenas de hombres experimentados estarían dispuestos a echar mano de fusiles antidisturbios, walkie-talkies, gases lacrimógenos, linternas… dispuestos a entrar en acción en cuestión de segundos.
Pero el momento no llegaba, y todos ellos debían limitarse a esperar.
Hubo una tregua ocasional procurada por el funcionamiento regular de la oficina: una vez un hombre fue al mostrador para llenar el formulario de una licencia para perros y un poco más tarde una mujer vestida de amazona se presentó para informar de un pequeño accidente ocurrido en la calle principal: había abollado el guardabarros de un coche aparcado y no podía localizar al propietario. ¿Qué debía hacer?
—Deme la matrícula y por la mañana puede usted llenar los formularios —le dijo el sheriff.
—Ha sido enteramente por mi culpa —admitió sonriendo la mujer—. Creo que me figuraba que aún iba montada en un caballo.
—No se preocupe por eso, señora Harris.
El sheriff la siguió con la mirada mientras se alejaba del mostrador, examinando con aire pensativo sus negras botas de montar. Finalmente, exclamó: «¡Maldición!», en una explosión de voz, y volvió rápidamente a su mesa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kelly poniéndose en pie y advirtiendo la excitación en la cara del sheriff.
—Caballos, eso es. Soy un estúpido, Kelly. El bálsamo del Perú se administraba a hombres y animales. ¿No se lo había dicho? Perros, gatos, caballos… Mi padre siempre tenía un tarro en el establo para las llagas causadas por los arneses.
—No comprendo —confesó Kelly, mientras el sheriff alargaba rápidamente la mano para coger el teléfono.
—Veterinarios. Ahora es más probable que sean los veterinarios quienes dispensen ese remedio, y no los farmacéuticos. ¿Por qué demonios no había pensado en eso? Solo hay dos veterinarios en la zona: el doctor Gawthrop y el doctor Radebaugh.
Alguien respondió a su llamada, y él dijo:
—¿Jim? Soy el sheriff Burns. Estamos realizando una investigación. ¿Todavía tienes en tu almacén aquel curalotodo llamado bálsamo del Perú? Bien, ya me figuraba que lo tendrías. Lo que quiero saber es lo siguiente: tú debes recibir llamadas de todas partes, de los alrededores. Veamos…
El sheriff levantó los ojos hacia el área del mapa rodeada por un círculo.
—Bien, digamos en torno de Landenburg. O de East End. Probablemente alguien que no tiene animales…, alguien que lo utiliza para sí mismo o para la familia… ¿Puedes informarme?
La mano del sheriff apretó fuertemente el receptor del teléfono.
—¿Puedes repetirme ese nombre?
Kelly cogió el otro teléfono y marcó el número de su cuartel general de la oficina de correos.
Cuando oyó que le respondía una voz desde el otro lado, dijo:
—Aquí, Kelly, espere un momento.
El sheriff colgó de golpe y alargó la mano para coger el sombrero.
—Un viejo llamado Carpenter. Vive solo con una mujer, que está un poco loca, en el bosque que hay detrás de Emeryville. Conozco el lugar. Sería mejor que le dijese usted a sus hombres que se reunieran con nosotros en West Grove, a nueve kilómetros al sur de la carretera federal. Yo avisaré a la policía del estado.
Kelly asintió con la cabeza y apartó la mano del microteléfono.
—Muy bien —dijo lentamente—. Hacia West Grove. Eso está a nueve kilómetros al sur de la federal… Sí, todo el mundo. De prisa.