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UNA VEZ EN SU apartamento, Earl encendió las luces y el televisor y luego se puso a caminar de un lado para otro durante un instante, frotándose las manos lentamente. «Bien; al infierno con ello», pensó. Es todo cuanto se puede decir en algunas ocasiones: al infierno con ello. No sabía por qué las cosas le salían mal, pero atormentarse no servía de nada; al menos eso lo comprendía.

Encogiéndose de hombros, se sentó en el diván, encendió un pitillo y puso los pies encima de la mesita de tomar café. El apartamento, como de costumbre, estaba limpio como una patena; Lorraine lo dejaba todo aseado antes de ir al trabajo. Arrimado a una de las paredes había un pequeño bar blanco, decorado con recetas de bebidas escritas en curvas letras negras, y con vasos de cóctel en estanterías de mimbre en la parte superior. Una mesita para café y una otomana estaban colocados frente al televisor durante el día, pero por la noche se apartaban para dejar espacio a su sofá-cama. Lorraine había instalado sobre su lado de la cama una lamparita a fin de trabajar por la noche en sus cuentas e informes, lo cual era una solución de compromiso en favor de Earl, a quien le gustaba mirar hasta última hora la televisión, en la semioscuridad. Pasaban muchas veladas así: Lorraine con la cara brillante untada de crema y Earl fumando y viendo las viejas películas que centelleaban en la pantalla.

Ahora, al iluminarse el receptor, Earl se sentó, a la expectativa; le gustaban los programas infantiles que daban a aquella hora. Las locas piruetas de las figuritas animadas generalmente le hacían salir de una depresión que se instalaba en él al aproximarse la noche; por alguna razón le disgustaba la visión de la oscuridad presionando contra las ventanas. Las luces de las casas vecinas y las siluetas de la gente que se proyectaban contra las cortinas corridas le llenaban de una sensación de inquietante y amarga soledad.

Generalmente los dibujos animados constituían un antídoto contra este estado de ánimo. Sentía una gran simpatía por el que presentaba el espectáculo, un hombre con aspecto de adolescente, llamado Danny Doodle. A Earl el programa generalmente le hacía reír mucho, pero aquella noche era distinto; en su mente había como un negro parche de ansiedad que se negaba a desaparecer por efecto de las alegres ocurrencias de Danny Doodle. Por último se levantó, irritado, y apagó el televisor. Al irse extendiendo la negrura sobre la pantalla, se dio cuenta de que algo parecido se estaba produciendo en su mente: la negra parcela de ansiedad en el borde de sus pensamientos iba creciendo y creciendo hasta inundar toda su conciencia. «Novak», pensaba, mientras paseaba despacio por el piso, con el cuerpo en tensión… Ese era el núcleo de toda aquella negrura. ¿Qué hacer con respecto a la oferta? ¿Cómo imaginar aquel asunto…?

No podía precisar con exactitud qué le molestaba, pero era su familiar frustración, su incapacidad para aislar y analizar sus problemas. Estaba atrapado en una red de vagos y confusos temores, y el esfuerzo por liberarse no hacía más que tensar las ataduras; se sentía presa de gran nerviosismo al tratar de imaginar que debía enfrentarse a una decisión lógica.

No se trataba del dinero. Cincuenta mil dólares. Para él era una suma abstracta, desprovista de significado. No lo necesitaba. Entonces, ¿para qué exponerse? Vivía allí a cambio de nada, atendidas todas las necesidades: ropa, comida, incluso dinero para gastar; diez pavos en el bolsillo cada lunes por la mañana. «Nunca te había ido tan bien —pensaba—. Has encontrado un hogar…». Las antiguas humillaciones del ejército le aguijoneaban. Tenía que marcharse; lo supo desde el principio. No podía vivir allí como un gato mimado. Ya era hora de que hiciese algo por Lorraine: casarse con ella, encontrar un trabajo fijo y crear un hogar como es debido. Pero no se trataba únicamente de salir de aquella situación. Era más que eso. Se trataba de volver a ser importante…

¿Por qué demonios tenía que pensar tanto en el ejército?, se preguntaba dirigiendo sus ojos hacia su retrato, uniformado, que Lorraine había colgado en la pared. El ejército no era ninguna ganga. Frunció el entrecejo al contemplar la fotografía, una instantánea que le había hecho un compañero suyo, cerca de Amberes. No había cambiado mucho con los años. El mismo peso, la misma figura. A Lorraine le gustaba aquella foto, se imaginaba Earl; de no ser así, no se habría gastado dieciocho dólares en un marco de plata de fantasía. Era curioso lo que le sucedía a Lorraine con el dinero: se quejaba de una pequeña factura por algo, y luego iba y se gastaba diez o doce pavos para cenar y unas cuantas bebidas en algún restaurante de lujo un sábado por la noche.

Earl entró en la cocina y miró el reloj de pared. No tardaría mucho en llegar. A menos que ocurriese algo, naturalmente. Había que confiar en que al señor Poole no se le ocurriese alguna idea. Poole, el dueño, trataba el establecimiento con verdadero mimo, fisgoneando por todas partes como si temiera dejar algo desatendido, preocupándose de por qué el bocadillo de atún se vendía poco y de quién se había olvidado de poner la nueva minuta… Earl sonreía para sus adentros al pensar en el modo como Lorraine imitaba a veces el modo de hablar y de hacer de Poole.

Por si acaso Lorraine llegaba pronto, Earl empezó a preparar la cena, sacando de la nevera tres chuletas de cerdo y pelando luego media docena de patatas y poniéndolas en una cacerola con agua salada. Ella traería lo necesario para la ensalada. Los ingredientes de la ensalada se encontraban en su sección del establecimiento. Siempre estaba hablando de lo que había adquirido de los folletos de promoción enviados al establecimiento por los productores de alimentos. «Es el mejor alimento que existe para tu cabello y para tu cutis», le decía a Earl frecuentemente. Pero a él le parecía que lo mejor era la carne de conejo.

Cuando lo hubo preparado todo para la cena, tomó una larga ducha, dejando que el agua corriera por sus hombros y bajase por todo su esbelto cuerpo. Mientras se secaba, contemplaba con mirada crítica sus brazos y su cintura: todavía en buena forma, pensó, aunque su único ejercicio era bajar corriendo a la esquina a comprar algo para preparar bocadillos y tomárselos a última hora con una cerveza. No parecía mucho mayor que el joven soldado del bar, decidió. Con el agua reluciendo en su áspero pelo negro y los ojos oscuros que brillaban en su cara bronceada, podía pasar por un muchacho de unos veinticinco años, quizá. Se le habría podido tomar por un atleta… Su cuerpo era moreno y duro, con unos músculos flexibles y engañosamente planos. La herida de bala de su hombro y la cicatriz de una granada en su pierna se habían ido borrando con los años; por un tiempo habían sido ostentosamente visibles, pero ahora casi se habían perdido en la carne circundante.

Se puso un pantalón caqui descolorido y recobró su estado de ánimo alegre y confiado; aun contando con los retrasos, Lorraine ya no tardaría. Con una bebida y un cigarrillo, se tendió en el diván, saboreando la limpieza de sus desnudos brazos y hombros y los placeres del alcohol y de la nicotina. Pero a medida que iban transcurriendo los minutos, empezaba a inquietarse. «¡Dichoso Poole!», pensó, furioso.

Se levantó y miró el reloj de pared, intentando disipar el temor y la preocupación que iban surgiendo en su interior. Eran las nueve y media y ella se retrasaba. Pasaban ya de las diez cuando oyó el sonido de su llave en la cerradura, y para entonces su estado de ánimo ya había descendido a un nivel de amarga indiferencia.

Cuando ella entró, él la miró y dijo:

—¿Qué demonios te ha entretenido? Ya son más de las diez, ¿no te das cuenta?

—Lo sé, lo sé —dijo la joven, casi sin aliento. Le dio un rápido abrazo y se apresuró a entrar en la cocina, sin molestarse en quitarse la chaqueta—. Todo el día ha sido un continuo ajetreo. Inspectores de la casa central metiendo la nariz en todas partes, una trifulca con Eddie por no atender bien a los clientes, y luego una sesión con Poole sobre las minutas del viernes.

Sus ojos se movían por la cocina mientras hablaba, comprobando las chuletas de cerdo, las dos bien dispuestas bandejas, la cacerola llena de patatas peladas.

—Debes de estar muerto de hambre, cariño.

—Podía haber comido, si hubiese querido —dijo Earl, volviendo al pequeño bar a poner en su vaso otra cantidad de alcohol—. Yo también he tenido un día muy ocupado, ¿sabes?

Lorraine se volvió y le miró un instante en silencio, con los ojos muy abiertos.

—Estoy segura de ello —dijo, con voz que procuraba ser amable—. ¿Qué quería el señor Novak?

—¿Novak? —Earl se encogió de hombros aparentando indiferencia—. Tiene un trabajo para mí, eso es todo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Bueno, solo hablamos de cosas en términos generales. Supongo que podríamos llamarlo algo así como «tanteándonos mutuamente».

Lorraine avanzó un paso hacia él, llevándose una mano hacia su garganta.

—Earl —dijo, mirándole fijamente al rostro con ansiedad—. Novak… es un amigo de Lefty Bowers, ¿verdad?

—Ya te lo dije esta mañana.

—Y tú conociste a Bowers en la cárcel, ¿no es así?

—Mira, hazme el favor de cortar esa monserga de fiscal del distrito —dijo Earl, esbozando una sonrisa—. Sí conocí a Bowers en la cárcel. Él habló a Novak sobre mí. Eso es todo.

Se encogió de hombros y tomó un sorbo de su bebida.

—Así es como funcionan las cosas algunas veces —añadió—. Ya sabes, contactos y todo eso: un individuo dice algo en favor de un amigo. Es la manera como opera el mundo de los negocios.

—¿Qué quería de ti el señor Novak? ¿Por qué te llamó?

—Lory, te estás preocupando por nada. Ya te lo he dicho, me ha ofrecido un trabajo. Si lo aceptase, te contaría todo lo referente a él, naturalmente. Pero lo estoy pensando. De modo que no hay nada de qué hablar.

Ella volvió la cabeza, suspirando.

—¿Querrías prepararme algo de beber?

—Vamos, anímate. ¿Qué quieres?

—Algo con hielo. Con un poco de agua —Lorraine volvió a suspirar, pero esta vez sonrió levemente—. Es bonito estar en casa, de todos modos. Voy a refrescarme un poco mientras tú preparas las bebidas. Podemos hablar de todo después de cenar.

—Claro, de eso se trata.

Lorraine se apresuró a ir al cuarto de baño, pero llamó desde este:

—¡Earl! ¿Fuiste a la tintorería a recoger mi traje gris? Te dejé una nota encima del televisor.

Earl miró hacia el aparato: allí estaba aún la nota, apoyada en una caja de cigarrillos.

—No la vi. Lo siento.

—¡Qué lástima! Bueno, ya habrá tiempo por la mañana.

El cuarto de baño se cerró sobre la última frase y empezó a correr el agua de la ducha. Earl se encogió de hombros y se dispuso a preparar la bebida para Lorraine. Ella siempre tenía algo de qué preocuparse, pensó. Había una sensación de urgencia en todo lo que ella hacía, una especie de alta tensión física que la llenaba de una fogosa excitación. Eso fue lo que le atrajo de ella al principio, la razón que le indujo a iniciar una conversación en el establecimiento donde ella trabajaba… ¿Cuándo fue? Un año antes, más o menos. La joven tenía un aspecto corriente, con una cara ancha y pálida y una cabellera negra, hasta los hombros, pero su cuerpo vibrante y flexible había sido un verdadero reto para Earl. Él se propuso conocer directa e íntimamente sus tensiones, calmar sus apetencias y saciar en ella sus propias necesidades.

Estaba dispuesto a encontrarse con una explosión; tal era la apariencia de la muchacha, como si buscase desesperadamente algo o alguien que la estimulase. Sin embargo, Earl aprendió que ella jamás alcanzaba cotas muy elevadas de emoción. La trémula excitación que la invadía no se manifestaba en hechos, pero parecía alimentarse de cualquier cosa que sucediera a su alrededor.

Cuando la joven salió del cuarto de baño, probó su bebida y, frunciendo el entrecejo, observó:

—Esto parece muy fuerte. ¿No le has puesto agua?

—Un poco.

—Parece fuerte. A propósito, nos hace falta algo de whisky. He visto hoy un bourbon que parece muy bueno, de seis años, y vale cuatro dólares y nueve centavos la botella de tres cuartos. Está bien, ¿no?

—No puede estar mal a ese precio.

—Mañana compraré un par de botellas.

Lorraine se había puesto un pantalón y un jersey de cachemir azul y había peinado hacia atrás sus largos cabellos, recogiéndolos en una cola de caballo; bajo la luz tenue y vacilante podía pasar por una muchacha.

—¿Quieres algo de queso o unas galletas? —preguntó—. Las patatas aún tardarán un rato en hervir.

—No, estoy bien así.

Lorraine le hablaba mientras trasteaba en la cocina.

—¿Te has enterado de lo de aquellos estudiantes y del accidente de coche? No puedo imaginar por qué se conceden permisos de conducir a lunáticos así. Dos de ellos resultaron muertos, el padre de uno de los muchachos es presidente de la compañía de embalajes Atlas. Supongo que su dinero no le servirá de consuelo esta noche.

—Supongo que no —dijo Earl.

Earl se tendió en el sofá, mientras Lory pasaba de un tema a otro y su voz no tenía para él más importancia que el sonido de los utensilios de la cocina y el chisporroteo del aceite al calentarse en la sartén. Finalmente, volvió al cuarto de estar con su bebida y se sentó al lado de él en el sofá. Él tenía los ojos fijos en el techo, pensando en sus propios problemas; apenas era consciente de la ligera presión de los labios de ella contra su costado.

Lorraine pasaba despacio la palma de su mano sobre el desnudo pecho de él.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Estoy perfectamente.

—¿Cómo está tu bebida?

—Muy bien. Todo está bien, Lory.

Earl vio que ella estaba muy tensa, latía un pulso en su garganta y las manos se movían inseguras al encender un cigarrillo.

—Cuéntame lo que quería Novak —dijo de pronto—. Por favor, dímelo, Earl. Por favor. No está bien que me tengas preocupada de este modo.

—¡Si no hay nada que contar! —protestó él, con voz que delataba su irritación—. Me ofreció un trabajo. No sé si aceptaré tomar parte en ello. De modo que tranquilízate, por Dios te lo pido.

—Es algo poco limpio, ¿verdad? De lo contrario, no te comportarías de este modo —Lorraine movió rápidamente la cabeza y se leía el temor en el brillo de sus ojos—. No me hagas eso a mí, Earl, por favor. Tengo la impresión de que te estás buscando problemas. Es como si me aplastase un peso que casi no me deja respirar. No me permite pensar en ninguna otra cosa.

—Excepto la minuta del viernes y el mal comportamiento de Eddie con los clientes —observó Earl con impaciencia—. Deja de preocuparte, Lory. Esto no puede perjudicarte, resultase lo que resultase. No hay motivo alguno para que debas preocuparte.

Lory le miró un instante en silencio y luego se levantó y se fue a la cocina. Earl la oyó retirar la sartén del hornillo y desconectar el quemador. Cuando regresó y apagó las luces del cuarto de estar, él conoció por el sonido de sus pasos que se había quitado las zapatillas.

—¿Cómo puedes decirme eso? —le reprochó la joven con voz temblorosa, y cuando se acurrucó a su lado, él sintió que con las lágrimas le humedecía sus hombros desnudos—. Me moriría si te ocurriese algo, ¿no lo sabías?

—Sí, claro, Lory —dijo él, suspirando—. Claro que sí.

—No necesitamos nada de nadie —prosiguió Lorraine—. Tenemos cuanto necesitamos: una casa solo para ti y para mí. No hagas lo que quiere Novak, Earl. ¡Prométemelo, Earl! —decía, susurrando las palabras contra el pecho de él, pero en su suave voz había un hilo de enérgica y desesperada resolución—. ¿Quieres prometérmelo, Earl?

Earl sentía un débil deseo de ella. La oscuridad, el whisky y la suave fragancia del cuerpo de la joven le envolvían cálidamente, excitándole, empujándole a olvidarse de Novak y de todo menos del placer fácil y conveniente que ella le estaba ofreciendo. Pero la necesidad de él no bastaba para contrarrestar la irritación que sentía. Le constaba que ella utilizaba su cuerpo como parte de las cerraduras y barras de la pequeña prisión en la que le retenía. Olvidar a Novak, olvidarlo todo y sumirse en el olvido con ella…, eso era todo cuanto ella quería. Pero él tampoco era capaz de encolerizarse realmente contra Lorraine, pues comprendía sus necesidades y experimentaba hacia ella una piedad mezclada con la exasperación.

—Creo que voy a prepararme otro trago —dijo Earl.

Los dedos de Lorraine dejaron de moverse sobre el pecho de él. Por un instante se quedó en silencio, respirando lentamente. Luego propuso:

—¿Me preparas otro para mí?

Earl se incorporó y luego se levantó del sofá, sintiéndose culpable, pero al mismo tiempo aliviado por alejarse de las insistentes demandas del cuerpo de ella. Preparó dos bebidas, luego encendió la lámpara situada al pie del sofá y se puso a buscar cigarrillos. Había un paquete en su bolsillo, pero necesitaba un pretexto para encender las luces.

—Encontrarás cigarrillos en la mesita del café —dijo Lorraine.

—Oh, sí. Gracias.

Lorraine se estiró con los brazos por encima de la cabeza. La postura aplanó su estómago y levantó sus pechos en forma de pequeños y agudos conos bajo su jersey azul. Sonrió mirándole a él, con ojos dulces y serenos.

—Esa luz es demasiado fuerte.

Earl se sentó en el sillón frente al televisor y encendió un cigarrillo. No quería estar con ella y habría preferido que le dejase tranquilo. Hacía tiempo que no la deseaba, pensó, con un movimiento de ira. Él era allí como una especie de caballo, haciendo simplemente un trabajo.

—Empiezo a tener hambre. ¿No te parece que sería mejor que empezásemos a cenar?

—Muy bien —dijo Lorraine.

Fue a la cocina y encendió la luz. Earl intentó pensar algo que pudiera decirle, capaz de alejar de su mente sus heridos sentimientos.

—¿Qué te parecen estas chuletas de cerdo? Le conté a Meyers lo que tú dijiste sobre las que me dio la semana pasada.

—Están muy bien.

El entusiasmo que sonaba en la voz de ella era auténtico; estaba examinando las chuletas con una mezcla de crítica y complacencia.

—Hay en ellas la cantidad precisa de grasa y son más gruesas que la otra vez.

Volvió a poner la sartén sobre el hornillo y añadió:

—Ya verás la diferencia.

Earl movió la cabeza y tomó un sorbo de su vaso. Lorraine encendió el fuego, introdujo los pies en las zapatillas y volvió al cuarto de estar con su bebida. Por espacio de unos segundos permaneció de pie, bajando los ojos hacia él y analizando la expresión preocupada de su semblante.

—Cariño, escúchame. ¿Querrás prestarme atención sin sulfurarte?

—Desde luego. No soy ningún perro salvaje al que debas tratar con excesiva precaución. Puedo escuchar. ¿Qué quieres que diga?

Lorraine se arrodilló junto a él y apretó una de sus manos fuertemente contra su pecho.

—Tú sabes que te amo, Earl; ¿verdad que lo sabes?

—Desde luego, cariño.

Se sentía atrapado, pero la posición de humildad, casi suplicante, de ella le causaba una extraña constricción en la garganta. Tocó de un modo torpe los suaves cabellos de la joven.

—Sí, Lory, lo sé. Es… es importante para mí.

—Sabes que no te mentiría, que no te diría nada que no fuese por tu propio bien. ¿No lo sabías?

—Claro, claro, lo sé.

Lorraine le cogió más fuertemente la mano, mirándole fijamente con ojos ansiosos.

—Si haces algo que no está bien, todo aquello que significamos el uno para el otro quedará destruido. Porque una vez empieces, ya no harás nada como es debido. Y más tarde o más temprano te cogerán.

—No con Novak dirigiendo las cosas —rebatió él, sintiendo que una repentina lealtad hacia Novak tomaba asiento en su interior—. Es un hombre listo, Lory. Todo cuanto yo debo hacer es cumplir órdenes. Y este trabajo es tan importante, que nunca necesitaré nada más.

—¿Qué es? —preguntó ella, con voz débil y temblorosa—. Por Dios, ¿qué quiere que hagas, Earl? ¿Por qué te escogió a ti? ¿Por qué no tenía que dejarte tranquilo?

—Mira, él me está ofreciendo una oportunidad; me gustaría que quisieras considerarlo de este modo. Pudo haber escogido a media docena de otros individuos. Es muy inteligente. Pero me escogió a mí —Earl señaló con el pulgar su propio pecho—. A mí, que no soy nada, a un tío que ni siquiera tiene un trabajo. Y él me está dando una oportunidad. Mientras que tú solo sabes lloriquear compadeciéndote. Yo no soy nada, ¿entiendes?

Las palabras salían de su boca impetuosas, amargas. Apartó bruscamente su mano de la de ella y empezó a caminar de un lado a otro, hinchándosele el pecho a causa de la cólera y la frustración, que parecían buscar una salida.

—Crecí en una chabola, en un sucio campo de ciento veinte áreas. ¿Te dice eso algo? Vivíamos como negros, al lado mismo de ellos, en la misma especie de chabola, comiendo la misma bazofia y vistiendo los mismos harapos. Y mi viejo me ataba y me apaleaba como a un perro si me veía jugar con ellos, cuando yo era un niño y no sabía lo que hacía.

Agitaba los puños delante de la cara de ella, pálida y aterrada, furioso por la necesidad de hacerle comprender lo que decía.

—¿Eres capaz de imaginarlo? ¿Puedes entenderlo? No había nada, ni retrete, ni muebles; nada en absoluto. De ahí es de donde procedo, Lory.

Se frotaba la frente, sintiendo el seco y amargo sabor de la vergüenza en la boca.

—Eso es lo que yo era, Lory. Déjame que te diga una cosa. Una vez vi una armónica en un catálogo. Costaba noventa y cinco centavos. Decidí que tenía que llegar a poseer aquella armónica. Nada me detendría. Estuve ahorrando dos años. ¿Y sabes cuánto logré aproximarme? Llegué a tener cincuenta y dos centavos. Fue lo único que conseguí, Lory.

Dejó caer sus grandes manos a sus costados.

—Cincuenta y dos centavos. No pude tener la armónica, Lory.

—Pero muchísimas personas han tenido un comienzo difícil —dijo la joven con voz insegura; se sentía confusa por la intensidad y la vehemencia de Earl—. Yo misma ni siquiera pude terminar la escuela superior, ¿sabes?

—Claro, tú también lo tuviste difícil —admitió Earl con tristeza—. Todo el mundo, supongo. Pero yo tal vez lo tuve difícil de una manera especial. Mentí acerca de mi edad para poder ingresar en el ejército; bueno, habría podido mentir para que me admitiesen en el infierno. Cualquier cosa era mejor que aquella chabola.

—Ahora ya todo ha pasado. Si te establecieses en un trabajo fijo… podrías ser lo que quisieras.

—¿Con mis antecedentes? ¡Sí que les gusta eso a los amos! Empiezan a sudar si te ven a cinco palmos de la caja —Dio un puñetazo contra la palma de la otra mano—. Dos temporadas de cárcel por nada. Si voy otra vez allá, va a ser por algo, te lo prometo.

—Muchas empresas te darían una oportunidad. Pero tú te obstinas en no permitírselo, eso es todo.

—Sí, sí —dijo Earl burlonamente, y su cólera se convirtió en desdén al darse cuenta de que no conseguía que ella comprendiese—. ¿Por qué demonios debería yo dejar que fisgoneasen en mi vida? ¿Te gustaría que alguno de esos tipejos repugnantes te mirase arrugando la nariz mientras tú le decías: «Sí, señor, he sido un muchacho malo, pero me enseñaron mi lección y puede usted tirarme de las orejas si vuelvo a las andadas»? —Cortó el aire con la mano, impacientemente, y añadió—: ¡No, Lory, no! Yo no puedo tragarme esas cosas así como así.

—Tú solo piensas en ti —le reprochó Lorraine, rompiendo a llorar—. No piensas en mí.

—¡Oh, por Dios! —murmuró él, mesándose los cabellos con ambas manos—. Olvidemos eso. Olvidémoslo, en el nombre de Dios.

Lorraine se puso rápidamente en pie, secándose las lágrimas con el dorso de sus manos.

—No podemos olvidarlo, Earl. Escúchame, haz el favor de escucharme solo un minuto más.

Le rodeó con los brazos, y cuando él intentaba librarse del abrazo, la presión del cuerpo de ella sobre el de él se reforzó todavía más.

—Marchémonos, Earl —le dijo en un desesperado susurro—. Puedo tomarme unas vacaciones en la tienda. Dos semanas enteras. ¿Recuerdas la cabaña en la que estuvimos la primavera pasada? Mañana podríamos volver. Te gustaba estar allí, ¿no es cierto, Earl? Te gustaba, lo sé.

—Sí, fue muy bonito —admitió él, hablando lentamente.

Fueron momentos muy agradables: aire puro y paseos por los bosques; un tiempo muy bueno, saludable.

—Podríamos alquilar la misma cabaña —prosiguió Lorraine sonriendo, al percibir que la tensión iba relajándose en el cuerpo de él—. Podríamos asar carne y sentarnos alrededor del fuego por la noche. ¿Te acuerdas de Tony, el muchacho del hotel, con el que tú solías partir leña? Bien; podrías verle de nuevo. Por favor, por favor, Earl. Vayámonos.

—De acuerdo, pero parece una chiquillada —dijo Earl, pasando una mano por sus cortos y negros cabellos—. Quiero decir, eso de partir sin ningún plan ni nada.

—Hagámoslo así, Earl. ¡Por favor, por favor! Hagamos las maletas y marchémonos.

—No sé… A Poole no le agradaría.

—No me importa, Poole no me preocupa. No digas nada más sobre ello. Desfalleces de hambre y yo tengo la culpa. Necesitas comer —Se echó a reír y le abrazó cariñosamente—. Eres demasiado grande y ese es tu problema.

Cuando se volvía para entrar en la cocina, sonó el timbre de la puerta y vaciló, mirando a Earl con el ceño fruncido.

—¿Quién puede ser a estas horas?

—Bueno, será mejor que lo averigües.

Lory se secó los ojos mientras se encaminaba hacia la puerta.

—¡Vaya momento de ir a molestar a la gente! —murmuró—. Seguro que se trata de algo que podría esperar hasta mañana por la mañana.

Cuando Lorraine abrió la puerta, Earl vio la rubia cabeza de Margie McMillin brillando a la débil luz del pasillo. Lanzó un suspiro y encendió un cigarrillo. Margie vivía en el piso de arriba. Lorraine se llevaba bien con ella, pero Earl solo podía soportarla a pequeñas dosis. Era buena chica, pero su continua charla le atacaba los nervios. Entró diciendo:

—Comprendo que es un mal momento para ir a molestar a alguien, pero me consta que sois un par de aves nocturnas. Sabía que estaríais levantados. Hola, Earl. ¿Cómo está mi amigo predilecto?

Miró hacia el interior de la cocina y se dio una palmada en la frente.

—¡Pero si aún no habéis cenado!

—He llegado a casa un poco tarde —dijo Lory.

Margie sonrió, mirando a Earl.

—Muchacho, si hubiera sabido que estabas aquí solo…

—Lory estaba preparando la cena —explicó Earl, esperando que ella se diera por enterada.

—Eso está muy bien —aprobó Margie—. Me gustaría que Frank llegase tarde a casa algunas noches. Así tendríamos una cena a una hora realmente avanzada, como los franceses.

Adoptó una postura para exhibir su cuerpo, maduro y macizo dentro de su pantalón y su blusa de seda blanca.

Oui? Non? ¿Qué te parece mi francés, Earl? ¿Te gusta?

Él estaba intentando dominar su exasperación.

—¿Qué te trae por aquí, Margie?

—En serio, muy en serio, queremos pedirte que nos hagas un gran favor.

—¿Yo? —preguntó Earl.

—Aún no le había dicho nada a Earl sobre ello —dijo Lorraine secamente—. Ya te llamaré por la mañana, Margie.

—Entonces se lo pediré yo misma. No muevas así la cabeza, Lorraine. Al fin y al cabo, es mi aniversario.

—Bueno, ¿a qué viene todo eso? —indagó Earl.

—Escucha un momento —Margie avanzó hacia Earl con menudos pasitos y mirándole a los ojos—. Frank ha hablado con su jefe para que le dejase libres el jueves y el viernes, porque es nuestro aniversario. Bien —y Margie levantó la mano y contó con los dedos—: con jueves y viernes y, haciendo un poco de trampa el lunes, tenemos casi cinco días completos.

—Eso parece estupendo —comentó Earl, observándola con cierta inquietud—. ¿Es que os marcháis?

—A Florida —dijo ella, fingiendo como si fuera a desmayarse—, a nadar, a tendernos sobre la arena, a bailar toda la noche… Ni siquiera puedo soportar el pensar en ello.

—Déjame que hable con Earl más tarde —dijo Lorraine—. Aún no hemos cenado.

—Me daré prisa en hablar, ¡lo prometo! —gritó Margie—. Hay un gran inconveniente, Earl. La madre de Frank tenía que bajar desde Scranton para vigilar al bebé, pero telegrafió ayer diciendo que no podría llegar hasta el sábado por la mañana. Le hablé a Lorraine de ello y ella sugirió… —Margie apuntó con el dedo hacia el pecho de Earl—. Sugirió que tú podrías ayudarnos hasta que llegase la madre de Frank.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Earl. Miró a Lorraine—. ¿Tú sabías de lo que está hablando?

—Yo solo le dije que te lo preguntaría —se defendió Lorraine humedeciéndose los labios—. No se trata de un verdadero trabajo. El niño duerme todo el día y yo me encargaría de él por la noche.

—Y Frank y yo —dijo Margie, congratulándose—, podríamos ir a Florida. Di que sí, Earl…, por favor.

Earl sonrió, inseguro. Luego miró a Lorraine y la sonrisa se desvaneció y una pequeña arruga se formó entre sus ojos.

—Tú te imaginabas que yo podría hacerles de niñera, ¿eh? Es eso, ¿verdad?

—Yo le dije que te lo preguntaría. Se encuentran realmente en un apuro —explicó sonriendo, pero en un tono que revelaba ansiedad—. No te causaría molestias; de veras que no. Tommy es un angelito.

—Sí, la mitad del tiempo no te enterarías de que está ahí —corroboró Margie—. Podría darte todos los detalles sobre el modo de… —Lanzó una rápida mirada hacia Lorraine—. Bien, voy a dejar que habléis sobre ello. Quizá habría debido dejar que Lory te preparase para la sorpresa. Frank dice… —El aspecto que ofrecía el semblante de Earl la hizo esbozar una sonrisa angustiosa—. Él dice que yo meto la pata donde los ángeles temerían poner los pies.

—Es una manera muy bonita de expresar la idea —aprobó Earl—. No sé por qué tu marido conduce un camión, cuando es capaz de pensar cosas tan agudas como esa. ¿Por qué no busca un empleo de guionista de televisión?

—Bien —dijo Margie, mientras se le subían los colores a la cara—, se lo diré; es una buena idea.

—¡Ya está bien, haced el favor de callaros los dos! —terció Lorraine.

—¿Qué tiene de malo conducir un camión? —protestó Margie—. Es un destino mejor que estar sentado sin hacer nada, para que te enteres.

—Tienes razón —convino Earl—, muchísima razón.

—Lo siento, Earl, no tenía intención de ser impertinente. Lo siento —Retrocedió hacia la puerta, tratando de sonreír mientras miraba el semblante encolerizado de Earl—. Yo solo pensaba pediros un favor, porque estamos en un apuro, como ha dicho Lorraine. Ahora tengo que subir a casa. Frank me estaba preparando una cerveza. Buenas noches a los dos.

Cuando la puerta estuvo cerrada, Lorraine se apresuró a decir:

—No había motivo para que te pusieras así; son amigos nuestros. No puedes reprocharles que nos pidan un favor.

Él se la quedó mirando con ojos fríos, furiosos.

—Esa es la idea que tú tienes de mí, ¿verdad? ¿Que me va bien el papel de niñera?

—No, Earl, no. Pero son vecinos, al fin y al cabo, y… Pero ¿adónde vas?

Earl se dirigió hacia el armario, cubrió con un jersey sus hombros desnudos y luego se puso su abrigo negro.

—Tengo un trabajo, para que lo sepas. No estoy disponible para hacer de niñera.

—No, Earl, no dejaré que lo hagas.

Earl se volvió hacia ella. Su ira constituía un firme y poderoso soporte de la decisión que había tomado.

—Búscate otro muchacho de los recados —Cogió la nota de encima del televisor y se la tiró a los pies—. ¿Quieres tu vestido gris que está en la tintorería? Pues ve a recogerlo tú misma —Su voz temblaba a causa del enfado que se apoderaba de él—. ¿Quieres las patatas peladas? Pues te las pelas tú sólita. ¿Quieres una niñera para el crío de McMillin? Encárgate tú de ello, pero no cuentes conmigo, Lory.

Estaba tan alterado, que la voz le salía quebrada, como un niño que, haciendo un gran esfuerzo, consigue contener el llanto.

—¿Qué quieres de mí? Eso es lo que quiero saber. ¿Quieres que vaya por las calles sin encontrar siquiera un bar en el que poder meterme? ¿Un bar en el que fuese bien recibido, como los otros individuos? ¿Quieres que le sonría a esa putilla de arriba y le cambie los pañales al crío mientras ella se va a Florida con el estúpido de su marido? ¿Es eso lo que quieres? —Su voz alcanzó un tono de furia—. ¿Es eso, Lory? ¿Quieres humillarme y dejarme convertido en nada? ¿En nada de nada?

—Solo quiero que estés conmigo —respondió Lorraine, moviendo la cabeza, angustiada—. Eso es todo, Earl, te lo juro.

—Tú no sabes lo que quieres —replicó Earl, con la respiración jadeante—. No te conoces a ti misma, Lory. Pero yo no soy como tú imaginas y sé perfectamente lo que he de hacer.

Cerró de golpe la puerta tras él al salir, y el portazo resonó arriba y abajo de la escalera de la vieja casa. Lorraine se quedó en medio de la estancia con las manos fuertemente apretadas contra la boca, mirando fijamente, con ojos asustados, aquella puerta cerrada. Por último, dejó caer los brazos a sus costados. Al cabo de un rato, entró despacio en la cocina y puso una chuleta de cerdo en la humeante cacerola.