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A LAS OCHO, los últimos clientes salieron del banco. El guarda, un hombre corpulento ya entrado en años, dio sonriendo las buenas noches a cada uno de ellos antes de volver a entrar y cerrar las grandes puertas dobles contra el viento y la oscuridad de la calle.
Las luces de las tiendas de la calle principal fueron apagándose una tras otra, y el río de compradores se evaporó rápidamente de las relucientes aceras. Había cesado de llover, pero el viento azotaba las fachadas de los edificios, reverberando contra los recipientes metálicos de basura y produciendo corrientes y remolinos en las aguas oscuras que corrían por el arroyo.
Eran solamente las ocho y un minuto.
Earl e Ingram se hallaban de pie junto a las ventanas de la habitación del hotel mirando hacia las puertas cerradas del banco. Sus caras estaban muy cerca de los visillos y sus ojos brillaban suavemente en la habitación apenas iluminada. Earl miró hacia el drugstore.
—Yo estaré detrás de ti —dijo en voz baja al oído de Ingram—. Te vigilaré.
—Tú sigue vigilándome y aquel guarda te volará la cabeza —replicó Ingram secamente.
El temor no le había abandonado, pero algo de él se había disuelto en una ira exasperada; no le preocupaba el desprecio que Earl experimentaba hacia él, pero no podía sentirse indiferente ante la estupidez del tejano. El guarda podría matarlos a causa de las necias sospechas y del odio de Earl. En vez de concentrarse en lo que iba a ocurrir, se entregaba a sus prejuicios como un niño mal criado.
—Vigílate a ti mismo —le recomendó Ingram en voz baja—. Estás obrando como si nunca hubieses tirado de nada que no fuese una cadena de retrete en toda tu vida.
Pero Earl no le oía; miraba fijamente las puertas del drugstore, sujetando con fuerza el brazo de Ingram.
—Ahora —dijo, y su voz reflejaba una enorme tensión.
Las puertas del drugstore se habían abierto, empujadas por un negro ataviado con chaqueta blanca que balanceaba una bandeja de bocadillos y café en su mano derecha. Al entrar en la zona de luz del rótulo de neón, un hombre alto que llevaba un abrigo oscuro se dirigió hacia él saliendo de las sombras de la calle lateral. El negro se encaminó hacia el bordillo de la acera, pero antes de que pudiera dar dos pasos, el hombre del abrigo tropezó violentamente con él, haciéndole caer de la mano la bandeja con el café y los bocadillos.
Parecía un simple e inevitable accidente. Nadie de los que lo presenciaron pudo haber pensado de otro modo…
—Prepárate ahora —dijo Earl a Ingram en la habitación del hotel.
Burke contribuyó a la confusión, según pudo ver, disculpándose con abundancia de palabras ante el camarero, y luego inclinándose en un torpe intento de aprovechar los bocadillos mojados y los cartones rotos de café. El muchacho miraba desolado los alimentos esparcidos sobre la acera. Burke le dio unos consoladores golpecitos en la espalda y sacó una cartera de su bolsillo. El muchacho movió rápidamente la cabeza al ver el gesto, luego recogió la bandeja y se apresuró a volver a entrar en el drugstore. Una pareja entrada en años se detuvo y sonrió conmiserativamente a Burke antes de proseguir su camino. Era un pequeño accidente, olvidado con tanta rapidez como se había producido… Burke se encogió de hombros y cruzó la calle, encaminándose hacia el edificio del banco, con su negra y voluminosa figura casi perdida en las sombras de la noche. Earl consultó su reloj por última vez. Faltaban unos ocho minutos para intervenir: el tiempo que tardaría el hombre del mostrador en preparar otra bandeja para el banco.
—Muy bien —dijo a Ingram—. Coge esa bandeja.
No había necesidad de coger nada más de la habitación. Las cosas de Earl estaban en la furgoneta y el abrigo y el sombrero de Ingram podían ser abandonados sin riesgos, ya que eran de confección corriente, prendas de segunda mano que no darían ninguna pista a la policía.
Earl bajó a toda prisa la escalera y abrió la puerta que conducía directamente a la calle. Al salir, se levantó el cuello del abrigo, tapándose la garganta, y miró con naturalidad arriba y abajo de la acera. Era el momento oportuno calculado por Novak: un peatón que se hubiera detenido frente al hotel podría haberles hecho retrasar. Y sus cálculos permitían pocos retrasos. Pero las aceras estaban desiertas, brillantes y vacías bajo las farolas. Earl hizo a Ingram una seña con la mano para que siguiera adelante.
—Vamos.
La orden era innecesaria. Ingram ya estaba en camino, balanceando profesionalmente la bandeja en su mano derecha mientras cruzaba la calle en dirección al edificio del banco.
Earl contempló a Ingram con su blanca chaqueta caminando en la penumbra, antes de atravesar la calle para encontrarse con Burke, que deambulaba tranquilamente hacia el cruce. Todo funcionaba a la perfección. Las aceras estaban vacías y la calle se hallaba silenciosa cuando se encontraron, ambos con las manos hundidas en los bolsillos de sus abrigos y los rostros medio ocultos por las alas bajadas de sus sombreros. No hablaron entre sí, pero Earl pudo percibir la excitación en Burke: su respiración era acelerada, silbando ligeramente a través de la aplastada nariz.
A unos veinte metros delante de ellos, Ingram subía los escalones del banco y golpeaba con los nudillos el cristal de la gran puerta con pomo de latón. El sonido repercutió largamente en la calle, claro y distinto en medio del silencio. Eran dueños de la ciudad, pensó Earl, mirando por encima de su hombro. Solo pasaba algún que otro coche, brillando sus amarillas luces contra la niebla y girando sus neumáticos con un chapoteo sobre el asfalto mojado.
Ingram llamó por segunda vez y se volvió para mirar calle abajo hacia ellos, con los ojos blancos y asustados en la oscuridad.
—¡Maldición! —exclamó Burke. Su voz fue como un alto y agudo susurro—. ¿Qué sucede?
—Vayamos más despacio —le aconsejó Earl.
Estaban acortando la distancia demasiado rápidamente. Puso una mano sobre el brazo de Burke, obligándole a ajustar sus pasos a los suyos. Oyeron el sonido metálico de un cerrojo que se deslizaba, y entonces la luz inundó a Ingram al abrirse la puerta. Una voz dijo:
—Vienes muy tarde, Charlie. Adelante; esa gente no puede trabajar con el estómago vacío.
Era la voz de un anciano, alta y estridente, pero cargada de un humor bonachón.
Ingram murmuró unas palabras sosteniendo la bandeja delante de su cara. El guarda se hizo a un lado para dejarle pasar, con las manos descansando negligentemente sobre sus caderas.
Ingram oyó que Burke y Earl se acercaban por detrás de él golpeando rítmicamente la acera con los tacones. Entró rápidamente en el cálido e iluminado interior del banco, viendo a las cajeras directamente delante de él y a varios hombres que trabajaban en mesas detrás de una barandilla baja de madera. Nadie le prestó atención; los hombres de las mesas no levantaron los ojos, y las cajeras estaban ocupadas en sus cuentas.
Él estaba allí de pie, en medio de la intensa claridad de las luces, con aire caliente en la cara y una sensación de trabajo serio y diligente a su alrededor; eso era todo lo que él sabía, eso y el temor que le recorría el cuerpo y que delataba el desesperado latir de su corazón.
Ingram oyó que el guarda decía:
—Lo siento, caballeros, ya hemos cerrado para…
Pero entonces su voz se quebró en un agudo gemido de dolor.
La puerta se cerró con un leve sonido metálico y Earl pasó rápidamente por delante de Ingram, con aire impresionante y amenazador al saltar por encima de la barandilla de madera y apuntar con la pistola a los sobresaltados escribientes.
—¡Quieto todo el mundo! —conminó sin levantar la voz—. Que nadie se mueva.
La operadora de la centralita telefónica, situada cerca de la puerta lateral, le miró con terror, torciendo el semblante en un espasmo de histeria.
—¡Quítese esos auriculares! —gritó Earl—. Levántese y estese quieta. Si grita, empezaré a disparar.
La chica se puso en pie, llevándose ambas manos a los trémulos labios.
—Eso es, no se haga usted la heroína —dijo Earl, dirigiendo con soltura la pistola hacia los cuatro hombres de los escritorios.
—Tómenselo todos con calma. Nadie va a sufrir ningún daño.
Burke había empujado al guarda delante de sí en dirección a las cajas, apuntándole por detrás con la pistola.
—Muy bien, chicas; lo quiero todo —exigió tranquilamente—. Si os pasáis de listas, este abuelito lo pagará caro. ¿Entendéis?
Un hombre que se hallaba frente a una de las mesas dijo:
—Haz lo que te dice, Jennie. Y tú también, Ann —Miró la pistola de Earl con ojos desorbitados por el susto, detrás de sus gafas—. Todos vamos a obedecer. No hay motivo alguno para que hagas daño a nadie.
—Bien —aprobó Earl—. Así está bien. Ahora, estaos quietos.
Burke había arrebatado la pistola al guarda y empujado al anciano hacia un rincón. Ahora llenaba de fajos de billetes una gran bolsa de lino que había sacado del bolsillo de su abrigo.
—¿Hasta cuándo? —se impacientó Earl, mirando hacia la puerta de la calle.
—Rápido, hermanita —apremió Burke pasando a la segunda caja.
Ingram tragó la sequedad que había en su garganta, obligando al amargo sabor del miedo a bajar hacia las profundidades de su estómago. «Funcionaría, funcionaría», esta idea sonaba en su mente como una silenciosa oración.
—Muy bien —dijo Burke, retrocediendo hacia la puerta de la calle—. Vámonos.
Sin apartar los ojos de los hombres que estaban en los escritorios, Earl saltó la barandilla de madera y fue a reunirse con Burke, al tiempo que advertía:
—Muy bien; que todo el mundo se quede como está ahora durante un rato. Pensad solo en la suerte que habéis tenido.
Hizo con la cabeza una seña a Ingram, mientras Burke abría la puerta y bajaba rápidamente los escalones del banco hacia la oscura acera. Earl empezó a correr detrás de él, pero antes de que Ingram pudiera moverse, una potente voz dio una orden:
—¡Deteneos! ¡Manos arriba!
La orden venía de detrás de un coche atravesado en la calle a unos quince metros de la entrada del banco.
Burke profirió una maldición en medio de su amarga y desesperada confusión y se dejó caer sobre sus rodillas, levantando la pistola hacia el automóvil aparcado. Cuando disparó, una de las cajeras empezó a chillar terriblemente, quebrándose su voz en convulsivos temblores. Ingram no pudo obligarse a sí mismo a moverse; miró a través de la puerta hacia la calle, muerto de miedo, temblándole la bandeja que tenía en la mano. Burke estaba apuntando con la pistola cuando una llama anaranjada brilló en la oscuridad, detrás del coche atravesado. El disparo resonó por la calle mientras Burke rodaba por el suelo hacia atrás, gritando palabras incoherentes con voz fuerte, llena de rabia. Earl intentó levantarlo para ponerlo de pie, pero Burke se esforzó en sentarse e hizo tres disparos sin apuntar, hacia las sombras tras el coche aparcado. Otro fulgor anaranjado se destacó en medio de la oscuridad. Earl se tambaleó como si le hubiesen golpeado; se le doblaron las rodillas al tropezar con la fachada del edificio, profiriendo un grito de dolor. Burke estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la mojada acera, como un buda, apuntando con gesto torpe hacia el coche aparcado.
Fue entonces cuando a Ingram le desapareció la parálisis; chilló convulsivamente y arrojó al suelo la bandeja con los bocadillos y el café.
Los hombres que habían estado sentados a las mesas yacían ahora en el suelo. Uno de ellos levantó la cabeza y le gritó:
—¡Échate al suelo, loco! ¿Acaso quieres que te maten?
—¡No, no! —gritó Ingram desesperadamente.
Saltó por encima de la barandilla de madera y corrió hacia el fondo del banco, reprimiendo una risa histérica… No sabían que iba con los atracadores. Aún creían que era el camarero.
La telefonista permanecía con la espalda contra la pared y las manos tapándose la boca. Sonó otro tiro en la calle y ella saltó como si un choque eléctrico le hubiera atravesado el cuerpo. Se puso a gemir de miedo, mirando a Ingram con ojos extraviados.
—¡Túmbese en el suelo! —le gritó el negro—. No le ha pasado nada.
Ella no parecía oírle; estaba temblando apoyada en la pared, y un gemido estridente se abría paso a través de sus manos, que apretaba contra su boca sin poderlo remediar.
Ingram corrió hacia la puerta lateral y dio la vuelta a la llave en la cerradura. Abrió la puerta y se precipitó hacia la oscuridad, llevando en los talones el miedo como un animal enloquecido. El sonido de otro disparo le hizo detenerse de pronto. Tenía que alejarse del lugar de los disparos, pensó fuera de sí. A su derecha vio que podía buscar refugio en la oscuridad, la calle lateral que conducía hacia su seguridad. A su izquierda estaba la calle principal, con su pavimento mojado brillando a la luz de la señal de tráfico en el cruce. Volvía a caer la lluvia, empujada por el viento a través de los oscuros árboles. Necesitaba un abrigo; le cogerían tratando de huir con la chaqueta de camarero. Y necesitaba beber algo caliente. Sus pensamientos quedaban locamente despedazados por el miedo. Había que olvidar lo referente a Deber algo… Tenía que huir y esconderse. Eso era lo único que importaba. Buscar un lugar donde ocultarse.
Unas cuantas personas bajaban por la calle principal en dirección al banco, pero avanzaban lenta y cautelosamente. La última detonación les había inducido a buscar refugio en callejones y portales.
Algo se movió en la oscuridad cerca del bordillo, y sintió que el terror le atenazaba la garganta. Se volvió buscando protección en la calle lateral, pero entonces oyó un sonido metálico que procedía de uno de los coches aparcados. Ingram avanzó arrastrándose despacio, saliendo de la acera y adentrándose en unas matas de hierba que bordeaban la calle.
—¿Earl? —susurró frenéticamente—. ¿Earl? ¿Estás ahí, Earl?
Tenía que ser Earl; debía de haber tropezado por allí después de recibir la herida…
—¡Maldición!
La voz sonaba a pocos pasos de él, tensa de dolor y de rabia.
Dispararon de nuevo frente al banco, y un hombre gritó una orden con voz recia y potente.
—¿Ingram? —llamó Earl suavemente—. ¡Ingram! ¡Ven aquí!
—¿Adónde?
—Aquí, loco.
Ingram se arrastró rápidamente hacia el lugar de donde provenía el encolerizado susurro y encontró a Earl arrodillado en el arroyo, apoyando el peso de su cuerpo contra el lateral del coche y accionando impotente el tirador de la portezuela con la mano sana.
—Da la vuelta hacia el otro lado —dijo en voz baja, profiriendo con dificultad las palabras por efecto del dolor—. Tienes que conducir. Yo estoy herido. ¡Muévete de una vez, maldita sea!
Ingram se agachó y corrió hacia el lado del conductor, empujado por la cólera que sonaba en la voz de Earl. Ya no pensaba; su mente era como un vacío; estaba vacía de todo, vacía incluso de temor.
Deslizándose al interior del coche, abrió la portezuela opuesta y tiró de Earl hacia su lado. Earl maldijo débilmente e Ingram vio el sudor en sus labios y en su frente.
—No he querido hacerte daño —dijo tontamente.
—¡Calla!, ¡calla! —Earl se inclinó hacia adelante e introdujo la llave en el contacto—. El estárter lo encontrarás a la izquierda. Vamos.
Ingram palpó a su alrededor, y Earl le dijo:
—¡En el suelo! ¡En el suelo!
El motor se puso en marcha con un enérgico sollozo. Ingram dio gas y el coche se apartó del bordillo como disparado por un cañón.
—¡Despacio, maldición! —le gritó Earl.
Ingram luchaba con el volante, tratando desesperadamente de mantener el coche en la calle.
—Despacio —dijo Earl. Torció el cuerpo, respirando con dificultad, para mirar por la ventanilla posterior—. Primero a la izquierda. Luego dale todo el gas.
A pesar del dolor y la debilidad, su voz sonaba como un latigazo.
—Tienes que vivir, negro, tienes que hacer mover este trasto.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha salido mal?
—No te preocupes por eso ahora. Piensa solo en conducir. La izquierda, la izquierda, tonto.
Ingram hizo virar el coche sin comprobar su velocidad. Los neumáticos rechinaron horriblemente en el pavimento mojado y Earl cogió el volante con su mano sana.
—¡Dale ahora gas! —gritó—. ¡A toda marcha!
Llovía más que antes, azotando el lateral del coche y brillando a través de la luz de los faros como gruesas líneas cristalinas. Atravesaron una zona de chabolas y subieron una cuesta que los llevó a un tramo recto de carretera.
—¡Más deprisa! —gritó Earl—. Tenemos que encontrar a Novak.
—No puedo conducir a más velocidad. Ahora vamos a noventa.
—Más deprisa, te digo.
—No puedo.
—¿Tienes miedo de una multa?
El pie de Earl apretó fuertemente el de Ingram, empujando el acelerador. El coche saltaba hacia adelante como un animal enfurecido contra el muro de agua de lluvia, roncando el motor al exigírsele toda su potencia.
—¡Tú estás loco! —Ingram levantaba la voz para sobreponerse al ruido del motor. El coche se balanceaba terriblemente mientras las ruedas giraban y silbaban sobre la resbaladiza superficie de la carretera—. ¡Nos mataremos!
—O nos matará el sheriff si nos pilla. Conduce, imbécil. Tenemos que llegar hasta Novak.
Se inclinó hacia adelante, y con la manga de su abrigo limpió el vaho del parabrisas.
—Ya te avisaré cuando tengas que parar.
El hombro no le dolía. Estaba débil por el choque y la pérdida de sangre, pero el dolor aún tardaría un rato en dejarse sentir… ¿Por qué no abatió al sheriff de un disparo? Había distinguido su alta figura negra detrás del coche aparcado. Un tiro habría acabado con él. Pero ni siquiera lo intentó. Y tampoco se preocupó de recuperar el dinero. Se quedó en el suelo junto a la mano de Burke: miles y miles de dólares metidos dentro de una enorme bolsa de tela. ¿Por qué no se lo llevó?
De pronto, gritó:
—Más despacio. Ahí va él.
Mientras frenaba, Ingram vio las luces rojas traseras de un coche brillar delante de ellos, a través de la lluvia y la oscuridad. Fue arrojado hacia adelante por el brusco frenazo, pero el volante le impido chocar contra el parabrisas. Earl no tuvo donde agarrarse y solo su brazo, instintivamente extendido, le evitó romperse el cráneo. Su frente fue a golpear su muñeca, en vez del salpicadero, y el golpe solo le tuvo atontado un instante. Se estiró despacio, sintiendo que podría marearse; ahora empezaba el dolor en el hombro, extendiéndose desagradablemente hacia su estómago y riñones. Una bala nunca hace mucho daño al principio. Eso era lo único bueno de ser herido por un disparo. Sus pensamientos corrían veloces. Resultaba divertido, terriblemente divertido…
—Baja —le dijo a Ingram—. Cuéntale que el golpe ha fallado. Luego vuelve y échame una mano.
Encontró una reserva de energía y urgió bruscamente:
—¡Adelante, muévete!
Ingram se apeó del automóvil y corrió a través de la lluvia hacia el coche de Novak, resbalando sus pies en la traicionera superficie de la carretera. Novak bajó el cristal de la ventanilla y le miró, suavizadas sus duras facciones por la débil luz del salpicadero.
—¿Qué sucede? —gritó por encima del ruido de la recia lluvia. Pudo ver el terrible temor que reflejaba la cara de Ingram.
—Nos han cogido —anunció Ingram agarrándose a la portezuela con dedos desesperados, agradecidos—. A Burke le han disparado y está muerto. Y Earl tiene una bala en el cuerpo. Está malherido. Tenemos que marcharnos de aquí. Vienen tras de nosotros.
—¡Por Cristo! ¿Y qué hay del dinero?
—No hemos cogido nada. Todo ha salido mal. Tenemos suerte de estar vivos. Voy a buscar a Earl. No puede valerse por sí solo.
—Sí —dijo Novak, mirándole fijamente, cerrando un poco los ojos—. Hazlo.
Ingram corrió de nuevo a la furgoneta y abrió la portezuela.
—Vamos. Tenemos que darnos prisa.
—Tira de mí —dijo Earl. Apretaba los dientes y su voz salía delgada, fría y dura—. Tira de mí, negro. Tengo que apoyar los pies en el suelo. Entonces podré andar.
—Claro que sí. Inténtalo. Tenemos que apresurarnos.
Pero mientras agarraba a Earl por las solapas del abrigo, el repentino ruido del coche de Novak al acelerar sonó a través del silencio solo azotado por la lluvia. Aquel ruido le dejó helado; miró la cara llena de sudor de Earl, incapaz de moverse o de pensar, sin tener conciencia más que del miedo vertiginoso que corría por su cuerpo. Earl se apartó de él, maldiciendo mientras limpiaba el vaho del parabrisas. Ingram echó a correr por la carretera gritando:
—¡Aguarde, por favor, señor Novak! —gritó con voz estridente, suplicante.
Pero acabó deteniéndose, y su respiración se quebró en largos y trémulos sollozos. Las luces traseras del automóvil de Novak iban haciéndose más y más pequeñas, hasta convertirse en diminutos puntos carmesí que subían y bajaban en el horizonte para acabar desapareciendo completamente en la oscuridad.
Ingram sentía la fría lluvia en la cara y el viento que moldeaba la chaqueta de camarero contra su cuerpo empapado. Empezó a temblar; estaba calado hasta los huesos y el viento le cortaba el rostro como un látigo hecho de hielo.
Regresó lentamente al coche, rodeándose el cuerpo con ambos brazos. Earl le miró con ojos sin expresión.
—Ha huido —dijo Ingram con aire de impotencia—. Nos ha dejado aquí.
Se miraron uno a otro a través de la lluvia y la oscuridad, envueltos en un silencio tan solitario y amenazador como la noche misma.
—Está bien, sube —dijo Earl con amargura—. Tenemos que seguir moviéndonos. Solos tú y yo, negro. Ahora, solos tú y yo.