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INGRAM SE HALLABA de pie junto a la ventana del cuarto de estar de la alquería, contemplando cómo la luz grisácea del amanecer ahuyentaba la oscuridad que se cernía en lo alto del prado. Era demasiado tarde para ponerse en marcha; cuando estuviesen listos para partir, ya estaría saliendo el sol. Dirigió una mirada a Earl, que estaba durmiendo con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y con el brazo sano descansando, protector, a través de su hombro herido. A la débil luz de la lámpara, su rostro era una máscara de debilidad y de dolor; las concavidades de debajo de sus ojos eran como contusiones de color púrpura intenso, y la barba le había crecido como una negra tiznadura que cubriera la oscura piel de su cara. «Su aspecto es tan malo como mi propio estado de ánimo», pensaba Ingram.

Tendrían que permanecer allí todo el día, decidió, mirando hacia el sitio donde dormía la mujer de Earl. La joven se había hecho su cama con el cojín de la parte trasera del coche y estaba acostada con las piernas encogidas bajo una vieja colcha encontrada en un armario del piso de arriba. Había algo tétrico en el modo como estaba durmiendo, pensó Ingram. Como un luchador que toma su último descanso antes de subir al cuadrilátero, su respiración era profunda y acompasada, y su cuerpo parecía deliberadamente inmóvil, como si se aprestase a alguna prueba extraordinaria. Era también una mujer ordenada y aseada como una gatita: los zapatos bien colocados uno al lado del otro, el lecho preparado como por una girl-scout, e incluso una cinta atando sus largos cabellos negros. Podía ver sus pálidas facciones y el vapor rítmico de su aliento en el aire frío. Sabía que era una mujer fuerte, dura y egoísta. Solo se preocupaba de sí misma y de Earl… de nadie más. Quizá eso estuviera bien, pensaba, sintiendo una dolorosa sensación de soledad. Esa era la necesidad de una mujer: salvaguardar la vida que compartía con un hombre. Empezó a sentir tristeza de sí mismo, compadeciendo su cuerpo, la solitaria enfermedad y el dolor de este cuerpo. «Un hijo sin madre», pensaba, intentando burlarse de su propio estado de ánimo. «A veces me siento como un niño sin madre, lejos del hogar». Movió la cabeza entristecido al pensar en las plañideras palabras de la canción: «Solo porque mi pelo es ensortijado, solo porque mis dientes son como perlas…».

Earl se movió y abrió los ojos. Ingram le miró y le preguntó:

—¿Cómo te sientes ahora?

—Muy bien, supongo —respondió Earl, mirando hacia la ventana—. Ya está clareando. Sería mejor que partiéramos, ¿no?

—Es demasiado tarde —dijo Ingram, sentándose despacio en una silla frente a Earl—. Imagino que deberemos esperar a que oscurezca. No podemos pasar por delante de los policías a plena luz. Verán que estás herido. De noche podrás sentarte con el cuello del abrigo subido y no te verán demasiado bien.

Lorraine se movió y Earl bajó la voz:

—¿Vamos a estarnos aquí sentados todo el día?

—No veo ninguna otra posibilidad —respondió Ingram sosegadamente—. Estaremos muy bien. Los viejos no nos molestarán y los polis no saben dónde buscarnos. Nos limitaremos a no dejarnos ver y todo irá bien.

—Quizá —dijo Earl, moviendo su mano sana en un débil y vago gesto.

El dolor en su hombro era menos vivo de lo que había esperado, pero su estado de ánimo era pesado y estaba sin aliento. Sus pensamientos se arrastraban indiferentes a la situación en que se encontraban. Cogió un cigarrillo del paquete que tenía en el sofá y se inclinó hacia adelante para encenderlo en la cerilla que Ingram le había presentado. Inhalando profundamente, observaba cómo el humo iba subiendo en capas azuladas hacia el techo.

—¿Qué hay del doctor? —preguntó finalmente—. ¿Crees que podría traer a los polis?

—No sé cómo. Es curioso, pero obraba como si no tuviera deseos de hacerlo. Continuamente me daba las gracias… Bueno, por el modo como todo había acabado bien.

—Sí, es curioso —dijo Earl secamente.

—Pero no sabe nada que pudiera ayudar a los polis. Todo el tiempo estuvo con los ojos vendados. Lo mismo que su hija. Y conduje trazando círculos, de forma que llegaron a marearse. Imagino nuestras probabilidades de esta manera: nadie sabe nada de tu mujer y de su coche. Así, cuando oscurezca, podremos pasar los controles. Yo soy lo suficientemente pequeño para acurrucarme dentro del maletero, y tú puedes ir en el coche al lado de tu mujer. ¿Por qué habrían de pararnos?

—Parece que tiene lógica —reconoció Earl lentamente.

Estuvo callado un rato, chupando profundamente su cigarrillo. Luego miró a Ingram con curiosidad.

—¿Cómo llegaste a participar en este trabajo?

—Yo fui un tonto, eso es todo —se acusó Ingram, encogiéndose tristemente de hombros—. Estaba en un apuro. De modo que fui a ver a Novak. Me dijo que me sacaría del apuro, claro, si tomaba parte en el golpe —Suspiró—. Parece como si de ello hiciera un millón de años.

—¿En qué clase de apuro te encontrabas?

—Debía dinero a un nombre que no quería esperar a cobrarlo.

—¿Sí? ¿Cuánto?

—Seis mil dólares.

Earl emitió un ligero silbido.

—¿Cómo llegaste a contraer semejante deuda?

—Jugando. Una verdadera tontería.

Ingram tosió y puso las palmas de sus manos contra el dolor y la opresión que sentía en su pecho.

—Estuve jugando con un amigo mío llamado Billy Turk. Yo fui imprudente. No me importaba nada. Ya sabes lo que ocurre. Algo va mal, y entonces ya no te preocupa ninguna otra cosa que pueda suceder.

—Sí, sé lo que quieres decir —Earl contemplaba a Ingram con interés, viéndole entonces, en cierto modo, por primera vez—. De modo que tu amigo no quería esperar a cobrar la pasta, ¿no es eso?

—No; Billy Turk no era malo. Pero hizo una cosa que me puso en un aprieto. Vendió por poco dinero mi papel a unos muchachos que trabajaban para un granuja llamado Tenzell. ¿Has oído hablar de él?

—Creo que no.

—Bien, Tenzell no quería esperar. Exigía el dinero. Y lo que el señor Tenzell quiere, lo obtiene.

Earl agitó una mano, irritado, para apartar el humo que flotaba entre los dos; quería ver la cara de Ingram más claramente. Hasta entonces no habría podido describir a Ingram más allá de decir que era de color; de él no había visto mucho más. Esto le parecía ahora extraño. Examinaba a Ingram minuciosamente, intrigado por el propio interés que estaba experimentando. Veía que el hombre era bajito y delgado, con cabellos negros y sedosos y unos ojos graciosos, casi infantiles, como si estuviera esperando algo que pudiera hacerle sonreír.

—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir que este tipo vendió por poco dinero tu papel?

Ingram sonrió.

—Solo eso. Yo le di a Billy Turk un talón sin fecha por seis mil dólares. Eso era lo que había perdido en veinte minutos, loco de mí. Generalmente no juego como un loco. Pero aquella noche no me importó hacerlo, ya te lo he dicho. Mi madre no hacía mucho que había muerto y yo me sentía… No lo sé… Como loco, supongo. Le dije a Turk que le pagaría al cabo de un mes. Él sabía que yo podía cumplir mi palabra, pero se emborrachó aquella misma noche y vendió mi talón a los hombres de Tenzell. Luego supe que Tenzell quería verme.

—Tenzell es un tipo duro, ¿no?

—Más que eso, muchacho. Domina los barrios de la parte sur de la ciudad. Posee un club de lucha, una compañía de transportes por camión, maneja todo lo referente a caballos… Tiene comprados a polizontes… Hay tipos como él en todas las ciudades.

Ingram meneó despacio la cabeza, ardiéndole la piel de vergüenza al recordar su sesión en el despacho de Tenzell. Este, flanqueado por dos de sus hombres, su cabeza calva brillando bajo una fría luz eléctrica, dijo amablemente: «Dispones de cuarenta y ocho horas, negrito. Aprovéchalas». Ingram suplicó una prórroga, pero en vano; Tenzell podía tolerar en las personas todo menos el respeto a sí mismas, y cuando la dignidad de Ingram fue reducida a nada, Tenzell le advirtió: «Ya lo has oído: cuarenta y ocho horas. Y ahora lárgate».

Earl frunció el entrecejo al ver la triste expresión de los ojos de Ingram.

—¿Por qué demonios no quiso darte algo de tiempo? ¿Qué clase de bruto es?

—Simplemente no quiso. A veces hace cosas para recordar a todo el mundo que él es el amo. Y no le gusta mucho la gente de color. Eso forma parte del asunto.

—Tenías que haberle cogido a solas y plantarle tu pie en el estómago —dijo Earl amargamente—. Los tipos como ese solo son duros cuando van en manada. Bien; Novak te metió bien en el asunto, ¿no?

Earl miró por la ventana hacia los oscuros árboles que se divisaban a través de las capas de niebla que se iba levantando.

—A los dos nos metió en el asunto. Un hotel en el campo y todas las comodidades.

—Ya saldremos de esta, no te apures.

—¿Y si bebiéramos algo?

—¿Lo quieres con un poco de agua?

—Sí, solo un poco.

Cuando Ingram se puso en pie, Earl se dio cuenta de que parecía más alto de lo que era porque se movía con facilidad y ligereza, con el cuerpo siempre en equilibrio. Todo cuanto hacía parecía haberlo ensayado al son de la música, pensó.

—¿Tú no bebes? —le preguntó, cuando Ingram le entregó un vaso.

—El whisky no me gusta mucho.

—Te veo algo decaído. A ti te ocurre algo.

—No es más que un resfriado.

Earl tomaba pequeños sorbos de su whisky con fruición y encendió otro cigarrillo.

—¿Qué tal resulta trabajar en una casa de juego? ¿Es buen negocio?

Los dos hombres hablaban bajito, por deferencia casi conspiratoria hacia la durmiente.

—Bastante bueno; generalmente me sacaba alrededor de doscientos a la semana.

—¿En serio?

—Algunas semanas, todavía más.

Ingram se sentía halagado, pero curiosamente cohibido por la expresión de respeto que leía en el semblante de Earl.

—Yo generalmente era mano y cortaba los naipes para la casa, ¿sabes? Pero a veces la casa me respaldaba contra los que apostaban fuerte… Si ganaba, me llevaba el veinticinco por ciento.

—Debes de ser un excelente jugador de póquer.

—Era mi trabajo.

—¿Qué pensaba tu madre de que trabajases en una casa de juego?

—Era un lugar respetable. El patrón pagaba a los polis y no permitía que se bebiese ni que se alborotase —explicó Ingram con una ligera sonrisa—. Pero a ella nunca le gustó. Mis hermanos tenían empleos bonitos, pensaba ella: uno conducía un tranvía, el otro un camión y el pequeño de la familia trabajaba en un mercado. Yo ganaba más en una semana que ellos tres juntos.

—Las mujeres son así de tontas —comentó Earl meneando la cabeza—. Sencillamente tontas. Un individuo tiene que aprovechar sus oportunidades.

Por alguna razón, el hablar de aquellas cosas con Ingram le hacía sentirse angustiado e inquieto. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, frotándose la pierna con su mano sana arriba y abajo. También él tuvo oportunidades y buenos momentos. Esta idea le infundió confianza.

—Una vez, ¿sabes?, estuve a punto de tropezarme con algo muy bueno —dijo, volviendo cojeando hacia el sofá, presa de una especie de ansiosa excitación—. Hace de ello bastante tiempo, siete u ocho años.

Se sentó y cogió el vaso, mirando a Ingram con el entrecejo fruncido.

—Estaba trabajando entonces en Wisconsin, en un parador de carretera que tenía una gasolinera. Yo trabajaba en todo lo que se presentaba. Bueno, pues había dos individuos que se dejaban caer por el bar casi cada tarde a tomarse unas cervezas. Eran hermanos, Ed y Bill Corley, constructores, pero también tenían un negocio de préstamos y de fincas. ¿Has encontrado alguna vez tipos así? ¿Metidos a la vez en toda clase de negocios?

—Debían de ser importantes.

—Ya te lo digo —dijo Earl, irritado—. Eran individuos importantes. Estaban construyendo treinta y dos viviendas de protección oficial. ¿Te da esto una idea de lo importantes que eran?

—Eso es toda una inversión.

Earl terminó su bebida y dejó el vaso en el suelo.

—Bien, yo les gustaba a ellos, me apreciaban. Yo solía trabajar en el bar por la tarde y hablaba mucho con ellos. Posteriormente pensé que debían pensar de mí que era muy simpático. ¿Por qué habrían tenido que hablarme, si no me hubiesen encontrado simpático?

—Sí, claro. A menos que solo quisieran conversar.

—No era por eso. Es que yo les caía bien, te lo aseguro. Pero dejé escapar la suerte de entre las manos.

Earl se desplazó hacia el borde del sofá, tenso y excitado por el recuerdo de aquella extraña derrota.

—La dejé escapar de entre las manos —repitió.

Podía evocar claramente a Ed y a Bill Corley, y percibir el olor entre dulce y amargo de la cerveza de aquel bar. Toda la zona gozaba de gran prosperidad, pero él había dejado escapar la ocasión de ganar dinero.

—Bueno, pero ¿qué podías hacer tú? —preguntó Ingram, intrigado.

—Es muy sencillo. Podía haber ahorrado unos centenares de dólares y ponerlos encima de la mesa una de aquellas tardes. «Déjeme participar en su negocio por esta cantidad», les habría dicho, y ellos habrían accedido.

—¿Por qué?

—Porque les caía bien, ya te lo he dicho.

Ingram movió la cabeza.

—Tú tienes unas ideas curiosas sobre el mundo de los negocios. Piensas que los individuos simpáticos van por ahí diciendo: «Ofrezcamos una oportunidad a ese chico tan simpático del otro lado de la barra». Las cosas sencillamente no funcionan así.

El escepticismo de Ingram irritó a Earl.

—¿Qué hay de curioso en que yo les cayera bien a esos individuos?

—Yo no tenía la intención de bromear sobre eso. Pero mira: el hecho de que haya dinero por ahí no quiere decir nada. Los ricos no dan nada, de la misma manera que un muchacho de veintidós años no va a darle su lindo pelo rizado a un viejo calvo —Ingram se inclinó hacia adelante, muy serio—. Mira. Alguien gana mil dólares en la lotería. Todos sus amigos se emocionan, actuando como si ellos ganasen también algo. Están entusiasmados por el mero hecho de andar cerca de la suerte. Entonces el hombre va y da el dinero a su mujer o paga algunas deudas, y ahí se acaba todo: el dinero se ha ido y las personas que se agolpaban alrededor de él se sienten como si se les hubiera estafado en algo. Eso es lo que quiero decir: si te sientes afortunado y rico porque estás cerca de algún dinero, lo único que vas a sacar es un dolor de cabeza.

—Pero es que tú no conocías a esos muchachos —dijo Earl, obstinado.

—Bueno, quizá ellos eran diferentes. Quizá te habrían admitido en sus negocios.

—Seguro que sí.

Pero se dio cuenta de repente y con amargura que los hermanos Corley se habrían limitado a sonreírle y estrecharle la mano.

—Lo que cuenta es lo que hace uno mismo —dijo Ingram—. Uno proyecta hacer una cosa y va y la hace. Eso hace que se sienta uno bien. Uno puede pensar en ello posteriormente y sentir satisfacción.

—Quizá tengas razón —admitió Earl, con gesto cansado—. Yo solía pensar en esto en el ejército. Estábamos haciendo algo que podríamos recordar posteriormente. Pero ¿quién demonios lo recuerda?

—Tú mismo.

—No basta con que lo recuerde un individuo —Earl no estaba seguro de lo que quería decir, pero tenía la impresión de estar llegando a un punto importante—. Si un montón de individuos hacen una cosa juntos y solo uno de ellos lo recuerda… Bueno, quiere decir que algo va mal.

—Quiere decir que no significaba lo mismo para todos, eso es todo.

—Podría ser —dijo Earl asintiendo lentamente con la cabeza, absorbiendo la explicación de Ingram—. Tal vez tengas razón.

Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla a la chimenea.

—Vamos a tener algo que recordar, negro. Si salimos de esta, no vamos a olvidarlo.

—Nunca mientras vivamos.

—¿Qué solías hacer en tu tiempo libre, negro? Quiero decir si ibas al béisbol o cosas así.

—Nunca estuve muy interesado en el béisbol. Dormía de día y trabajaba de noche. Tal vez sea esa la razón.

—¿Nunca has ido a ver un partido de béisbol?

—Oh, claro que sí.

—¿Y no te gustaba? —Earl movió la cabeza, por alguna razón exasperado—. ¿No veías en él nada que te agradase?

—Claro, todo era interesante.

El tono de Ingram era cortésmente entusiástico; en realidad, no conocía ni le gustaba el béisbol.

—¡Interesante! ¡Eso es como decir que Marilyn Monroe es una chica!

No podía comprender su irritación y contrariedad.

—Vendrás conmigo a un partido de béisbol y yo te enseñaré lo que tienes que mirar.

—Estupendo. Pero primero tenemos que salir de aquí.

Earl se sirvió un poco más de whisky. ¿Por qué estaba pensando en llevar a Ingram a un partido de béisbol? No podía llevarlo a un restaurante o a un bar, esto por descontado. Pero podían estar sentados juntos y charlar durante un partido de béisbol. Muchos negros iban a los estadios de béisbol. Sacarían localidades de gradas de sol y beberían cerveza. Y podrían conversar sobre el partido. Lo que habían hecho era estúpido y equivocado, de acuerdo, pero uno siempre podría extraer recuerdos de ello. Si nunca hacías nada bueno o inteligente, ¿de qué demonios ibas a hablar? Uno tenía derecho a recordar las equivocaciones y estupideces si era todo cuanto había conocido. Quizá tales cosas fueran también importantes, de todas formas. Ingram y él habían hecho algo juntos y tenían derecho a mantenerlo vivo.

—Tenemos que ir a un partido de béisbol, no lo olvides.

—Después de salir de aquí, de acuerdo.

—No te preocupes por eso. Tengo la corazonada de que nuestra suerte está cambiando —dijo Earl sonriendo y tomó un sorbo de su bebida—. Eso es tu influencia. Ya sabes lo que dicen acerca de las personas de color. Que cambian la suerte, quiero decir.

—Sí, lo sé —dijo Ingram lentamente.

—Es solo una expresión. No lo tomes a mal.

—Está bien —Ingram se encogió de hombros y sonrió; la disculpa de Earl le produjo calor y frío al mismo tiempo, sintiéndose agradecido e inquieto a la vez—. ¿Te apetece comer algo? Mientras dormías, preparé algo de sopa. Cocinar es mi verdadera afición.

—¿En serio?

—De verdad. Yo era el mayor de los muchachos, de modo que llevaba la casa mientras mi madre iba a trabajar. Se me da bastante bien.

—¿Dónde estaba el viejo?

—Se largó cuando éramos pequeños. No había trabajo. Supongo que eso fue todo lo que pudo hacer.

—Pudo haberse quedado, pero habría sido lo mismo. Mi viejo se quedó, y yo hubiera preferido que se largara.

—Bien; las cosas mejoraron para nosotros. Pudimos salir a flote. Y cuando mis hermanos se hubieron casado, yo establecí a la anciana señora en un bonito apartamento. Solía ir a verla los fines de semana y cocinaba para ella.

Ingram se levantó y se frotó el pecho con las palmas de las manos.

—Este es el lugar más frío en el que he estado en mi vida.

—Tendrías que tomar un poco de whisky, es un consejo que te doy.

—Es que no me sienta muy bien. Voy a buscarte la sopa. Es de lata, pero huele bien. Pollo y arroz. ¿Te gusta?

—Creo que sí.

Cuando Ingram se fue, Earl se recostó con cuidado en el sofá y encendió otro cigarrillo. El alba iluminaba las ventanas, pero los árboles que bordeaban la línea del cercado casi se perdían en la densa neblina. La tierra estaba oscura y mojada, y Earl podía oír cómo el viento barría los campos y cambiaba de rumbo al chocar contra las viejas paredes de piedra de la casa. Lorraine seguía durmiendo tranquilamente. Earl sentía cómo el calor del whisky amortiguaba el dolor de su hombro e iluminaba todos sus pensamientos con un fulgor de esperanza. Tendrían que partir al cabo de unas horas, naturalmente, confiándose al frío, a la noche y a los caminos solitarios y hostiles. Pero ahora estaban a salvo; la niebla y la lluvia eran como amigos que les ocultaban de la policía. Ingram tenía razón; por la noche tendrían una buena oportunidad. Sentía un curioso y cauto respeto por Ingram. El hombre era listo, no cabía la menor duda. Tuvo razón en lo referente a los hermanos Corley. Pero a Earl no le preocupaba estar equivocado. ¿Qué más daba, al fin y al cabo?

Ingram volvió a los pocos minutos con un cuenco de sopa humeante y lo depositó encima de la mesa, al lado del sofá.

—Toma esto y te sentirás mucho mejor.

—Toma tú también.

—Aún no tengo hambre. Voy arriba a vigilar el camino. Si alguien se acerca a husmear por aquí, debemos saber a qué atenernos.

—Será mejor que cojas mi abrigo. No vayas a resfriarte.

—Está bien, gracias.

Earl dio un golpecito a la radio.

—Yo estaré pendiente de las noticias. Tal vez Rusia declare la guerra o algo así y se olviden de nosotros.

—Entonces nuestra caja de reclutas vendría detrás de nosotros. Sería ganar para perder, muchacho.