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CUANDO HUBO TERMINADO la sopa, Earl encendió la radio. La música sonó distante, irreal, y Lorraine se movió inquieta en medio de su sueño. Earl bajó el volumen, pero la joven abrió los ojos, se incorporó y miró con ojos alarmados a su alrededor.

—No pasa nada, Lory. Solo es la radio. Procura dormirte otra vez.

Lorraine seguía mirando en derredor.

—¿Dónde está aquel? —preguntó sosegadamente.

La capacidad de Lorraine para recobrarse del sueño inmediatamente era algo que a Earl le había sorprendido siempre. Se despertó con la cabeza y los ojos claros y despejados, con sus sentidos rápidos y prontos a reaccionar. Sin rezongar bajo las mantas o murmurar preguntas, funcionó en seguida como una máquina que acabara de ser puesta en marcha.

—¿Dónde está aquel? —repitió, apartando a un lado la colcha.

—¿El negro? Arriba, vigilando el camino.

—¿Por qué no nos ha despertado?

—Hay demasiada luz. Tenemos que esperar a que esté más oscuro para viajar.

Lorraine se alisó su larga cabellera negra e introdujo los pies en los zapatos, gimiendo un poco al sentir el contacto con el rígido cuero del calzado.

—Me ha hecho sopa —dijo Earl—. Debe de haber quedado algo de ella en la cocina. Esto te hará entrar en calor.

—¿Vamos a pasarnos el día aquí?

—No hay motivo para preocuparnos. Ingram piensa que tenemos una buena oportunidad.

Lorraine estudió con ojos escrutadores las señales de dolor en el rostro de Earl como si fuesen factores de una ecuación que ella estuviera tratando de resolver; el gesto de compasión que esbozaron sus labios traicionaba el esfuerzo con que intentaba disciplinar sus emociones.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó—. ¿Piensas que podrás viajar mucho tiempo sin descansar?

—Estoy perfectamente. Una vez que iniciemos el viaje, no tendrás que parar por mi causa.

Lorraine se sentó al lado de él y encendió un cigarrillo, con expresión serena y pensativa. La música de la radio sonaba en la fría habitación tan vana e incongruente como la risa de un idiota.

—¿Qué me dices de la sopa, Lory?

—No la quiero, por el momento.

—Eres toda una mujer.

Había algo en el silencio y en la actitud de la joven que le intranquilizaba; parecía hallarse a kilómetros de distancia de él, absorta en sus propios pensamientos. Earl le acarició la espalda con la palma de la mano.

—Ni una lágrima, ni un grito… La mayoría de las mujeres se subirían por las paredes en una situación como esta.

—Esta es la parte fácil. La difícil nos espera todavía. ¿No te das cuenta?

—Claro que sí, pero tenemos una buena oportunidad. Ingram en el maletero del coche; tú y yo sentados delante. ¿Por qué habrían de pararnos?

—¿Así es como él lo ha imaginado?

—¿Cómo podría ser de otra manera?

—Es en lo que yo he estado pensando. Y valdría más que lo pensases tú también.

—No te comprendo, Lory.

—Piensa, eso es todo. Piensa en mí, piensa en ti. En nadie más, ¿comprendes?

Earl sintió correr por su cuerpo un ligero e innatural escalofrío.

—No podemos deshacernos del negro. No podemos, cariño.

—¿Aunque se trate de su salvación o de la nuestra? ¿De su vida o de la nuestra?

—Pero es que no se trata de eso —dijo Earl intentando sonreír—. No se trata de ningún dilema. Los tres estamos metidos juntos en esto.

—Yo estoy en ello contigo y con nadie más —precisó Lorraine mirándole con ojos duros y fríos como el mármol, asiéndole fuertemente por la manga de la chaqueta—. Yo he renunciado a todo para venir aquí. Esta noche estuve en nuestro apartamento y me despedí de todo: de los muebles que había comprado, del refrigerador, del televisor, de las persianas, de mi empleo en el drugstore, de la paga extra que iba a cobrar el próximo mes… ¡De todo! Lo he mandado todo a paseo, ¿me oyes? He renunciado a todo ello por ti. No por un hombre de color al que no había visto en mi vida.

—Yo no quería arrastrarte a eso.

—Pero lo hiciste…, me arrastraste a esto —dijo Lorraine sosegadamente—. No está bien que digas que no querías hacerlo. Tú jugaste con el hecho de que yo te quiero.

—Yo no quería que tú vinieses —aclaró Earl con ira cansada, inquieta—. Ni siquiera pensaba en ello…, todo lo que yo quería era un coche.

—Pero tú sabías que yo vendría. No era posible que hubieses vivido conmigo y no supieras eso. Ahora es en mí en quien debes pensar primero, Earl… tienes esa deuda conmigo. Yo te rogué que no te metieras en esto, no puedes negarlo. Yo iré a la cárcel si nos cogen. ¿No has pensado en eso?

—Cariño, no puedo pensar…; solo estoy viviendo de minuto en minuto. Pero tú eres lo primero, lo juro.

—He hecho planes —dijo Lorraine, hablando con voz baja, tensa—. Iremos a California, viajando de noche y durmiendo de día. Podemos entrar en México sin pasaportes. Mi permiso de conducir es suficiente. Allí podré encontrar un empleo. Una amiga mía trabaja en un departamento de unos grandes almacenes de Ciudad de México. Me ha pedido que fuese allá una docena de veces. Están buscando desesperadamente personas que sepan contabilidad y técnicas americanas. Ya te he enseñado las cartas de Margie Lederer. ¿Verdad que te acuerdas?

—Sí, claro —respondió vagamente Earl.

—Podemos obtener tarjetas de identidad y vivir en México todo el tiempo que queramos. Tendremos todo lo que hemos perdido…: un hogar, una vida en común, todas las cosas que necesitamos.

—Muy bien, muy bien —dijo Earl en tono cansado—. Suena estupendo. Estoy de suerte, al pensar tú en esas cosas. Pero no tenemos que preocuparnos por Ingram. La policía ni siquiera le anda buscando a él. Está a salvo.

—El médico puede avisar a la policía, y tú lo sabes.

—Bueno, pero quizá no lo haga. Prácticamente, Ingram le salvó la vida. Es posible que el médico le dé una oportunidad.

—Hablas como un loco. Como un loco testarudo.

—Basta, Lory. Él me sacó del arroyo y me trajo aquí. Raptó a un médico para que me remendase… Deberías recordar esas cosas.

—Recuérdalas tú, entonces —replicó Lorraine, levantando la voz—. Yo recordaré que yo estaba segura y libre anoche… y que ahora estoy camino de presidio.

—Lory, te estás calentando la cabeza con cosas que no han sucedido. Tú piensas que debemos prescindir de Ingram para poder salvar nuestro pellejo, pero eso no es cierto. Él está en mejor forma que nosotros, para que lo sepas. Podríamos necesitarle…

La música fue diluyéndose en el espacio y la voz de un locutor dijo:

«Buenos días a todos. Derby O’Neill con un poco de alegre música para el desayuno y, naturalmente, las noticias de la mañana. Tenemos un boletín de la policía del estado en relación con el frustrado atraco al Banco Nacional de Crossroads. Debido a la confusión, no se ha sabido hasta esta mañana temprano que…».

Lorraine se apresuró a bajar el volumen hasta que la voz del locutor se hizo débil y lejana, confundiéndose con los ruidos de la electricidad estática.

—¡Eh! ¿Qué haces?

—¡Cállate!

Lorraine miró al techo, después se inclinó hacia adelante y acercó el oído a la radio.

«… el tercer atracador ha sido identificado como John Ingram, un negro de unos treinta y cinco años. Ingram, que logró entrar en el banco vistiendo uniforme de camarero, fue confundido por los empleados con el habitual mozo del bar. También se ha informado de que el doctor Walter Taylor, de Avondale, fue llevado a punta de pistola, junto con su hija Carol, de dieciséis años, a practicar una cura de urgencia al hombre que fue herido en el atraco. Hasta ahora no hay detalles sobre este informe, pero se sabe que tanto el doctor Taylor como su hija han sido largamente interrogados por agentes del FBI. Se trata de una historia interesante, y recibirán ustedes más detalles tan pronto como nos sean transmitidos. Entretanto, volvamos a la música…».

Lorraine apagó de golpe la radio y miró a Earl en medio del repentino silencio, pálida y sin expresión sus facciones.

—¿Supones que él ha podido oírlo?

—¿Te refieres al negro? No te preocupes por él. No lo creerías, pero tiene agallas.

—Eres tonto. ¿Acaso no lo entiendes?

—Entender, ¿qué?

—La policía le busca ahora. No solo por lo del banco, sino por secuestro. Ya lo has oído. Interviene el FBI, está aquí. Ejecutan a cualquiera que esté relacionado con un rapto.

—El negro devolvió a ese tipo a su casa —dijo Earl ansiosamente—. Nosotros no le retuvimos para obtener un rescate ni nada de eso, ¡maldita sea!

—Earl, escúchame —dijo Lorraine, y cogiéndole la cara con las manos le obligó a que la mirase—. No podemos hablarle de esta emisión de radio. ¿Entiendes?

Pugnaba por dominar su voz, hablando con la desesperada claridad de una madre que da instrucciones a su hijo en un caso de vida o muerte.

—Tenemos que alejarnos de él. La policía está buscando a dos hombres: un negro y un blanco… Debemos abandonarle. No podríamos ir a un restaurante, a un hotel o a un drugstore con él. Incluso sería peligroso parar en una gasolinera para repostar. Nos mirarían, hablarían de nosotros, harían preguntas. La gente recordaría a un hombre de color viajando con una pareja blanca. ¿No lo entiendes?

—Pero solo hay un coche. ¿Esperas que haga el camino a pie?

—No me preocupa, no me preocupa. Tenemos que deshacernos de él.

—No puedes esperar que se deje engañar con tanta facilidad.

Lorraine le sacudió fuertemente.

—¿Querrás escucharme? Lo conseguiremos si él no sabe lo de la radio, si cree que todavía está a salvo.

—Pero. ¡Dios mío! ¡No podemos hacer eso! Los polis le buscan. Tenemos que decírselo para que tome precauciones.

—Si se lo dices, se pegará a nosotros como una lapa —dijo ella en un susurro—. Dile que oíste la radio y que la policía no le busca a él; solo a ti. No le digas nada referente al médico. Quizá él piense que el médico va a darle una oportunidad. Tú has dicho que podría hacerlo; lo has dicho tú mismo.

—¿Piensas que me creerá? No es tonto, Lory.

—Tienes que hacérselo creer. Querido, querido, ¿cómo podré meterte esto en la cabeza? Nuestra huida no es fácil. No hay huida fácil ni para él ni para nosotros. Si viaja con nosotros, nos cogerán a todos. Quizá él pueda salvarse por su cuenta, llegar hasta los suyos y encontrar a alguien que le ayude. Y tal vez nosotros podamos llegar a México. Tenemos una oportunidad. Pero si estamos juntos, no hay esperanza en absoluto.

—Yo no lo había pensado así —dijo Earl lentamente. Se frotó la pierna con la mano, tratando de infundir algo de calor en su cuerpo—. No lo había pensado así, Lory.

Con un movimiento que le cogió a él completamente por sorpresa, Lorraine se levantó y agarró la radio.

—Dile que todavía nadie le busca. Dile que puede ir solo.

Levantó el aparato por encima de su cabeza y lo dejó caer sobre el duro suelo.

La caja de plástico se rompió con un sonido como de hielo al quebrarse, y relucientes tornillos giraron a los pies de Earl trazando pequeños círculos.

—Dile que está seguro. Dile que lo oíste antes de que yo tropezase con la mesa y derribase la radio. ¿Entiendes?

—Está bien —accedió Earl con calma. Ahora parecía importante conservar toda su energía; la herida le causaba un dolor sordo, y de pronto se sintió débil y vacío, sin peso ni agallas—. Supongo que tengo que hacerlo.

—Sí, tienes que hacerlo.

Una risa estridente sonó detrás de ellos y Lorraine se volvió con rapidez, llevándose una mano a la garganta. Huesoloco estaba de pie junto a la puerta de la cocina, brillando la luz en sus gafas sin montura y una sonrisa puerilmente maliciosa extendiéndose por su rostro diminuto.

—¡Es hora de preparar el desayuno para el abuelo, querida! —gritó con un absurdo aire de triunfo—. ¿Quieres ayudarme a arrastrar su cama al sitio donde tiene que estar?

—Sí, la ayudaré —dijo Lorraine con voz rígida, innatural.

—El abuelo se enfada mucho cuando tardo en darle la comida —explicó Huesoloco, sacudiendo y torciendo la cabeza como una gallina confusa—. Entonces trata de cogerla él mismo.

Reía y jugueteaba con sus grises cabellos en un gesto lleno de coquetería.

—Nunca le hice la mala pasada de enseñarle buenos modales para así hacerle morir de hambre poquito a poco. Sería fácil en invierno, cuando no puede ir de un lado a otro. Alguna vez me decidiré, lo juro, y le haré morir de hambre poquito a poco. Ya sé que soy mala, de acuerdo; mala y pecadora. Pero yo no voy por ahí rompiéndole los muebles a la gente. Así, sin ningún motivo. Vamos. Ayúdame a traer aquí la cama del abuelo. Échame una mano, querida. También va a querer su Biblia, porque mañana es domingo. Y la medicina para sus males. ¡Oh, tenemos muchas cosas que hacer! Vamos querida.

Lorraine obligó a sus resecos labios a esbozar una mueca parecida a una sonrisa.

—Sí, ya voy…