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A LAS TRES DE LA madrugada, el pueblo de Crossroads estaba durmiendo bajo la débil luz de la luna, con sus calles desiertas y las ráfagas de viento tirando con siniestro sonido de los toldos de las oscuras tiendas.
El drugstore y la gasolinera del recodo de la carretera federal constituían excepciones al negro silencio; estaban valerosamente abiertos, como de costumbre; claras y desafiantes banderas contra la noche.
En el cuartel general de la policía, en la casa consistorial, Kelly estaba sentado frente a la mesa del sheriff, con un cigarrillo encendido en el cenicero y un montón de notas e informes en su mano. Morgan estaba libre de servicio, y el sheriff y varios de los hombres de Kelly trabajaban con los policías en los controles de carretera en torno a Crossroads.
Kelly se movió en su sillón giratorio y miró el mapa del condado, en la pared, concentrando los ojos en el círculo negro que el sheriff había trazado alrededor del área situada al sudoeste de Crossroads. La red que se había tendido para capturar a los atracadores era bastante grande, pensaba. Demasiado grande. Los hombres estaban atrapados en ella; los controles la cubrían con eficacia, pero el territorio era muy vasto, y alguien podía resultar herido antes de que la red se cerrara alrededor de los fugitivos. Tenían que apresurarse a cogerlos. Esto era lo esencial en la última fase de la operación.
Washington, por su parte, estaba trabajando. Habían identificado al atracador muerto: Burke, un expolicía de Detroit, expulsado por aprovecharse de su condición de agente para extorsionar. Ahora todo había acabado para él, pensaba Kelly. Esperó la gran ocasión y fracasó por poco. Washington andaba detrás de un hombre llamado Novak, socio de Burke en los últimos meses. Tal vez Novak no tuviera participación en el golpe del banco, pero querían estar seguros. Docenas de agentes andaban tras él, junto con los departamentos de policía de cada estado. Novak, quienquiera que fuese, corría peligro.
Eso dejaba al hombre dentro de la red. John Ingram, un negro. La policía de Filadelfia había investigado concienzudamente sobre él. No había tenido problemas hasta el momento. Era conocido como un individuo tranquilo, de buen humor, que participaba en un grupo de jugadores de azar, uno de cuatro hermanos con buenos antecedentes y empleos responsables. Ingram tenía intrigado a Kelly; no encajaba dentro del cuadro. Los atracadores de bancos se dividían en varias categorías. Por lo general eran hombres impulsivos y temerarios, indiferentes al riesgo o al peligro. Difíciles de parar, ya que los bancos parecían desafiar su temperamento propenso a infringir la ley, pero muy fáciles de arrestar; inevitablemente gastaban el dinero robado a tontas y a locas, bebiendo, alborotando y exhibiéndose hasta que atraían sobre sí mismos el peso de la justicia.
El hombre blanco, sí. Aún no tenían su nombre; solo la descripción hecha por el sheriff: alto y corpulento, con unos ojos de mirada penetrante y fría. Encajaba. De humor variable, inquieto; un hombre resentido.
Se abrió la puerta y Kelly apartó el rostro del mapa, esperando ver entrar al sheriff Burns, pero era su hija, Nancy, envuelta en un impermeable con capucha y llevando en los brazos un termo de gran tamaño. Dijo «hola» con cierto aire de timidez y puso el termo encima del mostrador.
—Creí que papá estaría aquí.
—Ha ido a uno de los controles de carretera —aclaró Kelly mirando su reloj—. Dijo que volvería pronto.
—¿Quiere usted café?
Puso el impermeable encima de una silla y pasó nerviosamente una mano por sus largos y rubios cabellos.
—No podía dormir y me preguntaba si a papá y a usted les apetecería beber algo caliente.
—Eso está bien.
Kelly se apoyó en la mesa y estuvo observando cómo la joven vertía humeante café en las tazas metálicas que había desenroscado de la parte superior del termo. Había un eficiente apresuramiento en todos sus gestos, como si estuviera ansiosa por terminar lo que estaba haciendo. A Kelly le resultaba difícil imaginarla haciendo algo de forma más sosegada, sin tomarse ninguna prisa. «Cuánta energía y vitalidad», pensaba. Aquella muchacha le tenía intrigado; había en ella contradicciones que no acertaba a comprender. Parecía cálida y fría, pensativa, dura e indiferente, pero todo al mismo tiempo. Las emociones se mezclaban en extraños e ilógicos modelos de comportamiento. Había estado pensando mucho en ella desde el momento de la cena en su casa, no simplemente porque era una mujer joven y atractiva, sino porque las incongruencias en su modo de comportarse despertaban su interés profesional por los enigmas.
Estuvieron sentados un momento en silencio, Kelly apoyado en la mesa y ella examinando la línea de luz que se movía en la reluciente punta negra de su zapato. La oficina estaba caliente y silenciosa, confortable refugio con aroma de café contra la presión que la noche ejercía contra los helados cristales de las ventanas. Pero Kelly se daba cuenta de que el silencio que reinaba entre ellos no resultaba cómodo. La joven parecía cohibida y en tensión por alguna razón que él ignoraba.
No podía imaginar por qué. Era lo suficientemente bien parecida, pensaba Kelly, estudiando su perfil de regulares líneas. Solo un poco rígida y tímida, pero todo lo demás estaba muy bien: hermosa cabellera rubia, cutis fresco y limpio, ojos y boca inteligentes. No se advertía en ella ninguna imperfección. Llevaba un suave suéter de color beige y una bonita falda de tweed, y las curvas de su pecho y de sus caderas quedaban de manifiesto cuando torcía ligeramente el cuerpo en la silla y cruzaba sus piernas finas y delgadas.
¿Por qué, entonces, no estaba casada?, se preguntaba el agente.
—¿Dice usted que esta noche le costaba trabajo dormir? —le preguntó cortésmente.
—Sí…, no sé por qué.
—¿Le sucede eso a menudo?
Nancy le miró y se ruborizó un poco.
—Me temo que sí.
—Pues yo acostumbro a dormir bien. Si el dormir fuese una actividad lucrativa, como el béisbol, por ejemplo, yo sería el DiMaggio de la liga.
—¿Cuál es el secreto? ¿Mucho ejercicio, ventanas abiertas de par en par y cosas por el estilo?
—La ventana abierta es el verdadero secreto —confirmó él.
—¿A su esposa no le molesta un dormitorio frío?
—No estoy casado —aclaró el agente—. Pero tengo una futura esposa rondado por algún lugar y espero que no le molestará.
—Es una manera interesante de mirar las cosas —dijo Nancy riendo—. Aunque en realidad es una manera de mirar un poco bizca.
—No lo sé. Algunos hombres sueñan con exesposas. Así pues, ¿hay algo malo en que yo sueñe con una futura esposa? —Kelly sonrió—. ¿No sueña usted cosas así? ¿Sobre el tipo con quien usted va a casarse?
—Supongo que debo hacerlo. Supongo que todo el mundo lo hace.
Nancy se levantó y se alisó la falda con gestos rápidos, eficientes.
—¿Quiere un poco más de café?
—Sí, gracias.
Mientras la observaba, el agente empezaba a comprender lo que de incongruente había en ella. No parecía darse cuenta de que era atractiva, no tenía la natural confianza en sí misma que de ordinario forma parte de la personalidad de una mujer bien parecida. Esto también le intrigaba. ¿No le había dicho nadie que era bonita o divertida o maravillosa? Parecía improbable. Quizá alguien dejó de decírselo, y esto produce el mismo efecto.
Finalmente, Kelly decidió que cuando ella se casara, se acabaría su insomnio.
Kelly no era insensible, pero su mente funcionaba de una manera simple y directa. Lo manifiesto a veces se le escapaba, y lo oscuro disparaba una señal de alarma en su cerebro. La combinación de ambas peculiaridades hacía de él un hombre difícil de engañar.
Sonó el teléfono, rompiendo el incómodo silencio, y Kelly dijo a Nancy al tiempo que descolgaba:
—Disculpe.
—¿Está el sheriff Burns? —Era una voz de mujer, alta y temblorosa—. Soy la esposa del doctor Taylor.
—No; ha salido. ¿Puedo ayudarla?
—Algo le ha ocurrido a mi hija. Algo terrible, estoy segura.
La voz de la mujer subía de tono histéricamente. Kelly le aconsejó:
—Tómelo ahora con calma. Dígame solo qué le sucede —Cubrió con la mano el receptor del teléfono y dirigió a Nancy una mirada interrogadora—: ¿La esposa del doctor Taylor? —le preguntó.
—Es Laura Taylor. La familia vive en Avondale, a unos quince kilómetros de aquí.
—Señora Taylor…
—Intento estar tranquila. Mi hija fue esta noche a un baile de la parroquia. Hace horas que debía haber regresado. Pero no ha vuelto.
—¿Con quién fue?
—Con el chico de los Metcalf. Ya le he llamado por teléfono. Estaba acostado… Me dijo que había dejado a Carol a la una de la madrugada.
—¿La vio él entrar en la casa?
—Sí, sí… La acompañó hasta la puerta.
—¿Ha inspeccionado bien la casa? Puede haberse quedado dormida acurrucada en un sofá o algo así.
—No está aquí, se lo aseguro. He recorrido desde la planta baja hasta el ático.
—¿Puede haber ido a pasar la noche a casa de alguna amiga?
—No… Algo terrible ha sucedido. Estoy segura de ello.
—¿Está ahí el doctor Taylor?
—Ha salido para atender una urgencia. Hubo un accidente en la carretera federal. Yo estoy aquí sola.
Kelly se volvió y miró el aparato de radio, junto al que había permanecido sentado toda la noche. Estaba seguro de que no se había registrado accidente alguno en la carretera federal.
—Señora Taylor. Voy inmediatamente. Tómelo con calma. Estaré ahí dentro de diez minutos.
—Sí, por favor; dese prisa.
Kelly cogió su gabardina. Uno de los hombres perseguidos estaba herido y había sido llamado un médico para atender a un falso accidentado. Ello solo podía significar una cosa…
—Voy a buscar a su padre —dijo a la joven—. ¿Quiere que, de paso, la deje en su casa?
—No, gracias; por favor, no se moleste.
—¿Por qué cree que es molestia? Vamos…