12

12

ERAN MÁS DE LAS NUEVE cuando el sheriff Burns abandonó el banco y regresó a su despacho de la casa consistorial. Colgó su impermeable mojado y ordenó a Morgan que se apostase junto al banco para dirigir el tráfico a través de la ciudad. Ya se había formado una aglomeración de curiosos en la calle principal; gente que intercambiaba distintas versiones de lo sucedido y automóviles llegados de varios kilómetros a la redonda que convergían en el mismo punto neurálgico.

—Haga que todo el mundo circule. Quiero esa calle despejada. Si los camioneros se paran, tendremos un embotellamiento en el camino de regreso en la carretera de Middleboro.

Cuando Morgan se fue, el sheriff se puso a estudiar el gran mapa del condado que estaba en la pared, detrás de su mesa. Había cumplido con todas las rutinas: tranquilizar al personal del banco y tomarle declaración. El hombre herido se había inscrito en el hotel con el nombre de Frank Smith, y el sheriff examinó su habitación, y no halló en ella más que un abrigo mojado y un sombrero flexible. Le constaba que pertenecían al negro. El muerto estaba en el depósito de la funeraria de MacPherson, y era un hombre gordo de casi cincuenta años. Esto era todo lo que él sabía por el momento. No había nada revelador en su ropa o en su cartera. Tras la mera rutina comenzaba la parte más dura del trabajo: buscar al negro y al hombre que se hacía llamar Frank Smith.

El sheriff sabía que aquella noche había fracasado a medias, pues si bien logró abortar el atraco, dos de los malhechores escaparon. Y la culpa era suya. Aceptaba el fracaso sin sentimiento de culpa o remordimiento; era un simple hecho desagradable que no intentaba escamotear ni justificar.

Sonaron unos pasos en el corredor. Se volvió y vio que se encaminaba hacia el mostrador un joven alto, que llevaba una gabardina mojada.

—¿El sheriff Burns?

—Yo mismo.

—Me llamo Kelly, señor —se presentó el joven, abriendo una pequeña cartera de piel que puso encima del mostrador—. FBI.

—Bien, bien.

El sheriff examinó atentamente su fotografía, luego miró al agente, observando sus cabellos castaño-rojizos, ojos azules y facciones cuadradas y vivas. No tenía que bajar la vista para mirar al hombre, experiencia poco frecuente en él: metro ochenta o más de estatura, pensó, con suficiente corpulencia para conferir autoridad a su estatura.

—Ha acudido usted muy pronto —dijo Burns empujando ligeramente la cartera a través del mostrador.

—Nuestra oficina de Filadelfia captó la alerta de la policía del estado hacia las ocho y quince. El «SAC» me ha enviado primero a mí. Pronto llegarán más hombres de Filadelfia y de Harrisburg. Dentro de una hora o así, tendremos equipamiento antidisturbios, y al amanecer podremos disponer de dos aviones, si los necesitamos.

—¡Vaya! No va a faltarnos de nada, ¿eh? Y a propósito, ¿qué es el «SAC»?

—La sección de agentes especiales —respondió Kelly.

—Entonces el caso queda en sus manos, ¿no es cierto?

—Un golpe en un banco es en la práctica un caso de competencia federal, sheriff. Los depósitos están asegurados por una agencia federal y esto determina nuestra intervención. Pero estamos aquí para trabajar para usted. Usted conoce la zona. Nosotros cooperaremos lo mejor que podamos. Le parece bien, ¿no?

—Desde luego —dijo el sheriff. Él tenía, sin embargo, una idea de lo que significaba la palabra cooperación: una manera cortés de quitarle las riendas de las manos—. Adelante. ¿Tiene usted alguna idea de lo que hemos de hacer a continuación?

—El hombre muerto ¿ha sido identificado?

—Todavía no.

—Le tomaré las huellas y Filadelfia enviará la información a Washington. Cuando sepamos quién es, su identidad puede conducirnos hasta el otro hombre.

—Hay otros dos hombres —corrigió el sheriff.

—El informe de la policía del estado solo mencionó uno. ¿Cómo es eso?

—Nadie vio al otro individuo.

El sheriff explicó a Kelly lo que había sabido acerca de John Ingram y del que se hacía llamar Frank Smith.

—Avisé a la policía del estado desde el banco tan pronto como hubo cesado el tiroteo —prosiguió—. Hice una descripción de los sucesos, sin saber que el muchacho de color participó también en el atraco. Todo el mundo en el banco le tomó por un camarero corriente. Pero cuando tuve juntas todas las piezas de la historia, decidí no variar el primer informe.

Kelly enarcó las cejas.

—Bien; es posible que usted no esté de acuerdo con mi razonamiento —dijo secamente el sheriff—. Pero imagine que esos dos individuos han oído aquel informe por radio. Es posible que el negro se sienta libre e intente escapar por su cuenta. Y el otro hombre, recuerde usted que está herido, podría tratar de impedirlo. Va a ejercerse presión sobre ellos, y eso podría inducirles a efectuar una salida.

—¿Cuánto tiempo podemos mantener ese dato en secreto?

—Hasta mañana por la mañana, supongo. En la ciudad se hablará de lo que ocurrió realmente, y entonces tendremos a los reporteros detrás de nosotros.

—Usted dijo que podrían efectuar una salida. ¿Cree que ahora están encerrados en algún sitio?

—Venga aquí un momento —le invitó el sheriff y, sacando del bolsillo un lápiz, se encaminó al mapa del condado que había en la pared, detrás de su mesa—. Ingram y el hombre herido salieron en coche de la ciudad por la calle Cherry. Esa calle les llevó hasta campo abierto, a unos seis o siete kilómetros.

Trazó un círculo alrededor del área sudoeste de Crossroads.

—Los policías del estado bloquearon las carreteras de todo este territorio. Pero hay caminos vecinales que esos individuos pueden utilizar para escabullirse de nuestro bloqueo. Todo lo que podemos hacer es registrar los agujeros más probables, las carreteras principales, las proximidades de los puentes, etc. Y vigilaremos los autobuses y los trenes. Están dentro de un lazo corredizo, pero este lazo es enormemente grande y terriblemente flojo.

—¿Cómo es aquí el paisaje?

—Campo abierto poblado de granjas y una zona de bosques; sesenta y cinco kilómetros cuadrados en total. Numerosas alquerías, graneros, dependencias, viejos molinos, etc. Conocemos su automóvil; así, pues, no pueden viajar en él. Y tampoco pueden permanecer al aire libre con este tiempo. Es probable que se hayan refugiado en alguna casa. Por eso quiero hacerles correr. Que salgan al aire libre donde no nos expongamos a matar a personas inocentes.

—¿Es el área demasiado extensa para una búsqueda casa por casa?

—Podríamos intentarlo, pero nos llevaría mucho tiempo.

—¿Han alertado ustedes a todos los médicos de los alrededores para que tengan cuidado?

—Fue lo primero que hicimos.

—La llamada podría parecer un poco inocente —observó Kelly—: de un antiguo y conocido paciente con algún problema de estómago, tal vez…, pero hablando con una pistola apuntándole a la cabeza…

—Ya advertimos de esa posibilidad a los interesados. Hablarán con nosotros antes de salir a atender cualquier llamada esta noche.

—Bien —dijo Kelly, sujetándose la gabardina con el cinturón—. Enviaré las huellas que se han tomado. Usted lo ha hecho todo muy bien.

—Gracias —dijo fríamente el sheriff.

Era lo suficientemente humano como para sentirse halagado por el cumplido, pero el FBI tenía muy poco que enseñarle acerca de los asuntos de su propio territorio. Kelly se detuvo y le miró desde la puerta.

—Usted tiene por aquí algunos cazadores de zorros, ¿verdad?

—Los Mastines de Chesterson. ¿Por qué?

—Bueno; es solo una idea. Podría ser interesante pedirles que mantuvieran abiertos los ojos. Una montería cubre mucho territorio, y podrían tropezarse con algo interesante: un coche escondido en el bosque o humo saliendo de una casa abandonada —aventuró Kelly encogiéndose de hombros—. En todo caso, nada se perdería. Hasta la vista.

Saludó con la mano y se fue.

El sheriff le siguió con la mirada, acariciándose la barbilla. Luego sonrió de mala gana. Tenía que haber pensado en los cazadores de zorros, que transitaban por el campo con toda clase de tiempo, completamente aislados en su pequeño e inmenso mundo de caballos y rastros, perros y zorros. Por la mañana haría una llamada al presidente de los Mastines; no les haría ningún mal mantener los ojos abiertos por si veían algo además de los zorros, para variar. Kelly tenía razón, pensó, con una ligera sonrisa.

Quince minutos más tarde llegaron otros tres agentes, hombres tranquilos, de aspecto competente, que se presentaron a sí mismos al sheriff y luego fueron al despacho del forense en compañía de Kelly. Al cabo de media hora, volvió Kelly para hacer una llamada al Departamento de Justicia de Washington.

—He enviado a uno de los muchachos de regreso a Filadelfia con las huellas —dijo, mientras esperaba la conexión—. Las transmitirán a Washington. Probablemente dispondremos de algún dato dentro de unas horas.

—¿Cómo sabe usted que le tienen fichado?

—Es muy probable. A su edad, un hombre suele estar fichado: servicio militar, protección civil, cualquier clase de arresto o prisión, etc.

Encendió un cigarrillo y se sentó en una esquina de la mesa del sheriff, llenando el despacho de una sensación de energía vital, saludable. Cuando tuvo la conexión, dijo:

—Aquí Kelly. Eso es. Crossroads, Pennsylvania, el atraco del banco. Tomamos huellas necrodactilares de ambas manos de un varón no identificado de unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Las huellas han sido enviadas a Filadelfia y ustedes deberían recibirlas dentro de una hora más o menos. ¿Todo arreglado?

Kelly sacó una libreta de su bolsillo y leyó al teléfono una lista de números: el cómputo de las huellas. Luego dijo:

—Es un arco alto, según veo. Esto debería ayudar un poco… Sí. Hasta luego.

El sheriff no había entendido de qué estaba hablando Kelly, pero no quiso pedirle ninguna explicación. Finalmente, la irritación contra sí mismo pudo más que su dignidad.

—¿Cómo demonios pueden empezar a trabajar en Washington antes de que les lleguen desde Filadelfia las huellas dactilares?

—Bueno, ellos saben dónde pueden empezar a mirar. Sacarán las tarjetas de una sola categoría: arco alto, en este caso, y eliminarán las inadecuadas: varones fallecidos, mujeres y niños. Cuando les lleguen las huellas, habrán ganado tiempo, al quedar pendientes de comprobación tan solo unos cuantos centenares de muestras. No es mi especialidad, pero los expertos de Washington leen huellas dactilares con la misma facilidad con que nosotros leemos un periódico.

Morgan llegó poco después e informó de que la aglomeración de curiosos se había ido disolviendo, y de que el tráfico era fluido en la calle principal.

El sheriff giró en su sillón y levantó los ojos hacia el círculo que había trazado alrededor del área sudoeste de Crossroads. No cabía sino esperar. La lluvia hacía inútil seguir cualquier rastro. Pero ahora el viento estaba de parte de ellos: los hombres perseguidos tendrían que hacer el primer movimiento…

Después de unos minutos, miró a Kelly y le preguntó:

—¿Había cenado usted ya?

—Estaba a punto de preguntarle si había algún restaurante abierto.

—¿Querría usted venir a mi casa conmigo? Hay un asado esperando encima del fogón. Con todas las guarniciones.

—No quisiera ser para usted una molestia.

—En absoluto. En realidad, podría constituir una gran ayuda. Morgan, mantenga el oído pegado a esa radio. Volveremos dentro de media hora aproximadamente.