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EL ESTADO DE ÁNIMO de Earl era de relajada y sencilla satisfacción cuando entró en el ascensor; aquella presión que sentía dentro de sí parecía haberse disipado por efecto de la decisión que había tomado de aceptar el ofrecimiento de Novak. Ahora se sentía sostenido por una sólida sensación de importancia hasta entonces desconocida; sabía que se hallaba dentro de algo grande y esto le animaba. «Ahora todo irá bien», pensaba, cuando el ascensor comenzó a subir.
No estaba preocupado por ningún fracaso, porque carecía de imaginación para representarse mentalmente un desastre en términos vividos y personales; era esta carencia la que hacía de él un buen soldado. Todo el asunto podía salir mal, naturalmente; siempre existía esa probabilidad, y eso lo comprendía, pero en su mente se mostraba incapaz de conjurar los colores y la textura de los detalles del fracaso: sirenas de la policía, por ejemplo, o el impacto de balas en su cuerpo o el potencial horror de esperar la muerte en una cámara de gas o en una silla eléctrica.
No pensaba en esas cosas. Inconscientemente había desplazado hacia los hombros de Novak la responsabilidad de lo que estaba a punto de realizar. Novak lo dirigía todo. Se consolaba pensando que era un poco como el ejército: hacías lo que te decían incluso si las órdenes eran estúpidas o peligrosas. No importaba; si las cosas salían mal, tú no tenías la culpa.
La noche anterior, después de dejar a Lorraine, llamó por teléfono a Novak. Luego estuvo deambulando por las calles silenciosas durante varias horas, y el enfado con Lorraine se fue disipando al saborear la paz que le invadió después de tomar su decisión.
Lorraine era estupenda, pensaba, mientras avanzaba por el pasillo hacia la habitación de Novak. Buena chica, un poco nerviosa y posesiva, pero ¿qué mujer no lo era, si quería a un hombre? Cuando aquello hubiese terminado, volvería a ella, se establecerían en algún lugar y disfrutarían de la vida. Ya se lo dijo aquella mañana: ella necesitaba que la animasen y él había hecho lo posible para ponerla de buen humor. «Todo», pensó esbozando una sonrisa.
Novak abrió la puerta y dijo:
—Pasa. Ya conoces a Burke. Este es Johnny Ingram. Johnny, Earl Slater.
Earl entró en la habitación, dirigiendo una sonrisa a Burke, pero cuando se volvió y tendió la mano hacia el otro hombre, pasó por él un leve movimiento de confusión y hostilidad. Era un hombre de color; un hombre de color pulcramente vestido, con una bebida y un cigarrillo en la mano. Earl dejó caer lentamente el brazo a su costado.
—¿Qué es esto? —inquirió sintiéndose intrigado.
«Parece una broma», pensó. Pero Novak no estaba para bromas; se hallaba sentado al borde de la cama y dijo con naturalidad:
—Johnny está en el asunto, Tex. Es el tipo que hará funcionar mi plan. ¿Entiendes?
Entonces levantó los ojos y su voz adquirió un tono duro al advertir la confusión y la ira estampadas en el rostro de Earl.
—¿Entiendes?
—Sí, claro —dijo Earl lentamente, mirando fijamente al negro.
—Muy bien, toma asiento. Vamos a tratar del asunto.
—¿Una bebida, Tex? —propuso Burke, señalando con la cabeza la botella del aparador.
—Sí, deme cualquier cosa —aceptó Earl—. Tengo un sabor muy raro en la boca.
Burke sirvió whisky con hielo y entregó el vaso a Earl. Luego dispuso otro para él y fue a sentarse en el antepecho de la ventana. Ingram cruzó las piernas cuidadosamente, con el vaso apoyado en la rodilla y una expresión entre astuta y divertida en sus pequeñas facciones de zorro. Sonrió con amabilidad y dijo:
—Apostaría algo a que ha sentido usted un sabor marrón oscuro en su boca, señor Slater. Es el de la peor clase, esta es la verdad.
Earl se dio cuenta de que estaba siendo provocado, pero la sonrisa conciliadora de Ingram entreveró su cólera con una frustradora confusión. Sintió un intenso calor en su cuerpo al intentar analizar sus sentimientos.
—Sí —admitió finalmente—, sí, es cierto. Me parece que es usted muy listo.
Pero sintió que estas palabras sonaban como una tontería.
—Bien, gracias —dijo Ingram, moviendo la cabeza.
—Siéntate, Earl —invitó Novak—. Ponte cómodo.
Solo quedaba un asiento en la habitación, una butaca repleta de objetos, al lado de Ingram. Earl la miró un instante, y luego sonrió ligeramente.
—Creo que me quedaré de pie.
Se apoyó contra la puerta y echó un poco hacia atrás el sombrero en su cabeza.
—Muy bien —dijo Novak tranquilamente—. El banco que vamos a asaltar se halla en una pequeña y apartada ciudad de Pennsylvania llamada Crossroads. Tal vez jamás hayáis oído hablar de ella. Pero después de este trabajo, la conoceréis como la palma de vuestra mano.
Mientras describía las características de la ciudad y las carreteras y caminos que conducían a ella, Earl iba fumando su cigarrillo y observaba al negro por el rabillo del ojo. La sensación de relajado bienestar de que disfrutó hasta entonces había desaparecido; ahora su pecho estaba tenso y en medio de la frente sentía un continuo y ligero dolor. ¿Por qué habían tenido que meter un negro en aquello?, pensaba lleno de rabia.
—Con respecto al reparto —prosiguió Novak—, yo estoy poniendo dinero para este trabajo. Es lo que retiraré primero del botín. Después, de lo que quede haremos cuatro partes, hasta el último centavo exactamente.
—Tal vez harías bien en explicarles lo referente a los gastos —sugirió Burke.
—A eso iba —Novak sacó del bolsillo posterior del pantalón una hoja de papel y la examinó un momento—. Aquí lo tengo todo detallado: podéis examinarlo, muchachos, si queréis. Ante todo, hay dos coches. Uno de ellos es una furgoneta que emplearéis para el trabajo; el otro coche es un sedán negro, corriente, que utilizaremos para largarnos.
—Cambiaremos los coches después de la faena —aclaró Burke—. Eso despistará —Tomó un pequeño sorbo de su bebida y sonrió—. Todo el asunto irá como una seda.
—Los dos coches tienen placas de matrícula y documentación —continuó Novak—. Los polis seguirán una pista que les conducirá hasta un par de individuos llamados Joe. Los documentos y las placas han costado bastante dinero, pero merecía la pena. Ahora hay algunas cosas más. Un equipo de camarero para Ingram y una chaqueta y una gorra de chófer. Y algunas otras cosas para él que pasaré a detallar más adelante. Todo eso ha costado unos seis mil quinientos pavos. Los deduciré del botín antes de que hagamos el reparto. ¿Está claro?
—Sí —dijo Earl—. Y después el reparto a partes iguales.
—Está bien —Novak asintió despacio con la cabeza—. Dejadme que os diga algo: la mayoría de los trabajos acaban mal después de haber realizado duros esfuerzos. Tenemos el caso de Brink, por ejemplo. Otro caso es el del Merchants Bank de Detroit el pasado verano. Trabajos bonitos, planeados por expertos. Todo como una seda —Novak dirigió la mirada a su alrededor—. Pero todos esos expertos están hoy en chirona. ¿Sabéis por qué? Porque el reparto del botín no fue equitativo. Ahí es donde surgen los problemas. Siempre hay algún resentido que puede volverse contra ti. Él tomó sobre sí los mismos riesgos que los demás, pero lo que se cobró del botín no fue igual que la parte de ellos. Cuando el resentido toma unas copas de más, empieza a irse de la lengua. Y así es como los expertos con toda su inteligencia van a dar con sus huesos en la cárcel. Pero esto no nos ocurrirá a nosotros. Todos los que estamos en este negocio corremos el mismo riesgo si las cosas salen mal; por lo tanto, todos vamos a recibir lo mismo cuando tengamos la pasta en nuestras manos.
Novak se levantó y dejó su vaso vacío encima del aparador.
—He empleado tiempo y dinero en buscar ese banco determinado y no quiero problemas, ni ahora ni más tarde. En las tres próximas semanas voy a convertiros en robots. Cada paso que deis podrá cronometrarse al segundo. Yo me he tomado el trabajo de pensar; a vosotros, muchachos, os corresponde obedecer las órdenes. Vamos a hablar ahora de cómo iniciaremos nuestro trabajo…
Ingram encendió otro cigarrillo cuando Novak empezó a explicar los detalles del trabajo, bosquejando el papel concreto y la responsabilidad de cada uno de los hombres. Ingram conservaba su apariencia de profundo interés, teniendo que hacer para ello un esfuerzo físico; requería todo el dominio de sí mismo el hecho de estar sentado en silencio y escuchar la dura y eficiente voz de Novak. La sonrisa fría y desdeñosa del tejano le impedía concentrarse en lo que Novak estaba diciendo; las palabras iban rompiéndose en su mente en fragmentos sin sentido.
Ingram no ignoraba lo que era el odio; como hombre realista, había oído y visto lo suficiente para convencerse de que el odio era una cosa tan palpable como la dura acera que pisaban sus pies. Pero toda su vida había vivido en el Norte, en los barrios de gente de color de las grandes ciudades. Para evitarse problemas, se limitó exclusivamente a los suyos y se centró en sus propios asuntos. Disentía de los negros que se empeñaban en ser servidos en restaurantes y bares de personas blancas; ¿por qué tener que aguantar que a uno fe miren con impertinencia mientras se toma un bocadillo o un vaso de cerveza? Así era como él pensaba y sentía.
En su propio vecindario se encontraba confiado y seguro, como hombre de cierta categoría; la gente le escuchaba con respeto. Incluso se entendía bien con los blancos; conocía a un montón de policías, fiadores y apostadores profesionales de carreras de caballos, y en los negocios le trataban decentemente. Charlaba con ellos sobre deporte y política en las oficinas de fianzas y comisarías de policía, pero jamás quiso traspasar los límites de estas relaciones. Si la conversación de sus interlocutores recaía en cuestiones sociales o personales, se escabullía sin esfuerzo adoptando una actitud de cortés indiferencia. Él sabía que se trataba de una tregua tácita; ellos evitaban ciertas palabras y temas cuando él se hallaba presente, y él les correspondía manteniéndose al margen cuando sabía que sus comentarios no serían bien recibidos.
Este arreglo le parecía bueno; no tenía motivos de queja. Era como un sapo grande en una pequeña charca negra, y no tenía ninguna intención de salir de ella. No experimentaba necesidad alguna de chapotear en el gran estanque de los blancos. Pero a pesar de estas tolerancias y adaptaciones, en su interior acechaba un miedo tan imposible de desarraigar como el temor que siente un niño ante la oscuridad o las personas extrañas.
En ocasiones, cuando viajaba en el metro o caminaba por una calle concurrida, se daba cuenta de que alguien le miraba fijamente. La conciencia de este hecho siempre desencadenaba en él un reflejo de inquietud, y le hacía sentir nervioso y vulnerable. Generalmente no miraba a su alrededor; trataba de olvidarse de ello, fijando los ojos en algo neutro, como los anuncios del metro o los escaparates de las tiendas. Pero finalmente, alerta e inquieto, decidía examinar con prudencia a las personas que estaban cerca de él, sabiendo, con temor, que encontraría a alguien que le miraba con aversión y odio. Podía ser un hombre o una mujer, viejo o joven, incluso un niño; pero la mirada era generalmente la misma, una mezcla de desazón, desprecio y cólera.
Así era como el tejano le estaba mirando, y a Ingram esto le hacía sentirse asustado y desvalido. Pero lo peor de todo era que le hacía sentirse culpable y avergonzado de sí mismo, como si mereciera ser mirado de aquel modo. Una mirada como un latigazo…
En otro tiempo no se había sentido demasiado molesto por tales cosas; otras personas de color las tomaban a broma, se reían de ellas, y él había cobrado confianza en aquella burla colectiva. «Que miren cuanto quieran, ¿es que no han visto nunca algo moreno? ¿Nunca?». Había que tomarlo a broma…
Pero sucedió algo que agregó una significación ominosa a aquellas miradas ocasionales de disgusto o de odio. Su madre cayó enferma durante una visita que hizo a su hermana en Mobile, Alabama, y él fue a buscarla para llevarla a casa. Por aquel entonces había abandonado el ejército, y dejó en el Norte su ropa llamativa. Procuraba andar sin hacerse notar y pensar en sus propios asuntos. Con algo de sorpresa por su parte, la gente del Sur le trataba con una cortesía casi ceremoniosa; había una barrera entre ellos, marcada e infranqueable, pero en todos los contactos permisibles él era consciente de su cortesía y hasta de su tacto.
Fue en el tren de regreso al Norte donde ocurrió el incidente. Habían hecho una parada no programada en la ciudad de Anniston. Nadie sabía por qué, pero corrían rumores, y una excitación contagiosa empezó a extenderse a través de los vagones. Se necesitaba un médico; algo había sucedido en uno de los coches cama. La gente estaba agitada y encendía cigarrillos, las cerillas parecían pequeñas antorchas en la oscuridad. Fuera del tren, unos faroles amarillos proyectaban su luz sobre la pequeña estación de madera. Estaba lloviendo y las calles parecían de oro bajo aquel suave alumbrado.
La noticia se filtró en el coche que él ocupaba: una mujer blanca se había puesto histérica y se había necesitado un médico para administrarle un sedante. Cuando se hizo el silencio, se la oía sollozar. Ingram se arrebujó en su abrigo e intentó volverse a dormir. A través del pasillo, su madre roncaba apaciblemente, con sus gafas de montura dorada brillando en la semioscuridad, con su cuerpo grande y blando inflándose como un globo por efecto de su tranquila respiración. Descansaba, pero él no podía; las otras personas del vagón estaban charlando y moviéndose inquietas y él no lograba aislarse de estas distracciones.
Finalmente salió a la plataforma y allí, en una nerviosa conversación con uno de los revisores, un muchacho de color, se enteró de lo sucedido: la mujer pretendía haber sido molestada por el encargado del coche cama. Según ella, el hombre intentó descorrer las cortinas de su litera o algo así; estaba demasiado histérica para dar detalles. El encargado trabajaba regularmente en aquella línea, el revisor le conocía desde hacía años, e insistía en que la mujer estaba chiflada. Probablemente todo habían sido imaginaciones suyas.
Hablaron en voz baja, como furtivamente, y luego Ingram regresó a su asiento y se subió el cuello del abrigo hasta la cara, convirtiéndose en un bulto informe e insignificante en medio de la oscuridad.
Pero un poco más tarde fue consciente de que una multitud de hombres estaba reuniéndose bajo el cobertizo de la estación. Miraban el tren, hablando en voz baja, con sus caras largas y pálidas bajo la amarilla luz. De vez en cuando una cerilla llameaba en la punta de un cigarrillo e Ingram podía ver el centelleo de unos ojos recelosos y escrutadores.
Era un grupo tranquilo, casi pasivo, pero Ingram advertía un extraño nerviosismo en aquellos hombres, una pesada y significativa intensidad. Se apretujaban unos contra otros formando un corro, unidos por un tácito entendimiento y un propósito común.
Alguien encendió las luces del vagón y los hombres vieron a Ingram junto a la ventanilla. Uno de ellos le señaló, y los demás se acercaron más al tren, mirándole fijamente con ojos que empezaban a brillar de excitación.
Al principio era excitación y curiosidad. Ingram se sentía como un monstruo de feria o un animal en una jaula. Pero la emoción de aquellos hombres no tardó en trocarse en otra cosa, en algo extrañamente alegre y torvo al mismo tiempo. Uno de los individuos le gritó algo, y otro se rio, mostrando los dientes en la oscuridad. Cercado por sus ojos brillantes y amenazadores, Ingram percibió el odio del grupo como el calor que sale de un alto horno.
Alguien le sacudió el hombro. Se volvió rápidamente y vio la cara grande y mofletuda de un hombre con uniforme de policía. El oficial le dijo sosegadamente:
—Más vale que te metas en uno de los lavabos, muchacho. Y cierra la puerta. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Será mejor. No te preocupes. Pero el mirarte les trastorna. Vale más que no les provoques.
La voz del hombre sonaba natural y suave, casi amigable; no estaba regañando a Ingram, simplemente estaba enunciando un hecho concreto: «el mirarte les trastorna».
—Sí, señor, lo comprendo. Gracias, señor.
Confuso y a toda prisa, avanzó por el pasillo en dirección al frío y pequeño lavabo que se hallaba en el extremo del vagón. Agachado allí, en el asiento, con la nariz llena del acre olor de los herrumbrosos conductos, Ingram no sentía cólera ni tampoco la impresión de ser ultrajado; en vez de ello, se notaba pequeño e insignificante. Eso era lo que aquellos hombres veían, pensó.
Por fin, como una respuesta a una oración, el tren reanudó la marcha con una sacudida…
Ingram jamás pudo saber lo que le había sucedido al encargado de los coches cama. Estuvo mirando los periódicos una o dos semanas, pero nunca leyó nada sobre el incidente. Probablemente trasladaron al hombre a otra línea, pensó; era lo mejor que podía hacerse.
Novak dio rápidamente una palmada, y el sonido hizo que Ingram se incorporase de un modo tan brusco, que casi derramó lo que le quedaba de su bebida.
—Bien, eso es —dijo Novak, mirándoles con una sonrisa complacida—. Tres semanas a partir del viernes. Es el día D. Pasaremos las próximas tres semanas preparando el horario, la huida, todo.
Burke recogió los vasos y empezó a preparar una segunda ronda de bebidas.
—Necesitamos tomar algo para celebrar el trato.
Ingram se levantó, frías y trémulas las manos; quería salir de allí, alejarse del aspecto que presentaba la cara del tejano.
—Preferiría marcharme, señor Novak. Tengo que hacer algunos planes.
—Mañana me pondré en contacto contigo, entonces. Y hablaré con Tenzell hoy mismo.
—Muy bien, señor Novak.
—Demonio, ¿por qué tanta prisa? —dijo Burke, pasando bebidas a Earl y a Novak—. Vamos a brindar por nuestra suerte, ¿eh?
Novak miró su vaso, sonriendo.
—Brindemos por los días felices que nos aguardan. Quizá con cincuenta mil pavos en la cartera, el futuro puede ser maravilloso.
Earl miraba fijamente su bebida frunciendo un poco el entrecejo. No había seguido la explicación de Novak. Su esfuerzo para concentrarse habíase visto frustrado por la presión que iba creciendo en su interior. No había objetivo o dirección para sus sentimientos; estaba atrapado irremediable e impotentemente entre la confusión y la cólera. Siempre le había sucedido así, pensó, mirando aún su vaso con aire preocupado. Nunca había sido nada fácil y claro para él.
—¡Suerte! —deseó Burke.
Y apuró el contenido de su vaso, dejando que el licor, al descender, casi le quemara la garganta.
Novak miró hacia Earl.
—Bueno, ¿qué estás esperando? ¿Está malo el whisky?
—No; el whisky está muy bien.
Earl miró preocupado su vaso. Lo hizo girar despacio entre sus grandes dedos por espacio de unos segundos, sin darse cuenta del incómodo silencio que de pronto llenó la habitación.
—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó Burke.
—Me estoy interrogando a mí mismo acerca del vaso —dijo Earl—. ¿Está usted seguro de que es el mío?
—Lo tienes en la mano, ¿no? Mi regla es esta: si yo tengo en mis manos un vaso, es el mío.
Earl miró el vaso con ojos escrutadores.
—Podría usted haberlos mezclado.
—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¿Acaso tenías tus iniciales en el tuyo?
—¿Qué te pasa? —inquirió Novak mirando a Earl cerrando un poco los ojos.
—Pues esto —dijo Earl con naturalidad—. Trabajaré con este negro si tengo que hacerlo, pero no estoy dispuesto a beber del mismo vaso que él.
No había ira en su voz; se limitaba a exponer un hecho, formulando un principio que se hallaba demasiado arraigado en él para que precisara ser calificado o discutido. La presión de su interior había desaparecido; ahora estaba seguro del terreno que pisaba, ya no se sentía torturado por tensiones en conflicto. Moviendo lentamente la cabeza, dejó caer el vaso de su mano. El licor se esparció por la alfombra de color beige y los cubitos de hielo rodaron y rebotaron como un par de dados de gran tamaño.
—No quiero aventurarme en un caso como este —concluyó.
—Muchacho, tú llevas la ventaja —dijo Ingram, pero nadie le escuchaba ni le miraba; Novak y Burke estaban mirando a Earl, con semblante pensativo y un tanto preocupado.
—Muy bien, ya has expuesto tus principios —dijo Novak—. Ahora debes ponerlos en práctica.
Ingram agradecía que no le mirasen; sentía que sus mejillas le ardían como si tuviese fiebre, escociéndole como si hubiera recibido una bofetada. Estaba nervioso y tenía miedo, pero la ira le infundió intrepidez para decir:
—Bien; algún día apostaré cuatro contra uno.
Tomó un pequeño sorbo de whisky y luego colocó cuidadosamente el vaso encima del aparador. Dirigiendo una fría sonrisa a Earl, dijo:
—Aunque papá solía decirme que era tonto. Incluso con esas ventajas. No utilices un cazo para recoger la pobre basura blanca, eso es lo que siempre nos decía.
Aquello significaba crearse dificultades, e Ingram lo sabía; era como agitar una bandera roja delante de un toro. Estaba con todo el cuerpo en tensión, pronto para moverse rápidamente, pronto para cualquier cosa. Pero no conocía a Earl Slater; no estaba preparado para la rapidez de sus reflejos, la fuerza de su cuerpo. En un momento, Slater se hallaba a un metro de distancia de él, relajado e indolente, con un pulgar cogiendo como un gancho su cinturón y una leve sonrisa en los labios; y en el momento siguiente estaba encima de Ingram como una bestia furiosa, arrojándole contra la pared con una extraordinaria violencia.
—¡A mí no me digas nunca eso! —le gritó. Golpeó entonces salvajemente a Ingram con la mano abierta y el impacto del golpe resonó en la habitación como un pistoletazo—. ¿Me oyes? —Gritó, y su voz temblaba con una furia que anulaba por completo su razón y su control.
—¡Basta ya! —gritó Novak—. ¡Tanto el uno como el otro!
Él y Burke cogieron a Earl por los brazos, pero tuvieron que hacer uso de todo su peso y de todas sus fuerzas para poder apartarlo, para obligarle a retroceder hacia el otro lado de la habitación.
—¡Loco, más que loco! —le increpó Novak con voz llena de rabia—. A mí el color que me preocupa es el verde. ¿Lo oyes? ¡Verde!
Miró fijamente a Earl, cuyo tórax corpulento subía y bajaba rápidamente.
—Si quieres una parte de este trabajo, debes guardar para ti tus manos y tu boca. De lo contrario, ya puedes largarte. Necesito a Johnny, ¿comprendes? ¿Te percatas bien de ello?
Earl retiró bruscamente su brazo de Burke, que se lo sujetaba, y se estiró el cuello de la chaqueta. Aquel instante de acción le había purgado de su ira; era capaz de sonreír a Novak.
—Ya no habrá más problemas —Miró a Ingram, con la sonrisa aún en los labios—. Eso está bien, ¿verdad, negro? Ahora nos entendemos, ¿no?
Ingram se tocó suavemente los labios magullados.
—Te conozco —dijo con voz suave, vacía.
Earl movió la cabeza mirando a Novak.
—¿Lo ve usted? Ya no habrá más problemas. Es como amaestrar un perro. Se necesita un palo y un poco de tiempo. Eso es todo.
—No quiero que vuelvan a ocurrir estas cosas —advirtió Novak—. Métete eso bien en la cabeza.
Earl se encogió de hombros mientras se volvía hacia la puerta.
—Todo ha pasado, no se preocupe.
Ingram miró su espalda, con la mano aún puesta sobre los doloridos labios. «Quizá haya pasado todo —pensó— y quizá solo esté empezando. Solamente empezando»…