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INGRAM LLEGÓ A LA estación de autobuses de Filadelfia poco después de las diez y media. Atravesó rápidamente la terminal abarrotada, con el ala del sombrero de Earl bajada hasta los ojos, y al cabo de unos minutos su delgado cuerpo se había fundido en las calles de la ciudad. Sus reacciones eran las de un animal que huye: el miedo solo le infundía la despreocupada tenacidad por existir. Había llegado hasta la carretera como envuelto en un aura protectora que le hacía olvidarse de la lluvia, del viento y de los oscuros árboles cuyas ramas se mecían grotescamente por encima de su cabeza. El autobús se convirtió en un refugio discretamente iluminado, un puerto de penumbra y calor. Encontró un asiento en la parte de atrás y se subió el cuello del abrigo de Earl, que te iba grande, hasta taparse la cara. El motor latía como un potente corazón en medio del soñoliento silencio, y las suaves luces caían como una bendición sobre los cuerpos inocentemente arrellanados de los otros pasajeros.
Ingram contemplaba las ondas de agua que bajaban por el cristal de su ventanilla, y a través de ellas, los puntitos de luces amarillas que brillaban desde alquerías situadas a gran distancia cíe la carretera. Pasaron un control de carretera, y él se echó hacia atrás aterrado, al pasar barriendo la ventanilla un haz de luz. Algunos de los otros pasajeros se despertaron y murmuraron algunas palabras, mientras el conductor hablaba con la policía. Luego, el autobús pasó lentamente por delante de un grupo de soldados que llevaban largos impermeables negros. Ya no hubo más paradas. Entraron rápidamente en la ciudad, rechinando los grandes neumáticos al rozar la mojada calzada…
Ingram esperó entre las sombras que pasara ruidosamente un tranvía, y luego se apresuró a dirigirse hacia la siguiente manzana de casas. La tormenta había obligado a los peatones a refugiarse en los portales, y el tráfico motorizado era poco denso. Las farolas brillaban sobre aceras vacías, y las ráfagas de viento barrían el débil sonido de los cláxones, hacían enmudecer los atronadores camiones y ahogaban las vibraciones del metro.
Aquello era su ciudad, su vecindario. Las vistas familiares derribaban las defensas que el temor había levantado contra la realidad. Se detuvo y se apoyó impotente en un edificio, mientras una destructiva ola de autocompasión casi minaba por completo su energía. No le quedaba esperanza alguna. Estaba demasiado débil y enfermo. El dolor se agudizó en su pecho cuando un acceso de tos sacudió su cuerpo. El exponerse desnudo al frío y a la lluvia fue una prueba excesiva…
Vio manjares delicados en los escaparates y recordó el olor y el tacto de aquel local, cálido y aromático, con manjares judíos: jarros y latas que brillaban en los estantes, el enorme refrigerador repleto de botellas de cerveza y leche y suaves bebidas… Allí solía comprar bocadillos para llevar a casa. El dueño hacía un bocadillo que constituiría una cena para un hombre hambriento.
Pero eso pertenecía ahora al mundo de los sueños. Los manjares delicados, la lavandería china, la calle por la que vagó en el pasado con la cabeza llena de locos pensamientos, todo aquello eran fantasmas. La realidad estaba ahora en la vieja alquería helada y empapada por la lluvia, en Earl, Huesoloco y el retorcido viejo.
Algo se movió y le llamó la atención. Vio a un vigilante paseando por la acera desierta, y su bastón proyectaba al balancearse una larga sombra grotesca arriba y abajo de la calle. Las luces brillaban en sus botones de latón cuando se detenía para comprobar si la puerta de una tienda estaba bien cerrada.
La respiración de Ingram se hizo rápida y dificultosa, plateando el aire frío ante su cara. Se encaminó hacia la siguiente manzana de casas, con los hombros encogidos contra el sonido de una persecución. Un grito o el rumor de unos pasos le habría impelido a huir…
Al cabo de dos o tres minutos llegó al drugstore, aminorando el paso para mirar con aprensión los brillantes escaparates, y el enorme rótulo de neón encima de las puertas giratorias. Era un local grande y animado, con una larga barra, estantes con revistas, farmacia y brillantes vitrinas llenas de artículos de perfumería.
Parecía una trampa, una brillante trampa de neón…
Quizá no sirvieran a gente de color. Quizá causara una conmoción por el mero hecho de entrar. Quizá lo arrestaran… Este pensamiento le hizo burbujear una vertiginosa risa en la garganta. «Robar un banco, eso sí. Pero no vayas a pedir una taza de café en un local para blancos».
Pero otro pensamiento disolvió este loco y morboso humor: ¿Y la mujer de Earl? ¿Le ayudaría? Earl estaba seguro de ella, pero Earl era un loco. Probablemente creía que cualquier mujer que se acostaba con él era una esclava para toda la vida. Y quizá aquella mujer no querría saber nada de sus problemas. Acaso leería la nota y empezaría a llamar a gritos a la policía.
Pero de pronto se encontró a sí mismo moviéndose, encaminándose hacia las puertas giratorias, con sus preguntas sin responder, sus temores sin disiparse. No había tomado ninguna decisión; se limitaba a avanzar, loca y retadoramente. Pero se daba cuenta de que si penetraba en aquel drugstore era por una simple idea de Earl; solo eso le impulsaba a entrar en aquella gran trampa de neón. Él quería ayudarle; esta era la realidad, la absurda e insustancial realidad.
Todo en el bar era limpio y ordenado: las jarras de café brillaban por efecto de los fluorescentes colocados arriba, y los pequeños grupos de servilletas, azucareros y tarros de mostaza estaban alineados casi tan pulcramente como una formación de soldados de juguete. Una camarera rubia tomaba su pedido y lo apuntaba cuidadosamente en una libreta: café y una pasta. Antes de alejarse, dirigió a Ingram una breve e impersonal sonrisa, y él sintió que se le relajaban los tensos nervios y que su cuerpo se hundía en una bendita lasitud. Puso el sombrero de Earl encima del taburete, a su lado, y abrió el cuello de su abrigo para que el calor del local le penetrase hasta los huesos. Después de un rato, paseó su mirada por el establecimiento, tratando de no parecer furtivo o nervioso, haciendo su inspección lentamente y con naturalidad. Varias mujeres estaban comprando en la sección de perfumería, y unos hombres hacían cola para adquirir tabaco. Un pinche estaba rebanando pan industriosamente, y la camarera rubia miraba con ojos aburridos hacia la oscuridad lluviosa que se extendía más allá de los brillantes escaparates.
Ingram oyó que una voz impaciente decía:
—Ahora quiero que se trasladen esas revistas a la parte posterior del drugstore. La circulación es nuestro problema y nuestra meta, Lorraine. La gente hojea libros y obstruye la entrada. Desde ahora, esto tiene que cambiar, ¿entendido?
—Mañana estarán trasladadas, señor Poole.
—Bien. Ahora vamos a ver ese menú del almuerzo…
La voz fue extinguiéndose ligeramente. Ingram se inclinó sobre su taza de humeante café, con el corazón latiéndole aceleradamente. Lorraine… Ese era el nombre de la mujer. Ingram esperó unos segundos y luego miró en derredor, atento a las voces.
Un hombre y una mujer se hallaban de pie junto a los estantes de revistas, cerca de la puerta. El hombre llevaba un abrigo y daba la espalda a Ingram. La mujer era delgada, de cabellos negros y cara pálida y cuadrada. Asentía lentamente con la cabeza mientras el hombre le hablaba, pero ella miraba por encima de su hombro hacia Ingram. Él vio que sus ojos se abrían más de la cuenta y se oscurecían al posarse en el sombrero de Earl, que estaba encima del taburete, al lado de Ingram. Una de sus manos se dirigió hacia su garganta, pero continuó asintiendo con la cabeza, como pensativa, a las apremiantes instrucciones de su interlocutor.
—Sí, tendré eso en cuenta, señor Poole —murmuró la joven mientras Ingram volvía a su taza de café.
—Perfecto. La veré mañana temprano.
Ingram oyó el amortiguado ruido de la puerta giratoria y luego el sonido de unos tacones altos que avanzaban hacia él por el suelo enlosado. Pasó tan cerca, que él sintió la corriente de aire causada por su cuerpo. Dirigiéndose hacia la parte posterior del establecimiento, se detuvo para colocar bien un salero, y luego fue detrás del mostrador y habló brevemente con el hombre de los bocadillos. Ingram la observaba por el rabillo del ojo. Esa era la mujer de Earl: cabellos negros, ojos oscuros, cara pálida y cuadrada. De aspecto enérgico y decidido, con un cuerpo esbelto y tobillos y pies lindos. Parecía fría como el agua helada. Este pensamiento le divirtió. ¿A Earl le gustaba eso? Sin exigencias… y a dormir diez minutos después de pegarle al saco. Ingram se sintió animado por este pensamiento jocoso. Pero casi al instante se sintió deprimido y avergonzado de sí mismo.
Ella se dirigía ahora hacia él, comprobando espitas y cuchillería con ojos profesionalmente vigilantes. La camarera estaba allí cruzada de brazos.
—Ann, quisiera que fuese usted al almacén a comprobar cuántos tarros grandes de mayonesa nos quedan.
—Ya lo hice. Hay seis.
Ingram se inclinó sobre su taza de café. Oyó que la mujer de Earl decía:
—No puede ser. Compruébelo otra vez, ¿quiere, por favor?
—Desde luego, pero sé que solo hay seis.
Cuando la camarera se alejó presurosa, la mujer de Earl se detuvo frente a Ingram.
—¿Va todo bien? ¿Querría usted un poco más de café?
—No, señora; todo está muy bien.
Ella se comportaba con naturalidad, exceptuando sus ojos; su voz era lisa y fría como el marfil, pero sus ojos aparecían oscuros y cálidos, resaltando turbulentos en su clara piel blanca.
—Bueno, hay una cosa en la que usted quizá podría ayudarme —dijo Ingram con una leve risita—. Me he desorientado en la ciudad.
Sacó de su bolsillo la nota de Earl y la puso encima del mostrador.
—La dirección que necesito está escrita aquí, pero no hay manera de dar con ella.
—Tal vez pueda ayudarle.
La joven cogió la nota con cuidado, pero mientras sus ojos recorrían el mensaje, algo en su garganta se puso tenso como hojas de cuchillo bajo su lisa piel. Ingram se estremeció al ver que el hombre de los bocadillos la observaba con curiosidad.
—¿Sabe usted dónde es esa dirección? —preguntó Ingram tosiendo ligeramente.
Ella asintió rápidamente con la cabeza.
—Sí, no está lejos de aquí. Entre las calles Diez y Edgely. Siga dos manzanas a la izquierda, doble otra vez a la izquierda y lo encontrará inmediatamente después del semáforo.
—Parece bastante sencillo.
—No tiene pérdida. Yo… yo tengo mi coche cerca de allí, de modo que conozco el lugar.
Sonreía, pero parecía como si le destrozasen el cuerpo; sus hombros estaban rígidos por la tensión y un pulso latía desesperadamente en el sedoso hoyuelo de la base de su cuello.
—No tendrá ninguna dificultad en encontrarlo, se lo aseguro.
—Bien; muchísimas gracias, señora. Voy enseguida para allá, entonces. El hombre que me espera dijo que no tardase. Buenas noches, señora.
Ingram esperó media hora en las sombras de unos almacenes del cruce de las calles Décima y Edgely, pateando el duro pavimento para hacer entrar en calor su cuerpo. Ella había elegido un buen sitio para encontrarse con él: la zona estaba oscura y silenciosa; una calle con garajes, pequeñas fábricas y tiendas cerradas. Pero él se deslizaba lastimosamente entre las sombras, sin confianza o esperanza alguna; el calor del café se había disipado casi instantáneamente, y cuando tosía, aumentaba el dolor de su pecho. Ella no acudiría… ahora estaba seguro. De lo contrario, ya haría rato que habría llegado. Tal vez estuviera ahora en una comisaría haciendo una descripción de su persona. Estaba desorientado, pero no tenía fuerzas más que para esperar.
Intentó apuntalar sus defensas, pero sus esfuerzos fueron inútiles; tenía demasiado frío y estaba demasiado enfermo para preocuparse. Quizá se presentara, después de todo, y solo se hubiera retrasado. Earl era importante para ella; eso lo comprendió al mirarla a los ojos. Pero ¿de qué le valdría un coche, con polizontes por todas partes, con Earl herido y enfermo?
De pronto, retrocedió hacia las sombras; un automóvil había entrado en la calle a una distancia de él equivalente a una manzana de casas, con sus faros centelleando sobre el pavimento mojado. Ingram permaneció oculto entre las sombras hasta que el coche fue aminorando la marcha y se detuvo. No se movió hasta que vio bajar el cristal de la ventanilla y la pálida cara de Lorraine iluminada por la luz de una farola. Entonces atravesó rápidamente la calle y se deslizó junto a ella, que al advertir su presencia se inclinó y le abrió su portezuela. Dejó caer en el mullido asiento su cuerpo debilitado, y agradeció el calor que reinaba dentro del coche. Al volverse Lorraine hacia él, Ingram percibió el olor de sus cabellos y vio brillar la tersura de sus piernas al recibir la luz del salpicadero. La esencia femenina de la joven le hizo sentir débil y desvalido, casi con ganas de llorar.
—¿Dónde está él? —preguntó Lorraine en tono muy resuelto.
—Bastante lejos. Tengo que volver allá.
—¿Dónde tiene la herida?
—Bueno, recibió el disparo en el hombro. Supongo que no le matará, pero no tiene buen aspecto.
—¿Por qué le indujo usted a hacerlo? —inquirió, golpeando el volante con la palma de la mano—. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Yo no le induje a nada —rechazó Ingram con semblante hosco.
—Él no lo hubiera hecho por su propio impulso. ¿Por qué vosotros, no le dejasteis en paz?
A Ingram le molestaba tanta testarudez.
—Lo cierto es que está metido en el asunto, señora, y a usted le importa, ante todo, conocer la situación.
—Una vez se reúna usted con él, ¿adónde irán?
—No lo sé, señora. No tenemos mucha elección. Solo me consta que es preciso correr. Intentaremos salir del estado.
—Él jamás volverá, ¿verdad?
Ingram sonrió débilmente.
—No, a menos que el gobierno empiece a perdonar a los atracadores de bancos. Y les dé trabajos de servicio civil o algo así.
—Ya sabía yo que era el banco. Oí las noticias por la radio. Creí que estaba muerto. Lo sentí en todo mi cuerpo.
—No está muerto. Pero puede estarlo si no regreso pronto a su lado.
—He traído algo de whisky y comida del apartamento. Afortunadamente, ayer hice compras. Hay jamón cocido, algunas conservas, pan, mantequilla y dos botellas de whisky de centeno.
—Eso vendrá muy bien.
—Yo voy con usted —dijo Lorraine secamente.
—Él solo quiere el coche.
—Me da igual. Él me necesita.
Su voz era fría, ásperamente resuelta.
—Él no es nada de usted. Es mío. ¿Comprende?
Ingram dejó caer sus manos fláccidamente sobre las rodillas. ¿Qué demonios importaba aquello?
—¿Sabe usted por dónde se toma la carretera de Unionville?
—Sí.
—Esa es la ruta. Vamos…
Solo cuando hubieron pasado el control de carretera a quince kilómetros de Crossroads, el estado de ánimo de Ingram empezó a cambiar. Tenían una oportunidad, después de todo, según comprendió un tanto maravillado. ¡Una oportunidad! Con el oscuro paisaje desfilando aprisa por su lado, sentía que la esperanza se agitaba cálidamente en su helado cuerpo. Con la chica al volante, tenían una probabilidad. Ella era fría e inteligente, y ahora conducía con facilidad y eficacia, observándolo todo con sus vivos ojos. Otra mujer habría podido tener una avería, o ser detenida por exceso de velocidad. Pero no ella: sabía adónde iba. Ingram captaba su ánimo decidido en la tensión de su mandíbula, en la firmeza con que sus manos enguantadas cogían el volante.
Había mostrado una extraordinaria sangre fría en el control de la carretera. Cuando el soldado hizo centellear su luz sobre el coche, ella bajó el cristal de la ventanilla y preguntó:
—¿Qué sucede? Tengo mucha prisa, oficial.
Acostado en la parte trasera del automóvil, Ingram oyó que el soldado decía en tono aburrido:
—La gente siempre tiene prisa. Particularmente cuando está lloviendo y las carreteras se ponen peligrosas.
—Yo conduzco muy bien. Mi marido dice que, al volante, se puede confiar más en mí que en muchos hombres.
—Me alegro de que se pueda confiar en usted. Es una idea optimista en una noche mala. No se detenga en la carretera esta noche. No recoja a ningún autostopista. No recoja a nadie. ¿Entendido?
—Pero ¿qué sucede?
—Estamos buscando a alguien. Usted no tiene por qué preocuparse. Puede continuar su viaje.
El policía retrocedió hacia el coche siguiente, blandiendo su linterna. Ingram sabía que las autoridades no se preocupaban demasiado por el tráfico que se dirigía hacia Crossroads; la vigilancia afectaba a quienes procedían de allí.
Pero a una chica podrían dejarla pasar, pensó Ingram; él y Earl se esconderían en la parte posterior del vehículo, uno de ellos quizás en el maletero, y Lorraine podría hacerlos franquear los controles ante las mismas narices de los policías. Ellos no vigilaban a ninguna mujer, eso era seguro…
Incluso su tos parecía haber mejorado. Aún no era medianoche, y para llegar a la alquería solo faltaban quince o veinte minutos. Por la mañana podrían encontrarse a trescientos kilómetros. Se desperezó, saboreando la sensación de calor y energía en su cuerpo.
—Procure aminorar la marcha aquí —advirtió observando con cuidado la carretera—. Ahí delante hay una ciudad, Avondale, creo. Después tenemos que girar para adentrarnos en el campo. Ya falta poco.
Había elevado el tono de su voz, que ahora sonaba más animada, casi arrogante. Tenían una oportunidad, una oportunidad muy buena. Y gracias a él. No a Earl.