12
Mascus Apollo estuvo seguro de la inminencia de la guerra en el momento en que oyó a la tercera esposa de Hannegan decir a una sirvienta que su cortesano favorito había vuelto con la piel intacta de su misión a las tiendas del clan de Oso Loco. El hecho de que hubiese vuelto vivo del campamento nómada quería decir que una guerra se estaba preparando. Significativamente, la misión del emisario era comunicarles a las tribus de las Llanuras que los estados civilizados habían suscrito un acuerdo con el Sagrado Flagelo, referente a las tierras en litigio, y que a partir de aquel momento tomarían dura venganza contra los pueblos nómadas y grupos de bandidos que intentasen cualquier futura incursión. Pero ningún hombre que llevase tal noticia a Oso Loco podía volver con vida. Por ello, Apollo llegó a la conclusión de que el mensaje no fue entregado y que el emisario de Hannegan había ido a las Llanuras con otro propósito. Y este propósito era demasiado evidente.
Apollo se abrió paso educadamente entre el pequeño grupo de huéspedes, sus ojos agudos buscaron al hermano Claret y trataron de atraer su mirada. La elevada figura de Apollo, vestido con una casaca negra y un pequeño ribete de color en la cintura para demostrar su rango, quedaba de relieve, y contrastaba marcadamente con el caleidoscópico remolino de colores que los demás lucían en la sala de los banquetes. No tardó mucho en captar la mirada de su clérigo, y le indicó con un gesto la mesa de los refrescos, que estaba ahora reducida a un desordenado montón de sobras, tazas grasientas y unos cuantos pichones asados, que parecían demasiado cocidos. Apollo removió el sedimento de la ponchera con el cucharón, vio una cucaracha muerta flotando entre las especias y solícitamente le tendió la primera taza al hermano Claret, que se acercaba.
—Gracias, monseñor —dijo Claret, sin ver la cucaracha—. ¿Quería usted hablarme?
—Tan pronto como termine la recepción. En mis habitaciones. Sarkal ha regresado con vida.
—Oh.
—En mi vida he oído un «oh» más lleno de presagios... ¿Deduzco, pues, que comprende sus interesantes implicaciones?
—Ciertamente, monseñor. Quiere decir que el acuerdo fue un fraude por parte de Hannegan e intenta emplearlo en contra...
—¡Chit! Después.
Los ojos de Apollo le indicaron que se acercaba alguien, y el clérigo se volvió para llenar de nuevo su taza. Su interés quedó prendido allí y no miró a la enjuta figura, vestida de moaré, que avanzaba hacia ellos desde la entrada. Apollo sonrió de modo convencional e hizo una inclinación al hombre. Su apretón de manos fue breve y visiblemente frío.
—Bien, thon, Taddeo —dijo el sacerdote—, su presencia me sorprende. Pensaba que rehuía usted estas reuniones mundanas. ¿Qué tiene de especial la presente para atraer a tan distinguido intelectual? —Y alzó las cejas con burlona perplejidad.
—Como es natural, la atracción es usted —dijo el recién llegado, rivalizando con el sarcasmo de Apollo—; éste es mi único motivo de asistencia.
—¿Yo? —simuló sorpresa, pero la aseveración era probablemente cierta.
La recepción matrimonial de una media hermana no era suficiente para mover a thon Taddeo a acicalarse con galas de etiqueta y abandonar los claustros del Collegium.
—La verdad es que le he estado buscando todo el día. Me dijeron que estaría aquí. De otro modo... —Miró la sala del banquete y resopló con irritación.
El bufido quebró la fascinación que ataba al hermano Claret a la ponchera y se volvió para inclinarse ante el thon.
—¿Quiere un poco de ponche, thon Taddeo? —preguntó, ofreciéndole una taza llena.
El intelectual la aceptó con un gesto y la vació de un trago.
—Quería preguntarle algo acerca de los documentos de Leibowitz de que hablamos —le dijo a Marcus Apollo—. Tengo una carta de un hombre llamado Kornhoer, de la abadía. Me asegura que tienen escritos de los últimos años de la civilización europeoamericana.
Si el hecho de haberle asegurado al intelectual lo mismo hacía varios meses irritó a Apollo, su expresión no lo demostró.
—Sí —dijo—. Me han dicho que son auténticos.
—Si es así, me parece muy misterioso que nadie haya oído... pero es igual. Kornhoer me menciona un cierto número de documentos y textos que dicen tener y me los describe. Si es verdad que existen, tengo que verlos.
—¡Oh!
—Sí. Si se trata de un engaño, tiene que descubrirse, y si no lo es, los datos pueden ser inapreciables.
El prelado frunció el ceño.
—Le aseguro que no hay engaño —dijo rígidamente.
—La carta contiene una invitación para visitar la abadía y estudiar los documentos. Es evidente que han oído hablar de mí.
—No necesariamente —dijo Apollo, incapaz de resistir la oportunidad—. No se interesan mucho por quién lee sus libros, mientras laven sus manos y no deterioren su propiedad.
El intelectual enrojeció. La sugerencia de que podían existir personas cultas que nunca hubiesen oído su nombre no le agradaba.
—Pero entonces —siguió diciendo afablemente Apollo— no tiene ningún problema. Acepte su invitación, vaya a la abadía y estudie sus reliquias. Le recibirán con gusto.
El intelectual bufó irritado ante la sugerencia.
—Y viajar a través de las llanuras en un momento en que el clan Oso Loco está...
Thon Taddeo se calló abruptamente.
—¿Decía usted? —incitó Apollo.
Su rostro no evidenció haber comprendido, pero una vena empezó a latir en su sien mientras miraba expectante a thon Taddeo.
—Sólo que se trata de un viaje largo y peligroso y no puedo permitirme una ausencia de seis meses del Collegium. Quería discutir la posibilidad de enviar un grupo bien armado de la Guardia Mayor para que traiga los documentos y poder estudiarlos aquí.
Apollo se sintió sofocado y tuvo el impulso infantil de dar un puntapié a la espinilla del intelectual.
—Me temo que es imposible —dijo educadamente—. Pero en cualquier caso, el asunto queda fuera de mi jurisdicción y lamento no poder prestarle ningún servicio.
—¿Por qué no? —preguntó thon Taddeo—. ¿No es usted el nuncio del Vaticano en la corte de Hannegan?
—Precisamente. Represento a Nueva Roma, no a las órdenes monásticas. El gobierno de una abadía está en manos de su abad.
—Pero con un poco de presión por parte de Nueva Roma...
El impulso de darle una patada volvió con fuerza.
—Será mejor que lo discutamos después —dijo secamente monseñor Apollo—. Esta tarde en mi despacho, si así lo desea. —Se volvió a medias y miró hacia atrás interrogadoramente como diciendo: «¿Y bien?».
—Allí estaré —dijo con severidad el intelectual, y se marchó.
—¿Por qué no le dijo llanamente que no al instante? —dijo, colérico, Claret cuando una hora después estuvieron solos en las habitaciones de la Embajada—. ¿Transportar en esta época reliquias invalorables a través de un país de bandidos? No hay ni que pensar en ello, monseñor.
—Ciertamente.
—Entonces, ¿por qué...?
—Dos razones. Primero, thon Taddeo es pariente de Hannegan y tiene bastante influencia. Tenemos que ser corteses con César y sus parientes nos guste o no. Segundo, empezó a decir algo sobre el clan de Oso Loco y luego se paró. Creo que sabe lo que va a suceder. No voy a convertirme en un espía, pero si él facilita alguna información, nada nos impide incluirla en el informe que usted va a entregar personalmente a Nueva Roma.
—Yo. —El ayudante parecía sorprendido—. ¿A Nueva Roma...? Pero qué...
—No grite tanto —dijo el nuncio, mirando hacia la puerta—. Tengo que enviarle a Su Santidad mi parecer de la situación y hacerlo rápido. Pero se trata de la clase de cosas que uno no se atreve a dar por escrito. Si Hannegan interceptase un despacho de esta clase, usted y yo probablemente seríamos encontrados flotando boca abajo en el Red River. Si los enemigos de Hannegan interceptasen un despacho de esa clase, quizás éste encontraría justificado el colgarnos públicamente como espías. El martirio está muy bien, pero primero tenemos algo que hacer.
—¿Debo llevar el informe verbalmente al Vaticano? —murmuró el hermano Claret, sin agradarle demasiado la idea de cruzar un país hostil.
—Tiene que hacerlo. Por si surgen sospechas en la corte, thon Taddeo puede, es una posibilidad, darnos una excusa para su salida repentina hacia la abadía de San Leibowitz o Nueva Roma, o a los dos sitios. En caso de que se levanten sospechas en la corte trataré de desviarlas.
—¿Y la esencia del mensaje que debo llevar, monseñor?
—Que la ambición de Hannegan de unir el continente bajo una dinastía no es un sueño tan disparatado como habíamos supuesto. Que el acuerdo del Sagrado Flagelo es probablemente un fraude por parte de Hannegan y que piensa emplearlo para conseguir que tanto el Imperio de Denver como la nación Laredana entren en conflicto con los nómadas de las Llanuras. Si las fuerzas laredanas se ven envueltas en una batalla improvisada con Oso Loco, no se necesitará mucho empuje para que el Estado de Chihuahua ataque a Laredo desde el sur. Después de todo, hay allí una vieja enemistad. Hannegan, claro está, es capaz entonces de marchar victoriosamente hacia el río Laredo. Con Laredo bajo su puño, puede vislumbrar ante sí una acometida contra Denver y la República de Mississippi, sin preocuparse por una puñalada en la espalda desde el sur.
—¿Cree que es posible que Hannegan lo haga, monseñor?
Marcus Apollo iba a contestar, pero cerró lentamente la boca. Se acercó a la ventana y miró a la ciudad bajo el sol, una ciudad desordenadamente desperdigada, construida en su mayor parte de los restos de otras épocas. Una ciudad en la que las calles no seguían un modelo establecido, pues había crecido lentamente sobre una antigua ruina, como quizás algún día alguna otra ciudad crecería sobre las ruinas de ésta.
—No lo sé —contestó en voz baja—. En esta época en que vivimos, es difícil condenar a cualquier hombre que quiera unir este continente cruel. Aun con medios tan... Pero no, no quiero decir esto. —Suspiró pesadamente—. De cualquier manera, nuestros intereses no son los de los políticos. Ante todo, tenemos que prevenir a Nueva Roma de lo que se avecina, pues, sea lo que fuere, la Iglesia se verá afectada por ello. Y previniéndola, quizá consigamos mantenerla fuera de la disputa.
—¿Lo cree de verdad?
—Claro que no —dijo suavemente el sacerdote.
Thon Taddeo Pfardentrott llegó al despacho de Marcus Apollo a tan temprana hora del día, que aún podía ser interpretada como tarde. Sus modales habían cambiado de modo visible desde el banquete. Sonrió cordialmente y evidenciaba una nerviosa ansiedad en su modo de hablar. «Este tipo va detrás de algo que desea de tal forma que ha decidido ser incluso educado para conseguirlo», se dijo Marcus. Quizá la lista de antiguos escritos proporcionada por los monjes de la abadía de Leibowitz había impresionado al thon más de lo que quería admitir. El nuncio se hallaba preparado para un combate de esgrima, pero la evidente agitación del intelectual lo convertía en una víctima demasiado fácil, y Apollo contuvo su deseo de un duelo verbal.
—Esta tarde hubo una reunión de la facultad en el Collegium —dijo thon Taddeo, tan pronto se sentaron—. Hablamos de la carta del hermano Kornhoer y de la lista de los documentos.
Hizo una pausa como si dudase en abordar el tema. La grisácea luz, que a su izquierda penetraba por la ventana, hizo parecer su cara pálida e intensa. Sus grandes ojos grises buscaron al sacerdote como midiéndole y llegando a conclusiones.
—¿Deduzco que hubo escepticismo?
Los ojos grises se bajaron momentáneamente y se alzaron rápidamente.
—¿Debo ser cortés?
—No se preocupe —dijo Apollo, conteniendo una sonrisa.
—Hubo escepticismo. Aunque la palabra mejor aplicada es «incredulidad». Mi idea es que si tales papeles existen, son probablemente falsificaciones de varios siglos de antigüedad. Dudo que los monjes que actualmente habitan la abadía traten de perpetuar un engaño. Como es natural, deben creer válidos los documentos.
—Es muy amable al absolverlos —dijo Apollo, ásperamente.
—Dije que podía ser cortés. ¿Quiere que lo sea?
—No, siga usted.
El thon se levantó y fue a sentarse junto a la ventana. Miró hacia las nubes amarillentas en el oeste y golpeó suavemente el antepecho mientras hablaba.
—Los documentos. Más allá de lo que pensemos de ellos, la idea de que tales documentos puedan todavía existir intactos, de que haya la más remota posibilidad de su existencia, es tan excitante, que debemos investigarlos inmediatamente.
—Muy bien —dijo Apollo, un poco divertido—. Le invitaron. Pero dígame: ¿qué es lo que hay de excitante en esos documentos?
El estudioso le miró rápidamente.
—¿Está usted al tanto de mi trabajo?
El prelado dudó. Estaba enterado, pero si lo afirmaba se vería obligado a admitir, en conciencia, que el nombre de thon Taddeo se mencionaba junto con nombres de filósofos naturales muertos hacía mil y más años, pese a que el thon aún no había cumplido los treinta. El sacerdote no se sentía muy deseoso de hacer constar que aquel joven científico podía convertirse en uno de aquellos raros afloramientos de genio humano, que aparecían sólo un par de veces por siglo para revolucionar un campo entero del pensamiento de un vasto golpe... Tosió excusándose.
—Debo admitir que no he leído muchos de...
—Es igual. —Kardentrott desechó la excusa con un gesto—. En su mayor parte es altamente abstracto y aburrido para el profano en la materia. Son teorías de esencia eléctrica. Movimiento planetario. La atracción de los cuerpos. Sólo trata estos temas. Kornhoer menciona nombres como Laplace, Maxwell y Einstein... ¿Significan algo para usted?
—No mucho. La historia los menciona como filósofos naturales, ¿verdad? Son anteriores al colapso de la última civilización. Creo que además se les nombra en una de las hagiologías paganas, ¿no es así?
El erudito asintió.
—Y esto es todo lo que se sabe de ellos o de su obra. De acuerdo con nuestros historiadores, que no merecen excesiva confianza, eran físicos. Responsables del rápido encumbramiento de la cultura europeoamericana, dicen. Los historiadores no dicen más que trivialidades sobre ellos. Ya casi los había olvidado. Pero las descripciones que hace Kornhoer de los documentos antiguos que dicen tener pueden haber sido tomadas de textos físicos de alguna especie. ¡Es imposible!
—¿Pero usted desea asegurarse?
—Tenemos que estar seguros. Ahora que ha surgido, quisiera no haber oído nunca hablar de ello.
—¿Por qué?
Thon Taddeo estaba observando algo que había en la calle y le hizo una seña al sacerdote.
—Venga aquí un momento y le mostraré el porqué.
Apollo salió de detrás de su mesa y miró hacia la enlodada calle que había al otro lado del muro que rodeaba el palacio, barracas y edificio del Collegium, separándolos del bullicio de la ciudad plebeya. El estudioso señalaba la figura sombría de un campesino que al oscurecer conducía un asno hacia su casa. Los pies del hombre estaban envueltos en tela de arpillera y el lodo había formado una costra tan dura a su alrededor, que parecía casi incapaz de levantarlos. Pero seguía avanzando pesadamente, movía un pie tras otro y descansaba medio segundo entre paso y paso. Parecía estar demasiado cansado como para quitarse el lodo. —No sube al asno —declaró thon Taddeo—, porque esta mañana lo llevaba cargado de maíz. No se le ocurre que los sacos están ahora vacíos. Lo que es normal por la mañana también lo es por la tarde.
—¿Le conoce?
—También pasa bajo mi ventana. Todas las mañanas y también por las tardes. ¿No lo había visto nunca?
—A mil como él.
—Mire. ¿Puede usted llegar a creer que ese bruto es el descendiente por línea directa de los hombres que según parece inventaron las máquinas voladoras, que iban a la Luna, que apresaron las fuerzas de la naturaleza, construyeron máquinas que podían hablar y parecían pensar? ¿Puede usted creer que tales hombres existieron?
Apollo se quedó en silencio.
—Mírelo —insistió el erudito—. No, ahora está demasiado oscuro. No puede usted ver los brotes de la sífilis en su cuello, el modo como el puente de su nariz está desapareciendo carcomido. Paresia. Pero para empezar, no hay duda de que se trata de un retrasado mental. Inculto, supersticioso, asesino. Maltrata a sus hijos. Por pocas monedas los mataría. Cuando sean lo suficientemente grandes para ser útiles, los venderá. Mírelo y dígame si ve en él la progenie de una civilización en un tiempo poderosa. ¿Qué ve usted?
—La imagen de Cristo —rechinó el prelado, sorprendido ante su súbita rabia—. ¿Qué esperaba que viese?
El estudioso resopló impaciente.
—La incongruencia. Hombres como éste se pueden ver a través de cualquier ventana, y hombres como los historiadores quisieran hacernos creer que una vez fueron. No puedo aceptarlo. ¿Cómo es posible que una civilización tan grande y sabia se haya destruido a sí misma de modo tan completo?
—Quizá siendo materialmente grandes y materialmente sabios, nada más —dijo Apollo.
Fue a encender un candelabro, porque la media luz se convertía rápidamente en oscuridad. Golpeó el acero y el pedernal hasta que la chispa prendió y la sopló suavemente en la mecha.
—Quizá, pero lo dudo —dijo thon Taddeo.
—Entonces, ¿tilda usted toda la historia de mito?
Una llama sobresalió de la chispa.
—No la tildo de nada. Pero debe ser discutida. ¿Quién escribió sus historias?
—Las órdenes monásticas, claro está. Durante los siglos de oscuridad no había nadie más que lo hiciese.
Traspasó la llama al pábilo.
—¡Ya está! Esto es. Y durante el tiempo de los antipapas, ¿cuántas órdenes cismáticas fabricaron su propia versión de las cosas, haciendo pasar sus narraciones como la labor de los antiguos? No podemos estar seguros, no podemos estar realmente seguros. No puede negarse que hubo en este continente una civilización más avanzada que la que ahora tenemos. Para saberlo no hay más que mirar los escombros y el metal retorcido. Se puede excavar una cinta de arena depositada por el viento y encontrar sus destruidas carreteras. Pero ¿dónde está la evidencia de esa clase de máquinas que, según sus historiadores, tenían en aquel tiempo? ¿Dónde están los restos de los carros que avanzaban solos o de las máquinas voladoras?
—Convertidas en azadones y rejas de arado.
—Si existieron.
—Si lo duda, ¿por qué molestarse en estudiar los documentos de Leibowitz?
—Porque la duda no implica negación. La duda es una poderosa herramienta que debería ser aplicada a la historia.
El nuncio sonrió forzadamente.
—¿Y qué quiere que yo haga acerca de ello, sabio thon?
El intelectual avanzó el cuerpo ansiosamente.
—Escríbale al abad del lugar. Asegúrele que los documentos serán tratados con el mayor cuidado y serán devueltos después de ser examinados para comprobar su autenticidad y estudiar su contenido.
—Qué seguridad quiere que le dé, ¿la suya o la mía?
—La de Hannegan, la suya y la mía.
—Sólo puedo darle la suya y la de Hannegan. Yo no tengo tropas.
El erudito enrojeció.
—Dígame —añadió apresuradamente el nuncio—, ¿por qué, dejando de lado los bandidos, insiste en ver aquí los documentos en vez de ir a la abadía?
—La mejor razón que puede dar al abad es que si los documentos son auténticos, si tenemos que examinarlos en la abadía, una sola confirmación no significará mucho para los otros estudiosos seglares.
—¿Quiere decir que sus colegas pueden pensar que los monjes le han engañado?
—Pues sí, podría inferirse algo semejante. Pero también es importante pensar que si los traen aquí, pueden ser examinados por todos los miembros del Collegium que están calificados para dar su opinión. Y los thons visitantes de otros principados también podrán verlos. Pero no es posible llevar a todo el mundo al desierto durante seis meses.
—Comprendo su opinión.
—¿Enviará la petición a la abadía?
—Sí.
Thon Taddeo pareció sorprenderse.
—Pero será su petición, no la mía. Y para ser justos debo decirle que no creo que dom Paulo, el abad, diga que sí.
El thon, sin embargo, pareció quedar satisfecho. Cuando se hubo marchado, el nuncio llamó a su secretario.
—Mañana saldrá hacia Nueva Roma —le dijo.
—¿Vía a la abadía Leibowitz? —preguntó éste.
—A la vuelta venga por aquel camino. El informe a Nueva Roma es urgente.
—Sí, monseñor.
—En la abadía dígale a dom Paulo que Sheba espera que Salomón vaya a ella, llevando regalos. Entonces será mejor que se tape los oídos. Cuando la explosión haya terminado, vuelva; que yo pueda decirle a thon que no.