3
—Y entonces, padres, casi me apoderé del pan y el queso.
—Pero ¿lo hiciste?
—No.
—Entonces no hay pecado de hecho.
—Pero lo deseé tanto, que casi le encontré sabor.
—¿Voluntariamente? ¿Gozaste deliberadamente con tu fantasía?
—No.
—¿Trataste de deshacerte de ella?
—Sí.
—Por lo tanto, tampoco hubo glotonería de pensamiento. ¿Por qué lo confiesas?
—Porque después perdí la calma y lo rocié con agua bendita.
—¿Hiciste qué? ¿Por qué?
El padre Cheroki, con su estola, miró al penitente que se arrodillaba de perfil ante él, bajo la abrasadora luz del sol en pleno desierto; no dejaba de preguntarse cómo era posible que un joven como aquél —no demasiado inteligente por lo que hasta el momento había podido deducir— se las arreglaba para encontrar ocasiones, o casi, de pecado, a pesar de estar completamente aislado en la yerma extensión, lejos de cualquier distracción o aparente fuente de tentación. Los motivos de desasosiego que un muchacho podía encontrar en aquel sitio debían ser pocos, armados como iba con sólo un rosario, un trozo de pedernal, un cortaplumas y un libro de oraciones. Por lo menos así le parecía al padre Cheroki. Pero esta confesión le tomaba demasiado tiempo y deseaba que el muchacho terminase con ella. Su artritis le molestaba de nuevo, pero debido a la presencia del Santo Sacramento en el altar portátil que llevaba consigo en sus rondas, el sacerdote prefería quedarse de pie o arrodillarse junto al penitente. Había encendido un cirio ante la pequeña urna que contenía la eucaristía, pero la llama era invisible a la luz del sol o la brisa la había apagado.
—Pero el exorcismo está permitido en estos días sin autorización superior. ¿Qué es lo que confiesas? ¿Haberte enfadado?
—También.
—¿Con quién te enfadaste? ¿Con el viejo o contigo mismo por haber aceptado la comida?
—No... no estoy seguro.
—Pues decídete —se impacientó el padre Cheroki—. O te acusas o no te acusas.
—Me acuso.
—¿De qué? —suspiró Cheroki.
—De abusar de un sacramento en un arranque de ira.
—¿Abusar? ¿No tenías ningún motivo racional para sospechar de influencia diabólica? ¿Tan sólo te enfureciste y le rociaste con ella? ¿Cómo echándole tinta en los ojos?
Captando el sarcasmo del prior, el novicio se removió y dudó. La confesión era siempre difícil para el hermano Francis. Nunca podía encontrar las palabras correctas para sus malas acciones, y al tratar de recordar sus propios motivos, se confundía sin remedio. Ni el padre le ayudaba al tomar como base el «o-lo-hiciste-o-no-lo-hiciste», aunque, evidentemente, o bien lo había hecho o bien no.
—Creo que por un momento perdí los estribos —dijo finalmente.
Cheroki abrió la boca con la evidente intención de seguir con el tema, pero lo pensó mejor.
—Ya veo. ¿Qué más?
—Pensamientos glotones —dijo Francis, después de un momento.
El prior suspiró.
—Creí que ya habíamos terminado con ello, ¿o te refieres a otro momento?
—Ayer. Fue ese lagarto, padre, tenía rayas azules y amarillas y unas ancas tan magníficas, gruesas como el pulgar y regordetas. Me puse a pensar que debían de tener el mismo sabor que el pollo, bien asadas y crujientes por fuera, y..
—Está bien —le interrumpió el sacerdote. Sólo una sombra de revulsión cruzó su vieja cara. Después de todo, el muchacho pasaba muchas horas al sol—. ¿Te complaciste en esos pensamientos? ¿No trataste de librarte de la tentación?
Francis enrojeció.
—Traté... de apresarlo, pero se escapó.
—Así que no fue sólo de pensamiento sino también de hecho. ¿Sólo esta vez?
—Pues... sí, sólo esta vez.
—Bien, de pensamiento y obra, deseando comer carne durante la vigilia. Por favor, trata de ser lo más específico que puedas al respecto. Creí que habías examinado a fondo tu conciencia. ¿Hay más?
—Bastante.
El prior dio un respingo. Tenía aún que visitar varias ermitas, sería una cabalgada larga y calurosa y le dolían las rodillas.
—Por favor, sigue con ello lo más aprisa que puedas —suspiró.
—Impureza, una vez.
—¿Pensamiento, palabra u obra?
—Pues estaba ese súcubo y ella...
—¿Súcubo? Ah..., nocturno. ¿Dormías?
—Sí, pero…
—Entonces, ¿por qué lo confiesas?
—Por lo que sucedió después.
—¿Después de qué? ¿Cuándo despertaste?
—Sí, seguí pensando en ella, volví a imaginar todo, de nuevo.
—Muy bien, pensamiento concupiscente deliberadamente alimentado. ¿Lo sientes? Bien, ¿qué más?
Aquello era lo usual que oía una vez tras otra, postulante tras postulante, novicio tras novicio, y le parecía al padre Cheroki que lo menos que el hermano Francis podía haber hecho era numerar sus acusaciones una, dos, tres, de un modo claro y ordenado, sin todos esos circunloquios y sugerencias, pero al muchacho parecía dificultársele todo lo que pensaba decir. El sacerdote esperó.
—Creo que me ha llegado la vocación, padre, pero...
Francis se humedeció los resecos labios y miró un insecto que se había posado sobre una roca.
—¿Lo ha hecho? —La voz de Cheroki fue apagada.
—Me parece que sí, pero ¿pequé, padre, si cuando lo encontré consideré la letra con desprecio?
Cheroki parpadeó. ¿Letra? ¿Vocación? De qué se trataba..., estudió unos segundos la expresión seria del novicio y después frunció el ceño.
—¿Habéis estado tú y el hermano Alfred intercambiando ciertas notas? —preguntó, severo.
—¡Oh, no, padre!
—Entonces, ¿de qué letra hablas?
—De la del bendito Leibowitz.
Cheroki se quedó pensativo. ¿Había o no en la abadía alguna colección de documentos antiguos, algún manuscrito escrito personalmente por el fundador de la orden? ¿Alguna copia original, quizá? Después de un momento de reflexión, decidió afirmativamente: quedaban algunos papeles cuidadosamente guardados bajo llave.
—¿Te refieres a algo ocurrido en la abadía? ¿Antes de venir?
—No, padre, sucedió ahí —señaló hacia la izquierda—. Tres túmulos más allá, cerca del cactus alto.
—¿Dices que es algo que tiene que ver con tu vocación?
—Sí, pero...
—Claro que —dijo secamente Cheroki— no es posible que intentes decirme que has recibido, del bendito Leibowitz, muerto, fíjate bien, desde hace por lo menos seiscientos años, una invitación escrita para que profeses tus solemnes votos y que no te ha gustado su letra. Discúlpame, pero ésta es la impresión que me has dado.
—Pero es que se trata de algo así, padre.
Cheroki empezó a farfullar, y, alarmado, el hermano Francis extrajo un pedazo de papel de la manga y se lo tendió al sacerdote. Estaba reseco por los años y manchado. La tinta estaba desvanecida.
—«Una libra de pastrami —pronunció el padre Cheroki, pasando velozmente sobre las palabras poco familiares—, una lata de kraut, traer a casa para Emma.» —Se quedó mirando fijamente al hermano Francis durante unos segundos—. ¿Quién ha escrito esto?
Francis se lo dijo.
Cheroki se quedó pensativo.
—No es posible, mientras estés en estas condiciones, que hagas una buena confesión, y no estaría bien que yo te absolviese sin que tu mente esté centrada. —Al ver respingar a Francis el sacerdote le tocó un hombro con un gesto tranquilizador—. No te preocupes, hijo, hablaremos de ello cuando estés mejor. Entonces escucharé tu confesión. Por el momento... —Miró nervioso la urna que contenía la eucaristía—. Quiero que reúnas tus cosas y regreses de inmediato a la abadía.
—Pero, padre, yo...
—Te lo ordeno —dijo apagadamente el sacerdote—, vuelve de inmediato a la abadía.
—Sí... sí, padre.
—Por ahora no pienso absolverte, pero puedes hacer un buen acto de contrición y ofrecer dos decenas de tu rosario como penitencia. ¿Quieres mi bendición?
El novicio asintió, intentando reprimir las lágrimas. El sacerdote lo bendijo, hizo una genuflexión ante el Sacramento y colgó de nuevo la vasija de oro en la cadena que pendía de su cuello. Después de guardarse el cirio en un bolsillo, dobló el altar y lo ató en su sitio detrás de la silla de montar. Le hizo a Francis una seria inclinación, montó y se alejó en su mula para completar la ronda de las ermitas de vigilia. Francis se dejó caer sobre la arena caliente y lloró.
Todo habría sido más fácil si hubiese podido llevar el sacerdote a la cripta para mostrarle la antigua habitación, vaciar el contenido de la caja, o si le hubiese mostrado la señal que el peregrino hizo en la piedra; pero el prior llevaba la eucaristía y resultaba imposible inducirlo a bajar a gatas a un sótano lleno de escombros o a entretenerse con el contenido de la vieja caja y enzarzarse en disquisiciones arqueológicas. Sabía que no debía pedirlo. La visita de Cheroki era necesariamente solemne, en tanto la urna que llevaba contuviese aunque fuese una sola hostia. De no ser así y estar vacía, habría sido posible discutirlo. El novicio no podía culpar al padre por haber sacado la conclusión de que había perdido la cabeza. Estaba en verdad un poco mareado por el sol y había balbuceado bastante. Más de un novicio había regresado con el entendimiento huero después de una vigilia vocacional.
Nada podía hacer sino obedecer la orden de regreso.
Fue al refugio y lo miró de nuevo para asegurarse de que realmente estaba allí. Después fue a buscar la caja; cuando lo tuvo todo guardado y estaba a punto de marcharse, un penacho de polvo apareció en el oeste, anunciando la llegada del proveedor de abastecimientos con agua y maíz de la abadía. El hermano Francis decidió esperar su ración de alimento antes de emprender su largo viaje al hogar.
Tres borricos y un monje aparecieron encabezando la columna de polvo. El primer borrico avanzaba penosamente bajo el peso del hermano Fingo. A pesar de su capucha, Francis reconoció al ayudante de cocina por sus hombros cargados y por las largas espinillas peludas que colgaban a cada lado del asno de tal modo que sus sandalias casi tocaban el suelo. Los animales que le seguían iban cargados con pequeñas bolsas de maíz y odres de agua.
—¡Gorrinos, gorrinos, gorrinos! —gritó Fingo, haciendo trompa con las manos y lanzando su llamada a los cerdos, desde las ruinas, como si no hubiese visto a Francis, que le esperaba cerca del sendero—. ¡Gorrinos, gorrinos, gorrinos! ¡Ah, aquí estás, Francis! Te había confundido con un montón de huesos. Tendremos que engordarte para los lobos. Aquí está, sírvete los desperdicios del domingo. ¿Cómo va el negocio de las ermitas? ¿Crees que obtendrás algo de ello? Si no te importa, sólo un odre y una bolsa de maíz. Y cuídate de las patas traseras de Malicia, está en celo y se siente algo traviesa... ha coceado a Alfred. ¡Crac! En medio de la rótula. ¡Ten cuidado!
El hermano Fingo echó hacia atrás su capucha y rió socarronamente, mientras el novicio y Malicia tomaban posiciones. A no dudar, Fingo era el hombre más feo de la Tierra, y cuando reía, la enorme distribución de encías rosadas y grandes dientes de variados colores añadía muy poco a su encanto. Era un mutante, pero casi no podía considerársele un monstruo. La suya era una herencia bastante común en el país de Minnesota, del que era oriundo: producía la calva y una distribución muy desigual de la melanina, por lo que el larguirucho pellejo del monje era una mezcla abigarrada de manchas de hígado de buey y chocolate sobre fondo albino. Sin embargo, su perpetuo buen humor compensaba de tal modo su aspecto que, después de unos minutos, uno dejaba de notarlo, y después de un largo contacto, las manchas del hermano Fingo parecían tan normales como las de un pony pintojo. Lo que habría resultado horrible de haber sido él un hombre malhumorado llegaba a ser, al ir acompañado por aquella exuberante alegría, casi tan decorativo como el maquillaje de un payaso.
La asignación de Fingo en la cocina era de castigo y probablemente temporal. Era tallista de oficio y normalmente trabajaba en el taller de carpintería. Pero un incidente de orgullo relacionado con una estatuilla del bendito Leibowitz, que se le había permitido tallar, promovió que el abad ordenase su transferencia a la cocina hasta que diese alguna señal de mayor humildad. Mientras tanto, la estatua del beato esperaba a medio esculpir en el taller de carpintería.
La sonrisa de Fingo empezó a desvanecerse cuando notó el aspecto de Francis, que descargaba el grano y el agua de la retozona burra.
—Pareces un perro apaleado, muchacho —le dijo al penitente—. ¿Qué te pasa? ¿Está de nuevo el padre Cheroki en uno de sus malos momentos?
El hermano Francis movió la cabeza.
—No, que yo sepa.
—¿Entonces qué te pasa, estás enfermo?
—Me ha ordenado que regrese a la abadía.
—¿Qué...?
Fingo hizo pasar una peluda extremidad por encima de su montura y se dejó caer unos centímetros hasta el suelo. Se inclinó sobre el hermano Francis, le puso una carnosa mano sobre el hombro y le observó la cara.
—¿De qué se trata? ¿Ictericia?
—No. Cree que estoy…
Francis se tocó una sien y se encogió de hombros. Fingo se echó a reír.
—Bueno, eso es verdad, pero todos lo sabemos. ¿Por qué te envía de regreso?
Francis miró la caja que tenía a sus pies.
—Encontré algunas cosas que pertenecieron al bendito Leibowitz. Empecé a decírselo, pero no me creyó, no me dejó que se lo explicase, él...
—¿Encontraste qué?
Fingo sonrió incrédulo y, después de dejarse caer de rodillas, abrió la caja, mientras el novicio le observaba nervioso. El monje agitó los cilindros bigotudos con un dedo y silbó suavemente.
—Son encantamientos de los paganos de la colina, ¿verdad? Esto es antiguo, Francis, verdaderamente antiguo. —Miró la nota de la tapa—. ¿Qué son esos garabatos? —preguntó de soslayo al infeliz novicio.
—Inglés prediluviano.
—Nunca lo he estudiado, sólo sé lo que cantamos en el coro.
—Lo escribió el propio beato.
—¿Esto? —Los ojos de Fingo fueron del hermano Francis a la nota. Meneó súbitamente la cabeza, colocó la tapa en su lugar y se levantó. Su sonrisa era ahora forzada—. Quizás el padre tiene razón, será mejor que regreses y el hermano farmacéutico te haga algún preparado de hongos. Debes de tener fiebre, hermano.
Francis se encogió de hombros.
—Quizá.
—¿Dónde encontraste esto?
El novicio se lo indicó.
—Unos túmulos más allá. Quité unas piedras, encontré un hueco y después un sótano. Puede ir a comprobarlo.
Fingo agitó la cabeza.
—Tengo un largo camino por delante.
Francis asió la caja y emprendió la marcha hacia la abadía mientras Fingo volvía a su asno. Después de unos pasos, el novicio se detuvo y gritó:
—Hermano Pecas ¿puede otorgarme unos minutos?
—Quizá —contestó Fingo—, ¿para qué?
—Vaya allí y mire por el agujero.
—¿Por qué?
—Para que pueda decir al padre Cheroki que está realmente allí.
Fingo se detuvo con una pierna a medio cruzar sobre el asno.
—Ya —dijo desmontando—, de acuerdo. Si no está allí, te lo diré a ti.
Francis esperó un momento mientras el desgarbado Fingo se perdía de vista entre los túmulos; después dio la vuelta para seguir penosamente la larga senda polvorienta que conducía a la abadía, masticando maíz y bebiendo algunos sorbos del odre. De vez en cuando miraba hacia atrás. Fingo permaneció oculto mucho más de dos minutos. El hermano Francis había dejado de mirar a su espalda cuando oyó un distante bramido procedente de las ruinas que había dejado atrás. Se volvió y pudo ver la lejana figura del tallista de pie en la cima de uno de los túmulos. Agitaba los brazos y asentía vigorosamente. Francis le hizo, a su vez, una seña y siguió cansadamente su camino.
Dos semanas de casi inanición habían cobrado su tributo, y después de cuatro o cinco kilómetros empezó a tambalearse. Cuando estaba a sólo un par de la abadía, se desmayó junto a la cuneta. Avanzada la tarde, Cheroki, de vuelta de sus rondas, lo encontró allí tendido. Desmontó rápidamente y humedeció la cara del joven hasta que gradualmente recuperó el sentido. El sacerdote había dado con los mulos de abastecimiento en su camino de vuelta y escuchado el relato de Fingo confirmando el hallazgo de Francis. Aunque no estaba dispuesto a aceptar que el novicio hubiese encontrado algo de importancia real, el sacerdote lamentó su anterior impaciencia con el muchacho. Vio la caja, cuyo contenido estaba desperdigado a su alrededor, y le dio una breve ojeada a la nota pegada a la tapa. Francis se sentó mareado y confuso al borde de la carretera, y Cheroki decidió considerar los anteriores balbuceos del novicio como resultado de una imaginación romántica más que como locura o delirio. No había visitado la cripta ni examinado de cerca el contenido de la caja; pero era evidente, por lo menos, que el muchacho había malinterpretado sucesos reales más que confesado alucinaciones.
—Tan pronto volvamos, podrás terminar tu confesión... —le dijo suavemente al novicio, ayudándolo a subir detrás de la silla de la mula—. Creo que si no insistes en mensajes personales de los santos, podré absolverte, ¿verdad?
El hermano Francis estaba, de momento, demasiado débil para poder insistir en nada.