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A spiritu fornicationis, Domine, libera nos.
De los rayos y la tempestad, líbranos, Señor.
Del azote del terremoto, líbranos, Señor.
De la peste, el hambre y la guerra, líbranos, Señor.
De la tierra asolada, líbranos, Señor.
De la lluvia de cobalto, líbranos, Señor.
De la lluvia de estroncio, líbranos, Señor.
De la caída del cesio, líbranos, Señor.
De la maldición del Fallout, líbranos, Señor.
De procrear monstruos, líbranos, Señor
De la maldición de los deformes, líbranos, Señor.
A morte perpetua, Domine, libera nos.
Peccatores, te rogamus, audi nos.
Que nos otorgues tu clemencia, te imploramos, escúchanos,
Que nos perdones, te imploramos, escúchanos.
Que no impongas la penitencia, te rogamus, audi nos.
Fragmentos de tales versículos de la letanía de los santos susurraba el hermano Francis en cada jadeo, mientras se inclinaba precavidamente sobre el pozo de la escalera del antiguo Refugio Fallout, armado como estaba sólo con agua bendita y una antorcha improvisada encendida con las ascuas cubiertas del fuego de la noche anterior. Había esperado más de una hora por si alguien de la abadía acudía a investigar el penacho de polvo. Nadie lo había hecho.
Abandonar su vigilia vocacional, aunque fuese brevemente, a menos que se tratase de seria enfermedad o se le ordenase regresar a la abadía, se consideraría como una renuncia ipso facto a su aceptación de una verdadera vocación por la vida de monje, según la Orden Albertiana de Leibowitz. El hermano Francis habría preferido la muerte. Se enfrentaba, por lo tanto, a la alternativa de investigar el temible agujero antes de la puesta del sol o pasar la noche en su madriguera sin saber qué podía ocultarse en el refugio y si podía despertar de nuevo para arrastrarse por la oscuridad. Como riesgo nocturno, los lobos hacían ya suficiente ruido, y ellos eran simples criaturas de carne y hueso. A las de sustancia menos sólida, prefería encontrarlas a la luz del día. Sin embargo, para su completa tranquilidad, caía poca luz en la cavidad a sus pies, pues el sol se estaba poniendo en el oeste.
Los escombros caídos en el refugio formaban un montículo, cuya cima alcanzaba casi el principio de la escalera, quedando sólo un estrecho paso entre las piedras y el techo. Entró con los pies por delante y se vio forzado a continuar así debido a la inclinación del declive. Así, enfrentándose a lo desconocido, de espaldas, buscaba a tientas dónde poner los pies entre las piedras sueltas, y poco a poco empezó a descender. De vez en cuando, al perder intensidad su antorcha, se detenía e inclinaba la llama para que el fuego prendiese más en la madera. Durante aquellas pausas, trataba de apreciar el peligro que le acechaba y permanecía a sus pies. Había poco que ver. Estaba en una habitación subterránea de la que por lo menos un tercio de un volumen estaba lleno con los escombros que habían caído por el hueco de la escalera. La cascada de piedras había cubierto el suelo, destrozando varios muebles que habían quedado a la vista y quizás enterrando otros. Vio armarios metálicos, aplastados por las rocas que se asomaban entre las ruinas. En el rincón más alejado de la habitación había una puerta metálica, que se abría hacia fuera y había quedado obstruida por el alud. En la puerta, y todavía descifrables, a pesar de la pintura desconchada, estaban inscritas las palabras:
COMPUERTA INTERIOR
CERCO SELLADO
Era evidente que la habitación a la cual descendía era sólo una antecámara. Pero hubiese lo que hubiera detrás de aquella «compuerta interior», estaba sellado con varias toneladas de piedra contra la puerta. Su cerco estaba ciertamente «sellado», a menos que tuviese otra salida.
Al llegar al pie del declive y después de asegurarse de que la antecámara no contenía ninguna amenaza evidente, el novicio fue cautelosamente a investigar de más cerca, y con su antorcha, la puerta metálica. Impreso bajo las palabras de «compuerta interior», había un pequeño letrero mohoso:
AVISO: Esta compuerta no debe ser sellada antes de que todo el personal haya sido admitido o antes de que todos los pasos para los procedimientos de seguridad prescritos por el Manual Técnico CDBu-83A hayan sido cumplidos. Cuando la compuerta esté sellada, el aire en el interior del refugio será acondicionado a 2.0 p.s.i. sobre el nivel barométrico ambiental para minimizar la difusión interior. Una vez sellada, la compuerta se abrirá automáticamente por el sistema servomonitor cuando, pero no antes, prevalezca cualquiera de las condiciones siguientes: i) cuando las radiaciones exteriores bajen a menor nivel del de peligro; 2) cuando falle el sistema de depuración del aire o del agua; 3) cuando se termine la provisión de comida; 4) cuando falle la fuente interna de energía. Para posteriores instrucciones, véase el CD-Bu-83A.
El hermano Francis se sintió ligeramente confuso ante el aviso pero intentó estudiarlo sin tocar la puerta. Los milagrosos artefactos de los antiguos no debían de ser manejados con descuido, como lo atestiguaba el último suspiro de muchos de los husmeadores del pasado.
El hermano Francis comprobó que los escombros que permanecieron en la antecámara durante siglos eran más ásperos y oscuros que los que habían estado expuestos al sol del desierto y al viento arenoso antes del hundimiento que acababa de ocurrir. Con una simple mirada a las piedras, podía decirse que la compuerta interior estaba bloqueada no por el actual deslizamiento, sino por otro más antiguo que la propia abadía. Si el cerco sellado del Refugio Fallout contenía un Fallout, el demonio no había abierto la compuerta interior desde los tiempos del Diluvio de Fuego, antes de la Simplificación. Y si permanecía sellado detrás de la puerta de hierro durante tantos siglos, existía poco fundamento, se dijo Francis, para temer que se lanzase violentamente a través de la compuerta antes del sábado santo.
La luz de su antorcha era tenue. Encontró una pata de silla astillada, la encendió con la llama que se desvanecía y después empezó a reunir pedazos de muebles destrozados para encender un buen fuego. Mientras lo hacía, reflexionaba sobre el significado de aquel signo antiguo. «Refugio Supervivencia Fallout.»
Como el mismo hermano Francis admitía de entrada, sus conocimientos del inglés prediluviano distaban de ser completos. El modo que tenían los nombres de modificar a veces otros nombres en aquella lengua había sido siempre uno de sus puntos débiles.
En latín, como en la mayoría de los dialectos sencillos de la región, una construcción como servus puer quería decir más o menos lo mismo que puer servus y hasta en inglés «joven esclavo» quería decir «esclavo joven», pero aquí terminaba la similitud. Por fin había aprendido que gato de casa no era lo mismo que casa de gato, y que el dativo de propósito o de posesión, como el mihi amicus, estaba en cierto modo expresado por comida perruna o cala musical hasta sin declinación. Pero ¿qué ocurría con una triple aposición como «Refugio Supervivencia Fallout»? El hermano Francis meneó la cabeza. El aviso sobre la puerta mencionaba comida, agua y aire, y, sin embargo, no podían ser necesidades para los demonios del infierno. A veces el novicio encontraba el prediluvio todavía más sorprendente que la Angeología Intermedia o el Cálculo Teológico de San Leslie.
Encendió la fogata cerca del montón de escombros, desde donde podía iluminar, incluso, los rincones más oscuros de la antecámara. Entonces intentó explorar lo que quedaba al descubierto. Las ruinas, a ras de tierra, habían sido reducidas a una confusión arqueológica por generaciones de rapiñadores, pero la única mano que se había posado sobre aquellos restos subterráneos era la del desastre impersonal. El lugar parecía habitado por presencias de otra era. Un cráneo que descansaba entre las rocas conservaba todavía un diente de oro en su mueca, como clara prueba de que el refugio nunca había recibido la visita de los vagabundos. Cuando la llama bailaba alta, el incisivo relumbraba.
Más de una vez el hermano Francis había encontrado en el desierto, cerca de algún arroyo reseco, un pequeño montón de huesos humanos, roídos y calcinándose al sol. No era especialmente melindroso y no se sorprendía de tales cosas. Debido a ello no se inmutó cuando descubrió el cráneo en el rincón de la antecámara, aunque el brillo del oro en su mueca atraía su mirada mientras estudiaba las puertas, cerradas o atascadas, de los enmohecidos armarios y tiraba de los cajones, también atascados, de un destrozado escritorio metálico. El escritorio podía resultar un descubrimiento inapreciable si contenía documentos o algún pequeño libro que hubiese sobrevivido a las furiosas fogatas de la Era de la Simplificación. Mientras intentaba abrir los cajones, el fuego disminuyó en intensidad y le pareció que el cráneo empezaba a relucir por sí mismo. Tal fenómeno no le era desconocido, pero en la tenebrosa cripta, el hermano Francis lo consideró realmente sobrecogedor. Reunió más madera para el fuego, volvió a remover y tirar de los cajones del escritorio y trató de ignorar la parpadeante mueca de la calavera. Aunque todavía un poco circunspecto en cuanto a los ocultos Fallouts, Francis se había recobrado lo suficiente de su miedo inicial para darse cuenta de que el refugio, sobre todo el escritorio y los armarios, podían muy bien estar rebosantes de ricas reliquias de una época que el mundo, en su mayor parte, deliberadamente había decidido olvidar.
La providencia había otorgado sus bendiciones al lugar. Encontrar un rastro del pasado, liberado tanto de las fogatas como de los saqueadores, era en estos días un golpe de buena suerte. De todas maneras, siempre implicaba un riesgo. Se sabía que excavadores monásticos, interesados en los tesoros antiguos, salieron de un agujero de la tierra llevando triunfantes un extraño artefacto cilíndrico y que —mientras lo limpiaban o trataban de establecer su utilidad— tocaron un botón por otro o dieron vuelta erróneamente a un tornillo poniéndole con ello fin al problema, sin ningún beneficio para el clero.
Tan sólo ochenta años atrás, el venerable Boedellus había escrito, con evidente deleite, a su padre abad que la pequeña expedición que dirigía había descubierto los restos de, según sus palabras, «el lugar de una pista de lanzamiento intercontinental, completada con varios fascinantes tanques subterráneos de almacenamiento». Nadie en la abadía supo nunca lo que el venerable Boedellus quiso decir con «pista de lanzamiento intercontinental»; pero el padre abad que en aquella época gobernaba decretó severamente que los anticuarios monásticos debían, a partir de aquel momento y bajo pena de excomunión, evitar tales «pistas». La carta del abad fue lo último que se supo del venerable Boedellus, de su grupo, su «pista de lanzamiento» y del pequeño pueblo que había crecido sobre esa pista. Gracias a algunos pastores que variaron el curso de un riachuelo dirigiéndolo hacia el cráter para almacenar agua para sus rebaños en tiempos de sequía, un interesante lago adornaba ahora el paisaje donde el pueblo estuvo en otro tiempo. Un viajero procedente de esa dirección, hacía unos diez años, informó que en el lago había excelente pesca, pero que los pastores de los alrededores miraban a los peces como las almas de los pueblerinos y arqueólogos difuntos y se negaban a pescar allí debido a Bodollos, el barbo gigante que se ocultaba en las profundidades.
«...Ni deberá iniciarse ninguna otra excavación que no tenga como motivo principal el aumento de la Memorabilia», había añadido el decreto del padre abad, lo cual quería decir que el hermano Francis debía limitar el registro del refugio a la búsqueda de libros y papeles, sin meterse con artefactos interesantes.
Mientras el hermano Francis intentaba, con afán, abrir los cajones del escritorio, el diente cubierto de oro no dejaba de centellear y relucir en su rincón. Los cajones se negaron a moverse. Le dio al escritorio un golpe final y se volvió impaciente hacia el cráneo.
—¿No podrías sonreír hacia otro lado?
La mueca permaneció inmutable. El despojo con diente de oro reposaba con la cabeza apoyada entre una roca y una mohosa caja metálica. Abandonando el escritorio, el novicio se abrió paso entre los escombros para inspeccionar desde más cerca los restos mortales. Era obvio que la persona había muerto en ese mismo lugar, abatida por torrentes de piedras, y medio enterrada por los escombros. Sólo el cráneo y los huesos de una pierna quedaron al descubierto. El fémur estaba roto, la nuca destrozada.
El hermano Francis musitó una oración por el difunto. Después, muy suavemente, levantó el cráneo de su lugar de reposo y le dio vuelta de modo que mirase a la pared. Fue entonces cuando descubrió la caja oxidada.
Tenía la forma de un maletín y estaba evidentemente dedicada a transportar alguna cosa. Podía haber servido para gran número de menesteres, pero había quedado muy maltrecha por las piedras arrojadas. Con sumo cuidado la separó de los escombros y la acercó al fuego. La cerradura parecía estar rota, pero la tapa se había atascado con la herrumbre. Al agitarla, la caja resonó. No era el lugar idóneo para buscar papeles o libros, pero —también era evidente— estaba destinada a ser abierta y cerrada y podía contener algún papel interesante para la Memorabilia. De todas maneras, recordando el destino del hermano Boedellus y otros, la roció con agua bendita antes de intentar abrirla y manejó la antigua reliquia tan reverentemente como le fue posible, mientras golpeaba sus oxidados goznes con una piedra.
Por fin los goznes cedieron y la tapa cayó. Pequeñas piezas metálicas saltaron de las cubetas y se desperdigaron entre las piedras, algunas de ellas perdiéndose de modo irreparable entre las hendiduras. Pero en el fondo de la caja, en el espacio debajo de las cubetas, pudo ver... ¡papeles! Después de una rápida oración de gracias, reunió tantas piezas metálicas como le fue posible y, tras colocar la tapa, empezó a trepar por el montón de escombros hacia la escalera y el pequeño pozo de cielo, con la caja fuertemente apretada bajo un brazo.
Al salir de la oscuridad del refugio, el sol le deslumbró; pero no prestó atención al hecho de que se hundía peligrosamente por el oeste, sino que enseguida empezó a buscar una piedra plana en la que poder extender el contenido de la caja y examinarlo sin peligro de perder algo en la arena.
Minutos más tarde, sentado sobre una losa rota, empezó a sacar los artilugios de metal y vidrio que llenaban las cubetas. La mayoría eran pequeñas cosas tubulares con un bigote de alambre en cada extremo del tubo. Ya las conocía. El diminuto museo de la abadía contenía algunas de diversas formas, tamaños y colores. Una vez había visto a un hechicero de los paganos de la colina usarlas como «collar de ceremonia». La gente de la colina las consideraba como «parte del cuerpo del dios» —de la legendaria Machina Analytica, aclamada como el más sabio de sus dioses—. Decían que tragándose una de ellas, un hechicero podía adquirir la «infalibilidad». De aquel modo, lo que ciertamente adquirían era autoridad ante su propia gente, a no ser que tragasen una de la especie venenosa. Los artefactos similares que tenían en el museo también estaban conectados entre sí, no en forma de collar, sino como un complejo y muy desordenado amasijo, en el fondo de una pequeña caja metálica, expuesta con el título: «Chasis de radio: Uso incierto».
En su cara interna, la tapa de la caja tenía pegada una nota; la cola se había secado; la tinta, desvanecido, y el papel estaba tan oscurecido por las manchas de herrumbre, que aunque la caligrafía hubiese sido buena, resultaba difícil de leer; pero aquello estaba apresuradamente garrapateado. Lo estudió, con muchas interrupciones, mientras vaciaba las cubetas. Parecía ser inglés de alguna especie, pero pasó más de media hora antes de poder descifrar la mayor parte del mensaje:
CARL:
Dentro de veinte minutos debo abordar el avión para [indescifrable]. Por el amor de Dios, haz que Em se quede ahí hasta saber si estamos en guerra. ¡Por favor, trata de meterla en la lista de suplentes para el refugio! No puedo conseguirle asiento en el avión. No le digas por qué la envío con esta caja de herramientas; pero trata de que se quede ahí hasta que sepamos [indescifrable] lo peor, uno de los de la lista no se presenta.
P. D. He sellado la cerradura y he puesto ALTO SECRETO en la tapa para evitar que Em la abra. Es la primera caja de herramientas que he encontrado. Guárdala en mi armario o donde quieras.
L. E. L.
De momento, la nota le pareció incoherente, pues estaba demasiado excitado para concentrarse en un punto más que en otro. Después de esbozar una sonrisa despreciativa por los garabatos, empezó la tarea de quitar las cubetas para estudiar los papeles que había en el fondo de la caja. Estaba montada sobre un sistema articulado oscilatorio, evidentemente diseñado para que las cubetas se deslizasen en forma escalonada, pero los pernos se habían oxidado y Francis tuvo que arrancarlos con una pequeña herramienta de acero encontrada en uno de los compartimientos. Cuando el hermano Francis sacó la última cubeta, tocó los documentos con reverencia. Sólo había un puñado de papeles y, sin embargo, se trataba de un tesoro, por haber escapado a las llamas furiosas de la Simplificación, en las que hasta las escrituras sagradas se habían retorcido, ennegrecido y convertido en humo, mientras turbas ignorantes aullaban y vitoreaban ebrias de triunfo. Manipulaba los papeles tal como debe hacerse con las cosas sagradas; los defendía del viento con su hábito, pues todos estaban quebradizos y resecos por el tiempo. Había una hoja de bocetos mal acabados y diagramas, algunas notas escritas a mano, dos enormes papeles doblados y un pequeño libro titulado Memo.
Primero examinó las notas apresuradamente escritas. Estaban garrapateadas por la misma mano que había escrito la nota pegada a la tapa y la letra no era menos abominable. «Libra de pastrami. Lata de kraut, traer a casa para Emma», decía una de las notas. Otra recordaba: «No olvidar recoger formulario 1040, Impuesto Tío Sam». Una tercera era sólo una columna de números con un total subrayado del que una segunda cantidad era restada y, finalmente, sacado un porcentaje, seguido de la palabra «¡maldición!». El hermano Francis comprobó las cantidades, y si bien no encontró ningún error en la aritmética del torpe calígrafo, no supo deducir lo que las cantidades significaban.
Tomó el Memo con especial reverencia, pues su título le sugería la Memorabilia. Antes de abrirlo se persignó y musitó la bendición de los textos. Pero el librito lo desilusionó. Esperaba hallar algún tema impreso, pero sólo encontró una lista de nombres, escrita a mano, sitios, números y fechas. Estas últimas fluctuaban entre el final de la quinta década y el principio de la sexta del siglo XX. ¡De nuevo quedaba confirmado! El contenido del refugio procedía del crepúsculo de la Edad del Esclarecimiento. Un descubrimiento realmente importante.
De los grandes papeles doblados, uno estaba enrollado apretadamente y empezó a partirse cuando trató de extenderlo; pudo sacar en claro las palabras «Formulario de circuito», pero nada más. Lo guardó de nuevo en la caja para un posterior trabajo de restauración y se dedicó al segundo documento doblado: sus dobleces estaban tan quebradizos, que únicamente se atrevió a inspeccionar una pequeña parte del mismo, separando ligeramente los pliegues y mirando entre ellos.
Parecía ser un diagrama, pero... ¡era de líneas blancas en papel oscuro!
Sintió de nuevo estremecerse ante el descubrimiento. ¡Era, sin lugar a dudas, una heliografía! Y en la abadía no quedaba ni una sola de ellas, sino únicamente algunas copias hechas a tinta de algunos originales que, con el tiempo, se habían desteñido al verse expuestos a la luz. Era la primera vez que Francis veía un original, pero había visto las suficientes reproducciones hechas a mano para reconocer que se trataba de una heliografía. Y ésta, aunque manchada y descolorida, podía leerse todavía después de varios siglos, debido a la total oscuridad y poca humedad del refugio. Al observar la otra cara del documento, sintió un breve arranque de furia. ¿Qué idiota había profanado aquel documento inestimable? Alguien había dibujado de modo inconsciente, figuras geométricas y máscaras infantiles por todo el dorso. ¡Qué vándalo sin seso!
Después de un momento de reflexión, la furia desapareció. En el momento de los hechos, aquellas copias eran, probablemente, tan comunes como la hierba, y el propietario de la caja posiblemente fuera el culpable. La ocultó del sol con su propia sombra mientras trataba de desdoblarla un poco más. En el extremo superior de la derecha había un rectángulo impreso con varios títulos en simples mayúsculas, de fechas, «números de patente», números de referencia y nombres. Sus ojos siguieron la lista hasta dar con «Diseño del circuito: Leibowitz, I. E.».
Cerró con fuerza los ojos y meneó la cabeza hasta que le pareció que resonaba. Después miró de nuevo. Allí estaba claramente:
«DISEÑO DEL CIRCUITO: Leibowitz, I. E.»
Dobló de nuevo el papel. Entre los dibujos infantiles y las figuras geométricas, claramente marcada con tinta roja, estaba la forma:
El nombre estaba escrito con clara letra femenina, no en el apresurado garrapateo de las demás notas. Miró de nuevo las iniciales del escrito pegado en la caja: I. E. L., y de nuevo «diseño del circuito...». Las mismas siglas aparecían en todos los papeles.
Se había discutido, aunque en el terreno de las conjeturas, si al beatificado fundador de la Orden, de ser por fin canonizado, se le honraría como San Isaac o San Eduardo. Algunos se inclinaban por San Leibowitz como el modo correcto, puesto que el beato, hasta el presente, había sido mencionado por su apellido.
—¡Beate Leibowitz, ora pro me! —musitó el hermano Francis.
Sus manos temblaban con tal violencia, que amenazaban con destruir los frágiles documentos.
Había descubierto reliquias del santo.
Claro que Nueva Roma todavía no había proclamado la santidad de Leibowitz, pero el hermano Francis estaba tan convencido de ello, que se atrevió a añadir:
—¡Sancte Leibowitz, ora pro me!
El hermano Francis no perdió el tiempo en inútiles disquisiciones lógicas para saltar a su inmediata conclusión: el propio cielo acababa de otorgarle la prueba de su vocación. Desde su punto de vista había encontrado lo que buscaba en el desierto. Estaba llamado a profesar como monje de la orden.
Olvidando el severo aviso de su abad en contra de esperar que una vocación llegase de cualquier forma milagrosa o espectacular, el novicio se arrodilló en la arena para dar las gracias y ofrecer varias decenas de rosarios a la intención del viejo peregrino que le había indicado la roca que conducía al refugio. «Que encuentres pronto la voz, muchacho», le había dicho el caminante. No fue sino hasta aquel momento que al novicio se le ocurrió pensar que quizá quiso decir Voz con mayúscula.
—Ut solius tuae voluntatis mihi cupidus, et vocationis, tuae conscius, si digneris me vocare...
El abad estaría en su derecho si pensaba que la «voz» hablaba la lengua de las circunstancias y no la de la causa y efecto, y lo mismo ocurría con el Promotor Fidei si pensaba que «Leibowitz» era quizás un nombre común y corriente antes del Diluvio de Fuego, y que I. E. podía tanto significar «Ichabod Ebenezer» como «Isaac Edward». Para Francis sólo existía uno.
Tres campanadas de la abadía distante resonaron a través del desierto, una pausa y después las tres notas fueron seguidas de otras nueve.
—Angelus Domini nuntiavit Mariae —respondió el novicio respetuosamente, levantando la cabeza sorprendido al ver que el sol se había convertido en una gorda elipse escarlata, que ya tocaba el horizonte occidental. La barrera de roca alrededor de su cubil no estaba terminada.
En cuanto terminó el ángelus, guardó apresuradamente los papeles en la vieja caja oxidada. Una llamada del cielo no comportaba necesariamente el carisma de sojuzgar a las bestias salvajes ni de ser amistoso con los lobos hambrientos.
Cuando el ocaso se hubo desvanecido y aparecieron las estrellas, su refugio temporal quedó lo más fortificado posible, aunque faltaba saber si era a prueba de lobos. Pronto lo averiguaría, pues había ya oído algunos aullidos hacia el oeste. Avivó de nuevo su fogata, pero más allá del círculo iluminado por el fuego no había luz suficiente para permitir el acopio de su recolección diaria de los frutos de cactos púrpura, su única fuente de alimento, menos los domingos, cuando unos puñados de maíz tostado eran enviados de la abadía después de que un sacerdote había hecho sus rondas con el Santo Sacramento. La letra de la regla para la vigilia vocacional de cuaresma no era tan rígida como su aplicación práctica. Tal como la aplicaban, la regla se limitaba a simple letra muerta.
Aquella noche, sin embargo, la mordedura del hambre era menos penosa para Francis que su propia impaciencia ante la necesidad de correr a la abadía y anunciar la nueva de su descubrimiento. Hacerlo representaría renunciar a su vocación más pronto de lo que le había llegado.
Tenía que permanecer allí durante toda la cuaresma: con vocación o sin ella debía continuar su vigilia como si nada extraordinario hubiese ocurrido.
Soñadoramente, desde cerca de la fogata, miró hacia la oscuridad en dirección al Refugio Supervivencia Fallout y trató de imaginarse una alta basílica levantada en aquel punto. La fantasía era agradable, pero era difícil presumir que alguien escogiese aquel remoto espacio del desierto como centro de una futura diócesis. Si la basílica no era posible, entonces una pequeña iglesia. La iglesia de San Leibowitz del Desierto, rodeada de un jardín y un muro, con una capilla del santo atrayendo riadas de peregrinos, ceñidos los lomos, procedentes del norte. El «padre» Francis de Utah conduciendo a los peregrinos a dar una vuelta por las ruinas, aun a través de la Compuerta Dos hasta los esplendores del «Cerco Sellado», detrás del cual, las catacumbas del Diluvio de Fuego estaban... estaban..., bueno, después les ofrecería una misa en el altar de piedra, que encerraba la reliquia del santo que daba nombre a la iglesia... ¿un poco de arpillera?, ¿fibras de la soga del verdugo?, ¿recortes de uña del fondo de la caja oxidada? ¿Quizás el «Formulario del Circuito»? Pero la fantasía languideció. Las oportunidades para que el hermano Francis se convirtiese en sacerdote eran pocas... ya que al no tratarse de una orden misionera, los hermanos de Leibowitz sólo necesitaban unos cuantos sacerdotes para la propia abadía y algunas pequeñas comunidades de monjes en otras localidades. Además, el «santo» era todavía oficialmente un beato y no se le santificaría a menos que obrase algunos milagros más importantes y sólidos para apoyar su beatificación, la cual no era una proclamación infalible, como lo sería la canonización, aunque permitía a los monjes de la Orden de Leibowitz venerar formalmente a su fundador y patrono fuera de la misa y el oficio.
Las proporciones de la fantasmagórica iglesia fueron disminuyendo junto con el tamaño de la capilla lateral; la riada de peregrinos se redujo hasta formar un riachuelo. Nueva Roma estaba ocupada en otros asuntos, tales como la petición para una definición formal en el asunto de los dones preternaturales de la Santísima Virgen: los dominicos sostenían que la Inmaculada Concepción implicaba no sólo que la gracia moraba en ella, sino también que la Bendita Madre había tenido los poderes preternaturales, que eran los de Eva antes de la caída, y algunos teólogos de otras órdenes, incluso admitiendo que éstas eran conjeturas piadosas, negaban que el caso fuese necesario y aducían que una «criatura» podía ser «originalmente inocente», aunque sin ser dotada de dones preternaturales; los dominicos se inclinaban ante esto, pero afirmaban que la creencia había ido siempre implícita en otro dogma —tal como la asunción (inmortalidad preternatural) y la preservación del pecado actual (con implicación de integridad preternatural) y aún otros ejemplos—. Mientras trataba de zanjar esta disputa, Nueva Roma había dejado, según parecía, el caso de la canonización de Leibowitz cubriéndose de polvo en un archivo.
Contentándose con una pequeña capilla en honor del beato y alguna peregrinación casual, el novicio se adormeció. Cuando despertó, el fuego se había reducido a brasas relucientes. Algo parecía estar mal. ¿Estaba solo? Miró parpadeando la oscuridad que lo rodeaba.
Desde un poco más lejos de la cama de ascuas rojizas, el oscuro lobo parpadeó a su vez.
El novicio dio un grito y corrió en busca de un refugio.
El chillido, se dijo cuando se tendió temblando en su cubil de piedras y abrojos, había sido sólo una ruptura involuntaria de la regla del silencio. Se tendió, aferrado a la caja de metal, rezando para que los días de cuaresma pasasen pronto, mientras unas patas peludas rastreaban su cercado.