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En aquel siglo había nuevamente naves espaciales, y las naves estaban tripuladas por imposibilidades peludas que caminaban sobre dos piernas y a las que les crecían mechones de cabello en inverosímiles regiones anatómicas. Eran una especie habladora. Pertenecían a una raza muy capaz de admirar su propia imagen en un espejo e igualmente capaz de cortarse su propio cuello ante el altar de cualquier dios tribal, tal como la deidad del Afeitado Diario. Era un espécimen que a menudo se consideraba, básicamente, una raza de fabricantes de herramientas de inspiración divina; cualquier ente inteligente de Arturo instantáneamente se habría dado cuenta de que eran básicamente una especie de apasionados oradores de banquete.
Era inevitable, era su destino manifiesto, presentían —y no por primera vez— que tal especie avanzaba a la conquista de las estrellas. Para conquistarlas varias veces, si era necesario, y para ciertamente hacer discursos sobre las conquistas. Pero también era inevitable que la especie sucumbiese otra vez a la vieja enfermedad en un nuevo mundo como antes había ocurrido en la Tierra, en la letanía de la vida y en la liturgia especial del hombre: versículos por Adán, respuestas del Crucificado.
Somos los siglos.
Somos los charlatanes y los fanfarrones, y pronto hablaremos de cortarte la cabeza. Somos tu coro de desperdicios, señor y señora, y marcamos el paso detrás de ti, cantando tonadas que algunos creen extrañas.
¡Un, dos, tres, cuat!
¡Izquierda!
¡Izquierda!
Te-ní-a-u-na-bue-na-es-po-sa-pe-ro-él.
¡Izquierda!
¡Izquierda!
¡Izquierda!
¡Derecha!
¡Izquierda!
Wir, como dicen en la vieja patria, marschieren weiter wenn alles in Scherben fällt.
Tenemos tus eolitos y tus mesolitos y tus neolitos. Tenemos tus Babilonias y tus Pompeyas, tus Césares y tus artefactos cromados (impregnados-de-ingrediente-vital).
Tenemos tus sangrientas hachas y tus Hiroshimas. Avanzamos, a pesar del infierno, hacemos...
Atrofia, Entropía y Proteus vulgaris.
Contando chistes obscenos acerca de una granjera llamada Eva y un agente de ventas llamado Lucifer.
Enterraremos a tus muertos y sus reputaciones. Te enterraremos a ti. Somos los siglos.
Nace, pues, respira viento, chilla al golpe del cirujano, busca la virilidad, prueba un poco de bondad, siente dolor, da a luz, lucha un poco, sucumbe.
(Al morir sal silenciosamente por la salida de atrás, por favor.)
Generación, regeneración, otra vez, otra vez, como en un ritual, con investiduras manchadas de sangre y manos sin uñas, hijos de Merlín persiguiendo un resplandor. Hijos también de Eva construyendo para siempre paraísos... y destrozándolos con furia enloquecida porque no resultan ser lo mismo. (¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, un idiota grita su necia angustia en medio de los desperdicios. ¡Pero aprisa! Que el coro lo apague, cantando aleluyas a noventa decibelios.)
Oíd, entonces, el último cántico de los hermanos de la Orden de San Leibowitz, como cantado por el siglo que se tragó su nombre:
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Christie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison, eleison ¡mas!
«Lucifer ha caído»; las palabras cifradas, enviadas eléctricamente a través del continente, eran susurradas en salas de conferencias, donde circulaban en forma de memorandos con el título de «Supreme secretissimo» y eran prudentemente ocultados a la prensa. Las palabras se alzaban como una marea amenazadora detrás de un dique de secreto oficial. Había varios agujeros en el dique, pero quedaban impávidamente obturados por los burocráticos mentores cuyos dedos índices se volvían excesivamente henchidos mientras esquivaban los proyectiles verbales disparados por la prensa.
PRIMER REPORTERO: ¿Qué tiene que decir su señoría sobre las declaraciones de sir Rische thon Berker de que el índice de radiaciones en la costa noroeste es diez veces superior al nivel normal?
MINISTRO DE DEFENSA: No he leído la declaración.
PRIMER REPORTERO: Aceptando que fuese verdad, ¿cuál podría ser la causa de este aumento?
MINISTRO DE DEFENSA: La pregunta da lugar a conjeturas. Quizá sir Rische descubrió un rico depósito de uranio... No, borre esto. No tengo nada que decir.
SEGUNDO REPORTERO: ¿Considera su excelencia a sir Rische como un científico competente y responsable?
MINISTRO DE DEFENSA: Nunca ha sido empleado en mi departamento.
SEGUNDO REPORTERO: Esto no contesta a mi pregunta.
MINISTRO DE DEFENSA: La contesta aunque sólo sea en parte. Como nunca ha sido empleado por mi departamento, no tengo modo de conocer su competencia o responsabilidad. Mi campo no es la ciencia.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Es cierto que en algún punto del Pacífico se produjo hace poco una explosión?
MINISTRO DE DEFENSA: Como usted sabe, las pruebas con armas atómicas de cualquier clase se consideran criminales y un acto de guerra bajo la presente ley internacional. No estamos en guerra. ¿Contesta esto a sus preguntas?
SEÑORA PERIODISTA: No, su excelencia, no lo hace. No he preguntado si se había efectuado una prueba. Pregunté si había ocurrido una explosión.
MINISTRO DE DEFENSA: Nosotros no la hemos producido. Si los otros lo hicieron, ¿cree usted que aquel Gobierno nos lo diría?
(Risa educada.)
SEÑORA PERIODISTA: Esto no contesta a mi...
PRIMER REPORTERO: Su excelencia, el delegado Jerulian ha culpado en la reunión a la Coalición Asiática de fabricar proyectiles de hidrógeno en el espacio profundo y dice que nuestro Consejo Ejecutivo lo sabe y no hace nada. ¿Es verdad esto?
MINISTRO DE DEFENSA: Creo que es verdad que la portavoz de la oposición hizo estos ridículos cargos, sí.
PRIMER REPORTERO: ¿Por qué es ridículo el cargo? ¿Porque no hacen misiles espacio-tierra en el espacio? ¿O porque se hace algo al respecto?
MINISTRO DE DEFENSA: Ridículo por las dos cosas. Quisiera señalar, sin embargo, que la fabricación de armas nucleares ha estado prohibida por tratado desde que fueron redescubiertas. Prohibida en todas partes, en la tierra y en el espacio.
SEGUNDO REPORTERO: Pero no hay ningún tratado que proscriba la puesta en órbita de materiales fisionables, ¿verdad?
MINISTRO DE DEFENSA: Claro que no. Los vehículos espacio-espacio funcionan con energía atómica. Tienen que ser propulsados.
SEGUNDO REPORTERO: ¿Y no hay ningún tratado que prohíba poner en órbita otros materiales con los que las armas nucleares pueden ser fabricadas?
MINISTRO DE DEFENSA (irritadamente): Que yo sepa, la existencia de la materia fuera de nuestra atmósfera no ha sido considerada ilegal por ningún tratado o acto parlamentario. Tengo entendido que el espacio está atiborrado de cosas como la Luna y los asteroides, que no están hechos de queso verde.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Sugiere, su excelencia, que las armas nucleares pueden ser fabricadas sin materiales extraídos de la tierra?
MINISTRO DE DEFENSA: No sugería eso, no. Aunque, por supuesto, es teóricamente posible. Decía que ningún tratado o ley prohíbe la puesta en órbita de cualquier material especial en estado natural, sólo armas nucleares.
SEÑORA PERIODISTA: Si se hubiese producido un disparo de prueba recientemente en Oriente, qué considera más probable: ¿una explosión subterránea que salió a la superficie o un misil espacio-tierra con una cabeza de torpedo defectuosa?
MINISTRO DE DEFENSA: Señora, su pregunta es una hipótesis tal, que me obliga a decir: «Sin comentarios».
SEÑORA PERIODISTA: Me limitaba a repetir las palabras de sir Rische y del delegado Jerulian.
MINISTRO DE DEFENSA: Ellos tienen la libertad de exponer los puntos de vista más extravagantes. Yo, no.
SEGUNDO PERIODISTA: A riesgo de desagradarle, ¿qué opina su excelencia del clima?
MINISTRO DE DEFENSA: Bastante caluroso en Texarkana, ¿no le parece? Tengo entendido que tiene algunas fuertes tormentas de polvo en el sudoeste... Quizá nos lleguen aquí algunos resabios.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Está a favor de la maternidad, lord Tagelle?
MINISTRO DE DEFENSA: Me opongo severamente a ella, señora. Ejerce una influencia maligna sobre la juventud, particularmente sobre los nuevos reclutas. Los servicios militares tendrían soldados superiores si nuestros luchadores no hubiesen sido corrompidos por la maternidad.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Podemos citar estas palabras?
MINISTRO DE DEFENSA: Por supuesto, señora... pero sólo en mi obituario, no antes.
SEÑORA PERIODISTA: Gracias, lo tendré preparado.
Como otros abades antes que él, dom Jethrah Zerchi no era por naturaleza un hombre contemplativo, aunque como maestro espiritual de su comunidad estaba comprometido a fomentar el desarrollo de ciertos aspectos de la vida contemplativa entre su rebaño, y, como monje, a intentar cultivar una disposición contemplativa en su propio ánimo. Dom Zerchi no lo hacía demasiado bien. Su naturaleza lo empujaba a la acción aun de pensamiento; su mente se negaba a quedarse tranquila y contemplativa. Había en él una cualidad de impaciencia que le condujo al mando del rebaño; lo convirtió en un gobernante audaz, en ocasiones un superior de mayor capacidad que algunos de sus antecesores, pero la misma impaciencia podía fácilmente convertirse en un riesgo y hasta en defecto.
La mayoría de las veces, Zerchi vagamente se daba cuenta de su propia inclinación hacia la prisa o la acción impulsiva cuando se enfrentaba a dragones invencibles. En aquel momento, de todas maneras, la conciencia de ello no era vaga sino aguda. Operaba en infausta retrospectiva. El dragón ya había mordido a San Jorge.
El dragón era un abominable autoescriba, y su maligna enormidad, electrónica por disposición, llenaba varias unidades cúbicas del hueco de la pared y un tercio del volumen de la mesa del abad. Como de costumbre, el artefacto estaba oscilando. Quitaba mayúsculas, puntos e intercambiaba las palabras entre sí. Hacía un momento había cometido una lése majesté eléctrica en la persona del soberano abad, quien, después de llamar a un técnico en computadoras y esperar durante tres días a que apareciese, decidió arreglar él mismo la abominación estenográfica. El suelo de su estudio estaba cubierto de hojas de prueba con dictados. Típica entre ellas era la que tenía la información:
pRobando proBando, ¿probaNdo? ¿conDenacióN? que sE debe IA locUra de las mayúSCUlas = ahora, ¿ha llegaDo, el MoMENto paRa que toDos lOs buenos memorizADORES se Unan al, DOLOr de lOs conTRabanDIsTas De liBRos?, ¿pueDEs hAcERlo MeJOR en lAtín? = ahOrA traDuce; nECCesse Est epistULam sacri coLLegio mittendAm esse statim dictem? ¿Qué le oCurre a esTa malDita cOSA?
Zerchi se sentó en el suelo en medio de los papeles y trató de cortar el temblor involuntario de su antebrazo, que acababa de recibir una sacudida eléctrica al explorar las regiones intestinales del autoescriba. El temblor muscular le recordó la respuesta galvánica de una pata de rana seccionada. Ya que prudentemente se había acordado de desconectar la máquina antes de meter mano en ella, sólo pudo suponer que el malvado que había inventado el artefacto le había proporcionado el modo de electrocutar a los clientes aún sin estar conectada. Mientras torcía y tiraba de las conexiones en busca de cables sueltos, fue asaltado por un filtro de alto voltaje, que se aprovechó de una oportunidad para descargarse a tierra a través de la persona del reverendo padre abad, cuando el codo de éste rozó el chasis. Pero Zerchi no tenía modo de saber si había sido víctima de una ley de la naturaleza para los filtros o de una trampa para incautos, astutamente planeada, colocada para desanimar a los clientes manipuladores. Fuese como fuere había caído en ella. Su postura en el suelo se había producido de modo involuntario. Su única muestra de competencia en el arreglo de aparatos para la traducción polilingüística se basaba en su orgulloso registro de haber extraído una vez un ratón muerto del circuito del almacenamiento de informes, corrigiendo con ello una tendencia misteriosa de la máquina a escribir sílabas dobles (sísilalabasbas dodoblesbles). El haber encontrado aquella rata muerta, le autorizaba ahora a buscar a tientas cables sueltos y esperar que el cielo le hiciese el don del carisma de un curador electrónico. Pero evidentemente no era así.
—¡Hermano Patrick! —llamó hacia la oficina exterior, poniéndose trabajosamente de pie.
—¡Oiga, hermano Pat! —gritó de nuevo.
Esta vez la puerta se abrió y su secretario miró los compartimientos abiertos con su impresionante amasijo del circuito computador, observó de reojo el suelo tapizado y después estudió cautamente la expresión de su director espiritual.
—¿Debo llamar de nuevo al técnico en reparaciones, padre abad?
—¿Por qué molestarse? —gruñó Zerchi—. Los ha llamado tres veces. Han hecho tres promesas. Hemos esperado tres días. Necesito un estenógrafo. ¡Ahora! Preferiblemente que sea cristiano. Esta máquina —hizo un gesto irritado hacia el abominable autoescriba— es una maldita infiel o algo peor. Deshágase de ella. La quiero fuera de aquí.
—¿El APLAC?
—El APLAC. Véndasela a un ateo. No, esto no sería justo. Véndala como chatarra. Estoy cansado de ella. ¿Por qué, por el amor del cielo, el abad Boumous, Dios se apiade de su alma, compró este absurdo aparato?
—Pues, dómine, dicen que su predecesor era un enamorado de los aparatos y es muy conveniente poder escribir cartas en idiomas que uno no domina.
—¿De verdad? Querrá decir que sería. Este aparato... Oiga, hermano, aseguran que piensa. Al principio no lo creía. El pensamiento implica una idea racional, implica alma. ¿El principio de una «máquina de pensar» hecha por el hombre puede ser un alma racional? ¡Bah! Al principio me pareció una noción completamente pagana. Pero ¿sabe qué?
—¿Padre?
—¡Nada podría ser tan perverso sin premeditación! ¡Debe pensar! Conoce el bien y el mal, se lo aseguro, y escoge el último. Deje esa sonrisita, ¿quiere? No es divertido. La idea ni siquiera es pagana. El hombre hizo el instrumento, pero no creó su principio. ¿No es verdad que hablan del principio vegetativo como de un alma? ¿Un alma vegetal? ¿Y el alma animal? Entonces el alma humana racional, y es todo lo que registran en el modo de encarnar principios vivificantes, ángeles con el alma separada del cuerpo. Pero ¿cómo sabemos que este registro es comprensivo? Vegetativo, animador racional, pero después, ¿qué más? Aquí tiene el «qué más». Este aparato. Y siente. Sáquela de aquí. Pero primero tengo que conseguir que salga un radiograma hacia Nueva Roma.
—¿Traigo un bloc, reverendo padre?
—¿Habla alleghiano?
—No.
—Yo tampoco, y el cardenal Hoffstraff no comprende más que este idioma.
—¿Por qué no lo envía en latín?
—¿Qué latín? ¿El vulgar o el moderno? Yo no me fío de mi propio anglo-latín, y si lo hiciese, lo más probable es que él no se fiase del suyo.
Miró ceñudo la mole del robot estenógrafo.
El hermano Patrick frunció el ceño con él, después se adelantó hacia los compartimientos y empezó a escudriñar entre el amasijo de los diminutos elementos del circuito.
—No hay ningún ratón —le aseguró el abad.
—¿Para qué sirven todos estos botones pequeños?
—¡No los toque! —gritó el abad Zerchi cuando su secretario tocó con curiosidad una de las varias docenas de la serie de «Controles del subchasis».
Los controles del «subchasis» estaban montados en perfecto orden encuadrados en una caja, la cubierta de la cual el abad había quitado y que llevaba el aviso irresistible: «Sólo para ajustar por la fábrica».
—No lo movió, ¿verdad? —preguntó, yendo al lado de Patrick.
—Quizá lo moví un poco, pero creo que está de nuevo en su sitio.
Zerchi le mostró el aviso sobre la tapa.
—¡Oh! —dijo Pat, y ambos se quedaron mirándolo.
—¿Se trata de la puntuación, reverendo padre?
—Eso y algunas mayúsculas y palabras un poco confusas.
Contemplaron aquella serie de artefactos en un silencio mistificado.
—¿Oyó hablar alguna vez del venerable Francis de Utah? —preguntó por fin el abad.
—No recuerdo el nombre, ¿por qué?
—Espero que en este momento esté en condiciones de rezar por nosotros, aunque no creo que haya sido canonizado. Mire, vamos a tratar de levantar un poco ésos; al azar.
—El hermano Joshua tenía algo que ver con la ingeniería, no recuerdo qué. Pero estaba en el espacio. Tiene que saber mucho sobre computadoras.
—Ya lo he llamado. Teme tocarlo. Mire, quizá se necesite...
Patrick se apartó.
—Si me perdona, reverendo, yo...
Zerchi miró retroceder a su secretario.
—¡Qué poca fe! —dijo moviendo otro «ajuste de fábrica».
—Me parece que he oído a alguien afuera...
—Antes de que el gallo cante tres veces... Además, tocó el primer botón, ¿verdad?
Patrick se acobardó.
—Pero había quitado la cubierta y..
—Hinc igitur effuge. Fuera, fuera, antes de que decida que ha sido culpa suya.
Lo intentó una vez más. Zerchi cogió la clavija de la pared, se sentó ante su mesa, y después de rezarle una pequeña oración a San Leibowitz (que en los últimos siglos había alcanzado una mayor popularidad como patrono de los electricistas que la lograda como fundador de la Orden Albertiana de San Leibowitz), deslizó el conmutador. Oyó unos ruidos chisporroteantes y silbantes, pero no salió nada. Únicamente le llegó el débil chasquido de los relés de detención y el ronroneo familiar de los motores cronometradores cuando tomaban velocidad. Los olisqueó. No pudo detectar ni humo ni ozono. Finalmente abrió los ojos. Hasta las luces indicadoras del cuadro de controles que tenía sobre la mesa estaban encendidas como de costumbre. ¡Vaya con los «sólo para ajustar por la fábrica»!
Algo tranquilizado, insertó el selector de formato en «radiogramas», le dio la vuelta al selector de programa hasta «grabación de dictado», la unidad de traducciones del Sudoeste a Allegheniano, se aseguró de que el interruptor de transcripciones estuviese apagado, giró el botón de su micrófono y empezó a dictar:
Prioridad urgente: A su reverendísima eminencia, sir Eric cardenal Hoffstraff, designado vicario apostólico, vicariato provisional extraterrestre, Sagrada Congregación de Propaganda, Vaticano, Nueva Roma...
Eminentísimo señor: En vista de la reciente renovación de la tensión mundial, de las insinuaciones de una nueva crisis internacional y hasta informes de una carrera clandestina de armamento nuclear, nos honraría en gran manera que su eminencia considerase prudente aconsejarnos con referencia al estado actual de ciertos planes mantenidos en suspenso. Tengo noticias de los que fueron esbozados en el Motu proprio del papa Celestino VIII, de feliz memoria, dados en la Festividad de la Divina Protección de la Santísima Virgen, anno Domini 3735 —hizo una pausa y rebuscó unos papeles en su mesa— y que empezaban con las palabras: «Ab hac planeta nativitatis aliquos filios Ecclesiae usque ad planetas intelligimus». Referencia también del documento confirmativo del anno Domini 3749 Quo peregrinatur grex, pastor secum, autorizando la adquisición de una isla, uh... y ciertos vehículos. Finalmente referencia del Casu belli nunc remoto, del papa Paul, anno Domini 3756 y la correspondencia que siguió entre el padre santo y mi predecesor, culminando con una orden en la que se nos transfería la obligación de mantener el plan Quo Peregrinatur en un estado de, uh... animación suspendida pero sólo en tanto su eminencia lo aprobase.
Nuestra preparación absoluta para el Quo Peregrinatur ha sido mantenida, y en caso de que fuese necesaria la ejecución del plan, necesitaríamos quizá saberlo con unas seis semanas de anticipación.
Mientras el abad dictaba, el abominable autoescriba no hizo más que grabar su voz y traducirla a un fonema cifrado sobre una cinta. Cuando terminó de hablar, conectó el selector de programas a «análisis», presionó un botón marcado «proceso de textos». La luz indicadora parpadeó apagándose. La máquina empezó su trabajo. Mientras tanto, Zerchi estudió los documentos que tenía ante sí.
Un timbre sonó. La luz indicadora se encendió de nuevo en un parpadeo. La máquina se había detenido. Con sólo una mirada nerviosa al «sólo para ajustar por la fábrica», el abad cerró los ojos y presionó el botón de «escribir».
Claterli-chap-chap-spat-pit poperti cac-jub-clo. La máquina automática de escribir parloteó lo que él esperó fuese el texto del radiograma. Escuchó esperanzado el ritmo de las teclas. El primer claterli-chap-chap-spat-pip le pareció muy seguro. Trató de oír el ritmo de la lengua allegheniana mezclado con el sonido de las teclas, y después de un rato decidió que había verdaderamente un cierto tono allegheniano en el tecleteo. Abrió los ojos. Al otro lado de la habitación, el robot estenográfico trabajaba briosamente. Dejó su mesa y se acercó a observarlo. Con suma claridad, el abominable autoescriba escribía el equivalente allegheniano de:
—Oiga, hermano Pat.
Apagó molesto la máquina. ¡San Leibowitz! ¿Hemos trabajado para esto? No creía que se hubiese prosperado mucho desde los tiempos de la pluma de ganso perfectamente afilada y el bote de tinta de zarzamora.
—¡Oiga, Pat!
De la otra oficina no le contestaron de inmediato, pero al cabo de unos segundos un monje de barba roja abrió la puerta, y después de mirar los compartimientos abiertos, el suelo cubierto de papeles y la expresión del abad, tuvo el descaro de sonreír.
—¿Qué le ocurre, magister meus, no le gusta nuestra tecnología moderna?
—No, en particular, ¡no! —exclamó Zerchi—. ¡Oiga, Pat!
—Ha salido, reverendo.
—Hermano Joshua, ¿no puede arreglar esto? De verdad.
—¿De verdad? No, no puedo.
—Debo enviar un radiograma.
—Lo siento, padre abad. Tampoco puedo hacerlo. Acaban de quitarnos el cristal y clausurarnos la cabaña.
—¿Acaban?
—La zona de Defensa Interior. Todos los transmisores privados han sido precintados.
Zerchi fue hacia su silla y se dejó caer en ella.
—Defensa de alerta. ¿A qué se debe?
Joshua se encogió de hombros.
—Se habla de un ultimátum. Es todo lo que sé, a no ser que se trate de lo que he oído de los contadores de radiaciones.
—¿Siguen subiendo?
—Siguen subiendo.
—Llame a Spokane.
A media tarde, el viento polvoriento había llegado. El viento se presentó sobre la meseta y la pequeña ciudad de Sanly Bowitts. Barrió ruidosamente los alrededores a través de los altos maizales, rasgando banderolas de arena, soplando las cordilleras estériles. Silbó entre los muros de piedra de la abadía y entre las paredes de vidrio y aluminio de los anexos de la abadía. Mancilló al sol enrojecido con el polvo de la tierra y envió diablos de arena deslizándose a través del asfalto de la carretera de seis pistas que separaba a la antigua abadía de sus modernos anexos.
En la carretera lateral, que en un punto flanqueaba la carretera que iba del monasterio a un suburbio residencial de la ciudad, un viejo pordiosero vestido de arpillera se detuvo para escuchar el viento. Éste le trajo el vibrar de las explosiones de las pruebas de cohetes que se efectuaban en el sur. Los proyectiles interceptores eran disparados hacia blancos orbitales desde un campo de lanzamiento al otro lado del desierto. El anciano observó el débil disco rojo del sol mientras se apoyaba sobre su báculo y murmuraba para sí o para el sol:
—Presagios, presagios, presagios.
Un grupo de niños jugaba en el patio lleno de hierba de un cobertizo al otro lado de la carretera lateral, sus juegos tenían lugar bajo los muros, pero perspicaces auspicios de una encorvada mujer negra, que fumaba una pipa bien repleta en el rellano y daba una palabra ocasional de apoyo o amonestación a uno u otro lloroso jugador que llegaba quejándose ante su corte en el quicio del cobertizo. Uno de los niños descubrió pronto al viejo parado al otro lado de la carretera y se oyó un grito:
—¡Mirad, mirad! ¡Es el viejo Lázaro! ¡Mira, tiíta, ahí está el viejo Lázaro, el mismo a quien el Señor Jesús levantó! ¡Mirad! ¡Lázaro! ¡Lázaro!
Los niños se agolparon junto a la cerca rota. El viejo vagabundo los miró malhumorado y continuó su camino. Un guijarro saltó por la carretera a sus pies.
—¡Oye, Lázaro...!
—¿Verdad, tía, que lo que el Señor Jesús levanta se queda de pie? ¡Miradlo! ¡Ja! Todavía sigue buscando, porque el Señor sólo lo levantó. Mira, tía...
Otra piedra saltó tras el viejo, pero él no miró hacia atrás. La anciana asintió medio dormida. Los niños volvieron a sus juegos. La tormenta de polvo se hizo más violenta.
A través de la carretera desde la antigua abadía, en la cima de uno de los nuevos edificios de aluminio y vidrio, un monje estaba en el tejado haciendo pruebas con el viento. Lo hacía con un aparato aspirador, que tragaba el aire polvoriento y lo exhalaba filtrado en el dispositivo de un compresor que estaba en el piso inferior. El monje no era un muchacho, aunque no había llegado aún a la mediana edad. Su corta barba roja parecía estar cargada de electricidad, pues acumulaba hilos y corrientes de polvo; de vez en cuando se la rascaba irritado, y una de las veces la metió en el extremo del tubo de succión. El resultado le hizo lanzar un denuesto y persignarse inmediatamente.
El motor del compresor tosió y se apagó. El monje desconectó el aparato de succión y el tubo exhalador y empujó el instrumento por el tejado hacia el ascensor. En todos los rincones había polvo. Cerró la puerta y presionó el botón de bajada.
En el laboratorio que había en el piso más alto, miró el calibrador del compresor —marcaba MAX NORM—, cerró la clavija y guardó el aparato aspirador. Después, dirigiéndose al profundo depósito de lámina de acero que había al final del banco de trabajo del laboratorio, abrió el grifo de agua fría y la dejó caer sobre la señal de 200 JUG. Metió la cabeza debajo del grifo y se limpió el lodo de su cabeza y barba. El efecto fue agradablemente refrescante. Goteando y salpicando miró hacia la puerta. La aparición de algún visitante parecía dudosa. Se quitó la ropa y se metió en el tanque, acomodándose en él y lanzando un suspiro de satisfacción.
La puerta se abrió abruptamente y la hermana Helene entró con una bandeja de utensilios de vidrio recientemente desembalados. Sobresaltado, el monje se levantó de un salto de su bañera.
—¡Hermano Joshua! —gritó la monja, y media docena de vasos de precipitados fueron a dar al suelo.
El monje se sentó con rapidez, salpicando la habitación. La hermana Helene cloqueó, se atragantó, lanzó la bandeja sobre el banco de trabajo y salió corriendo. El hermano Joshua, salió de un salto del depósito y se puso el hábito sin ni tan siquiera preocuparse en secarse o en ponerse la ropa interior. Cuando llegó a la puerta, la hermana Helene había desaparecido del pasillo —probablemente ya había salido del edificio y corrido a la capilla de las monjas en la avenida lateral—. Mortificado, se apresuró a terminar su labor.
Vació el contenido del aparato aspirador y depositó una muestra de polvo en una redoma. La llevó al banco de trabajo y se colocó un par de auriculares. Mantuvo la vasija a una distancia media del elemento detector y se quedó a la escucha consultando su reloj de vez en cuando.
El compresor tenía un contador interior. Presionó un botón marcado «borrar» y el vibrante registro de decimales retrocedió hasta el cero y empezó de nuevo su cuenta. Cuando se detuvo, después de un minuto, el monje escribió el resultado en el reverso de su mano. En su mayor parte era aire puro filtrado y comprimido; pero había un ligero rastro de algo más.
Cerró el laboratorio por la tarde y bajó a la oficina que estaba en el piso inferior, escribió la cifra en un tablero mural, observó su curioso aumento y después se sentó ante su mesa y descolgó el fonovisor. Marcó el número de memoria, sin apartar la vista del tablero. La pantalla se iluminó, el teléfono sonó y el visor enfocó el respaldo de una silla vacía. Después de unos segundos un hombre se sentó en la silla y miró hacia la cámara.
—El abad Zerchi al habla —gritó el hombre—. Ah, hermano Joshua, iba a llamarle. ¿Se ha bañado?
—Sí, padre abad.
—¡Por lo menos podría sonrojarse!
—Lo estoy.
—Pues no lo aparenta. Escuche, en este lado de la carretera y justo en nuestra entrada, hay un letrero. ¿Lo ha notado? Dice: «Atención mujeres. No entréis para que no...» y demás. ¿Lo ha visto?
—Claro que sí, reverendo.
—Tome sus baños en este lado del letrero.
—Muy bien.
—Mortifíquese por haber ofendido la modestia de las hermanas. Me doy cuenta de que usted no tiene conciencia de este problema. Tengo entendido, además, que le es muy difícil pasar junto a los depósitos de agua sin echarse a nadar tal como Dios lo trajo al mundo.
—¿Quién se lo ha dicho, reverendo? Quiero decir... Yo sólo he vadeado.
—¿Ah, sí? Bueno, olvídelo. ¿Por qué me llamó?
—Usted quería que me comunicase con Spokane.
—Sí, ¿lo ha hecho?
—Sí. —El monje se arrancó un trocito de papel de la comisura de los labios resecos por el viento e hizo una pausa incómoda—. He hablado con el padre Leone. También lo han notado.
—¿El aumento en las radiaciones?
—Y no sólo eso... —El monje dudó de nuevo, no le agradaba tener que decirlo. Comunicar un hecho parecía otorgarle siempre una existencia total.
—¿Y bien?
—Tiene que ver con el mismo incidente sísmico de hace unos días. Los vientos altos lo traen hacia esta dirección. Considerados todos los datos, parece un Fallout a baja altura de una explosión de varios megatones.
—¡Oh! —Zerchi suspiró y se cubrió los ojos con una mano—. ¿Luciferum ruisse mihi dicis?
—Sí, dómine, me temo que se trate de un arma.
—¿No puede haber sido un accidente industrial?
—No.
—Pero de haber una guerra, lo sabríamos. ¿Una prueba ilícita? Tampoco puede ser, podrían haberla hecho en la otra cara de la Luna o mejor en Marte y nadie se habría enterado.
Joshua asintió.
—¿Adónde nos lleva esto? —continuó el abad—. ¿Una demostración? ¿Una amenaza? ¿Un tiro de aviso lanzado sobre el arco?
—Es lo único que se me ha ocurrido.
—Esto explicaría la alerta de la defensa. De todas maneras, los periódicos no hablan sino de rumores y negativas a hacer comentarios. Y Asia mantiene un silencio de muerte.
—Pero el disparo tiene que haber sido detectado por alguno de los satélites de observación. A menos... no me agrada sugerir esto, pero..., a menos que alguien haya descubierto un sistema para disparar un misil espacio-tierra y capaz de pasar los satélites sin ser detectado hasta dar en el blanco.
—¿Es posible esto?
—Se ha hablado un poco de ello, padre abad.
—El Gobierno sabe lo que ocurre, tiene que saberlo. Varios de ellos lo saben y sin embargo no oímos nada. Se nos protege de la histeria. ¿No es así cómo lo llaman? ¿Maníacos? En los últimos cincuenta años el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. ¿Cincuenta? ¿Qué es lo que digo? Ha estado así desde el principio... pero desde hace medio siglo es casi insoportable. Por el amor de Dios, ¿cuál es la causa de ello? ¿Cuál es la base de la irritación, la esencia de la tensión? ¿Filosofías políticas? ¿Economía? ¿Presión de la población? ¿Disparidad de culturas y credos? Pregunte esto a una docena de técnicos y obtendrá una docena de respuestas. Ahora, de nuevo Lucifer. ¿Está la especie humana congénitamente insana, hermano? Si hemos nacido locos, ¿dónde queda la esperanza del cielo? ¿Sólo a través del cielo? ¿O es que ya no existe? Que Dios me perdone, no quise decir esto. Escuche, Joshua...
—¿Padre?
—Tan pronto como termine venga aquí... Este radiograma... Tengo que enviar al hermano Pat a la ciudad para que lo traduzcan y lo envíen por cable regular. Quiero tenerlo a usted aquí cuando llegue la respuesta. ¿Sabe de qué se trata?
El hermano Joshua denegó con un gesto.
—Quo Peregrinatur Grex.
El monje fue palideciendo lentamente.
—¿Para ser cumplido, dómine?
—Quiero enterarme de las condiciones del plan. No se lo mencione a nadie. Como es natural le afectará a usted. En cuanto acabe, venga a verme.
—De acuerdo.
—Chris'tecum.
—Cum spiri'tuo.
El circuito se abrió y la imagen se desvaneció. La habitación estaba caldeada, pero Joshua se estremeció. Miró por la ventana hacia un prematuro atardecer oscurecido por el polvo. No podía ver más allá de la valla protectora cercana a la carretera, donde una procesión de faros producía una serie de halos en movimiento en el aire polvoriento. Pasado un rato se dio cuenta de que había alguien de pie cerca del puente, donde la carretera se unía a la autopista. La silueta era apenas visible cuando la aureola de los faros la iluminaba al pasar.
Joshua se estremeció de nuevo.
No había duda de que se trataba de la señora Grales. Sólo ella podía ser reconocida con tan poca luz: la forma del bulto encapuchado en su hombro izquierdo y el modo de inclinar la cabeza hacia la derecha convertían las líneas de su cuerpo en algo inconfundible. La anciana señora Grales. El monje corrió las cortinas y encendió la luz. La deformidad de la anciana no le repelía, el mundo estaba ya cansado de ver tales abortos genéticos y reacciones de genes. Su propia mano izquierda lucía aún una tenue cicatriz, donde un sexto dedo le había sido amputado en su infancia. Pero la herencia del Diluvium Ignis era algo que en aquel momento prefería olvidar y la señora Grales era una de sus más conspicuas herederas.
Pasó las manos por un globo terráqueo que había sobre su mesa. Lo hizo girar hasta llegar al océano Pacífico y al este de Asia. ¿Dónde? ¿En qué punto preciso? Hizo que el globo girase más aprisa, empujándolo ligeramente de vez en cuando, hasta que el mundo giró como una ruleta, más aprisa y más aprisa, hasta que los continentes y los océanos se convirtieron en una masa borrosa. «Hagan juego, señoras y señores, ¿dónde?» Detuvo abruptamente el globo con el pulgar. «Banco, la India paga. Cobre, señora.» El resultado era descabellado. Hizo girar de nuevo el globo hasta que su armazón empezó a vibrar. Los días se deslizaron como breves instantes. De pronto, se dio cuenta de que lo hacía girar en sentido contrario. Si la madre Gaia hacía piruetas en el mismo sentido, el Sol y otros paisajes en tránsito saldrían por el oeste y se pondrían por el este. ¿Retrocedería así el tiempo? Dijo el homónimo de mi homónimo: «No te muevas, oh Sol, hacia Gabaón, ni tú, Luna, hacia el valle...», un buen truco, pensándolo bien, y además conveniente en esta época. «Levántame de nuevo, oh Sol, et tu, Luna, recedite in orbitas reversas...» Siguió haciendo girar el globo al revés, como si esperase que el simulacro de tierra poseyese el poder de remontar el tiempo. Un tercio de un millón de vueltas podían ser suficiente para hacerlos volver al Diluvium Ignis.
Sería mejor colocarle un motor y hacerlo retroceder hasta el principio del hombre.
Lo detuvo de nuevo con el pulgar, y el resultado fue otra vez absurdo.
Sin embargo, se entretuvo en el despacho, pues temía el momento de volver a casa. La «Casa» estaba únicamente al otro lado de la carretera, en los embrujados vestíbulos de aquellos antiguos edificios, cuyas paredes contenían aún piedras que habían sido los restos de hormigón de una civilización desaparecida hacía ya dieciocho siglos. Cruzar la carretera hacia la vieja abadía era como cruzar un eón. Allí, en los nuevos edificios de vidrio y aluminio, él era un técnico en su mesa de trabajo, en la que los acontecimientos eran sólo fenómenos, para ser observados atendiendo a su cómo sin preguntarse su por qué. En este lado de la carretera la caída de Lucifer era sólo una inferencia derivada por fría matemática del decir de los contadores de radiaciones o de la súbita oscilación de la pluma del sismógrafo. Pero en la vieja abadía, dejaba de ser un técnico para convertirse en un monje de Cristo, un contrabandista de libros y un memorizador de la comunidad de Leibowitz. Allí, la pregunta sería: «¿Por qué, Señor, por qué?». La pregunta había llegado y el abad había dicho: «Venga a verme».
Joshua asió su zurrón y fue a obedecer la llamada de su superior. Para evitar encontrar a la señora Grales, salió por el paso inferior de peatones. No era un momento para conversaciones agradables con la bicéfala vendedora de tomates.