11

La hora había llegado. El hermano Francis, ataviado con su sencillo hábito de monje, nunca se había sentido menos importante que en el momento en que se arrodilló en la majestuosa basílica antes de comenzar la ceremonia. Los movimientos pausados, los torbellinos de vivo color, los sonidos que acompañaban a los ceremoniosos preparativos de la celebración parecían tener ya espíritu litúrgico, y hacían difícil comprender que todavía no ocurría nada importante. Obispos, monseñores, cardenales, sacerdotes y diversos funcionarios legos, en elegantes y anticuadas vestimentas, iban de un lado para otro en la gran nave; pero sus idas y venidas eran como una maquinaria ágil que nunca se detenía, tropezaba o cambiaba de idea para salir apresuradamente en otra dirección.

Un sampetrius entró en la basílica. Iba tan grandiosamente ataviado, que al principio Francis confundió al trabajador de la catedral con un prelado. Llevaba un escabel y lo hacía con una pompa tan sencilla que el monje, de no haber estado arrodillado, lo habría hecho al pasar el objeto frente a él. El sampetrius flexionó una rodilla ante el altar mayor y después fue hacia el trono papal, donde puso el nuevo escabel quitando uno que parecía tener una pata suelta; hecho esto, se fue por donde había venido. El hermano Francis se maravilló ante la estudiada elegancia de movimientos que acompañó a un acto tan trivial. Nadie tenía prisa. Nadie se entretenía o titubeaba ni se producía ningún gesto que no contribuyese quietamente a la dignidad y avasalladora belleza de aquel antiguo lugar. Hasta las inmóviles estatuas y los cuadros parecían tomar parte en ello. Aun el susurro de la propia respiración parecía ser suavemente devuelto por el eco de los distantes ábsides.

Terribiles est locus iste: hic domus Dei est, et porta caeli; ¡terrible en verdad, la casa de Dios, puerta del cielo!

Pasado un rato vio que algunas de las estatuas tenían vida. Había una armadura cerca de la pared, a unos metros a su izquierda. Su puño de malla sostenía el mango de una brillante hacha de combate y ni tan sólo la pluma de su casco se había agitado durante el tiempo que el hermano Francis permaneció arrodillado allí. Doce armaduras idénticas se hallaban situadas a lo largo de la pared a distancias regulares. Sólo después de ver un tábano arrastrarse a través de la visera de la «estatua» que estaba a su izquierda, sospechó que la guerrera envoltura contenía un ocupante. Sus ojos no notaron ningún movimiento, pero la armadura produjo algunos chasquidos metálicos mientras dio albergue al tábano.

Aquellos eran, pues, los guardias papales, tan renombrados en las batallas caballerescas: el pequeño ejército privado del Primer Vicario de Dios.

Un capitán de la guardia pasaba majestuosamente revista a sus hombres. Por primera vez, la estatua se movió: alzó su visera en señal de saludo. El capitán se detuvo pensativamente y antes de seguir la inspección empleó su pañuelo para apartar el tábano de la frente de aquel rostro inexpresivo que permanecía inmutable en el interior del casco. La estatua bajó su visera y recobró su inmovilidad.

El decorado mayestático de la basílica se vio brevemente destruido por la entrada de una multitud de peregrinos. Estaban bien organizados y eficientemente dirigidos, pero era evidente que eran extraños al lugar. La mayoría de ellos dio la impresión de dirigirse de puntillas a su sitio, cuidando de no hacer ningún ruido y moverse lo menos posible, a diferencia de los sampetrii y el clero neorromano, que se movían y hacían ruido de modo elocuente. Aquí y allá, entre los peregrinos, alguien tosía o tropezaba.

De pronto la basílica pareció militarizarse: la guardia se había Puesto en posición de firme. Una nueva escolta de estatuas acorazadas entró pisando con fuerza en el propio santuario, se dejó caer sobre una rodilla e inclinó sus picas como saludo ante el altar antes de ocupar su sitio. Dos de sus miembros flanquearon el trono papal y un tercero cayó de rodillas a la derecha y allí permaneció, arrodillado y sosteniendo la espada de Pedro sobre sus palmas alzadas. El cuadro quedó de nuevo inmóvil a no ser por el temblor ocasional de los cirios del altar.

Sobre el sacro silencio, resonó un súbito clamor de trompetas.

El sonido fue aumentando de intensidad hasta que el vibrante ta-ra ta-ra-raa se sintió en la cara y fue doloroso para el oído. La voz de las trompetas no era musical sino estridente. Las primeras notas empezaron en un tono medio, después fueron subiendo lentamente en agudeza, intensidad y urgencia, hasta que los pelos del monje se pusieron de punta y en la basílica pareció no existir nada sino la explosión de las tubas.

Después, un silencio de muerte seguido por el canto de un tenor:

PRIMER CANTOR: Appropinquat agnis pastor et ovibus pascendis.

SEGUNDO CANTOR: Genua nunc flectantur omnia.

PRIMER CANTOR: Jussit olim Jesus Petrum pascere gregem Domini.

SEGUNDO CANTOR: Ecce Petrus Pontifex Maximus.

PRIMER CANTOR: Gaudeat igitur populus Christi, et gratias agat Domino.

SEGUNDO CANTOR: Nam docebinur a Spiritu Sancto.

CORO: Alleluia, Alleluia...

La multitud se levantó y después se arrodilló en una lenta oleada que siguió el movimiento de la silla en la que iba sentado un frágil anciano vestido de blanco, que bendecía a la gente mientras la procesión dorada, negra, púrpura y roja, lo conducía lentamente hacia el trono. El aliento obstruía la garganta del pequeño monje de la distante abadía en un apartado desierto.

Era imposible abarcar todo cuanto ocurría. La oleada de música y movimiento era tan avasalladora, que ahogaba los propios sentidos y arrastraba la mente, aun contra su voluntad, hacia lo que pronto iba a suceder.

La ceremonia fue breve. De haber sido más larga, habría sido difícil soportar su intensidad. Un prelado —Francis vio que se trataba de Malfreddo Aguerra, el propio abogado del santo— se acercó al trono y se arrodilló. Después de un breve silencio alzó su petición en canto llano.

Sancte pater, ab Sapientia summa petimus ut ille Beatus Leibowitz cujus miracula mirati sunt multi...

Se le pedía a León que comunicase a su pueblo por medio de una definición solemne la pía creencia de que el beato Leibowitz era en realidad un santo, merecedor de la dulia de la Iglesia como de la veneración de los fieles.

Gratissirna Nobis causa, fili —cantó la voz del anciano vestido de blanco como respuesta, explicando que el deseo de su corazón era anunciar por solemne proclama que el bendito mártir estaba entre los santos, pero también que tenía que hacerlo por guía divina que coincidía con la petición de Aguerra—, sub ducatu sancti Spiritus. —Pidió a todos que orasen por esta guía.

De nuevo el coro atronó la basílica con la letanía de los Santos:

—Oh Dios, Padre del Cielo, ten piedad de nosotros. Oh Dios, Hijo Redentor del Mundo, ten piedad de nosotros. ¡Oh Santísima Trinidad, Dios uno y único, miserere nobis! Oh Dios, Espíritu Santo, ten piedad de nosotros. Santa María, ruega por nosotros. Sancta Dei Genitrix, ora pro nobis. Sancta Virgo virginum, ora pro nobis...

El trueno de la letanía continuó. Francis miró el cuadro del bendito Leibowitz, recién descubierto. El fresco era de enormes proporciones. Mostraba el juicio del beato ante la multitud, pero la cara no sonreía con amargura como en la obra de Fingo. Era, de todas maneras, majestuosa, y Francis se dijo que estaba en consonancia con el resto de la basílica.

Omnes sancti Martyres, orate pro nobis...

Cuando la letanía hubo terminado, monseñor Malfreddo Aguerra hizo de nuevo su petición al Papa, pidiendo que el nombre de Isaac Edward Leibowitz fuese formalmente inscrito en el calendario de los santos. De nuevo se invocó al espíritu guía, mientras el Papa entonaba el Veni, Creator Spiritus.

Y por tercera vez Malfreddo Aguerra solicitó la proclamación.

Surgat ergo Petrus ipse...

Por fin llegó. León XXI entonó la decisión de la Iglesia, obtenida bajo la guía del Espíritu Santo, en la que se proclamaba como hecho seguro que un antiguo y bastante oscuro técnico llamado Leibowitz era en realidad un santo del cielo cuya poderosa intercesión podía y tenía derecho a ser reverentemente implorada. Se señaló una festividad para una misa en su honor.

—San Leibowitz, ruega por nosotros —susurró el hermano Francis con los demás.

Después de una breve plegaria, el coro entonó un Tedeum y, tras una misa en honor del nuevo santo, todo había terminado.

Escoltado por dos sedarii de librea escarlata del palacio exterior, el pequeño grupo de peregrinos siguió por lo que parecía una interminable secuela de corredores y antecámaras, deteniéndose ocasionalmente ante la ornada mesa de algún nuevo funcionario que examinaba credenciales y estampaba su firma en un licet adire para que un sedarius se lo entregase al siguiente funcionario, cuyo título era progresivamente más largo y más difícil de pronunciar a medida que el grupo avanzaba. El hermano Francis temblaba.

Entre sus compañeros peregrinos, había dos obispos; un hombre vestido de armiño y oro; un jefe de clan de la gente de los bosques convertido, pero luciendo aún la túnica de piel de pantera, y como casco, la cabeza de pantera de su tótem tribal; un «simple» con traje de piel que llevaba un halcón peregrino encapuchado en la muñeca —evidentemente un regalo para el Padre Santo—; y varias mujeres que parecían ser esposas o concubinas— como se dijo Francis ante sus actos —del jefe del clan del pueblo pantera, aunque podía tratarse de antiguas concubinas apartadas por el canon, pero no por la costumbre tribal.

Después de subir la Scala caelestis, los peregrinos fueron recibidos por el sombrío cameralis gestor, que los condujo a una pequeña antesala del enorme vestíbulo consistorial.

—El Padre Santo los recibirá aquí —les informó en voz baja un lacayo de alto rango al sedarius que traía las credenciales.

A Francis le dio la impresión de que los miraba desaprobadoramente. El hombre le dirigió unas palabras al sedarius, quien enrojeció y, a su vez, le dijo algo al jefe del clan. Éste lo miró ceñudo y se quitó su casco de afilados colmillos, dejando que se balancease sobre su hombro. Se produjo una breve conferencia acerca de las posiciones mientras su Suprema Untuosidad, el lacayo en jefe, en voz tan baja como reprobadora, colocó sus piezas de ajedrez en la habitación de acuerdo con algún protocolo secreto que únicamente los sedarii parecieron comprenderse.

El Papa no tardó en llegar. El hombrecillo del hábito blanco, rodeado de su comitiva, avanzó vivamente por la sala de audiencias. El hermano Francis experimentó un súbito conato de mareo. Recordó que dom Arkos le había amenazado con desollarlo vivo si se desmayaba durante la audiencia, e intentó reunir fuerzas para evitarlo.

El grupo de peregrinos se arrodilló. El anciano de blanco les hizo levantarse con un gesto amable. Finalmente el hermano Francis se atrevió a fijar la vista. En la basílica, el Papa había sido únicamente una radiante mancha blanca en un mar de color. Gradualmente, allí en la sala de audiencias, Francis pudo ver más de cerca que el Papa no medía tres metros como los nómadas de la historia. Para sorpresa del monje, el frágil anciano, Padre de reyes y príncipes, constructor de los puentes del mundo y Vicario de Cristo en la Tierra, parecía ser mucho menos feroz que dom Arkos, Abbas.

El Papa avanzó lentamente por la hilera de peregrinos, saludando a cada uno de ellos, mientras abrazaba a uno de los obispos, hablaba con cada uno en su propio dialecto o a través de un intérprete, sonreía ante la expresión del prelado al cual encomendó la tarea de cuidar del pájaro halconero, y se dirigía al jefe del clan de la gente del bosque con un gesto peculiar de la mano y emitiendo un sonido gutural de su dialecto, que hizo que la expresión de pantera del jefe brillase con una sonrisa de deleite. El Papa vio la cabeza de pantera colgada de su hombro y se detuvo para colocársela de nuevo. El pecho del hombre de la tribu se dilató de orgullo, miró a su alrededor en la habitación, probablemente buscando a su Suprema Untuosidad, el lacayo en jefe, pero el oficial parecía haberse escabullido por la pared.

El Papa se aproximó a Francis.

Ecce Petrus Pontifex... Mira a Pedro, el gran sacerdote: el propio León XXI: «A quien Dios había nombrado príncipe de todos los países y reinos, para extirpar, derrumbar, desperdiciar, destruir, plantar y construir, para que pueda proteger a un pueblo creyente...». Sin embargo, el monje vio en el rostro de León una amable mansedumbre que indicaba que merecía el título, más encumbrado que cualquiera de los otorgados a príncipes y reyes, por el cual se le llamaba «el esclavo de los esclavos de Dios».

Francis se arrodilló rápidamente para besar el anillo del Pescador. Al levantarse, se encontró aferrando la reliquia del santo a su espalda como si el mostrarla le avergonzase. Los ojos ambarinos del Pontífice le dominaron. León habló suavemente, al modo de la curia: una afectación que parecía desagradarle, que sentía agobiante, pero que practicaba por el bien de las costumbres al hablar con visitantes menos salvajes que el jefe pantera.

—Nuestro corazón quedó profundamente dolorido cuando nos enteramos de tu desgracia. La historia de lo sucedido llegó a nuestros oídos. Viniste aquí invitado por Nos, pero en el camino encontraste a unos ladrones. ¿Es verdad?

—Sí, Padre Santo. Pero en realidad no tiene importancia. Quiero... decir... Era importante, pero... —dijo Francis tartamudeando.

El anciano blanco esbozó una sonrisa.

—Sabemos que nos traías un regalo y que en el camino te fue robado. Que esto no te preocupe. Tu presencia es suficiente regalo para Nos. Hace tiempo esperábamos la oportunidad de poder dar personalmente la bienvenida al descubridor de los restos de Emily Leibowitz. Conocemos también cuál es vuestra labor en la abadía. Siempre hemos sentido un ferviente afecto por los hermanos de San Leibowitz. Sin vuestro trabajo, la amnesia del mundo sería total. Como la Iglesia, Mysticum Christi Corpus, es un cuerpo, vuestra orden le ha servido de memoria. Debemos mucho a vuestro santo patrono y fundador. Los años futuros quizá le deberán aún más. ¿Podemos saber algo más de tu viaje, querido hijo?

El hermano Francis le tendió la heliografía.

—El asaltante fue lo suficientemente amable para permitirme conservar esto, Padre Santo. Lo tomó por una copia del dibujo en color que yo traía como regalo.

—¿No le informaste de su error?

El monje se sonrojó.

—Me avergüenza admitir, Padre Santo...

—¿Entonces se trata de la reliquia original que encontraste en la cripta?

—Sí.

La sonrisa del Papa tomó una expresión amarga.

—¿El bandido pensó que tu obra era el tesoro? Ah..., hasta un ladrón puede verse atraído por el arte. Monseñor Aguerra nos habló de la belleza de tu conmemoración. Lástima que fuese robada.

—No tiene importancia, Padre Santo. Sólo lamento haber perdido quince años en ella.

—¿Perdido? ¿Cómo perdido? Si el ladrón no se hubiese visto engañado por la belleza de tu conmemoración podía haber robado ésta, ¿no es así?

El hermano Francis admitió la posibilidad.

León XXI tomó la antigua heliografía en sus pálidas manos y la desenrolló con sumo cuidado. Estudió el diseño en silencio y finalmente dijo:

—Dime, ¿entiendes los símbolos usados por Leibowitz? ¿Cuál es el significado de la... cosa representada?

—No lo sé, Padre Santo, mi ignorancia es completa.

El Papa se inclinó hacia él para murmurar:

—Lo mismo que la nuestra.

Contuvo una sonrisa, presionó los labios sobre la reliquia como si besase la piedra de un altar, la enrolló de nuevo y se la tendió a un asistente.

—Te agradecemos desde el fondo de nuestro corazón estos quince años, querido hijo —le dijo al hermano Francis—. Fueron pasados para la conservación del original, nunca pienses en ellos como perdidos. Ofréceselos a Dios. Quizás algún día se descubra el significado del original y tal vez resulte ser importante. —El anciano guiñó los ojos... ¿o no fue un guiño? Francis estaba casi convencido de que el Papa le había guiñado un ojo—. Te lo deberemos a ti.

El guiño o el parpadeo pareció obligar a la habitación a volver a sus dimensiones normales a los ojos del monje. Por vez primera, descubrió un agujero de polilla en el hábito papal, que estaba, además, casi deshilachado. En varios puntos el yeso del techo había caído. Pero la dignidad había sobrepasado a la pobreza. Sólo durante unos instantes después del guiño notó Francis aquellos signos de penuria. La distracción fue momentánea.

—A través tuyo queremos enviar nuestros más cordiales saludos a todos los miembros de tu comunidad y a tu abad —decía León—. Para ellos y para ti, queremos extender nuestra bendición apostólica. Te daremos una carta anunciándola. —Hizo una pausa y guiñó o parpadeó de nuevo—. Por cierto, la carta estará salvaguardada. Pondremos en ella el No molestare, excomulgando a cualquiera que se atreva a asaltar a su portador.

Francis murmuró su agradecimiento por aquel seguro contra los asaltantes aunque no juzgó conveniente añadir que el ladrón sería incapaz de leer el aviso o comprender la penalidad.

—Haré lo posible por entregarla, Padre Santo.

De nuevo, León se inclinó para murmurar:

—A ti te daremos una muestra especial de nuestro afecto. Antes de irte habla con monseñor Aguerra. Nos habría gustado más dártelo de propia mano, pero éste no es el momento adecuado. Monseñor te lo dará en nuestro nombre. Haz con ello lo que quieras.

—Muchas gracias, Santo Padre.

—Ahora adiós, querido hijo.

El Pontífice se alejó, para seguir hablando con cada peregrino de la fila. Cuando hubo terminado: la bendición solemne. La audiencia había terminado.

Cuando el grupo de peregrinos apareció en el claustro, monseñor Aguerra asió a Francis por el brazo y le abrazó calurosamente. El postulador de la causa del santo había envejecido tanto, que el monje le reconoció con dificultad pese a estar a su lado. Pero también él había encanecido y se le habían arrugado las comisuras de los ojos de tanto escrutar sobre la mesa de las copias. Cuando bajaban por la Scala caelestis, el prelado le tendió un paquete y una carta.

Francis miró la dirección de la carta y asintió. Su propio nombre estaba escrito sobre el paquete que llevaba un sello diplomático.

—¿Es para mí, monseñor?

—Un regalo personal del Padre Santo. Será mejor que no lo abras aquí. ¿Puedo hacer algo por ti antes de que abandones Nueva Roma? Te mostraré con gusto todo lo que no hayas podido ver.

El hermano se quedó pensativo un momento. Había sido un viaje exhaustivo.

—Me gustaría ver, una vez más, la basílica, monseñor —dijo finalmente.

—Muy bien, pero ¿es todo?

El hermano Francis se detuvo de nuevo. Se habían quedado rezagados del resto del grupo de peregrinos.

—Quisiera confesar —añadió suavemente.

—No hay nada más fácil —dijo Aguerra añadiendo mientras contenía una sonrisa—: Estás en la ciudad ideal para ello, ¿sabes? Aquí se te puede perdonar todo lo que te preocupe. ¿Es algo lo suficientemente terrible que merezca la atención del Papa?

Francis enrojeció y agitó la cabeza.

—¿Qué te parece el Gran Penitenciario? Si estás arrepentido, no sólo te absolverá, en el trato te dará un palo en la cabeza.

—Es que... se lo pido a usted, monseñor —tartamudeó el monje.

—¿A mí? ¿Por qué? No soy nadie importante. Aquí estás en una ciudad llena de birretes rojos y quieres confesarte con Malfreddo Aguerra.

—Es que... es que ha sido usted el abogado de nuestro patrono —explicó el monje.

—Comprendo. Escucharé tu confesión. Pero ya sabes que no puedo absolverte en nombre de tu patrono. Tendrá que ser, como de costumbre, en el de la santísima Trinidad. ¿Será suficiente?

Francis tenía poco que confesar, pero su corazón había estado mucho tiempo agitado —bajo la incitación de dom Arkos— por el temor de que su descubrimiento del refugio hubiese dificultado el caso del santo. El postulador de Leibowitz le escuchó, consoló, le dio la absolución en la basílica y después le acompañó por aquella vieja iglesia. Durante la ceremonia de canonización y la misa que le siguió, el monje había notado únicamente el majestuoso esplendor del edificio. Ahora, el viejo monseñor le mostró la desmoronada obra de albañilería, los lugares que necesitaban ser reparados y la penosa condición de algunos de los viejos frescos.

De nuevo tuvo una visión fugaz de una pobreza velada por la dignidad. En aquella época la Iglesia no era rica.

Finalmente, Francis quedó en libertad de abrir su paquete. Contenía una bolsa, y en ella había dos monedas de oro. Miró a Malfreddo Aguerra. Monseñor sonrió.

—Dijiste que el ladrón te ganó la conmemoración en un combate, ¿no es así? —preguntó Aguerra.

—Sí, monseñor.

—Bien, aunque te vieses forzado a ello, tú mismo decidiste luchar, ¿verdad? ¿Aceptaste su reto?

El monje asintió.

—Entonces no creo que sea justificar un mal acto si la compras a la vuelta. —Dio unos golpecitos en la espalda del monje y le bendijo. Era hora de partir.

El pequeño conservador de la llama del conocimiento salió a pie hacia su abadía. El viaje duraría días y semanas, pero su corazón palpitaba al acercarse al escondite del ladrón. «Haz con ello lo que gustes», había dicho el papa León refiriéndose al oro. No sólo esto, el monje tenía ahora, además de la bolsa, una respuesta a la burlona pregunta del asaltante. Pensó en los libros de la sala de audiencias, esperando allí su nuevo despertar.

El ladrón, sin embargo, no estaba emboscado en el lugar como Francis había esperado. Había huellas recientes en el sendero, pero lo cruzaban y no había rastro del hombre. El sol se filtraba a través de los árboles para cubrir el suelo con reflejos en forma de hoja. El bosque no era denso, pero ofrecía sombra. Se sentó al lado del camino para esperar.

Un búho silbó al mediodía desde la relativa oscuridad de las profundidades de algún arroyo distante. Los buitres daban vueltas en un retazo de azul sobre la copa de los árboles. Aquel día el bosque parecía pacífico. Al escuchar medio dormido el cantar de los gorriones entre unos arbustos cercanos, pensó que no le importaba que el ladrón apareciese aquel día o al siguiente. Su viaje era tan largo, que sería agradable quedarse reposando todo un día mientras le esperaba. Se sentó observando a los buitres. A veces miraba el camino que conducía a su distante hogar en el desierto. El ladrón había escogido un punto perfecto para su cubil. Desde allí se podía observar más de un kilómetro del camino en cualquier dirección y permanecer oculto en el bosque.

A lo lejos, algo se movía en el camino.

El hermano Francis protegió sus ojos del sol con las manos y estudió el movimiento distante. Había una zona soleada en el sendero, donde un fuego de arbustos había aclarado varios acres de terreno alrededor de la senda que conducía al sudoeste y que rielaba bajo un espejo de calor en la región en la que reinaba el sol. No podía ver con claridad debido a los reflejos brillantes, pero en medio del camino se distinguía movimiento: una iota negra que se arrastraba. A veces parecía tener cabeza y a veces desaparecía totalmente en el velo producido por el calor; pero a pesar de todo pudo darse cuenta de que poco a poco se acercaba. En un momento en que el borde de una nube ocultó el sol, el débil resplandor del calor se debilitó durante unos segundos; sus ojos, cansados y miopes, llegaron a la conclusión de que la iota serpenteante era un hombre, aunque estaba demasiado lejos para poder ser reconocido. Se estremeció. Algo en la iota era demasiado familiar.

Pero no, no podía de ningún modo ser aquel viejo.

El monje hizo la señal de la cruz y empezó a pasar las cuentas de su rosario mientras sus ojos permanecían fijos en aquella cosa distante en el rielar del calor.

Mientras estuvo esperando allí la llegada del ladrón, una discusión se había suscitado más arriba en la ladera de la colina. El debate conducido por susurrantes monosílabos duró casi una hora. Ahora había terminado. Dos-Capuchas había sido vencido por Una-Capucha. Juntos, los «hijos del Papa» salieron sigilosamente por detrás de su mata de abrojos y se arrastraron colina abajo.

Avanzaron hasta llegar a unos diez metros de Francis antes que una piedra sonase. El monje estaba murmurando la tercera avemaría del cuarto misterio glorioso del rosario cuando miró a su alrededor.

La flecha le dio limpiamente entre los ojos.

—¡Comemos! ¡Comemos! ¡Comemos! —gritaron los «hijos del Papa».

En la senda, hacia el sudoeste, el viejo vagabundo se sentó en un tronco y cerró los ojos para descansarlos del sol. Se abanicó con un maltrecho sombrero de paja y masticó sus hojas aromáticas. Hacía mucho que deambulaba. La búsqueda parecía no tener fin, pero siempre existía la promesa de encontrar lo que buscaba pasada la siguiente colina o detrás de la curva en el camino. Cuando terminó de abanicarse, se puso de nuevo el sombrero y se rascó la hirsuta barba mientras, parpadeando, miraba el paisaje. En la ladera que estaba frente a él se hallaba un pequeño bosque que no había sido quemado. Ofrecía sombra, pero sin embargo el vagabundo se quedó sentado al sol observando a los curiosos buitres. Se habían reunido y sobrevolaban el bosque a muy baja altura. Uno de los pájaros se atrevió a descender entre los árboles, pero pronto estuvo de nuevo a la vista, quedó un momento aleteando débilmente hasta que encontró una columna de aire que se elevaba, y entonces ascendió planeando. Los negros huéspedes de la carroña parecían estar gastando más energía que de costumbre en batir las alas. Generalmente se elevaban conservando sus fuerzas. Ahora barrían el aire sobre la ladera como si estuviesen impacientes por posarse en tierra.

Mientras los buitres permanecieron interesados, pero indecisos, el vagabundo hizo lo mismo. En aquellas colinas había jaguares. Detrás del pico había cosas peores que estos animales, y a veces merodeaban lejos de su hogar.

El vagabundo esperó. Finalmente los buitres descendieron entre los árboles. Esperó otros cinco minutos. Después se levantó y renqueando fue hacia la mancha del bosque, dividiendo su peso entre su pierna maltrecha y su bastón.

Al poco rato entraba en la zona boscosa. Los buitres estaban ocupados sobre los restos de un hombre. El vagabundo ahuyentó a los pájaros con su garrote e inspeccionó los restos. Faltaban importantes partes. Una flecha le cruzaba el cráneo formando un bulto en su nuca.

El viejo miró nervioso hacia los arbustos que le rodeaban. No había nadie a la vista, pero el lugar estaba cubierto de huellas de pisadas y no era prudente quedarse.

Prudente o no, el trabajo tenía que hacerse. El viejo vagabundo encontró un punto en que la tierra era lo suficientemente blanda para cavar con las manos y el bastón. Mientras lo hacía, los furiosos buitres volaban bajo sobre las copas de los árboles. A veces se precipitaban como una flecha hacia tierra, pero inmediatamente volvían a remontarse. Durante una hora, después dos, chillaron ansiosos sobre la ladera boscosa.

Uno de los pájaros se atrevió finalmente a posarse en tierra. Recorrió indignado el montículo de tierra recién removida. Desengañado, salió de nuevo volando. La bandada de aves abandonó el lugar y subió a gran altura aprovechando las corrientes de aire mientras observaban hambrientos la tierra.

Detrás del Valle de los Deformes había un cerdo muerto. Los buitres lo observaron alegremente y descendieron en busca del festín.

Más tarde, en un desfiladero lejano, un jaguar limpió sus costillas y lo abandonó. Los buitres parecieron agradecerle el poder terminar su comida.

Llegado el momento, los buitres pusieron sus huevos y alimentaron a sus crías: una serpiente muerta y pedazos de perro salvaje.

La joven generación creció fuerte, voló alto y lejos con sus negras alas, esperando que la tierra fecunda entregase sus abundantes carroñas. A veces la comida era sólo un sapo. Una vez fue un mensajero de Nueva Roma.

Sus vuelos los llevaron hacia las llanuras del oeste. Estaban encantados con la abundancia de cosas buenas que los nómadas dejaban abandonadas durante su viaje hacia el sur.

Llegado el momento, los buitres pusieron sus huevos y alimentaron a sus crías. La tierra los había nutrido abundantemente durante siglos.

Seguiría haciéndolo aún varios más...

Durante un tiempo, los desperdicios fueron buenos en la zona de Red River; pero entonces, de aquella carnicería se levantó una ciudad. Los buitres no sentían afición por las ciudades que se levantaban, aunque aprobaban su eventual caída. Se alejaron de Texarkana y se situaron lejos en las llanuras del oeste. Al modo de las cosas vivas, repoblaron la tierra muchas veces con los de su especie.

Era el año de Nuestro Señor de 3174.

Había rumores de guerra.