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Unos meses después de la partida de monseñor Aguerra, llegó a la abadía procedente de Nueva Roma una segunda caravana de mulas, montadas por clérigos y guardias armados para la defensa contra los bandoleros, maníacos mutantes y, según los rumores, dragones. Esta vez la expedición estaba encabezada por un monseñor con pequeños cuernos y afilados colmillos, que anunció tenía el deber de oponerse a la canonización del beato Leibowitz y había venido a investigar —y sospechaba que quizás a establecer responsabilidades— ciertos increíbles rumores histéricos que habían salido de la abadía y, lamentablemente, llegado a las puertas de Nueva Roma. Dejó establecido que no aceptaría románticas tonterías como cierto visitante anterior, sin duda, había hecho.
El abad lo recibió educadamente y le ofreció un camastro duro en una habitación orientada hacia el sur, después de disculparse por el hecho de que la celda de los huéspedes se hubiese visto recientemente expuesta a las viruelas. Monseñor fue atendido por su propia gente y comió gachas y verduras con los monjes en el refectorio; las codornices y los pollos de chaparral escaseaban mucho en aquella época, dijeron los cazadores.
Esta vez, el abad no consideró necesario prevenir a Francis contra cualquier ejercicio liberal de su imaginación. Que lo hiciese si se atrevía. Había poco peligro de que el advocatus diaboli diese crédito inmediato aún a la verdad, sin antes darle una buena paliza y ahondar en la herida.
—Tengo entendido que eres propenso a desmayos histéricos —dijo monseñor Flaught, cuando él y el hermano Francis estuvieron solos, mirando al monje con lo que éste consideró ojos malignos—. ¿Hay algún caso de epilepsia en tu familia? ¿De locura? ¿Estructura neural mutante?
—No, excelencia.
—No soy una excelencia —espetó al sacerdote—. Bueno, ahora dirás la verdad.
Un pequeño gesto de cirujano será lo adecuado, parecía indicar su tono; sólo se necesitará una amputación menor.
—¿Estás enterado de que los documentos se pueden envejecer artificialmente?
El hermano Francis no estaba tan al corriente.
—¿Te das cuenta de que el nombre de Emily no apareció en los escritos encontrados?
—Oh, pero... —calló súbitamente, dudando.
—El nombre que apareció era Em, ¿no es así? Puede que sea un diminutivo de Emily.
—Creo que así es, monseñor.
—Pero también puede serlo de Emma, ¿verdad? ¡El nombre de Emma apareció en la caja!
Francis no dijo nada.
—¿Y bien?
—¿Cuál fue la pregunta, monseñor?
—¡Es igual! Tan sólo se me ocurrió demostrarte que la evidencia sugiere que Em era por Emma y que Emma no es el diminutivo de Emily. ¿Qué tienes que decir a esto?
—No había pensado en ello, monseñor, pero...
—Pero ¿qué?
—¿No es verdad que los matrimonios se llaman a veces con otros nombres?
—¿Tratas de burlarte de mí?
—No, monseñor.
—¡Dime la verdad! ¿Cómo fue que descubriste el refugio y qué puedes decirme de esas fantásticas habladurías acerca de la aparición?
El hermano Francis trató de explicarlo. El advocatus diaboli lo interrumpió con periódicos bufidos y preguntas sarcásticas. Cuando terminó su narración, el abogado examinó la historia con dientes y uñas semánticos hasta que el propio monje se preguntó si había visto realmente al viejo o se había imaginado el incidente.
La técnica de examen era despiadada, pero Francis encontró la experiencia menos terrible que una entrevista con el abad. Lo más que el abogado podía hacer era arrancarle, aquella vez, los miembros uno a uno; pero saber que la operación terminaría pronto ayudaba al amputado a soportar el dolor. Sin embargo, al enfrentarse al abad, estaba siempre convencido de que un error podía ser castigado una y otra vez, pues Arkos era su superior de por vida y el perpetuo inquisidor de su alma.
Después de observar la reacción de Francis a la furiosa arremetida inicial, monseñor Flaught pareció encontrar la historia del monje demasiado sencilla para garantizarle un gran margen de ataque.
—Bien, hermano, si ésta es tu historia y te aferras a ella, no creo que tengamos que preocuparnos por ti en absoluto. Aunque sea verdad, cosa que no admito, de tan trivial es absurda. ¿Te das cuenta de ello?
—Es lo que siempre dice.
Francis, que durante años intentó quitarle al peregrino la importancia que los demás le habían atribuido.
—¡Pues ya era hora de que lo dijeses! —exclamó Flaught.
—Siempre he dicho que pensaba que probablemente no era más que un viejo.
Monseñor Flaught se cubrió los ojos con una mano y suspiró ruidosamente. Su experiencia con los testigos inseguros le dejaba sin nada qué decir.
Antes de abandonar la abadía, el advocatus diaboli, como el abogado del santo antes que él, se detuvo en el scriptorium y pidió ver la conmemoración en colores de la heliografía de Leibowitz («aquella terrible incomprensibilidad», como la llamó Flaught). Aquella vez las manos del monje no temblaron de ansiedad sino de miedo; una vez más, podía verse obligado a abandonar el proyecto. Monseñor Flaught observó en silencio la piel de cordero. Tragó saliva tres veces y, finalmente, se obligó a asentir.
—Tu imaginación es viva —admitió—. Pero esto ya lo sabíamos, ¿verdad? —Hizo una pausa—. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas en ello?
—Seis años, monseñor, aunque de modo intermitente.
—Comprendo. Según veo, deberás trabajar los mismos años para poderlo terminar.
Inmediatamente los cuernos de monseñor Flaught disminuyeron un par de centímetros y sus colmillos desaparecieron por completo. Aquella misma noche salió hacia Nueva Roma.
Los años transcurrieron lentamente, marcaron las caras de los jóvenes y encanecieron sus sienes. La labor perpetua del monasterio continuó, atronando todos los días al cielo con el mismo himno del Divino Oficio, proveyendo diariamente al mundo con un lento fluir de manuscritos copiados y vueltos a copiar, cediendo ocasionalmente clérigos y escribanos al episcopado, los tribunales eclesiásticos y a los pocos poderes seglares que los solicitaban. El hermano Jeris ambicionaba construir una prensa de imprimir, pero al saberlo, Arkos rechazó el plan: no había ni el papel suficiente ni la tinta necesaria, y en un mundo satisfecho de su incultura no se necesitaban libros a buen precio. Debido a ello, la sala de copias siguió con sus botes y plumas.
Durante la Festividad de los Cinco Santos Inocentes, un mensajero del Vaticano llegó con alegres nuevas para la orden. Monseñor Flaught había retirado todas sus objeciones y hacía penitencia ante una imagen del beato Leibowitz. El caso de monseñor Aguerra había sido aprobado y el Papa había ordenado la presentación de un decreto en el que recomendaba la canonización. La fecha para la proclamación formal había sido señalada para el siguiente Año Santo y coincidiría con la llamada a Consejo General de la Iglesia con el propósito de efectuar una cuidadosa reestructuración de la doctrina referente a la limitación del magisterium a los hechos de fe y moral. Era una cuestión muchas veces tratada en la historia; pero en cada país parecía resurgir con nuevas formas, especialmente en aquellos períodos oscuros en que los «conocimientos del hombre» acerca del viento, las estrellas y la lluvia eran realmente la única creencia. Durante este Consejo, el fundador de la Orden Albertiana sería inscrito en el calendario de los santos.
Una temporada de regocijo en la abadía siguió a aquel anuncio. Dom Arkos, encanecido por la edad y cercano ya a la senectud, llamó al hermano Francis a su presencia y jadeando dijo:
—Su Santidad nos invita a Nueva Roma para la canonización. Prepárate a partir.
—¿Yo, reverendo padre?
—Tú solo. El hermano farmacéutico me prohíbe viajar y no estaría bien que el padre prior marchase estando yo enfermo. No me vengas ahora con desmayos —dijo plañideramente dom Arkos—. Lo más probable es que obtengas más crédito del que mereces por el hecho de que la corte haya aceptado la fecha de la muerte de Emily Leibowitz como probada de modo definitivo. De todas maneras, Su Santidad te ha invitado. Te sugiero que le des gracias a Dios y no te atribuyas ningún mérito.
El hermano Francis se tambaleó.
—¿Su Santidad...?
—Sí. Enviaremos al Vaticano la heliografía original de Leibowitz. ¿Qué te parece si te llevas tu versión conmemorativa en colores como regalo personal al Santo Padre?
—Ah... —dijo Francis.
El abad lo reanimó, lo bendijo, lo llamó buen simple y lo envió a llenar su zurrón.