26

«Ésta es su red de Aviso de Emergencia —decía el locutor cuando Joshua entró en el despacho del abad después de maitines al día siguiente—, emitiendo para ustedes el último boletín sobre el Fallout del asalto enemigo con misiles sobre Texarkana...»

—¿Me ha mandado llamar, dómine?

Zerchi le hizo un gesto indicándole silencio y un asiento. La cara del sacerdote parecía seca y sin sangre, una máscara acerada y grisácea del helado autocontrol. A Joshua le dio la impresión de haber disminuido de tamaño, de haber envejecido desde la caída de la noche. Escucharon sombríos la voz, que aumentaba y disminuía a intervalos de cuatro segundos cuando las estaciones transmisoras eran conectadas y desconectadas para impedir que el enemigo detectase el lugar donde estaba situado el equipo.

«...pero en primer lugar, una noticia proporcionada hace unos instantes por el Mando Supremo. La familia real está a salvo. Repito: se sabe que la familia real está a salvo. Se dice que el Consejo de Regencia estaba ausente de la ciudad cuando el enemigo atacó. Fuera de la zona de desastre no se han producido desórdenes civiles y no se espera ninguno.

»Una orden de cese el fuego ha sido dada por la Corte Mundial de Naciones, con orden de sentencia de muerte contra los jefes del Gobierno de ambas naciones. La sentencia se hace aplicable sólo en caso de que el decreto sea desobedecido. Ambos gobiernos cablegrafiaron a la Corte su inmediato reconocimiento de la orden y hay, además, una probabilidad de que el conflicto haya terminado unas horas después de haber empezado como descarga preventiva contra ciertas instalaciones espaciales ilegales.

Dando un golpe por sorpresa, las fuerzas especiales de la Confederación atacaron anoche tres puntos ocultos de misiles asiáticos localizados en el lado oculto de la Luna y destruyeron totalmente una estación espacial enemiga que se dedicaba a conducir un sistema de misiles espacio-tierra. Se esperaba que el enemigo se vengaría en nuestras fuerzas en el espacio, pero el bárbaro asalto de nuestra capital fue un acto de desesperación que nadie anticipó.

»Boletín especial: Nuestro Gobierno acaba de anunciar su intención de hacer honor al alto el fuego durante diez días si el enemigo acepta una inmediata reunión de ministros de Relaciones Exteriores y comandantes militares en Guam. Se espera que el enemigo acepte.»

—Diez días —dijo roncamente el abad—. No nos dan demasiado tiempo.

«La radio asiática, sin embargo, sigue insistiendo en que el reciente desastre termonuclear de Itu-Wan, que ha causado unas ochenta mil víctimas, se debió a un proyectil atlántico fuera de control. Y que la destrucción de la ciudad de Texarkana fue, por lo tanto, una especie de represalia...»

El abad apagó de un golpe el receptor.

—¿Cuál será la verdad? —preguntó en voz baja—. ¿Qué hay que creer? ¿Tiene importancia? Cuando al asesinato en masa se contesta con el asesinato en masa, violación por violación, odio con odio, no sirve de mucho preguntar qué hacha es la más ensangrentada. Mal en el mal y sobre el mal. ¿Cómo justificar nuestra «acción policíaca» en el espacio? ¿Cómo podemos saberlo? Ciertamente no hay justificación para lo que han hecho... ¿o la hay? Sólo sabemos lo que esa cosa dice y esa cosa es un prisionero. La radio asiática tiene que decir lo que desagradará menos a su Gobierno y la nuestra tiene que decir lo que desagradará menos a nuestro buen y patriótico pueblo obstinado. Lo cual es por coincidencia lo que el Gobierno quiere que sea dicho. Así que, ¿dónde está la diferencia? Dios mío, debe de haber medio millón de muertos, si le dieron a Texarkana con una de las grandes. Tengo ganas de decir palabras que ni siquiera había oído antes. Estercolero de sapos, pus asquerosa. Gangrena del alma, podrido cerebro inmortal. ¿Me comprende, hermano? Y Cristo respiró con nosotros el mismo aire de carroña. ¡Qué sumisa la majestad de nuestro Dios Todopoderoso! ¡Qué infinito sentido del humor! ¡Que Él se convirtiese en uno de nosotros! Rey del Universo, clavado en una cruz como un Yiddish Schlemiel por alguien como nosotros. Dicen que Lucifer fue expulsado por negarse a adorar al Verbo Encarnado. ¡Al loco debía faltarle el sentido del humor! ¡Dios de Jacob e incluso Dios de Caín! ¿Por qué lo hacen de nuevo?

»Perdóneme, deliro —añadió, dirigiéndose, no tanto a Joshua como a la talla de madera de San Leibowitz que estaba en un rincón de su despacho.

Se había detenido en la mitad de su paseo para observar la cara de la imagen... Era una talla vieja, muy vieja. Algún superior anterior de la abadía la había enviado al sótano para que se quedase entre el polvo y la oscuridad mientras una ávida podredumbre corroía la madera, comiéndose el grano de primavera y dejando el de verano de tal modo que la cara parecía estar profundamente marcada. El santo sonreía de modo ligeramente satírico. Zerchi la rescató del olvido debido a aquella sonrisa.

—¿Vio anoche al pordiosero del refectorio? —preguntó de pronto sin dejar de mirar con curiosidad la sonrisa de la estatua.

—No, dómine, ¿por qué?

—No tiene importancia, deben de ser imaginaciones mías.

Pasó los dedos por los haces de leña sobre los que estaba colocado el santo.

«Aquí es donde nos hallamos todos ahora —pensó—. En la gran fogata de los pecados pasados. Y algunos de ellos son míos. Míos, de Adán, de Herodes y judas, de Hannegan y míos. De todos. Siempre se culmina en el coloso del Estado, tendiendo sobre sí el manto de la bondad, siendo abatidos por la ira del cielo. ¿Por qué? Lo dijimos lo suficientemente alto... Dios debe ser obedecido tanto por las naciones como por los hombres. César debe ser el policía de Dios, no su sucesor plenipotenciario, no su heredero. En todas las épocas, todos los pueblos. «Quien exalte a una raza o un Estado de credo particular, a los depositarios del poder... quien eleve estas nociones sobre su valor común y las divinice hasta el nivel idólatra, distorsiona y pervierte un orden del mundo planeado y creado por Dios...» ¿De dónde había salido esto? De Pío XI —se dijo aunque no estaba seguro—, hacía dieciocho siglos. Pero cuando César obtuvo los medios para destruir el mundo, ¿no estaba ya divinizado? Sólo con el consentimiento del pueblo, la misma chusma que gritó: «Non habemus regem nisi Caesarern», cuando enfrentándose con Él, el Dios Encarnado, se burlaron de él y le escupieron. La misma chusma que martirizó a Leibowitz...»

—La divinidad de César aparece de nuevo.

—¿Dómine...?

—No me hagas caso. ¿Están los hermanos todavía en el patio?

—Cuando pasé había más de la mitad. ¿Quiere que vaya a verlo?

—Vaya y vuelva. Antes de que nos unamos a ellos quiero decirle algo.

Antes de que Joshua volviese, el abad sacó los documentos del Quo Peregrinatur de la caja de seguridad.

—Lea la compilación —le dijo al monje—. Vea la tabla de organización y lea las bases del procedimiento. Más tarde tendrá que estudiar detalladamente el resto.

El interfono sonó con fuerza mientras Joshua leía.

—Por favor, con el reverendo padre Jethra Zerchi, abad —zumbó la voz del operador robot.

—Al habla.

—Cable de prioridad urgente de sir Eric, cardenal Hoffstraff, Nueva Roma. No hay servicio de correo a esta hora, ¿se lo leo?

—Sí, lea el texto. Más tarde enviaré a alguien a buscar una copia.

—El texto es como sigue: «Grex peregrinus erit. Quam primum estfactum suscipiendum vobis, jussu Sanctae Sedis. Suscipite ergo operis partem ordini vestro propriam...».

—¿Puede leerlo de nuevo traducido al idioma del sudoeste? —preguntó el abad.

El operador consintió, pero en ningún caso pareció el mensaje contener nada inesperado. Era una confirmación del plan y una petición de urgencia.

—Enterado —dijo finalmente.

—¿Hay respuesta?

—La respuesta es como sigue: «Eminentissimo Domino Eric Cardinal Hoffstraff obsequitur Jethra Zerchius A.O.L. Abbas. Ad has res disputandas iam coegi discessuros fratres ut hodie parati dimitti Roman prima aerisnave posinst». Fin del texto.

—Se lo leeré de nuevo: «Eminentissimo...».

—Está bien, esto es todo, retírese.

Joshua había terminado el compendio. Cerró la carpeta y levantó lentamente la mirada.

—¿Está preparado para ser clavado en ello? —preguntó Zerchi.

—No estoy seguro de comprender —dijo el monje palideciendo.

—Ayer le hice tres preguntas. Necesito las respuestas ahora.

—Estoy dispuesto a ir.

—Pero aún quedan dos para ser contestadas.

—No estoy seguro acerca del sacerdocio, dómine.

—Mire, tendrá que decidirse. Usted tiene menos experiencia con naves interestelares que cualquiera de los otros. Ninguno de ellos ha sido ordenado. Alguien tiene que ser parcialmente liberado de los deberes técnicos para cumplir con los deberes pastorales y administrativos. Le dije que esto no significa abandonar la orden. No es así, pero su grupo se convertirá en una parcial dependiente de la orden, bajo una regla modificada. El superior será elegido por votación secreta de los profesos, claro, y usted será el candidato más evidente si además tiene vocación para el sacerdocio. ¿La tiene o no la tiene? Ha llegado su inquisición y su momento. Un momento muy breve, además.

—Pero, reverendo padre, no he terminado de estudiar..

—No importa. Además de la tripulación de veintisiete hombres, toda nuestra gente, irán otros: seis monjas y veinte niños de la escuela de San José, un par de científicos y tres obispos, dos de ellos recientemente consagrados. Pueden ordenar y, ya que uno de ellos es delegado del santo padre, tendrán hasta el poder de consagrar obispos. Ellos podrán ordenarle cuando consideren que está preparado. Pasarán años en el espacio, ¿sabe? Pero necesitamos saber si tiene vocación y necesitamos saberlo ahora.

El hermano Joshua permaneció un momento pensativo y finalmente dijo:

—No lo sé.

—¿Quiere media hora? ¿Desea un vaso de agua? Está muy pálido. Le diré algo, hijo mío, si debe dirigir al grupo tiene que ser capaz de decidir las cosas al instante. Ahora tiene que hacerlo. Bueno, ¿puede hablar?

—Dómine... no estoy seguro...

—De todas maneras puede chillar, ¿no es así? ¿Se someterá al yugo? ¿No se rinde aún? Se le pedirá que sea el asno en el que Él entró en Jerusalén, es una carga pesada y le romperá la espalda porque Él lleva los pecados del mundo.

—No me creo capaz.

—Chille y jadee, también puede gruñir, y esto está bien para el jefe del grupo. Escuche, ninguno de nosotros ha sido realmente capaz, sin embargo lo hemos intentado y hemos sido probados. Se le escoge para la destrucción, pero es por esto por lo que está aquí. Esta orden ha tenido superiores de oro, superiores de duro y frío acero, superiores de cuero corroído, y ninguno de ellos ha sido capaz, aunque algunos lo han sido más que otros y hemos tenido hasta santos. El oro fue batido, el acero se hizo quebradizo y se partió y el cuero corroído fue convertido en cenizas por el cielo. Yo he tenido la suerte de ser mercurio, avanzo a trompicones, y me rompo, pero siempre me recompongo. Siento que se avecina otra avanzada, y esta vez, hermano, creo que será la última. ¿De qué está hecho, hijo? ¿Qué será lo probado?

—Colas de perro faldero. Soy carne y tengo miedo, reverendo padre.

—El acero grita cuando se le forja, jadea cuando es templado y rechina cuando debe soportar una carga. Creo que incluso el acero tiene miedo, hijo mío. ¿Necesita media hora para pensarlo? ¿Un poco de agua? ¿Aire? Se tambalea un poco. Si se marea, sea prudente y vomite. Si se siente atemorizado, grite. Si le produce cualquier cosa, rece. Pero vaya a la iglesia antes de la misa y díganos de lo que está hecho un monje. La orden se divide y la parte que se va al espacio lo hace para siempre. ¿Se siente o no llamado a ser pastor? Vaya y decídase.

—Supongo que no hay salida.

—Claro que la hay. Tiene tan sólo que decir: «No me siento llamado a ello», y elegiremos a otro, es todo. Pero vaya, cálmese y después reúnase con nosotros en la iglesia con un sí o un no. Yo voy allí ahora. —El abad se levantó y se despidió con un gesto.

 

La oscuridad en el patio era casi total. Sólo una delgada línea de luz se filtraba por debajo de la puerta de la iglesia. La débil luminosidad de las estrellas aparecía borrosa debido a la neblina de polvo. En el este no había aún rastro de la aurora. El hermano Joshua vagaba silencioso. Finalmente se sentó en el bordillo que cerraba un parterre de rosales. Apoyó la barbilla en la mano y empezó a mover un guijarro con un pie. Los edificios de la abadía se mostraban como sombras oscuras y dormidas. Una pequeña rebanada de Luna colgaba baja en el sur.

De la iglesia le llegaba el eco de los cantos: Excita, Domine, potentiam tuam, et venit, ut salvos, poneos en movimiento, Señor, y venid a salvarnos. El aliento de esta oración seguirá adelante y adelante, mientras haya aliento con que susurrarla. Aunque la hermandad lo considere fútil...

Pero no podían saber que era fútil. ¿O podían? Si Nueva Roma tenía alguna esperanza, ¿por qué enviar la nave? ¿Por qué si creían que las oraciones por la paz en la Tierra serían siempre contestadas? ¿No era la nave espacial un acto de desesperación? «¡Retrahe me, Satanus, et discende!», pensó. La nave es un acto de esperanza. Esperanza para la humanidad en otro sitio, paz en otro sitio, dado que ahora y aquí no era posible: quizá los planetas de Alfa Centauro, Beta Hidra o una de esas débiles colonias desparramadas en aquel planeta, como se llamase, de Escorpión. La esperanza y no la futilidad envía la nave, loco seductor. Tal vez se trate de una esperanza cansada y rendida, una esperanza que dice: «Sacúdeles el polvo de tus sandalias y ve a predicar a Sodoma y a Gomorra». Pero hay esperanza o no darían la orden de salida. No hay esperanza para la Tierra, pero sí para el alma y la sustancia de la humanidad en otro sitio. Con Lucifer amenazando, no enviar la nave sería un acto de presunción, «como el tuyo, el más sucio de todos, tentando a Nuestro Señor: si eres Hijo de Dios, arrójate de la cima para que los ángeles te protejan». Demasiada esperanza para la Tierra había conducido al hombre a tratar de convertirla en un paraíso y era mejor que perdiese toda esperanza de ello en el momento que iba hacia la consunción del mundo...

Alguien había abierto la puerta de la abadía. Los monjes se dirigieron en silencio hacia sus celdas. Un débil reflejo de la puerta de entrada se diluía hacia el patio. La luz era opaca en la iglesia. Joshua sólo podía distinguir unas velas y el tenue ojo rojizo de la lámpara del altar. Los veintiséis miembros de su grey ocupaban arrodillados el campo de su visión. Alguien cerró de nuevo la puerta, pero no tanto para que a través de una rendija no pudiese ver la mancha roja de la lámpara del altar. El fuego ardía con veneración, orgullo, quemaba suavemente en adoración allí en su receptáculo rojo. El fuego, el más hermoso de los cuatro elementos y sin embargo un elemento del infierno. Mientras ardía en adoración en el centro del templo, también había abrasado aquella noche la vida de una ciudad y había trasladado su veneno a la Tierra. Qué extraño era que Dios hablase desde los arbustos en llamas y que el hombre convirtiese un símbolo del cielo en un símbolo del infierno.

Levantó de nuevo la vista hacia las polvorientas estrellas de la mañana. Bien, allí no encontrarían paraísos. Sin embargo, allí había hombres ahora, hombres que miraban a soles extraños en cielos extraños, respiraban un aire extraño y trabajaban una tierra extraña. En mundos de helada tundra ecuatorial, mundos de humeante jungla ártica, un poco parecida a la Tierra, tal vez; lo suficientemente parecida a la Tierra para que, de algún modo, el hombre pudiese seguir trabajando con el sudor de su frente. Pero aquellos colonizadores celestiales del Homo loquax nonnumquam sapiem eran sólo un puñado de colonias de humanos que hasta el momento había obtenido poca ayuda de la Tierra y ahora ya no tendría por qué esperarla, allí en sus nuevos no-paraísos, todavía menos parecidos al paraíso a como la Tierra lo había sido. Tal vez afortunadamente para ellos. Cuanto más se acercaba el hombre a perfeccionar un paraíso, más impaciente parecía por destrozarlo y acabar igualmente con él mismo. Crearon un jardín de placer y progresivamente fueron en él más miserables, cuanto más aumentaba su riqueza, poder y belleza; porque entonces, quizás, era más fácil para ellos ver que en el jardín faltaba algo, algún árbol o arbusto que ya no crecería. Cuando el mundo estaba en la oscuridad y desdicha, podría creer en la perfección y desearla. Pero cuando el mundo brilló por la razón y la riqueza empezó a notar la estrechez del ojo de la aguja y esto, enconado por un mundo que ya no deseaba creer o desear. Bueno, lo destruirían de nuevo, ese jardín de la Tierra, civilizado, y que sabía iba a ser destrozado una vez más por una miserable oscuridad que el hombre nuevamente esperase en…

¡Pero la Memorabilia iría en la nave! ¿Era una maldición? ¡Discede seductor informis! Aquel conocimiento no era una maldición a no ser que fuese pervertido por el hombre, como el fuego lo había sido aquella noche...

«¿Por qué debo irme, Señor? —se preguntó—. ¿Tengo que hacerlo? ¿Qué es lo que trato de decidir? Ir o negarme a ir. Pero esto ya está decidido, hace mucho se hicieron llamadas para ello. Egrediamur tellure, entonces, porque fui ordenado por un voto que yo empeñé. Así es que debo ir. ¿Pero apoyar las manos en mí y llamarme sacerdote? ¿Llegar incluso a llamarme abbas y hacer que vigile las almas de mis hermanos? ¿Debe insistir en ello el reverendo padre? Pero él no insiste, sólo quiere saber si Dios insiste en ello. Aunque tiene demasiada prisa. ¿Está en realidad tan seguro de mí? Para hacer esto tiene que estar más seguro de mí de lo que lo estoy yo mismo.

»¡Habla, destino, habla! El destino parece estar siempre unas décadas más lejos; pero de pronto no está una década más lejos sino que es ahora. Pero tal vez el destino sea siempre ahora, aquí, en este mismo instante, quizá.

»¿No es suficiente que él esté seguro de mí? Pero no, no del todo. Sea como fuere, debo estar seguro yo mismo. En media hora, menos de medía, ya. Audi me, Domine —por favor, Señor—. Es sólo uno de tus gusanos de esta generación que te pide algo, una señal, un signo, un portento, un amén. No tengo tiempo para decidirme.»

Se sobresaltó nervioso. ¿Había algo arrastrándose?

Le pareció oír como un suave susurro entre las hojas secas, bajo los rosales que había a su espalda. Aquello se detuvo, susurró y se arrastró de nuevo. ¿Una señal del cielo podía arrastrarse? Un omen o un portento podían hacerlo. El salmista negotium perambulans in tenebris podía. Una serpiente podía hacerlo.

Tal vez se trataba de un grillo. Sólo susurraba. Pero el hermano Hegan había matado una serpiente en el patio, una vez... ¡Ahora se arrastraba de nuevo! Un suave deslizarse entre las hojas. ¿Sería un signo adecuado que se arrastrase fuera de las hojas y le mordiese la nuca?

El sonido de las oraciones le llegó de nuevo procedente de la iglesia: Reminiscentur et convertentur ad Dominum universi fines terrae. Et adorabunt in conspectu universae familiae gentium. Quoniam Domini est regnum; et ipse dominabitur.

Extrañas palabras para aquella noche: Todos los extremos de la Tierra deberían recordar y volverse hacía el Señor..

El susurro se detuvo súbitamente. ¿Estaba tras él? «Verdaderamente, Señor, una señal es realmente necesaria. En realidad yo...» Algo rozó su muñeca y él se apartó de un salto de los rosales. Se apoderó de una piedra y la lanzó contra los arbustos. El ruido fue más fuerte de lo que había supuesto. Avergonzado, se rascó la barba. Esperó. No salió nada de entre los arbustos. Nada se deslizó. Lanzó una nueva piedra, que también sonó con fuerza en la oscuridad. Siguió esperando, pero nada se movió. «Pide una señal y cuando llegue, lánzale una piedra... de essentia hominum

La lengua sonrosada de la aurora empezó a lamer las estrellas. Pronto tendría que ir a contestar al abad. ¿Contestar qué?

El hermano Joshua apartó los mosquitos de su barba y fue hacia la iglesia, pues alguien había salido a la puerta y había mirado hacia el exterior. ¿Le buscaban a él?

«Unus panis, et unum corpus multi sumus, llegó el murmullo de la nave, omnes qui de uno.. Un pan y un cuerpo, aunque muchos, somos nosotros, y hemos compartido un pan y un cáliz...»

Se detuvo en la entrada para mirar hacia los rosales. «Era una trampa, ¿verdad? La enviaste sabiendo que tiraría piedras, ¿no es así?»

Penetró en el interior y se arrodilló junto a los demás, uniendo su voz a la de sus compañeros para la petición. Durante un rato dejó de pensar, en compañía de los viajeros del espacio allí reunidos. «Annuntiatibur Domino generatio ventura... Y le será mostrada al Señor una generación a venir y los cielos mostrarán su justicia. Para un pueblo que nacerá, el cual el Señor ha creado...»

Cuando tuvo de nuevo noción de las cosas, vio que el abad le llamaba con un gesto. El hermano Joshua fue a arrodillarse a su lado.

Hoc officium, Fili... tibine imponem us oneri? —susurró.

—Si me quieren —contestó suavemente el monje—, honores accipiam.

El abad sonrió.

—Me ha oído mal, he dicho carga, no honor. Crucis autem omus si audisti ut honorem, nihilo errasti auribus.

Accipiam —repitió el monje.

—¿Está seguro?

—Si me escogieron, lo estaré.

—Es suficiente.

Así quedó decidido. Mientras el sol se alzaba, un pastor era escogido para conducir el rebaño.

Después, la misa conventual fue dedicada a peregrinos y viajeros.

 

No había sido fácil fletar un avión para Nueva Roma y aún más difícil fue obtener el permiso de vuelo, una vez conseguido el avión. Durante la emergencia, todos los vuelos civiles pasaron a la jurisdicción de los militares, y se necesitaba un permiso especial. La ZDI local lo había negado. Si el abad Zerchi no hubiese sabido que cierto mariscal del aire y cierto cardenal arzobispo eran amigos, la ostensible peregrinación a Nueva Roma por parte de veintisiete contrabandistas de libros con su zurrón habría podido muy bien esfumarse, debido a la falta de permiso para emplear un transporte rápido. A media tarde, sin embargo, el permiso fue otorgado. El abad Zerchi subió al avión, poco antes del despegue, para despedirse.

—Sois la continuación de la orden —les dijo—, con vosotros va la Memorabilia. También con vosotros va la sucesión apostólica y quizá la Silla de Pedro.

»No, no —añadió en respuesta a los murmullos de sorpresa de los monjes—. No su santidad. No os había dicho esto antes, pero si en la Tierra ocurre lo peor, el Colegio de Cardenales o lo que quede de él, se reunirá. Puede que entonces la colonia Centauro sea declarada un patriarcado separado, con jurisdicción patriarcal absoluta que recaerá sobre el cardenal que os acompañará. Si el azote cae sobre nosotros, el patrimonio de Pedro pasará a él. Porque aunque la vida en la Tierra sea destruida, Dios no lo quiera, mientras el hombre viva en otro sitio, el oficio de Pedro no puede ser destruido. Hay muchos que piensan que si la maldición cae sobre la Tierra, el papado recaerá sobre él por el principio de Epikeia si aquí no hubiese supervivientes. Pero, hermanos, esto no os atañe directamente, aunque estaréis sujetos a vuestro patriarca bajo votos especiales como los que atan a los jesuitas al Papa.

»Pasaréis años en el espacio, por lo tanto la nave será vuestro monasterio. Cuando la sede patriarcal se haya establecido en la colonia Centauro, crearéis un convento de religiosas de la Visitación de San Leibowitz de Tycho. Pero la nave permanecerá en vuestras manos al igual que la Memorabilia. Si la civilización, o un vestigio de ella, puede mantenerse en Centauro, enviaréis misiones a los demás mundos colonizados y quizás, eventualmente, a las colonias de sus colonias. Donde quiera que el hombre vaya, vosotros y vuestros sucesores le acompañaréis. Y con vosotros, los restos y recuerdos de más de cuatro mil años. Algunos de los que estáis aquí o de los que os sucederán serán mendigos y vagabundos que enseñarán las crónicas de la Tierra y los cánticos del Crucificado a los pueblos y culturas que puedan crecer fuera de los grupos de colonizadores. Porque algunos pueden olvidar. Pueden apartarse de la fe. Enseñadles y recibid en la orden a los que se sientan llamados. Cededles la continuidad. Sed para el hombre el recuerdo de la Tierra y el origen. Recordad esta Tierra, no la olvidéis nunca, pero... no volváis nunca a ella —la voz de Zerchi se hizo débil y ronca—. Si alguna vez lo hacéis, tal vez os encontréis con el arcángel en el extremo este de la Tierra, guardando su entrada con una espada de fuego. Lo presiento. A partir de ahora, el espacio es vuestro hogar. Es un desierto más solitario que el nuestro. Dios os bendiga y rogad por nosotros.

Avanzó lentamente por el pasillo, deteniéndose ante cada asiento para bendecir y abrazar a su ocupante, antes de abandonar el avión.

La nave rodó hasta tomar pista y se elevó rugiendo. La observó hasta que se perdió de vista en el cielo del atardecer. Después, regresó a la abadía y al resto de su rebaño.

En el avión habló como si el destino del hermano Joshua y su grupo fuese tan claro como las oraciones de la misa del día siguiente; pero todos, por supuesto, sabían, que sólo presentaba un plan, describió una esperanza y no una seguridad. Porque el grupo del hermano Joshua sólo había dado el pequeño primer paso de un largo viaje dudoso, un nuevo éxodo de Egipto bajo los auspicios de Dios que, con seguridad, estaba ya muy cansado de la estirpe del hombre.

Los que quedaban tenían la parte más fácil: esperar el final y rezar para que no llegase.