CAPÍTULO 39

Owen y Greta recorrieron en silencio el largo camino que les separaba del bote. El agotamiento hacía sentir sus efectos, y la excursión fue algo sombría. Pasaron junto al soldado que había quedado congelado en el iceberg, dieron un rodeo al mar y descendieron hacia donde habían dejado las cajas con las provisiones. Pasaron también junto al cadáver del otro soldado contra el que Hart había disparado y encontraron al tercero tumbado en la lancha medio hundida. El piloto había pensado en utilizar aquella lancha y abandonar el hielo con más rapidez gracias al motor, pero comprobó que un disparo suyo la había agujereado. El cadáver del miembro del grupo de asalto yacía en un charco rosado que cubría hasta la mitad de la borda; su superficie tenía ya una capa de hielo. Así pues, la pareja llevó la carga hasta el bote del ballenero y fue alejándose del hielo remando entumecida.

Cuando habían recorrido ya una cierta distancia, Hart amarró el bote a otra isla de hielo. Se tumbaron en el fondo y se cubrieron con una manta y un toldo. La nieve, que caía despacio, salpicaba la cobertura. Se besaron medio exhaustos en su refugio y se acoplaron como dos cucharas: Greta contra Owen. Luego se quedaron dormidos. Por primera vez en muchas semanas no les acosaron oscuros sueños.

Los dos se despertaron rígidos, aunque algo recuperados; salieron del toldo como animales que escarban. Hart echó una ojeada a su alrededor. El paisaje era gris, el agua tenía el color del plomo. El cielo parecía apagado bajo una capa de nubes. No tenía idea de qué hora podía ser, ni siquiera de qué día. El tiempo se había parado o había perdido importancia. La isla de Átropos seguía rugiendo; el humo del volcán empujaba bajo la capa nubosa, como un vientre a punto de explotar. La niebla desdibujaba los glaciares que se divisaban a lo lejos y la nieve caía sobre ellos, indolente. Mirara donde mirara, no veía más que un vacío absoluto: una tierra, un paisaje totalmente desprovistos de vida, de calidez, de historia. Se encontraban en un congelado limbo, y el único sonido que distinguían en aquel gélido yermo era el del latido de sus corazones, las únicas chispas de calor, las que guardaban ellos en lo más profundo de su ser. Hart se dio cuenta de que en definitiva lo más importante eran el uno para el otro.

—Tengo la impresión que somos los últimos seres vivos que quedan en la Tierra —le dijo él.

Greta mordisqueaba un trozo de pan, tenía los ojos brillantes. Abrir los ojos aquella mañana había sido como despertar de un terrible sueño. Nunca se había sentido tan confortada.

—No, Owen. El mar sigue vivo. Mira. —Señaló hacia allí.

Se oyó un silbido. Una nube de maloliente vapor, que demostraba la existencia de otro inmenso corazón que latía, se elevó por la superficie del agua. Esta ascendió al aparecer el prominente lomo de una ballena. Se sumergió de nuevo y la cola azotó la superficie, agitándose. Les llamaba hacia el mar.

—Es una buena señal —auguró ella—. A pesar de los kilómetros que nos quedan por cubrir, lo conseguiremos.

Hart soltó las amarras del bote y empezó a remar siguiendo la dirección de la ballena. Poco a poco se fueron alejando de las placas de hielo pegadas a la isla.

Cuando fueron acercándose a mar abierto, el viento empezó a arreciar. Izaron la vela y se acurrucaron en la parte de popa como protección; el bote se balanceaba lentamente mientras se deslizaba entre las olas. Pasaron junto a un iceberg por la parte de estribor y vieron unos pingüinos sobre él. Efectivamente, allí seguía latiendo la vida.

—¿Queda muy lejos la tierra firme? —preguntó ella.

—Unos cuatro mil kilómetros hasta África.

—¡Válgame Dios! —Era obvio que la empresa era imposible.

—Hay que intentarlo.

Siguieron navegando. Curiosamente, su estado de ánimo no estaba marcado por la desesperación, sino por la alegría. Estaban solos los dos. Eso les bastaba. El mar seguía gris, las olas encrespadas, pero aún no amenazaban con dominar su pequeño navío. Empezaron a aparecer aves marinas que fueron siguiéndoles, volando a favor del viento, describiendo largos y ondulados círculos. Se despejó el cielo y en él se destacó un seductor claro de un azul intenso. Tras él, la isla parecía una oscura y gigantesca nube.

Pasaron las horas. Greta durmió un rato en los brazos de Owen, arrullada por el movimiento del mar. Luego se desperezó poco a poco y contempló el agua. Era algo hipnotizante: las olas seguían un ritmo eterno. Forzó la vista y su mirada se centró en algo que rompía la monotonía. Un objeto consistente.

—¡Dios mío! ¿Será un barco? —Señaló hacia allí.

Él siguió la indicación del brazo de Greta y pareció inquietarse.

—Creo que es el submarino. El U-4501, parece. No. —La rodeó con sus brazos—. Sería una exageración. Hart observó a fondo el navío.

—Podría ser. Creo que intenta interceptar nuestro camino.

—¿Nos habrá localizado? ¿Sería mejor arriar la vela para disimular?

—No —respondió él, más desconcertado que alarmado—. No se trata de eso. Me parece que no pretende nada. Creo que ha muerto.

—¿Muerto?

—La enfermedad. —Se dirigió hacia la embarcación.

El submarino se bamboleaba lentamente, avanzando a la deriva como si hubiera perdido toda la potencia. Tenía la cubierta principal inundada; tan solo sobresalía la torre, que se balanceaba como una boya solitaria.

—No veo a nadie —dijo Greta en voz baja.

Owen se levantó y observó un rato el submarino intrigado.

—No —respondió—. No creo que podamos ver a nadie. Se ha convertido en un barco fantasma, como el Bergen.

—O sea, que los maté yo. Estoy contemplando su tumba.

—No, se mataron ellos mismos.

Greta hizo la señal de la cruz. Él giró el timón y se alejó del barco.

—La torre parece hundirse poco a poco —comentó mirando aún al submarino, que iba desapareciendo.

—Puede que Freiwald lo esté sumergiendo. Tal vez haya entrado agua en él.

—¿De modo que ha terminado de verdad?

—Por lo menos este episodio.

Siguieron navegando mientras el día tocaba a su fin. Comían, llevaban el timón y descansaban por turnos. Los dos estaban terriblemente cansados. La euforia de la huida iba en retroceso y las necesidades vitales y la preocupación sobre los posibles peligros influían en su estado de ánimo. Cayó la noche, nublada y oscura como una cueva, y luego la madrugada gris les mostró el vacío océano. Algunos icebergs se deslizaban a unas cuantas millas de ellos, pero ya habían perdido de vista la isla del horizonte sur.

—Vamos a hablar de nuestro futuro —dijo Greta—. Un futuro que ha de animarme.

—De acuerdo. —Hart reflexionó un momento—. ¿Cómo será nuestra casa?

—Con mucho sol —respondió ella enseguida—. Con un árbol y una mesa bajo él. No será grande, como la que tuve en Berlín, pero sí muy clara.

Él se echó a reír.

—Creo que podemos permitírnoslo. ¿Y qué me dices del coche?

—¿Tiene coche la gente normal en América?

—Algunos sí. Tú necesitarás tenerlo. El país es muy grande.

—Pues también quiero un coche. Pero que no sea negro. De un color alegre.

—¿Cómo los de los libros infantiles?

—Exactamente.

Las nubes se abrieron un poco y durante un rato el horizonte brilló. Se juntaron de nuevo y el viento empezó a soplar con fuerza. El minúsculo bote era como una hoja en un prado; el mar se embravecía y las olas mostraban su blanca espuma. El cielo se iba oscureciendo. Hart arrió un poco la vela.

—A esta latitud le han dado el nombre de los Furiosos Cincuenta —dijo él—. Ahora comprobaremos por qué.

El bote descendía como en un tobogán por un lado de las olas y ascendía a duras penas por el siguiente, mientras el viento silbaba en las jarcias. La espuma que llegaba de la zona de proa les empapó. La segunda noche sería muy larga.

Greta contemplaba el frío paisaje con su cabellera al viento y el semblante triste y ausente, que recordó al piloto sus días en el Schwabenland. Se preguntó cómo se imaginaría ella los Estados Unidos de América y qué iba a opinar del país cuando llegara allí. El bote se inclinó peligrosamente y Greta cambió de posición para mantener el equilibrio. Un chorro de agua se proyectó desde la popa. Ella empezó a perder el control al no verse capaz de seguir el ritmo de la lluvia y las olas.

—No lo conseguiremos, ¿verdad, Owen? —preguntó por fin cuando consiguió descansar un instante—. Será imposible, como dijiste tú.

Él miraba hacia el horizonte, medio cerrando los ojos, esbozando una sonrisa.

—Me equivoqué. Lo conseguiremos.

—¡Vaya con el optimismo americano! —No pudo evitar devolverle la sonrisa—. Tú no te rindes con facilidad, ¿verdad?

—Ya no.

—¿Y cómo sabe que lo conseguiremos, señor Hart?

—De entrada, nos quedan solo tres mil novecientos kilómetros por recorrer. Mucho menos si lo calculamos en millas náuticas.

Ella se echó a reír.

—¡Me imaginaba que estábamos muy cerca!

—Además, llevas un ángel en el hombro.

—¿De verdad? —Se volvió para mirar—. Creo que es diminuto. Como te prometió tu amigo esquimal, ¿no?

Hart asintió.

—Y Elmer tenía razón.

Greta se dejó caer en el fondo del bote, acurrucándose contra el frío.

—Ojalá estuviera ahí, pero yo no veo el ángel, Owen. Se diría que esos seres me han abandonado.

—No creas —dijo él señalando su hombro—. Estás equivocada, yo lo veo.

Ella ya ni volvió la vista hacia donde indicaba Hart. Se le cerraron los ojos.

—¿Greta? —exclamó él impaciente.

—¿Hum?

—Saca la bengala que había guardado, por favor.

—¿Qué? —Greta puso unos ojos como platos.

—Para el ángel.

Hart señaló de nuevo el mismo punto que antes. Esta vez ella volvió la cabeza. Se veía una gris silueta en el horizonte. Otro barco.

—¡Dios mío! ¡Es cierto!

La expresión de Owen era radiante, su tez salpicada de agua, el pelo agitándose al viento.

—Claro que es cierto. Y creo que se debe a la persona que tengo a mi lado. —Se inclinó, la cogió y le dio un beso apasionado, feliz—. ¡Saca ya la bengala!

Así lo hizo Greta, y una estrella roja ascendió en la oscuridad. Esperaron unos momentos. Luego disparó otra.

El barco se dirigía hacia ellos.

Owen soltó un chillido y empezó a agitar frenéticamente la mano, como si pudieran verle a aquella distancia. Luego miró a su compañera:

—¿Te he dicho alguna vez que las mujeres traen suerte?

El destructor estadounidense Reuben Gray les recogió al anochecer. Greta fue la primera que subió por la escala de cuerda; los marineros la ayudaron en el último tramo, maravillados ante la novedad de ver a una mujer a bordo.

Un marinero, señalando con aire inquieto la escala, gesticulaba dirigiéndose a Hart.

—¡Háblame en inglés, muchacho! —le dijo el piloto.

El otro quedó boquiabierto.

—¡Parece americano!

—De Montana. En mi vida creí ver esta maldita extensión de agua.

El otro se dio cuenta de que el bote noruego estaba lleno de agua a causa de los embates de las olas que lo habían azotado durante tanto tiempo. No habría aguantado una noche más. Hart se agarró a la escala y subió a bordo.

—¿De dónde salen? —preguntó el marinero asombrado, indicando el vasto mar.

—Del cielo. Y del infierno.

Hart echó un último vistazo al bote. A la segunda había funcionado.

—¡Una inmensa ola! —gritó alguien desde la cubierta, señalando hacia el agua. Los dos hombres miraron donde les indicaba. Una gran montaña negra se elevaba hacia la popa del destructor.

—¡Agárrese! —gritó el marinero empujando a Hart.

El piloto no necesitaba que le animaran. Pasó el brazo por la barandilla. La popa del barco descendió bajo la amenazadora montaña de agua gris. Rompió la ola, batiendo contra la parte posterior del navío como si fuera un acantilado.

Se oyó el sonido de algo que se hacía añicos. Ascendió la popa, giró y volvió a descender. El destructor se ladeó, como en busca del punto de equilibrio.

Hart se soltó y miró hacia el flanco. El bote noruego había topado con fuerza contra el acero del casco y se había hecho añicos. De él quedaba tan solo un trozo de madera sujeto a uno de los cabos. El destructor empezó a acelerar, buscando un rumbo más favorable entre las olas, estabilizándose. Por fin la isla quedó realmente en la lejanía. Estaban a salvo. ¿Pero qué hacía un destructor estadounidense allí?

Owen se dirigió hacia una escotilla en la que brillaba una luz amarillenta. Allí encontró a Greta, con la capucha bajada y un halo de luz alrededor de su cabellera. Pero no estaba sola.

—¡Qué curiosa es la suerte!, ¿verdad, señor Hart?

—Realmente increíble.

Otto Kohl sonreía con el aire del propietario de un yate particular.

—Ha tenido suerte de que les encontráramos a tiempo. Y yo la he tenido de que nos hayan encontrado a nosotros. Creo que el capitán estaba dispuesto a tirarme por la borda si no detectábamos un submarino que hundir o una isla que invadir. Tenía miedo de que me obligaran a colaborar en la muerte de los dos. En cambio, les he salvado. Ahora tal vez usted conseguirá convencerle de que decía la verdad.

Hart entró y el calorcillo le produjo un efecto extraño.

—Lo intentaré. Pero ¿qué hace usted aquí?

—Acudí a los estadounidenses. Se lo confesé todo. No me creyeron hasta que interceptaron una señal radiofónica de su submarino. Entonces me convirtieron en guía cautivo, desconfiando lamentablemente de mi palabra.

—Ya es demasiado tarde para encaminarles hacia ellos, Otto. Todos han muerto, incluso Jürgen. El submarino ha desaparecido, la isla volcánica ha entrado en erupción, se han perdido los microbios y el medicamento. Para siempre, espero. Sería una locura volver allí.

—El submarino… ¿ha desaparecido?

—Cuando lo vimos por última vez, estaba completamente contaminado y se hundía poco a poco. Este destructor puede resultar muy práctico para artillería naval, pero no creo que pueda llegar hasta ellos.

—¿Se salvó algo de la embarcación?

—Evidentemente no. ¿Quería un recuerdo?

Kohl suspiró.

—No. Pero resulta que Jürgen guardaba unos… papeles míos.

—Ah, ya vi que los llevaba a bordo. ¿Algo importante?

El alemán reflexionó un momento. Luego agitó la cabeza.

—No. No son importantes. Ya no lo son. Porque la vida sigue, diría yo. Porque ha llegado el momento de empezar de cero y compensar el pasado, ¿no?

Hart asintió.

—El almirante Byrd comentó en una ocasión que la Antártida le ofrece a uno la oportunidad de rehacer su vida. Quizá tuviera razón. Pero me sabe mal lo de sus papeles, Otto. No sé de qué otras pruebas podremos echar mano para respaldar su historia.

Él se encogió de hombros.

—La prueba radica en ustedes. ¿Por qué, si no, se encontrarían en estas latitudes en un bote? El piloto movió la cabeza asintiendo.

—Exactamente.

—Y otra cosa. —Greta se metió la mano en el bolsillo y sacó un frasco—. Un alga, una esponja, un organismo extraño. Quizás algún científico confirmará la novedad.

—¡Greta! ¿Guardaste una parte? —El piloto estaba asombrado.

—Tan solo esta muestra, al destruir el resto. Como científica, siento curiosidad.

Otto clavó la vista en ello.

—¿Es eso lo que ha provocado tanto revuelo?

—Eso y la mala utilización que pueden hacer de ello los seres humanos.

Kohl asintió.

—Lo comprendo perfectamente. —Se calló un momento observando cómo se miraban Hart y Greta—. Y ahora, ¿no sería lo más apropiado un regalo de compromiso?

—Apropiadísimo —exclamó Hart.

Greta sonreía.

—Me alegro. Porque he llevado esto mientras recorría medio mundo y no tengo ni idea del porqué. —Se metió la mano en el bolsillo y le entregó a Greta algo atado a una sucia cinta—. Pero lo guardé tal como me pediste.

Greta sacó la piedra, radiante.

—¿Qué demonios significa ese guijarro?

Ella se sacó el colgante del interior de la ropa y lo abrió.

—Un recuerdo, papá. —Metió la piedrecita en su interior y cerró el relicario—. Hay que llevarlo muy cerca del corazón.

Su padre movió la cabeza.

—Y ahora los dos se irán hacia…

—Hacia California, espero. —Greta miró a Owen con aire tímido—. Dicen que es más cálido que Montana. Y quiero vivir cerca del mar para estudiar las ballenas. Pero no para cazarlas, sino para aprender de ellas.

—¿Y usted, Owen?

—Imagino que la aviación comercial experimentará un auge después de la guerra. Quiero volar, y espero que California sea un lugar tan bueno como otro para empezar. Ya pasé allí una temporada.

—Estupendo. Y yo me dedicaré a reconstruir lo que destruimos cuando por fin muera el Reich. Imagino que necesitarán a Otto Kohl.

Un alférez entró en la estancia.

—El capitán quiere hablar con los tres. Tienen muchas cosas que explicarle.

—¡Evidentemente, evidentemente! —exclamó Kohl con gesto de asentimiento—. ¡Vaya historia tenemos que contarle! ¡Usted primero, joven! —Puso la mano con cautela en el hombro de Hart—. El capitán Reynolds y yo nos estamos convirtiendo en buenos amigos —murmuró—. Lleva su tiempo, pero empieza a mostrarme su simpatía. Por ello creo que tendríais que dejar la conversación en mis manos.

El trío subió hacia el puente y Owen Hart rodeó con su brazo a la mujer que amaba.